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«En consecuencia este Superior Tribunal de Honor encuentra que el coronel Luciano Montoya, viudo, de cuarenta y cinco años de edad, es indigno de vestir el uniforme y ostentar la jerarquía que…»
La voz impersonal del secretario avanzaba sin descanso entre los incisos, pausando las comas y como deteniéndose a contar mentalmente hasta tres al llegar a un punto, pero el coronel Montoya, destinatario del discurso, sentía crecer entre él y la voz una pared espesa, gomosa, donde las palabras se aplastaban, disolviéndose hasta convertirse en un eco apagado, privado de sustancia. Cerró los ojos y se mantuvo rígido, apretando las poderosas mandíbulas, mientras su enorme cuerpo adquiría una consistencia pétrea.
Experimentaba una ligera excitación en la yema de los dedos y en la punta de la lengua y un nervioso temblor en el párpado izquierdo que, al contraerse, descubría el globo del ojo dilatado por la cólera.
El final había resultado aún peor de lo previsto: desde el estrado el secretario del tribunal estaba proclamando el comienzo de su derrumbe.
La voz había enmudecido; ahora se escuchaban ruidos de tacos, crujir de papeles, retazos de diálogos cortantes y nerviosos, toses ahogadas, saludos. El lento y ordenado desbande, automatizado por el tenaz ejercicio de la disciplina, despoblaba su contorno.
Su defensor, un oficial de maneras corteses, de tez blanquísima, cabellos rubios raleando desde la frente hasta el parietal y ojos celestes, velados por el cansancio, se puso a su costado.
– Realmente, señor, lo siento… ¿Qué hará ahora?
No tuvo respuesta: el coronel Montoya, despidiéndose con un seco ademán de su mano enguantada, se alejaba hacia la calle.
Un automóvil negro pasó frente a él hendiendo la lluvia otoñal y se perdió velozmente en la avenida próxima. Desde el centro de la ciudad el gemido de las sirenas de los diarios anunciaba en Buenos Aires el triunfo de los aliados.
Caminó bajo la lluvia que golpeaba suavemente sobre la visera de su gorra. ¿Qué haría ahora? ¿Valía la pena hacer algo todavía? Estaba atrapado, ésa era la verdad; lo habían atrapado en el apogeo del desorden, en la cumbre del escándalo. El tribunal había golpeado en el centro de su conciencia y lo encontró culpable; qué podía esperar: ¿lástima, desprecio? Lástima y desprecio era todo lo que él sentía de sí mismo. Estaba colmado de esos sentimientos, lo anegaban y desbordaban, mientras su iracundo orgullo se negaba a hincarse frente al oleaje.
De regreso a su casa, dudosamente animado por la presencia de su asistente, se despojó con impaciencia del uniforme y se dirigió a su escritorio. Flotaba en las habitaciones, cerradas y penumbrosas, un perfume de flores amustiadas, un vago olor fúnebre, recordándole la reciente viudez, las ceremonias del luto y la congoja, el preludio de su deshonor.
Afuera, en la calle, trepidaba la actividad y la prisa jadeaba bajo la lluvia, pero aquí el tiempo
permanecía quieto, amedrentado por las colgaduras azarconadas y ese pesado olor que los talones de la muerte dejan detrás de sus pasos.
El «Siútico», su asistente, venía hacia él con una bandeja, trayéndole el whisky; un vaso harto generoso que el coronel Montoya acostumbraba apurar de un trago. El sirviente aguardó, fija la mirada en el rostro de su patrón.
El Siútico era la contrafigura del coronel, su negación o su parodia: achinado, pequeño, no elástico sino sinuoso, piel amarillocenicienta, boca carnosa, casi femenina hasta que descubría los dientes; entonces toda su cara adquiría una crueldad luminosa que él atenuaba velando los ojos y luego, de improviso, agitaba los párpados y su rostro movible, fáustico, se estremecía como el de un fantoche sorprendido fuera de su caja.
– Deja eso por ahí y entérate: nos vamos, ¿comprendido?
– ¡Sin duda, patroncito!… Y qué bien suena la noticia, mi coronel. La atmósfera de esta casa entristece mi alma, se lo aseguro…
– Andando entonces; consigue los pasajes para Comodoro, prepara las maletas y mañana mismo nos vamos… Ahora déjame, quiero estar solo; y si alguien me busca, no estoy.
– ¿Qué debo decir, mi coronel?
– Lo que se te ocurra. Trae los pasajes. Es lo único que me interesa.
El Siútico se disgregó en la casa silenciosa. Un reloj de péndulo desgranó sus notas precisas, inequívocas y el coronel Montoya, apurando el whisky, conjeturó que sólo el tiempo, eternamente seguro, era capaz de atravesar su propia plenitud sin conmoverse.
