37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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V

Hasta culminar el 17 de setiembre, los festejos populares y oficiales, a pesar de sus jubilosas manifestaciones, transcurrieron ordenadamente. Los hombres del comisario Godoy solamente anotaron las incidencias de algunos borrachos y otros sucesos de parecida importancia.

Por la tarde la Comisión en pleno presidió en una pradera cercana, la fiesta máxima de los jinetes chilenos. Primero los carabineros ecuestres llevaron a cabo evoluciones y carreras, pasos y marchas, llenas de destreza y armonía de movimientos. El pueblo había acudido en grupos compactos, orgullosos de la pericia de sus jinetes. La proeza final consistió en una pasada tumultuosa, en loco galope, donde los hombres, encaramados en las monturas y luego sobre los hombros de los primeros jinetes, concluyeron por componer una pirámide impresionante de equilibrio, vigor y coraje.

La tierra retumbó al paso de la caballería y las montañas devolvieron el eco de los cascos, los vivas y los roncos gritos de la muchedumbre.

Entre el polvo que resecaba las gargantas y el ondear de las colas de los caballos formaron un abanico borroso por donde se perdieron velozmente.

Un nuevo grupo galopante los reemplazó en seguida. Estos venían cubiertos de platería, ponchos multicolores, sombreros engalanados y caballos cuyos atalajes eran apenas menos lujosos que el de sus cabalgadores. Las enormes espuelas tintineaban como caireles de finísimo cristal tocados por el viento.

– ¡Los huasos…, los huasos!… -gritaba delirante el gentío.

Y un gran rumor, como una ola encrespada, nació en la pradera, chocó contra los cerros y escaló las cimas blancas de nieve.

Orgullosos y altivos, insólita combinación de Caupolicanes y Valdivias, los huasos levantaron sus látigos al desfilar frente al palco de honor, con la misma hidalguía de los antiguos conquistadores antes del torneo o la batalla. El sol chocó contra las monedas de oro y plata de sus arreos, incendió el bermellón y el azul intenso de sus ponchos caudales, resplandeció en las cintas chilenas de los adornos de sombreros y cabezales, se adormeció en las pupilas oscuras y ardientes de los jinetes y resbaló por las cabelleras, las mejillas y los labios anhelantes de las mujeres que rodeaban el campo.

El mayor Pitaut resplandecía también de patriotismo y satisfacción. Algo nuevo lo desasosegaba además.

– Mira, Luciano; contempla aquellas «cabritas»… ¡Qué hermosas!… El deseo las fustiga como un relincho.

– Tendrás tiempo para todo -respondió Montoya-. Ahora atiende a los huasos.

Los huasos habían dado comienzo al rodeo.

Sobre la extensa pradera, dividida en cuatro zonas apenas por unas banderolas enarboladas en cañas colihues, los jinetes ofrecían simultáneamente pruebas de doma, suertes de lazo y rodeo de novillos. La gritería, el polvo, el olor de hombres y caballos, los mugidos y bufidos del ganado, el silbido de los lazos y el golpear de cascos, repiqueteando en las carreras, golpeando sordamente en los saltos y caídas, formaban un solo ruido elemental y caliente. Aquello duró tanto como el aliento de hombres y animales resistió.

Todavía hubo un último número: cuatro o cinco parejas de jinetes, apenas separados lateralmente por un metro de estribo a estribo, se lanzaron al galope en dirección a un compañero detenido en el rumbo. Este se mantenía rígido y desafiante, con las piernas entreabiertas y los brazos en jarras. La primera pareja se abalanzó sobre el hombre y, tomándolo de los brazos con soberbia suavidad, fue izado y llevado velozmente; un leve envión y estuvo a caballo del jinete de la izquierda. Pero su lugar ya había sido ocupado por otro huaso e izado por la segunda pareja y ahora volteado hacia el jinete de la derecha. La rapidez de los cambios era increíble y producía un efecto casi mágico de escamoteo o duplicación. Un mínimo error, una vacilación, un paño al viento o una cinta que trabase el movimiento y toda aquella sucesión de carreras-saltos-hombre-luz, se convertiría en un trágico hacinamiento. Sin embargo los huasos no vacilaron…

El coronel Montoya admiraba la destreza del hombre de a caballo. Era aquél un juego viril y exacto, y él cultivaba ambos términos. Por una hora se había hundido en la contemplación de los jinetes y apreciado sus evoluciones. Era casi feliz.

