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María sacudió vivamente a Montoya, procurando despertarlo. El coronel sentía, más que oír, el requerimiento, pero no conseguía salir del oscuro pozo en que yacía aletargado. Un poder maléfico pretendía arrebatarle el bienestar presente. Dormir, en cambio, era sentirse seguro y protegido. El sueño era el punto preciso. Nada había sucedido antes, ni ahora, ni nunca; necesitaba dejarse ir, cabeza abajo hasta el fondo del pozo negro. Con el puño cerrado intentó apartar los tentáculos de la amenaza. Los tentáculos cedieron al fin y él pudo abandonarse de nuevo…
– ¡Luciano, Luciano…, despierta, por favor…!
– ¡Eh!… ¿Qué pasa?… ¿Qué hay?
Se sentó en el camastro y se tomó la cabeza con las dos manos. Creyó que su cabeza era una piedra que oscilaba sobre sus hombros. Se oprimió los párpados para borrar los puntitos de luz que bailaban detrás de sus ojos, en la zona abismal de su cerebro todavía dormido. «¿A quién había golpeado unos instantes antes?» María lloraba silenciosamente, tocándose la cara. Un moretón azulado estaba formándole una aureola a la altura del pómulo.
Su vista despertó completamente a Montoya. Su malhumor se evaporó como una niebla sucia.
– María, ¡querida!… ¿Qué hice? -susurró tomándole la mano.
– No ha sido nada, créeme; estabas dormido y yo insistía -dijo ella, olvidando el dolor del golpe.
Montoya se puso de pie y acarició la mejilla de la muchacha.
– Qué bruto soy. Debiera romperme la cabeza… Hacerte esto justamente a ti -se disculpó- Lo siento, de veras que lo siento.
La humilde dignidad de María era quizás el único sentimiento que respetaba. Se sentía lleno de odio contra sí mismo.
– Otra vez me emborraché, ¿no es cierto? -dijo, pateando rabiosamente la botella caída a sus pies-. Pero, ¿qué apuro había en despertarme? Al fin no me pagan tanto como para no tomarme un día por mi cuenta. Voy a lavarme un poco… ¿hay café?
Sin esperar la respuesta salió llevándose el cubo para el agua. Llenó el cubo, ahuecó las manos y se frotó la cara vigorosamente. El agua estaba fría y su contacto lo estremeció. Maquinalmente caminó hasta ocultarse detrás de un viejo tronco calcinado. A juzgar por la altura del sol debía ser casi mediodía. Un poco más y su vejiga hubiera estallado.
Para borrar del todo su involuntaria brutalidad entró en la cabaña comentando con forzada animación:
– ¿Sabes que encontré al Chilenazo? Lo dejé en su rancho… Espero que lo tome con calma. Ahora ya está enterado.
Pero María no lo escuchaba. Con gesto ausente le tendió un jarro lleno de humeante café.
– Bueno, vamos a ver, ¿qué te sucede? -preguntó él, rodeando su hombro con el brazo libre.
Realmente María era la imagen de la desesperación.
– Jorgelina se ha ido con el capataz -dijo de un tirón.
Montoya tragó el líquido sin importarle que le quemara la garganta.
– ¡Eso faltaba!… ¡Pero qué c… se habrá creído! La va a hacer polvo ese cretino… -Inconscientemente la cólera lo arrastraba a remedar los porteñismos de Ramón. El puñetazo que dio contra la viga que sostenía el armazón de la cabaña le hizo sangrar los nudillos-. ¡Esa zorrita traicionera! No pensará que Videla la recibirá con la marcha nupcial… -se volvió lentamente-. Y bueno, María: ¿qué podemos hacer?
– Tienes que traerla, Luciano. ¡A vos te escuchará!
Montoya se resistía a admitir el conflicto que había provocado la irreflexiva actitud de Jorgelina. Pocas veces en su ajetreada existencia se había sentido tan desconcertado. ¿Se estaba acaso cumpliendo su reclamado destino y ahora él era el instrumento y no el inspirador de los hechos?
– Querida, ¿por qué habría de escucharme precisamente a mí?
María se retorció las manos.
– No lo sé; pero vos no sos un peón… Tienen que respetarte.
– Eres una mujer admirable -exclamó Montoya, abriendo los brazos, totalmente desarmado-; tú crees que a ellos les importa algo quién pueda ser yo… tienen armas, yo tengo hachas y el machete de Gerónimo… Tienen a Jorgelina y aun suponiendo que ella quiera regresar, no la soltarán. ¿Con qué argumento se la reclamo? Porque decir Videla es incluir a toda la pandilla. Tu razonamiento es simple y honesto, pero absurdo.
