37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

X

Fue Jorgelina quien trajo la noticia; Montoya andaba por el bosque señalando a los hacheros los árboles que debían derribar. La tarde se mostraba cálida y por el aire soleado y transparente volaban inciertas las primeras mariposas venidas de los juncales del mallín. Por los alrededores del rancho se multiplicaban las huellas de los catangos arrastrados por bueyes obstinados. Se escuchaba lejano el ruido de las sierras, las secas llamadas de los peones y el ladrido de algún perro persiguiendo a los pájaros.

– María; dicen que Ángela ha muerto…

María escuchó a su hermana con asombro.

– No puedo creerlo… ¿Cómo pudo suceder esa desgracia?

– No lo sé bien. Después que llevamos a su marido aquella noche, los peones hablaron de un accidente, otros dejaron entrever que todo venía a causa del interés del capataz por Ángela…

– También se murmura que lo asaltaron para robarle…

– Sin embargo, Videla se llevó a Ángela para su rancho… -insistió Jorgelina- y desde entonces Gerónimo se portó como un chiflado, no trabajó más y si no hubiera sido por Ángela ya se hubiera hundido en el pantano. Dicen que ella no quería vivir; que sentía vergüenza por lo que le hacían a ella y a su marido. Lo único cierto es que esta mañana al salir de su rancho, cayó redondita en el suelo y no vivió un minuto más.

María se persignó atribulada.

– ¡Pobrecita! ¿Cómo podía vivir soportando a un loco y a esa fiera de Videla…? ¿Y por dónde anda Gerónimo?

– Nadie lo ha visto desde ayer. Estuvo más borracho que nunca y cuando llegó la noche desapareció en el bosque…; todavía lo buscan.

María escudriñó los senderitos que se retorcían entre los árboles.

– Desearía que Luciano estuviera con nosotras. Hoy puede pasar cualquier cosa…

Jorgelina la interrumpió. En su gesto se traslucía el despecho.

– Sí, claro, don Luciano arregla el mundo a su modo… ¿Se puede saber a qué vino? ¿A vivir borracho? ¿A esconder a la última mujer que conquistó? Podía llevarnos lejos de aquí,…, él es rico, es un señor, pero prefiere enterrarse en este bosque. Si a él le gusta es cosa suya, pero por qué nosotras, María, ¿por qué?

– Te consta que Luciano no quería traernos -casi le gritó su hermana-. No hables así de él… Yo lo acompaño por mi voluntad.

– ¡Pero yo no! -estalló Jorgelina al borde de la crisis-, ¡yo no! Vivo pegada a ustedes, pendiente de ustedes… Durante el día te veo suspirar por tu hombre…, tu salvador… Sí; no me interrumpas. No tenés otro pensamiento. Ni siquiera te acordás de tu viudez… Tuviste un marido, ¿lo olvidaste tan pronto? ¿Pensás alguna vez en Pedro? ¡Claro que no! Pero yo también soy mujer y por las noches los siento, los adivino… Tu señor Montoya cree que con un solo cuarto basta… ¡para esta miseria mejor nos dejaba en Coyhayque!

– ¡Estás loca, Jorgelina! Se lo diré a Luciano… Volveré contigo si quieres.

– Me da lo mismo. Voy a hacer lo que se me antoje. Si él necesita una mujer, ya la consiguió… Yo también puedo tener lo que deseo. Aquí se vive como los animales y si necesitas un ejemplo, mira el de Ángela, muriéndose de vergüenza porque su marido la entregó a otro para poder emborracharse gratis.

– ¡Eh! ¿Qué les pasa?

Era Montoya quien hacía la pregunta. Ninguna de las dos lo vio llegar, con su bolso al hombro y el leve aire de ausencia que lo acompañaba en los últimos días. Jorgelina cerró los labios con determinación.

– ¡Nada, nada, Luciano! -repuso María-. Estamos trastornadas con la noticia…

– ¡Ah, lo saben entonces! Vi a los hombres de Videla buscando al Chilenazo y por ellos me enteré de la muerte de su mujer. Dudo que lo encuentren. Anoche parecía más idiota que nunca. Hay algo que no entiendo… ese hombre…

– ¡Eh, don Luciano!… El patrón quiere verlo. -Era Ramón quien interrumpía ahora-. Dice que vaya en seguida.

– ¿Qué patrón? -cortó con aspereza Montoya, fastidiado por la presencia del mal entrazado guardaespaldas de Videla.

– ¡Epa, jefe, no se sulfure! Llegaron los gordos…, los Fichel, ¿me explico? ¿Vamos?

– Bueno, ya voy…

Ramón se volvió perezosamente, luego de rodear a las muchachas con una mirada de gato calculador. Antes de seguirlo, Montoya entró en el rancho, cambió una botella vacía por otra llena, sin mirar si contenía caña o ginebra, la metió en el bolsón y tocando la mejilla arrebolada de María con la yema de los dedos, quedamente observó:

– ¿Anduviste corriendo…, o tienes problemas?

Y señaló a Jorgelina.

– Te aseguro que no pasa nada. Luego te contaré.

– Me parece que los dos tenemos mucho para contarnos; ojalá nos den tiempo para hacerlo. Vos, Jorgelina; no andes por ahí…, los peones están nerviosos.

Jorgelina levantó los hombros despreocupándose.

– No me van a robar… No valgo tanto.

