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De una punta del garabato de hierro enganchado en el extremo saliente de la cumbrera del rancho colgaba un trozo todavía sangrante de capón.
Hacía muchas horas que los fugitivos Montoya, el Siútico y las despavoridas y llorosas María y Jorgelina González, sólo veían crecer la mañana y la trompa rugiente de la camioneta devorar kilómetros, animada de una fraternal solidaridad menos mecánica de lo que pudiera esperarse. Ninguno se engañaba; únicamente el prodigio de los pistones golpeando con furia matemática en sus cilindros de acero y la chispa incesante liberando energía pusieron, entre ellos y sus perseguidores, la distancia que media entre la libertad y la cárcel o la muerte.
Se detuvieron casi debajo de la chorreante muestra. Montoya hizo sonar la bocina y sin esperar más sacó el cuchillo y empezó a desprender el trozo de carne. Llevaban doce horas de carrera.
– ¡ Eh! ¿Qué está haciendo? ¡Deje eso!
El barbudo y desgreñado poblador llegaba corriendo desde un corral cercano.
– Lo necesitamos más que usted -fue la respuesta-. Carnee otro capón y listo.
– Claro; el señor lo ordena… Total no es suyo… -el hombre pretendía aparentar serenidad y fiereza, pero no las tenía todas consigo.
El aspecto de los viajeros no inspiraba ninguna confianza. «Si pudiera alcanzar el rifle», reflexionó.
– No se sulfure -dijo Montoya, echando la carne sobre la carga-, ¿cuánto vale todo?
– Eso no vale tanto como el capón que tendré que degollar ahora…
Con calma, Montoya contó unos billetes argentinos.
– Ahí van quinientos. Sobran…
El poblador respiró aliviado.
– Por quinientos pesos llévese hasta mi mujer… -dijo, cerrando su mano sobre los billetes.
– Gracias… Tengo bastantes… Prefiero sal y algo de pan.
La sal era morena. El pan duro como piedra. Echaron en el tanque el último bidón de nafta y partieron de nuevo. Iban por Arroyo Verde en dirección del Alto Río Senguerr. Cerca de una laguna recostada contra un faldeo buscaron una quebrada que los protegiera del viento.
María González y su hermana ensayaron unos pasos y se detuvieron, se desplomaron envaradas. Escapadas de la pesadilla, sin lágrimas, sin hombre, la ruina y el dolor las abrumaba.
– Tuvimos suerte, señor -canturreó el Siútico, mientras arrimaba pedazos de ramas y encendía el fuego-. Si los carabineros no hubieran estado tan borrachos y ocupados con la fiesta, nos atajaban.
– Quizá -convino el coronel, ensartando el pedazo de capón con un hierro aguzado.
Le dolía cada centímetro del cuerpo, la cabeza, los brazos, las piernas. Se sentía recorrido de arriba abajo por pinchazos dolorosos. Masticaba sangre reseca. Buscó en el interior del vehículo el whisky y con un trago hizo buches. Luego bebió, pero en seguida la extrema debilidad le dobló las rodillas. Se sentó en el escalón de la camioneta y se cubrió la cara con las manos.
Había roto los puentes, había matado, había saltado sobre las últimas leyes. Sin embargo, no se consideraba culpable de nada. Recordó con lucidez cada grito, cada rostro, cada recodo de la infernal subida hacia la frontera, mientras pálidamente, la claridad matinal recortaba los picos de las montañas. Parecían ascender en procura del lecho del sol, y la luz y el color crecían alrededor y el verde era verde en los árboles y rojo, azul o blanco, en las florecillas montañesas, y ellos giraban sin detenerse. Atrás quedaba Coyhayque, en la madrugada hirviente de ebriedad y alaridos de rabia. Atrás, la inútil pretensión de la última guardia chilena y la primera argentina (carabineros y gendarmes corriendo y empuñando fusiles labradores).
¿Y todo para qué? ¿Y todo por qué? ¿Por qué?
¿POR QUÉ?
El coronel Montoya, el avasallador de mujeres, el impávido y duro coronel Montoya; el ahora degradado, sucio, quebrantado Montoya, acertijo apasionante de un desconfiado policía de frontera, había golpeado, peleado bravamente, embriagado de furor y matado sin lástima: todo porque la insignificante mujercita de un baratijero de contrabando sin agallas se resistía a acostarse una hora con un encelado y maldito borracho.
Era como para reír o temblar. Porque no eran ni María González con su miedo, ni Jorgelina azorada contemplando la descubierta y multiplicada virilidad de los hombres de Pitaut, ni siquiera el recuerdo, los reclamos marciales del honor y la espada poseída; no. Simplemente, y él no lo comprendía aún en plenitud, había sucedido que el dedo de Dios, con infinita paciencia, acababa de rozar su alma.