– Luciano, trata de comprender; ella es una criatura -insistió María.
– ¡Vaya con la criatura! No te equivoques… Yo no soy un héroe ni un perro San Bernardo ni un samaritano rescatando pecadoras hundidas en el fango del vicio. Sabes también que me opuse a que vinieran conmigo. Yo tengo que atravesar mi propio infierno y pagar por mi propio pecado o lo que sea… ¡Oh, qué difícil es pretender que entiendas!
(¿Por qué le venía a la memoria el Agrónomo? ¿De quién venía la apelación?)
– Sé bien lo poco que valgo -dijo María, abatida-, pero; ¿qué hacer, Dios mío?… No puedes abandonarnos.
– María, inocente y pequeña María… Piensa que si me pasa algo, precisamente ahora, tendrían que soportar cosas peores de las que puedas imaginar. No soy un desalmado y sin embargo… -de pronto se serenó-. Bueno, está bien; al menos lo intentaré, ¿de acuerdo?
María se desplomaba en sus brazos. Apretada contra él el universo se llamaba Montoya.
Pero el coronel Luciano Montoya no buscaba en realidad ninguna gloria sino su propia aniquilación; cualquier otro motivo contrariaba su designio. Amar a María, dejarse amar por ella era amontonar más dolor y confusión. Si perdía la certeza en la inexorabilidad de su destino, éste jamás lo liberaría de su pesada carga.
– Al fin era inevitable -dijo, acariciando los hombros de María-. Hay aquí demasiado sol y demasiada soledad para una muchacha como tu hermana… No le ofrecimos alternativas. Debí estar loco al consentir que viniera.
– No digas eso Luciano… En cualquier parte hubiera sido igual. Pero cuando pienso lo que hicieron con la mujer de Gerónimo… Murió de miedo, Luciano, estoy segura.
– Es posible -admitió él-. Entre tanta locura sólo nos resta doblegarnos o morir. -Hizo una pausa-. Bueno, ahora esperaremos hasta la tarde… A lo mejor se arrepiente y vuelve sola.
Sabía que era una tonta mentira. Videla no iba a soltar un bocado tan exquisito. Se sentía oprimido. De pronto el bosque adquiría los contornos de una prisión. Muros verdes se cerraban sobre ellos, hostiles e implacables, en un mundo donde había sido abolida la más remota esperanza.
Videla tuvo la suficiente habilidad como para afectar indiferencia ante la presencia de Jorgelina.
– ¡Hola! -exclamó al verla llegar seguida de Jones-. Veo que sos puntual. -Abrió la puerta y le señaló el interior-: esto es todo…, trata de mantenerlo en orden. Además tendrás que cocinar para cuatro al mediodía. Por la noche mi gente se las arregla… ¡Y bueno, pasa! ¿Qué estás esperando?
– Sí…, sí señor -dijo Jorgelina, intimidada y decepcionada.
«¿Ese era el comienzo de su esperada aventura?»
En relación con las restantes cabañas, la vivienda de Videla alcanzaba la categoría de casa. Las planchas de madera armadas como grandes tejas del techo sobresalían lo suficiente para formar un alero hacia el frente. La galería se proyectaba a lo largo, ofreciendo una superficie sombreada. La distribución era sólida y simple: dos piezas corridas, una ocupada por Videla, la siguiente para los guardianes y formando martillo un gran cuadrado destinado a despensa y depósito. El moblaje: mínimo, rústico pero macizo, estaba fabricado con madera y caña colihue. Las abundantes tablas ensambladas en vivo, exhalaban todavía la fragancia de sus resinas olorosas, mientras el dibujo de sus vetas suplían las imperfecciones del artesano. Curiosamente aquella rusticidad contenía una pequeña fortuna en maderas finas.
Se cocinaba afuera, bajo un techado de cañas, sobre un hogar de piedras traídas del arroyo y amontonadas con escasa habilidad. Cubos y ollas colgaban de los cuatro postes. Detrás de la casa se destacaba un cubículo de un metro cuadrado. Aquel aposento expuesto a la vista como una garita carcelaria constituía todo el lujo sanitario que ostentaba la construcción. Las moscas, criaturas universales, zumbaban dentro y fuera del retrete, borrachas de sol y de inmundicias.
