37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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XII

Si Montoya había pensado realmente en regresar al pueblo, la obstinación de Jorgelina le hizo desistir de su propósito. La tensión alcanzaba límites extremos. María se encerraba en un mutismo agobiante; Jorgelina afectaba ignorarlos y él agotaba metódicamente las botellas de whisky; caía por las noches en un sueño pesado y oprimente y por las mañanas partía para el bosque, obligándose a realizar una tarea que no le interesaba ni preocupaba. A veces, antes de partir, acariciaba las mejillas pálidas de María y hundía su mirada en los ojos húmedos de la mujer, intentando una frase de consuelo o de ternura, pero la serena tristeza de ella ahogaba sus palabras y se iba, solitario y, no obstante, acompañado por el amor de María.

«-Cuídate, volveré temprano.

»- ¿Tenes hambre?

»-Entra; hace frío…

»-Necesito que le pidas algo de harina a ésos… y carne.

»-Están carneando bueyes… Total, ya dieron lo suyo.

»-María, no te quedes ahí; no va a venir…, admítelo…

»- ¿Qué le hice, Luciano, qué le hicimos?

»-No estoy borracho; me eleva, ¿entiendes?… No quería traerte…, esto es el infierno, entré en una selva oscura, pero ya había perdido antes la esperanza.

»-No entiendo qué decís…, acostate, por favor…

»-Todo es confuso, María; no te sirvo de mucho.

»- ¿Cómo vamos a irnos, dejándola a ella aquí?

»¡Marta… Marta! ¿Desde qué universo me contemplas?»

Inconexos y monótonos transcurrían los días, insólitamente cálidos, como si el verano se resistiera a ceder ante el otoño inminente. La actividad se apretaba alrededor del campamento, y María y Montoya vivían su amor extraño y torturado.

En cambio, Jorgelina saboreaba el triunfo. Su ascendiente sobre Videla se extendía hasta los hombres que lo defendían. Resuelta y dominante, aplastaba cualquier resistencia y aun su acatamiento al capataz encerraba más cálculo que pasión. Pero de todos aquellos hombres que, de una u otra forma, alimentaban sus secretos deseos y tascaban el freno, nadie había sido subyugado tan absolutamente como Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro, el ahora vilipendiado y humillado Chilenazo.

La primera vez, que se encontraron frente a frente fue en la misma pieza de Videla. El capataz cumplió su ofrecimiento y Gerónimo, soportando impávido el calvario a que lo sometían los guapos de Videla, pasó al servicio de Jorgelina, la imagen de Ángela en su extravío.

– ¡ La Bella y la Bestia! -comentó Ramón, recordando una película vista un domingo en el cine La Chinche, allá por Nueva Pompeya.

El gran cuerpo de oso amaestrado del hachero recibía los golpes y empellones absorbiéndolos como una esponja. A cada nueva afrenta desplegaba su eterna sonrisa estólida y aquella pasividad espoleaba a los rufianes a mayores abusos. Competían entre ellos en idear vejaciones inéditas para el infeliz. Inseguro y errático, el hombrón se prestaba al juego y hasta parecía complacerse en él; siempre sonriente en su papel de payaso, atravesaba la maraña de los matones y corría a cumplir los encargos caprichosos de Jorgelina.

A la segunda mañana se arrimó a la puerta del dormitorio, acarreando los baldes del agua en sus toscas árganas. Haciendo equilibrios golpeó la madera.

– Pasa, hombre -ordenó Jorgelina, muy segura de sí misma.

Sentía necesidad de enfrentarse a solas con el marido de Ángela. Era una mezcla de curiosidad y morbosa satisfacción; después de todo era también «su marido».

El Chilenazo empujó la puerta y se quedó contemplándola, alelado, los labios algo colgantes, los recipientes balanceándose en los extremos del palo. Jorgelina se le reía en la cara.

– Oye, bobo: ¿cómo harás para entrar así?

Como impulsado por un resorte el brazo sano del hachero se elevó, la palma de la mano abierta levantó por encima de la cabeza el travesaño con tal impulso que los baldes chocaron con los marcos de la puerta y el agua se derramó. Gerónimo se inclinó torpemente dejando los baldes en el suelo. Después volvió a inmovilizarse.

Jorgelina lo azuzó:

– ¿No querías entrar; qué estás esperando?

Gerónimo resoplaba como si hubiera llegado a la carrera. Algo maravilloso estaba sucediendo. Al fin dio un paso, luego otro y se plantó frente a la muchacha.

– Ángela -reclamó animándose repentinamente-; tenes que venir conmigo, te necesito… Vámonos antes que llegue el patrón.

Jorgelina levantó su mano.

– Quieto ahí; todos quieren llevarme a alguna parte, vivos y muertos… Mírame bien, Gerónimo: ¿soy yo tu mujer?

– Una sola vez, Ángela, una sólita… -insistía el gigante, ignorando la pregunta-, acordate cómo éramos antes.

– Es inútil, sos más estúpido de lo que yo creía. Mira; no soy tu mujer, no soy Ángela. Te conviene acabar con esa historia o se lo contaré todo a Leonel para que te eche del campamento; total no servís ni como peón…, sos un pobre loco.

Las narices de Gerónimo se dilataron peligrosamente.

– Sí que sirvo: yo solo puedo arrastrar un carro cargado… y puedo alzarte a vos con una mano… y puedo matar… ¿sabes?

– Bueno, si sos capaz de tantas cosas, empezá arreglando la pieza y no amenaces porque te darán una buena paliza.

De pronto Jorgelina tuvo miedo: la manaza de Gerónimo la había tomado por la cintura y la arrastraba hacia él. Pero en seguida estalló en ella la rabia y clavó sus uñas en la cara del hombre. Gerónimo la soltó con un gruñido de dolor. Sin hesitar la muchacha asió una fusta abandonada por el capataz y la descargó en el pecho del hachero.

– ¡Yo te voy a enseñar…, estúpido asqueroso! ¡ Toma, así aprenderás a respetarme!

Gerónimo no se defendía. La miraba y sonreía, atajándose los golpes con el brazo baldado, mientras era empujado hacia la puerta. Al retroceder tropezó con los baldes y cayó de rodillas.

Ramón acudía ya desde el fogón. Antes que el Chilenazo concluyera de erguirse, lo golpeó en el hombro con un duro palo de lenga ennegrecido y humeante, y el idiota se revolcó en la tierra de la galería.

El grito de Jorgelina lo detuvo cuando iba a descargar otro garrotazo.

