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Partieron al día siguiente. Junio avanzaba con las primeras nevazones, pero aún era posible recorrer bastantes leguas sin hundirse en el barro que se acumulaba en los bajos. Sobre las mesetas la poderosa camioneta rugía intrépida, chocando contra el viento helado que llegaba desde la distante cordillera. Se podía correr sin pausa; bastaba solamente mantener con atención las ruedas dentro de la doble huella de la «picada». El pulso del coronel era firme. Conducía con la mano izquierda y con la derecha sostenía el cigarrillo que fumaba sin prisa.
La idoneidad mecánica del Siútico no admitía objeciones. La Dodge lucía toda su potencia y saltaba hacia delante en las depresiones como un caballo de raza salva las zanjas del picadero. En las subidas rugía y apuntaba la nariz al cielo hasta que el filo de la loma desaparecía de golpe y toda la región siguiente se desplegaba en un gris abanico cuyos bordes rozaban la plomiza línea del horizonte.
Soledad. Camino. Soledad. Piuquenes. Algún guanaco siguiendo el rastro de su manada, erguido el cuello interrogante. Nubarrones oscuros cerrando el Oeste como una frontera.
Al atardecer llegaron a Los Monos. Menos que un apeadero, apenas una casona informe puntuando la meseta y el borde del San Bernardo.
Frente a la pared mal encalada dos muchachones pegaban parsimoniosamente un gran cartel donde, al pie de un enorme rostro sonriente, se leía con grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».
El Siútico, pateando la tierra para desentumecerse, comentó:
– Coronel Perón… ¿usted lo conoció?
El coronel Montoya miró el cartel durante un segundo y respondió:
– Lo conozco; él también es viudo…, pero tiene eczema.
– Bueno, bueno, bueno -fue el incongruente subrayado ante la incongruente referencia.
Un tazón de café humeante, un trozo de pan, un largo trago de whisky para Montoya, el apurado trasegar nafta del bidón al tanque y de nuevo la «picada» interminable. La ruta 26 marcaba ahora el Noroeste sin titubear. Los faros bañaban los calafates y los montículos funerarios de la «leña piedra». Los primeros refulgían unos momentos como descarnados esqueletos de finos huesos dislocados y los montículos parecían agazaparse, cansados peregrinos del camino, asustados ante aquella móvil luz que perturbaba la soledad de las mesetas. Muchas leguas llevaban recorridas cuando, al cruzar un cañadón, las luces de otro vehículo oscilaron delante de los viajeros. Un pesado camión pasó rugiendo al costado de la camioneta y de nuevo se abismaron en la noche. A la madrugada el Siútico cabeceaba, todo su rostro convertido en una arruga concéntrica rodeando la boca, cuyos labios sensuales, extraños labios encajados en una cara de muñeco viejo, se entreabrían descubriendo los dientes afilados y amarillentos. El coronel Montoya, en cambio, apretaba las dos manos sobre el volante y fijaba su mirada en la ruta. Apenas si alrededor de los ojos la piel de los pómulos se contraía y su párpado izquierdo, con espaciados y rebeldes temblores, lanzaba el globo del ojo hacia fuera de la órbita, acentuando el matiz oscuro de la pupila.
Al descender un sinuoso corte en el borde de la última meseta las luces del Paso Río Mayo marcaban el cruce del territorio; algo más allá la cordillera dibujaba su espinazo. La calle central del pueblo la constituía la propia ruta. El coronel Montoya titubeó en la elección del hospedaje: adelante tenía al Covadonga, con sus buenas piezas, pero allí era muy conocido y además por la mañana inevitablemente tropezaría con el oficial de la gendarmería, el receptor aduanero, el jefe de Correos y demás prohombres del lugar y la perspectiva no le interesaba. Optó entonces por detenerse frente al establecimiento de Borojovich, un yugoslavo taciturno que no hacía preguntas fastidiosas.
Contó cuatro focos de luz en otras tantas esquinas de la desierta calle-ruta; otra claridad frente a la guardia de gendarmería y otra más delante del hotel del yugoslavo; allí se detuvo y al instante el Siútico se estiró, parpadeó y todas las arrugas de su cara corrieron a ocupar el sitio acostumbrado.