Su desconfiado anfitrión lo observaba de reojo. Al margen de sus excentricidades poseía la suficiente preparación psicológica como para inferir de la actitud del misterioso personaje su interés en el espectáculo. Sin duda Montoya era un experto en caballerías y jinetes. Pero él buscaba conocer los verdaderos motivos de su presencia en Coyhayque y no comprobar los conocimientos profesionales del argentino.

Sin embargo Montoya eludía sus discretas indagaciones y le negaba cualquier evidencia comprometedora. El juego podía durar indefinidamente y Pitaut comenzaba a cansarse. La situación tendría que resolverse y él descartaba la idea de fracasar en la empresa. Ni por un momento se le ocurrió aceptar un Montoya inocente y desprevenido.

– ¿Qué opinas tú, don Luciano? -preguntó, mientras descendían del palco y se confundían con los espectadores en retirada.

– Te diré; sencillamente magnífico.

– Me complace tu elogio, conciso y rotundo… como tú. Mientras en estas tierras haya hombres y caballos como éstos, el país no perecerá.

Montoya se rió divertido.

– Vaya juicio, compañero… ¿Quién amenaza tu tierra? Y, aunque no lo creas, todo perecerá…, «todo verdor perecerá».

– ¡No… no! No me amargues este glorioso día, tétrico amigo. Amo lo joven, el placer, el amor.

– Y el poder y un gran destino… ¿verdad?

Pitaut se detuvo.

– Tú lo has dicho… También eso… Pero dejémonos de avizorar el porvenir. Tu pampa se hizo para vislumbrar el horizonte erizado de lanzas o tractores…; a mis vegas las cierra el mar insondable y las montañas; yo agoto cada día hasta las heces porque el horizonte concluye allí… -y sus manos enguantadas señalaron los picos nevados.

– Ven conmigo directamente a la cena del casino; no quiero abandonar hoy tu compañía. Tomaremos unas copas antes.

Viéndolos alejarse juntos, Chacón pensó, algo molesto, que su jefe reservaba para el sospechoso atenciones excesivamente solícitas.

La comida que señalaba el fin oficial de los festejos congregó a gran cantidad de vecinos. Una extensa lista de platos de pescados, mariscos, pollos y pastas, fue lentamente apurada entre brindis extenuantes de «copita echááá», vivas y exclamaciones de aprobación.

Los Fichel, con machacona tozudez, aprovecharon la oportunidad para insistir en asociar al coronel Montoya en sus negocios.

– Amigo, en una temporada de verano, digamos entre octubre a marzo, instalamos el obraje, acopiamos la madera de raulí, la aserramos y la cruzamos a Chile.

– ¿Y qué papel hago yo? -preguntó por fin Montoya.

– Dos: capital en la sociedad y su puesto en la explotación. Manejar gente brava requiere hombres cabales y los que contamos son… bueno, lo que son. Aquí tenemos muchos amigos, pasar la madera es fácil y ya está colocada de antemano. Hay un cuatrocientos por ciento de beneficios seguros -afirmó Otto Fichel, que manejaba con pericia las cifras.

“¿Qué más da? -se interrogó a sí mismo Montoya-. Sería divertido ayudar a este par de sinvergüenzas.»

– Decídase, don Luciano. No le estamos ofreciendo un conchabo sino un gran negocio -dijo Max entusiasmado.

– Lo pensaré, lo pensaré -respondió Montoya desviando su atención hacia Pitaut, que ocupaba un asiento a su otro costado.

El mayor le susurraba algo al oído de la dama que lo acompañaba, mientras sus ojos expertos le recorrían el cuello perfecto y la hendida comba que el escote exhibía con segura seducción.

– Te quemas ya… -le murmuró el coronel.

– Esta «cabrita» me marea. ¿Te gusta? Mañana te la presento. Pero esta noche es mía…

Montoya conocía el exacto sentido del término «presentar».