«¡ Señora, señora mía; muerta y olvidada! Nunca jamás mi coronel Montoya mostró un gesto tan temible como en estos días; nunca rayó tan alto su orgullo ni tan contrito fue su adiós a la ciudad, donde se quedan usted y el niño, bajo la tierra indiferente. Yo fui, furtivamente, a depositar unas flores (cuando regresaba de Constitución, con los pasajes que nos llevarán lejos, a mis pagos).
«Después anduve muy atareado; él se desentendió de todo, atrincherado en sus altos pensamientos. ¿Pensaba acaso en usted? ¿O tal vez, entre la niebla engañosa del whisky, veía a Raulito rodando por la escalera? ¡Ah, señora, el chico no concluía nunca de caer! Yo pensé aquella noche que los infernales escalones se multiplicaban.. Mi coronel no debió alardear de la fortaleza de su hijo: él sí, él es como una gran piedra clavada en la meseta, a la que ningún viento conmueve, pero el muchachito no podía resistir la prueba. Ya nada puede volver a suceder, ni nada queda por recordar, como les dije cuando abandoné mis flores mojadas sobre el mármol.
«Viajó de paisano; dice que ya no es más coronel, ¿cómo puede él afirmar una cosa semejante? En el camarote reservado yo rondaba a su alrededor, sin hablar, aburrido del silencio infranqueable y cansado de mirar los campos siempre iguales. Ó, si no, escapaba al pasillo y volvía a ver los mismos campos, hasta que cerraba los ojos y entonces el paisaje se me colaba dentro, los postes, los alambrados, los caminos, las lagunas donde las garzas parecían adormecerse, y los caballos, los enteros cayendo sobre las yeguas mansas, hasta las vacadas con los morros entre el pasto; todo el campo se levantaba como una cinta y se instalaba en mi cabeza.
«Así hasta San Antonio. Allí nos aguardaban los ómnibus patagónicos. Cambiamos de ropa: botas, sacos de cuero, guantes, bufandas. El coronel pareció alzarse un palmo más todavía. Pero no decía una palabra, ni una sola palabra… ¿se da cuenta, señora? Sus ojos enrojecidos me perseguían a mí, que soy como una cosa, como una valija. Parecían interrogarme, pero el coronel Montoya callaba. Su boca está sellada…
«Nos ubicamos uno al lado del otro, ignorando las diferencias, pero él se limitó a volver la cabeza hacia la ventanilla y apurar un trago de whisky, ese oprobio que allí donde él vaya, está esperando para amenguarlo.
«Volvimos a rodar: ahora la pampa se extendía más lisa, no había árboles, los nublados escondían el sol y los mecánicos maldecían sin importarles poco ni mucho de los pasajeros, cada vez que el ómnibus se aplastaba en los charcos barrosos de la ruta.
»En Trelew entramos en una pieza del hotel de la parada, mientras cambiaban los elásticos de un coche y montaban las ruedas pantaneras.
»El lugar donde estábamos era una pieza cuyo techo se perdía allá arriba en una red de telarañas y manchas de humedad. Mosquitos gigantescos, sobrevivientes del último verano, descendieron sobre nosotros con tales demostraciones de odio o apetito que les cedimos en seguida su penumbroso templo. Volvimos a la sala común. Se comentaba el viaje, se hablaba a gritos, humeaban los tazones de café negro, las pipas y la boca de la estufa. Me acerqué al mostrador. El mutismo del coronel se había convertido en un tema. Insidiosamente creían recordarlo de "antes" o de "alguna parte". Los desanimé disparatando verdades y patrañas en una espiral tan fantástica que yo mismo temía enredarme en ella. Al descuido añadí algo sobre sus malas pulgas y su tremenda fuerza. Ninguno se animó a convencerse personalmente. En realidad, él estaba ebrio.
»Mi ausente señora: le confesaré algo que, por lo demás, nunca fue un secreto para usted. Al día siguiente de ese proceso, o, como lo llaman, Tribunal de Honor, de cuyo resultado jamás tuve la menor noticia, el coronel Montoya duplicó su sed. Me imagino que él no tiene conciencia de su estado, pero un sonámbulo le envidiaría la impavidez.
»Así las cosas, necesito contarme esto a mí mismo, invocando su memoria, para asegurarme de que este viaje no lo sueño y que él viene conmigo, perdón, que él me lleva hacia los lugares donde su nombre es un anuncio de francachelas en las que el póquer y el whisky se reconcilian largamente. Yo presumía que íbamos a la estancia, aunque él nada revelaba sobre sus intenciones.