– ¡Te digo que lo dejes, me basto sola!

Ramón se volvió cautelosamente. En sus ojos brillaba también una chispa de locura.

– Puede ser…, pero, por las dudas… -la estudió con descaro-. El tipo anda con un corso en el balero… ¿Quiere un consejo gratis?: no lo caliente más o va a tener problemas… Aquí no hay para elegir…

Gerónimo, sentado en el suelo, se pasaba la mano sana por el pelo revuelto.

– Vos hace lo tuyo -respondió Jorgelina-. A menos que quieras ocupar su puesto.

– Nunca se sabe, doña; pero el patrón me paga para cuidarle el sueño… y ahora también el suyo. Bueno: ¿qué hago con él?

Jorgelina no estaba dispuesta a ceder. Si lo hacía una vez no volvería a recuperar su ascendiente. Sin prestarle atención al porteño, llamó de nuevo al hachero.

– Anda y arregla la pieza, ¿entendés?

Gerónimo volvió a levantarse. Al pasar esquivó un sopapo insinuado por Ramón y se metió en la casa.

Dócil como un perro se dedicó a estirar las cobijas de la cama del amo y de «su» mujer.

El sol iluminaba el rostro acalorado de Jorgelina. Un gesto duro alteraba sus rasgos juveniles. En cambio, por la cara de Ramón corría una sonrisa picaresca que iba de los ojos a la boca. Se demoraba alrededor de la muchacha.

– ¿Qué hacías por aquí? -preguntó al fin Jorgelina-. ¿No estabas en el aserradero?

– De allí vengo… ¿Sabe una cosa? No, no se haga la desentendida; vine pensando en usted…

Jorgelina aparentó indiferencia.

– El que va a pensar en vos si no volvés pronto va a ser Videla.

– No hay apuro… Bueno, mira piba -de golpe concluyó con los circunloquios-. Lo que vengo pensando tiene que ver con Videla, con vos, con Montoya y hasta con tu hermana. Esto no es chacota; te estás metiendo en un negocio demasiado fiero para vos…

– Yo sé lo que hago -replicó airada, Jorgelina, al oír sus palabras.

– ¡Qué vas a saber! En cuanto acabe el laburo nos largamos con la guita, y ¡adiós la disciplina! ¿Acaso pensás que Videla será siempre el capo?… No, piba: los que manejan el estofado son los Fichel, y ésos están lejos de vos. Es una lástima, porque vos vales lo que vales, y si quisieras…

– Videla me quiere -afirmó Jorgelina-. ¿Por qué no vas a contarle a él tus historias? ¿O querés que lo haga yo?

Ramón alardeó con la mano sobre el revólver.

– Pero, che: ¿te crees que soy ese loco…? Aquí hay por lo menos treinta tipos que con gusto lo despacharían al capataz con tal de pasar una noche con vos… El único que los tenía sujetos era don Luciano, pero ahora…

– ¿Ahora qué?…

– ¿No te das cuenta? Podes ser de cualquiera, o de todos: ya saben que sos mujer del que talle… Mira, piba; yo sé lo que te digo y lo que te conviene… y te voy a proponer algo.

Como Jorgelina se limitara a observarlo con curiosidad, Ramón fue tomando más y más coraje.

– Me gustas… y no porque seas la única aquí; sos joven y al fin tanto vos, como tu hermana, don Luciano y yo, estamos en nuestra tierra, ¡qué joder!… Cobro la guita; sí, nada de afanos, como te digo: cobro lo mío y nos largamos los cuatro…

Tenes que conocer Buenos Aires; ¡ésa es vida, piba! ¡ Te imaginas bailando un gotán con este ñato?… ¡Música, maestro!… «¡Che, papuso, oí!…»

Ramón dibujó en la tierra un compás quebrado y a su pesar Jorgelina admiró la segura desfachatez del porteño, su insolencia perturbadora y excitante. El corazón parecía desbordarle en el pecho: la visión de un mundo desconocido se descorría en su imaginación, noches llenas de luces, vestidos deslumbrantes, calles interminables donde resplandecían las vidrieras y los escaparates con todas las joyas y los perfumes que ella sólo había vislumbrado en revistas amarillentas, olvidadas por los viajeros en los hoteles de Comodoro. Sí; existía ese mundo maravilloso más allá de los bosques y las mesetas del frío. Hombres refinados que ponían a los pies de la hermosura y el amor todo su poderío, y cuartos donde los muebles eran como personajes cargados de esplendor. Placeres desconocidos y quizá también la muerte…

– ¿No te gusta el tango? -insistía Ramón, desnudándola con los ojos-. Con esa figura percha y un poco de revoque, le pasarías el trapo al más bacán; camba, pierna, ¿me entendés?… Vos los laburarías un cacho y yo me encargaría del resto… ¡Qué vida, morocha! Al jailaife en la buseca y, ¡dale fierro! -repentinamente, con tornadizo humor, Ramón abandonó su actitud petulante-. Pero, ¡claro! Vos te crees la dueña del mundo… No: escúchame; estás hundida en un agujero verde, lleno de gusanos locos, ¡yo sé lo que te digo!… Queda poco tiempo y tenes una buena oportunidad; yo soy tu oportunidad, aprovéchala… Nos arreglamos los dos, lo trabajo a tu cuñado, y ¡chau!…

Jorgelina escuchaba a Ramón, atrapada y confundida, no tanto por el sentido de sus palabras

sino por el original lenguaje del porteño; aquella curiosa mezcla de truhanería y sagacidad, desfigurada por los vocablos para ella desconocidos, le producían una especie de mareo casi físico.

Sin embargo, con idéntica fuerza crecía en ella la obstinada reacción; ella defendería el confuso imperio conquistado por lo mismo que intuía la precariedad de su estructura. Señalando en dirección del aserradero, mordió casi su réplica:

– Si no volvés allá en seguida, lo haré yo y te vas a arrepentir hasta de haber nacido… Si fueras capaz de tantas cosas no estarías aquí, limosneando un salario como cualquier peón, menos todavía que ellos, que se lo ganan sudando… En cuanto a don Luciano, por más borracho que sea no se juntaría nunca con vos, él…

Jorgelina se interrumpió: un último escrúpulo la había impelido, aun frente a Videla, a ocultar la verdadera identidad del coronel. Sospechaba que mantener aquel secreto era una condición necesaria para impedir ignoradas catástrofes.