– ¿Mañana? ¿Qué tenemos mañana?

– Te lo dije antes, Luciano, pero estabas en Babilonia. Mañana es día del pueblo… y algunos días más. Para mañana te tengo preparada una «remolienda» en tu honor. El mejor cabaret quedará reservado para mis oficiales y mis amigos en exclusividad completa. Nada faltará, te lo garantizo.

Montoya había bebido aquel día más todavía que en sus peores épocas de excesos. Una niebla sucia flotaba en su cerebro. Toda la sensual avidez de su temperamento se hallaba sometida a la máxima tensión. Relampagueaban en su mente retazos de conversaciones, escenas de hombres y mujeres exaltadas en el «pololeo» atrevido, copas levantadas y acariciadas por rojos labios que mordían el cristal mientras los ojos transmitían el deseo y la promesa. Una ráfaga pánica se levantaba de las praderas, retozaba entre las altas araucarias, en aquella tierra sometida al rigor del invierno y que ahora resplandecía y gozaba.

Los recuerdos del reciente pasado se confundían en su cabeza. Vacilaba y se hundía en oleadas de whisky. Su participación en los festejos duraba ya cuatro largos días. En ninguno dejó de beber y excitarse para beber más. Miró a las mujeres que rodeaban la larga mesa y todas parecían semejantes a Elisa; todas parecían desgarrarse en gritos o sonrisas contenidas, desnudarse y deslizarse, sonámbulas de deseo, hasta su lecho de horror. El sexo, su sexo atormentador, castigaba su carne con ávidos reclamos.

Se levantó y sin excusarse ante nadie, salió del salón. Afuera, por el amplio corredor del edificio rodeado de jardines, una brisa fresca ondulaba las ramas de los árboles. Contra la sombra oscura de las hojas, lejanas y tocándolas, las estrellas constelaban un cielo de mármol negro. No había silencio. No podía haberlo, pues de las casas próximas, por las calles y por todo el ámbito circundante, serpenteaban los sones de la cueca, el canto y el rumor de la fiesta. Aspiró el aire fresco y limpio y encendió un cigarrillo. Por entre los automóviles reunidos bajo la arboleda, algunas parejas se estrechaban largamente.

Un camión con un viejo toldo de lona embreada acababa de detenerse frente al Casino. De él descendieron el comisario Godoy, un carabinero y el conductor. Por detrás lo hicieron otro policía y dos mujeres. Vigilados por los guardias, las dos mujeres y el conductor del camión se alinearon al costado del vehículo. La luz amarillenta de los ventanales iluminados resbalaba sobre sus rostros.

Al acercarse Godoy casi choca contra el coronel.

– Buenas noches -lo saludó al reconocerlo.

– Iguales las tenga -dijo Montoya-. ¿Qué pasa ahí?

– Nada… Un paisano suyo detenido por orden del teniente Chacón. Voy a dar el parte.

Montoya insistió:

– ¿Qué ha hecho? ¿Quiénes son las mujeres?

– Cosa de la Policía, don Luciano. No se preocupe. Es un baratijero y las mozas lo acompañan. Vienen de Balmaceda. Por allí entraron…

Con inconsecuencia de ebrio, Montoya se desatendía del asunto. «En el fondo no le importaba», pensó.

Sin moverse de su sitio observó el rostro asustado del hombre y las figuras cohibidas de las mujeres. Eran jóvenes y bastante agraciadas. La más joven aún estaba en la adolescencia.

– Ese es un argentino -refunfuñó el coronel Montoya.

Tiró el cigarrillo y penetró de nuevo en el casino. Una luna teatral asomó entre el enjambre de las estrellas.

Sintió lástima por sí mismo.

«No aguanto más -tornó a pensar, súbitamente agobiado por la fuerza de los recuerdos-. Mañana mismo me voy. Le diré al Siútico que se prepare…»

Cuando, de madrugada, se apearon de la camioneta frente a su casa, desde algún lugar impreciso, una dulce voz femenina se elevaba como un pífano sagrado, entonando en lengua extranjera el «Ave María» de Gounod. Las notas de un piano rodaban como gotas de luz. Los dos hombres se estremecieron.