Montoya ya se alejaba. La tarde iba entrando en la sosegada espera del crepúsculo. A lo lejos se escuchaban los últimos golpes de hacha contra un tronco. El sol, casi paralelo a la tierra, alargaba las sombras y su luz se descomponía al enredarse con los hilos verde claro que colgaban de los troncos y ramas bajas de la lenga. El gozque de los Solórzano, desde algún lugar del bosque, aullaba a intervalos por su ama. María se dispuso a esperar, deseando que Jorgelina se calmara. Poco a poco las sombras oscurecieron el brillo de las hojas, borraron las huellas y el silencio doblegó la garrulería de los pájaros. Jorgelina entró en la cabaña. Ningún sonido era ya audible. La soledad se abatió sobre los pastos del sotobosque y animó al ratón de los palos a abandonar su madriguera. María no sintió el frío que invadía sus miembros inferiores. Aguardaba, aguzando el oído, con la ardiente esperanza de escuchar en el cortante silencio los pasos indecisos de Luciano, que volvería seguramente ebrio. Pasó otra hora. Al fin se levantó y entró ella también. Veló todavía, hasta que él llegó y encendió la lámpara. La luz recortó la figura de María, interrogándolo con los ojos muy abiertos.

– ¿Por qué no dormías? -preguntó Montoya.

– No tengo sueño. Te esperaba… ¡Chist! Habla bajo; no sé si Jorgelina duerme…

Sintió en la cara el aliento alcohólico del hombre. Sintió también una pena lacerante, porque la embriaguez del coronel, despojándolo de toda su varonil prepotencia, lo entregaba indefenso, próximo a la lesera de Gerónimo Solórzano. Como ella estaba vestida, cubierta por el poncho chileno que componía todo el abrigo de su lecho, él se limitó a quitarse las botas y escurrirse a su lado. Arrastró la lámpara por el piso hasta el borde de la cama y redujo la llama al mínimo. En el otro rincón de la cabaña, precariamente dividida por una lona cruzada, se esfumaba el bulto del cuerpo de Jorgelina. Iluminado de abajo arriba, el rostro del coronel semejaba una máscara proyectada en vértice.

– La muerte de Ángela ha preocupado a la plana mayor del obraje -empezó Montoya, con una voz carente de matices-. Estaban los Fichel, incluido el escurridizo Max, el que nunca concluía de llegar de Valdivia…, estaban Videla y sus matones…, sólo faltaba yo para completar el cuadro. ¡Lindo grupo, María, te lo aseguro!… Si supieras…, si supieras…

Tosió. Su mano se asió a la de María.

En el silencio sus palabras levantaban un murmullo de chorrillo deslizándose entre las piedras.

María se esforzó en escucharlo a pesar de su fatiga porque presentía que él ya no podía callar por más tiempo su demorada y fundamental confidencia. El encuentro con los Fichel, la muerte de Ángela, eran el pretexto elegido: ¿sería ella capaz de entender el secreto dolor de Luciano?

– Este asunto de Ángela es malo para los Fichel. Puede complicarse, no tanto por Gerónimo que andará escondido hasta que tenga sed, sino por la peonada… Por ahora decidieron llevarse el cuerpo hasta el otro lado. Querían estudiar mis intenciones y de paso meterme un poco de miedo. Videla en particular desconfía de mí, insinuando que yo conozco el paradero del Chilenazo. ¿Y sabes una cosa, María?: ocurre que yo sé dónde anda Gerónimo, dónde se mete todo este tiempo. Algo muy raro está sucediendo con ese tipo, su chifladura es singularísima. Pienso que se prepara para algo; lo he visto de noche metiendo la cabeza en el arroyo o en el mallín, para quitarse la borrachera, cierta o fingida, y luego masajearse el brazo seco intentando devolverle el vigor desaparecido, sin descuidar sin embargo fortalecer la potencia del otro. Esa figura estúpida que soportamos todos los días no se compara en nada con la que yo he espiado manejando el hacha con la zurda…

– Debe estar lleno de rencor -musitó María.

– Eso creo yo también -convino Montoya-. No puedo entender por qué le pegaron tanto aquella noche…, pero Videla o sus guapos están complicados en el asunto. ¿Fue para quitarle a la mujer? ¿Fue para robarle sus ganancias? ¿O por qué…? ¿Acaso estaría erigiéndose en el caudillo de sus compañeros? ¡Vaya uno a saber! Una cosa parece cierta a mi juicio: Solórzano es todo lo contrario de un agitador sindicalista, aun entre trabajadores clandestinos.

»Tipos como él abundan en las fronteras: indóciles, individualistas, salvajes, más rebeldes que brutos. Las fronteras, María, se parecen bastante a los límites que nuestra sociedad impone a los individuos. Dentro de esos límites es lícito manifestarse impunemente; algunos, los que están en el núcleo, son los tipos considerados normales; a los demás se los va rechazando hacia los extremos, allí donde inútilmente intentamos entendernos. Sí, querida María, existen muchas fronteras: físicas, morales y sociales. En cada una de ellas, como en el Infierno del Dante, se penetra por grados…, en los bordes de esos abismos se agitan los desesperados, los confusos, los rebeldes, peleando por sobrevivir… La peor suerte les está siempre reservada a estos hombres marginales.

Hizo una pausa. En los rincones de la pieza el silencio se espesó como una niebla gaseosa. María luchaba con su cansancio. Y también con el sentido de aquellas reflexiones que no alcanzaba a comprender enteramente. Ella era demasiado simple para abarcar los laberintos del alma exacerbada por la duda. Como si él adivinara su esfuerzo, entró directamente en la cuestión que lo atormentaba.

– Bueno, María, desde hace tiempo te debo una sincera explicación de mi conducta. Me imagino que he de parecerte un acertijo viviente, o un simulacro…, o qué sé yo.