Ramón vacilaba: sentía impulsos de saltar sobre la muchacha y destrozar aquellos labios que herían su orgullo de malevo. Después apretó los suyos y exhaló su rencoroso desahogo:

– Sos una reíta… ¡y éste es tu quilombo! ¡Que te aproveche, fulana…!

Estirado sobre la cama revuelta, el Siútico permanecía con los ojos muy abiertos, fijamente clavados en la bombilla eléctrica que colgaba pendiendo de su propio cable en el centro de la pieza. A su alrededor reinaba el desorden y en el aire flotaba un olor pesado de encierro, prendas sucias y alimentos descompuestos. La bombilla oscilaba y la claridad se abalanzaba rítmicamente sobre el rostro taraceado de arrugas del hombrecillo, pero, a su vez, las mejillas enjutas se bañaban con la luz amarillenta que despedían dos velas colocadas en las mesitas laterales. Si al cuerpo inmóvil y al rostro desmedrado no los estremeciera por instantes un convulsivo temblor, hubiérase confundido con un cadáver solitario velado por fantasmas.

Pero Artemio Suquía, aunque vivo, yacía asistido por fantasmas.

Creía tener reservado para él, con fijación de iluminado, consumar la proeza de humillar al invulnerable coronel. El fantástico pensamiento, como un clavo punzante hundido en su cerebro, alimentaba sus alucinaciones.

Hasta entonces se había entregado infructuosamente a extrañas invocaciones intentando acercarse a los fantasmas que poblaban su mente. Constituido en el vindicador de Marta Montoya y de su hijo, necesitaba para cumplir su misión nutrirse con una certidumbre para él inapresable. Por eso perseguía las imágenes muertas, que se diluían, extraviándolo por tenebrosos laberintos donde flotaba la niebla y la vida y la muerte palpitaban entrelazadas. Sin cesar lo atormentaba la presencia de Montoya, el ser fabuloso cuya existencia debía agotar en beneficio de sus víctimas. El temido y reverenciado y odiado señor Montoya debía ser aniquilado para recobrar a la amada señora y al tembloroso niño.

Una ilusoria teoría de agravios (verdaderos o inventados), ritos, plegarias, atavismos, blasfemias, supersticiones, exorcismos, relámpagos de sabiduría, amor, envidia, celos; todo lo que su mente había acumulado de furor, idolatría y fanatismo fueron convocados por su voluntad trastornada para justificar su propósito, pero la misma desmesura de sus pensamientos amenazaban ahora con estallar arrastrándolo a su propia destrucción. Ya no distinguía lo real de lo soñado; el laberinto se multiplicaba a cada palpitación de su sangre emponzoñada, la confusión crecía, su cerebro vacilaba. Debía ser puro por lo mismo que Montoya era impuro; debía destruirlo por lo mismo que lo reverenciaba; debía recordar intensamente a Marta Montoya y Raulito Montoya, puesto que «él» los había olvidado; debía, paciente y reiteradamente, asumir aquel poder y aquella voluntad para alcanzar el cielo negado a Montoya; debía vengar la inexorable dignidad de Marta y también su propia degradación.

Fue para acatar el absurdo mandato que había despojado al febriciente coronel del arma, el dinero y el vehículo: ellos, en una forma material y concreta representaban la capacidad para la violencia, el vicio y el movimiento.

Y sucedía que él, Artemio Suquía, el Siútico, había tejido una trama diabólica y paciente donde el poder, la fuerza y la velocidad podían y debían ser derrotados y abolidos por la astucia inmóvil, por el lento y sutil trabajo de la malla de hilos pegajosos donde cualquier esfuerzo resultaba agotador e inútil… ¡Ah, y cómo aborrecía él la prepotente materialidad del coronel!

El poseía ahora algo del fuego robado al dios, pero todavía, por una suerte de reverente temor, evitaba ensayar el ejercicio de su potencia. Entonces: ¿hacia dónde volverse?; ¿a quién pedir una decisión que él ignoraba?; ¿por qué lastimaba a sus ojos la luz de la vida generosamente dispensada a Luciano Montoya?; ¿tendría todavía ahora (solitario y vencedor), que arrastrarse subyugado por el recuerdo de su patrón?; ¿por qué ella demoraba su mensaje y escondía su fulminación?

Pero aun consumido por ceremonias alucinantes, el cielo o el infierno permanecieron mudos; todo era silencio, soledad y desesperación.

Y entonces, un desconocido, desplomando su embriaguez sobre la sucia mesa de un boliche del pueblo, había enviado la señal largamente esperada. Con referencias incoherentes había mencionado los bosques, un aserradero en la montaña, una actividad secreta y la presencia de un tal Montoya. La revelación fue oída por los gendarmes y negligentemente interpretada; escuchada por jornaleros taimados y alguna vez cómplices de iguales empresas. Sólo para el Siútico fue clara su significación: el ímpetu de Montoya se había detenido, el último acto del drama debía consumarse…

«¡Ah, mi señora Marta, la hora ha llegado!… Es preciso que yo reciba su mensaje… Es preciso que él no concluya victorioso esta dura jornada… Todo debe serle revelado antes de que muera; los actos monstruosos, el escarnio, la rabia… Debe ser denigrado y escarnecido hasta que su alma estalle como la nuestra. Bórreme usted el último rasgo de amor o de piedad… Muero con él, ¿comprende mi señora?; muero con él a cada instante… Presiento sus dudas y su tormento y también sé que me espera. Mi alma es potente, pero mi brazo desfallece sin su ayuda… ¡Oh, tinieblas infernales, cómo esconden el rostro de mi señora!… He gritado su nombre por los desolados territorios de la memoria; he suplicado por la señal que guiará mis pasos hasta la derrota de su enemigo: yo estoy pronto, pero mi ánimo flaquea todavía…»

En el universo creado por su desvarío, los fantasmas concluían por rodear al Siútico, y entonces él se aislaba en su cuarto, se encerraba con ellos, en una atmósfera depresiva, asfixiante, que él pretendía favorable y allí permanecía yacente, esperando recibir la energía que le faltaba a través de la imagen evocada de Marta Montoya: creía ver rostros, escenas; creía escuchar los febriles gritos, las imprecaciones del coronel, sus accesos de furor; oía músicas extrañas y el viento en la estancia sureña, el rumor de las calles recorridas con la familia en Buenos Aires y el heterogéneo mundo donde él había sido testigo y juzgador silencioso. Pero por más que indagaba en el convulso desfile, la imagen de la señora le era negada. La locura de amor y repulsión infeccionaba su mente perdía la noción del tiempo; las pasiones crecían en su alma poco a poco como un tejido venenoso.