En aquellos límites quedaba encerrado por el momento el dorado reino de Jorgelina González.
Ya fuera que se considerara como una virtud o un defecto, Jorgelina poseía una voluntad empecinada. Una cosa se hizo para ella evidente: el solo hecho de introducirse en los dominios domésticos de Videla, había producido un cambio perceptible en los hombres del campamento. Hasta Ramón escondía su despecho aparentando una forzada indiferencia. Camperutti transfirió a ella de inmediato la obsecuencia dispensada hasta entonces al capataz. Del impenetrable Jones era aventurado incluso suponer que pensara. A veces daba la impresión de un muñeco sin emociones ni espíritu.
De la peonada que a esas horas fatigaba los senderos como un rebaño anónimo, con las manos sudorosas engarfiadas sobre los mangos de las hachas o las cuerdas de remolque de los rollizos, ni valía la pena preocuparse; cuando regresaran morderían en silencio su despecho, reprimidos y agobiados por la prepotencia del capataz. A Jorgelina se le antojaba que ahora, de una manera indirecta, sobresalía por encima de opresores y oprimidos. Y ese pensamiento la llenaba de un orgullo pueril. Sólo que ignoraba el precio que tendría que pagar por su triunfo. Aferrada al presente se atareó en su trabajo y como la casa, el moblaje ni la comida le exigían una atención muy esmerada, al promediar el día se dispuso a aguardar a los hombres sin excesiva inquietud.
Los bravos de Videla comieron en silencio. Apenas si por algunos aislados comentarios se enteró Jorgelina del retorno de Gerónimo. Montoya había pues cumplido con los deseos de María. Sin saber por qué la noticia la disgustó. La devoción de María resultaba para ella sin sentido. Ella tenía del amor y de la entrega una idea truculenta, bastante confusa, pero siempre exaltada. Para Jorgelina el amor era tomar, no dar. Del banquete de la vida únicamente le habían ofrecido los desperdicios y si quería algo más tendría que arrebatárselo a sus poseedores.
Después de comer, Ramón, Camperutti y Jones se metieron en su pieza. El capataz se recostó en la galería.
Se demoró largo rato hurgándose los dientes con un palillo. Canturreaba una cueca de moda. Su mirada cachacienta parecía recorrer el claro ocupado por el campamento, los árboles que lo rodeaban y la ladera de los cerros que se entreveían como un telón lejano, pero una y otra vez se detenían sus ojos en la figura de Jorgelina, atareada en ordenar los escasos cacharros.
Un tábano vino a detenerse sobre su pierna y él, con un rápido manotazo lo aplastó. El sonido se agrandó en el silencio de la siesta. Jorgelina se detuvo sobresaltada. Videla la llamó.
– Acércate.
La muchacha vino hacia él, bastante segura de sí misma.
– ¿Cuántos años tenes?
– Diecisiete -mintió.
Videla se pellizcó el labio inferior con el índice y el pulgar. Sonreía incrédulo.
– Si vos lo decís.
Se demoraba adrede, imaginando el cuerpo de la muchacha sin aquellas ropas que lo deformaban.
– Bueno, anda y hacete una siesta… ¡Ah!… ¿Le dijiste al marido de tu hermana que te venías conmigo?
– No le dije nada -afirmó-. No estoy obligada a decirle nada porque ni siquiera es el marido de mi hermana…, ella es viuda.
Videla conocía el trágico episodio de la remolienda por boca de Max Fichel, pero el ofuscado resentimiento de Jorgelina convenía a sus propósitos.
Se puso de pie, acariciando el brazo de la muchacha.
– Sos una linda «cabrita» ¿sabes?… Entonces, nada de Montoya. Si se acerca por aquí lo botamos. Total, pronto termina el conchabo y volvemos a Aysén, o a Valdivia; donde más te guste…
Con el dorso de la mano rozó la piel suave de sus mejillas.
– Te va a gustar -le susurró ambiguamente.
Ella estaba demasiado fatigada para pensar qué era lo que le iba a gustar. Se echó sobre la cama del capataz sintiendo que el corazón le latía con violencia. La carrera de la sangre repercutía en sus sienes. Al fin se durmió.
