37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

VII

«Señora; mi señora Marta… Desde hace muchos días; desde antes de lo ocurrido en Coyhayque, parecemos huir…, huir siempre. Corremos hacia el Norte; ¿sabrá el señor hacia dónde o cuándo tendrá fin este correr desatinado? El coronel ha vuelto a encerrarse en el silencio. Maneja durante horas y horas sin pronunciar una palabra, bebiendo a cada rato. Para su desgracia dispone de bastante dinero como para renovar las botellas vacías en Tecka, Esquel, El Bolsón… Por donde pasa deja el recuerdo del whisky comprado sin regatear. Estamos malditos y es inútil querer escapar. En todas partes nos espera el infierno…

»Su memoria no nos abandona nunca, vive con nosotros, se nutre de nosotros; pero él no se entrega y continúa hacia el Norte, con los labios sellados. Su mirada es sombría, está enfermo, sufre, pero calla. No la nombra nunca a usted ni al niño. En eso no ha cambiado nada. Cuando usted estaba a su lado, yo inventarié prolijamente las horas y los días que usted aguardó en vano que él reconociera su presencia… ¿Por qué no quebró usted el silencio? ¿Por qué fue débil? ¿Por qué mi tiempo nunca fue colmado ante tanta iniquidad?

»Sé que no tengo derecho a dudar; quizás usted no era verdaderamente débil, sino demasiado fuerte, pero su fuerza era de otra naturaleza. Yo recogía la limosna de su soledad y, cada uno en su esfera, se protegía con ella. ¡Qué extraña familia la suya, señora! ¡Qué extraña y qué terrible! Como galeotes infernales condenados a remar eternamente encadenados uno al otro, sin amor semejante, pero amando tal vez cada uno a su manera; encadenados y destruyéndose.

«Pienso y pienso: ¿cuál era su propósito, el suyo, el que ocultaba su resignación? ¿Sigo yo esa huella invisible, esa señal, ese mensaje o propósito, jamás insinuado ni transmitido realmente, pero que existió, sin duda, o todo sería para volverse lúcidamente loco?

»Sé también de un modo carente de explicación que mis pensamientos la alcanzan; todo lo que hube de callar me viene ahora que ya no vivo su presencia y vuelve hasta usted como un viento que gira y gira y la roza. Por eso callo lo más penoso o lo más sucio que hacemos, para no herirla más, ¿comprende?

»Pero algo está ocurriendo aquí que rebasa la medida…»

María observó a hurtadillas el rostro lleno de arrugas del Siútico. A pesar de su carácter reposado y nada medroso, el rostro cambiante del asistente le infundía inquietud. Defendido por aquella piel que se contraía y estiraba alrededor de la boca o de los ojos, hasta ocultarlos, el Siútico parecía impenetrable. Suscitaba fascinación o aversión, casi nunca simpatía.

Cansada de contemplar un panorama de cerros y abismos apenas entrevistos, de árboles y cielo azul, procuró mantener la vista puesta en la ruta que seguían. Le dolían los ojos. Desde su posición, rígida entre los dos hombres en la cabina, pues Jorgelina cumplía su turno atrás, en la caja del vehículo, donde la muchacha al menos podía estirarse sobre las mantas y contemplar cómo el camino se deslizaba velozmente hacia atrás, mientras ella veía apenas el rostro cuadrado del coronel. El perfil de la frente, la nariz y el dibujo de los labios. Miró sus manos aferradas al volante. Las venas se hinchaban en el dorso y a ratos los dedos se abrían para volver a cerrarse sobre el curvado cilindro. Único vestigio animado, las manos se abrían y cerraban a intervalos, como si cedieran a la tensión a que estaban sometidas o, la derecha, caía sobre la palanca de los cambios de marcha, segura y obediente al mandato del cerebro.

Llevaban cuatro días de marcha, cuatro noches durmiendo en piezas diferentes, eludiendo todo contacto con extraños. Hablaban poco, apenas lo imprescindible, y esas pocas palabras tejían, sin embargo, una red sutil, pero firme, alrededor de los cuatro viajeros. Unidos primero por el recuerdo de un suceso terrible, después por la fuga inolvidable, ahora por esa tácita y consentida solidaridad mutua, pues resultaba difícil establecer dónde estaba centrada la mayor fuerza entre los cuatro. Cada uno equilibraba las potencias del otro; resguardaban sus secretos pensamientos y necesitaban -eso lo intuían vagamente-, necesitaban el testimonio ajeno para seguir adelante. Peligroso equilibrio, fluctuando permanentemente entre la ansiedad y la inquietud. Probablemente la menos afectada fuera Jorgelina, pero aun así, a ella también la envolvía aquel clima de crisis reprimida.

De la pelea en Coyhayque, de la muerte del camionero y de la de su asesino, no pronunciaban una palabra. Parecían haber decretado sobre el hecho la consigna del silencio. Como siempre, y ello lo sabía muy bien el Siútico, el coronel se hubiera dejado despedazar antes de que le arrancaran una palabra sobre algo que pudiera concernirle. En su reserva residía el meollo de su fuerza, y quizá también su martirio y su fracaso. Agonizaba en un círculo cerrado herméticamente y un ser humano no puede callar eternamente los sentimientos que lo agobian.

…¡Paff!… Con un estallido seco una cubierta de la Dodge, desgarrada por una piedra filosa, comenzó a desintegrarse. El vehículo osciló bruscamente, quedó primero de costado, giró como un trompo espectacular e, incontenible, saltó fuera del camino. Sorprendidos y desconcertados por la inesperada conmoción, los viajeros fueron sacudidos violentamente en el estrecho recinto, convertido de pronto en una peligrosa trampa. El vehículo rodó, todavía oscilando, de izquierda a derecha, saltando por encima de los montículos de mata guanaco, y por fin se clavó de punta en una depresión del terreno.

Afuera, desde la caja, venían hasta ellos los chillidos histéricos de Jorgelina.

Apenas la camioneta se inmovilizó, el Siútico intentó abrir la portezuela de su lado, pero no lo consiguió.

– ¡Se ha trabado!

– Bajen pronto por ésta… -gritó el coronel, haciéndolo por su lado-; no sea que se prenda fuego. Por fortuna no hemos volcado… ¡Pronto! Está visto que este bicho nos quiere descalabrar del todo…

Tomó a María de un brazo, ayudándola a salir. El cuerpo de la muchacha quedó un momento entre sus brazos. Temblaba, y aunque su gesto carecía de todo cálculo, encontró en aquel fugaz contacto una turbadora sensación de seguridad. Montoya le dirigió una de sus rápidas miradas interrogantes y conminatorias y, señalándole el camino, la urgió:

– Por cualquier cosa… ¡corra hacia allá! Vos, Jorgelina, ¡salta!, yo te ayudo.

La jovencita, erguida en la caja y aferrada al costado de la carrocería, sangraba por la boca.

– ¡Vamos, salta, muchacha! -y Montoya alzó los brazos, animándola.

Jorgelina desnudó, al levantar las piernas sobre el borde de hierro, la frescura incitante de sus muslos, y en seguida cayó hacia delante.

