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Coyhayque albergaba, dentro de sus irregulares límites, una población de perfiles bastante singulares. Aparte de los inevitables funcionarios de Gobierno y Policía, el muestrario incluía todos los tipos: madereros, traficantes, contrabandistas, aventureros. Algún dueño de «fundos» en bancarrota; algunos argentinos desconfiados de sus congéneres y especialmente fugitivos de sí mismos, mientras escondían las páginas más oprobiosas del pasado. Muchas mujeres de todo pelo y laya, apurando el último «concho» de la copa alegre del vino y los amores.
Y para no desentonar de sus habitantes, el pueblo lucía una arquitectura nada convencional, donde la madera, abundante y barata, imperaba sin oposición. Para protegerlas de las frecuentes crecidas y aluviones, los coyhayquinos construían sus casas apoyándolas sobre grandes plataformas y galerías sostenidas por durísimos pilotes enterrados hondamente y asegurados con piedras. Subían hasta la entrada por anchas escalinatas de variadas especies de maderas regionales, pacientemente alijadas por las suelas de las botas claveteadas de los cazadores y las alpargatas de los «rotos». Privados del ladrillo y la argamasa, aquellas casas se asemejaban más a enormes jaulas semiaéreas que a verdaderos edificios, pero, en conjunto, presentaban un aspecto colorido y atrayente. Algunas moradoras habían inclusive obtenido, con ingenio de jardineras, cercos florales que embellecían las maderas muertas.
Las calles desafiaban cualquier tentativa de simetría. Se adaptaban al terreno irregular que encerraban los dos ríos, uno de los cuales, el Simpson, se precipitaba alocadamente sobre Puerto Aysén. De esta especial configuración recibía el nombre araucano, que equivalía literalmente a «entre ríos». Vinerías, casas de comida y de juego; ruido y dolor; muerte y alegría, alternándose sin fin.
Humedad, nubes pesadas tapando el cielo encubado por las altas cumbres de la cordillera.
Una patética religiosidad primitiva, a ratos infantil, a ratos feroz.
Y por encima de aquella movible humanidad primordial, paciente y comprensiva, rígida y temida, la Ley. La Ley en Coyhayque se llamaba comisario Godoy y su dotación de carabineros. Apenas si se lo notaba, pero lo sabían omnipresente.
Nadie molestó a Montoya ni al Siútico. Tras una visita rutinaria, el comisario pareció olvidarse de los forasteros. Pero tenía en su poder el parte de Evaristo Linares, recibido a la mañana siguiente de la entrada de ambos en «El bosque alegre»; los datos de filiación se habían enriquecido con una descripción de sus personas, del vehículo y hasta de la carga, pues si bien Evaristo «respondió» por ella, nada pudo impedirle realizar un prolijo inventario. Quedó admirado: la «carga» resultó ser realmente lo que aparentaba. Al comisario lo intrigó bastante el inocente detalle; ¿esperaba acaso que los forasteros acarrearan con ellos el tesoro de los Incas o los millones del Banco de la Nación de Comodoro Rivadavia?
Por cualquier contingente imprevisible, o quizá por pura corazonada, al informe usual remitido a la Prefectura de Puerto Aysén, agregó él también un informe especial sobre Luciano Montoya y Artemio Suquía, argentinos, con estada sin objeto declarado o manifiesto.
Y puesta a rodar la aceitada rueda de la Ley, sólo el diablo puede adivinar dónde se detendrán sus truculentos engranajes.
Porque, según el refrán de un viejo pícaro, asiduo concurrente de las borracherías, si la rueda de la Ley no se empantanaba, era muy capaz de acabar con los ángeles.
En tanto, pasaba el tiempo y el invierno cedía lentamente. En aquellos aquietados meses de rigurosas nevazones, Montoya, siempre hundido en sus pensamientos, encontró, sin buscarla, una paz inesperada. Solía realizar largos paseos internándose por sendas escarpadas y de difícil acceso, solo o seguido, ya que no acompañado, por el Siútico. En las largas caminatas contemplaba los abismos y las cumbres, como interrogándolas en busca de respuesta a la secreta pregunta, implacablemente alojada en su cerebro.