– ¡Eh, tú! Gallo… gallito… ¿Me compras este chai?

– ¡Roscas, roscas!…

– ¡Ya estás toitito «curado»!… Pero vidita, eres un mero alambique…

Todas las calles de Coyhayque habíanse convertido en feria, teatro y galantería. Los fastos estaban en manos del pueblo.

En las «enramadas» (estrados de tablones sobre los cuales se armaban techos de ramas y tres paredes mal cubiertas, ofreciendo el frente como un antiguo escenario del Siglo de Oro de la España de Lope), se bailaban sin cesar cuecas y más cuecas, ejecutadas con guitarras, quenas y flautines. El pisco y el vino dulzón se brindaban generosamente. Un revolear incansable de polleras, un martilleo de tacones; el vuelo audaz de unas piernas, mostrando más allá de las ligas, la carne morena y joven del muslo y un coro chispeante de desenfadada admiración, se sucedían de tablado en tablado. A intervalos, alguien lanzaba un viva patriótico y el coro lo repetía; colocando en la cresta del grito su amor y lo lanzaba, rebotando como una pelota sonora, hacia el cielo azul. Para quebrar el hechizo, alguno, menos solemne, interrumpía con alaridos y berridos incomprensibles antes de rodar, totalmente vencido por la borrachera.

Al pasar el grupo formado por Pitaut, Montoya, ahora en compañía del Siútico, el señor Intendente, los Fichel y otros amigos de la Comisión, todos ya confundidos sin recelos con el pueblo, eran incitados a beber, provocados por las mujeres, ebrias de música, vino y galanteos.

El mayor Pitaut, de paisano, los ojos brillantes, exudando satisfacción, acariciaba aquí una mejilla femenina; allí estrechaba una mano ruda y algo torpe ante el honor y desnudaba con intensos exámenes los encantos de sus queridas «cabritas».

– Luciano -dijo, volviéndose hacia el interpelado-. ¡Qué pollita la de anoche! Un fuego, querido, un fuego… ¿Y tú qué hiciste después de abandonarnos?

– Escuchar el «Ave María» de Gounod…, eso fue todo lo que hice…

Pitaut estalló en carcajadas.

– Decididamente estás algo loco, ¿quién canta avemarías de madrugada?

– No sé quién lo hacía, pero era una mujer y no participaba por cierto en nuestra fiesta.

– Mañana pongo a todo el personal a descubrir ese monstruoso portento, apenas concebible en la mente afiebrada de un caribiano.

Montoya tuvo un repentino recuerdo.

– A propósito de anoche y de tu personal: ¿para qué querías tú o el fiel Chacón a ese pobre diablo que trajeron detenido al casino? El y sus dos mujeres.

– ¿Tú los viste? Pues te diré: al tal lo envié a la comisaría…, adulteración de mercadería, falta de documentación y permiso de mercar…, en fin, bastantes cositas…

El coronel lo interrumpió.

– Oye ¡qué diablos! ¡Si así hacen y así vienen todos!

– Tal vez, mi querido don Luciano: en este cruel mundo en que vivimos, la ley es a menudo escarnecida, la bondad pisoteada y ni los cien ojos de Argos, el príncipe argivo, ni siquiera el otro Argos, perro fiel de Ulises, cantado por Homero…

– ¡Ah, no!… ¿Vas a recitar toda la Odisea ahora?

Pitaut volvió a reír. Después prosiguió sin molestarse.

– No temas… Decía que ninguno de todos los recaudos imaginables puede contener la triste vocación del hombre por infringir la ley que él mismo hace o acepta. (Montoya intentó imaginar un mundo de hombres puramente legisladores emulándose en el acatamiento perfecto de las leyes, pero la idea le resultó absurda.) Sin embargo, yo no puedo admitir que un delincuente… ¡y ese sujeto tiene una traza inquietante!, arrastre con él además a dos inocentes y bellas criaturas. Las alojé pues en el casino y esta noche, debidamente acicaladas, formarán parte del dulce comité de niñas que nos aliviarán del pesado fardo de defender la ley. Mi ánimo se eleva reconfortado al pensar que con un solo acto protejo a la sociedad y salvo a tan bellas niñas de las sucias garras de ese carancho…

Montoya cuadró su poderosa mandíbula y apretó los puños con cólera. ¿Qué se proponía Pitaut?