– Mi coronel; la carne está lista. Venga.
Montoya alzó la cabeza y miró al desconocido. La cara de Siútico, colocada contra el sol, era una imprecisa sombra sin relieve.
Fue en busca de las mujeres. María y Jorgelina se habían lavado algo con un hilo de agua que fluía de la montaña. Sólo entonces se acordó de que prácticamente no se conocían.
– Me llamo Luciano Montoya…, señora; lamento la muerte de su marido… y también la imposibilidad de traerlo…, como fuera. Necesitamos comer algo. Vengan conmigo.
– Sí, sí, señor -dijo María.
Su voz sonaba tímida pero suave.
No eran bonitas, ni tampoco la clase de mujeres que el coronel había gozado.
De tan serena la tarde columpiaba su pereza. En el centro de la laguna una pareja de garzas rosadas arqueaban sus cuellos y se mantenían inmóviles. Nubes muy altas se desplazaban lentamente. Del asado quedaban los huesos.
– ¿Qué piensan hacer ahora? -les estaba preguntando Montoya a las muchachas-. Yo para el Sur no iré… Me conocen y habrá dificultades. Dentro de un tiempo se olvidará lo ocurrido, pero por el momento…
María González encontró coraje para expresar la esperanza que la sostenía.
– Queremos seguir con usted, señor don Luciano… Todo lo poquito que teníamos quedó allá; el camión., las cosas…, mi marido…
– Cada cual es pobre a su manera -dijo Montoya-. En cuanto a seguir con nosotros, la cosa va a ser difícil. ¿Verdaderamente no tienen a nadie a quien recurrir?
María y Jorgelina negaron con los ojos. Montoya las contempló largamente. Todavía quiso apartar el dedo divino que rozaba insistentemente su alma.
– Pero, ¿es que no comprenden? Somos dos fugitivos. Los carabineros no van a contar una historia a gusto nuestro… Lo más probable será que me acusen, a él y a mí, de haberlas robado, no sin antes matar a su marido, María, y de armar el gran jaleo en Coyhayque… Además yo… -se detuvo-. Y está esta joven… ¿cuántos años tiene?
– Quince, señor; quince cumplidos… -respondió Jorgelina, mirando absorta al semidiós Montoya.
– ¡Claro! Lo dices como si fuera una hazaña…, ¿comprende ahora, María? Con una menor junto a nosotros, o nos escondemos o me encierran… Piénselo.
Con los ojos húmedos, María González suplicó:
– Iremos donde usted quiera, ¡pero, por el amor de Dios no nos abandone!
El Siútico, que desde la escapada de Coyhayque casi no hablaba, dijo como para sí mismo:
– La tierra es ancha, señor; además, no nos molestarán demasiado. Están acostumbradas a lo peor…
A Montoya le pareció que la tarde oscilaba sobre un eje invisible. La figura de María iba y venía, empequeñeciéndose y agrandándose a cada latido de su sangre.
María estaba acostumbrada a lo peor. Incluyendo el no saber positivamente quién había sido su padre y a sufrir tales recuerdos de su madre, que hubiera preferido ponerlos a los dos en la misma condición.
A los ocho años, flaquita y huraña, ya oficiaba de sirvienta en Comodoro. Su buena suerte podía sintetizarse brevemente: tanto daba que un ratón entrase en la despensa o que el diablo se descolgase por el caño de la estufa; la culpa era siempre de María González.
Después vino Jorgelina a compartir su nada. Sin embargo, existen seres en quienes el instinto vital se desarrolla en grado increíble. El caso fue que las dos hurtaron las granos de vida suficientes como para alcanzar un peso magro, pero visible. De alguna manera quienes las engendraron las habían dotado de ciertos valores, rasgos de inteligencia y hasta una dosis de gracia natural. Defendieron su escaso tesoro y con esta dote María encontró un marido, lo bastante pobre y sencillo como para elevarla al rango de esposa.
Ahora, Pedro estaba muerto, y ella era, real y legalmente, una viuda. En la Patagonia ser viuda es casi un título de honra. Hasta había logrado que alguien la llamara «señora» y no la tutease. El hombre que estaba sacudiendo la cabeza para desprender de ella el dolor de los golpes, la llamaba «señora».
Corrió hacia el hilo de agua con un paño y lo trajo empapado.
– Déjeme que lo cuide un poco, señor. Descanse, necesita descansar.
Montoya no comprendió: se había dormido o desmayado.