«Supongo que con los primeros conquistadores españoles vendría un Montoya de mi sangre, así al menos me lo han hecho creer; pero, en cambio, es verdad que con el general Rosas ambuló por tierras de salvajes un capitán Montoya, mi bisabuelo. A las órdenes del comandante Lagos cargó, en marzo de 1833, contra el cacique Paularen. Batieron al cacique al norte del río Negro. Antes, en Chile, otro coronel Montoya, del Ejército español, rindió la guarnición de Valdivia ante un almirante inglés al servicio de los chilenos y de San Martín. Después los Montoya levantaron el mito del heroísmo y circundaron campos a filo de espada. Con el tiempo, federales y unitarios se destruirían prolijamente en nuestra tierra, pero, de una manera insólita, también estructuraban sus instituciones. Ahora nos hemos vuelto más hipócritas y, habiendo vislumbrado la angustia metafísica, paralizamos al progreso. En cada Montoya se reproduce un poco el país… Se construyen y destruyen alternativamente y, a veces, agotados o desorientados, yacen deseando hundirse en el silencio. Ni a mi abuelo ni a mi padre les faltó el favor de la fortuna. Se jugaron siempre en patriadas orgullosas, se hicieron respetar y temer, casi nunca amar, y en eso se parecían también al país, es decir, en la dificultad para despertar simpatía.

»Los antiguos castellanos erigían fortalezas para encerrar a sus mujeres y los pergaminos de su linaje, y allí se estaban, verticales y recios escrutando el horizonte, moldeando en vida sus estatuas o espiando los caminos de Dios. Los Montoya, en cambio, se plantaban en el centro de sus estancias extendidas hasta límites imprecisos, tan dueños de sí que sólo ellos, en su estatura, eran los castillos, y allí señoreaban sobre el hervidero circundante.

» ¡Qué difícil puede resultar, al cabo, venir desde tan lejos! Yo crecí rodeado de troncos de orgullo, de espuelas, de lanzas, de caballos que piafaban en el fondo del desierto, y para completar el panorama, entré en un siglo donde los que peleaban realmente eran otros y en otras tierras, mientras nosotros, los que fuimos legionarios de la libertad, directoriales o morenistas, gauchos de las montoneras, liberales, lomos negros y rojos, mitristas y urquicistas, radicales y autonomistas, provincianos y porteños, siempre tomando partido y matando o muriendo por la patria; a ponchazos, con rabia, con sabiduría o ignorancia, con pasión o con odio; todos confundidos a la zaga de los ejércitos extraños, nos conformábamos con ser los abastecedores y oscilar entre el trigo y la carne. No nos habían dejado un solo pretexto para ser heroicos, al menos para la heroicidad de las lanzas… Entonces comencé a padecer esa melancolía histórica que, según mis maestros, se generó en Epicuro y alcanzó con Lucrecio su más patética expresión.

»Me convertí sin proponérmelo en un típico exponente de cierta clase argentina suficiente y descreída, chapada de corrosiva intelectualidad y escasa de convicciones profundas. Yo también era uno de aquellos señores que, si caía por casa un dependiente confundido y sediento a pedirme un vaso de agua, le daba, exactamente, un calculado y aséptico vaso de agua, reservando para mis pares la espumosa y refrescante cerveza. Cortesía medida, pero huérfana de generosidad.

«Incapaz de reconocer el nuevo rostro de mi país, de mi gente; incapaz de comprender el sentido de las nuevas empresas que nos aguardaban, me saturé de historia antigua, transité la Grecia con sus guerreros y sabios y la Roma del esplendor y la Roma de la decadencia, donde Lucrecio buscaba los bienes del alma, la paz, la paz con palabras griegas, mágicas y terribles. Yo también encontré, como ellos, la mía, una mezcla de apatía y ataraxia: fórmula oscura y pedante de suicidarme de pie. Templos de mármol helénico, tumbas romanas y águilas caducas, como símbolos entremezclados, cerraban mi horizonte…

»No supe comprender la imposibilidad de huir impunemente de la verdad ni evadirme del tiempo que nos toca vivir. Vanamente invoqué al taciturno Lucrecio, porque mi ataraxia era el tormento de mi orgullo, un remedio mal aplicado y peor entendido; ni yo tenía la virtud del poeta ni su calma. En mi sangre y en mis entrañas bullía un vasto país de llanuras, montañas y torrentes, de mugidos de toros y disparaderos de potros y chisporroteos de hornos. Nada me pertenecía, m siquiera la fuga en la ataraxia. La única propiedad estrictamente personal que me quedaba era la de los sueños; a ellos no los compartía, no podía compartirlos. Horribles o maravillosos, estaban ahí, dentro de mí. En mí nacían y en mí morían, tremendamente solitarios, ellos y yo frente a la eternidad.

»Con mi heredada estirpe, una salud envidiable a despecho de mis excesos y con dinero abundante, resultaba un curioso soñador. Mis sueños flotaban como detrás de un espejo transparente, y me recordaba a menudo a mi profesor de griego, el extravagante viejo que definía para mí los bienes del alma: ataraxia, eutymia, apenia, cataplexia, la atypia; todas las aleatorias delicias requeridas para disipar las mordeduras de la angustia. El también veía a su maestro de sueños tras un cristal. Recuerdo que leía sus raros libros utilizando, a modo de lente o monóculo, un truculento prisma de cristal rojo; a través de él su ojo miope se facetaba como el de una mosca monstruosamente ampliada… Al fin, el trato con los soldados y la sujeción a la rutina monolítica me apartaron de tales sueños, y entré con ímpetu en las fiestas de la carne. Encerré a mi espíritu y abrí las puertas a los sentidos galopantes.