No esperaban que nadie los recibiera y ellos lo sabían. Atrás, desde la puerta de la guardia, un gendarme salió a contemplar el paso del vehículo, lo estuvo observando hasta que se detuvo, y silbando a su perro se metió de nuevo en el local. El sargento lo interrogó con la mirada.
– Me parece que es la Dodge del coronel Montoya, el de la estancia de Las Heras -informó el gendarme.
– ¿Siguió de largo? -volvió a preguntar el sargento.
– No. Paró en lo de Borojovich…
– Entonces no ha de ser el coronel sino su administrador… El se aloja siempre en el Covadonga.
Bueno, sea quien sea, ¿qué andará haciendo de madrugada? -murmuró el sargento-. En fin, mañana informaré al comandante.
El mate cambió de mano. El farol a querosene ronroneaba suavemente y la estufa resplandecía con su boca de fuego al rojo. Era la hora en que el sueño pesa como una lápida sobre los ojos cansados. Cerca del cementerio un perro desafiaba al silencio con nerviosos y entrecortados ladridos.
El coronel y su contrafigura estaban parados frente al hospedaje. La pared blanqueada imitaba a una áspera pantalla cinematográfica.
En el centro de la pantalla, proyectado por una máquina que había detenido su marcha y olvidado la imagen, un gran cartel color crema mostraba un rostro sonriente, a cuyo pie se leía con grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador». En verdad sólo él velaba sin fatigarse.
Pero el coronel Montoya pasó sin advertirlo y se metió en la pieza preparada siempre para los viajeros rezagados.
En el invierno patagónico la mañana tarda en desperezarse, se va estirando muy lentamente; desde el lejano Atlántico empuja sin prisa y sin pausa a las estrellas rezagadas; se deja acariciar perezosamente por la niebla de los cañadones; engaña a la nieve y al viento; desvanece los flotantes copos de fino algodón abandonados en el océano celeste, y cuando ya nadie la espera se cuela cautelosamente entre los rebaños, engancha jirones de su luz entre las orejas temblorosas de los guanacos, platea las largas y desfallecidas plumas de los avestruces que recorren las mesetas, inunda al impasible peón de los primeros puestos y juguetonamente, como una mariposa tonta, se queda prendida en los cerros de la cordillera, sin que la nieve se deje intimidar por su presencia.
A esta hora, Mario Borojovich pasaba el trapo al mostrador de estaño, su conspicuo rival del Covadonga daba indicaciones a «su cocinero», y el sargento Funes rendía el informe de la noche a su comandante; allá por el Este, el indio José Uántkl, el «desmemoriado», repetía el invariable arreo de sus ovejas, y más al Sur, Elisa, exasperada, se estiraba en un lecho cuyas sábanas no habían sentido el cuerpo de ningún hombre, ni siquiera el del Agrónomo, cuya borrachera le había hecho perder el viaje del Diessel desde Colonia Sarmiento a Comodoro.
Pero el coronel Montoya ya había partido sin siquiera saludar al gran cartel de la pared… El rostro sin ojeras del retrato saludaba, en cambio, alegremente a la mañana naciente…
En el conciso ámbito de la cabina de la camioneta, que a esa hora costeaba la figura de huevo semienterrado de la Loma Negra, rumbo al Alto Río Mayo, los dos hombres recreaban con el pensamiento dos universos irreconciliables.
«Esa madrugada, Raulito se encontraba junto a la señora, los dos detenidos allá arriba, en el alto rellano de la escalera; el niño estaba muy cansado, sufría sin conocer la causa. Casi no había dormido aquella terrible noche. La noche atormentada por los gritos del coronel; abrumada por sus insultos feroces. Primero fue en el dormitorio de los señores; donde sólo se escuchaba su voz sorda, mordiente como el ácido. ¿Cómo pudo atreverse a regresar a medianoche con aquellas dos rameras? ¿Y cómo pudo hacerlo trayendo con él al niño? Irrumpieron en la casa entre carcajadas nerviosas… Yo los vi llegar y les quité al niño, pero no pude evitar que la señora apareciese para presenciar la escena. Las otras se quedaron inmóviles al verla. Yo veía el escote de una rubia y sus senos lechosos donde ardía un medallón incrustado con rubíes color sangre. Y fue como si hubiesen realmente quedado desnudas a la luz cegadora de un juez infinito. Después se atropellaron al escapar, riendo para ocultar su confusión, mientras el coronel Montoya comenzó a proferir palabras espantosas…»
«En consecuencia, este Tribunal de Honor…
»¿Qué hará usted ahora, mi coronel?…,
«¡Marta, Marta! Flotaste a mi alrededor entre el silencio y las plegarias; no valía la pena tu martirio. Yo no necesitaba ni quería ser salvado; buscaba una salida y tu piedad cerró la única posible. ¿Qué clase de amor fue el tuyo?