En la caja de la camioneta improvisaron una cama con el toldo y las mantas, acostaron sobre él el corpulento cuerpo de Montoya y con María a su lado, refrescando la frente que ardía, y el Siútico en la cabina, al volante, y Jorgelina demudada, prosiguieron la marcha.
El péndulo de la tarde se aquietó de nuevo en el fiel de su pereza. A ratos, Montoya deliraba. Entonces, María escuchaba nombres desconocidos para ella. Alusiones a un mundo imaginado pero confuso. Acariciaba la frente del hombre, humedecía los labios apretados, callaba su propio dolor. Una inmensa solicitud, inexpresable todavía, pues el ejercicio de la bondad recién comenzado, ignorando cómo manifestarse, amenazaba trizarse entre lágrimas o risas.
¡Qué distinto parecía este hombre comparado con su marido! Tal vez ni mejor ni peor, solamente distinto. Ella nunca tuvo tiempo para diferenciar con claridad el bien del mal. Era bueno lo que no la lastimaba aunque pasara a su lado sin rozarla y quizá fuera malo lo desconocido, las fuerzas escondidas que podían destruirla; como la que hacía unas horas la había arrastrado hasta la fiesta trágica; la que obligó a Pedro a ir junto con ella, pasivamente, apenas deseando que todo acabara pronto, con la menor pérdida posible. Y todo estaba perdido, hasta la misma vida de Pedro, que no pudo salvar nada del desastre.
En cambio, ahora pasaba sus dedos inhábiles por aquella frente poderosa e indómita, y contemplaba con temor tanta fuerza yacente, la nariz recta, ancha, y los labios gruesos, altaneros, curvándose sobre el mentón recio, donde la quijada parecía cuadrarse enmarcando el rostro de un hombre. Caído, imponía respeto; quizá cuando despertase impondría temor. Si María González, en aquel instante, hubiera podido interpretar sus propios sentimientos, sabría que para siempre, en el bien o en el mal, ella estaba desplomada a su lado, subyugada.
El coronel se recuperaba. Se volvió de lado. Pareció extrañarse de la leve penumbra que lo rodeaba. Vio encima de él un cristal azul, donde algunos destellos insinuaban las primeras estrellas. Vio el rostro anhelante de la muchacha. Gimió:
– Marta… ¡ah, Marta! No me mires así…
– ¿Quién es Marta, señor? ¿Quién es Marta? -preguntó María, entre confusa y decepcionada.
Montoya luchó para alejar la opresión de su cabeza. Las imágenes dispersas de sus ideas comenzaron a ordenarse en su cerebro. Con lucidez sintió la sequedad afiebrada de sus labios.
– Déme algo de beber, tengo sed -reclamó. Pero María no encontraba lo que necesitaba. Con el bailoteo del vehículo tornóse más difícil la búsqueda. Nada le era familiar. Se sentía humillada y torpe. Se volvió hacia él, avergonzada. -No lo encuentro -dijo.
– Déjelo entonces… María, atiéndame: golpee sobre la cabina, a ver si ése la oye y se detiene. Parece que manejara con riendas…
Por fortuna el Siútico entendió el sentido de los golpes y se detuvo. En seguida se encaramó sobre la caja.
– ¿Qué, ya está mejor?… ¿Necesita algo? Montoya rezongó:
– Varias cosas. Una, la botella; otra, que me digas adonde ibas, y la tercera, que me apartes a esta señora, porque tengo algo que hacer…
Y sin esperar que le respondieran, descendió pesadamente y se apartó del camino.
Orinó contra una piedra, largamente; y después de orinar se apretó las sienes y vomitó el capón de la tarde y el vino de la madrugada. Del vientre golpeado, el torrente parecía arrancarle las entrañas. El frío de la noche lo estremeció… y recordó una noche reciente, en el patio de un hotel de Comodoro. El recuerdo se le antojó muy antiguo.
«Esto se está volviendo una costumbre», volvía a rezongar. Pero ahora el alivio físico iba acompañado de una sensación menos amarga. Cuando regresó caminaba derecho. Bebió poco. La debilidad lo contuvo. Miró las figuras desvaídas de las muchachas.
– ¿Les he dado trabajo?, ¡eh!… Bueno, ya pasé lo peor. Después de todo, ellos también recibieron una buena paliza.
Montoya convino con el Siútico que pasarían el resto de la noche en Río Senguerr. Estaban cerca. Necesitaban nafta. Y descanso para sus cuerpos. Sobre todo ellas. En Senguerr, María y Jorgelina tuvieron una pieza para ellas y una cama para ellas y cuatro paredes que las separaron del mundo, y entonces María pudo llorar su pena y su agotamiento (aunque no supiera claramente si lloraba por el pasado tremendo o el insondable porvenir).