La claridad del día se filtraba en el cuarto cerrado, palidecía el fulgor de la lamparilla eléctrica; las velas se habían consumido y la estearina derretida formaba chorreras gris-amarillentas sobre la madera.

Afuera alguien cuchicheaba o rezongaba ante la puerta cerrada. Luego golpearon sobre ella llamándolo y por fin entraban en la pieza.

El dueño del hotel y la sirvienta observaron sobresaltados el espectáculo que se les ofrecía. Al acercarse a la cama contemplaron el rostro cuyas arrugas parecían no tener edad. Los ojos del Siútico permanecían abiertos, pero él no los veía.

– ¿Estará muerto? -preguntó asustada la mujer.

El hotelero meneó la cabeza.

– No lo creo -respondió-; pero que está loco de remate, sí lo creo -palmeó las mejillas apergaminadas-; ¡eh, despierte!…

Un enigmática mueca, una conjeturable sonrisa animó vagamente el pálido rostro. En el último instante antes de su desmayo, la visión de Marta Montoya se había hecho presente.

Luchando contra su temor, la mujer ensayó el ademán de levantar la cabeza del Siútico.

– ¡No, no lo toque! -exigió el hotelero, sujetándola.

– ¿Por qué? -quiso saber ella, secretamente aliviada.

– Me repugna… No sé por qué, pero no puedo soportarlo. Parece un mono arrugado… ¡Hay que ver los tipos que vienen por aquí! Será mejor avisar al doctor. Estoy seguro que hace días que no ha comido nada… y, además, se pasa todo el tiempo encerrado… ¡Vea qué desorden! ¡Las velas!… ¿Qué significan esas velas?

La aprensión se convertía en terror supersticioso. En silencio retrocedieron hasta la puerta entreabierta.

– ¡Apúrese, llame al médico! -ordenó roncamente el hombre.

Antes de que el hotelero concluyera la frase ya la sirvienta corría hasta la calle.

«¡Ese maniático…!», murmuró él, cuando, luego de cerrar la puerta a sus espaldas, regresaba al salón. «Si vuelve en sí, lo echo… ¡No lo soporto más! O está loco o tiene alguna enfermedad vergonzosa…, por las dudas voy a avisar a los gendarmes…, aquí pasa algo raro.»

Antes de salir se bebió un trago de caña y, convenciéndose a sí mismo que debía dar parte a las autoridades, se apresuró a abandonar la casa. Detrás de él quedaba flotando el miedo.

El médico, el hotelero y la sirvienta regresaron simultáneamente, pero cuando penetraron en el cuarto del Siútico, encontraron la cama vacía. El Siútico había desaparecido llevándose la camioneta. Contrastando con la lúgubre escenografía, sobre la mesa de luz se desparramaban algunos billetes. El hotelero pensó, recontándolos aliviado, que, después de todo, el Mono Arrugado se había despedido generosamente.

Por su parte la gendarmería no disponía de un vehículo para perseguir a. fantasmas o locos.

– Vamos a poner las cosas en claro -dijo el sargento mirando severamente a los dos gendarmes que componían la patrulla-. Esto no es un paseo… si descubrimos por el Boquete un aserradero clandestino, habrá que cuidarse de las balas. Ahora, monten, y en marcha…

Como tenían que eludir el mallín, abandonaron el camino del lago y empezaron a repechar las laderas del monte. Desde el Oeste se levantaba una pequeña columna de humo.

– ¡Y que sea justamente en domingo! -rezongó el más joven de los soldados.

Poco a poco, los mejores hacheros contratados por los Fichel habían cobrado los pesos duramente ganados y, uno a uno, recelosos y alerta, partieron cargando sus hachas y enseres. Cruzaban la frontera y se escurrían hacia los pueblos del Oeste en procura de sus hogares, de sus mujeres y de sus hijos, o simplemente en busca de una vinería donde aliviar su carga de tristeza y brutalidad.

La actividad se había concentrado alrededor de la sierra y el transporte; no podían cargar troncos enteros por las dificultades que presentaba el sendero hasta llegar al Hito Pirehueico (lugar de agua y nieve). Allí se impacientaban los dos primos contando los días que faltaban para marcharse ellos también y cerrar aquel magnífico negocio. Se felicitaban por la perfecta organización. Ni siquiera el más optimista de ellos hubiera soñado con una ganancia tan generosa y sin riesgos de ninguna clase.

– ¿Te das cuenta, Otto? -argumentaba Max, rebosando satisfacción-, con capital, buena paga y método, hemos logrado obtener una fortuna. Dentro de pocos días estaremos en Valdivia; luego al barco y, Auf Wiedersehen!

Otto agitó sus manos regordetas y chasqueó los labios.

– ¡Ojalá sea pronto, primo!… De noche sueño con Hamburgo, Bremen, Berlín; ¡ah, volver a la patria!

Max contempló a su primo con asombro.

– Pero, querido… ¿Tú piensas en ir allá, justamente ahora?

En la tarde del domingo, el aserradero clandestino dormita ocio. Como llamaradas verdes, estridentes cotorras asedian los ciruelillos que adornan un rincón del arroyo Boquete. En la hondura del bosque, pájaros carpinteros de penacho carmesí y plumaje enlutado, guarnecen el silencio con clavos sonoros. Bajo un cielo celeste zozobra una nube lechosa. Un perfecto silencio de cristal opalizado penetra en la montaña…

Ahítos de asado de capón y vino negro, los bravos de Videla se amodorraban en la galería, protegiendo con desgana la puerta tras la cual el capataz y Jorgelina dormitaban abrazados.

Camperutti se había quitado las botas y las medias y se hurgaba los dedos de los pies, atacados por un eccema irreductible. Un olor ácido y desagradable exhalaban las medias sucias y los pies del italiano.

Apoyando su espalda en la pared de madera, sentado en la tierra grumosa de la galería, Jones parecía adormecerse, pero sus ojos desvaídos se clavaban en un punto impreciso ubicado en el techado de la cocina. Ramón eructaba, somnoliento y achispado. Ansiaba un cigarrillo, pero ya no le quedaba ni un pucho.