Se perdía a veces en los airosos bosques de lengas y araucarias, viendo cómo la Naturaleza se animaba ante la proximidad de la primavera. Un renovado verdor, fortalecido y vivificado, parecía colorear la gramilla y las ramas arqueadas todavía por la nieve. En ocasiones era la lluvia cayendo sobre sus hombros. El se dejaba estar, apenas protegido por una saliente rocosa o un árbol solitario. Los días se alargaban y se estiraban los tallos del trigo y la cebada en las vegas.
En el pueblo eludía, con relativa suerte, los intentos de trabar relaciones amistosas, práctica que constituía casi una segunda naturaleza en sus habitantes. Como no iniciaba ningún negocio ni demostraba interés en actividad alguna, sin que por eso le faltara dinero ni retaceara los convites en las tertulias alrededor de la estufa o en las casas de las cortesanas, suscitaba alternativamente recelo, curiosidad, envidia y, como le ocurría en todas partes, se ganaba la fervorosa adhesión de las mujeres.
Si se cruzaba con el comisario Godoy, recibía del carabinero un medido saludo, algo envarado, pues el hombre dudaba entre franquearse con el argentino o mantenerlo distanciado. De Puerto Aysén nada le comunicaban y aquel silencio alimentaba sus dudas.
Su informante, el agitanado Evaristo Linares, no le servía de mucho.
– ¿Y por dónde anda el señorón? -la pregunta y el calificativo los repetía infatigablemente.
– Ojalá lo supiera -respondía Evaristo-; fíjese que hasta le he propuesto asociarlo conmigo en el hotel…, porque lo que es plata chilena no le falta… ¡y en buena moneda, le aseguro! Pero gasta su plata, se liquida su whisky y ahí termina todo.
– Supe que no se achica en ninguna «remolienda»… Guapo el hombre -insistía el comisario, con tozuda perseverancia.
– Las «cabras» son capaces de todo con tal de ganarse una noche con ese «gallo» -afirmaba el hotelero.
– ¿Y el otro?
– Bueno, ése no cuenta, comisario. ¡Qué va a ser socio o capataz! Sirviente y gracias.
– ¿En qué c… andará este sujeto? -se repetía el comisario, pero seguía en ayunas.
Entretanto, Montoya fatigaba su cuerpo en las caminatas, los placeres del vino y las mujeres. Buscaba exaltarse y, sin embargo, su alma continuaba girando sin cesar en el torbellino.
El mayor de carabineros, Pitaut, tenía una modalidad muy versallesca de expresarse; demoraba sus palabras con tantos y tan graciosos ademanes y empleaba un lenguaje tan florido que más que hablar dibujaba en el aire sus ideas.
Odiaba decididamente a esos individuos «dispuestos a comerciar con todo menos con las palabras».
Para el comisario Godoy constituía un verdadero tormento sus visitas a Coyhayque; se confundía ante él, lo desmoronaba tanto sutil razonamiento. Ahora lo escuchaba muy atentamente, procurando desbrozar del discurso del mayor Pitaut cuantos adornos ocultaban su sentido literal. Desconfiaba de aquella miel parlante.
– Mi muy querido y estimado comisario -y agitó suavemente su larga mano de finos dedos morenos, insinuando un saludo inconcluso-, me complace, ¡no sabrá nunca cuánto!, platicar morosamente con usted. El señor General Gobernador comparte este gozo… «Vaya, vaya pronto, amigo mío.» ¡Ah, él siempre me honra con tan inmerecido título! «Vaya y reúnase con el comisario Godoy. Estoy seguro, segurísimo, que él (se refería a usted, naturalmente) tendrá muchas cosas que contarle…» ¡Y aquí estoy, mi querido comisario, aquí estoy!… Vine con la florida primavera, ¡la dulce y fragante Pomona fue vencida por ella! ¡Ah, qué país tan primoroso este Chile nuestro! -y el mayor Pitaut acentuaba la rotundez de las «p» y saboreaba la líquida fluidez de las «1», mientras los dedos de su mano derecha repiqueteaban alegremente sobre el largo sobre sellado y lacrado que dejara encima del escritorio. Parecía jugar con la expectación del comisario, preocupado por el contenido del sobre y no por los largos períodos seudo literarios de su superior.
