37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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II

Para evitar encuentros inoportunos desdeñó el Gran Hotel y el Colón y se alojó en el España. Al Siútico lo adelantó hasta la estancia, previniéndole que alistara la camioneta para un largo viaje y fuera a esperarlo a Colonia Sarmiento. Tenía el propósito de irse a Chile; una decisión imprecisa que podía conducirlo a cualquier parte. Con relativa lucidez memoró las lecciones sobre la ataraxia y la catarsis… ¿En cuál peldaño de su crisis encontraría a una u otra?

Pero si esperaba evitar encuentros, se desengañó muy pronto. Esa misma tarde descubrió que Elisa, la mujer del Agrónomo, residía en el mismo hotel. Elisa había sido su amante; detalle apenas circunstancial, pues ella coleccionaba amantes con la misma naturalidad con que otras mujeres amontonan pañuelos.

Elisa exhibía una belleza rubia y abundante, situada ya en esa cima desde la cual se vislumbra la decadencia de la carne.

– ¡Oh, querido, querido! -exclamó al verlo-, necesitaba alguien como vos y te apareces, ¡ sos maravilloso!

– Lamento contrariarte; pero mañana mismo me largo…

Elisa curvó sus labios flexibles con un falso gesto de enojo. Cerca de la comisura izquierda un pequeño lunar alteraba la blancura de su tez.

– No sos muy generoso que digamos, casi me parece una crueldad ¡eh!, no importa, amor… No te lo reprocho -aprisionó su cintura incitándolo al abrazo-. Te veré esta noche, ¿querés?

Montoya sintió el cálido contacto de la mujer, su esencial animalidad, penetrándolo como una oleada revuelta y asintió.

– Pues sí, vení si te parece…, a la noche…

Y fastidiado de aquella adhesión enfermiza, que conocía perfectamente, se apartó de ella.

Cuando pidió la primera copa en el salón del hotel estaba casi vacío, pero a su alrededor creció pronto la algazara, el calor elemental de los hombres que bajaban de las mesetas sobrepasó al de la estufa primitiva, el humo de las pipas y cigarrillos se aplastó como una nube azulina contra el techo, mientras él permanecía de pie contra el mostrador deliberadamente atento al nivel de su copa. El alcohol corría por su sangre. La esencia exprimida en los valles verdes de una isla lejana navegaba por sus tejidos, y todo su organismo vibraba, sometido a la insoportable presión.

A medianoche despertó. La luz del velador lo encegueció. No se preguntó cómo había regresado a su habitación. Elisa se movía a su lado desnudándolo. Se estuvo quieto, reuniendo los fragmentos de su vitalidad, hasta que las manos de Elisa transformaron en hábiles caricias su aparente solicitud.

– ¡ Qué tonto, pero qué tonto sos! -repetía Elisa sin dejar de recorrer su cuerpo con caricias y besos-. Perder el tiempo allí, solo, empapándote de whisky, mientras yo esperaba, consumida por los nervios, ¿te parece bien?

Montoya hubiera querido decirle que no le parecía nada, que no le importaba nada, pero apenas si consiguió emitir un sonido ronco, ininteligible. El manoseo de Elisa, sabia combinación de masaje, exploración e incitación, disputándole su cuerpo al frío y al sueño, produjo el resultado previsible. Como un toro que se sacude el lazo, súbitamente exasperado, se irguió. Sus manos tomaron por los hombros a la rubia, atrayéndola contra su pecho. El leve camisón fue deslizándose como un velo. A la luz de la lámpara, el agrandado círculo de los pezones todavía pujantes enfrentaron la boca del coronel. Con seguro ademán, recobrado por el sexo, apagó la luz y mordió el seno que se aplastaba contra su boca. Elisa se quejaba como una gata en celo. En la oscuridad se alternaron los gemidos con los roncos suspiros; las expresiones canallescas y repugnantes con las dulcísimas palabras que el amor que se sacia o se renueva, cuando la diferencia entre el cielo y el pantano es tan leve como un horizonte fugitivo, pone en los labios de los amantes. Después Montoya volvió a dormirse, insensible a los reclamos ávidos de su amiga.