El descanso, el estómago lleno y la proximidad del macho y la hembra, lo sumergía en oscuros pensamientos. Con una ramita seca, casi inconscientemente, dibujó en el piso de tierra un sexo de mujer, deforme e impreciso. Podía confundirse con un gran ojo vertical. Para definirlo le añadió el contorno de las caderas. Se abstrajo, fascinado, con los labios flojos y la boca entreabierta, de la que fluía un delgado hilo de saliva, contemplando las incisiones sobre la tierra opaca. Irritado clavó la ramita en el centro del sexo, con lentitud morbosa.

«¡La gran puta…, qué ganas tengo…!», pensó, súbitamente enardecido. Quebró la ramita y borró con rabia la tosca imagen con la mano. No. La tierra no se parecía a la piel de una mujer. Estiró las piernas acalambradas.

Por el claro venía Gerónimo, afectando un aire socarrón que tornaba ridícula su amenguada corpulencia.

… Por encima del bosque y las montañas, casi vertical, el sol baña de luz y calor el aire purísimo. Al tocar los hilillos de agua de los afluentes del Boquete los enciende, y la transparencia, como un móvil espejo, salta entre las piedras destellando, fracturándose, hasta perderse bajo la sombra húmeda de la lenga achaparrada. Ahora ya no es agua sino peces de luz los que bajan al lago…

Alertado, Ramón se llevó el índice a los labios. Un sucio pensamiento lo despabiló.

– ¡Chist!… Despacio; el patrón duerme…

La cabezota desgreñada del hachero parecía una calabaza hendida por un tajo sonriente.

– Tengo que arreglar la despensa -explicó-. He de tener todo listo para mañana.

Seguido por la mirada burlona del porteño, Gerónimo cruzó la galería y se metió en el depósito. Por la puerta entreabierta lo veía moverse lentamente de un lado para otro. A veces quedaba oculto y Ramón lo imaginaba realizando un trabajo inútil, pues poco había allí que ordenar. Pero el «Loco Manso» los había acostumbrado a su presencia patética y su obsesión los arrastraba a un mundo mágico, donde podían olvidar la ansiedad.

«¡Que labure si quiere…!», pensó Ramón, mirando con fastidio a sus compañeros. Camperutti hacía jugar los músculos de los dedos de los pies para abrirlos y recibir la frescura del aire en las zonas enfermas.

«Este asqueroso nos va infestar a todos», siguió cavilando Ramón. Olvidó a Gerónimo hasta que su sombra estuvo encima de él.

El Chilenazo salió del depósito. Ninguno de los matones lo había visto esconder bajo las ropas el filoso machete que guardaba entre las herramientas. Su sonrisa de idiota florecía como una mueca trágica. Un moscardón irreal zumbaba en sus oídos. Por la frente le corría un sudor maloliente. La hoja del machete le hería el muslo y el mango se le incrustaba en la barriga. Se arrimó a la puerta de la pieza del capataz. Por una hendidura espió el interior. Jones empezó a enderezarse. Camperutti encogió las piernas.

– ¡Saca la jeta de la puerta…! -silbó Ramón.

– Oigan… ¿dónde está mi mujer?

– ¡Dale con lo mismo! -masculló Ramón-. ¿No lo sabes? Con el patrón, pues…

– ¿Y qué hacemos nosotros? -tartajeó el hachero.

– ¡Accidente! -rezongó Camperutti.

– Mira que sos tarado, Chilenazo: ¿todavía querés encamarte con ella? -dijo Ramón. (¡Oh, esa maldita idea de la hembra en brazos del otro!)

– …Ya lo están… -estaba explicando Gerónimo.

Los tres hombres rodearon al idiota.

– Te gustaría ocupar su sitio, ¿no? -dijo Ramón.

– Ándate -ordenó Jones; también él se contagiaba.

Gerónimo los miró de frente. El tiempo de la ira crecía en el domingo. Señaló al italiano.

– No sirvo…, me reventaron, gringo, ¿te acordás? Pero; ¡vengan!… están juntos…, vengan…

Era una situación grotesca. Tres rudos hombrones, acaudillados por un idiota, espiando el amor ajeno. Crecían el deseo y la ira. Camperutti estaba lívido. Ramón se tocaba lascivamente el vientre. Jones resoplaba como un buey empantanado. Enredados, contagiados, se agrupaban como bestezuelas implacables…

… En la tarde sosegada, ligeros soplos de brisa impulsan los filamentos vegetales verde pálido que cuelgan de las ramas de las lengas decrépitos como barbas de ancianos fantasmales.

Flota en el aire el polvo amarillento de la madera carcomida y la luz del sol resbala enfermiza… Un viento suave y fresco llega ahora desde los últimos cañadones. La nube solitaria se ha quebrado y arrastra un cortejo que rodea al sol como una corona ingrávida. En la cumbre de un cerro, un águila planea majestuosamente dibujando una red invisible… El viento se adormece entre los cañaverales…

Antes de que pudieran darse cuenta de nada, Gerónimo aplastó la puerta con el hombro y por el hueco escapó un tufo caliente de alcoba. En la cama Videla empujó el cuerpo de Jorgelina hacia un costado. La muchacha mostró los senos breves y redondeados y la comba suave del regazo moreno. Los dos estaban desnudos. El capataz manoteó el revolver.

– ¡Lindo, patrón! De veras sos un macho.

– ¡Ándate Gerónimo… Te van a matar! -gritó Jorgelina aterrada.

Pero el Chilenazo no les dio tiempo: un balazo apurado del capataz se aplastó contra su brazo derecho. Muerte contra muerte. Como clavar el hacha en los tacos del raulí.

El primer machetazo de Gerónimo fue algo prodigioso. Una fuerza increíble. Goliat irracional dominado por la furia. (Nada envilece o exalta simultáneamente tanto como el odio y la venganza consumada.) Una cuchillada que parecía descender desde el techo o el infierno con la potencia de un cañonazo partió en dos el velludo pecho de Videla. No vivió un segundo más. El había abierto las fauces de la ira y la ira bramaba ahora sobre su lecho; lo aplastaba tan fácilmente como la suela de una bota tritura el cuerpo peludo y fofo de una araña.

La habitación era chica para contener tanta locura…

…En un recodo del arroyo Boquete, donde el agua, remansada, se interna en el mallín, un espejo líquido refleja la inmovilidad rosada de una pareja de garzas. Con tranquila elegancia arquean los largos cuellos y abren sus alas, esponjando el plumaje. Luego tornan a ensimismarse mientras la luz resbala sobre ellas y enciende sus colores ingrávidos…

El siniestro brazo del hachero, prolongado en la hoja sangrienta segó la cabeza de Ramón con tal violencia que el cuerpo avanzó hasta el borde de la cama y cayó lanzando chorros de sangre,

– ¡Ya no vas a pegarle a ninguno, basura! ¡Anda…, bésale las tripas a tu patrón!…

A Camperutti le temblaba el revólver en la mano y su dedo se negaba a oprimir el gatillo.

