37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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XIII

Si alguien se hubiera cruzado en su camino, se habría sobrecogido ante la figura grotesca del Siútico prendido al volante de la Dodge como una enorme araña en el centro de su red. Su cuerpo esmirriado coronado por aquella cabeza estrafalaria, donde los ojos de poseído brillaban como dos puntos de fuego movible sobre el suelo calcinado y resquebrajado por un sol implacable, se estremecía y el temblor, transmitiéndose a las manos imprimía al vehículo algo de su locura. Por instantes derrapaba sobre la huella pedregosa y oscilaba peligrosamente, pero el instinto reflejo del experto mecánico lograba enderezarlo y la camioneta rugía embravecida devorando el camino. Nubes de tierra quedaban atrás mientras rehacía el camino recorrido antes, en una madrugada en que la carga de su alma sombría se le había hecho insoportable. Recordaba sus largas cavilaciones mientras Montoya se sumergía en la inconsciencia de la enfermedad y María le brindaba su abnegada devoción… ¿Iría acaso la muerte premiosa a arrebatarle su triunfo?… Ahora sabía que su revancha sólo había sido demorada y que debía regresar para ejecutarla.

Pasó sin detenerse frente a la casita del lago y tomó la senda que la circuía; el camino se estrechaba; la huella se retorcía y a veces se confundía hasta perderse entre las piedras y los árboles. Desde una altura contempló la lejanía verde y advirtió una densa humareda; creyó primero que serían nubes bajas descendiendo del Oeste, pues el cielo se encapotaba y el tiempo desmejoraba cada vez más, pero un examen más atento lo convenció de que era realmente humo. Al tomar el declive se sumergió de nuevo en la masa de árboles, hasta que éstos fueron raleando y por fin la huella se tornó intransitable. Cuando el vehículo se detuvo atascado por los raigones, lo abandonó, prosiguiendo su marcha guiado por el humo del incendio.

Como marchaban por los faldeos, los gendarmes de la patrulla tenían ante sus ojos casi permanentemente la amplia perspectiva del paisaje; podían observar (con aprensión apenas disimulada), cómo las nubes se aborregaban hacia el Oeste y allí se detenían, extendiéndose y preparándose para el ataque y cómo, en un punto impreciso del bosque, en dirección de la punta del Lolog, la columna de humo se ensanchaba, aplastándose perezosa contra el cielo, sobre las copas de los árboles, hasta semejar una niebla grisácea y pegajosa.

– Ojalá me equivoque, pero por el lado del Mallín Grande se ha declarado un incendio -dijo el sargento-. ¡Siempre pido anteojos de campaña y como si lloviera…!

– A mí también me parece un incendio… ¿Serán los obrajeros?

– A lo mejor… Son capaces de prender fuego al bosque para borrar las huellas. Bueno, muchachos, hay que apurarse… Vamos a cortar por el oeste del cerro Malo, vadeando el Nalca y nos metemos por la picada de la concesión de Van del Walt… ¿De acuerdo?

– Vamos a llegar de noche -dijo un gendarme.

– ¡Qué remedio, joven! A darle entonces… Entre el fuego y el agua no podemos elegir demasiado… ¿Ven esas nubes? Pronto tendremos encima la tormenta.

Apurar la marcha significaba apenas mantener el paso parejo de los caballos sin distraerse. El pequeño grupo se recortó un instante contra el cielo aplomado; el sol filtrándose entre las nubes centelleó sobre el metal de las armas y los arneses, resbaló sobre las ancas de los caballos y fue a hundirse entre el follaje del lengal.

Jamás recordarían las dos mujeres cómo lograron arrancar una tabla de la pared. Sin embargo lo hicieron; quizás en la desesperación tropezarían con algún objeto de hierro; quizá todo fue obra de las manos que sangraban cuando la densa oscuridad de la noche entró en la habitación. Salieron arrastrándose mientras arreciaban los golpes y el fulgor del fuego cercano les dibujaba en las espaldas latigazos de luz. En seguida se internaron en el bosque y avanzaron al azar. Al rato la humedad del ambiente dejó paso a la lluvia; una lluvia pesada y persistente que en el interior del bosque se convertía en un lagrimeo de los árboles. El humus del suelo se apelmazaba y los confines de la ciénaga parecían extenderse rápidamente, de tal modo resultaba difícil desprender los pies de la tierra.

Montoya deliraba; la momentánea lucidez había dado lugar muy pronto a una enorme lasitud y después a la inconsciencia. María intentaba sostenerlo, pero sus fuerzas eran impotentes ante la corpulencia del coronel aumentada por su debilidad. Montoya le había enseñado a transformar una manta en un poncho haciéndole una hendidura abotonada en el centro. María, antes de la fuga, atinó a cubrirse ella y también su hermana y al enfermo, pero al rato la lluvia había empapado la lana y la humedad penetraba por los hombros y las espaldas.

La lluvia caía lenta y parsimoniosa, con un monótono golpear contra las copas de los árboles; colmaba las ramas como pequeños frutos líquidos y al menor movimiento del aire estallaban sobre sus cabezas y era inútil encogerse; minúsculos arroyos corrían bajo sus pies buscando una salida hacia la ciénaga. El cielo era una plancha oscura y silenciosa; no brillaba siquiera la luz de un relámpago ni resonaba el trueno; únicamente la lluvia ocupaba la noche y el pensamiento de María. Extenuada se había detenido apoyándose contra un tronco semicaído. Jorgelina a su lado escurría el paño con que se había cubierto la cabeza. Montoya jadeaba sentado entre las ramas del árbol desarraigado.