Inexplicablemente esa tarde Videla renunció a la siesta y a la compañía de Jorgelina. Permaneció en la galería esperando, sin saber tampoco exactamente qué esperaba. A ratos sentía la necesidad de llamar a sus matones, como si un peligro impreciso lo acechara; a ratos eran el silencio y la soledad lo que lo ponía de mal humor. Pero no se decidía a moverse de su lugar. El estaba acostumbrado a enfrentar situaciones reales, pero ahora flotaba a su alrededor una atmósfera cargada de interrogantes. En ese terreno se perdía irremisiblemente. ¿Qué tramaría Montoya? ¿Se animaría a reclamar a su protegida? ¿Cómo tan fácilmente Jorgelina había aceptado su proposición?
«¡La pucha!… -murmuró-; ¡ése también necesita un escarmiento!… Mejor que no se meta conmigo.»
Como contradiciendo su secreto deseo, Montoya venía acercándose a la casa. Avanzaba directamente hacia él y Videla, sorprendido, maldijo su presunto descuido. No quería dar la impresión de temor ni tampoco que el otro se tomara ventajas sobre él. Sintió roncar a su gente y tanteó los tablones de la pared procurando enviarles un aviso. Montoya sólo traía un machete cruzado sobre los riñones. Sintió nacerle entre las cejas un sudor helado. Se fue irguiendo despacio. Montoya estaba a diez pasos.
– Quiero hablar con la muchacha -dijo.
Su voz sonaba un poco ronca.
– ¿Hablar? -preguntó Videla, apartando la idea de negar la evidencia. Prefería acabar de una vez-. No tiene ningún derecho sobre ella…
– ¡Vamos, Videla! Ninguno tiene derechos aquí…, somos todos unos ladrones. Pero hasta los ladrones pueden respetar algo; como a esa criatura por ejemplo. Su oficio no es el de rufián.
El coraje volvía de nuevo a Videla: «¿eran ésas todas las cartas que jugaba el argentino? Palabras…, palabras…». Se paró del todo, abrió las piernas, acarició la empuñadura del revólver. La cosa estaba clarita; él guapeaba. Estaba en lo suyo.
– Por partes don Luciano. Nada de insultarme… Ladrones, rufián, ¡qué música! Si quiere puede hablar con la muchacha… Ella vino por su voluntad, ¿entiende? Nadie la arrastró hasta aquí… ¡Eh, Ramón, Jones, muchachos…, vengan y díganle a don Luciano cómo tratamos a la «cabrita»!… -pegó un puñetazo contra la puerta de la pieza-: ¡Vengan aquí, c…!
Empezaron a salir, atropellándose en la puerta deslumbrados por la repentina claridad. Todos estaban armados.
Montoya los miraba salir y calculaba la cantidad de muerte que cada uno almacenaba. Imaginaba a Gerónimo, cercado por aquel círculo de ojos crueles, insultado por aquellas bocas que jamás pronunciaban una palabra de piedad.
– No se alteren; don Luciano sólo quiere hablar con la chica -se burló Videla-. Y yo digo: ¿quién se lo prohíbe?… Vos, gringo… ¡traéla!
No hacía falta. Jorgelina también había salido a la galería. Contempló a Montoya y se sobrecogió. Aún en ese momento, dominado por el número de los desalmados, solitario y fuerte, entrecerrando los ojos a causa del sol, era capaz de mostrarse sereno y desafiante. Los labios apretados, el duro mentón levantado. Como un gran león acosado, todavía ensanchaba el círculo ante los acosadores.
– María te pide que regreses -dijo el coronel-. Mañana nos volvemos al pueblo… Nada tienes que hacer aquí.
A Jorgelina se le formo un nudo en la garganta. La hora decisiva había llegado. Como un relámpago la asaltó el deseo de correr y esconderse en el bosque. Pero apretó los puños y saboreó su rebeldía.
– No volveré, ¿está claro?… Puede mandarla a ella, si quiere, pero no a mí…
– Ya la oyó, compañero -cortó Videla secamente-. Ella se queda por su voluntad. Nadie le va a tocar un pelo… Ahórrese líos y déjenos en paz…
– Usted no entiende, Videla -dijo Montoya, lívido de cólera-. Esta mocosa no tiene la menor idea de lo que hace. Conmigo no valen amenazas… Usted lleva demasiada ventaja ahora -abarcó con un ademán al grupo de los matones-; pero pagará por esto… No siempre tendrá la suerte de su lado.
No retrocedió; simplemente giró y echó a andar.
– ¡Déjenlo que se vaya! -ordenó sordamente Videla, atajando el paso de Jones-. Este no jode más a nadie…
Los cinco permanecieron inmóviles, contemplando al hombre que se iba. La galería semejaba un escenario, pero el invisible público se había petrificado.