Pero la camioneta no se incendió: el coronel, instintivamente, había cerrado el contacto del motor y del recalentado mecanismo se levantaba el vapor producido por el agua hirviendo escapándose del radiador deteriorado. Un pesado silencio remplazaba el trepidar animoso de la máquina.

– ¿Se golpeó, señor? -quiso saber el Siútico.

– Un poco…, o tal vez sean los viejos porrazos -dijo el coronel-. Me sentí aplastado contra la puerta. ¡Uff!…, ahora esto. Vamos a ver cómo ha quedado.

Evidentemente, el tren delantero se había desquiciado.

La cubierta reventada presentaba sus telas abiertas como a cuchillo. El paragolpes estaba enterrado en los bordes de la lomada y el radiador dejaba escapar todavía hilos de agua y vapor. Probaron a empujar el vehículo hacia atrás. Se movió unos centímetros, pero, al disminuir el esfuerzo, volvió a quedar donde estaba.

– Es inútil -murmuró el coronel. Miró su reloj pulsera-. Son las cuatro. Si alguien pasa podremos mandar un aviso al pueblo de Mascardi. Al menos trataremos de volverla a la ruta… Primero descansaremos un rato.

– Sí, señor -dijo el Siútico-. Voy a revisar las cosas y ver cómo están ellas…

– ¡Diablos! Es cierto… La pequeña está sangrando… Llévales la damajuana con agua… y tráeme una botella para mí…, si queda alguna sana…

– «o… llenas…» -murmuró Artemio Suquía, rencorosamente.

Jorgelina se había golpeado levemente. María le restañaba la sangre con un pañuelo, cuando se acercaba Montoya. Le levantó la cara tomándola por la barbilla con sus fuertes dedos. La muchacha lo miró. Su mirada reflejaba más curiosidad que temor.

– ¿Te duele?

– Sí, don Luciano…, creí que nos matábamos…

Montoya se sonrió con sarcasmo.

– No es tan sencillo como te imaginas… Tenemos el cuero demasiado duro. Y usted, ¿cómo se siente? La sacudida fue violenta.

Un tábano comenzó a zumbar en círculos sobre sus cabezas. Montoya lo ahuyentó fastidiado.

María lo observaba interesada. Sentía el dolor de los golpes, pero también el secreto placer del abrazo.

– Como usted dice, señor…, tenemos el cuero demasiado duro para morirnos así no más. Tuve miedo, pero ya pasó.

– Bueno… si pueden, y de paso olvidan el accidente más pronto, ayúdenlo a mi compañero a preparar algo de comer. Vamos a descansar y luego resolveremos…

Pero llegó la noche y ningún otro vehículo pasó por la carretera. El paisaje comenzaba a desangrarse con el crepúsculo hasta convertirse en pinceladas de diferentes tonalidades oscuras. Desde el Oriente, donde algunas nubes solitarias recogían los desfallecientes reflejos del sol, titilaron indecisas y plurales las primeras estrellas. Todavía por las noches se sucedían ráfagas de viento frío y desde las altas montañas del Oeste, cubiertas con un manto nevado, llegaba hasta los viajeros una sensación fresca y tonificante. Las dos mujeres aproximaron a la incipiente hoguera los escasos elementos que podían constituir una comida. Una luz a sus espaldas los tocó un instante y desapareció.

– Parece que se acerca alguien -dijo Montoya, corriendo hacia la ruta con presteza-. Viene por los recodos del cañadón.

Tardó un rato en comprobarlo. Por fin las luces de dos faros barrieron en abanico el camino y recortaron la silueta del coronel con los brazos en alto. Con un chirrido de frenos aplicados bruscamente, el gran camión de transporte quedó detenido a cierta distancia. Sin titubear y sin abandonar el centro de la ruta, Montoya avanzó. Descontaba que si se hacía a un lado, el camionero no perdería un momento en marcharse. El paraje era propicio para un atraco. Lo primero que vio fue la boca de un revólver. Detrás estaba la figura recelosa del acompañante.

– ¿Qué le pasa? -preguntó el hombre.

– Cálmese, amigo -respondió el coronel-. Solamente quería pedirle que avise en Mascardi para que nos manden cuanto antes un mecánico. Desbarranqué la camioneta allá y estoy con dos mujeres y otro compañero. Hay rotura de punta de eje y otras cositas menores… ¡ah!, necesito también un radiador… El resto lo arreglaremos.

– ¿Sí? -comentó el hombre, todavía dudando, tratando de ver más allá de las sombras-. ¿Y creen que van a auxiliarlos con la noche encima?… Lo dudo. ¿Hay heridos? ¿De dónde venían ustedes?

– Mire, amigo; cuando desee un interrogatorio en regla, pediré un policía. Por ahora todo lo que pretendo es un mecánico. Se trata de una Dodge rural. ¿Va a pasar el aviso?… No, no hay heridos…

– ¡Está bien vamos, che!

Y sin más comentarios el conductor aceleró el vehículo que mantenía con el motor en marcha. El enorme furgón se desplazó hacia delante y en pocos minutos desapareció en otro recodo del camino.

– ¡Qué tipo desconfiado!… -rezongó Montoya, contemplando las luces rojas traseras, que parecían huir en la noche.

– Hay que andar prevenido -le explicaba el camionero a su ayudante-. Uno nunca sabe…

El coronel regresó al lugar del accidente caminando con lentitud. De nuevo se sentía dolorido y agotado. Le costaba reponerse del riguroso castigo recibido en Coyhayque y el sacudón provocado por el accidente contribuía a reavivar el dolor.

«Debo tener alguna lesión interna», pensó. Se encogió de hombros en la oscuridad. «¡Y bien…, da lo mismo!»

Por primera vez reflexionó en su decisión de ir al Norte. Al comienzo había sido un mero impulso, un pretexto invocando la posible intervención de las autoridades… Pero, volvió a pensar: “¿Para qué buscarme?… No les conviene… Se me ocurre que Pitaut me tomó por un espía o algo semejante… ¿No le oí, acaso, gritar mi grado militar? Sí, ahora lo recuerdo. Si pretendió descubrir mis intenciones, puesto que conocía mi filiación, se llevó un chasco… ¿Para qué, entonces, le serviría denunciarme aquí? No es hombre de mostrar todas sus cartas de un golpe… Habrá inventado alguna historia convincente para justificarse».

Recordó a Mac Intyre, a los Fichel…, los Fichel…, ¡claro! Ellos hablaban siempre del Norte, de los bosques de raulí detrás del lago Lolog… y la idea había dormido en su cerebro, porque de manera casual coincidía con su afán de perderse en la soledad…, de aniquilar todo lo que constituía su pasado. Quizás en el laberinto de caminos y sendas de errores que había fatigado sin descanso, aquella mención de los bosques limpios y aislados contra las montañas, anidando en su espíritu atormentado, le exigían una última verificación de su alma; una forma de justificarse o tal vez de redimirse.

«El país no se hundirá porque ayude a cortar unos troncos; alguien tiene que hacer el trabajo del verdugo.»