– ¡Marta, Marta…! -canturreó de pronto-: es el fin, ¿sabes? Hace frío y llegó la negra noche; parémonos ahora…, ganaste, viejo bandido… Todo el cielo te pertenece… ¡Apártalo de mí, Marta!

– ¡Ahí lo tenes! -señaló Jorgelina, apretando el brazo de su hermana-. Vos te estás matando por él y escucha a quién llama. Ese es tu gran hombre…

– No sabe lo que dice. Yo también gritaría su nombre si él pudiera escucharme -respondió María-. Le prometí seguirlo hasta el fin y no voy a dejarlo. Vos hace lo que quieras; abandóname o quédate, pero no vuelvas a decir nada contra él. ¡Te lo prohibo! ¿Está claro?

La voz de Jorgelina se quebraba al borde de la histeria.

– ¡Está bien; vamos a morir de todos modos! Nos matarán, estoy convencida. He visto ya matar a tantos que ni me asusta.

– Entonces que nos maten; entretanto ayúdame…

Reanudaron la marcha. El silencio y la oscuridad los envolvía. Una ligera brisa se levantó y lentamente Montoya empezó a recobrarse. No avanzaban mucho porque el cansancio les endurecía las piernas y la ausencia de toda senda los obligaba continuamente a rodear obstáculos y a deshacer el trayecto recorrido. El bosque se convertía en un laborioso laberinto donde ellos ensayaban salidas y donde, invariablemente, la supuesta puerta les franqueaba nuevos laberintos, nuevos obstáculos y el mismo cansancio acrecentado.

Al promediar la madrugada una tenue llovizna remplazó a la lluvia y más tarde la niebla demoró la ligera claridad que comenzaba a insinuarse desde el Este.

– ¿Adonde vamos? -preguntó de pronto Montoya, deteniendo su pesado andar.

– No lo sé, Luciano -respondió María, feliz de oír de nuevo aquella voz recia, despojada de la incoherencia grotesca del delirio. En realidad no tenía la menor idea del trayecto ni la dirección recorrida.

– Creo que nos hemos extraviado desde el principio, ¿te acordás?

Montoya continuaba detenido. Parecía querer reunir retazos de pensamientos dispersos en su memoria. Regresar al mundo concreto de la masa verde oscura, la humedad, el frío y la niebla.

– Vengan, detengámonos… No tiene sentido andar sin rumbo; sólo conseguiríamos agotarnos aún más. Pronto será de día, descansemos…

Se apretaron al amparo de unas rocas y se adormecieron. El amanecer trajo apenas un poco más de claridad. El cielo era gris y la niebla esfumaba las formas de las sierras y de los árboles.

– ¡María, Jorgelina! -llamó Montoya-. Despierten, muévanse o se helarán.

Las ayudó a ponerse de pie. Las dos estaban entumecidas, penetradas por la humedad de las ropas mojadas. Montoya afectó una animación contagiosa.

– La situación no es tan mala. Creo que hemos derivado algo al Oeste, pero si ascendemos por allí, ¿ven?, podremos alcanzar la orilla del Lácar y llegar al pueblo. Un esfuerzo más y esta pesadilla habrá concluido. Ustedes tienen derecho a vivir seguras… y olvidarse de todas estas penurias gratuitas… e inmerecidas. Mientras se me disipaba la fiebre y caminaba apoyado en ustedes, ¡dos debilidades para apuntalar a un desfallecido!, reflexionaba: ¿con qué derecho he permitido esta situación absurda? Ni siquiera tu abnegación, María, era argumento suficiente… Siempre lo mismo, egoísmo puro disimulado detrás de frases huecas. La realidad es ésta: dos mujeres arrastradas a este mundo de forajidos y desesperados por culpa de un individuo tan desesperado como ellos.

– Todo lo que hice -protestó María-, todo lo que pude hacer fue por mi propia voluntad, hasta en contra de tu opinión, eso lo sabes bien… No tenes nada de que reprocharte. Lo volvería a hacer una y cien veces… Ahora ruego por tu bien que tu voluntad te mande regresar al lugar que te corresponde.

– Claro que sí, mi buena María; pero igual es mía la responsabilidad. Aunque algo tarde, empiezo a entender todo el significado de la palabra responsabilidad. Antes la confundí con el orgullo, con la vanidad de ser el jefe; ¡y con tantos estúpidos prejuicios! Pero la responsabilidad es otra cosa; tal vez sea el último término del amor… Quizá regrese; quizá ya sea demasiado tarde, o demasiado inútil… Pero lo intentaré.

De súbito se hundió en la sima de su secreto tormento.

– Algo falla, sin embargo; intuyo la omisión de una presencia ineludible… En fin: ahora es preciso moverse, salir de esta situación; en estos momentos vagarán por el bosque, tan perdidos como nosotros, todos esos peones enloquecidos… Preferiría no tropezarme con ellos, ¡estoy tan cansado!

Jorgelina lanzó un grito de alarma: frente a ellos, en un claro donde raleaban las lengas y el terreno en ascenso se poblaba de rocas desnudas, se alzaban las figuras de dos hombres. Mojados, con las ropas desgarradas, las caras barbudas y los ojos inyectados de embriaguez, miedo y rabia, los contemplaban con recelosa ansiedad. No llevaban armas de fuego, pero sí machetes, y en los hombros, atados de cualquier manera, cargaban gruesos bultos, compuestos de los más heterogéneos objetos, muchos de ellos producto del vandálico saqueo al campamento.

