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Jorgelina, asomándose a la puerta de la casita, dijo de pronto:
– ¿Por dónde andará metido ese currutaco?
– ¿Qué decís? -replicó María, irritada por el tono mordaz de la pregunta-. Tené cuidado; puede oírte… Ya tenemos bastantes dificultades.
– ¡Que me oiga! -insistió desafiante la muchacha-, ¡estoy harta de su cara! Nos mira como si nos traspasara. ¿Te has fijado cómo nos espía?
María se acercó hasta ella, acomodándose el cabello con un gesto maquinal. Se le notaba la fatiga en las profundas ojeras y el desfallecido timbre de su voz.
– Te repito que no tengo tiempo ni ganas para ocuparme de él. Lo único que cuenta es que lo necesitamos. Hay que convencerlo que vuelva al pueblo, a ver si trae al médico… Pero; Jorgelina… ¡tampoco está la camioneta!
En el aislamiento a que se veía reducida, la falta del vehículo adquirió de pronto para María las dimensiones de un desastre. Una desgracia concreta remplazaba sus presentimientos. El sol mañanero brillaba sobre la hierba húmeda de rocío y agrandaba la soledad. El Lolog recibía la luz y su superficie parecía hundirse, combarse, traslúcidas sus aguas quietas. La escena era la misma de todas las mañanas precedentes, excepto el recuadro ya familiar del vehículo, hacia el cual los ojos de las mujeres convergían cada amanecer, como si su presencia constituyera una garantía, algo palpable y amistoso.
– ¡Dios mío! ¡Se ha ido, Jorgelina…, se ha ido!. ¡Y el señor Luciano quedó solo anoche con él!
Y el oscuro presagio la anegó como un fuego helado, como una ola viscosa que llenaba sus entrañas de miedo creció en ella la absurda premonición del infortunio golpeándola de nuevo y toda la mañana que se insinuaba fresca en la cada vez más luminosa primavera se volvió dudas, sombras y creciente dolor rápido, rápido antes que el miedo te paralice.
Corrió hasta el lecho de «su» enfermo. Demacrado, con el rostro cubierto de barba que, al extenderse sin cuidados se tornaba sedosa, yacía Luciano Montoya. Dormía. Eso pudo comprobarlo María con sólo mirarlo. Una mano se asía a las sábanas inmaculadas, renovadas cada día. Crispada y enflaquecida, se estremecía en cada pulsación, pero viva y cálida, como un pájaro palpitante.
Recobrada, la mujer acarició aquella frente ahora dócil a su contacto. Jorgelina, detrás de ella, suspiró aliviada. Pero de nuevo la inquietud las aprisionó. María inventarió con los ojos cada objeto… ¿Qué faltaba en aquel cuarto impregnado del olor de ungüentos, remedios y hierbas aromáticas?
– ¡El dinero, Jorgelina!… -Las manos de María recorrieron en vano debajo de la almohada-. ¡Se lo llevó todo…, hasta el arma!
– ¡Maldito, miserable…, cobarde, ladrón! -estalló su hermana, al borde la histeria.
– No es posible; no puede ser cierto -se repetía María, queriendo rechazar la realidad-. No lo entiendo; pudo matar al señor ¡y yo dormía como una estúpida! Tal vez ha ido al pueblo a emborracharse y regrese… En Coyhayque nos salvó… Parecía tan pegado a su patrón…, tan sumiso… ¡Dios mío! ¿Qué será de nosotras? ¿Qué le hicimos, hermana…, qué le hicimos?
La vida había dotado a Jorgelina de una madurez superior al común de las jóvenes de su edad y condición.
– El no irá a emborracharse a ninguna parte -dijo-. No comprendes nada María… Ese puerco estaba celoso; celoso de vos y de don Luciano. El se está vengando de ustedes.
María no la escuchaba. El coronel Montoya reclamaba agua. Su instinto vital se refugiaba en los actos primarios. Entre las nieblas de la fiebre ninguna sensación podía conmoverlo, excepto el aguijón de la sed, y María, enajenada, sobreponiéndose al terror que la invadía, fue vertiendo en sus labios, gota a gota, el líquido refrescante. Los ojos del coronel, brumosos y ausentes, resbalaron sobre el rostro inclinado hacia él y volvieron a cerrarse pesadamente. Regresó el enfermo a su noche caliginosa y las dos mujeres lo contemplaron anhelantes. El día desgranó su tiempo de luz; llegaron las sombras nocturnas, pero Artemio Suquía no regresó. De estadio en estadio la soledad abarcó todas las noches del tiempo.