Se mantuvo silencioso, esperando como un toro agotado por espinas de rosas, otro diluvio verbal.
– Pues, como le decía a usted… El General Gobernador valoró sus informes sobre ese señor… ¿cómo se llama?…
– Montoya -cortó Godoy.
– ¡Qué prisa, amigo mío…!, debió usted permitirme ejercitar mi flaca memoria… En fin, no tiene remedio. Pues tenemos aquí otros informes harto interesantes sobre el señor Montoya.
El comisario Godoy entrevió confusamente que sus temores se confirmaban. Pero todavía el ambiente seguía sobrecargado para él de enredaderas gramaticales. Primavera, Pomona y el divertido mayor flotaban sobre su cabeza como una gruesa nube ominosa.
– Como le decía, distinguido comisario, en este hermoso Chile nuestro contamos con un inteligente servicio de Informaciones, y hasta él… ¡ fíjese bien!, hasta él hemos llegado en nuestra inquietud pesquisitoria. Y todo como consecuencia de un informe suyo, algo dubitativo, hay que admitirlo, ¿eh?…
Godoy empezó a sudar. La nube no se sosegaba sin el rayo.
– A propósito: ¿qué hace, de qué se ocupa en esta alejada población de nuestro (reiteraba insistentemente el posesivo con fruición sacramental) largo, sí que enmarañado territorio austral, el misterioso forastero? ¿Le molestaría ilustrar mi juvenil ignorancia, señor Godoy?… Pero, ¡venga, por favor!; no permanezca más de pie. Está usted en su casa y yo soy su huésped.
Ya era hora. El comisario Godoy aprovechó la tregua y suspiró abrumado mientras arrimaba una silla al escritorio y se sentaba en ella. El cumplido Pitaut ya lo había hecho en su sillón. Un rey no se hubiera sentado con mayor disciplicencia. Lo peor de todo era que la conducta del mayor no ofrecía resquicios. Impecable.
– Como le informé, mi mayor, el tal Luciano Montoya y su capataz, o ayudante, o socio… (por burla o por olvido, el Siútico alteraba continuamente su historia) entraron en Coyhayque en junio y…
Volvió a ser interrumpido. ¡Maldita sea aquella manía de perorar del mayor!
– «Principios de Psicología de James» -decía el mayor-, «Yeims», comisario; hay que aplicar los principios psicológicos… Omita lo obvio, que confunde, si gusta… Ya sé cómo y cuándo vinieron, comisario… También lo que dijeron… No me interesa tanto lo que dicen sino lo que hacen…
– …es que como hacer, no han hecho nada…
– ¿Cómo que no han hecho nada? ¿Nada policial reprensible o nada de nada?
– Nada de nada -confirmó el comisario, feliz de haber desconcertado al mayor-. Van y vienen. Montoya bebe whisky a litros. Casi no habla…
– Hum… humm… -ronroneó el mayor, como un gato olfateando el espinazo de una trucha.
– …Visitan los cabarets. Montoya suele llevar algunas mujeres a su casa. El Siútico ronda entonces como un perro desconfiado.
– Supongo que tampoco sabrá mucho de ese caballerito.
– Mi mayor… A ése lo entiendo menos que al otro -confesó Godoy-. Trae una cédula de Buenos Aires, donde figura como Artemio Suquía, natural de Santa Cruz, pero a veces me parece chileno, otras indio puro y también… -Godoy hesitó, buscando el término exacto.
– ¿También qué?… -insistió suavemente el mayor Pitaut, analizando profundamente el rostro requemado del comisario.
– Bueno, se me ha ocurrido, aunque parezca raro, que el Siútico tiene sangre china o japonesa.
– ¡Bravo, comisario!… Lo felicito; de veras lo felicito. Un japonés disfrazado de paisano, o un «chilote» de vikingo. En serio: creo que usted ha acertado… Un cocinero chino «afilando» con una «chinita»… Necesita un poco de crema para el cutis, mi querido comisario.
Godoy casi saltó de la sorpresa.
– ¿Quién necesita qué…?
– Usted, mi digno y sagaz comisario…, usted. Mis oficiales no tienen por qué arruinarse la piel. No se les exige tanto.