«Después todo fue desorden y arrebato: algunas veces el exceso me arrastró a una maldad gratuita y estúpida; hería a quien tenía más cerca, me complacía en agrandar el círculo del temor a mi alrededor; otras veces quise morir y envidié, ¡digna rama de un árbol viejo!, envidié el sombrío final de Quiroga; la ingloriosa muerte de Lavalle; la romántica visión de Carlos María de Alvear mandando la batalla de Ituzaingó…, o el ímpetu malogrado de Do-rrego; el frío razonar del general Paz, el despiadado holocausto de un Peñaloza, o las inverosímiles hazañas del candido Lamadrid…

»Con la aparición del Siútico y las muertes de mi hijo y de mi mujer, las pesadillas se encarnaron.

Al primero creo vagamente recordar que lo saqué de los cuarteles del Sur; debía estar entonces fatigando borracheras, porque todo viene rodeado de sombras y nieblas. Pero él estaba allí cuando mi hijo rodó por la escalera y cayó a mis pies, tan sin vida como un pájaro volteado por la tormenta. El declaró que fue un accidente, lo mismo dijo cuando Marta se precipitó al vacío, pero luego deslizó alusiones, frases encubiertas sobre su complicidad conmigo y como yo vivía en un torbellino llegué a creer que a él debía una dudosa impunidad, y así, despreciándolo y temiéndole, se transformó en mi demonio. Infernal castigo para quien había buscado alguna vez el reposo en la eutymia de Epicuro. Ahora las sombras y las tinieblas de las presentidas borracheras del Siútico me envolvían a mí; estábamos los dos confundidos en el vértigo. Ni siquiera estoy seguro de los orígenes de mi relación con él, porque a la verdad jamás lo he visto beber una gota…, sólo estoy seguro de que lo odio, como odio la niebla pegajosa que lo rodea. Lo detesto como la parte más podrida de mí mismo. «Entonces no me bastaba con saber que era; necesitaba que supieran que era; necesitaba ser afirmado como existente; ahora todo es distinto; he visto, me parece, la única verdad conveniente. Ahora necesito desandar el camino recorrido, despojarme de tanto lastre inútil, ignorar que soy, desear que me ignoren, que nadie sepa que todavía soy y que venga mi remedo, que venga pronto, porque sólo él sabe que sigo siendo, y únicamente él puede aniquilar mi orgullo. Si una sola vez me toca su mano helada, si su niebla pegajosa me envuelve, habré llegado al final de mi congoja…

Los párpados de María se cerraban pausadamente. El coronel miró el rostro cansado, los labios apenas entreabiertos y el mentón suave donde descansaba un mechón de cabellos negros. Al tocarla, ella abrió todavía los ojos, pero el sueño la arrastraba ya hacia una isla silenciosa. Montoya detuvo su mano, sintiendo bajo la yema de los dedos el latido de la sangre en la garganta de la muchacha. Era una sensación maravillosa palpar la vida latiendo en el cuerpo inmóvil que se abandonaba confiadamente. La voz del coronel se convirtió en un murmullo.

– Haces bien; descansa… Todo sería insoportable sin tu conformidad…, tu tranquilo sueño tal vez me contagie. Yo también quiero dormir…

Entrecerró los ojos. Veía aún titilar débilmente la luz de la lámpara dibujando sombras temblorosas en las paredes de troncos, de los que flotaban hilillos de corteza y velos de claridad amarillenta. La luz y la sombra resbalaban sobre sus rostros.

– Recuerdo que solía ser propenso a formularme proposiciones o afirmaciones disparatadas: cuando andaba por el Sur me decía: «alguna vez será verano», pero volvía a repetirlo cuando sudaba por el Chaco, o, «en la luna viviré rodeado de fantasmas»…, y cosas por el estilo. Figúrate la gracia que causaba…

María estaba dormida. Buena parte de la morosa confidencia no había tenido destinatario. Apagó la lámpara. La oscuridad lo envolvió y se durmió al lado de María González.

Los hombres de Fichel trasladaron el cuerpo de Ángela más allá de la frontera y regresaron dos días después. Resultaba difícil determinar si alguna auténtica emoción había conmovido al grupo de hacheros. Ningún sentimiento solidario los había reunido y, probablemente, ningún recuerdo los seguiría cuando se dispersaran. Animalizados por el trabajo y la ignorancia, se sometían a su suerte con la única preocupación de no ser despojados de los pesos escondidos torpemente. Comían en silencio, dormían recelosos y partían por los senderos del bosque, con las hachas al hombro, calculando el grosor del próximo árbol que debían derribar. Si el Chilenazo hubiera aparecido al final de un camino, lo hubieran recibido indiferentes, sin alegría ni pesar, pues ya no era rival manejando el hacha. Pero el Chilenazo no asomó su corpachón derrengado, ni nadie sabía dónde andaba metido.