Entonces comenzó para las dos mujeres una lucha huraña, de animales acosados, con el miedo acechando afuera, en cada sombra y dentro, en los cuatro rincones del cuarto del enfermo. Cada objeto de algún valor fue cambiado por comida o remedios entre los escasos pobladores de las cercanías que pasaban ocasionalmente. Y lentamente Luciano Montoya adquirió conciencia de su estado. Quiso vivir y se unió a María en su tenaz esfuerzo.
Cuando la mejoría del coronel se manifestó, María sintió un coraje nuevo junto con un miedo inexpresable. ¿Cuánto tiempo había durado aquella pesadilla? Se miró las manos, temblorosas de debilidad y, casi con la sensación de no existir, se palpó las desmedradas formas de su cuerpo, enflaquecido por las penurias y la escasa alimentación. Confusamente intuyó que había realizado una acción absoluta y sin embargo el antiguo temor de animal perseguido renacía en ella cada vez que pensaba en la falta del dinero y la deserción del Siútico.
– ¡Hola!… -dijo Montoya y por primera vez desde el comienzo de la fiebre, su mirada era clara-. Parece que le he dado bastante trabajo… ¿eh?, ¿cómo están ustedes?
– Bien, señor; realmente lo suyo sí fue serio… Ahora tendrá que cuidarse…
El coronel intentó enderezarse y reprimió un suspiro.
– ¡Uff! Me siento como un muñeco sin cuerda… Todavía parezco flotar… Otra vez usted, señora; seguro que ha estado tirando de mí para sacarme del pozo… y lo ha conseguido. ¿Dónde anda el Siútico?
– Volverá pronto… Descanse otro poco, por favor…
Montoya la observó pensativo. Miró los ojos dilatados de la muchacha y sus pálidas mejillas. Intentó reconstruir su antigua imagen. Sí, mucho había cambiado aquel rostro. Contempló los labios apretados de la explosiva Jorgelina González.
– ¿Qué pasa aquí, Jorgelina? Si se callan será peor…
Jorgelina, como era previsible, estalló incontenible:
– Yo se lo diré, señor. Pasa que ese mal hombre, el Siútico, nos abandonó en el peor momento; pasa que se robó el dinero, todo su dinero… y la camioneta; nos dejó y se fue con todo; mire si pasan cosas aquí…
– ¡Basta, Jorgelina! ¡Te mando que te calles! Don Luciano está todavía demasiado débil para oírte… No la escuche, ¡por favor!
Montoya miró a las dos mujeres. Eran como dos figuras irreales ondulando, ondulando, livianas y gaseosas entre la niebla de los pantanos.
– Tu hermana tiene razón, Jorgelina… Estoy cansado, demasiado cansado, además…, necesito pensar, ¿comprendes?
Se exigió a sí mismo no abandonarse a la sima que amenazaba tragárselo. Apretó los puños y cerró los ojos tratando de concentrarse en un punto. Un hito, una señal, eso era justamente lo que necesitaba ahora, pero: ¿dónde encontrar la señal que le permitiera recomenzar su penosa peregrinación? ¿Conduciría a algo en tales circunstancias interrogar a María, o a Jorgelina? Porque de nuevo su problema no se centraba tanto en el Siútico, ni en el despojo, ni siquiera en su derrotada enfermedad sino en él, en su destino.
Era él, Luciano Montoya y su destino lo que importaba. El objeto de su indagación. Era preciso desvelar ahora, y para siempre, su inescrutable destino.
Entonces recobró la serenidad; aflojó la tensión y hasta pareció adormecerse. Las mujeres lo creyeron así y lo dejaron solo.
«Es curioso -pensó Montoya-. Sin duda María significó una excusa para vivir; ahora el Siútico me ofrece una buena razón para morir… No puedo quejarme, mi destino elige personajes modestos pero eficaces.»
Quizá no fue exactamente eso lo que pensó el coronel Montoya; quizá se atropellaron miles de pensamientos de nuevo atroces, o brutales, o grotescos, pero sólo aquella reflexión emergió triunfante y a ella se entregó por entero y entonces sí el sueño lo sumergió en el primer reposo físico desde el comienzo de su enfermedad. Alta estaba la tarde cuando despertó; hacía frío y María vigilaba inquieta su largo sueño. Extendió la mano y aprisionó la de la muchacha; le sonrió largamente aunque sus ojos conservaban una pesada tristeza. Había vislumbrado la señal y jamás volvería a perderla.