«Ahora todo está consumado. No volveré atrás. Ni casa, ni campos, ni país, nada me pertenece, ¿comprendes? Nada puede construirse sobre tantas ruinas, degradación y muerte sin sentido…»
«Pero el coronel Montoya necesitaba algo más que una noche enloquecida para agotarse. Se empeñó en llevarse a Raulito a la cabalgata de Palermo; había dado su palabra -dijo-. Por eso con la primera claridad de la madrugada, ordenó al niño alistarse, y allí estaba el infeliz, trémulo de frío, sueño y miedo. Se negaba a descender las escaleras a pesar de los ruegos de la señora.
«Entonces el coronel comenzó a apostrofarlo prolijamente, eligiendo los vocablos que denigran a los hombres y que Raulito oyó casi desde antes del piar de los pájaros.
»Y allí estaban, Raulito tembloroso, la señora crucificada y el coronel maldiciendo… y yo, señora; yo que…
»E1 niño rodó al fin sin un grito. La orden fue cumplida. Cayó a los pies de su padre como un pájaro. Muerto.»
Habían pasado por Centro Río Mayo sin detenerse. El coronel Montoya ya conocía cada recodo de la «picada» y la Dodge giraba y ascendía dócilmente bajo su mano segura. Antes del mediodía llegaban a Alto Río Mayo. Dos o tres casas adosadas a los cerros.
Frente a la consabida posada de los camioneros, unos paisanos contemplaban en un gran cartel color crema, un rostro sonriente, a cuyo pie se leía en grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».
Allí devoraron una sopa caliente, donde flotaban grumos de grasa de capón, el capón guisado y un trozo de queso, tan seco y duro como el pan que acompañara a la comida. El vino era áspero, el café agrio, pero el whisky igualó en la garganta del coronel todos los sabores.
Había nieve en los faldeos. Una nieve sucia, primeriza, todavía fácilmente desleída por el tibio calor del sol. Chorreaba entre las piedras, originando pequeños hilos de agua helada que la tierra absorbía sin dificultad. Los montes de lengas y ñires se sucedían ahora más inmediatos entre sí. La frontera estaba próxima. Atrás quedaba ya el valle del
Yolk-kaik, donde nace el viento mortificador de la carne. En los frecuentes «mallines» afloraban el neneo y los junquillos y acaso, protegidas por piedras cóncavas, excavadas por los torrentes del verano, elevaban la gracia de su color, la traul-traul sus amarillos carnosos y afelpados, el puel-neneo sus campanillas rojas y, todavía más solitaria, la picumpellen sus tres pétalos solferinos. Paredes de piedra desgarrada verticalmente amurallaban el camino, cada vez más sinuoso y descuidado.
«Peludearon» en un hondón barroso. Reventaron una cubierta y una gran piedra desprendida de un faldeo, a la vuelta de un recodo, hizo al vehículo saltar bruscamente de costado; el golpe aplastó el guardabarro delantero, pero nada los detuvo.
En el hito 45, límite, mojón y señal convencional entre dos territorios que la cordillera zanja con poderosos brazos, se detuvieron.
– Pasaremos la noche aquí.
Entrenado para enfrentar contingencias similares, el Siútico no demoró mucho en armar la tienda de lona en un abrigo, acarrear ramas de ñire y alistar el fuego y la comida. Iluminándose con una linterna de mano, el coronel Montoya procedía a realizar una minuciosa inspección en el vehículo. Sometida a dura prueba la camioneta mostraba algunos desgarrones, pero ninguna herida importante. En la creciente oscuridad las lenguas de fuego de la hoguera se elevaban alegremente, caldeando el seco ambiente circundante.
Comieron después, sumido cada uno en sus íntimas cavilaciones, mientras la noche y el silencio insólito y meditativo crecían al unísono, rodeando la gruta de luz generada por la hoguera, dentro de cuyo ámbito el vehículo, los dos hombres y sus enseres, creaban un mundo singular, único signo viviente en la noche de piedra y sombra.