– ¡Quieta, Jorgelina! -la instó Montoya, reteniéndola con energía, pues la muchacha se lanzaba ya a la carrera. María, en cambio, se paralizó al lado del coronel-. Ellos están tan asustados como nosotros…, desconfían. Esperen…

»¡Eh, ustedes! ¡Sigan su camino; la frontera está por allí!… Eso buscan, ¿no?

Los individuos seguían escrutándolos. Pero no mostraban intenciones de moverse. Lentamente uno de ellos comenzó a despojarse del bulto que estorbaba sus movimientos. El otro lo imitó. La niebla que se espesaba a ras de suelo desdibujaba sus piernas hasta la altura de las rodillas, haciéndolos aparecer como suspendidos del aire.

Distraída por un reflejo impreciso, María elevó su mirada por encima de los hombres. En una altura distante, donde la claridad indecisa del sol se extinguía, dejando en sombras una quebrada libre de la nieve, alcanzó a percibir fugazmente las siluetas de dos hombres a caballo. Sobre los hombros de los jinetes se reflejó un instante la luz del sol. Centelleó contra el cañón de los fusiles de los gendarmes. María se mordió los labios para no delatarse.

– ¡Luciano! -balbuceó-; allá arriba pasan soldados.

Montoya observó la lejanía. Los jinetes se perdían ya detrás de un monte.

– ¿Soldados?… Sí; gendarmes o carabineros… Escúchame, María: no podemos desperdiciar esta oportunidad. Tengo que ganar tiempo, ¿entiendes? Cuando yo te haga señas, traten de llegar allá, y que Dios les dé fuerzas para encontrarlos… No; no digas nada ahora… Ya no queda tiempo, querida.

El sargento condujo a la patrulla por senderos que apenas conocían los baqueanos y los indios viejos; él los había recorrido un par de veces, pero tenía una prodigiosa memoria topográfica para grabarse y retener en su cerebro los accidentes más insignificantes del terreno. Era un don casi mágico del cual el primer admirado era él mismo. Gracias a aquella seguridad superlativa, al anochecer habían alcanzado el campamento del obraje eludiendo el mallín; el humo se aplastaba sobre las copas de los árboles y se confundía con el gris de las nubes bajas.

– Ojalá se decida a llover de una vez…, porque si no el fuego nos va a rodear y otra que buscar aserraderos clandestinos… ¡De cabeza al lago, eso digo! -aclaró el sargento, dominando a los azorados gendarmes desde la altura de sus galones y su instinto de rabdomante huellero.

Tardaron todavía en acercarse al campamento. Para tranquilidad de los gendarmes la lluvia ahogaba el fuego que venía arrastrándose por el soto-bosque y encendía las cañas colihues como si fueran altos y flexibles cirios anillados.

– ¿Nos vamos a meter ahí? -preguntó Araujo, el más joven de los gendarmes y también el más novato.

En otras circunstancias el acerbo sargento no hubiera admitido objeciones ni siquiera implícitas en una pregunta, pero la decisión a tomar ahora requería la plena aceptación de sus subordinados.

– Si usted tiene una idea mejor, dígala en seguida… ¿Y usted? -el segundo gendarme se encogió de hombros-. De acuerdo; usted nunca pregunta ni contesta nada; eso facilita el trabajo. Bien, mocito: estoy esperando su opinión, ¿qué sugiere?

Araujo juntó coraje y respondió:

– Si yo tuviera que decidir, aguardaría a que la lluvia apague el incendio. Además, tendría la ventaja de actuar a la luz del día.

– No está mal -afirmó el sargento-; pero analicemos no solamente las ventajas sino también los inconvenientes. Es decir, apliquemos la lógica. Primero este fuego es o no un incendio de bosques; personalmente afirmo que no. Para serlo le falta ímpetu y extensión. Segundo: la lluvia podrá o no apagar el fuego; si después de aceptar su consejo lo apaga, habremos perdido una noche y quizá no encontremos luego a nadie. Tercera y última: si hago lo que usted propone, ¿dónde pasaremos la noche?; el fuego es un vecino peligroso…, ¿o no dormimos? Conclusión: ojos bien abiertos, seguir adelante y rogar para que esta lluvia dure y aumente bastante, y si falla la lógica, pues, ¡a correr se ha dicho!

– Como usted mande -subrayó Araujo, como quien lanza un amén. En el fondo agradecía la transferencia de responsabilidad que implicaba su sugerencia. Imitando a sus compañeros, se cubrió con la negra capa de caballería.

Avanzaron, cruzaron el arroyo de agua helada, mientras la noche era iluminada confusamente por el resplandor del fuego que amenguaba y la lluvia tornaba a caer despaciosa, pero persistente. Desembocaron a la altura del aserradero y a la escasa claridad pudieron contemplar las estibas de tablas listas para ser transportadas; los troncos cortados y la sierra montada sobre una rústica plataforma. Un poco más adelante dieron con la casa de Videla.

Por los intersticios de las tablas culebreaban lenguas de fuego, pero la madera verde y la humedad del agua demoraban la destrucción. Los ranchos cercanos, semiquemados, no denunciaban ninguna presencia humana. En el escenario solitario y abandonado reinaba el silencio. De la hojarasca acumulada se escapaban columnas de humo y los árboles próximos eran apenas muñones ennegrecidos y humeantes. Al fin se apearon.

El sargento y sus dos honores entraron en la casa y todo el horror de la muerte alcanzó sus ojos y sus narices. Olor de la sangre y de la carne quemada. Visión de la hecatombe en honor de un ídolo sanguinario.