¿Lo estaba provocando? ¿Por qué? ¿Con qué intención? Cada vez soportaba menos a aquel cínico, cuya mente maduraba sus planes despreciando todo límite. A Montoya nunca le había repugnado tomar la mujer ajena, pero actuaba como una fuerza espontánea y avasallante. No calculaba los riesgos ni se encubría. Atropellaba con todo, aguas arriba, hasta ser ahogado por ellas. Pero el frío cerebro de Pitaut parecía sumergido en una profundidad viscosa, donde flotaba igual que una medusa entre algas submarinas. Tan muertos como los héroes de sus citas mitológicas, pero no dignos del Olimpo sino apenas carroña para Thánatos, los pensamientos de Pitaut repelían.

No tuvo tiempo de contestarle. Desde una enramada reclamaban a la comitiva. Los danzantes pedían que el intendente les dirigiera la palabra. En el enorme tablado una pululación de pies golpeaban el piso; se alzaban las botellas; tintineaban los collares y aros de las mozas y Montoya hasta creyó ver el brillo insultante de un cuchillo, no en el cinto chapeado de monedas sino alzado por una mano oscura y velluda. Pero ya todos lo arrastraban siguiendo a Pitaut y al intendente. Subieron y se formó un bullente círculo de hombres y mujeres. Medio de soslayo, hablando para el público de la «enramada» y el que se había congregado atraído por el aspecto de los «señores», el buen hombre inició su discurso.

– ¡Pueblo de Coyhayque…, pueblo chileno…!

Un aplauso multiplicado le cortó la palabra.

– … ¡ Honremos a la patria en orden y con el entusiasmo más jubiloso…; holguémonos al recordar a nuestros gloriosos antepasados heroicos que nos dieron esta tierra maravillosa, la bandera y la gloria de ser chilenos!…

No pudo continuar ni hubiera sabido cómo…

Estallaron petardos, las manos impacientes golpearon las cajas de las guitarras y la algarabía cubrió toda la calle. Montoya no escuchaba al orador. Había oído muchos discursos semejantes. Apartando el cerco humano que se apiñaba en el fondo del tablado, descubrió un hombrón caído, con los restos de una botella rota, cuyo contenido, corriendo por su pecho, se mezclaba con la sangre que fluía de la herida que le descubría los bordes del cráneo.

– ¡Este hombre se está muriendo! -le gritó al mayor Pitaut.

– ¡Qué va…, patroncito!… -argumentó uno de los que ocultaba al caído de las miradas indiscretas-. Apenitas lastimadito; ya verá qué pronto se pone bueno.

– No te preocupes, ven; dejemos que sigan con lo suyo.

Era Pitaut que se llevaba con él al coronel.

– Te lo dije: la ley necesita también abrir la mano y cerrar el ojo cada tanto. Si muere no lo llorarán demasiado… A estas horas su mujer, si la tiene, estará ocupando su vientre con otro patriota como él. Hoy reinan el amor y la alegría… Mañana lloraremos quizá todos…

(El universo de acatadores perfectos de la ley había estallado en mil pedazos en la mente de Montoya.)

«Señora, mi señora; el coronel vuelve de nuevo a su paciente tarea de destruirse… Aquí estoy espiando cómo esa fortaleza suya, con dura voluntad, se hunde hasta el cuello en los placeres. El dinero se convierte en sus manos en cajas y cajas de whisky, en mujeres y fiestas. Inspíreme señora, señáleme de alguna manera un camino, aunque sea el último…, o no habrá tiempo…»

El coronel había concurrido a la remolienda, que prometía ser memorable. Algo le habían recomendado, pero con los vapores del alcohol no lo recordó después. Cuando penetró en el edificio, habilitado exclusivamente para los organizadores de la fiesta, le sorprendió la profusión de luces, la abundancia de bebida y el atuendo de hombres y mujeres. Su entrada también provocó sorpresa y comentarios, pero por una curiosa razón. Al parecer era el único que vestía el traje habitual y llevara la cara descubierta.