Se acostaron y durmieron y la paz descendió sobre ellos.
Habían cruzado la frontera sin volverse a mirar el país que dejaban a sus espaldas.
El coronel Montoya apretaba los dientes y sus labios formaban una línea cerrada y dura.
El Siútico no se hubiera atrevido a quebrar su mutismo y se entretenía inconscientemente en adivinar el momento preciso de los cambios de marcha. Freno, embrague, segunda, aceleración. Tercera y otra vez freno y rebaje en los descensos vertiginosos. Árboles, rocas, árboles y rocas, sucediéndose siempre iguales y diferentes…
Corrían ahora hacia abajo, siempre descendiendo por el camino serpenteante, cruzando hendiduras abismales sobre puentes colgantes, contemplando el bosque de coníferas que tenazmente se alargaban para vencer el asedio del sotobosque. Hilos de agua y cascadas semiheladas semejaban hebras canosas en la cabellera pétrea de la montaña. Sólo una mano firme, un pulso seguro y un gran conocimiento de tales rutas, permitían tomar las espirales interminables donde el mismo paisaje se ofrecía a las miradas una y otra vez desde distintos ángulos, hasta que todo se confundía, se invertían los planos y ya no se podía distinguir si el vehículo se movía o el paisaje giraba y se inclinaba como un trompo enloquecido alrededor del ojo múltiple de una hormiga inmóvil.
Era imposible ignorar la presencia de Dios ante tanta majestad y los dos hombres la sentían, pero los rudos caballos de acero y nafta de la camioneta continuaban tosiendo de coraje, llevados con mano firme por el auriga hacia un destino confuso. Una vacilación imperceptible, una fugaz distracción del conductor bastaría para que toda aquella rodante energía mecánica se hundiera en el profundo abismo. Y la loca espiral invitaba al vértigo. Como una borrachera de colores esenciales y rayos luminosos, el paisaje se movía, hundiéndose y emergiendo del abismo… En algún rincón de la memoria, en el absoluto infinito de lo soñado, hemos trastocado el tiempo y el espacio y contemplado desde el universo de la conciencia la conciencia del Universo… ALLÍ LOS ÁRBOLES SUBÍAN VERTICALMENTE COMO espadas desnudas y centelleantes para alcanzar la luz del sol, pero inútilmente. Porque siempre había que enfrentar el borde audaz de una nueva montaña opaca y ciega.
Se podía andar entre ellas como una cosa viva y movible de tanta vehemencia vital que encerraban. Los líquenes flotaban como hilos plateados y estorbaban las miradas. Abajo, donde nacen los troncos crecían el musgo y los gérmenes y las raíces y la tierra.
TODO.
Girando en caracol se acercaron a Coyhayque. Sobrepasaron sin detenerse los bosques quemados, donde los campesinos, aferrados a la tierra escasa, arrancan un fruto indócil. Sobre los planos inclinados de los cerros, caídos los gigantes del bosque bajo el hacha y el fuego, mostraban sus torsos desgajados y ennegrecidos. Alrededor de los troncos verdeaba la gramilla y los tímidos renuevos se balanceaban a impulsos de la brisa. Líquenes y hongos se nutrían de la descomposición vegetal. Como oscuras banderas húmedas prendidas en los altos picachos, se hinchaban las nubes premonitorias de la lluvia. Otra tierra, otro clima, otros hombres, pero para el coronel Montoya y para el Siútico, apenas una distinta etapa de su éxodo.
Al atravesar el segundo río que, con el Simpson, encierran a Coyhayque, el caserío se les presentó de improviso.
– Ahí está el pueblo, mi coronel -'dijo el Siútico, utilizando el obvio pretexto para quebrar la casi permanente mudez a que estaba condenado.
Montoya detuvo el vehículo.
– Lo estoy viendo -respondió.
Después de muchas horas de conflicto interior, parecía más sereno. Los viajes de la botella hasta su boca se habían espaciado. Algo pugnaba siempre por irrumpir fuera de sí; una voz, un grito, un fantasma o una sorda queja muriendo entre sus dientes. Pero también una nueva claridad, imprecisa y vacilante, atemperaba su forzada impavidez. Aspiró el aire húmedo y fresco de la tarde.