El tiempo desmejoraba. Desde el Norte, el Sur y el Oeste se acercaban gruesas nubes bajas. Apenas algunas de ellas ocultaban el sol se sentía la mordedura del frío. Montoya caminaba, vacilando, hacia su cabaña. El desmonte concluía a los pocos metros y pronto se encontró en el sendero que la costumbre había delineado entre los árboles. Una rama espinosa le rozó la mejilla. La apartó con el brazo. Detrás de un coihue asomó la cabeza salvaje del Chilenazo. Lo entrevió como un destello de luz y sombra y se detuvo. El hachero lo llamaba.
– Otra vez usted -dijo Montoya receloso-. ¿Qué quiere ahora?
Gerónimo terminó por mostrar toda su andrajosa figura. Sus ojos brillaban de fiebre o de locura. La impresión de ansiedad servil había concluido por ser en él un reflejo estereotipado.
– ¿Cómo está Ángela, don…?
Montoya se sobresaltó. Después sonrió con amargura.
– ¿Ángela dice? Pero usted no entiende… Ángela murió…, murió.
Gerónimo desnudó la dentadura despareja. Su mano izquierda, extendida, negaba con la palma abierta hacia Montoya.
– No juegue con la muerte, amigo… Hoy la vi; trabaja para el patrón… Por eso no vino a verme.
Montoya apartó una mosca que zumbaba frente a su cara. «¿Qué le pasa a este imbécil? Si antes simulaba la chifladura, ahora va en serio…, o ya estaba loco y su gimnasia era una idea fija o un recuerdo.» Las nubes cargadas de tormenta parecieron engancharse en las altas copas de los coihues. Desde el mallín las bandadas de patos alzaban el vuelo hacia el lago. Montoya se distraía arrastrado por el absurdo. El infierno se abría y se cerraba a su alrededor.
– No es su mujer -se escuchó repetir monótonamente, con fatiga-. No es su mujer… La que vio es otra… Ángela murió.
– Bueno, vamos al aserradero -ordenó Videla a sus hombres-; ése no vuelve, pero vos, Jones, te me quedas cerca de la casa… Y si se arrima, tirale primero y lo saludas después, ¿entendido?
– Descuide patrón -asintió el galés.
Había transcurrido una hora apenas. La tensión se aflojaba y Videla se dispuso a esperar a los hacheros. El trabajo no podía demorarse ni detenerse. Al día siguiente saldrían los catangos para el Hito, cargados de madera. La temporada era rendidora y los Fichel no se resignaban a abandonar la explotación, pero él, Videla, iba a prevenirles por última vez. Un peón había sido aplastado días antes por un tronco. La mujer del Chilenazo había muerto; otro hachero había desaparecido llevándose los pesos de un compañero y era muy capaz de largarse para San Martín de los Andes. Si se emborrachaba soltaría la lengua y podrían ser copados por los gendarmes. El asunto tenía que terminar.
Y para colmo ahora tenía que andar alerta con ese tipo de Montoya. Podía hacerlo matar si se le antojaba, pero también eso encerraba una posible trampa. La peonada simpatizaba con el argentino tanto como lo odiaba a él. Montoya los exigía y los estimulaba sin brutalidad; además, desde que él señalaba los raulíes, el trabajo andaba bien repartido y cada árbol rendía lo justo. Hasta lo consultaban para resolver problemas cuando un tronco se rajaba o trababa en el monte o un catango quedaba colgado en la senda.
No: había que meditar el asunto sin precipitarse. Era preferible vigilarlo discretamente. A lo mejor era cierto que se iba.
– ¡Qué c…, cómo que se va mañana! -la exclamación le brotó de golpe.
– ¿Qué le pasa, patrón? -preguntó Ramón, sorprendido.
– Nada. Yo me entiendo.
Frenó la curiosidad del matón con un gesto de fastidio.
«Si sale de aquí es capaz de denunciarnos -estaba pensando-. Antes tendré que liquidarlo. Mejor que los gringos no sepan nada. Eso tengo que manejarlo a mi modo…»
Empuñó con rabia la regla chilena. Algunos hacheros ya estaban esperando. La sierra trepidaba incansable.