Debía enfrentarse al Siútico y destruirlo; sólo entonces se haría patente la señal y ganaría la paz.
– Esta será la última jugada, amigo -murmuró con ironía antes de erguirse en la cama-, allí donde voy he de enfrentarte, estoy seguro.
No se le ocurrió en ningún momento desistir de su viaje ni siquiera para regresar a su casa en busca de dinero o descanso. El impulso impreciso que lo condujera hasta el Lolog constituía ahora para él la única salida posible. El resto había quedado atrás, desechado para siempre como un lastre inútil.
Una semana más tarde puso a prueba sus energías realizando una pausada caminata por las riberas del lago. Quería además estar solo. Caminó entre los árboles, pisando las hojas secas que crujían como papeles aplastados. El silencio hubiera resultado excesivo si no estuviera poblado, en sí mismo, con las palabras de María y de las suyas. Aquella mañana y por primera vez desde que la conociera en Coyhayque, hablaron largamente. María le relató, pretendiendo sin éxito restar importancia a su sacrificio, los pormenores de su enfermedad y después la traición de su asistente. Luego le tocó el turno a él y le reiteró, con serenos razonamientos, su voluntad de internarse al oeste de Lolog. Quería ir solo y afrontar en soledad las consecuencias de sus actos, pero María no cedió.
– ¿Por qué tiene que hacerlo, señor? ¿Es acaso necesario? -lo interrogó, incapaz de entender cuestiones tan elusivas.
– Es necesario -repuso él-. Al comienzo no lo sabía yo tampoco con certeza. Creía huir de la ley y estaba equivocado. Después, cuando desapareció la fiebre y supe lo que hizo el Siútico, todo se aclaró en mi mente. Tal vez usted no pueda comprenderme María y es lógico que así sea, porque la sucia carga que acumulé estos últimos años ha sido… ¿cómo podría explicárselo?; un ir paso a paso al encuentro de mi destino. Por algún motivo la contrafigura aparentemente grotesca de mi asistente, se ha convertido en el testimonio ruin de todos mis excesos. No me pregunte cómo lo sé…
– ¡Oh, señor! En vano trataría de entenderlo; eso es cosa de brujería… ¡Vuélvase a su casa…, arránquese de nosotras, que únicamente le causaremos disgustos! No piense más en Suquía. Pero si a pesar de todo, insiste en esta locura, iré con usted.
– No, María; ustedes no me causan disgustos. Ustedes, usted particularmente, ha conseguido que me volviera hacia mí mismo, revelándome verdades que trataba, cobardemente, de callar o ignorar. No hay ninguna brujería. Ninguna bruja llenó mi copa de whisky ni me incita a ir hacia el Oeste sino la conciencia de mi culpa… ¿Con qué derecho voy a arrastrarla conmigo?
Se detuvo: salió de la cabaña y con el brazo extendido señaló a María la picada que bordeaba el lago y se internaba en el bosque.
– Allí estará él, mi testigo, mi demonio, tal vez el juez de mi conciencia. Quienquiera que afirme que Artemio Suquía ha escapado, se equivoca, allí espera… Créame, María, allí lo encontraré; ésa es la mejor justificación para la muerte…
– ¡Usted no debe decir eso! -exclamó María, asustada ante tanta vehemencia.
Montoya la contempló. Su gesto era de nuevo duro y resuelto.
– ¿Acaso hay otra alternativa? ¿Pretende que vuelva entre toda la gente que he insultado y despreciado? ¿Entre los que sufrieron por mí y me odian? Me degradarían de nuevo recordándome mis crímenes… Ellos están hinchados de virtudes, las proclaman como si realmente las tuvieran en propiedad perpetua y todos los «siúticos» se enroscarían entre mis piernas, reiterándome mis atropellos. No les daré esa satisfacción… Mañana me marcho.
Recordaba cómo su antigua índole colérica lo fue invadiendo. Había avanzado unos pasos y vuéltose hacia ella.
– Examinemos ahora la situación desde un ángulo menos metafísico… Imagínese que aparezco en San Martín de los Andes y me anuncio tranquilamente: coronel Montoya, apaleado, a pie y sin un peso; en Chile maté a un hombre, me buscan por eso ¿o no me buscan? Bueno, es igual, aquí estoy… Háganme llegar una remesa de mi Banco en Comodoro. ¡No, María! Piense en la carcajada general: “¿Así que le robaron todo? ¿Qué me cuenta, amigo?…, ¡muy interesante!»