– ¡Perdóname, Gerónimo!… No voy a tirar… Amico…, amico!, oh, madonna! -gimió, sintiéndose ya traspasado.

Abrió los brazos y se fue derechito al matadero.

– ¡No podes m…! ¡Nadie puede conmigo,…! ¡Mira, gringo, lo que hago con vos!

La cuchillada le penetró por el pubis y el italiano caminó por la hoja como a horcajadas de un filo.

Gerónimo saboreaba una curiosa sensación de potencia.

«¡Lástima que sean tan chiquitos!», pensaba, mientras arqueaba el brazo para traer el machete a su costado. Como demorase levantó el pie y empujó hacia atrás a su víctima.

Únicamente Jones conservaba el aplomo y sin apuro descargó cinco balas en el cuerpo del hachero. ¡Inútil!: era lo mismo que tirarle al agua, a la madera, o al aire. Las balas se alojaban en el enorme cuerpo igual que en un estuche de carne. Jones vio llegar su muerte y le tiró el revólver a la cara; tenía poca sangre y apenas gorgoteó un poco en el fondo de la garganta; después se quedó quieto para siempre.

– ¡Loco maldito! ¿Qué has hecho? -gritaba Jorgelina.

Gerónimo tardó en responder. Miraba a los caídos, los veía estremecerse y una vaga sonrisa, casi amistosa y juguetona, le iluminaba el rostro.

…Ahora no se siente el olor de la sangre, pero tampoco se escuchan ya el lejano cotorreo ni el estampido del carpintero del copete escarlata. Los patos que sobrevuelan el mallín han enmudecido, el palomo no arrulla en los calveros y las garzas se han inmovilizado con las alas abiertas, en una demorada interrogación. Las bandurrias permanecen con sus largos picos a flor de agua. El sol encandila de tan puro y levanta fabulosas minas de esmeraldas sobre la superficie del lago. Gritos, estridencias, graznidos, cantos, parpeos, arrullos, silbidos, todas las voces animales del bosque, el lago y el pantano han dejado de oírse, porque sólo resuena ahora la voz de la muerte. Dentro de unos instantes el incesante movimiento de los seres vivientes habrá de recomenzar…

– ¿No lo ves? Estaban podridos y han muerto… Todos estamos podridos. Ángela, ¡vos también estás podrida!… Ahora todos vamos a morir.

– ¡Yo no quiero morir, perro! Y tampoco soy Ángela… ¡No soy tu mujer!… Los dos comían de la mano de Videla y lo has matado!

Gerónimo comenzaba a respirar a tirones. El plomo entre su carne le estaba vaciando las venas.

La furia aullaba todavía, pero a cada pulsación de la sangre se alejaba un poco.

– Sí, ya sé, Ángela -Gerónimo repetía el nombre de su mujer tozudamente-. Los dos comíamos de su mano igual que los perros… Ellos me estropearon, no ningún árbol. Les di todo para cobrarme todo. Yo los mido con mi regla chilena y ¡mirá qué poco alcanzan!… ¡Botémonos ahora donde nadie te insulte!

Afuera se oían gritos y llamadas. El Chilenazo se tambaleó un poco, se puso a escuchar y de pronto, revoleando cobijas, con un manotón desesperado, tomó a Jorgelina de la pequeña cintura y sin atender sus gritos corrió afuera.

Recién entonces Jorgelina comprendió que por alguna razón desconocida, el destino la había abandonado en el vértice de una tempestad y el miedo le dio fuerzas para gritar. Su voz, agudizada por el aire diáfano, fue escuchada por Montoya y María. Los dos habían salido de la cabaña al escuchar los primeros disparos y mientras el coronel concluía de vestirse y tomar el machete, María, acuciada por presentimientos atroces, gritaba el nombre de Jorgelina.

Burlándose de la angustia de morirse allí mismo, Gerónimo se metió en el declive del arroyo que llevaba al lago. Cuando alcanzó los montecillos de chilco y espino negro, ya resultaba imprecisa la visión del blanco desnudo de Jorgelina o el moreno ensangrentado de Gerónimo; todos los colores se amontonaban en desordenada confusión; el de sus cuerpos que escandalizaba a la pureza del sol, el de la blancura apétala de las flores del espino, el de las colgantes lágrimas rojas y vinosas del chilco…

En el borde del arroyo, un peón armado con una carabina tomada del cuarto del capataz, ensayaba su puntería sobre la figura que huía, pero la imagen de la sangre y del cuerpo desnudo de la muchacha, entrevisto apenas, ponían un velo rojo a su frente. (¡Colores, colores…; verdes, rojos, azules, amarillos, pardos… y otra vez verdes, rojos, azules, amarillos y pardos…!)

¡Pobre Chilenazo!… Al llegar al Lolog, andaba casi de rodillas. Miraba al agua y después al cielo, donde el sol lo vigilaba, como un gran ojo acusador y triste, esperando que se decidiera a consumar cabalmente los infinitos tiempos de la ofensa, la humillación y la ira y pagar su precio. No veía la desnudez cálida y nerviosa de Jorgelina, mal cubierta por la manta enganchada en la fuga, porque «era» su mujer y él sentía ya la muerte en su boca sangrante.

Por fin el tirador acertó: el plomo, de los grandes, le dio justo debajo del omóplato izquierdo, a la altura de la quinta costilla y allí acabó su gloria y su martirio. Aferrándose a la cintura de Jorgelina, se lanzó al agua, pero llegó muerto…

– ¡Por tu vida, María, enciérrate y no abras hasta que vuelva! -urgió Montoya, empujando a su mujer.

Desoyendo el tropel de súplicas, corrió hacia el campamento.

Algunos peones, sacudiendo de sus párpados el sopor de la siesta, se atropellaban delante de la puerta de la pieza de Videla.

– ¿Qué pasó…, qué pasó?