– ¡Mi madre, qué carnicería! -exclamó el sargento deteniendo a su gente. Araujo sentía cómo las piernas se negaban a sostenerlo y se iba al suelo.

Para ser la primera vez que contemplaba un muerto, éstos se le ofrecían multiplicados. El cuerpo chamuscado de Videla en su lecho, con aquella zanja en el pecho; el del decapitado Ramón desplomado a su costado; el del galés contra la pared con la cara negra por la acción del fuego y el de Camperutti, en el centro, de espaldas, todavía fluyéndole la sangre por el vientre abierto; el ácido olor de las ropas convertidas en jirones, por donde asomaba la piel carbonizada, formando arrugas y protuberancias asquerosas. Toda una escenografía infernal, inmóvil y nauseabunda. Pero sobrepasando y dominando el macabro conjunto, se destacaba la horrible cabeza de Ramón, con la cabellera calcinada por las llamas, la boca torcida y las cuencas negras de los ojos, mirándolos desde un universo de sombras y silencio. La cabeza parecía interrogar al vacío formulando una pregunta que jamás sería contestada.

– ¡No se queden ahí, vengan! -urgió el sargento por decir algo que le desatase el nudo de espanto que lo atosigaba-. ¡Pateen esas tablas, ahoguen el fuego con trapos!… ¡No, no se acerquen! Traten de no mirarlos… ¡Uff, qué olor!… Está bien así; vengan, vamos a ver si encontramos a los que hicieron esto.

Salieron tosiendo y apretándose las narices. Afuera bendijeron en silencio a la lluvia y al aire mojado; a las gotas de lluvia que caían sobre sus rostros y a los belfos calientes de sus caballos.

– Araujo, traiga de mi mochila la linterna -ordenó el sargento-. Habrá que rastrear con cuidado los alrededores. Por suerte el fuego no podrá continuar con tanta agua. Usted, Silencioso, venga conmigo, y usted, Araujo, cuide los caballos y… cuídese usted también. Trate de ordenar un poco ese techado; hay leña y eso parece un fogón. Arréglelo como para pasar la noche. Y acuérdese de que tiene un arma para usarla…

– Está bien, mi sargento…

– Si encuentra algo bien, me silba -rezongó el sargento, alejándose indignado.

El haz de luz de la linterna recorría ya las paredes semiquemadas de los ranchos de los hacheros y peones, y el sargento se metía, pistola en mano, entre los restos humeantes, pateando con rabia los trapos y enseres. En el tercero realizó el primer hallazgo; un cuerpo de bruces. El Silencioso le dio vuelta la cara.

– Está vivo… -afirmó, luego de examinarlo atentamente con la linterna-, pero borracho.

– Bien, arrástrelo hasta el techado… Yo sigo por aquí.

El siguiente descubrimiento también fue un hombre. Lo encontró guiándose por una queja ronca. El peón, un tipo rechoncho, barbudo, mal entrazado y feo como una pesadilla, se quejaba de una herida en la cabeza, según pudo comprobar el sargento.

– ¡Eh, vos! ¿Qué hiciste aquí? ¿Por dónde se fueron los otros?

– ¡Y qué sé yo!… La tierra es ancha… -respondió el herido, intentando ponerse de pie.

– Bueno, ¡andando, filósofo! ¿Cuántos dijiste que eran?

– Yo no dije nada.

El sargento se sulfuró:

– ¡Pues ya lo estas diciendo! La farra concluyó, ¿estamos? ¡Mírame!…

– ¡Ah, policía! Usted mande, patroncito… Unos veinte somos, pero no hicimos nada, ¡se lo juro!…

– No, si todos esos acuchillados se cortaron jugando -atajó el sargento-. ¡Cuidado, amiguito! Avance hasta donde lo abarque mi linterna o lo tumbo…

En el techado donde Jorgelina había por unos días oficiado de ama de casa para Videla y su gente, se reunieron al rato los hombres de la patrulla y sus prisioneros. Los sujetaron a un poste. El herido no se quejaba y el borracho por momentos rezongaba, maldecía, parecía despertarse y luego volvía a amodorrarse, profiriendo palabrotas cada vez que la luz de la linterna le recorría el rostro.

– Está bien así -aprobó el sargento-; y ahora escuchen…

En ese instante el gendarme Araujo dio un salto hacia el bosque, y a la carrera hizo un disparo contra las sombras.

– ¡Oiga! -gritó el sargento-. ¿Por qué tira?

– ¡Lo vi…, lo vi!… -explicó excitado Araujo, volviendo con el arma en la mano-. Pasó entre los árboles y se escurrió como un bicho…

– Pero, ¿a quién?… ¿Qué vio?

– Un hombre…, al menos eso me pareció. Una cosa enana y arrugada. Por un momento la luz de la linterna le rozó la cara… ¡en seguida desapareció!

– Venga acá; nadie debe moverse del grupo. Parecen andar locos sueltos esta noche y no quiero que se contagien… Usted, use el fogón, queme unos troncos y haga un poco de mate con agua de la caramañola… Vamos a descansar hasta que amanezca. ¡Ah!… Escuche, Araujo: alguien tiene que vigilar a esta gente, así que mañana usted se quedará aquí… No, no me interrumpa; se quedará lo mismo. La primera guardia es suya y hasta que aguante…

El Siútico desconocía los límites del mallín, a pesar de que en el pueblo había sabido de su existencia. Casi al mismo tiempo que el coronel escapaba de la cabaña con María y Jorgelina, él hundía sus pies en la ciénaga, y allí cayó y se levantó cien veces, sorteando todos los obstáculos, animado por su fantástica necesidad de humillar la altivez de Montoya. Reiterando, sin sospecharlo, la travesía de aquél con las muchachas, avanzó paso a paso sin sentir la oscuridad ni la lluvia que lo cubrían y sin que ni por un segundo titubeara su desatinada voluntad.