Pero presentía que algo más profundo que un desatinado desafío a la ley determinaba sus actos. Desafiando críticamente la voluntad ajena, rompiendo con el orden establecido por quienes lo habían abatido, despojando a su conciencia de toda dignidad, alcanzaría quizás a descubrir su propio ser enajenado.

«Al Lolog, pues…, al Lolog, a las cataratas, al infierno, ¿qué importa?»

– ¡Marta…, Marta…, Raúl! -gritó, aulló de pronto, enloquecido-, ¿están conformes ahora? Soy un desgraciado, un vagabundo… Me arrastro en busca de paz… ¿Eso querían? No era nada; ahora soy menos que nada…

– ¿Qué pasa,…, qué pasa? -oyó gritar a María y Jorgelina, apartándose de la hoguera y corriendo hacia él.

Detrás venía el Siútico.

– ¡Pasa lo que pasa…, el viento, la luz, el fuego, el demonio! ¡Pasa Dios o la fulminación!

Se hincó de rodillas. Cayó arrodillado con el rostro entre las manos, rechazando la ayuda ajena.

– No hagan caso… Tengo fiebre… y pasará también.

– Venga, señor. Por favor, levántese; levántese y venga -suplicó María, tan sobrecogida que no se le ocurrió tocarlo con sus manos.

El coronel puso un puño en tierra y se fue levantando rígidamente. Sin mirar, o sin ver a los testigos, caminó derechamente hacia la hoguera. No pronunció una palabra. Ninguno se animó a preguntarle nada. Iluminado por las llamas ondulantes devoró en silencio su comida y bebió un poco de mate cocido caliente.

Había llegado ya la medianoche. El cielo negro aparecía vestido por la larga cola de la Vía Láctea, y las estrellas de primera magnitud parecían colgarse de las ramas de los árboles o de la punta de los cerros. La hoguera alzaba su llama temblorosa, encendía de rosa los rostros de los viajeros y sorprendía su pensativo silencio.

– Tendremos que encender otro fuego -dijo repentinamente el coronel, abandonando su mutismo-. Por allí; así trataremos de guiarnos mientras arrastramos la camioneta. Hay que estar preparados. Ustedes -señaló a María y Jorgelina- acuéstense cerca del fuego. Duerman, lo necesitan… A ver, ven conmigo…

– Entendido, señor… Prepararé la leña.

– Yo voy a elegir un buen árbol para hacer palanca…, cables tenemos.

Metro a metro, la Dodge retrocedía. Hundida de nariz por el dislocamiento de sus ruedas, obligaba a una tarea penosa y extenuante. La experiencia del coronel resolvía problemas de impulsos, pero su esfuerzo no guardaba relación con los resultados. Al fin la punta de eje se zafó del todo, la rueda cayó de costado y hubo que detenerse. Al menos ahora la camioneta se encontraba en terreno llano. La ruta pasaba a doscientos metros. Los dos hombres tenían las manos desolladas y los ojos enturbiados por la fatiga, y entre el sudor y la tierra, la piel desaparecía bajo una capa pegajosa y oscura.

– No podemos hacer más -admitió Montoya cuando vio el estado del eje-, y no creo que los repuestos lleguen esta noche… Veré si al menos funciona el motor.

Pero el motor no arrancó ni tampoco funcionó el sistema eléctrico. La potente Dodge se había desmoronado.

– Ocupa la cabina -ordenó Montoya al Siútico-. Yo necesito más espacio.

No quedaba una sola manta. El toldo oficiaba de alfombra bajo los cuerpos de las muchachas, ovillos dorados por las trémulas llamas. Vació una bolsa de arpillera de los cacharros que contenía y se echó sobre el suelo húmedo del relente.

Con las manos en la nuca por única almohada contempló la palpitante granulación suspendida sobre su cabeza. El universo de corpúsculos luminiscentes parecía viajar a velocidades increíbles sin moverse de su sitio, tocándose y separándose sin cesar, como si danzaran sobre un mundo helado y muerto. El sudor, al secarse, le pegaba los cabellos revueltos contra la frente. Ansió desesperadamente un trago de whisky; pero no quedaba una gota.

«Mi mujer se alegrará -pensó-. Ni un miserable trago… nada.»

La absurda injuria inferida a la muerta rebotó contra él, llenándolo de sombría tristeza. «Soy un pobre borracho… ¡Oh, Marta!»

Y tuvo miedo del cielo y de las estrellas innumerables. Y escondió el rostro contra la tierra pastosa y húmeda. Y lloró. Sí. El duro coronel Montoya lloró contra la tierra. Y se sintió como una gran bestia aterrada. Y la blasfemia lo anegó. Y gimió de dolor, de fiebre, de anonadamiento, de angustia, de amor. Porque llorando contra la tierra, la húmeda tierra de su país y de su sangre, supo que toda su vida había deseado ser amado, y si lo fue, no supo advertirlo. Y ahora estaba solo y triste. Y al fin se durmió, mientras María González, ex sirvienta, ex esposa, se levantaba en la noche que palidecía lentamente, miraba las cenizas de la hoguera y el gran bulto encogido que parecía morder la tierra. Montoya lloró largamente con la noche por testigo.

María había velado todo lo que le fue posible siguiendo los movimientos de los dos hombres. El sueño la venció y despertó cuando el reflejo de la primera levísima claridad devolvía a las cosas su contorno. Desorientada mantuvo sus ojos abiertos tratando de comprender. Entonces levantó la cabeza y distinguió la figura de Montoya cubierto solamente con sus ropas. Sin vacilar tomó la manta que la cubría, se separó del costado de Jorgelina y suavemente la extendió sobre el cuerpo del durmiente.

Se acuclilló después a su lado, tratando de inclinarle el rostro, para alejar la boca y la nariz del suelo. Algo consiguió y la respiración del coronel se tornó más regular. Permaneció inmóvil, sin sentir el frío que adoloría sus hombros. Cruzó los brazos, apretándolos contra el pecho; hundió la barbilla contra los brazos, intentando retener un poco del calor de su cuerpo. No pensaba en nada. No sentía nada. Se limitaba a vigilar el sueño del hombre que había matado por ella. Velaba el sueño mientras la mañana venía empujando los carros de la luz recién amanecida y el rostro del coronel dejaba ver la tierra que lo ensuciaba, entre tallos de hierba aplastada y un rictus de dolor alrededor de la boca. Su sueño era agitado, suspiraba y se contraía y al expeler el aire de sus pulmones llegaba hasta ella un hálito alcohólico. Pero en esos momentos la sensibilidad y atención de María se concentraban en el hombre y su sueño.

Ensimismada en su insólita vigilia no pudo tampoco percibir cómo, todavía dentro de la cabina de la Dodge, el Siútico, al despertarse, se había paralizado contemplándolos. La claridad se extendía gradualmente y los pájaros iniciaban un parloteo tímido, como queriendo asegurarse de que en verdad llegaba el nuevo día.