– ¡ El Gerónimo! -dijo uno-. Los acuchilló a los cuatro él sólito…; por allí escapa todavía y se lleva a su cuñada…

Excitados por el olor de la sangre y el macabro espectáculo, la peonada se metía en los cuartos y el instinto de la rapiña los envolvía: uno tomó un revólver, lo examinó, apuntó al techo, oprimió el gatillo y la explosión rompió las compuertas de la razón. Las manos ávidas, manchándose con la sangre de los cuerpos todavía calientes y estremecidos, se engarfiaron sobre las armas, los cinturones con bolsillos, los adornos de oro, el reloj de Videla; después, animándose recíprocamente, hicieron saltar las puertas de los armarios, invadieron toda la casa, hurgando, destruyendo, arrebatando botellas, herramientas, alimentos. Una ola de locura los recorrió, mientras vomitaban insultos y amenazas, procurando obtener el mayor provecho de aquella herencia que la muerte había declarado vacante y mientras Montoya, cruzando a la carrera la escena del crimen, se lanzaba detrás del fugitivo. Nadie se ocupó de él porque el vino y la caña empezaban ya a hacer sus efectos.

Guiándose por los secos disparos de la carabina, Montoya corrió hasta el arroyo y alcanzó a observar la figura del hombre apuntando una y otra vez; gritó con rabia, pero su grito se confundió en el desorden que dejaba atrás. Una enorme fatiga parecía pesarle en el pecho y poner grilletes a sus pies; tropezó con las piedras y rodó por el declive donde las raíces de los árboles salían a la superficie como tendones de un gigante sepultado. Volvió a correr y al fin se encontró a espaldas del individuo en el preciso instante en que su último disparo abatía al Chilenazo.

Al sentirse golpeado en el hombro, el peón se volvió hacia Montoya mostrando una sonrisa estúpida en su cara torva.

– Ya terminó, don Luciano…, total, iba muriéndose…

– ¡Bestia carnicera! -rugió Montoya-. ¿Qué mal te hizo?

El otro bizqueó intimidado sin entender el reproche. La barba renegrida exaltaba el fulgor asesino de sus ojos. Presintiendo un ataque levantó el arma. Montoya se lanzó contra él y con una fuerza multiplicada por el furor, alcanzó a tomar el caliente cañón de la carabina y antes que el agresor intentara tirar de ella se la arrebató.

Jadeantes permanecieron los dos estudiándose: brillaba la locura y el miedo en los ojos del peón y la ira en el descompuesto rostro del coronel. De pronto el asesino lanzó un alarido y escapó.

Libre de su obstáculo, Montoya golpeó el arma contra un tronco de lenga hasta quebrarla. Sin munición a él de poco iba a servirle. Miró la superficie tersa del lago. Allí abajo una mancha roja se ensanchaba en el lugar donde el cuerpo de Gerónimo emergía y se hundía desangrándose. La transparencia agrandaba el cuerpo sin vida y la silueta desnuda de Jorgelina agitando los brazos con desesperación. Como una bandera oscura la manta que la había cubierto flotaba cerca.

En el borde de la barranca Montoya gritó todavía para advertir a la muchacha y se zambulló de cabeza en el lago. En el fondo el lecho de piedras pareció rozarlo, pero al fin volvió a la superficie tosiendo al escupir el líquido helado que había tragado. Vio al Chilenazo hundirse definitivamente, arrojando chorros de sangre espesa por los agujeros de su cuerpo y sintió en la boca el gusto atroz del agua sanguinolenta. Cerca de él Jorgelina se abandonaba desfallecida a la atracción del abismo.

Arrastró el cuerpo exánime hacia la orilla. Los pocos metros se le antojaron leguas infinitas. La extremadamente baja temperatura del agua lo entumecía con rapidez y el cansancio entorpecía sus brazadas. Respiró con ansia y de pronto sintió que sus pies tocaban las piedras del fondo.

Se desplomó agotado sobre el estrecho borde del lago. A dos metros la barranca mostraba su carne de tierra, piedras y raíces. Jorgelina, con la boca entreabierta, yacía como muerta. Uno de sus brazos se aplastaba contra la gruesa arena oprimido por el peso del coronel.

Con un esfuerzo doloroso él se puso de rodillas y respiró largamente, extrañándose de continuar aún con vida. Al arrojarse al lago había olvidado que uno de los pocos deportes que nunca había aceptado era el de la natación; nadaba poco y mal.

Siempre había protestado que semejante ejercicio correspondía a los peces y ahora se asombraba de haber sobrevivido. Cuando miró de nuevo a Jorgelina, su inmovilidad lo alarmó. Sin preocuparse por el cuerpo juvenil que ofrendaba su inerte turbación, practicó con ella movimientos respiratorios confusamente recordados. Pero la cara de Jorgelina se cubría de un velo violáceo y perdía calor rápidamente.

Montoya luchó con denuedo para devolver a la vida aquel cuerpo exangüe; llegó un momento en que sus propios brazos cayeron sin fuerzas y su cerebro amenazó estallar por la tensión nerviosa a que lo sometía. Ya ni sabía exactamente qué estaba haciendo y si servía de algo el hacerlo, pero persistía, con obstinación mezclada de rabia y angustia. Nebulosamente pensaba en María clamando por su hermana: ¿acaso acabaría llevándole un cadáver para calmar su pena? Montado a horcajadas sobre el cuerpo de Jorgelina, con las ropas chorreando agua helada, no alcanzaba a sentir cómo el fino cuerpo volvía a ser invadido por la vida, hasta que de pronto el estómago duramente comprimido se contrajo, el pecho se irguió recorrido por punzadas dolorosas y con un gemido agónico, Jorgelina comenzó a vomitar… Después abrió los ojos, se quejó débilmente, contempló la figura borrosa de Montoya y sintió su cuerpo aprisionándola sin violencia; reconstruyó los fragmentos de su mundo asaltado por la locura y la muerte y lloró, lloró como si un río de lágrimas le creciera en el pecho que volvía a respirar. Poco a poco sus mejillas se tiñeron de color y la sangre saltó del corazón con recobrado ritmo para recorrer sus venas y aclarar su conciencia. Entonces advirtió su total desnudez y se sintió desamparada y triste.

– Tienes que intentar otro esfuerzo, muchacha -le dijo Montoya eludiendo la visión indefensa-. Haremos un rodeo porque el campamento se ha convertido en un infierno… ¿Puedes caminar? Toma: anúdate a la cintura mi camisa; está mojada, pero algo es algo… Dame la mano y vámonos.