Aquello sobrepasaba toda capacidad de resistencia. Iba a protestar francamente enojado, pero no tuvo tiempo. El mayor extraía del sobre varios pliegos mecanografiados. Ahora se revestía de un frío y distante aire protocolar.
– Su señor Montoya, comisario, probablemente sea el ex coronel Luciano Montoya, argentino, y el otro parece ser su asistente, su «alter ego»… La historia es algo embrollada. Ha estado sometido, el tal coronel Montoya, a un corto proceso, no por un tribunal de Justicia Militar, sino de Honor, que lo ha privado de la jerarquía y reconocimiento del grado… Sospechosa identidad y sospechosa presencia… Todo resulta muy sospechoso… ¿Qué busca aquí este presunto coronel Montoya? ¿Es un puente para refugiados nazis? ¿No se habla acaso de que Hitler desembarcó en la Patagonia? ¿Murió realmente? ¿Será real o amañado el tal proceso? A lo mejor andan por Buenos Aires maquinando alguna trápala de límites… Los gendarmes levantan lindos, preciosos puestos del otro lado…
– Detengámoslo -dijo el comisario, yendo al grano.
– ¿Detenerlo? ¡Nunca! ¿Con qué pretexto? Bonito escándalo se armaría. A enemigo descubierto puente de plata… Detenerlo sería un mediocre golpe táctico al servicio de una pésima estrategia… ¿Por qué cree usted que estoy yo aquí?…
– Y… supongo que cumpliendo sus funciones -dijo Godoy, enteramente aturullado.
– Es obvio: estoy aquí para encabezar las nuevas fiestas de la Patria… Hoy estamos exactamente a 12 de setiembre. ¡Viva Chile y la primavera!
– No entiendo -afirmó Godoy, resignándose a oír cualquier nuevo disparate sin asombrarse.
Sin embargo, despojado de sus esnobismos verbales, Pitaut se desenvolvía con eficiente seguridad.
– Es bien sencillo y simple… En el Renacimiento italiano un florentino sagaz, luego de acompañar durante unos meses a un tal César Borgia, obtuvo suficiente material como para escribir un libro: «El Príncipe», donde es posible encontrar una larga lista de las argucias a que debe recurrir un gobernante avispado. Maquiavelo se equivocó mucho, pero nos legó la técnica… ¿me explico? No, bueno… Si el señor Montoya, o quienes lo envían, buscan algo o traen un propósito encubierto, pues les ofreceremos puerta ancha… Meteremos en casa al agente. Como quien dice, meteremos en la ciudad al caballo de los griegos…
»Para empezar, iré a visitarlo y lo invitaré a participar en los festejos. Hasta lo incorporaremos a la Comisión de vecinos… y de paso lo aliviamos un poco de la pesada carga de plata acuñada por el Banco de la República. ¿Qué le parece?
– ¡De primera! -exclamó el comisario.
Se sentía satisfecho. Por ahora su tormento concluía.
Por otros motivos también Pitaut se sentía feliz. A su modo rememoraba la hazaña de Ulises, un Ulises que destruía, inversamente, el caballo ofrecido por los astutos troyanos (reelaborar historias legendarias era su pasatiempo favorito).
La primavera reventaba con igual ímpetu tanto en la yema de los renuevos, como en los cereales de las praderas escalonadas en las lomas, y se mostraba pujante en el ánimo de los coyhayquinos. Si por añadidura eran nativos de la comarca o simplemente chilenos, el entusiasmo se nutría de fervor patriótico. Bajo circunstancias tan propicias, el ardimiento natural de hombres y mujeres se multiplicaba, se contagiaba, desbordando los cauces excavados en sus sentimientos elementales y un loco efluvio de alegría, de fiesta absoluta, subía, se enroscaba y, lo mismo que el champaña comprimido en la botella, esperaba una presión en el corcho para que la burbujeante potencia se derramase como un regalo de los dioses.
Y el comienzo de las fiestas estalló incontenible el 15 de setiembre.
Por lo demás, el mayor Pitaut supo realizar sus propósitos.
Engalanado con su mejor uniforme y acompañado por su ayudante y el comisario Godoy, se presentó una mañana en la casa de Montoya.