«Los ómnibus prosiguieron el viaje: durante leguas nos adormecieron el ronco clamor de los motores y el aire irrespirable. Emparejados algunos viajeros por las circunstancias de su ubicación, iniciaban cada etapa ametrallando sin pausa las orejas complacientes; los expertos ilustraban a los novatos, éstos inquirían sobre cada detalle de la marcha y cada uno le robaba a su vecino el remate de la frase. Pero, a medida que la ruta se estiraba bajo aquel cielo constantemente plomizo y en la misma proporción con que se enroscaba la soledad alrededor de los dos mastodontes mecánicos, la charla languidecía, los cuerpos adoptaban posturas cada vez más absurdas o grotescas y, por fin, cada cual se sumergía en su sueño o en sus pensamientos, indiferentes al compañero del asiento contiguo. Una detención momentánea para revisar las cubiertas o permitir el cambio de conductores, provocaban un renovado chisporroteo de preguntas, un recomponer actitudes, para caer poco después en el mismo silencio alumbrado por cigarrillos y escindido por toses aburridas.
«Únicamente el coronel, mi temible patrón, mantenía una permanente y sedante dignidad: ni todo el alcohol consumido, ni la carga de dolor e insomnio que arrastraba con él, lograban doblegarlo. En medio de mi propio cansancio y sin saber a qué se debía el recordar en aquel lugar semejante detalle, aunque, sin duda, era la figura del coronel la causa, reconstruí una escena presenciada en la estancia, muchos inviernos atrás, cuando todavía los Montoya ostentaban un señorío no menoscabado por la desgracia.
«Aquella tarde, el joven Ernesto, su sobrino de usted, señora, de pie frente al gran fuego del hogar, que lamía de rojo los muebles de madera negra y las pieles de puma, de espaldas a la ventana desde la cual veíamos caer la nieve arrebatada por el viento, leía un libro extraño en una lengua dulce y sonorosa, que luego me explicaron era la francesa. Una y otra vez, incitado por los aplausos, la alegría sin motivo de Raulito y el estupor de la sirvienta, el joven repetía los versos, de los que a veces traducía alguna frase.
«Fue una de éstas la que repetí de pronto, mirando el perfil borroso de mi coronel Montoya y todavía ignoro el porqué del recuerdo.
«"Erguido en su armadura, un gigante de piedra sostenía el timón y cortaba la ola negra…" [1]
» ¿Y hoy: de qué infierno regresa o a cuál infierno se encamina mi coronel Montoya?»
Nimbos y estratos oprimían las mesetas, restringían la perspectiva y se aplastaban perezosos contra los cerros distantes. La ruta se alargaba, ondulaba, se hundía en las depresiones, saltaba de pronto sobre un lomo de tierra ocre y retornaba a extenderse en la llanura. Los ómnibus, lanzados en loca carrera sobre la calzada pedregosa, se perseguían infatigables, empeñados en un juego premioso por alcanzar la parada de Uzcudún.
El indio José Uántkl, a quien sus amigos motejaban de «tólkenk», el desmemoriado, suspendió el arreo de las ovejas que empujaba al puesto más cercano y se quedó observando el paso de los exhalantes vehículos, desde cuyas ventanillas de vidrios empañados él era también escudriñado como un objeto arbitrariamente inserto en la soledad. Por un instante la visión del paisano logró descargar la tensión de los pasajeros; lo rodearon con un interés ávido, absorbieron su imagen como un jugo tonificante y en seguida el tedio, de nuevo más potente que antes, los aletargó en sus asientos.
El coronel Montoya pareció emerger de un pozo de tinieblas y preguntó al Siútico:
– ¿Por dónde andamos?
Tomado de sorpresa el hombrecito tardó un poco en contestar.
– Este, sí; nos acercamos a Uzcudún, mi coronel…
– Aquí no hay ningún coronel, que yo sepa. ¿O eres tan estúpido que no has comprendido todavía?
El Siútico contrajo su movible rostro hasta adquirir el aspecto de una vieja máscara. Si el coronel hubiera podido verlo claramente, se habría aterrado. Pero el ómnibus estaba en penumbras y a él lo aislaba una niebla alcohólica.
– No tengo nada que comprender, señor. Soy un espejo que devuelve las imágenes.
– Te agradan las frases enigmáticas, Siútico. Dime: ¿por qué sigues conmigo? Yo sé que me odias.
De nuevo la máscara del Siútico pareció apergaminarse, cubrirse con una pátina de sabiduría y sufrimiento milenarios y, sin embargo, extrañamente viva.
– Se equivoca ahora, patrón. Durante mucho tiempo le he probado mi lealtad. Pero habla así porque sufre, estoy seguro.
El coronel Montoya dijo:
– Si sufro o no es cosa mía; pero sé, sin duda alguna, que me odias… No te inquietes por eso y ódiame cuanto se te ocurra; sigue conmigo o déjame, me da lo mismo -se detuvo, tratando de reunir sus ideas-. Ahí, en esa maleta, hay una botella: dámela y bebe si quieres… Me propongo hacer que los recuerdos floten sobre un mar de whisky.