Desde la dirección por donde había desaparecido en la noche el camión, venía ahora aumentando el ronroneo de un motor. El coronel, inquieto, estiró un brazo y su mano chocó contra el cuerpo entumecido de María. Abrió los ojos.

– ¿Qué hace aquí? ¿Por qué? -preguntó, súbitamente conmovido.

– Perdóneme -repuso María, sobresaltada-; desperté reciencito no más -mintió-, y quise abrigarlo un poco… ya me voy…

La mano de Montoya se apoyó en el hombro de la muchacha.

– No; no tiene por qué irse… Usted no estaba obligada a cuidarme. ¡Ve!, por fin nos vamos reconociendo… -Y se interrumpió, prestando atención al vehículo que se acercaba-. Escuche…, alguien llega. Ojalá sea el mecánico.

Apartó la manta y se incorporó.

– Gracias, María… No olvidaré lo que ha hecho. Tiene usted una manera de comportarse que impone respeto. Pocas veces he agradecido tan sinceramente algo a una mujer; no es un cumplido, créame.

– Lo creo, señor -dijo María, muy seria; pero interiormente se sentía absolutamente recompensada.

El Siútico también había salido de la cabina y corría hacia el camino. Alcanzó a interceptar la «pick-up». Se trataba, ciertamente, del mecánico, quien, al no ver a nadie hasta allí, empezaba a temer que le hubieran tomado el pelo.

– ¿Dónde dejaron de correr? -preguntó el muchacho que, para no desmentir su profesión, venía ya de overol cubierto de manchas-. Casi no salgo, ¿sabe don? -parloteó, contemplando algo intimidado el extraño rostro del Siútico-. Don Elías…, el camionero de anoche, ¿sabe?, no me dio los datos del registro de ustedes… y el «ACÁ», señor -recalcó complacido la vocalización de la sigla-, nos prohíbe por reglamento atender pedidos de desconocidos… por la cargada, ¿sabe?… Y después que en una de ésas, ¡zas!, uno labura como un perro y para cobrar hay que sacar un bufoso -y se tocó el costado como para ilustrar que la alusión incluía a todos los desconocidos.

– No hable tanto, joven…, o se va a cansar en partidas -dijo el coronel, que alcanzó a oírlo-. Venga…

El mecánico silbó al ver el estado de la Dodge.

– ¡La sacó barata, don!… Aunque ahora va a tener que «ponerse». -Se golpeó la palma de la mano izquierda con el otro puño, con expresivo gesto-: A propósito, ¿tiene carnet del «ACÁ»?

– ¡Tengo un cuerno! -dijo el coronel, entre divertido y fastidiado por el gracejo del mozo-. Revise bien, diga cuánto es, repuestos incluidos, y se le pagará antes de empezar el trabajo… y ojo, ¡eh!… entiendo de mecánica más que usted; pero no tengo los repuestos. Esa es su ventaja, ¡aprovéchela!

– ¡Ufa!, diga que comprendo la mala noche que han pasado… -y, prudentemente, el muchacho se dispuso a trabajar, pensando que no era inteligente tirar demasiado de la cuerda. Además, la presencia de las mujeres lo tranquilizó.

Conocía su oficio, eso pudo apreciarlo en seguida el coronel y más aún el Siútico, que no le tenía envidia a ninguno. El mozo regresó trayendo directamente la «pick-up» hasta el lugar del accidente. El pequeño vehículo resultó un taller ambulante.

Cuando comprobó que su trabajo sería pagado y que trataba con gente honesta, el simpático parlanchín hasta accedió a volver al pueblo con el Siútico, en busca de provisiones.

– ¡Pero métale, eh, diga!… -instó impaciente-. Esto nos va a llevar el día entero.

El coronel Montoya interrogó a María, sin hacer caso de sus apremios.

– ¿Quiere irse hasta el pueblo con ellos, usted y su hermana, y esperarnos allí?

– ¡Oh, no, señor! Prefiero quedarme… Este aire es muy agradable. Pero usted haría bien en encargar algunos remedios…, no tiene buen aspecto. Ha dormido muy mal anoche…

– Yo me curo con whisky, ¿no lo sabía? He salido de otras peores; si empiezo ahora con remedios estoy arruinado. Mejor lo dejamos así.

– Bueno, ¿se decide o no, señora? -reclamó el mecánico-. Yo no ando de picnic.

En el fondo le hubiera gustado llevarse a las dos y que se quedara el «chiquito ese». Pero partió con él.

Por un singular fenómeno, que de alguna manera imprecisa ya había intuido María, la ausencia del Siútico pareció disipar una atmósfera anímica muy particular. Sin la presencia obsesiva del asistente, de aquel testimonio viviente de sus trágicos errores, el coronel se transformaba, no en forma evidente, pero algo en él cambiaba; un gesto imperceptible, un ademán más amplio, más libre. Como si dejara caer una máscara, mostraban sus ojos una luz distinta. Y el señor que coexistía en él, bajo su duro y brusco exterior, se manifestaba en esos mínimos actos que sólo tras una larga ejercitación adquieren otros individuos. Dicho de otro modo, bastó que el Siútico se alejara para que el coronel recobrase aplomo y hasta se revistiera de amable espontaneidad.

Mientras se disponía a preparar a la camioneta para el trabajo final del mecánico y María se alistaba como su ayudante, Jorgelina se internó entre los árboles de los faldeos cercanos. Desde allí pudo todavía contemplar a la «pick-up» perdiéndose en una curva del camino y luego se encontró, libre y solitaria, recibiendo la picante prepotencia del sol primaveral en el rostro acalorado. En el ascenso dejaba resbalar sus manos sobre la áspera corteza de los árboles, o se inclinaba a recoger florecillas sin fragancia, de pétalos afelpados, sintiendo entre el ramaje el nervioso aleteo de los pájaros al huir de su presencia como copos condensados de luz y colores.

El aire liviano le infundía un vigor vehemente, una loca necesidad de correr y correr hacia arriba, ágil y ligera como una hoja impulsada por el viento. Ráfagas de vida la exaltaban, mientras sentía sobre su pecho, a través de la tela de la blusa, la penetrante calidez del sol y, al mismo tiempo, anhelaba agotarse subiendo, para que aquella excitación concluyera al fin. Deseaba que el sol bañara su cuerpo desnudo.

A Jorgelina no le importaba estar sola; su mundo se concentraba en sus secretos pensamientos, donde las aventuras más audaces se confundían como lianas impalpables con mórbidos deseos, alimentados por experiencias propias o ajenas, deformadas por su ambiguo criterio, no exento de malicia. Pero podía, quizá sin proponérselo realmente, mostrar una engañosa apariencia de pureza, acentuada por su pasiva conformidad. Se asemejaba más bien a un bello animal, físicamente saludable, a quien poco le interesaban los seres que la rodeaban. Podía necesitarlos o podía librarse de ellos, refugiándose en su íntimo universo y desde allí observarlos, indiferente a sus conflictos, sintiendo cómo crecían en ella anhelos perturbadores, colmados de promesas.