Montoya era demasiado caballero para negarse. Sin abandonar su reserva ni atemperar su adustez natural, se encontró frente a sus visitantes. Godoy hizo las presentaciones. El Siútico distribuyó asientos, copas y whisky.
– Si no le molesta, señor Montoya, aceptaría una copa de pisco… -dijo Pitaut, aplicando un punto de sus principios psicológicos, que consistía en no allanarse sin un despliegue táctico apropiado.
Se entregaba por grados, ofreciendo a cualquier viento su perfil menos vulnerable.
Esperaba lograr una ventaja pequeña, se conformaba con poco para empezar. Sin embargo, Montoya había librado otras luchas más severas y esta escaramuza inicial no lo inmutó.
– Aguarde un momento -dijo, y se metió en la despensa seguido por el Siútico.
Cuando, al cabo de un momento, estuvo de regreso, el asistente portaba una canasta campesina, de donde comenzó a sacar botellas de variados marbetes.
– Regularmente, yo bebo whisky… -aclaró-, normalmente, pero los sigo sobre cualquier jugo alcohólico…, si gustan acompañarme. Veamos: pisco, vino, aguardiente, coñac y cerveza… ¡A elegir, señores!
El mayor Pitaut sintió el impacto, pero aceptó el reto sonriente.
– ¡Bravo, caballero! Admiro su bodega y si se aviene a un trato recíproco, tanto yo como mis amigos… que espero sean pronto los suyos, procuraremos reducir tan generoso y variado catálogo. Homero se fatigó en un inventario de las naves griegas frente a Troya y nosotros, como humildes bebedores, haremos recuento de zumos del vino y otras esencias… Que Homero me perdone la irreverencia y Baco me dé aliento.
Y se sirvió un buen vaso de pisco.
El comisario Godoy lo miró complacido. Por lo menos, él no era en la ocasión el destinatario de los arabescos verbales del mayor. El ayudante de Pitaut, un joven oficial de aspecto desenvuelto, ya lo conocía.
Montoya se limitó a llenar todos los vasos.
– Pues a su salud y a la de Homero… y a la de ustedes todos.
El ambiente se tornó decididamente de franco regocijo.
– Usted dirá a qué debo este honor… señor… -preguntó al fin Montoya.
El mayor lo observó sonriente antes de contestar.
– Mayor…, mayor Pitaut. Creía que usted reconocía los grados militares.
– Algo, caballero…, algo. Bien…
El mayor Pitaut consideró conveniente suprimir los eufemismos.
– Pues, señor: estamos en las vísperas de nuestra gran fiesta nacional, he llegado a Coyhayque desde la Prefectura de Puerto Aysén para colaborar con mis paisanos, y pensé: todos en este pueblo tienen derecho a compartir nuestra alegría. La Comisión de festejos la componen individuos del país; todos finos caballeros, todos ellos patriotas que aman a Chile… Pero, además, contamos también entre los dilectos a un alemán, a un querido amigo escocés, y lo contamos a usted…, si accede a nuestra cordial invitación. Su presencia nos será grandemente satisfactoria y, desde luego, lo consideramos ya de los nuestros. ¿Qué me responde usted?
El mayor Pitaut aguardó una respuesta y observó a Montoya. Pero éste, cuya mirada parecía detenida en su persona, lo estaba traspasando y se perdía en un universo situado a sus espaldas.
Desde las primeras palabras del mayor, Montoya había sentido una curiosa sensación: tal vez se debiera a alguna particular inflexión de la voz del visitante o quizás a su original retórica que, al alargar los períodos como paladeando cada vocablo, hubiera ejercido una determinada hipnosis, o quizá también a causa de que su atención fuera relativa, lo cierto era que su pensamiento consciente se había desasido de lo circundante y flotaba en una imprecisa soledad, poblada de otras voces audibles sólo para él y de imágenes apenas reconocibles.