– Cálmese, señor -propuso el Siútico, recobrando su sonrisa complaciente-. No necesita ahogar sus penas; yo las asumo a todas, lo libero de ellas, despreocúpese… Vengo de una raza que amontona miserias como otros acumulan alegrías, risas, felicidad…
– Bueno, ¡basta! -cortó Montoya-. Tampoco necesito sermones ni estoy para filosofías. ¡Venga esa botella y déjame en paz!
– Sí, señor -murmuró el Siútico suavemente, pero su piel tenía una palidez feroz.
Los ómnibus entraron violentamente en un cono de luz. Los rugientes motores cambiaron el ritmo de sus revoluciones y luego se detuvieron. La brusca transición despertó a los viajeros. Hubo preguntas, cuchicheos y afuera, silbante, el enjundioso viento del Sur fustigó las ventanillas, sacudió la estructura de hierro y madera y penetró por la puerta que se abría ya hacia la entrada.
– Uzcudún… Una hora de descanso… -canturreó el conductor, indicando la salida, mientras su acompañante vigilaba el descenso de los pasajeros.
Entorpecidos, adormilados, enervados todavía por el frío creciente y la forzada inmovilidad, hombres y mujeres abandonaban el vehículo, recobrando de pronto las ganas de reír y de cambiar palabras sin sentido.
– ¡Eh!, señor… ¿No baja a comer algo?
El coronel Montoya miró al mecánico y éste retrocedió súbitamente amedrentado, sin saber bien por qué. El coronel lo contemplaba sin verlo, traspasándolo con una mirada dura, dominadora y clamante. Los grandes ojos azules, dilatados por la ebriedad carecían de expresión y, sin embargo, encerraban un ruego o una orden.
“¿Qué le pasará a este tipo?», murmuró el hombre, avanzando presuroso hacia la delantera del ómnibus. A pesar de toda su experiencia del camino no consiguió ahuyentar una rara sensación de miedo y se sintió más seguro al reunirse con sus compañeros alrededor de la mesa acostumbrada.
El intervalo en Uzcudún fue tan breve y preciso como todos los anteriores. Los conductores, modernos mayorales, tenían por látigo un reloj que marcaba el exacto tiempo del descanso y las etapas. Apenas los viajeros se dispersaron en torno de las rústicas mesas, un mozo y su patrón distribuyeron con tosca pericia la sopa, el pan y el vino. Al nervioso parloteo lo remplazó entonces el chocar de vasos, botellas, platos y cucharas.
Únicamente el coronel Montoya permaneció en su puesto. Ni siquiera pareció advertir el cambio. La botella de whisky se empequeñecía engarfiada entre sus dedos y su contenido disminuía a intervalos cada vez más acelerados. Escindido por retazos de palabras, de impresiones fragmentadas y de recuerdos obsesivos, Montoya imploraba una paz huidiza en la soledad del carruaje silencioso.
«Acusado de ofender el honor castrense… de haber provocado la muerte de su…
«¡Malditos sean! ¿Cómo se atrevían a acusarlo a él de algo semejante? ¿Es que, tal vez se habían vuelto locos?
»Ha ejercido una influencia perniciosa entre sus subordinados… el escándalo de su conducta…; la ebriedad constituye ya en él una segunda naturaleza, un hábito constante.»
Mientras los minutos eran devorados sin pausa, Montoya insistía tenazmente en encontrar el centro de sus preocupaciones. ¿Por qué las cosas, los hechos y las personas, fuera de control, se precipitaban sobre él? ¿Acaso él era responsable de todo lo mediocre, lo inauténtico, la antiheroico que distinguía a su época? Porque, al fin de cuentas, el motivo de su desprecio a los convencionalismos nacía de la desesperada búsqueda de un valor más alto; algo digno por el cual valiera la pena vivir.
¿Qué estupor velaba entonces las miradas de sus antiguos compañeros? ¿Por qué su mujer se amurallaba en su altivez resignada? ¿Qué esperaban que hiciera?…
El viento de las mesetas barrió los inmóviles cubos metálicos y Montoya avizoró la noche como a una boca monstruosa que amenazara devorarlo. El viento golpeó su rostro, secó una lágrima solitaria y él ni siquiera advirtió que el ómnibus se poblaba, que los motores volvían a rugir y de nuevo, con un ojo flameante iluminando la ruta, el vehículo penetraba en las tinieblas, en la boca desdentada del monstruo nocturno.
Al amanecer entraron en Comodoro.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Don Juan de los Infiernos. (Ch. Baudelaire.)