Desde la altura que había alcanzado, sus ojos abarcaban un extenso panorama. Los manchones verdes de las arboledas se destacaban abajo, entre calveros ocres y rocas dispersas. Al fondo, un lago verde transparente se recortaba entre dos montañas de picos nevados, con una belleza inmóvil, cromática, demasiado subyugante, casi irreal, en particular para el espíritu lineal de la muchacha. Lo contempló entrecerrando los ojos, humedeciéndose los labios como un cachorro de venado que descubre el agua fresca y titubea en ir a bebería. Todavía la dominaba una inquietud indefinida, que no podía calmar la Naturaleza apacible, ni la mañana luminosa, donde flotaban pelusillas corpusculares, ni la alocada carrera, ya que, por el contrario, contribuían a generarla.

Al entrecerrar los ojos no veía el lago verde esmeralda, sino la borrosa visión de un ser fabuloso, un dios adolescente de torso plateado y caderas azules, saltando entre las piedras y traspasando, desde leguas y siglos, su cuerpo de carne y vegetal. Se abrazó a un árbol joven, mordió su corteza blanda como la piel y mezcló su saliva con el jugo verdoso de la savia, gustando su sabor neutro ligeramente cálido. Y, por fin, mientras permanecía abrazada al árbol, su júbilo se fue aquietando como la bajamar sobre la playa, hasta que la invadió una lánguida lasitud.

Toda ella era ahora un territorio yermo y calcinado, una playa abandonada. No sabía por qué, pero le molesto de pronto su soledad y su actitud. Imaginaba que el árbol era el dios adolescente, inocente como la flor y sabio como el tiempo, y el pensamiento le hacía daño, aunque todo su cuerpo recordara el abrazo. Sacudió la cabeza y borró las turbadoras ensoñaciones que la aturdían.

Durante el descenso se distrajo contemplando, parsimoniosa, el trabajo incansable de los insectos que poblaban la hojarasca; empujó con el pie una piedra ladera abajo y se quedó escuchando atentamente su caída sonora y repetida; mojó los dedos y los labios en un chorrillo cristalino que brotaba entre las junturas de grandes rocas adosadas al faldeo; sintió hambre y corrió hacia el improvisado campamento, desde donde la voz de María la llamaba con insistencia.

Montoya y María, convertida inesperadamente en aprendiz de mecánico, con las manos y la cara llena de manchas de aceite, se atarearon adelantando el trabajo. La camioneta había sido elevada sobre tacos de madera aserrada allí mismo, y de su interior salían piezas y piezas para ser revisadas y corregidas. A pesar del sufrimiento que la falta de bebida ocasionaba al coronel, resecándole la garganta y contrayéndole la boca del estómago, se mantuvo sereno y activo. Abstraído en la tarea hasta llegó a canturrear una tonada en boga, algo que María nunca le había visto hacer desde que lo conociera. De pronto, el coronel se sentó en el suelo y la llamó

– Venga, señora… Siéntese y descanse. Me olvido que es usted una mujer, no un soldado.

También era la primera vez que dejaba escapar una alusión que lo relacionara con la profesión castrense.

María se sentó sin más ceremonias. Estaba realmente rendida. Se limpió las manos con un paño y se frotó las piernas, ligeramente hinchadas en los tobillos. El sol ya promediaba su carrera orbital y bañaba de luz su cabellera castaña. Respiraba con fatiga, entreabriendo los bien formados labios desconocedores de los rojos artificiales.

– ¿El Siútico le ha dicho alguna vez quién soy yo, María? -preguntó abruptamente el coronel.

Tomada de sorpresa, María vaciló antes de responder.

– No, señor… nunca hablamos de usted…, y muy poco de otra cosa -dijo por fin.

– Yo se lo diré, entonces. No sé por qué, pero su presencia me sosiega; ¿siempre conserva esa calma?, ¿cómo la logra?

– No entiendo -dijo ella-. Creo que siempre fui igual. Tampoco yo le he contado todavía quién soy. Ni siquiera conozco a mi padre… A veces me imagino que él sería como yo, ¿es posible, señor? Mi madre, no. De ella prefiero no hablar…

– Es posible que usted herede cualidades de su padre… que se le parezca a él -rectificó Montoya-. Pero, de cualquier manera, su padre debió ser una persona de carácter. No lo dude. Hay cosas que se heredan…: el carácter, por ejemplo; sin embargo, ocurre que nosotros podemos aumentar tanto las virtudes como los defectos… -Se ensimismó un instante-. María; yo soy un militar… expulsado por borracho… ¿comprende? Y he cometido todavía cosas peores que emborracharme… al menos así lo aseguran…

– Pero usted no es malo. Ni tampoco lo he visto nunca realmente borracho… y los he visto, le aseguro.

– También entre los bebedores existen categorías, señora… Si uno es un carretero y toma vino barato se enferma, vomita, ríe, hace locuras, o mata… perdón. Pero si desde pequeño acrecienta la dosis de buen licor y le dicen «señor», en lugar de apalearlo, se convierte en un tonel elegante,…; pero, para mí, los dos somos unos pobres borrachos. Los dos queremos saltar una barrera tan alta como ese inocente cielo. Los dos somos un par de cobardes despreciables. Y lo mismo da que en la guía su nombre se repita trescientas veces o que se llame coronel Luciano Montoya.

María quedó alelada ante la asombrosa revelación. En su escala de valores un «coronel» era alguien apenas concebible.

– ¿Usted es un coronel, señor? ¿Por qué dice que es cobarde? No es cierto; mis ojos han visto todo lo contrario.

– Desconfíe de ellos, señora; aun cuando los suyos reflejan una sinceridad bastante rara -entrecerró los suyos y pareció buscar algo entre sus recuerdos-. Mire: 1924, teniente Montoya, postergado por mal comportamiento social; 1930, mayor Montoya, juzgado en rebeldía; 1943, Montoya, teniente coronel, brillante oficial, de altos conocimientos militares, postergado una vez más por su conducta poco edificante, pública y privada. Última hazaña: arrojar en la fuente de la Lola Mora, en Buenos Aires, a las cinco de la mañana, y completamente desnuda, a la «vedette» de moda…, Montoya, coronel… no; ahí punto final…

María lo escuchaba escandalizada, aturdida… y feliz. Rió alegremente:

– No sé qué es eso que dijo, pero sería una artista, ¿verdad? Nunca he visto una gran ciudad.

– Algo así… Prefiero que se la imagine como tal Bueno, ya sabe quién soy… Lo difícil es adivinar qué terminaré siendo. ¿La encontraré en mi final?

– ¿No tiene a nadie con más derecho que yo, una huérfana de todo, para esperarlo al final de su camino? -preguntó María, conmovida.

– ¿Huérfana? Sí, es posible que a fin de cuentas haga mal en lamentarme: porque yo mismo destruí mi vida… como, como un grandísimo imbécil… Acaso usted pueda darme una excusa para vivir o una buena razón para morir…

María se llevó las manos a la boca. Miró al hombre sucio de grasa, de rostro férreo y barbudo; observó sus ojos afiebrados, sus gruesos labios sensuales que no conocían la piedad y una tremenda necesidad de callar, no de hablar, le ahogó el pecho.