Atravesó el incendio y soportó la lluvia, estremeciéndose con ramalazos de fiebre, siempre guiado por su instinto o su destino ligado al del hombre cuya aniquilación o exaltación constituía la meta de su atormentada y rencorosa pasión. No podían detenerlo el temor de la noche ni de lo desconocido y ni siquiera el espectáculo del campamento destruido debilitaron su determinación. Por azar dio primero con la cabaña del coronel y algunos objetos debieron resultarle familiares y lo afirmaron en su búsqueda. Para el Siútico aquello no era, en realidad, una búsqueda, sino el partir hacia un encuentro que debía acontecer en algún punto impreciso, pero inevitable. Entonces se resolverían todas las dudas y las cosas volverían al orden natural, y Marta de Montoya descansaría en paz. Sólo entonces él habría alcanzado el centro de la razón; él alcanzaría sólo entonces su lucidez y ascendería a regiones donde no existen la violencia y sería amado, porque, aunque nadie lo creyera posible, él poseía un alma sedienta también de un poco de amor, y el amor le había sido negado y, en cambio, al otro, que pagaba tanto amor con vejaciones, le habían sido concedidos los dones del honor, la riqueza, la insultante prepotencia de la fuerza y aquella animal atracción por la cual las mujeres se estremecían y los hombres de cualquier lugar se doblegaban ante él como muñecos…

Entonces fue cuando cruzó cerca de la casa destruida de Videla y, en la oscuridad, casi tropezó con los gendarmes. Los gendarmes, eventualmente, y por lo mismo que cruzaban a ciegas por el territorio de su destino, podrían convertirse en una barrera infranqueable. Debía alejarse de ellos porque su misión excluía a los extraños. Se perdió en la nocturna soledad en busca de Montoya.

Conmovido por el sorprendente suceso, el gendarme Araujo se imaginaba convertido de improviso en el personaje central de una aventura fabulosa y terrible. Se veía ya interrogado, asaltado por la curiosidad de las gentes del pueblo, acuciados por el morboso interés que despiertan las catástrofes y los crímenes inexplicables… ¿Qué odio había armado las manos de los asesinos? (No se le cruzó el pensamiento de «un» asesino.) ¿Por qué yacían allí, amontonados en la pira funeraria y desordenada, como si los hubieran convocado a una ceremonia siniestra y mortal?

Pero estaba solo, guardando aquellos hombres torvos, enmudecidos por cálculo o estolidez y sintiendo la cercana presencia de los muertos y los pensamientos sombríos iban poco a poco amenguando su euforia. El agua que resbalaba sobre su capa formaba pequeños charcos alrededor de sus pies y él se esforzaba en permanecer inmóvil, acuclillado, formándose un ámbito protector, totalmente suyo e intransferible, animado por el calor de su cuerpo vivo, ¡viviente! Mientras permaneciera quieto podría sentirse seguro, protegido contra las trampas de su imaginación. Se adormiló o creyó que el sueño lo vencía y entonces, sin ningún motivo consciente, se puso a pensar en «La invención de Morel», la última novela leída en las dilatadas noches de guardia. Quizá para sustituir una realidad atroz por una ficción deleitosa y fatal, se sumergió en las desventuras del náufrago en la isla caliginosa. Al poco rato su imaginación lo había transportado a otra isla paralela, pero de hielo y desolación absolutos. Por eso su soledad era mayor y más auténtica. En aquélla, ubicada en un trópico indefinido, acompañaban al hombre sus remordimientos, las miasmas, el rumor del mar y, en última instancia, seres indudables, aunque increíbles. En cambio, el gendarme Araujo se representaba a sí mismo solitario y puro, como un centro sobre un blanco de veinticuatro zonas; cada círculo lo alejaba más todavía de la periferia de su isla. Y lo horrible residía en la inmutabilidad -casi eternidad-, del silencio y de las cosas. El frío no exaspera: amortaja; y él lo sentía subir lentamente por las venas como si éstas fueran tubos de vidrio y la sangre el mercurio en ellos contenido.

Tal vez no soñaba nada; tal vez asistía al fenómeno de consignas irrevocables que él debía cumplir en la soledad.

Abandonó la isla con su trópico y sus máquinas del tiempo inmóvil y creyó ser un déspota que amaba la belleza absoluta y odiaba la sensualidad y la sexualidad (siempre solitario y puro). Sin embargo, el mundo del tirano era también una isla poblada de tigres y hombres sañudos y hostiles. Los hombres, sus enemigos, como altos colihues restringían el horizonte. Había que destruirlos, poco a poco, para que no notaran el vacío gradual. Ahí residía la dificultad: las almas jamás se exteriorizan ni ocupan un espacio determinado; en cambio, los cuerpos insisten en permanecer. Uno puede matar la vida que los anima, aplastarlos, triturarlos, pero igual seguirán, sustituyéndose unos a otros tenazmente. Siempre queda algo de ellos: un rectángulo de tierra verde y húmeda, una flor nutrida por cadáveres, o quizás algunas frases inmortales que estorban a la grandeza de los tiranos. Los cuerpos, los malditos restos de los muertos, no desaparecen nunca y hieden hasta en los infinitos universos helados y hasta en los multiplicados bosques… Se amontonan en ennegrecidas cabañas.