De pronto, después de muchos meses de haber casi alcanzado aquella ataraxia grata a sus inquisiciones estudiantiles, la mención de Homero, o de Baco, o de las naves detenidas frente a una Troya legendaria inaugurando una interrogante milenaria, o tal vez simplemente el hecho de estar cumpliendo una norma social que, con sutil vehemencia, lo devolvía a su verdadera o adquirida condición, nuevamente había sido arrebatado por el tiempo. El tiempo era el pasado recorrido por fantasmas, el negro río cuyas aguas no regresan nunca, pero cuyo sabor impregna para siempre la memoria… Su memoria, recorrida silenciosamente por invisibles carcomas, persistía en lacerarlo.
«Marta, ¿por qué regresas a mí desde más allá de la vida? Siento que todo fue un ciego furor; mi vida y yo mismo ha sido furor y locura. ¿Por qué te herí de tal manera? Ahora sé que no olvidaré jamás. Ahora sé que viví como un bruto. Un bruto sin muro que atropellar, salvo tu débil heroísmo… Estás ahí; te siento más viva que en la vida. Presente y real… Apártame tu hijo, nuestro hijo, ese pobre que ignoré. Déjame olvidar, no puedo más…»
Cerró los ojos un instante borrando la visión erizada de áridos perfiles. Después levantó su copa. Ningún signo exterior delataba su íntimo desgarramiento.
– Estoy a disposición de ustedes. El pueblo tiene derecho a la alegría.
– No me negará, mi mayor, que el señor Montoya le ha caído simpático -estaba diciéndole a Pitaut, el oficial Chacón, su ayudante.
– ¡Qué lesera, amiguito! Claro que me cayó bien, pero el deber es lo que cuenta, no se equivoque… Entretanto, y como nada ganaré mostrándome huraño, puesto que mi objetivo consiste precisamente en conseguir su confianza y no en alimentar su recelo, haré cuanto pueda para arrimar ese carancho trasandino a mi blanco palomar. A propósito, ¿lo invitó a la reunión de esta noche?
– Personalmente, señor. Esta mañana le entregué su esquela.
Pitaut se mostró satisfecho. Levantándose del sillón, rodeó el escritorio y tomó del brazo a su ayudante. Este aspiró el fino olor de lavanda que rodeaba a su jefe.
– Me dicen que llegan del otro lado muchos viajeros en estos días.
– Así es, señor; casi todos vienen meramente a colocar mercaderías aprovechando las fiestas. Están todos bien identificados.
– ¡Excelente, mi distinguido jovencito, excelente! El deber primero; el deber siempre… Pero volviendo a los festejos; le sugiero amablemente, por si lo hubiera omitido, respecto a la conveniencia de organizar un comité de niñas cordiales y sin mayores problemas, para agasajar a los señores más solitarios… La gracia, joven discípulo, no tiene por qué andar reñida con el deber. Por lo demás, usted sabe cuánta alegría ofrece a los corazones sensibles contemplar entre el áspero gris de las sierras, la bellísima presencia roja del copihue. ¡Ah, esas flores rojas, abrazadas a las rocas!
– Se hará, mi mayor -dijo Chacón, demasiado aleccionado para esperar mayores aclaraciones.
– ¡Al trabajo pues, joven! Nos veremos esta tardecita, rumbo al Casino.
El oficial Chacón se cuadró rígidamente.
– Entendido, señor… con su permiso.
El mayor lo despidió con un gesto. Después caminó hasta el ventanal, apoyó sus dos manos en el vano de raulí y echó la cabeza hacia atrás.
«La vida es dulce… El amor es grato. Tengo a todo Chile y a la primavera en la sangre», murmuró pasándose la lengua por los labios.
Si sus ojos no abarcaban todo Chile, por lo menos incluían una magnífica fracción. Desde el alto ventanal abierto al Este, las colinas se perseguían alternativamente hasta quebrar las nubes. Esbeltos coníferos intervenían en el juego con armónicas pinceladas verdosas y desde las praderas, engalanadas con florecillas simples pero de vivos colores azules, rojos y amarillos, se elevaba una vaga niebla perfumada de arrayanes. De todas partes; por las calles empinadas e irregulares, desde el interior de las casas abiertas al aire matinal, llegaban hasta él voces llamándose, cristales de risas y chillidos de niños jugando. El inconfundible acento de las chilenas, alargando las «íes», prolongando los sustantivos y los adverbios con diminutivos llenos de gracia, resaltaban ante el grave y acompasado son de las voces varoniles. El canto de los pájaros, el nervioso ladrido de los chocos y el rumor de cascada del río cercano, salpicaban de sonidos la mañana. Había fiesta en los corazones y fiesta en la Naturaleza. Todo Coyhayque palpitaba festivamente. Una alacridad universal sacudía al pueblo.