El ruido de la «pick-up» los liberó de la embarazosa situación. Sin mirarse, ambos se alejaron en direcciones opuestas.

– ¡Jorgelina, Jorgelina! -llamó María-. ¿Dónde estás?

Dos días después entraban en Bariloche. La salud del coronel sufría alternativas de mejorías y empeoramientos, pero él se negaba a que lo viera nadie. Parecía acuciado por la secreta necesidad de moverse en la dirección prevista. No apresuraba la marcha, pero nada podía retenerlo sino allí donde él había fijado su pensamiento. Desde la ocasión en que el Siútico estuvo ausente y ellos, María y Montoya, levantaron el velo de sus existencias, pocas veces volvieron a cambiar más de cuatro palabras. La presencia del asistente los oprimía dentro de un círculo de reserva y desconfianza ominosa. El carácter de Artemio Suquía, entretanto, se agriaba sensiblemente y de su natural sombrío pasaba a francamente tétrico.

María se dio en pensar qué extraño poder o qué horrible secreto compartían aquellos dos seres tan distintos. Cada uno parecía cargar sobre su conciencia una culpa recíproca e innombrable. Ella trataba inútilmente de penetrar en aquel oscuro pozo de miedo y tormento, pero la boca tenebrosa no mostraba una sola señal que la guiara. Además carecía de experiencia. Desconocía las condiciones que rodeaban la vida de hombres y mujeres llegados de las lejanas y fabulosas ciudades del inmenso país. En realidad, por primera vez intuía su magnitud, veía admirada modificarse el paisaje, los pueblos y hasta el aspecto de los habitantes.

Se avergonzaba, inclusive, de no entender claramente qué había hecho ese señor, cuyo retrato miraba ahora desde la camioneta y que aparecía pegado contra los ladrillos rojos del severo y elegante edificio del hotel, al que habían llegado de noche y ya abandonaban.

Contra un fondo color crema se veía un enorme rostro sonriente, a cuyo pie, escrito en grandes letras negras, podía leerse: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».

Arriba y abajo de la calle y también en los frentes de la acera opuesta, el retrato se repetía, como si desde el fondo del Nahuel Huapi un espejo de aguas reprodujese la imagen proyectándola indefinidamente.

A María se le fijó de pronto lo de «coronel». ¿El señor don Luciano sería también un «coronel» como el del retrato?

Fuera por un motivo u otro (sus pensamientos o el retrato), María se distrajo largamente, mientras en el interior del hotel, en el bar, el coronel Montoya (ni «tanto» ni «tan menos» que el otro) elegía sus whiskys, probando bastantes de ellos.

Poco después partieron. La Dodge, convenientemente reparada, marchaba con regularidad y recobrada pujanza. Los caminos, cada vez más cuidados, y más breves las etapas. Entraban en regiones donde el paisaje perdía en agreste lo que ganaba en belleza. Entre los bosques, ordenados como parques, se levantaban edificios de recreo y grandes mansiones. Y por todas partes el verde del follaje, la luz hecha color en las flores de enredaderas y trepadoras que ahogaban los troncos centenarios de los cipreses y coihues; luz en el esmeralda de las aguas del lago, apareciendo y desapareciendo en los recodos. María y Jorgelina permanecían absortas; todo les causaba una reiterada admiración. Ya desde El Bolsón a Bariloche habían costeado lagos de ensueño, como el Guillermo o el Mascardi, pero nada era comparable a esta recortada y dilatada aguamarina. Y atrás, en el fondo del escenario, coronado por una nevada cabellera, el Tronador.

Kilómetro a kilómetro se fueron alejando del Nahuel Huapi, la isla del tigre, la tierra fabulosa del cacique Lineo Nahuel, el guerrero vencido en la pelea contra los «hombres chiquitos», al pie del monte Anón. El lago que esconde en sus islas de densos bosques princesas hechizadas, como Huanguelén, la estrella del tigre. Bordearon el Limay largo tiempo y después más caminos de tierra y piedra, cruzaron arroyos murmurantes, después otro río de sonoroso nombre araucano, después otros arroyos y otros lagos, hasta que la palabra agua fluyó desde los hondones del alma como una conjuración.

Hacía largo tiempo que para Montoya y su asistente los dones de la Naturaleza carecían de verdadero atractivo. Incapaces de apaciguar el ánimo ante aquella combinación armoniosa de la piedra, el vegetal y el agua, volvieron bien pronto a ensimismarse en sus oscuros pensamientos, cargados de presagios y recuerdos. Jorgelina prefirió las ensoñaciones secretas a la, para ella, aburrida reiteración del escenario. En cambio, María, con su natural perspicacia, agudizada por el ocio a que la obligaba el largo viaje, todo lo abarcaba, sin excluir la sorda inquietud que roía el alma del coronel.

La reconcentrada adustez de Montoya, el brillo cada vez más febril de sus ojos, la palidez de sus pómulos, quizá se debieran al quebranto de su salud. Pero antes había sido su espíritu el doblegado y seguiría siéndolo -pensaba María-, mientras su contrafigura continuase a su alrededor. Su presencia debía serle más dañina que los golpes y la fatiga.

Por eso hacia el Siútico volvía continuamente la atención de María, intentando vanamente penetrar en la sombría preocupación del asistente; solamente podía percibir levísimas señales exteriores, que nada le revelaban: los relámpagos coléricos de sus ojos, la contracción convulsiva de sus arrugas simiescas. Entonces era posible asomarse al peligroso abismo, y María hurgaba en el vacío atemorizada.

Casi había olvidado, y a veces hasta le parecía un sueño lejano, aquellos minutos sentados en el suelo, sucios de grasa y aceite, dejando que los labios abriesen una fresca grieta al calcinado corazón. La misma brisa los había confortado, las palabras fueron un bálsamo exiguo, pues de nuevo se habían cerrado en sus mundos paralelos pero extraños. Como un lento veneno se deslizaba entre ellos la presencia del Siútico, lo mismo que los filamentos que cubrían, colgaban, caían, enlazaban y entrecruzaban las ramas de las araucarias radales y lengas, en cuyas redes temblaban a veces las sexuales orquídeas amarillentas. A través de aquel celaje vegetal, la luz se bifurcaba, cobrando una tonalidad pastosa, creada para exaltar la morbidez de los lirios de las sierras.

Hubiera querido encontrar ahora la palabra esclarecedora que devolviera a las cosas su dimensión original, pero en vano transitó por imaginarios caminos. Crecía el recelo, lo palpaba y estaba impotente para disiparlo. Como una niebla espesa adivinaba o presentía el nuevo dolor cayendo sobre sus hombros y cerraba los ojos aguardando la hora marcada. Pero llegaron a San Martín de los Andes, se acercaron al lago Lolog, meta buscada desde Coyhayque y el golpe no fue descargado. Pero María González no se engañaba.