Al fin, Montoya, cediendo a los ruegos de María, decidió explorar los rincones que solía frecuentar el hachero para ensayar aquella sombría ceremonia de su recuperación. Al atardecer, cuando todavía se prolongaba una débil claridad entre el follaje enmarañado por los cañaverales, las masas de rosetas agresivas y los troncos derribados, se internó en dirección del mallín. Un viento frío venía de la cordillera y silbaba sordamente entre las cañas. Ruidos apagados se confundían con el rumor del arroyo cercano. Montoya, con oído experto, analizaba los sonidos, pero ninguno correspondía a seres humanos. A veces encontraba huellas recientes del paso de los catangos, restos de troncos o colihues aplastados, pero ninguna señal del tránsito de Gerónimo. La humedad del ambiente aumentaba indicándole la proximidad del mallín: entonces se alejó del arroyo hasta que su sonido dejó de escucharse. Caminaba con pasos seguros, deteniéndose regularmente para escudriñar entre los árboles. Cualquier sendero podía conducirlo hasta el hachero, pero, ¿cuál? Podían abrirse cientos de ellos en un laberinto anónimo; podían formarse casi tantos como grandes árboles existieran o como su cerebro pudiera imaginar; podían, inclusive, no conducirlo a ninguna parte, burlando su empeño. «¡Qué tarea estúpida!», pensó con fastidio. En el bosque había que confiarse al instinto, pues siempre una pared de colores verde-marrón-gris difumaba cualquier perspectiva, menguaba los pasos, silenciaba los gritos, oprimía las espaldas, como si toda la vegetación, la viva y la muerta, desarrugara apenas un poco su piel permeable y se cerrara después detrás del curioso, obligándolo a tantear en la penumbra lechosa y acristalada, lejos de todo conocimiento del tiempo y el espacio.

“¿Se sentiría así, quizá, Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro?»

“¿Estarían todos ellos encerrados en una dimensión vegetal, ilimitada y sin tiempo mensurable?»

“¿Quién hollaba aquel jugoso légamo verdusco, producto de la savia, el agua y millones de vidas larvales, informes y secretas? Nacían en la húmeda oscuridad, vivían un instante, recorrían un ínfimo espacio y de ellos se nutrían otros seres microscópicos y anónimos.»

«¡Los hermosos bosques!… -pensó-. ¡Qué mentira!… Los bosques eran aquella semipenumbra verdeante, aquellos troncos podridos e insepultos entre masas de hojarascas; eran la soledad, el miedo, los hacheros explotados, los días tristes y la fatiga del caleidoscopio verde-marrón-gris de hojas, ramas, troncos, repetidos hasta el infinito.»

Sentía la palpitación de una vena sobre la frente. Apartó una rama oscilante a la altura de los ojos. Por la ingle le recorría un cosquilleo nervioso. Tropezó y lanzó una palabrota. El sonido de su voz lo sorprendió.

De nuevo su índole voluntariosa y soberbia amenazaba rebelarse. Después de todo, a él la suerte, la mala suerte de Gerónimo, poco le interesaba. La búsqueda podía resultar un interminable paseo sin recompensa. El, el coronel Luciano Montoya, accediendo blandamente ante los ruegos de una mujer sin importancia, ambulaba por la húmeda espesura buscando a un borracho medio loco. La picazón en la ingle era una sensación física, no un reflejo de sus nervios atensados. Aflojó el cinturón y anduvo hurgando entre el vientre y los órganos genitales. Algo viviente encerró entre sus dedos. Medio aplastado el insecto se retorcía agónico. Lo reventó contra un tronco.

«¡Este me confundió!…», se dijo, olvidando el orden de sus pensamientos. Ensayó un grito con la esperanza de que el Chilenazo lo escuchara, pero el llamado rebotó contra los troncos sin ecos y se apagó en seguida. La oscuridad crecía, la vegetación se espesaba gradualmente y el terreno ascendía. Poderosas raíces rodeaban rocas diseminadas y se hundían en la tierra alfombrada de hojarasca, líquenes podridos y excrementos de pájaros y animales. Hilos de agua fluían entre las piedras y se perdían de inmediato.

Cruzó un claro pedregoso; volvió a meterse entre los árboles y los cañaverales sin luz, y de pronto casi tropezó con Gerónimo. El gigantón dormía hecho un ovillo. Cerca de él, clavados en un tronco hachado, estaban sus herramientas y el largo machete de monte. Montoya se colocó entre ellos y el hachero.

– ¡Eh…, eh! -rezongó Gerónimo al ser tocado en las costillas con la punta de la rama de lenga que traía el coronel. Estiró las piernas con desgana.

– Linda manera de servir a los Fichel… ¡Vamos, Gerónimo! ¡Levántese!

El Chilenazo se sentó en el suelo, apretando el brazo inútil contra el cuerpo. Contempló a Montoya con ojos inexpresivos cargados de velos de sueño.

Esbozó una sonrisa acogedora. Su garganta emitió algunos sonidos que pretendían ser un saludo. Su postura era grotesca y miserable.

– Terminemos, Gerónimo…, Deje de hacer el tonto… -dijo Montoya, colérico.

Gerónimo se pasó la manaza por el rostro, apartando el cabello revuelto.

– Usted ha sido bueno conmigo…, patroncito. Diga qué tengo que hacer.

– Por lo pronto se viene conmigo al campamento. ¿O prefiere morirse de hambre aquí?… Además, tengo algo muy importante que decirle, ¿me entiende?

En la creciente penumbra era difícil establecer si Solórzano prestaba realmente atención a las palabras de Montoya. Su cabeza se balanceaba a un lado y otro. El espectáculo acabó con la paciencia del coronel.

– ¡Escuche, pedazo de idiota!… Mientras usted esconde sus borracheras y sus mañas, su mujer…

– ¿Qué…, qué? -tartajeó el hachero.

– ¡Bah! Es imposible razonar con usted. Su mujer, Ángela, ha muerto hace tres días; ¿entiende ahora?

