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Y en este cuaderno de memorias el perro Tra es inexcusable: porque me acompaño hasta el final, porque jugaba conmigo cuando se produjo en mi 'vida una dicha muy grande, como también una melancolía que conserve hasta hoy.
3 de enero
Cuando Eufrasia se llevo a Elvirita -El padrino la quiere estudiante- me privo no solo de la niña, sino de disfrutar de ese encanto que se llama infancia y que va desapareciendo, según yo la siento, a partir de los tres anos. Comienzan a escasear las sorpresas, tan abundantes cuando se avanza tanteando, palpando con dedos tímidos y todavía inocentes el mundo, sus asperezas y sus blanduras acogedoras.
Flotando ignorante en la dicha de la infancia, Elvirita derrochaba raros privilegios. Mucho tiempo paso y puedo ver la vieja carretilla sin rueda, gris de madera y polvo. Junto a ella la niña invitando con la pregunta que ordenaba:
– ¿Dale que esto es un tutu?
Yo aceptaba sin palabras y sentado sobre el mueble en ruinas viajaba inmóvil, confiado en la pe-ricia de ella, manejadora del gran automóvil de lujo, dándome la espalda, gritando incomprensibles voces de mando.
También puedo verla una noche de calor y luna llena sentada a mi lado en la vereda de ladrillos frente a la casona. Algo le habría dicho Eufrasia sobre el hombrecito que en la luna cargaba eterna-mente un haz de leña. Le dije que no era cierto, que a la luna solo iban las niñas buenas. Entonces no ella, sino la infancia apunto con un dedo sucio al enorme disco y dijo:
– Yo no voy. La luna esta lejos y siempre, lejos hace mucho frío.
Y además, infancia me estuvo dando un día y otro las pequeñas alegrías de las palabras mal pronunciadas. Recuerdos desvaídos por los años y la lejanía. Tal vez enfriados, como dijo la niña.
10 de octubre
Estaba muy lejano el tiempo en que, padre y maestro cariñoso, la sentaba en mis rodillas para enseñarle el alfabeto.
Con fingido desinterés hice a Eufrasia una pregunta distraída y ella me explico en su lenguaje personal que la chica esta con sus padrinos, el es un militar retirado (aquí imagine al viejo baboso) y la tienen como a una hija, tiene amiguitas y esta grande que no la va a conocer, no es que aquí gracias a Dios haya faltado nunca la comida pero los padrinos le dan comida compensada o no se bien como la llaman.
Imagine a la muchacha gorda, obesa, perdiendo por los mofletes el encanto de la inocencia. Divide su recuerdo y mantuve la tarea auto impuesta de anotar los largos pasos que iba dando hacia la civilización mi franja de tierra sanmariana. Ante todo la desaparición de la llamada barranca Yaco, progreso que me permitió reanudar mis visitas al Chámame ya que mi jeep, misteriosamente inútil, ahora funcionaba de manera perfecta, también misteriosamente.
Ya no existía el puentecito de madera y barandas de soga que cruzaba el no para unir. ambas Santamarías. Ahora yo veía blanquear la superficie de una lengua de cemento -hasta se hacia sostener por tres arcos- que soportaba el paso de grandes camiones siempre que lo hicieran bien distanciados y en fila india. Y por sobre todo yo tenía, otra vez en mi vida, la primavera con su inquietud, con la imposición de hacer proyectos y con muchas noches castas en las que Eufrasia me reiteraba la jarra de lata y yo bebía y fumaba sentado aruera en un sillón hecho para un trasero mayor, contemplando el lento viaje de la luna sobre las copas renegridas del bosque.
Pero debajo de cada primavera están acumuladas, inconcretas, otras, de recuerdo ya envejecido que han depositado para siempre su gota de dulzor o amargura en la memoria. Gotas que reviven e impregnan sutiles la primavera recién nacida. Y si, el pasado es inmodificable.