A poco de llegar ocuparon en las cercanías del embarcadero dé las lanchas y atracadero de rollizos, una casita de troncos casi en ruinas. Era el 3 de setiembre de 1945. Todavía las laderas de las montañas más altas se blanqueaban de nieve y un volcán lejano esparcía una fina capa de ceniza por los montes. Al día siguiente llovió y el techo de la casita mostró sus deterioros. Con empecinada energía el coronel Montoya se ocupó de repararlo, exigiendo del Siútico un trabajo extenuante. Las dos mujeres ayudaron en lo que pudieron. Por primera vez los cuatro iban a compartir prácticamente un ámbito común. Montoya improvisó un tabique rudimentario, comentando:

– Este domicilio es provisional… A fines de octubre salgo para la cordillera por el lago. Mientras tanto, a descansar y reponerse…

– Salimos, señor… No lo olvide -rectificó María.

– ¿Todavía insiste? -interrogó el coronel, poniéndole una mano sobre el hombro-. ¿Acaso no ha sufrido bastante?

María sostuvo su mirada.

– Hasta el fin, señor… lo he jurado… Aunque me echara de su lado lo seguiré hasta el fin.

– Es curioso -comentó Montoya, sopesando la herramienta que sostenía con la mano libre-, antes fue el Siútico; ahora usted…, los dos creyéndose obligados, por distintas razones, desde luego, a una adhesión que no merezco. Y me pregunto: ¿cuál es la diferencia entre la actitud de él y la suya? Hay muchas cosas que no comprendo; tal vez demasiado tarde me detengo a considerar a la gente que me rodea. Es fabuloso comprobar qué endeblez tenían mis sólidos principios: vocación de grandeza, eje del mundo, el carácter imperial, el destino señalado, la supremacía de los fuertes: ¿qué valen en definitiva? ¡Fantasmas, fantasmas soñados y olvidados!

No advirtió que en la puerta de la casita, inmóvil y silencioso, el Siútico estaba pendiente de sus palabras. Llevaba en los brazos unas tablas y su grotesco rostro resplandecía con un aire infernal. Entre las arrugas que rodeaban sus párpados, los ojos tenían la fijeza verdosa del tigre en acecho. María, de frente a la puerta, lo miró como hipnotizada. Montoya sintió la mirada del hombre en su espalda y se dio vuelta bruscamente.

– ¡Vaya! Estabas ahí… ¡entra pues y trae eso! -Le apuntó con el índice-: Me desagradan los espías. Te noto muy enigmático últimamente. ¿Qué te ocurre?; ¿se ha debilitado tu fraternidad?…

Sin un motivo preciso el coronel se encolerizaba paulatinamente y empleaba la familiaridad en el trato como un insulto.

– Señor, ¡cálmese! -atinó a decir María, culpándose del incidente.

Lo mismo que a ella, al coronel le irritaba la actitud solapadamente pasiva del pequeño hombre. Era una sensación física de rechazo, irracional y exasperante, porque los actos del Siútico no merecían ningún reproche.

Sin darse por enterado el asistente se inclinó apoyando las tablas contra la pared, luego los miró fugazmente como si le satisficiera la ciega cólera del coronel y la sorpresa de la muchacha. Parpadeó, inclinó su cabeza desproporcionada de muñeco y se volvió. Caminó en dirección del lago, con los brazos caídos a los costados, semejantes a los largos remos fatigados y bamboleando la cabeza rítmicamente, como si su dueño la sometiera a un parejo ejercicio de paciencia y automatismo.

– No lo puedo remediar…, me desquicia este tipo. Lo tengo metido en mi vida como un clavo emponzoñado. Si no fuera que…

María rememoró sus temores, los angustiosos pensamientos de los últimos días. Recordó la noche tremenda en que, saltando con simiesca agilidad (¿también espiaba entonces la fiesta desde la galería?), los guiara en la oscuridad, ponía en marcha la camioneta y salía disparado hacia el corazón de la negra noche. ¿Qué miedo, o qué gratitud, o qué pacto pavoroso unía al coronel Luciano Montoya con Artemio Suquía, bien llamado el Siútico?

María no lo supo entonces. Tal vez hubiera recibido la confidencia esa misma noche, bajo la bóveda estrellada, pero el coronel Montoya, fulminado por la fiebre, se estremecía en su lecho.

En el primer momento María se sintió abrumada. El estado del coronel era decididamente grave. Por la madrugada, mientras se revolvía inquieta en su cama improvisada, escuchó los pasos del Siútico y los gemidos del enfermo. Cuando entró, el asistente había encendido un farol y andaba buscando un sitio adecuado para colocarlo.

– ¿Qué le pasa a don Luciano?

El Siútico gruñó una respuesta sin volverse.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Yo no soy médico…; además, nunca lo he visto enfermo.

La frente del coronel ardía. Gruesas gotas de sudor le corrían por la cara barbuda y se perdían en su cuello. Al gemir contraía los labios, mostrando los dientes hasta la encía. María tomó un pañuelo y le secó la frente. El enfermo sintió la mano y entreabrió los ojos con expresión ausente.

– ¿Qué pasa…, qué pasa? -musitó, cayendo de nuevo en un sopor sin fronteras.

– Tráigame agua, ¿quiere? -pidió ella al hombre de pie a su costado.

Sin hacer comentarios el Siútico se volvió hacia la puerta.

María recordó que en su bolso guardaba algunos calmantes que había comprado para ella en Bariloche y fue a buscarlos. Jorgelina también estaba despierta. En la semipenumbra esperaba inquieta.

– Podes vestirte si querés -dijo María-; don Luciano está enfermo y necesito ayuda.

El Siútico regresó con un balde de agua helada. María lavó la cara de Montoya y le aplicó compresas húmedas sobre la frente. El contacto refrescante del paño pareció atenuar la fiebre. Respiraba ahora un poco más rítmicamente.

– ¿Qué le está dando? -quiso saber el Siútico viendo a María romper la envoltura de los sedativos.

– Aspirinas -repuso ella-, es lo único que tengo. Ayúdeme a levantarle la cabeza…, así.

No era fácil hacerle tragar al coronel las pastillas ni el agua, pero al fin lo consiguió.

– Apenas amanezca tendrá que ir al pueblo y traer medicinas… Busque a un médico, si hay, y trate de que venga… El señor está sintiendo la fuerza de los golpes y los enfriamientos…, puede hasta estar lastimado por dentro…, he oído de casos parecidos. Explíquele eso al doctor, pero vuelva pronto…

María dejaba caer las palabras en voz baja, lenta, pero firme. Obligada a tomar decisiones, el instinto la guiaba a través de su ignorancia. Las horas transcurrieron después en silencio, un silencio pesado de tiempo detenido que los quejidos del enfermo puntuaban sordamente.

Afuera amanecía y comenzaba a levantarse una niebla húmeda y fría. El Siútico se desperezó.

– Voy a aprontar la camioneta -advirtió- Necesito dinero…, estas cosas cuestan caro y yo no tengo un peso.

De golpe apreció María la magnitud del problema. Ahora no estaba el coronel Montoya en condiciones de resolver y ordenar. Pensó en el poco dinero sobrante de sus compras y que el coronel se había negado a recibirle.