Con sensual fruición, el mayor Pitaut se asociaba al júbilo, mientras elaboraba fríamente sus planes.
A las siete de la tarde, los flamantes miembros de la Comisión se reunían en el Casino. Allí Montoya conoció a los restantes «extranjeros»: el alemán Fichel en realidad eran dos, pero tan semejantes que bien podían integrarse bajo un denominador común. El escocés Mac Intyre, «Maquintaire» según el comisario Godoy, tenía más el aspecto de un «huaso» chileno o un gaucho de las pampas que de un «gringo». Sencillote y ladino se hacía estimar a los primeros contactos. Estaban presentes Evaristo Linares, luciendo su enorme cicatriz y su agilidad de torero, el intendente del pueblo y varios caballeros, elegidos exclusivamente entre lo más conspicuo del lugar.
Luego de las presentaciones y un brindis, el mayor Pitaut, que por gravitación natural e incontenible, fue aclamado como presidente de la Comisión, hizo una amplia y adecuada exposición de motivos y esbozó el programa y sucesión de los actos a efectuarse. Descontaba la aprobación y la obtuvo. (Por otra parte todas las medidas expuestas ya estaban en ejecución.) Se formó un fondo al que Montoya contribuyó generosamente. Desde ese momento quedó armado caballero de la cofradía Coyhayquina. Un brindis, otro brindis, grandes aclamaciones y en seguida concluyó la reunión protocolar para convertirse en una fiesta de amigos.
El gran salón del casino se prestaba para la plática. El héroe epónimo presidía desde su basamento de dura madera pulida y olorosa, el arco de banderas y gallardetes que adornaban las paredes. Panoplias de armas antiguas, pergaminos y retratos, completaban el ornamento vertical. Mesas y sillones se esparcían entre columnas de madera.
En un aparte el coronel Montoya se encontró dialogando con los Fichel, que no eran hermanos sino primos, pese a la semejanza. Frisaban en los cuarenta y sus corpachones eran un alarde de salud y fortaleza.
– ¡Oh, señor! -dijo Max Fichel, acercándose a su primo Otto-. Tantos días en el pueblo y sin saber de usted. ¿Hace usted negocios?
– Francamente no…, al menos por ahora y aquí -respondió Montoya, divertido ante aquella duplicación física.
“¿Serán idénticos continuamente?»
– ¿No hace usted negocios? -exclamó Otto Fichel, revelando la identidad adversativa.
– Caramba… Es una lástima -apoyó don Max-. Nosotros habíamos pensado en ofrecerle algo muy interesante. En la Argentina, más al Norte, por el oeste del lago Lolog, en una región maravillosa, pensamos instalar un obraje de raulíes. Se ha estudiado el lugar concienzudamente…
– Eficiencia germana… -interrumpió Montoya, que no prestaba demasiada atención.
– Como usted es argentino nos sería útil y además haría buen negocio -dijo don Otto, sonriendo torcidamente.
– ¿Qué le están proponiendo estos «bárbaros» teutones, mi señor Montoya? -interrumpió a su vez el mayor Pitaut, que se había arrimado como al descuido-. No se fíe de ellos…, ja…, ja…, ja…; sospecho que son SS en fuga.
– ¡Oh, mayor!… Llevamos veinte años en América… No haga bromas, por favor…
– ¡Si no las hago!; pero ustedes me roban al amigo. ¡Vamos, vamos al bar! A propósito, don Luciano… Mi corazón chileno no soporta más tratar tan ceremoniosamente al hermano argentino. ¿Te opones tú a que te tutee?
– Si no te lo impide la ordenanza militar…
– ¡Albricias, amigo mío! Ven conmigo. Beberás tu whisky; yo mi pisco y a ellos les daremos «coca»… ¡Ja…, ja…, ja…!
Pero los Fichel alzaron riendo sus copones rebosantes de espumosa cerveza.