Un atardecer me fui llenando de ganas de visitar Santamaría Vieja y el Chamame con la esperanza de encontrar alguna puta no repugnante, no demasiado estragada y con el carnet de salud al día. Además podía cumplir con el pedido de la loca mujer-hija y visitar al medico que siempre velaba hasta la madrugada.
No me atrevería a decir que el Chamame fue descubrimiento mío. Hace muchos anos que un amigo muy querido me hablo de ese local de baile, por entonces casi increíble. Aquel amigo era hombre de pocas palabras, pero cuando andaba estimulado hablaba muy largo y con una prosa que no puedo comparar, por su belleza, con ninguna otra que yo haya escuchado. Aun forzando el inútil recuerdo. Pero el querido amigo solo conoció al Chamame con luz de día. Subsiste, sucio por el tiempo y el mosquerío, el cartel no siempre respetado que prohíbe «el porte y uso de armas». Están también, carcomidas y aún firmes, las gruesas vigas de madera que parecen, ahora, sostener o decorar el espectáculo nocturno hecho con putas, matones, borrachos de cualquier origen, milicos y curiosos arriesgados. Faroles a gas alumbran desde las vigas y construyen sombras movedizas y grotescas para las parejas que bailan y sudan.
La primera vez que baje por los tres escalones que llevaban a la sala del Chamame, la gente escaseaba, era un lunes. Elegí una mesa, me senté y pedí una caña al negrito Justino que entonces hacia de mozo, como hizo de tantas cosas antes y después.
El ambiente parecía vacío y yo en el centre. Allá por el fondo dos mesas con parejas que discutían de amores o precios. Próxima a mi una mesa con mujer sola. Tal vez esperando a un cliente fijo o a su macho. Fumaba como yo y de vez en cuando llenaba un vaso de una botella ya mediada del espantoso vino de la casa.
Al poco rato empecé a sentir o apenas intuir que algo raro sucedía en la mesa de la mujer próxima y solitaria. Supe que no estaba borracha por la firmeza con que sus manos usaban el encendedor plateado y los cigarrillos. Pero, sin dirigirse a nadie, mirando la madera de su mesa, el cuerpo abandonado al desinterés, la mujer hablaba y respondía a nadie. Lo hacia en voz alta, preguntaba y contestaba. Si no borracha, loca. Llegue a creer que mi vecina conversaba con espíritus, Ángeles o diablitos amigos.
Guiado por algún movimiento de la cabeza de la mujer creí que el interlocutor invisible estaba a su derecha. Me levante y anduve paseando frente a los escalones como si esperara. Luego me puse a recorrer la gran sala que, libre de gente, estaba triste y fría.
Entonces el misterio de la charla con espíritus o almas en pena se me revelo con su golpe de asombro y asco.
La mujer de la mesa próxima estaba conversando con otra, que la naturaleza había embutido en una de las tres letrinas sin puertas y, sentada en el inodoro, porfiaba su relate y sus respuestas.
Tiempo después uno de los patrones, tal vez haya sido el Chino, me explico que habían sacado las puertas «para evitar atos oscenos de maricas y para peor sin pagar». También me ilustro haciendo un paralelo entre mujeres y homos declarando victoriosas a las primeras porque cuando quieren y no pueden se mojan y aguantan mientras que ellos se enferman «del sistema nervioso».
Pero por la noche, sábados y vísperas el Chamame fortificaba su prestigio. Para mi nariz, a la barrera de los tres escalones, se aliaba una invisible cortina de mal olor. El recuerdo amoniacal de muy viejos orines ayudados por orines frescos. A medida que crecía la noche eran ayudados por los sobacos de las parejas que bailaban al compás de los tres musicantes que tomaban sus tragos durante las pausas. También ellos, forzando la sonrisa, contribuían pobremente con los hilitos de sudor que les resbalaban en las caras.