«Acostúmbrese a manejarlo, es suyo -solía responderle él ante su insistencia-. No hará la felicidad, pero es mejor tenerlo a mano.»

Con aprensión y hasta vergüenza empezó a revisar las ropas del coronel y entre sus escasos efectos. Allí no había nada. Jorgelina seguía sus movimientos con los ojos. Pasó sus manos bajo la almohada. Tampoco. Al inclinarse, Montoya movió la cabeza, pareció mirarla un instante y murmurar algo. María retrocedió.

– Me parece como si lo estuviera robando -dijo para ocultar su turbación.

– No seas tonta -rezongó su hermana-. Sin plata «ese mono» no va a ir a ninguna parte. Don Luciano duerme vestido, fíjate en su ropa…

Venciendo su resistencia interior María levantó las mantas. La gruesa camisa estaba empapada. Al tocar la cintura palpó el cinturón secreto. Lo llevaba pegado al cuerpo y las dos mujeres debieron realizar grandes esfuerzos para mover el pesado cuerpo, desprender las hebillas de metal y deslizar el cinturón por debajo de la cintura.

Se trataba de una prenda confeccionada especialmente. El cuero fino pero fuerte, escondía una serie de bolsillos cerrados. Al abrir el primero, María tuvo entre sus manos más dinero del que había contemplado en su vida. Jorgelina suspiró admirada. Junto con el cinturón, al costado de su cuerpo, Montoya ocultaba una pistola pavonada metida en una pistolera del mismo material que la faja.

María contó rápidamente algunos billetes de cien pesos y volvió a guardar aquel ignorado tesoro en su sitio. Después introdujo la cartuchera y el cinturón bajo la almohada. Apenas había concluido cuando entró el Siútico.

– Estoy listo… ¿Tiene la plata?

– Tome -dijo María, alargándole cinco billetes de cien-, creo que alcanzarán.

– ¿De dónde los sacó? -preguntó el hombre, mirando intrigado alternativamente a los billetes y a María.

– Me los dio el señor -musitó María, mintiendo sin comprender muy claramente por qué lo hacía-. No ahora sino antes…, por si pasaba algo. Ya ve, llegó la ocasión de usarlos.

El Siútico sonrió ponzoñosamente.

– Será así…, si usted lo dice. Bueno, me voy al pueblo. El viaje es largo, no espere que vuelva en seguida. Necesito nafta, además…

– Bien -urgió María-; apúrese, por favor…

Algunos minutos después escucharon el ronquido del motor. El sonido llenó la mañana, se coló en los oídos de María como un eco esperanzado y resonaba todavía cuando ya el vehículo se encontraba demasiado lejos para ser oído.

«Estoy aquí, señora, todavía estoy aquí; ¿comprende? El está enfermo… lo muerde la fiebre como miles de hormigas, atormentándolo. Pero todo comienza de nuevo. Estoy cansado. Ahora quiere volver a ser… Lo adivino, ¿ser qué?, ¡oh, luto infernal, si pudiera comprender! Veo nacer en él una nueva voluntad. Ya no está solo. Porque yo soy una sombra. Yo no cuento para nada. Me deslizo a su lado…, observo, callo… ¡Ah, señora, qué tarea ha caído sobre mis hombros! No tengo valor para pensar en la otra presencia, me parece que usted, desde allá arriba, recibirá mi pensamiento y su grito quebrará la tierra como un rayo…»

Las ruedas de la camioneta giran… giran hacia el pueblo de San Martín de los Andes por un camino de tierra. Detrás del vehículo se levanta una nube de polvo sutil como un gas grisáceo. Desde una altura del terreno se divisa un pedregal abrupto soslayado por un arroyuelo trivial y melancólico. Lagartijas verdosas se deslizan entre los intersticios de las piedras huyendo del fragor insólito. En el volante se crispa, se encoge y estremece Artemio Suquía, sosteniendo aquel soliloquio que no puede ser diálogo con una imagen ausente. Las ruedas giran sobre la tierra despareja. Los pensamientos del Siútico giran, saltan, retroceden y se enroscan en su cerebro, como monstruosas larvas de locura.

Del diario La Prensa del 29 de abril de 1945:

«Roma. Benito Mussolini habría caído en poder de las milicias populares italianas cuando intentaba huir a Suiza. Se cree que fue ajusticiado en la noche del 28.»

«Buenos Aires. La esposa de un militar, fallecida en circunstancias extrañas, parece haberse eliminado voluntariamente. Tal conclusión se desprende de la declaración de un sirviente, A. Suquía, quien presenció el suceso. Su declaración es terminante. La referida señora se encontraba sumamente deprimida a causa de otro trágico accidente, que provocara la muerte de su hijo, hace apenas seis meses.»

Después el silencio… La guerra… El vértigo de la victoria… Influencias familiares… silencio… reserva… olvido… Proceso del coronel Montoya…

El médico de San Martín de los Andes estaba ausente. No era fácil explicarle al farmacéutico del pueblo la enfermedad del desconocido. “¿Inyecciones? Bueno… ¿sabría colocarlas esa mujer que, según usted, lo acompaña? No; de aquí no puedo mandarle a nadie… Dele esto… y esto también… ¿Cuándo vuelve el médico?… ¡Vaya uno a saber! Espere un momento, están llegando noticias de Buenos Aires… Por la radio…, hombre.»

Entre silbidos de interferencia, el viejo aparato alimentado por un acumulador de camión, desgranaba hechos sucedidos a cientos de leguas, en la ciudad que se asomaba al gran río de aguas opacas; pero la voz y la onda llegaban desde Chile:

«Ayer, diecisiete de octubre, una multitud delirante desbordó la Plaza de Mayo. Desde Avellaneda y Lanús; desde Quilmes y Lomas de Zamora; desde Mataderos y Matanzas; desde Barracas y Nueva Pompeya, la marea humana reclamó la presencia del Coronel Perón. Al fin, antes de la medianoche, sus reclamos fueron satisfechos y el Coronel Perón, hasta ese momento alojado en el Hospital Militar, donde aparentemente convalecía de ciertos malestares, fue presentado al pueblo…

»El Gobierno parece haberse rendido ante la multitud enardecida y desde los balcones de la Casa Rosada, las máximas autoridades contemplaron a los miles de "descamisados", versión actualizada de los "sans culottes", mientras aclamaban a su líder…»

El Siútico regresó al anochecer. El coronel Montoya había sido desnudado y lavado, aunque la fiebre, los miles de hormigas, seguían acosándolo. Por primera vez María contempló la desnudez viril del hombre que la salvara. Pero sus ojos sólo retuvieron de su cuerpo el lamentable encadenamiento de círculos violáceos que jalonaban en su pecho, su vientre y su espalda, la feroz trayectoria del coraje.

María y Jorgelina leyeron y releyeron las instrucciones escritas por el farmacéutico. Después comenzaron a pelearle al dolor con la obstinada energía con que las mujeres enfrentan esa oscura circunstancia que llaman Muerte. Por las noches el aire era seco, frío, y la cúpula del silencio recibía por igual los quejidos del enfermo, el cansado velar de María y la pertinaz indagación del Siútico.