Tosió, tuvo frío; sintió que la frialdad de los riñones y la postura forzada endurecía sus testículos y se irguió. La mañana aclaraba lentamente por entre la niebla. Los prisioneros protestaban de hambre.

Se dispuso a avivar el fuego, deseando que el sargento y el Silencioso no encontraran nada y regresaran pronto. Una urgencia fisiológica lo obligó a tirar todo y correr hasta un árbol cercano. Del estiércol de los caballos se alzaba un vapor azulino.

Los dos forajidos se acercaban. Los machetes, casi pegados a la pantorrilla, oscilaban levemente a cada paso que daban.

– Esas mujeres son nuestras -dijo uno.

– Ustedes están locos -les gritó el coronel, colocándose lentamente entre ellos y las muchachas-. Lo único que conseguirán es acabar en la cárcel… Ya cometieron bastantes barbaridades anoche; los gendarmes los andan buscando…, ¡allí están!… ¡Ahora, María, corran!

Sacó fuerzas a puro coraje, pues la enfermedad, el cansancio y el frío, habitaban todo su cuerpo como huéspedes decididos a permanecer. Se había arrollado una manta en el brazo izquierdo y en la diestra sostenía el machete arrebatado a Gerónimo. Los peones eran torpes y estaban poseídos por el desconcierto; pero igual se abalanzaron dispuestos a doblegarlo. Practicó una esgrima desesperada, sabiendo que si le acertaban un machetazo acabarían con su existencia. Un par de golpes cayeron sobre su brazo acolchado y doblado protegiendo la cara. Los aceros restallaron al chocarse con furia. Se sentía golpeado, pero él también golpeaba sin piedad, y por un instante la confianza le devolvió fuerzas desconocidas de hacía tiempo.

Con un grito ronco, uno de los asaltantes soltó el machete y se llevó las manos a la cara; el hachazo del coronel le había abierto la mejilla. Se vino al suelo como un saco y se retorció de dolor y miedo.

El otro cargó de nuevo, pero ahora la lucha era menos desigual. Montoya vislumbró la victoria entre las sombras que nublaban sus ojos y gritó para intimidar al peón. Su rugido se ahogó en seguida, porque el golpe del machete, de plano, casi había quebrado su hombro izquierdo. El brazo cayó a su costado, arrancándole un quejido sordo. El que gritaba ahora era el peón, mientras caía sobre él revoleando el machete para rematarlo. Lo recibió en el pecho y sintió la hoja del suyo hundirse en una masa blanda y fofa. Había vencido…

Como un gladiador en una arena desierta, veía desplomarse el cuerpo del otro oprimiéndose el vientre y gimiendo.

– ¡ Madre mía!…

Se doblegó, se hundió en el barro, se arrastró hasta las rocas cercanas, tocándose el pecho, incrédulo y asombrado al sentir la calidez pegajosa de la sangre entre los dedos. Alguien venía corriendo desde el bosque y lo contemplaba con ojos dilatados. La cara apergaminada del Siútico parecía asomarse a la boca de un pozo neblinoso. En el fondo yacía él.

– ¡Al fin vos…! -'murmuró Montoya-. No querías perderte el último acto, ¿verdad?

– Hay que ajustar una cuenta vieja, mi coronel, muchas cuentas viejas…, antes que sea tarde…

Si María González hubiera vuelto la cabeza habría retrocedido para morir al lado de Luciano; pero cuando lo hizo, los declives del terreno se interpusieron y no vio. Apremiada por Jorgelina volvió a correr, ascendiendo fatigosamente entre las piedras y los árboles achaparrados. Volvieron a ver a los jinetes perfilados en una lomada y gritaron con todas las fuerzas de sus gargantas. El eco prolongó el llamado y les devolvió la voz fragmentada y anhelante. Los jinetes se detuvieron un momento y luego galoparon hacia ellas, viéndolas levantar los brazos como marionetas a punto de derrumbarse.

Montoya respiraba con esfuerzo. Veía el rostro repulsivo del Siútico, sus arrugas de cuero viejo, sus ojillos malignos, hundidos en las cuencas penumbrosas. Contemplaba la boca de labios carnosos y crueles, ligeramente entreabiertos, mostrando algunos dientes amarillentos y afilados. Los pómulos salientes, las mejillas enjutas. El rostro luminosamente ensombrecido, transmitía una ambigua sugestión hipnótica.

«Dicen que en el instante de la muerte es posible recordar todo el pasado; ver todos los rostros, revivir la existencia gastada -pensó el coronel-. Pero yo sólo veo esta cara horrenda.»

– No sirve para nosotros escapar, ¡eh, señor!; he vuelto y usted no pudo tampoco ir muy lejos… -dijo el Siútico-. Me atrevo a pronosticar que no irá más a ninguna parte… Sin embargo, tuve que correrle a la muerte… Se la huele por todas partes aquí… ¿Sufre? ¡Imagínese cuánto sufriría aquella pobrecita!…

Montoya quería revestirse de dignidad. Se sabía a merced del ex asistente, y el viejo orgullo se imponía en él; pero el dolor y la debilidad lo consumían.

– ¡Miserable!… Me ves agonizante y sigues babeando tus agravios…, ¡bestia infernal!…, hace tiempo debí aplastarte como a una araña maligna… Ahora déjame al menos morir en paz, engendro del diablo… Nada importa ya lo que digas…

Suquía se inclinó aún más sobre él. La voz de Montoya desfallecía por momentos.