Y era imposible ignorar la mezcla dulzona y repugnante de los perfumes baratos de las mujeres.
Sin olor perceptible, giraban, iban y venían los colorinches de sus vestidos, apenas disminuidos por el humo espeso de los tabacos.
Pasados unos cuantos minutos era posible adaptarse y reconocer a los personajes de todos los sábados, aquellos ya integrados y que parecían paridos por el Chamamey acaso inmortales. -,
Si alguien, como me han contado, aspiro un día a ser regente de un prostíbulo perfecto, las imperfecciones del Chama -así se permitían llamarlo los clientes de toda la vida- conformaban el mas extraño prostíbulo de todo el mundo.
Comienzo por capricho o respeto recordando al Juez. Como un contraste excesivamente violento con la grosería congénita de un milico llamado Autorida, allá en el fondo, casi apoyado contra los vidrios de una ventana, estaba sentado, noche a noche, el Juez. Ocupaba siempre una mesa-escritorio contra la pared y allí apoyaba el respaldo de su silla. Llegaba siempre con una valija cilíndrica, de las llamadas de cobrador, y de allí sacaba una botella virgen de whisky y un mazo de papeles que distribuía sobre la mesa. Nunca vi que los mirara.
Era un hombre cincuentón de abundantes cabellos grises siempre bien peinados, dentadura blanca que mostraba pocas veces y nariz ganchuda. Su voz tenia un tono curioso a la que nunca pude atribuirle con certeza ningún origen. Jamás se me ocurrió que fuera judío.
Solo hable con el una noche que me pareció propicia porque lo sospeche borracho. Había desparramado sin sentido su papelería sobre la mesa; había olvidado esconder la botella en su valijita, de modo que pude conocer el nombre de su veneno. Se llamaba Only Proprietor, marca para mi desconocida. De vez en cuando, espontáneamente o a una sena suya incomprensible para el sucio chusmerío chamameguiano, se le acercaba el patrón o sea la Autorida.
Me fatiga escribir estos recuerdos. Pero la Autorida es ineludible. Toda Santamaría sabia que este milico de sector policial era homosexual. Y el sabia que todos sabían. De este conocimiento don Autorida extraía un estado permanente de desconfianza y maldad. Donde no había otra cosa que indiferencia, el sospechaba burlas y alusiones.
Pero así, borracho y con su grotesco uniforme, el ojo enrojecido y semituerto, Autorida era el patrón sin disputa del Chamame. Inventaba leyes absurdas que se cumplían sin quejas. El juez barajaba papeles y bebía, ausentándose. Mucho tiempo pasaba entre sus llamados silenciosos, el curioso garabato de los dedos. Enseguida el secreteo de cabezas juntas y el Autorida se erguía obediente y resuelto, se acercaba a la mesa del condenado y no necesitaba murmurar ordenes para que el indeseado se levantara y saliera a la noche.
No se si los reglamentos que disciplinaban la vida nocturna del Chamame habían sido dictados por el Señor Juez o por el milico de mierda (mas adelante supe que su apellido también tema una M como inicial). Estaba prohibido negociar con las mujeres dentro del local. «Esto no es quilombo», solía repetir la Autorida. Los tratos se hacían en la calle luego que los hombres hubieran hecho selección e invitaran a la mujer a salir mediante un seco golpe de cabeza.
13 de octubre
Recién ahora recuerdo o quiero recordar que dentro del álbum venía una carta de París que decía:
Como en carta de suicida escribo que ignoro si esta llegara a tus manos antes de que me canse de cumplir con tu montaña de pedidos llorones y abandone.
Tom de paso para USA quiso saludar París. Es un caballero y tiene un buen gusto que prepara nostalgias sin remedio. Fue una noche. Pero nada de lo que imaginás. Tom, amigo de causas perdidas, me informó que, por órdenes superiores, te había abandonado, ahí que te pudras, acompañado por una mulata hedionda y una nena rubia a la que estarás viendo crecer hasta un momento mejor. Te conozco bien por lo menos en ese terreno.