Por los alrededores del campamento, la peonada, ebria y descontrolada, se entregaba a todos los excesos. Algunos se arrastraban apuñalados por sus propios compañeros, en la lucha por despojarse mutuamente los objetos robados en la casa. Despechados por no encontrar el dinero que creían en poder de Videla, vagaban indecisos y recelosos. Alguien había arrojado fuego contra los muebles y las llamas comenzaban a alzarse sin que ninguno pareciese siquiera darse cuenta.

Montoya veía a través de los árboles las siluetas vacilantes y obligaba a Jorgelina a ocultarse detrás de las matas. Sin embargo la vieron y la exclamación del peón atrajo a dos o tres tan ebrios como él.

Entonces Montoya apretó sin piedad la mano de la muchacha y le exigió toda su desfallecida energía para alcanzar su cabaña. Corrieron los dos, enganchándose con las ramas bajas, desgarrándose la piel de los brazos y las piernas contra las espinas de los arbustos. Jorgelina era quien más padecía, pues herían sus pies descalzos las piedras filosas y las ramas caídas, las bayas y las mil agujas del suelo. Sus hombros enrojecían y el cabello mojado le tapaba a veces los ojos, pero estaba tan aterrada que se dejaba arrastrar sin tener conciencia exacta de sus pasos.

Un grupo de peones se convocaba en la linde del campamento en llamas; señalaban en dirección de la cabaña de Montoya, se incitaban con lascivas evocaciones a la desnuda imagen de Jorgelina y se prometían placeres largamente postergados.

– ¡María…, María! -gritó Montoya al acercarse a la casita-, vengo con Jorgelina… ¡ábreme!

Penetraron y al instante Jorgelina se desplomaba en los brazos de su hermana. Montoya atrancó la puerta y después, tambaleándose extenuado, se derrumbó en la cama.

– Un minuto más y reviento… -dijo, tomándose la cabeza con las manos-. Atiéndanme las dos: no tardarán esos forajidos en emprenderla contra nosotros; no podemos perder tiempo con lágrimas, hay que salir de aquí cuanto antes.

Buscó en un rincón la última botella de whisky y bebió con avidez. El líquido atravesó su garganta como un río de fuego y le devolvió algo de la perdida energía, pero sentía que el frío atenazaba sus miembros agotados. La antigua náusea volvió a repetirse. Cuando empezaba a quitarse las botas empapadas, tuvo un mareo y cayó de rodillas sobre el piso.

– ¡Luciano! -exclamó María, reparando en el estado del coronel-. ¿Qué tenes, decime?… Deja que te ayude… Pero, ¡estás ardiendo de fiebre!

– Ya pasará, no te preocupes -protestó él. Sin embargo se dejó desnudar y frotar y vestir, mientras oleadas de frío y calor lo recorrían. Las pequeñas heridas producidas por las espinas latían como si por ellas se abrieran paso sus más delicadas raíces nerviosas-. Tenemos que irnos -rezongaba tercamente, pero continuaba postrado, sin entender claramente qué sucedía a su alrededor.

Jorgelina, recuperada ya, y María se atareaban tratando de reanimar aquel cuerpo vencido.

– Ya empezamos de nuevo -se quejó amargamente Jorgelina-. Cada vez que estamos en apuros, él se enferma…

– ¿Pero vos tenes corazón o una piedra en el pecho? -la interrogó su hermana, negándose a admitir lo que oía-. El se ha jugado la vida como todo un hombre para salvarte… Está ahí comido por la fiebre, muriéndose tal vez y tenes el coraje… ¡Oh Dios, qué mala eres!

– Sí, claro, querida hermana…, él es el gran salvador: ayudó a vivir a ese bruto de Gerónimo y mira la barbaridad que hizo. Ahora Videla ha muerto sin poder defenderse., porque estaba conmigo, ¿entendés?… Yo era su mujer y lo quería: todo era mío y lo he perdido… ¿de quién debo tener lástima sino de mí misma? ¿Para qué me sacó del lago?… ¿para qué? Ahí afuera están todos ésos esperando como perros para despedazarnos… ¿para qué me salvó?…

Estaban en efecto pugnando por entrar. Se escuchaban sus voces roncas profiriendo obscenas invitaciones a las mujeres. Se podía adivinar sus conciliábulos siniestros y las lúbricas incitaciones. Una botella vacía fue a estrellarse contra la pared y la siguieron golpes sordos contra la puerta. Después resonó un balazo y el griterío de los borrachos aumentó la confusión.

Sacudido por ramalazos de fiebre, Montoya luchaba desesperadamente por salir del caos. No sabía si la creciente oscuridad era la noche que nacía o su cerebro que vacilaba. Le parecía deslizarse en círculos hacia un abismo vertiginoso.

Presa de un terror ciego, Jorgelina insistía:

– No podemos quedarnos… Salgamos y tal vez nos escuchen.

– Es imposible, hermana…, compréndelo. Vos lo dijiste antes: ¿tenes una idea de lo que esa gente es capaz de hacer con nosotras? Llevan meses sin otra cosa que trabajo duro y mala comida… Ya no hay nada ni nadie que los detenga… Ayudemos a Luciano; él nos sacará de aquí…

Pero Luciano deliraba:

– Esto se termina, María. Asunto concluido… No más…

Atormentada por aquella queja resignada, María se apretaba las sienes forzando a su cerebro a pensar con claridad. De improviso recordó algo y se precipitó a revolver sus escasas pertenencias, exclamando:

– ¡ Creo que quedaron algunos remedios!… ¡ Ayúdame Virgen Santísima a encontrarlos! Jorgelina; por ahí hay una botella de agua, ¡dámela!

Encontró las píldoras preparadas por el farmacéutico de San Martín de los Andes: podían o no ser eficaces, pero María no titubeó en aferrarse a aquella insignificante esperanza y sosteniendo la cabeza del coronel le hizo tragar un par de ellas. Al rato la respiración del enfermo se fue normalizando y a su mirada vidriosa volvió un destello de inteligencia. Oscurecía y arreciaba el desorden alrededor de la cabaña. Semejante a una pequeña isla azotada por el vendaval, la casa de troncos resistía en el centro de la furia la ciega oleada de borrachos, porque únicamente la ciega y torpe vehemencia de los peones dilataba el momento de la consumación. María no se animaba a encender una luz y los tres se iban desvaneciendo en la penumbra. Los reflejos del incendio llegaban hasta el interior como un crepúsculo bermejo.

En la oscuridad, en un intervalo de lucidez, el coronel Montoya ordenó secamente:

– Por atrás, ¡pronto!… Hay que quitar una tabla… El bosque está ardiendo…