Jorgelina observó con desdén a Jones y se demoró en el techado deliberadamente. Ahora ya sabía muy bien el rango que ostentaban cerca del capataz cada uno de sus guapos. Eran basura. Nada más que basura. Que Jones vigilara si quería. Cada vez que se agachaba adivinaba la mirada acuosa del galés clavada en sus caderas, y la sensación de ser deseada la exaltaba. Los juveniles pezones, excitados por aquel juego sin palabras ni gestos, se erguían estirando la tela de su camisa. Sintió el repentino capricho de encerrarse en la pieza y desnudarse.
Separados por los rústicos tablones se desquitaría dejándole acariciar con el pensamiento la forma de su cuerpo, el olor de su piel. Caminó muy tiesa y digna y entró en la casa. Una Jorgelina desconocida para ella misma estaba naciendo aquel día inolvidable. Los iba a someter a todos. Se sentía maravillosamente maligna y la comprobación la llenaba de felicidad.
Se desnudó con miedo y salvaje resolución. Y se paseó desnuda, tomándose los senos con ambas manos, imaginando escenas indescriptibles. Se echó en la cama y el áspero contacto de las mantas aumentó la embriaguez triunfal que la inundaba. Espió por las hendiduras de los tablones y se inmovilizó contemplando la figura borrosa de Jones que se paseaba despacioso haciendo crujir las ramitas secas en cada paso. A veces lo veía volver la cabeza y mirar rectamente en su dirección como si la hubiera descubierto. Desafiante, como enajenada, arqueó hacia el hombre el busto hasta que sus pezones se aplastaron contra la madera. Un espasmo le recorrió la columna y sintió frío.
La penumbra del atardecer caía sobre el campamento. El tiempo amenazaba tormenta. Se vistió y salió.
– Jones -llamó-; ¿por qué no aviva el fuego y hace unos mates?
El galés la miró imperturbable.
– ¿Es sordo usted? -exclamó Jorgelina y se acercó.
La mirada de Jones era fría como el acero.
– Eso es cosa suya, moza… No soy el mucamo.
Jorgelina no insistió. Aquel tipo era de piedra. Para disimular fingió no haberlo oído y empezó a preparar la infusión. Había encendido la lámpara de querosene cuando regresó Videla. El fuego chisporroteaba alegremente.
Videla interrogó a Jones con la mirada y supo que todo iba bien.
La mujer continuaba sacudida por gemidos y sollozos. Montoya había tratado en vano de calmarla. A María le bastó verlo regresar solo para comprender la verdad. Escuchó distraída el relato del extraño encuentro del coronel con Gerónimo y del nuevo sesgo de su locura, pero todos sus sentidos demandaban una respuesta a la pregunta que no se atrevía a formular.
– No dio resultado -dijo al fin Montoya, incapaz de soportar la angustia que anegaba los ojos de María-. Sí, querida, no me mires así… Tu héroe ha fracasado en toda la línea. Jorgelina tranquilamente nos manda al diablo. Se siente muy cómoda y segura con el capataz y parece como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que manejar la casa de un guapo. Sí, por favor, escúchame: ¿podía arrastrarla acaso? Está más guardada que un jefe de estado mayor… Ya habrá otra oportunidad.
– Será demasiado tarde… -murmuró sombríamente María y empezó aquel llanto interminable.
Al fin todo el dolor acumulado durante meses; la culpa, el castigo y la expiación, se convirtieron de pronto en un río salado de lágrimas.
– Demasiado tarde para qué… -replicó Montoya acariciando la cabeza temblorosa-. No te engañes María; ella sólo puede perder lo que ella misma quiera. No voy a excusar mi fracaso disculpándola a ella…, pero únicamente por la fuerza la obligaremos a volver.
Casi se arrodilló frente a la mujer.
– Comprende que se trata de tu hermana…, no de ti misma; a ella no le importa tu amor ni tu sacrificio. Ella no quiere saber nada de nosotros ni es mucho lo que podemos ofrecerle. La medida de su valor, o lo que sea, ella lo ha determinado… Eso es justo, María.
Sabía que era inútil argumentar. El tampoco creía demasiado en sus palabras.
– ¿Quieres que vuelva y me haga matar; eso pretendes?
María se abrazó a él, rodeó sus espaldas con los brazos y siguió hipando largo rato, hasta que el cansancio la adormeció y pudo acostarla. Tenía fiebre y temblaba. Todo lo que abrigara echó Montoya sobre el pequeño cuerpo estremecido, mientras la impotencia envaraba sus miembros como si estuviera envuelto en una red invisible e indestructible.