Dormía o soñaba. Soñaba que dormía… ¿Cómo saberlo?… El ómnibus horadaba la pampa, conducido por un hombre terrible que repetía sin cesar… «degradado, estás degradado…» y una mujer, hincada ante aquél, imploraba monótonamente: «… ¡mi hijo, devuélveme a mi hijo!…» Pero el conductor, desprendiendo una mano del volante asía los cabellos revueltos de la mujer y se la mostraba a él, riendo salvajemente. Otra vez despertó, afiebrado, sintiendo el calcinante cuerpo de Elisa revolverse entre el desorden de la mantas atraídas de cualquier manera. Manoteó la luz y el endeble velador osciló, centelleó al extenderse la claridad sobre la luna del armario y le devolvió la imagen de la mujer.

La miró con asombro. Estableció una semejanza con la del sueño y la desechó en seguida. El absurdo, el grotesco contorno, se le presentó de pronto con punzante lucidez. Porque el fantasma del sueño, ahora lo sabía, era el de Marta, su mujer, y no el de aquella enfermiza criatura de la noche. Su orgulloso temperamento se rebeló ante la idea de estar mezclando a Marta, «su mujer», con «esta mujer». Súbitamente helado, salió de la cama, se enfundó los pantalones, echóse una manta sobre los hombros y salió, cerrando sin cuidado alguno la puerta. Transitó por el pasillo, cruzó un patio abierto al cielo resplandeciente y se metió en el rústico baño. Vomitó. Largos, extenuantes, los accesos del vómito parecieron desgarrarle las entrañas una y otra vez, anegándole la boca con un gusto de hierbas podridas entre los dientes. Calor y frío. Frío y calor. Un negro agujero… ¿la cloaca, la noche, su conciencia? No lo sabía. Pero era él, sin duda, el duro, el recio coronel Montoya, destrozándose en una letrina maloliente, en los trasfondos de un hotel donde las rameras y los colonos, las mujeres desnudas y los hombrones encuerados y descuerados alternativamente, desmenuzaban su soledad, la tristeza engendrada en las mesetas y la oscura necesidad de buscar un cálido sol de postal turística.

Cerca del retrete había una bomba de agua. Accionó con furia la palanca hasta que el chorro de agua saltó sobre el fondo de la pileta de cemento. Arriesgándose a contraer una pulmonía, con el torso desnudo, metió la cabeza bajo el agua. Estuvo así un largo rato, hasta que los riñones parecieron a punto de estallar sometidos al riguroso tratamiento helado, pero cuando se irguió, la crisis había pasado. Exacto, con aquella autodisciplina casi demoníaca que constituía su íntima naturaleza, alejó el temblor, la inseguridad y la duda… «¡Qué se creerá esa puta!», rezongó en alta voz.

Y libre de temores, caminó hacia la pieza, dispuesto a tomar de un brazo y sacar de ella a Elisa, la eromaníaca mujer del Agrónomo, que le había dado una noche de placer y conjurado la visión de aquella a la que no tenía derecho de suscitar de entre las sombras.

Elisa no se extrañó. Estaba acostumbrada a ser despedida acremente de otros cuartos parecidos y por hombres mucho menos importantes al fin que Montoya. La saciedad viril solía proporcionarle frecuentemente insultos en lugar de saludos. Se fue, arrastrando pesadamente su cuerpo por unas horas satisfecho.

Montoya quedó solo. Con la terrible soledad de sus atroces pensamientos, lúcidos, abiertos hacia todos los puntos cardinales de su conciencia. Anduvo y desanduvo su ciclo temporal. Lo recorrió indagando el huidizo secreto de su culpa. Y cuando buscaba resolver aquel enigma, solitario y desesperado, todos los hechos de su vida parecieron convocarse en la pequeña habitación, ahora habitada por los fantasmas que callaban. Tenía, siempre la había tenido, una particular facultad para indagarse.

¿Cuándo empezó realmente su declinación o su exaltación?

Desde muy joven se había revelado como voluntarioso, dominante, ansioso de emprender empresas donde su coraje impetuoso se manifestara. Nació con el siglo o, como solía rectificar, «…el siglo nació conmigo…».