Un grupo numeroso, de quien resultaba fácil advertir que se trataba del mayor Pitaut y sus oficiales, se habían no disfrazado, pero sí caracterizado con chaquetas y pantalones de huasos, ajustados y lujosos. Las chaquetas, entreabiertas, mostraban el pecho desnudo y el conjunto lo remataban con un negro antifaz. A «Maquintaire» era sencillo reconocerlo merced al legítimo conjunto escocés de zapatos, medias y pollera a grandes cuadros rojos, verdes y azules. Su velludo torso ostentaba solamente un grueso correón en bandolera de cuero repujado con motivos de la verde Erín, a cuyo extremo colgaba, entre borlas de colores, una robusta vaina encerrando el cuchillo de las cacerías, del que asomaba la trabajada empuñadura. Solo le faltaba el cuerno legendario.

No pudo distinguir a los Fichel, y a los restantes, en forma insegura, los fue catalogando con esfuerzo. “¿Qué significaba esa extravagancia?», se preguntó.

Contempló a las mujeres. Creyó advertir que las integrantes del establecimiento, oficiaban ahora de camareras y coperas, pues no vio ningún hombre en tal cometido. Las otras, sin duda las famosas del «comité de niñas», quizás alguna fuera, efectivamente, una niña por la edad, pero todas exhibían unas figuras donde la inocencia juvenil, hacía siglos había huido escandalizada.

Entonces se enfrentó con María González y su hermana Jorgelina, y también con Lupe Guevara…

– Pero, Luciano… ¡Vaya que eres descuidado! ¿Y tu máscara?…

Pitaut, enmascarado, lo estaba interrogando plantado a su frente, las largas piernas delineadas por el ceñido pantalón y el pecho perfumado, mostrando el fuerte tórax apenas recubierto de un fino vello rubión.

– ¡Ah…, conque eres tú! -exclamó Montoya divertido-. Pero atiende: ¿qué diablos pretenden con esta mascarada? Olvidé tus recomendaciones… se las tragó la última copa.

– Es un punto de discreción, amigo mío: mi osado e imprudente compañero. Con este atavío y su remate nadie se atreverá mañana a decir: ¡yo vi a ese hombre!

– Eres el gran maestro de la farsa -dijo Montoya, mientras recibía de una morocha atrevidamente provista de líneas y escasa de ropas, su primera copa rebosante-: ¡A tu salud, desconocido!

Pitaut meneó la cabeza, simulando resignación.

– Ya no tiene remedio… ¡Loco, loco! Ven, te «presentaré» a Lupe; te la «presento», ¿comprendes?… Está impaciente por «afilar» contigo, ella misma me lo ha confesado.

Montoya, sin dejar de apreciar sabiamente a la bellísima amiga del mayor, no permitió que Pitaut eludiera la pregunta que le estaba brotando de los labios.

– Pero no me dices nada de mis paisanas. Las veo allí, bastante cohibidas… ¿Cómo lograste que vinieran?

– ¿Dudabas acaso? Ninguna dificultad… y también tengo aquí al marido de la mayor. Reo perdonado e invitado personal. Por ahí anda, equilibrando su cuota de hambre atrasada.

Estaba, en verdad, el marido de María González; pero su hambre difícilmente equilibraba, su miedo y su confusión. El pobre diablo no se hacía muchas ilusiones sobre la causa del encarcelamiento, su liberación posterior, e inclusive su sorprendente condición de invitado, con máscara y todo. Observó hesitante al hombre aquél, de vigorosa contextura, mentón de gladiador, ojos fríos acostumbrados a hacerse obedecer y único que ofrecía a propios y extraños su cara descubierta.

Montoya brindaba en ese momento con Lupe Guevara. Una hembra soberbia. Mordiendo un panecillo, contempló segura e interesada al deseado forastero.

– Aquí está el famoso Luciano Montoya…, el «gallo» de Coyhayque; hasta en Aysén resuena el eco de tu fama. Eres el gran devorador de «cabras», ¿o no?