– Claro que importa…, y no mezcle al diablo en sus negocios, coronel. El diablo es justo… Son su conciencia y su soberbia las que serán aplastadas: yo lo haré y no dejaré de usted nada para rescatar su memoria. Su estirpe es funesta y debe morir…

– ¿Por qué, por qué?

– ¡Todavía pretende ignorarlo! Ese ha sido el cáncer que nos corroe a los dos… Porque los dos sabemos la verdad y si usted tiene miedo de admitirla, yo se la diré, se lo aseguro; así el infierno lo acompañará adonde se encamina. Es bueno que pague por lo que les hizo a su hijo y a su mujer… Todas las humillaciones, los vejámenes y su soberbia irán confundidos, porque yo, el Siútico, lo arrastré a morir aquí, sufriendo como ellos sufrieron… Yo cargué durante mucho tiempo todo lo sucio de su vida, asumí toda la basura de su gloria…, ¡quédese con ella, no la soporto más! ¡El gran señor! ¡El poderoso patrón! Usted fue solamente un crápula con mucha plata. Un tipo vicioso que se creía con derecho para aplastar a cualquiera. Era muy cómodo meterse en un rancho y acostarse con una mocita, mientras yo, el hermano, tenía que callar el ultraje y esconder mi miedo y mi rabia, porque el padre de usted era el dueño del campo, de las ovejas…, de todo. Entonces comencé a odiarlo a usted y a su heredado poderío; a su prepotencia humillante. Después volví a estar junto al señor; ahora era el sirviente, el alcahuete que limpiaba sus botas y lavaba sus camisas. Las ropas que olían a hembras y a perfumes exquisitos… Yo quería a la señora, ¿entiende?… Ella era buena y no me miraba con desprecio y, en cambio, usted me usaba como si fuera un muñeco… Pero no todo pudo manejarlo, coronel, no todo…

Montoya intentó levantar la cabeza. Cada vez que era condenado quería estar de pie. Pero no pudo. A su alrededor flotaba una niebla grisácea y los párpados le pesaban como si hubiese velado durante noches interminables. Apenas si entendía el sentido de las palabras de Artemio Suquía. Pero, en cambio, percibía el odio encerrado en aquella letanía de agravios.

– No sé lo que hice entonces -murmuró débilmente-; pero es absurdo…, ¿porqué me secundaste, entonces?

– ¡Inmundo borracho! -aulló el Siútico histéricamente-: ¡los amaba!, ¿comprende? Y soñaba con vengarlos; soñaba sin cesar con aplastar tanta fuerza… Mientras tanto, todas las ventajas eran suyas; en medio del desorden y el escándalo, usted levantaba orgulloso la cabeza, desafiando con intemperancia la mansedumbre de los débiles como yo y tantos otros…

»Fue una madrugada, ¿recuerda? Todavía le duraba la borrachera anterior; usted reclamaba la presencia de Raulito. Quería llevárselo a Palermo, a cabalgar. ¡Cabalgar en la mañana húmeda y fría, guiado por un loco! ¡Pero si el infeliz temblaba hasta cuando escuchaba el sonido de sus pasos!

»Yo alivié el miedo del niño: lo precipité por aquella enorme escalera. En la penumbra rebotó sobre los escalones alfombrados con sus imprecaciones… Y con él rodó un mundo de vergüenza; y rodó mi odio por lo que me obligaba a consumar. Después lo enredé con declaraciones favorables ante el juez y reticencias ante sus indagaciones. Y su mente confundida terminó admitiendo la culpabilidad de la madre… Sí, usted terminó creyendo que ella lo había tirado a sus pies por despecho… Usted no cometió los crímenes, pero los había inspirado, y ya era culpable…

Un estremecimiento recorrió el cuerpo maltrecho de Montoya: «Es una pesadilla», pensaba. Pero la cara de Suquía se pegaba a la de él. Sentía su aliento ácido y el olor de la transpiración fluyendo del cuerpo desmedrado del Siútico, y la sensación de vacío y desesperanza secaba su garganta, ahogándolo. El martirio continuaba.

– ¡Cómo se ensañó entonces con la señora! Ella era ahora la víctima más a mano y las sospechas que yo alimentaba en usted servían admirablemente para su encono; en cambio, yo tenía un doble motivo para odiarlo: por lo que usted hacía y por lo que yo me obligaba a cometer para precipitar y apurar su derrota. Asistir al sufrimiento de la señora me era insoportable, pero ya no podía retroceder. Luego ella acortó sus grises días y usted, ebrio y aturdido, creyó ser el responsable. Fui testigo; sí, señor coronel, «yo sabía la verdad»…

«Volví a declarar… Por segunda vez el sirviente defendía a su amo, y otra vez dije "una" verdad, pero después deslicé en sus oídos discretas alusiones a mi fidelidad cómplice y envenené su existencia, atribuyendo a su embriaguez el crimen no denunciado… La duda destruye a los colosos… Usted no la había precipitado al vacío, pero, ¿acaso no lo había hecho antes una y mil veces con su vergonzosa conducta? La había herido con saña minuto a minuto, lastimando su dignidad, ensuciando su limpia vida. Con su muerte, el orden se desplomaba, el caos nos arrastraba por un canal infinito.