Previendo una reacción enloquecida del gigante, Montoya ocultó con su cuerpo las herramientas clavadas en el tronco. Si Gerónimo se mostraba hostil tendría que defenderse con ellas. Pero no sucedió lo que imaginara. Primero el cuerpo de Gerónimo permaneció rígido, la cabeza inclinada pareció detenerse en el punto donde el sonido la había tocado en su movimiento oscilatorio. Después sus ojos adquirieron la fijeza y el brillo de dos brasas en la oscuridad; apretó el puño sano y rechinó los dientes como si triturase un hueso; luego todo él:

– ¡Nooo… NOOO… 00… O…!

El grito lo levantó y antes que concluyera cayó de rodillas, maltratando la tierra húmeda con el puño cerrado; babeaba como un animal rabioso y negaba, negaba con la cabeza, con los hombros, con los ojos… Toda su maltrecha humanidad negaba enloquecida.

Montoya no intentó consolarlo ni hubiera sabido cómo hacerlo. Lo miraba retorcerse, revolcarse y bramar como si, de una manera muy particular, estuviera mirándose a sí mismo. Se analizaba en el otro, se doblaba con él y calculaba el tiempo de la ira. Y como nunca había sentido lástima de su persona, tampoco alcanzaba a tenerla ahora de aquel despojo que se aplastaba contra el suelo mojado. El patetismo no podía conmoverlo. Existía en él una especie de orgulloso pudor, un recinto que excluía la conmiseración. Se aproximó hasta tocar con el pie el cuerpo de Gerónimo.

– Arriba, hombre…, ¡levántese! Está haciendo frío y tenemos todavía mucho que andar.

El Chilenazo no se resistió cuando lo ayudó a pararse. Se dejó conducir mansamente por los senderos del bosque invadido por la oscuridad de la noche. Una luna helada filtraba su luz espectral entre los altos colihues. Montoya sostenía el hacha sobre su hombro izquierdo y blandía el machete apartando los arbustos achaparrados. La hoja despedía reflejos de cromo al ser tocada por la claridad lunar. Un gran silencio se abatía sobre el bosque y sobre ellos. Cuando dudaba sobre el rumbo a seguir, Montoya exigía a Gerónimo que se detuviera, y el hachero obedecía pasivamente. Por dos o tres veces erraron el sendero, hasta que el rumor del arroyo los orientó definitivamente.

En el campamento el silencio del sueño era apenas cruzado por los secos chistidos de las aves nocturnas que corrían o volaban entre la arboleda próxima. Separados por el fuego de troncos que ardía dentro de un cerco de piedras, Ramón y Camperutti cumplían un turno de guardia. Ramas verdes estallaban como minúsculos petardos levantando abanicos de chispas. Camperutti dormitaba acuclillado y por la comisura de los labios se le deslizaba una saliva amarillenta. Su cuerpo exhalaba un olor ácido. Una mosca verde, enorme, exploraba los repliegues de su cara.

Sin hacer caso de los guardianes, Montoya cruzó rectamente el campamento y empujó a Gerónimo hacia su rancho. Prefería eludir explicaciones. Aquella larga caminata repechando hacia la vida la figura insensible de Gerónimo era suficiente. El Chilenazo no había pronunciado una palabra; marchaba delante de él como si un oscuro instinto guiara sus pasos, gacha la cabeza hirsuta y la mirada hundida en el suelo. En el rancho se sentó en su camastro, con el brazo sano caído al costado. Montoya encendió la lámpara de querosene y contempló el terrible rostro del hachero. Los labios entreabiertos mostraban de nuevo la sonrisa estúpida, grotesca si era real, y exasperante si obedecía a la farsa siniestra con la cual se preparaba para su tiempo de la ira. La barba despareja y rala, colgaba de sus mejillas y el mentón como légamo adherido con barro. Mugre, abandono, desidia, hambre, todo se conjugaba en la carota del hombre.

Cuando Montoya se disponía a regresar, la figura de Ramón se recortó en el cuadrado iluminado de la puerta. En una tabla rústicamente alisada traía un trozo de capón asado, una galleta y un jarro de vino.

– Me parece que este tipo lo va a necesitar -dijo, colocando la improvisada bandeja sobre el camastro-. ¡Vaya lío! A usted don, le gusta estar en todas, ¿eh?… -comentó desdeñosamente.

Salieron entornando la puerta. Un resoplido de bestia hambrienta fue la señal de que Gerónimo se había lanzado sobre los alimentos.

– ¡Oiga! -reclamó Ramón-, ¿Va a llevarse el hacha y el machete?

– Por ahora, sí… -afirmó Montoya.

Ramón gustaba de chancearse.

– ¡Y bueno; quédese con el arsenal! ¡Qué changa, compañero! ¿Dónde lo encontró?

– Por ahí -contestó Montoya. La cínica desfachatez de Ramón le resultaba casi siempre un remedio eficaz contra el mal humor. Ramón solía adoptar actitudes insólitamente humanas que lo distinguían de la caterva que rodeaba a Videla. Montoya no dudaba de que el porteño era muy capaz de acabar con el Chilenazo en la oscuridad si recibía una orden del capataz. Cumpliría la orden sin titubear, porque para él la vida y la muerte estaban definidas por límites apenas discernibles, pero también era capaz de un rasgo solidario como el de alcanzarle al condenado un poco de comida antes de ejecutarlo. El rasgo podía ser solidario, pero él no lo sabía; lo hacía simplemente porque sí; porque tenía ganas de hacerlo y porque podía no hacerlo si se le antojaba. En el fondo le tenían sin cuidado las nociones del bien o el mal. «¡Soy un tipo sin complejos!», se había autodiagnosticado más de una vez frente a sus compinches en los arrabales de Nueva Pompeya, allá donde los basurales inauguraban una selva de hombres como ratas y ratas como perros.