– Figúrate que el bestia ése de Gerónimo anduvo toda la tarde cargoseándome y empeñado en servirme de algo… Está más lelo que nunca -le estaba contando Videla a Jorgelina, solos en la habitación, cuando ya sus hombres se habían ido a dormir.
– ¿Y qué quería? -preguntó Jorgelina preocupada por lo que iba a suceder y no por las locuras del Chilenazo.
– Reíte; insiste en que eres su mujer… Ahora resulta que tendré que defenderme de un rival… ¡ja…, ja…, ja! Para él todo sigue igual; vos sos su mujer, yo pago su caña y se la presto alguna que otra noche… ¡qué lesera!
– Yo no soy la mujer de él ni la suya, don Videla… -protestó Jorgelina débilmente.
– ¡Eh! Tiene gracia -dijo Videla y empezó a desnudarse. Su cuerpo era velludo y musculoso-. Mañana lo contás. Anda, apaga la lámpara y vení…
– Hice mi cama en el rincón -arguyó todavía Jorgelina, dominada por el temor.
Ahora que tenía que enfrentarse al instante de la verdad, el coraje se le escapaba como arena entre los dedos.
– No seas estúpida; ¿te crees que soy un buey? Mira…, mira y convéncete…
Pero Jorgelina no quería mirar; quería morirse. Apagar aquella luz rabiosa que caía sobre el macho, sobre el cuerpo del macho y huir, huir hasta los confines del miedo.
– ¡No! -dijo tercamente.
– ¡No, eh! -repitió Videla, acercándose.
Antes que ella pudiera siquiera intuirlo, la mano del capataz le había cruzado la mejilla con un par de bofetones que la lanzaron contra la pared. De un salto él la apretó en un abrazo brutal. Sus manos desgarraban la ropa, se hundían en sus muslos, le abrían la camisa, soltando sus pequeños pechos. Y entonces ella sintió la llamarada ancestral, el peso contra su vientre se convirtió en el reclamo imperioso que la urgía y clavó sus uñas en la espalda morena y mordió la boca del hombre con tal ímpetu, que el hombre supo, en un instante resplandeciente, que él había sido el vencido y no el vencedor.
La luz de la lámpara se extinguió lentamente sin que ellos repararan en nada. Una sabiduría de siglos descendió sobre los cuerpos de los amantes. Jorgelina era ya una mujer y Videla, por primera vez en sus treinta y cinco años, había sido el instrumento de la metamorfosis.
El primero en despertarlos por la mañana fue Gerónimo. Desconfiado, Videla entreabrió la puerta y metió el cañón del revólver por la abertura. Sus guardaespaldas no acostumbraban a llamar, su obligación era la de esperar que los llamaran.
Cuando vio la facha del hachero estuvo tentado de tirarle un balazo a los pies, pero se contuvo.
– Agüita, patrón -estaba diciendo el baldado, mostrando las dos latas de veinte litros, con improvisadas asas de hierro, cargadas al hombro por unas árganas de lenga.
El agua fría caía de las latas, mojándole la espalda y el pecho. Pero el gigante reía mansamente.
– Agua del arroyo… ¿sabe? Así usted y Ángela se pueden lavar bien. Ella es linda con la cara fresca,…
– Dejalas ahí y andate…, espérame en el aserradero.
– ¿No me la deja ver, don? -insistió el Chilenazo, bizqueando y alisándose el blusón mojado.
El frío le amorataba la piel de la cara y le blanqueaba los pómulos tostados por el sol. La mañana comenzaba nublada y la tormenta estaba ya flotando sobre sus cabezas.
– ¿A quién querés ver, infeliz? -rezongó Videla-. Ángela no está más, se fue, ¿no te lo dije?
– ¿Qué pasa, Videla? -preguntó desde adentro Jorgelina, que todavía no conocía el nombre del capataz.
– ¡ Patroncito! -le reconvino Gerónimo-. Está ahí… ¿No la oye?
– No es Ángela…, ¡Oh, bueno, sí!… Anda al aserradero. Después podrás verla… ¡Y no andes jodiendo por aquí o te hago zambullir en el pantano!
Con su ridículo trote desacompasado, Gerónimo regresó por donde había venido. Su enorme cuerpo se encogía como si ya presintiera que lo ahogaban.
Videla miró el agua, salió, se lavó despacio, peinándose con los dedos y se metió bufando en la pieza.