Su padre se trasladó al Sur. Y como su hijo le complacía por su varonil predisposición, lo encaminó hacia la carrera de las armas. La tradición revivía en el muchacho. Luciano Montoya arrasó con todo. No quiso visitar a su padre en su estancia hasta graduarse.

Cuando lo hizo ya era un hombre. Su padre, viejo conocedor del mundo, lo observó pensativo. Luciano tomó su primera copa de alcohol con la impavidez con que cumplía cualquier acto en su vida.

En los pocos días que duró su licencia doblegó cuanto quiso. La chinita que lo vio entrar en el puesto un atardecer le ofreció una copa de vino y él bebió la copa y selló la carne agreste con su antojo. Chilenos barbudos y criollos solapados y tenaces, desparramaron la fama del «niño» y allí inició su destino de coraje.

Pero era un coraje inútil. Un mero atropellar al tiempo vacío. Lo llenó artificialmente. Casi como en un juego, conspiró, contribuyó a derribar gobiernos, ganó ascensos, generó más enemigos que amigos.

Acaso, de algún modo impreciso su vocación constituía un fracaso, una frustración. Haber ocupado veinticinco años de su vida preparándose para un acto supremo, siempre postergado, pues todo se difería, se diluía en una tierra caliente, llena de eufemismos e hipocresías, velando las armas, colgándole discursos altisonantes, donde los adjetivos y la hipérbole controvertían la tajante decisión de un Alejandro.

Una tarde o una noche, borracho pero lúcido, dijo:

– Ningún hombre cabal se resigna a estar siempre esperando manifestarse. Desarrollamos una actividad elegida o aceptada en procura de un nebuloso propósito general, pero, esencialmente, para nuestra particular estimación. Nuestro propio juicio de valor, rectamente entendido, se obtiene midiendo nuestros actos, no nuestras intenciones: ¿de qué le serviría a un sacerdote un templo eternamente vacío?; ¿a un intelectual una obra jamás iniciada? El criminal se encarna en su crimen…, no en su posibilidad. Biológicamente el hombre es una entidad que se evidencia en el obrar. Pero nosotros: ¿qué batalla hemos librado?

No entendieron muy bien el sentido de su desahogo o callaron la réplica, pero el conflicto de Montoya no podía ser satisfecho con el silencio. Continuó interrogándose a sí mismo. De antemano conocía la respuesta, pero se burlaba de ella.

Entonces, de una manera sorda, comenzó el martirio de Marta. La eligió a ella sin pensar demasiado, quizá porque era tan apuesta y, aparentemente, tan firme. Ella no intentó penetrar en su vida. Se detuvo en la orilla, indecisa o asustada. Así no podía ser. Ni el hijo que le dio pudo resolver el conflicto. Lamentablemente sirvió para acrecentarlo.

El hombre-soldado-místico sin salida que coexistía en Montoya fustigó con despiadado rigor el fruto de su paternidad. Ya que no podía deslumbrar a su hijo con bélicas hazañas, le pareció casi natural espantar a la madre y al hijo denigrándose.

Y así como un viento que se arremolina y se revuelve sobre su propio centro exasperado y descuaja el mismo árbol cuyas ramas arqueó antes graciosamente ensombrece el paisaje con su ira hasta concluir en un caos que destruye el principio creador de los elementos, él se lanzó a destruir su propia creación queriendo destruir su propia pretendida inutilidad, su ser, su sangre entró en ráfagas golpeó su corazón lastimado lastimándose, lastimando rabiosamente a quienes se abrazaban todavía aterrados al eje del torbellino porque, a pesar de todo, el coronel Montoya seguía siendo un pedestal excepto que había olvidado que, en última instancia, cuando un hombre ignora su destino le queda la esperanza de buscar a Dios.

Al amanecer tomó el tren a Colonia Sarmiento y esperó al Siútico que venía de su estancia.