Montoya se arrimó al fuego y apoyando el hacha contra una piedra dejó que el calor de las llamas llegara hasta su cara y sus manos. El fuego iluminaba la figura acurrucada del italiano, ahora profundamente dormido.

– ¿Qué le parece el taño?… En cuanto se arrima al calorcito es una bolsa de papas… -se burló Ramón, señalándolo con el índice, y como Montoya no respondiera, vertió el agua caliente de la pava ennegrecida en un mate enorme-. ¿Gusta, don?

La infusión era apenas un poco de agua desteñida por una hierba gastada, pero sabía cordialmente dentro del organismo cansado del coronel. Buscó con la mirada el tarro de la hierba, dejó el machete en el suelo y cargó de nuevo el mate. La bebida era ahora fuerte y amarga. Como a él le gustaba.

– Sabe hacer las cosas, don… -aprobó Ramón, chupando a su turno. El mate los enlazaba amigablemente en la noche helada. Incitaba a prolongar el gesto de verter el agua y ver cómo la espuma formaba una gorguera de burbujas alrededor de la bombilla de cobre. Matearon primero en silencio, concentrando la atención en el fuego, la pava y el mate, hasta que el calor de las llamas enrojeció sus manos y sus caras. Pero para Ramón resultaba intolerable estar callado mucho tiempo. Sentía siempre la necesidad de hablar, no importaba sobre qué.

Por eso sentía nostalgia del barrio lejano, de las milongueadas y el griterío de los domingos en los tablones de Huracán. De allí tuvo que largarse de mala gana, después de abrirle la barriga nada menos que al comisario de la treinta y seis. Después de eso no había lugar ni refugio seguro en ningún rincón de Buenos Aires.

Echó un tronco al fuego y contempló las chispas y las gotas rojas que culebrearon en el aire hasta extinguirse. Suspiró aparatosamente.

– Esto se acaba, ¡eh, don Luciano!

– ¿Qué cosa?

– ¡Ufa, don, el laburo! Dice el capataz que habrá que alzar todo antes que empiece el mal tiempo. Usted… ¿qué piensa hacer?

– Ya veremos -respondió Montoya, evadiéndose del tema.

Ramón se revolvió fastidiado.

– Largue el rollo, viejo… Aquí estamos todos fichados y los disimulos son al cuete. Usted parece saber muchas cosas, tiene agallas y se le respeta, pero también tendrá su historia o no andaría entreverado en estos lances, ¿me equivoco?

Una sonrisa involuntaria suavizó el rostro de Montoya. En aquel ambiente cargado de hostilidad, aun el desenfadado cinismo de Ramón resultaba simpático. Quizá conviniera estimular el interés del malandrín y razonar con él en lugar de enconarlo en su contra. Sin reconocerlo saboreó por un instante la rara sensación de haberse liberado del recelo.

– Usted saque conclusiones -repuso.

– Algo dijo Videla, que le dijo uno de los alemanes…, que usted anduvo por Chile bien «forrado», hecho un bacán con una camioneta y hasta con un compañero, o «chófer», sirviente o algo parecido. Allí tuvo un lío gordo y rajó de vuelta, pero… ¿qué hay de cuento y de verdad?, ¿dónde están los mangos, la camioneta y el fulano?

– Eso es historia antigua.

– ¡Hum! No tanto, don, no tanto… ¿Escondió todo, lo largó? ¡Hay que ver! Venir tan lejos para toparme con un tipo piola… Para mí que usted se limpió un Banco en Buenos Aires; porque usted tiene pinta de porteño y con ese físico… Diga: ¿asaltó un Banco o algo así?

– Lo creía más sagaz, compañero… Si hubiera asaltado un Banco no andaría por el Sur…, hay lugares más seguros.

Ramón asintió:

– Claro, claro; usted es un rompecabezas. A lo mejor está en la «contra», ¿cómo no se me ocurrió? ¿Tuvo problemas con el «Coronel»? Los «doctores» le ponen la proa al «Primer Trabajador»…

– ¿Y usted, no?

Ramón chasqueó los dedos de su mano derecha y los juntó en un ramillete.

– ¡Avive, don! ¿Y quién soy yo sino un grasa como el que más…, un descamisado? Qué se imagina. Tendré mis cuentas con la Policía, me esconderé en estos agujeros, pero al coronel lo llevo aquí, en el «cuore», como dice ese pájaro de Camperutti… ¡El sí que se los mete a todos en el bolsillo!

– ¿A todos? Entonces no hay «contra»,… -lo retó cachazudamente Montoya.

– Mire, don; tenemos contreras, no lo niego; pero andarán como usted a estas horas. A los pitucos les cuesta entrar por el aro; están muy gordos. Hablan de heroísmo…, renunciamiento… y no tienen la menor idea de qué cosa pueda ser eso; a menos que llamen heroísmo a conspirar a los postres y salir con veinte soldaditos a derribar al Gobierno…, o picárselas al extranjero hasta que los olviden. La cosa es chapar fuerte y patear lejos a esa pelota sobada que es el pueblo… los cabecitas negras…, los grasas. Ahora les van a dar a ellos su buena pateadura en el culo, ya verá.