Se sintió pequeña, perdida en un laberinto de sucesos que no comprendía. Y cuando al fin dejó de llorar, el sueño cayó sobre ella y la sumergió en un río que la llevaba lejos; un río que se curvaba sin desbordarse, de aguas de mercurio y orillas de basalto. Y en sentido contrario otro río, oscuro y abovedado, se curvaba allá arriba. En la noche podía medir el tiempo y comprobar cómo las estrellas se desplazaban silenciosas, frías, lejanas, hasta caer a sus espaldas sin chocar. Desaparecer simplemente. El lomo del río era helado, el cielo y las estrellas flotaban en un universo endurecido por el frío. Entonces la mano del hombre tomó la suya y la elevó sobre la corriente, hasta la orilla de la vida. El río de los muertos susurraba su fracaso.
Un camionero rezagado entró en el pueblo bañando con el haz de los faros las paredes del frente de casas que bordeaban el camino. La luz trazó un canal luminoso y chocó contra un cartelón, donde, al pie de un enorme rostro sonriente, se leía con grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».
– A mí me lo contás-murmuró el cansado conductor-. ¿Y yo qué hago? ¿Me rasco las pelotas a estas horas?
El muchacho acompañante se despabiló.
– ¿Ya estamos?… ¿Qué decías de rascarte…, qué?
El camionero estaba malhumorado.
– Che, bobo; yo no me repito… Aquí el único que se repite es «El Primer Trabajador».
– …Y… tendrá una flota -dijo el muchacho, que no había entendido nada.
El coronel Montoya se despertó al sentir el fragor de la máquina detenerse frente al hospedaje. En la oscuridad sintió la respiración silbante del Siútico. Era la primera vez que compartía una habitación. Sin esfuerzo volvió a dormirse. Estaba muy cansado.
María y Jorgelina también sintieron llegar al camionero. Así llegaba Pedro González cuando volvía de mercar sus chucherías entre los puesteros de las mesetas. Después se acostaba al lado de María y su olor tenía algo de oveja y cuero sobado. En cambio, su boca olía a nafta, porque cuando el carburador del cascajo se atascaba, chupaba aquí y allá y escupía la esencia hasta que la piel de los labios se resecaba. Muchas veces, al besarla, dejaba sobre sus mejillas la huella sangrante de sus labios agrietados.
A pesar de su determinación de continuar el viaje, se demoraron un día en Senguerr. La Dodge requería la atención de los mecánicos; de una de las cubiertas sólo quedaba la tela interior y la hoja maestra de la suspensión se había quebrado. Pero principalmente el cansancio los mantenía medio aturdidos y cualquier decisión les costaba un enorme esfuerzo de voluntad. Montoya obligó a María y Jorgelina a recibirle unos pesos para sus necesidades, y María resolvió entonces comprar ropas de luto. Fue el único homenaje al muerto. El resto lo utilizó en alimentos, algunos remedios y artículos de higiene. Regresó al hotel acompañada de su hermana, cargada de paquetes y con una nueva sensación de conformidad reconcentrada. Jorgelina en cambio, tan poco amiga de expansiones como su hermana, y con menos motivos de pesar, parecía entusiasmada con la loca carrera hacia lo desconocido.
– ¿Vamos a seguir con ellos, María? -preguntó cuando se aproximaban al hospedaje.
– Sí -fue la concisa respuesta de María.
– ¿Sabes adonde van; qué pasará con nosotras? -insistió Jorgelina.
– Tampoco lo vamos a saber dejándolos. Me refiero a nosotras; no nos queda nada… Además, el señor Montoya es bueno,…
– ¿Te parece? A mí me da miedo… Y ese otro…, parece un fantasma o una vieja con pantalones… «Siútico», ¿sabes lo que quiere decir, no?
– Qué más da… Para mí no es un hombre; entendeme, no por el nombre o lo que signifique, sino porque es la sombra de don Luciano. Yo no tengo miedo del señor; lo he visto sufrir, quejarse… Cualquier cosa que haya hecho, no escapa de los carabineros o de la Policía, es demasiado hombre para escaparse. Soy muy ignorante, Jorgelina, pero dicen que algunos le disparan al diablo… o a Dios. El es un señor, únicamente le tiene miedo al ojo de Dios. Jorgelina era virgen, pero no inocente o ciega. Su corta existencia fue demasiado áspera como para resguardarle la adolescencia del contacto del pecado o lo sucio. Mantenía su virginidad porque nadie la había volteado en su camastro de sirvientita. Por eso dijo con absoluta tranquilidad:
– ¿Y el ojo de Dios te va a proteger si él quiere acostarse contigo?