También allí era conocido. Los cuarteles cercanos protegían recuerdos que él no pretendía revivir. Pero algunos de sus camaradas hicieron reflexivas tentativas para atenuar el extrañamiento a que había sido condenado. Para eludirlos se encerró en un cuarto de hotel (¡otro más todavía!) y desanimó inclusive a los más animosos.

Solamente el doctor Mezquita pudo vencer la reserva del coronel. Sin proponérselo expresamente, tuvo oportunidad de acceder a su mundo. Para él no constituía ninguna novedad vencer resistencias obstinadas. Sabía llegar al corazón de los hombres valido de su inalterable sencillez, porque el doctor, que había transitado las guarniciones militares con paciente solicitud, era, sin duda, un ser puro y amable. Conocía de tiempo atrás al coronel, lo había tratado con el mismo interés bondadoso con el que se acercaba a todos; con la mano extendida y el ánimo predispuesto para comprender el dolor humano.

Ni siquiera el coronel Montoya, tan propenso al sarcasmo, consiguió mantenerse irreductible ante su espíritu amistoso, y así, a través de los años, se profesaron una recíproca estima, hecha casi tanto de silencios como de palabras.

– Adelante, doctor -dijo Montoya, después de los saludos, viéndolo recorrer con la vista los objetos de la pieza-; no parece muy alegre esta mañana.

Mezquita detuvo sus ojos en los del coronel.

Realmente se lo veía como abrumado por graves pensamientos.

– No tengo motivos de alegría últimamente -dijo al fin-. Todo lo contrario; me siento triste, muy triste… Sé que es tonto, pero; ¡hay tanta ruina y pesadumbre a nuestro alrededor!…

De pie, dominándolo con su estatura, Montoya colocó sus manos sobre los hombros del médico.

– No se me ponga sentimental, justamente ahora, doctor -le reprochó-. No resisto que me compadezca.

– ¡Pero si no hay tal, amigo mío!: a usted es imposible compadecerlo. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué tanto sufrimiento?; ¿qué fuerza desquicia su vida?

Montoya se enderezó y retrocedió un paso.

– Amigo -murmuró-; desde hace meses vivo siendo interrogado sin cesar y, en lo que a mí concierne, le aseguro que no tengo ninguna respuesta disponible. La he buscado con rabia y desesperación, pero inútilmente. Todos mis sueños de memorables empresas concluyen al fin en tétricos ríos de arena. No puedo vencer al mundo ni a mí mismo. Si verdaderamente todo lo que me sucede tiene un sentido, yo no alcanzo a discernirlo. Lo desconozco. Es como si en mi interior habitara un tigre ávido de luz y yo, a porfía, lo condenara a las tinieblas. Pero el tigre atropella por instinto, porque odia la oscuridad donde lo sepulto… Estoy cansado, doctor, muy cansado; sólo busco ahora ahogar esta bestia que se revuelve en mí y que todo lo desgarra…

– No, coronel; no es un tigre sino su alma, a la que usted se empeña en ignorar-dijo el doctor suavemente-. Como médico debiera preferentemente ocuparme de los males del cuerpo, pero he aprendido, y en ello consiste quizá toda mi escasa sabiduría, que únicamente la salud del alma y la grandeza del espíritu, o su conflicto, justifican nuestro paso por la vida… Inquiera en su alma, Montoya, y tendrá, tarde o temprano, la respuesta que necesita… Casi nunca acertamos con los fríos ojos de la razón, sino con los velados del alma. No importa que lo que realice sea grande o pequeño; al fin hará lo debido, estoy seguro, y entonces terminará su peregrinaje.

– No fui preparado sino para lo concreto y visible, doctor.

– Se equivoca; un día se encontrará a sí mismo.

– Doctor: ¿me cree usted responsable de la muerte de mi hijo?

– Sí, lamento decírselo.

– ¿Ve usted? ¿Con qué dialéctica destruyo ese hecho? ¿Cómo razonar entonces?

Se despidieron poco después y Montoya, ajeno y desatendido del laborioso quehacer de los pobladores de la colonia, que reflejaba en el lago adusto y salobre la llamarada verde de los álamos, tuvo tiempo para pensar en su vago proyecto de viaje. En realidad no recordaba exactamente el momento ni el motivo de su decisión. Mientras escuchaba el veredicto de su proceso sólo sentía curiosidad; después nació en él la necesidad de partir… ¡irse! Pero, ¿adonde?