– O llueve o nieva -comentó-, de hoy no pasa. Bueno, princesa, ¿te vas a estar ahí todo el día?
– ¿No te gusta? -lo desafió Jorgelina-. Vos lo dijiste ayer.
– ¡C… si me gusta!; pero algo hay que hacer.
Cerró la puerta y, aunque sentía moverse en la otra a sus hombres, se abrazó de nuevo al cuerpo caliente y desnudo de la muchacha.
– ¡Qué buena hembra sos! -murmuró, sintiéndose anegado por la virilidad que despertaba de nuevo.
Al rato, echado de espaldas, dijo pensativo:
– ¿Te gustaría tener a mi paisano de asistente? Sería divertido… Siempre que no te tomes en serio que sos su mujer.
– Eso depende de vos -respondió con languidez Jorgelina.
En unas pocas horas había adquirido un aplomo adulto y experto. Alguno de sus desconocidos antecesores debía de haberle transmitido esa chispa singular que genera las grandes santas o las célebres meretrices.
Videla era demasiado primitivo para advertir la sutileza de aquella afirmación. Se sintió halagado y silbando comenzó a vestirse. En el fondo deseaba que la tormenta abreviara el trabajo de aquel día memorable.
Pero el día continuó amenazante sin resolverse por la tormenta y el trabajo prosiguió febrilmente, porque había que adelantarse al mal tiempo. Ya febrero concluía y en seguida comenzarían los primeros fríos y a la gente no le seducía la perspectiva de encontrarse en los caminos hacia sus pagos bloqueados por la nieve.
Videla se enteró que Montoya no había abandonado su cabaña. Tranquilizado esperó otro día y después se largó al Hito para conferenciar con los Fichel. Convinieron en aguantar una o dos semanas más, según viniera el tiempo. Por lo pronto, largarían a los hacheros más impacientes. Contaban con suficientes troncos amontonados como para que la sierra funcionara sin parar durante una buena semana. Los últimos tambores de petróleo irían a alimentar el motor.
Max Fichel le mandó un recado a Montoya para que se ocupara de ir limpiando el bosque de huellas y restos delatores. Junto con las instrucciones le envió un fajo de billetes chilenos y varias botellas de whisky, «para celebrar el éxito», le decía. Fue el propio Videla el que vino a verlo. Lo acompañaba Jones, el más duro de los bravos.
– ¡Hola, compañero!… -gritó al ver a Montoya-. Traigo noticias de los jefes.
Montoya salió a su encuentro sin prevenciones. Le costaba sentir resentimiento por aquel individuo que reproducía, en cierta medida, muchos de sus rasgos, incluso el del valor. Porque Videla nada tenía de cobarde. Manejar el confuso conglomerado de hacheros y peones, aun contando con la ayuda de sus bravos, resultaba tarea de hombre con agallas. Sólo que Videla era una copia reflejada por un espejo empañado.
Montoya escuchó las instrucciones, recibió el dinero y las botellas envueltas en papel duro y aguardó. Sin volverse sabía que María estaba detrás de él. Era inevitable.
– ¿Cómo está Jorgelina? -preguntó al fin.
– ¡Ah, bien, pero requetebién! ¿No se lo dije, señora? -se desentendió hábilmente de Montoya, para significarle que él nada tenía que ver en el pleito-. Es más, si usted quiere verla, dese el gusto… Seguro.
– Mi mujer no va a ninguna parte -dijo Montoya fríamente-. Que venga la muchacha si quiere ver a su hermana.
– ¡Lo que usted ha hecho es una iniquidad! -gritó María, enardecida.
Videla venía dispuesto a contemporizar. Lo difícil era saber hasta dónde.
– Escúcheme, don Luciano, y usted, señora; pongamos las cosas en claro… ¡Eh!… Para empezar, yo no le quité nada a nadie. Jorgelina está conmigo por su voluntad… y muy a gusto, se lo aseguro. Vaya y pregúnteselo.
– Es una criatura… -interrumpió tercamente María.
Videla se golpeó la frente con la punta de los dedos.
– Eso depende de lo que usted entienda por criatura… No querrá que le cuente detalles, pero para mí…
– Está bien, Videla: no hace falta más -cortó Montoya.
– Vamos, Jones -ordenó Videla-. La visita ha concluido y tenemos mucha faena por delante. ¡Hasta pronto!
Nadie contestó su saludo. Montoya regresaba a la cabaña, llevando a la febriciente María asida por los hombros.