La vida se escapaba por las heridas de Montoya; a cada latido de su corazón, a cada acceso de tos, un flujo de sangre empapaba sus ropas, dibujándole un gran medallón rojizo. Un tábano zumbaba formando círculos frente a la cara de los dos hombres y el coronel luchaba para mantener levantados los párpados que parecían pesarle como piedras. El tábano rayaba el aire, mientras otros más, atraídos por el olor de la sangre, caían sobre los cuerpos del peón que agonizaba con la cara zanjada hasta el hueso y el del muerto. Un cielo plomizo aplastaba la bóveda contra los declives de las montañas que se esfumaban entre vapores de niebla azulina.

– ¡Marta, perdóname!… -musitó Montoya.

– ¿Qué, qué dice? -interrogó el Siútico-. Ella ya no puede oírlo… No oye a nadie.

Por la ladera se agrandaban las siluetas de los gendarmes. Algo gritaban, pero el Siútico estaba enclaustrado en su locura y nada lo distraía. Espiaba la agonía de su amo. Ahora que ya nada quedaba por decir se enardecía ante la insensibilidad del coronel. La venganza se amenguaba, se diluía, porque aquel cuerpo inerte no podía ya escucharlo. No tenía derecho a morirse sin sufrir todas sus revelaciones. El había soñado con desconcertarlo o enfurecerlo; con que hiciera algo terrible o vergonzoso, pero la extrema debilidad del coronel, la proximidad de la muerte, lo sumían en una pasiva resignación y, de una manera muy particular, le quitaba a su designio el bárbaro placer imaginado largamente en la soledad de su árido universo. La idea lo exaltó. Le invadió una rabia desconocida en él. A su fría y razonada locura le sucedía una desesperación demoníaca, como si una oleada caliente irrumpiese en los helados cauces de sus venas. Asiendo la cabeza del coronel por los cabellos revueltos, lo obligó a mostrar los ojos. Si no hubiera estado poseído por el odio (un odio irredimible), hubiera comprobado que la muerte ya descendía sobre aquel rostro demudado.

– Tardas demasiado en morirte, mi coronel; lo que tengo que hacer no espera… -dijo al fin, como si pidiera perdón-. Todo ha sido dicho; ahora sólo importa tu exterminación.

Montoya no podía defenderse. Sentía los dedos del loco cerrarse sobre su garganta y una gran pena lo invadió, mientras amargamente pensaba: «Es una triste manera de partir».

Las fuerzas lo fueron abandonando, una oleada roja parecía quemarle el cerebro y sentía en la boca un gusto amargo de hierbas venenosas.

Una bala disparada por el sargento silbó por encima de la cabeza del justiciero, pero no aflojó la presión hasta que el Silencioso, saltando sobre él casi desde el caballo, lo rechazó violentamente. Artemio Suquia se replegó sobre sí mismo; su cuerpo pareció fundirse, momificarse, y ya para siempre, con espantosa fijeza, adquirir la inanimada condición de la piedra. La locura lo paralizaba.

– ¡Por mil demonios! -gritó el sargento-. Estamos rodeados de asesinos y locos. A este murciélago lo conozco del pueblo y nunca me pareció en sus cabales… Siempre husmeando con su fúnebre aire disipado…

El Silencioso, cuyo proverbial mutismo alcanzaba límites antológicos, permanecía mudo, pero ahora de puro asombro. Pálido, ensombrecido, apretaba los labios y callaba, mientras el sargento se apartaba empujando al asesino hasta un tronco de lenga dispuesto a atarlo como a un fardo al menor amago de resistencia.

«Esta bestia es capaz de empezar de nuevo», murmuró, mirando receloso el horrible rostro de Suquía.

Agitadas por la carrera cuesta abajo, María y Jorgelina se acercaban. María cayó de rodillas al lado del cuerpo de Montoya.

– ¡Luciano… Luciano, no me dejes, por Dios!

Trató de apartar las manos del coronel, que se oprimía el pecho. Se apretó contra él, besando las mejillas frías, donde el barro y la sangre manchaban la barba rubia, confiriendo a su rostro una extraña apariencia de máscara. El murmuraba con un hilo de voz palabras entrecortadas.

– No sé nada, no entiendo nada; todo es confuso: la vida y la muerte son la misma cosa de la mano de la locura, o todo es un sueño repetido, y somos sombras de algo que ya sucedió… pero viene la paz… la siento acercarse…

La voz de Montoya se extinguía, y María luchaba con la flaqueza de su oído; intentaba recoger aquella herencia de sonidos casi inaudibles.

Entonces, lentamente, Montoya abrió los ojos y miró al cielo, y el cielo estaba oscuro.

Oscuro como una lámina de acero pavonado.

«Si pudiera alzar la mano, lo tocaría», pensó.

Pero el cielo imaginado era la última transparencia de sus pupilas cegadas por la muerte.

– María -musitó-: ¿quién cuidará de ti ahora?… ¿Estás ahí?…

Volteó la cabeza y cerró los ojos. La niebla, como una mortaja de helada humedad gelatinosa cayó sobre su piel.

El sargento venía hacia ellos a grandes zancadas, haciendo crujir las piedras menudas bajo las claveteadas suelas de sus zapatos de montaña.

– ¡Otro más…, todavía otro más! Y éste… ¿cómo se llama; quién era?

María levantó el rostro moreno bañado por lágrimas silenciosas. Abrió las manos con desolada pesadumbre e incredulidad.

– ¿Era? -repitió, enajenada-. Desde hoy, y para siempre, él es solamente Montoya.

«…Y a la diestra de la Mujer estaba el Hombre… Y por todas partes les acechaban peligros y tentaciones…»

***