Hacía mucho que Montoya no escuchaba un lenguaje tan gráfico. Inconscientemente, Ramón proclamaba lo que él consideraba «su» verdad, olvidando de paso el triste oficio que ejercía: apalear a pobres diablos estafados cada día por los Fichel y Videla. Pero así sucedía casi siempre. Y cuanto mayor eran el despojo y el abuso, más potente también el griterío, no de los explotados, sino de los explotadores. Como caranchos en un festín de carroñas no admitían competidores, así fueran águilas o ratones.

– No hay peor verdugo que el que conoce la soga -sentenció, por decir algo-. Bueno, compañero: no acertó después de todo. El asunto es bastante complicado. Pero usted se calienta por el país y eso vale lo suyo. Trate de vivir para ver el final; para usted valdrá la pena… Le conviene crujir los dientes ahora y no llorar mañana…

Alboreaba: levemente en el Este se desteñían las sombras y una ligera niebla azulina se elevaba del pantano próximo. Todavía era de noche, pero ya la indecisa y tímida claridad matinal comenzaba a palidecer el vigoroso resplandor de las llamas de la hoguera. Los troncos de los árboles recuperaban su contorno y las ramas más tiernas y sus hojas parecían estremecerse, irguiéndose imperceptiblemente en dirección del sol, oculto pero presentido. La Naturaleza modificaba sin prisa su escenografía, pero el ojo humano no alcanzaba a percibir la progresión del cambio. Montoya pensó en María y se desperezó lentamente.

– Me voy, tengo sueño… Y respecto del Chilenazo, traten de dejarlo tranquilo; ya tiene bastantes desgracias acumuladas…

– Descuide, don… -murmuró el compatriota de Nueva Pompeya, encerrando su mentón huidizo entre las manos de uñas sucias. El recuerdo del lejano Buenos Aires había súbitamente ensombrecido su ánimo. Camperutti roncaba y ahora sobre los sucios repliegues de su cara se paseaban impunemente las enormes moscas verdes.

María terminó arrepintiéndose de haberle pedido a Luciano que buscase al Chilenazo. Durante las primeras horas lo aguardó confiadamente, pero al acercarse la medianoche se sintió acometida por el pánico. Se acostó renunciando a compartir con Jorgelina sus inquietantes pensamientos. En los últimos días su hermana la rechazaba sin disimulo. Aprovechando las prolongadas ausencias de Montoya se había aficionado a corretear por el campamento, acicateando la ávida curiosidad de la peonada. Quizás ignoraba el vértigo peligroso y fascinante que provocaba su presencia. Para aquellos individuos solitarios, la juventud de la muchacha constituía una irresistible incitación; únicamente reprimían sus impulsos imaginando las represalias de Montoya o la cólera vengativa de Videla. En cambio, para éste, acostumbrado a imponer su voluntad y no exento de coraje, los obstáculos carecían de importancia.

En un par de ocasiones, justificándose a sí misma con pretextos baladíes, Jorgelina se había encontrado con el capataz. María se enteró, pero se abstuvo de confesarle a Luciano su descubrimiento, temiendo una reacción violenta del coronel. Así, escondiendo en la oscuridad de la cabaña sus duplicadas zozobras, lo esperaba, aguzando inútilmente su oído en el silencio. Podía escuchar la respiración agitada de Jorgelina y hasta el latido de su sangre, pero ningún sonido venía del bosque. A fuerza de sensibilizar sus sentidos anegó su sangre con un rumor de olas muriendo en arenales sedientos.

Tampoco Jorgelina dormía; ella también, con los ojos abiertos en la oscuridad, temblaba nerviosamente embargada de expectativa. Porque había tomado una resolución extrema, la primera en su vida: se iba con Videla.

«¡Estoy loca… loca…!», pensaba.

Quizás era una locura, pero no retrocedería. Estaba harta de su papel de chiquilina a la que todo le estaba prohibido. El pensamiento de aquellos dos cuerpos que, a pocos pasos de su cama se enlazaban en las sombras, concluiría por enloquecerla. Los gemidos suaves de María y los roncos reclamos de Montoya golpeaban en su cabeza y en su sangre. Ellos no podían evitarlo, pero a ella se le antojaba una provocación animal, un desafío…; lo aceptaría. Pero tenía miedo, acostada de espaldas sentía todo el peso de la noche sobre su cuerpo joven y trémulo. Sus manos recorrieron el contorno de las caderas incipientes, la demorada curva de su vientre y las copas llenas de sus senos: ¿era ya mujer? ¡Qué difícil era llorar en la oscuridad! Dormitaba o velaba: en el universo irreal en que yacía vislumbró rostros bestiales de seres mitad hombres, mitad perros, que se inclinaban sobre ella y lamían su cuerpo, lo mordían y lo besaban alternativamente. Cuando el tormento y la caricia se confundían, se lanzaban sobre ella y la despedazaban abriéndole las largas piernas. Lágrimas saladas corrían por sus mejillas y mojaban el bigote espeso de Videla, que se bebía sus lágrimas y la miraba con el deseo enrojeciéndole las pupilas. El rostro aindiado del capataz era un mosaico de otros rostros: Pitaut, los Fichel, «Maquintaire», Solórzano y también Montoya. Todos se habían convocado para gozar la fiesta de su carne. Un río de luces vertiginosas bañaba, traspasándolos, los cuerpos desnudos de los machos.

Jorgelina se deslizó fuera de la cabaña. Lo poco que poseía lo llevaba en un atadito apretado contra el pecho. Afuera la prepotencia del sol la obligó a cerrar los ojos. Después corrió, sin volver la cabeza, hacia la vivienda del capataz. En el campamento comenzaba a manifestarse el movimiento de la actividad diaria.