Buscaba una respuesta adecuada cuando golpearon a su puerta. Olvidando su prevención fue a abrir. Antes de que pudiera reaccionar el Agrónomo estaba dentro. Resultaba difícil eludir a esta figura resbaladiza. No mal parecido, rubión, ojos de pez, cabellos lacios e impregnados de una permanente humedad, labios gruesos y un cuerpo grande, cubierto con un traje arrugado, la camisa sucia y la corbata corrida. Se adivinaba la carne fofa, los músculos blandos. Montoya, infatigable consumidor de whisky, recibía el alcohol como el roble recibe la savia; el Agrónomo, árbol decrépito, con mucho menos se pudría de pie.

– ¿Qué se le ofrece? -preguntó Montoya, ignorando la mano extendida del otro.

– ¡Coronel!…, ¿no me reconoce? El año pasado anduve en comisión con usted por el Oeste, por la frontera… -parecía asombrado del olvido.

– Ya lo sé -dijo el coronel-. Pero supongo que no habrá venido solamente para recordarme eso.

El Agrónomo comenzó a afirmarse. Sus ojillos enrojecidos dejaron de girar atemorizados.

– Claro que no, coronel… Otra cosa me trae, esta mañana supe de su llegada y en seguida me dije: “¿Por qué no verlo a él?»

– Bueno, ¿por qué? -quiso saber Montoya, impacientándose.

El Agrónomo se armó de coraje.

– Coronel -dijo, aspirando rápidamente-: ¿ha visto a mi mujer en Comodoro?

El coronel Montoya se había sentado en la cama; al oír la pregunta lo miró adustamente. «¿Qué pretendía aquel individuo? ¿Ignoraba acaso que el nombre de Elisa, asociado al de cualquier hombre, incluía un cuarto para dos, o menos todavía?» Sin embargo, no dudó demasiado.

– Sí, la he visto; si le parece mejor, ella me descubrió primero…, se acostó conmigo.

El Agrónomo dejó caer la cara y se pasó una mano sudorosa por la frente.

– Me lo suponía, coronel… Usted u otro -murmuró mientras se sentaba en la única silla de la pieza. La incipiente embriaguez lo disgregaba-. Ella, Elisa, no siempre fue así; pero en cambio siempre fue muy linda -parecía rememorar, apresar un recuerdo algo impreciso-. Sabe usted lo linda que es, ¿verdad? Ese cuerpo suyo, sus caderas arqueadas, sus senos redondos, sus labios, ¡cómo besan sus labios, Dios mío!

– ¡No sea asqueroso! -estalló el coronel y se detuvo con lástima.

– Asqueroso… ¿por qué? ¿Encuentra asqueroso acostarse con ella acaso?

El individuo temblaba. Un curioso temblor que lo recorría enteramente. Parecía encontrarse al borde de una crisis nerviosa, mientras allí, sentado, se miraba las manos que acompasaban el temblor general de su cuerpo. Las observaba, las recorría con una sonrisa extraña, como si se burlara de sí mismo, de lo que había dicho o de los pensamientos por estallar. Luego, sin dejar de mirarse las manos, igual que si hablara para ellas, continuó con voz suave:

– No me insulte, coronel; no hace falta. A pesar de todo, de todas las porquerías que ella consuma con usted o con cualquiera, es a mí a quien quiere y yo le correspondo. Es difícil que lo entienda. Casi en seguida de estar casados, comprendí que eso iba a ocurrir una y otra vez. La cuestión a resolver era, ¿cuántas veces?… ¿cuánto tiempo? Su furor se ha ido agravando, pero vuelve siempre a mí y entonces se muestra dulce, paciente, y pronto, desconociendo la injuria, se une a mí como jamás podrá hacerlo con nadie. Ocurre siempre así, hasta que de nuevo todo recomienza. Sé que no debiera alejarme de su lado, pero el trabajo me lleva de una a otra parte. Además, físicamente termino agotado, mientras los lobos se deslizan alrededor esperando su turno. ¿Comprende?… Despedaza con ellos su cuerpo, pero sólo yo soy el dueño de su alma, sólo en mí confía y yo no tengo miedo ni vergüenza de reclamarla de nuevo. También es verdad que ahora necesito su ayuda. Elisa pretende olvidar los buenos momentos, quiere hundirse en lo que no dura; usted es fuerte y a usted habrá de obedecerle. Tráigamela, coronel, por favor. Nos iremos a Esquel, no me verá más. A usted le satisface una hora; para mí es un seguro en la eternidad.