– Tu boca dice cosas que tu cabeza no piensa… Esta es la única tierra donde los «gallos» gozan a las cabras. Yo no soy un gallo, querida, sino un hombre -respondió Montoya.

En el fondo el asunto no le gustaba. No la mujer sino la oferta anticipada y prevista que ella le hacía. En el placer se entregaba a un destino o lo conjuraba, pero allí no existía el destino. Lupe Guevara se había pegado a él, mientras a su alrededor se elevaban las voces, las parejas pasaban bailando en giros desenfrenados y la música crecía por los salones. El perfume enervante de la mujer lo anegó como una marea. Bebió hasta el fondo otra copa.

– Eres hermosa, amiga…

La mujer se apartó mostrándose en todo su continente; deslizó sus manos, de largos dedos sensitivos, por su busto, se recorrió el vientre perfecto y las dejó descansar finalmente en las curvas de las caderas. La seda del vestido exaltaba la línea llena de sus piernas.

– No tienes todavía una idea exacta, cabal…, deja que bese tu boca y verás.

Montoya comprendió que con Lupe Guevara, los escarceos estorbaban. Ciñéndola por la cintura la llevó por un corredor hasta una habitación, obviamente preparada para aquellas circunstancias. Mientras la besaba y era besado, el reclamo de su sexo inundó su sangre y galopó por sus venas con furiosa vehemencia. Ni un equívoco gesto de ternura, excepto el furor de la carne. Lupe vestida… Lupe desnuda… Lupe ofreciéndole lascivamente sus grávidos senos de pezones erguidos… Lupe clamando, penetrada, volteada sobre el lecho revuelto… Lupe mordiendo su hombro… Lupe ciñendo con sus largas piernas de amazona sus piernas de músculos tensos… Lupe alcanzando el filo de la gloria… Lupe denigrada cayendo al fondo abismal del frenesí… Lupe recibiendo en su cálida carne exacerbada la pasión del macho exacerbado… Y por todo el vasto universo de la carne Lupe cortesana, menuda y temblorosa estrella, sorbiendo una gota de la eternidad… Lupe febril… Lupe aquietada… Lupe miserable…

Cuando regresaron al salón, los enmascarados estaban probando lo acertado de sus antifaces. Los Fichel se habían hecho presentes. Parodiando a dos campesinos bávaros resultaban más originales que proyectando negocios. Evaristo Linares, con gatuna apetencia rondaba alrededor de María González, que lo contemplaba azorada, apretándose contra su marido.

Pero donde el escándalo había alcanzado su más alta expresión, era el lugar donde «Maquintaire», como un Falstaff creado por un Shakespeare degradado, asistido por el comisario Godoy, ofrecía a sus chillonas admiradoras, una prueba visible y concluyente de su adulta virilidad.

Todo comenzó cuando una alegre «cabrita» manifestó sus dudas sobre el real sentido de la pollera a cuadros del escocés.

– ¡Tú, gordete -había gritado, señalándolo-, tú no eres toro!

– ¿No?, ¡eh!… convéncete…, pero os advierto -su vozarrón resonó como un bramido- que he olvidado los cal…zon…ci…líos… Vale un «pico».

La pollera, elevada a la altura del pecho, demostró claramente que era cierto.

Su gesto se convirtió en la señal de que la «remolienda» estaba en su punto culminante. Los hombres de Pitaut, imitándolo, se despojaron de sus chaquetas primero; algunos desecharon en seguida los ajustados pantalones recamados de bordados multicolores y sólo los antifaces vistieron su desnudez.

Montoya se desprendió de la compañía de Lupe, la que sin demora se llevó al interior a otro bizarro admirador… ¿Chacón? ¿Ibáñez? ¿Qué importaba su nombre?

María González interrogó con los ojos a su marido, antes de contestar la pregunta del coronel.

– ¿Te gusta esto, muchacha?… ¿No? Pues quédate ahí quietecita y no te pasará nada… Vos, mocosa; cuida a tu hermana y deja de admirar a los caballeros, ¿comprendiste?

– Sí… sí, señor.