María se detuvo un instante abochornada. No dijo una palabra hasta que estuvieron en la pieza. Cuidadosamente depositó los paquetes que embarazaban sus brazos, luego se quedó mirando a Jorgelina con aire duro y absorto. De pronto le cruzó la mejilla con una bofetada.
– Para que no seas asquerosa… Yo no soy una p…, ¿entendiste?
Jorgelina se arrinconó llorosa. María se sentó al borde de la cama, dejando caer las manos sobre la falda continuó como para sí misma:
– Ninguna de las dos somos eso que dije, ¿sabes? Pero si él quiere acostarse conmigo… o contigo, ¿quién se lo va a prohibir? ¿Acaso el río repara en las piedras que arrastra cuando crece y atropella contra todo? Si no es él será cualquier piojoso borracho que nos alcance un poco de pan… No sé, no entiendo nada; pero iremos con él hasta donde quiera llevarnos…
Se levantó y miró por la ventana. En el patio, Montoya y el Siútico trajinaban en la camioneta. El robusto cuerpo del coronel, apenas cubierto con un pantalón y una camiseta, se hinchaba y distendía, con los movimientos de sus músculos. En los hombros y brazos se le dibujaban los moretones violáceos de los golpes recibidos. María se retiró lentamente de la ventana. Como si de pronto se hubiera sacudido todas las dudas, sacó de los paquetes el
vestido de luto y lo estiró sobre la cama. Luego comenzó a quitarse los que llevaba. Tenía el cuerpo moreno, de hombros suaves, carnes firmes y el vientre redondeado, todavía no herido por la maternidad. Los senos pequeños tampoco conocían los artificios femeninos ni los necesitaban. El luto acentuó sus formas sin ostentaciones, pero sin mengua.
– Anda, hermana, acomoda las cosas y no tengas más miedo. Nunca estuvimos seguras de nada, ¿de dónde ahora será distinto?
Salió: fue a la cocina y pidió dos tazas de café, pan, un poco de manteca salada. Puso todo sobre una tablita ancha a modo de bandeja y salió al patio.
– No ha comido nada, señor. Hágalo… Y usted también…, Artemio.
Montoya retiró la cabeza del interior del motor de la camioneta. Se limpió la grasa y el aceite de las manos con un trapo.
– ¡ Ah, es usted! Veo que se ha puesto de negro. Tal vez la ayuda… Yo no tomo café a estas horas… Bueno, no ponga esa cara y démelo.
Se apoyó en el guardabarros. El Siútico tomó su taza y un pedazo de pan y se sentó directamente en el suelo. El sudor le corría por las arrugas. Miró pensativo a la muchacha.
Eran cerca de las once. En el patio el viento se ovillaba en los rincones y salía luego disparado hacia el Sur con un silbido parejo. Uno que otro ocupante del hospedaje remoloneaba al sol. El camionero de la madrugada renegaba en la otra esquina del patio soplando un tubo de goma empapado con nafta, procurando producir el vacío necesario para trasvasar el líquido de un tanque al del camión. La nafta le corría por la barba de una semana y los labios se le ponían blanquecinos. Le tiró un puntapié a una gallina que se metía debajo del camión. Una mujer gorda salió de la cocina y gritó una grosería. El camionero le respondió con otra, riéndose. Cuando la gorda se dio vuelta, miró a los viajeros y se llevó el índice a la sien en una mímica que él consideró más elocuente que las palabras. Después su mirada resbaló con desenfado sobre María, desde la cabeza hasta la curva de las caderas.
«Está buena la fulana…, suerte para el grandote ese… ¿será su mujer?… ¡Y yo haciéndome la del mono! ¡Vida piojosa! Y este cascajo de m…»
– Che, pibe, alcánzame las pinzas y un cacho de alambre… Otra vez se desprendió el carburador.
En la sala grande, donde preparaban la mesa para el almuerzo, estaba entrando un gendarme; saludó al patrón y le dijo algo. María lo vio y sus ojos buscaron los del coronel. El la miró y después también al gendarme. Mordiendo el pan calmosamente, le dijo a la mujer
– Usted quiere seguir con nosotros, ¿no? Pues le haré el gusto… Esta noche salimos… Por cualquier cosa… -Le alcanzó la taza vacía-. No tema, señora… y gracias por esto.
Pocas veces en su vida había agradecido nada. Pocas veces en la vida de María González le habían agradecido nada. El ayudante del camionero tropezó con ella cuando venía con las pinzas y el alambre pedidos.