El coronel escuchaba pero no oía: vagamente percibía el rostro demudado y los labios a los que el bigote escaso desdibujaban, moviéndose imperceptiblemente. La voz parecía venir de otra parte, no de aquellos labios sin color. Creíase ubicado en otra dimensión, donde no lo alcanzaban el dolor, ni el bochorno, ni las carcajadas. Como si las palabras del otro, el espectáculo que ofrecía, provocaran en él la catarsis que su profesor de griego se complacía en desmenuzar. Hasta que su propia situación sin salida, ni siquiera por el camino de la confesión, concluyó por arrastrarlo a una cólera sorda y creciente.

– ¿Por qué me elige precisamente a mí? -replicó airado-. Me pide ayuda: ¿qué ayuda?… Me pregunta si encuentro asqueroso acostarme con su mujer; claro que sí. Usted, ella y todos los débiles de su calaña me asquean. Viven pidiendo ayuda, aferrándose a los demás; enfréntese usted con su problema; ¡mátela o mátese usted si es preciso!…

– ¿Y el amor, coronel?…, ¿usted nunca ha querido a nadie? -el Agrónomo hizo la pregunta sin dejar de recorrerse las manos con sus ojos turbios.

De dónde sacaba fuerzas para continuar era imposible conjeturarlo, pero su sonrisa desvaída resultaba casi triunfal. No suponía cuán duramente había tocado la herida secreta del coronel Montoya.

– El amor…, imbécil; usted no sabe siquiera qué cosa es el amor del que habla. Usted, y todos los bichos como usted, piden, piden siempre; a la mujer amor, a los otros compasión, ayuda, solidaridad. ¿Le gusta arrastrarse?, ¡pues hágalo y déjeme a mí en paz! ¿Le pido acaso a usted ayuda? No…

– Tal vez la necesite, coronel. Acaso necesite también un poco de amor. No importa -dijo el Agrónomo, levantándose pesadamente-, buscaré a Elisa sin su ayuda; ella tiene corazón y volverá conmigo. Ahora veo claro en usted; cada cual que lleve su carga, ¿verdad?; y todo lo demás, la cruz para unos pocos -de pronto el individuo pareció revestirse de una vaga dignidad-. Gracias lo mismo, amigo…

El coronel abrió la puerta y empujó a través de ella al Agrónomo. El hombre trastabilló, se adosó a la pared del pasillo y apretó los puños.

– Nunca he sido su amigo… ¡Váyase antes que le estropee esa cara de idiota!

Se dio vuelta sin preocuparse más del infeliz. Por el espejo descolorido del ropero lo vio desaparecer como una sombra.

Pero algo dentro de sí estallaba, ardía, quemaba, como si por el esófago le vertieran ácido. «Acaso también necesite un poco de amor.» ¿Sería posible que la frase de aquel vil rasgara la niebla como un puñal el terciopelo? ¡ Marta, Marta! ¿Me amaste realmente? ¿O fuiste apenas un ser obediente y sumiso, como…, como el Agrónomo?