Así como se alimenta un pavo para las navidades, la estarás madurando con caricias, mimos y tolerancias. Pobrecita. O tal vez te cases con la negra maloliente y la niña se convierta en hija y qué bello el incesto. ¿Por qué vienen los cheques de tu sueldo o soborno por el Crédit Lyonnais cuando los patrones están en Filadelfia? Tom me dijo al pasar que en esa excrescencia de Santamaría hay un prostíbulo. Tal vez eso te libre de las posibles maldades pronosticadas. Lo imagino y espero que salve tu alma inmortal.
Lo veo como una de aquellas enormes cajas de madera que nos llegaban desde Detroit en barco con un Ford adentro. Como puerta, una cortina de arpillera. Hombres sucios haciendo cola en un largo banco o desparramados en los arbustos. Comprenderás que no quiera agregar nada a lo que pienso, salvo la estufita siempre encendida con su repugnante olor a querosén, olor que podía excitar a Julius por asociación. Divagar es incoherente como una droga, una confesión que no se da jamás entera pero alivia. Me dijo el mercader que los discos estaban acondicionados de tal manera que podían llegar a la China sin rayarse. La selección de libros la hicieron nuestros amigos, creo que ellos saben, y espero que te hagan feliz. Ahora si estoy aburrida. Solo me queda paciencia para recordar aquella caminata por la Rue Florence, hacia mi casa, que tu interrumpiste justo en la mitad por un dolor de anciano. Todavía me resulta incomprensible. Pero, sobre todo esto, ni una palabra. Tuya en lo que se puede,
Aura
Mire mucho tiempo la carta. Debajo de la firma o nombre había una línea de margen a mar-gen, hecha con una guarda griega que aludía a un recuerdo, a un secreto que solamente Aura y yo podíamos descifrar con nada más que mirarla. El secreto o recuerdo exigiría muchas páginas para ser aclarado a un neófito. La guarda se extendía hasta caerse del margen y prolongarse, vibrando, en mi memoria.
15 de octubre
Cuando se fueron los gringos Diaz Grey me hizo llamar y así se inicio una serie de entrevistas. Juntos hablábamos de cualquier cosa y nunca en serio. Yo sentía que me estaba tomando examen. Pocos días después comenzaron los camiones.
Pero aquellos encuentros me hicieron bien porque yo me sentía tan fiera de la vida que aquellas visitas me hicieron comprender que estaba viviendo aunque no hubiera sido, tantos meses, nada mas que como un triste peón manipulado. Recuerdo clara-mente que había hecho un viaje al Chamame, que tome algunas copas, que estaba frente a su mesa la cabellera blanca del juez, que Autoridá me pareció un poco mas repugnante que otras noches y, como no andaba con ganas de mujer, atravesé silencioso entre la doble fila de ofertas y me aleje caminando hasta la casa del medico. Subí las escaleras y vi que las luces del despacho estaban iluminando visitas. Sabía que el doctor Diaz no se iba a dormir antes del amanecer, pero yo creía tener el privilegio de ser el único visitante nocturno. No solo había voces sino también risotadas de hombre gordo, grosero y feliz.
La puerta permitía una ancha raya de luz. No hice mas que golpear con los nudillos la vieja serial. Se hizo el silencio y luego me llego el «entre» de la voz del medico. Estaba como casi siempre, sentado detrás del escritorio y, en una butaca, con la cara sudada y perniabierto, sonreía el hombre gordo que yo había presentido.
Di unos pasos sin destino y comprendí que no había bienvenida para mi visita. Sentí que estaba molestando, interrumpiendo. El medico no me pareció inquieto -jamás lo estuvo- pero hizo una pregunta idiota y forzó una sonrisa cómplice y cordial.
– ¿Que tal estuvo el Chamame?