Pero Evaristo Linares estaba borracho y encaprichado. Ahora se vino con una rubia colgada del brazo.

– Mi estimado amigo y colega -dijo, dirigiéndose al marido de María González-, te presento a mi mujer; muéstrate alegre y cortés con ella… Anda…

La rubia se desplomó sobre el asustado y bastante embriagado camionero.

– Bueno, yo… -tartamudeó el desgraciado, a quien nunca nadie había hecho un regalo semejante.

No era demasiado escrupuloso, pero un resto de dignidad lo retenía aún al lado de su mujer.

La penumbra había remplazado al derroche de luz del comienzo. En parejas sobre los amplios sillones o deslizándose a las habitaciones de las bailarinas, los juerguistas se entregaban a las últimas caricias. Alguien perseguía a alguien y los besos, suspiros y risas se atenuaban después del exceso.

Pedro González quizás hubiera cedido y abandonado a su mujer a la codicia de Linares, pero la impaciencia que éste tenía le evitó la vergüenza y generó su martirio…

– Oye, tú, sé caballero y preséntame ahora a tu mujer. A ti ya te conoce de sobra…

– Deja a mi mujer en paz o te rompo la cara… -estalló González.

– ¡Argentino de m…! -gritó Linares-. Conmigo no te hagas el compadre…

Con la sagacidad que muchos individuos adquieren con la ebriedad, el español había retrocedido de un salto, arrebatado el cuchillo de caza del escocés «Maquintaire», desplomado en una silla con el abultado vientre subiendo y bajando como un fuelle

asmático, y antes de que la misma víctima percibiera su fin, lo había clavado hasta la empuñadura en el pecho de Pedro González, quien lanzó un grito de bestia sacrificada en el matadero.

Montoya escuchó el grito y gritó él también con rabia incontrolable. De un manotón tiró por el suelo a Pitaut, que se llevaba a la temblorosa y núbil Jorgelina y alcanzó a Linares, antes que éste clavara el cuchillo ahora sobre la aterrada María. Muy pocos entendían siquiera lo que estaba sucediendo.

Evaristo era pequeño comparado con Montoya, pero se resistía con furia de loco. Alcanzó con el filo agudo a rozar el hombro del vengador, su muñeca quedó engarfiada por los dedos de hierro de Montoya y, por fin, con infernal lentitud, la punta del cuchillo emprendió un viaje inexorable hacia su garganta.

Se fue deslizando hasta el suelo como un muñeco sin cuerda. Un chorro de sangre surgió del canal abierto en su cuello. Pitaut aullaba.

– ¡Deténganlo, métanlo preso…! Es un asqueroso… -el barullo ahogó el final de la frase-…Montoya, ¡te has sentenciado!

Pero el coronel Montoya, lúcido por el esfuerzo y la rabia, empujaba el destino a golpes. Los golpes caían sobre él y él sobre los golpeadores; sentía el bárbaro placer de los huesos descalabrados y sus músculos tensos golpeando como si sus puños fueran de hierro y la carne contraria el caliente metal que se retorcía, y María y Jorgelina González hipando de miedo eran empujadas, protegidas, y la gran vidriera de cristales opalizados estallaba en la terrible confusión; un disparo silbaba hacia las estrellas y el Siútico, con su rostro amarillento de brujo ancestral, ponía en marcha la camioneta y adoraba el instinto de sus razas mezcladas, pero llenas de sabiduría: ¿chino?, ¿japonés?, ¿araucano?, y al fin los gritos quedaban atrás y los cuatro se alejaban de la muerte, y el mayor Pitaut maldecía, y Godoy tropezaba con las hembras embriagadas, y un áspero olor de semen caliente, vino y sangre revueltos envolvía a todos, a Fichel primo y primo y al escocés y a Lupe Guevara, desprendiéndose del abrazo de otro de sus casuales amantes, mientras se tapaba el sexo lastimado, gimiendo: «¡Dios mío! ¡ Dios mío!»

En el fondo de la calle, un ebrio apostrofaba a las tinieblas:

– ¡Arrepiéntanse, pecadores…! ¡La hora del castigo se acerca!