Rabiosamente intentó apartar el pensamiento que asociaba a su mujer con el marido de Elisa. Hería su orgullo semejante analogía; era como si arrastrara la imagen de la muerta, su fantasma, para acoplarlo en impío abrazo con el repugnante sujeto. Y de una manera sigilosa tuvo celos del abrazo increíble. Imaginaba la figura grotesca del Agrónomo arrancando a su mujer de entre los brazos de sus anónimos amantes, suplicando al pie de los lechos todavía calientes, rechazado por hombres exasperados o saciados. ¿Había Marta amado como aquella piltrafa amaba a su mujer? ¿Era posible admitir tan degradante comparación? Ella era Marta de Montoya, su marido era el coronel Montoya. Marta no mendigaba amor, no suplicaba jamás ni se quejaba… En cambio lo miraba, lo indagaba con sus ojos serenos. Lo juzgaba, he ahí la verdad; por eso no podía resistir su presencia, sus silencios, prolongados y quietos. Los ojos de Marta y sus silencios formaban una plancha tersa donde era inútil luchar; carecía de sombras y de obstáculos, nada que justificara la cólera o el fastidio. Carecía de horizontes, de profundidad y sustancia y aun así, desierta de gritos y ademanes, Marta de Montoya estaba muy por arriba de aquel lodazal donde se debatían el Agrónomo, Elisa… y tal vez él mismo.

De pronto recordó el sueño que lo atormentara en el hotel España y sintió el horror de la reiteración.

Acosado por el obsesivo recuerdo que suscitara la presencia del Agrónomo, el cuarto del hotel resultaba inaguantable. Vació en su estómago los restos de la botella colocada sobre la mesita de luz y se lanzó afuera…

Cerca de la estación tres muchachones pegaban parsimoniosamente unos grandes cartelones donde, al pie de un enorme rostro sonriente, se leía en grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».

– ¡Bravo! -murmuró Montoya, riendo sordamente-. A éste no lo agarra ningún Tribunal de Honor…

Y parado frente al retrato que lo miraba a él con comunicativa alegría, le hizo un grotesco saludo, mientras los muchachones lo miraban divertidos.

– ¿Se la damos? -propuso uno.

– Está borracho -contestó el interpelado.

– Con ese físico, viejo, lo que le vas a dar va a ser una ocasión pa'que te «fajen» -afirmó el tercero.

Oscurecía: el invierno sosegaba el ímpetu del viento. Lejos, entre las alamedas plantadas por los colonos italianos, rebrillaban las aguas del Musters, tocadas por el último resplandor del amarillento sol que se desplomaba detrás de las sierras de San Bernardo. Un colono se perdía por un camino flanqueado de árboles, apurando al caballejo que arrastraba el sulky. Debajo del plan del carricoche un perro trotaba husmeando los bordes de la huella. Se retrasaba, volvía a correr atropellándose y de nuevo se ubicaba bajo el sulky. Pronto desaparecieron en el recodo de un sendero particular.

El coronel Montoya tomó el centro del camino y echó a andar lentamente. Sus pasos, que no lo conducían a ninguna parte, conservaban la especial elasticidad casi automática que prescribían los reglamentos militares. Así era sencillo recorrer largas distancias y pronto ralearon a su costado las escasas viviendas del pueblo, mientras crecían también las sombras. Los álamos habían perdido su frágil galanura vertical, disminuidos en cantidad y resistencia. El pueblo quedó atrás.

Una oscuridad sin estrellas concluyó por rodearlo. La noche patagónica lo anegó en una negra espesura. El camino, como un río de sombras, lo llevaba al Oeste. Pero lo mismo podía llevarlo a las puertas del infierno. Erguido y solitario, el coronel Montoya «cortaba la ola negra».

…Uno…, dos; uno…, dos…; uno…, dos; uno…

Más exactos que el agitado ritmo de su pulso convulsionado, sus pasos machacaban a la noche, como si quisiera aplastarla bajo las suelas de sus zapatos.

Pero no flotaban fantasmas a su alrededor; únicamente la soledad sola como un ancho río negro.

En ese momento la enceguecedora luz de unos faros lo recortaron frente al vehículo que frenaba con violencia.

– ¡Señor, señor! -gritó el Siútico, corriendo alarmado a su encuentro-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Si esperaba una respuesta quedó defraudado. Sin hacer caso del asistente, Montoya entró en la cabina de la camioneta, empuñó el volante y apenas el Siútico estuvo adentro, partió velozmente de regreso a Colonia Sarmiento.

Al entrar en el hotel ya era medianoche.