– No sé cuánto tiempo estaré aquí… Por última vez te lo advierto y no lo volveré a repetir. Nadie te obliga a seguir conmigo. Todavía puedes volver a tu tierra… ¡No! No me interrumpas…; puedes volver a tu tierra o a la estancia, donde mis parientes te recibirán, eso creo al menos…
– No lo dejaré, mi coronel…, usted lo sabe bien.
– ¡Demonios! Lo sé muy bien. Eres como mi espejo, sospecho que eso quisiste significar antes de ahora. Puedo pasarme sin espejo, pero, amiguito, sospecho también que eres algo más… ¿Quién dijo algo sobre la imagen de la culpa? ¡Eh! Preferiría que me dejaras solo.
El Siútico torció la cara:
– No lo dejaré solo…
– Así parece. Pero si te quedas, vamos a poner algo en claro… No hay más coronel Montoya. Eso es definitivo. No lo olvides. Soy un tal Montoya, retirado de la circulación, con su socio, ayudante… lo que se te ocurra. O un vago, jugador ventajero, hachero, contrabandista, cualquier cosa menos lo que sabes… ¿está claro ahora?
– Sí, señor.
– A Coyhayque, entonces -dijo el flamante señor Montoya, y puso el motor en marcha.
Viendo el vehículo lleno de barro, abolladuras, lonas flotantes y viendo la traza de los dos hombres que descendieron frente al inmerecidamente titulado hotel El bosque alegre: un hombrón de ropas fuertes, pero ajadas, y cara barbuda y el pequeño, enjuto y sinuoso personaje que lo acompañaba, cualquiera de los oficios enumerados podían adecuárseles sin riesgo de equivocarse.
En El bosque alegre sobraba en algarabía lo que podía faltarle en comodidades.
Una barahúnda indescriptible reinaba en el enorme recinto, construido enteramente con maderas apenas devastadas. Hasta un desprevenido forastero podía asegurar a primera vista que El bosque alegre constituía una de las máximas instituciones de Coyhayque.
El patrón vino al encuentro de los recién llegados. Contrastando con la amplitud del local y la desmesura de las voces, la figura del patrón aparentaba ser aún más pequeña de lo que en realidad era. Delgado, pero no enjuto, casi gitano de tan moreno, la cabellera ensortijada y abundante, las manos inquietas de jugador o escamoteador. La nariz fina, la boca delicada. La hermosa planta varonil estropeada por la tremenda cicatriz que le recorría la mejilla derecha desde la sien hasta la barbilla.
Su voz delataba el cálido acento de los españoles del Sur.
– Estoy con ustedes, bienvenidos los caballeros argentinos… Oí llegar a la camioneta, y me dije: «Ahí viene alguien sediento, cansado y con sueño». Todo eso será pronto un recuerdo si honran mi casa… Adelante…
El Siútico asumió la representación de los dos. -Sin demora entonces, amigo; primero, una pieza…, no, dos piezas… Luego mándenos una «cabrita» con agua caliente, jabón, toallas… El… don Luciano, y yo, necesitamos un buen remojón.
– Entendido,… Dejen el resto por mi cuenta -terminó el español, que adivinaba el buen cliente con sabiduría ancestral.
Ya se alejaba cuando Montoya lo aferró por el hombro. Los ojos gitanos relampaguearon de cólera. Evaristo Linares poseía una sensibilidad casi enfermiza ante cualquier contacto ajeno.
– Afuera queda la camioneta… Usted me responde por ella, y por toda la carga…
Evaristo pretendió sostener la mirada de Montoya. En seguida se rindió.
– Sí, señor; guardaré su vehículo en el galpón -zafó su hombro y se escurrió entre los parroquianos.
Iba calculando que un tipo que exigía una pieza exclusiva para él en aquellas latitudes era muy señorón o muy quisquilloso.
«Si pagas, amigo, tendrás piezas y "cabras" hasta que te hartes», reflexionó.
Al día siguiente y siguiendo las indicaciones de Montoya, el Siútico alquiló una casa de madera, en la misma calle, cuadras abajo, y los dos viajeros se convirtieron en los nuevos vecinos de la ruidosa, pintoresca, abigarrada, bulliciosa y heterogénea Coyhayque.