– ¿Usted sabe por ventura cómo puede aniquilarse hoy en día a un hombre envolviéndolo en un escándalo bien explotado? En veinticuatro horas me colgarían un sambenito tal que todo lo malo que pude realmente haber cometido quedaría reducido a una travesura de chiquilines. Prefiero reventar a verme difamado. No es nada fácil, se lo garantizo, vivir pisoteando los convencionalismos y humillando a los hipócritas. Es necesario demasiado coraje y de todas maneras, tarde o temprano, hay que pagar por ello…
De pronto su empecinada resistencia se derrumbó.
– Olvide todo lo que le dije, María; la verdad es que no tengo otra salida. A mi enemigo lo llevo conmigo, día y noche me acompaña… Son demasiados recuerdos atosigándome continuamente. Éramos dos en el círculo de hierro. No quisiera que usted entrara también en él…
Pero María ya había penetrado en el círculo infernal y con ella, pasivamente, la desconcertante Jorgelina.
Regresó lentamente. En la casita brillaba una luz desfalleciente. A pesar de que todavía el sol caía, oblicuo, atravesando el follaje, el lugar donde yaciera tantos días devorado por la fiebre se le antojó un paisaje devastado y vacío, apenas sustituido por una lasitud crepuscular y opresiva. Su espíritu desolado asumía el panorama y a él le transfería su propio drama. María esperaba y al verlo inició un gesto de saludo. Un tímido esbozo pronto borrado por el respeto instintivo que la presencia del coronel le inspiraba.
Aquella noche Jorgelina durmió sola y Montoya, que no amaba a María, tuvo para ella, sin embargo, ternuras de amante. La poseyó como un acto irremediable y, junto a ella, en la negra noche poblada por los murmullos de las aves y animales del cercano bosque, durmió por unas horas en una paz plena y absoluta.
La mañana que partieron prometía una jornada cálida y llena de sol. Bordearon el lago por senderos de carretas, marchando tan ágiles y serenos como si cruzaran un parque. Un aire de juego acompasaba el ritmo de sus pasos. Los músculos parecían templarse y el esfuerzo de cargar sobre las espaldas el atado de prendas y enseres, los obligaba a ahorrar palabras y aspirar profundamente el aire algo húmedo todavía, impregnado de aromas resinosos. Picaba en el fondo de la nariz, como si las finas agujas de los pinos penetrasen en sus pulmones.
La involuntaria desintoxicación alcohólica soportada por el coronel Montoya durante su enfermedad y convalescencia, prolongada después a causa de la falta de dinero, no le había aparejado otras consecuencias que una mayor excitabilidad física. Era esta misma excitación la que le devolvía un renovado vigor, al que no le importaba duplicar su carga llevando la de María o Jorgelina, cuando cualesquiera de ellas mostraba señales de fatiga.
A pesar de la precariedad de los elementos y la impropiedad de sus componentes, Montoya apeló ingeniosamente a su profesionalidad, consiguiendo que los tres formaran un grupo ordenado. Las muchachas fueron instruidas en el compás de la marcha y andaban con pasos firmes y parejos, aspirando pausadamente, haciendo jugar las piernas y los brazos con movimientos precisos, flexionando los músculos sin violencias inútiles. A intervalos regulares se detenían y Montoya ajustaba los bultos, corregía alguna atadura floja, las animaba con frases breves o con ocurrencias amables y luego proseguían, tan decididos los tres como si el fin de la jornada les hubiese de deparar un bien cierto y conocido. Pero el fin era incierto y desconocido y ninguno de ellos podía realmente vislumbrar, en la radiante mañana, el perfil de la incertidumbre ni el contorno de lo desconocido.
Solamente vivían el instante, la alegría de caminar juntos, sintiéndose penetrados por aquella atmósfera casi animada, donde los árboles y los filamentos que colgaban de sus ramas parecían estremecerse al sentir las cálidas oleadas del sol. Ningún pensamiento amargo podía turbarlos mientras el bosque los rodeara separándolos de las regiones del miedo.
Jorgelina, en particular, era incapaz de reprimir su entusiasmo. Descubrir entre los árboles a los incansables pájaros carpinteros de copete colorado, constituía para ella un acontecimiento que sólo podía expresarse con agudos gritos de admiración. Continuamente reclamaba la atención de sus compañeros, aguardando un asombro raramente compartido. Cuando, cerca del mediodía, hicieron un alto para comer, se las había ingeniado para colgarse del pelo una extraña orquídea. La lucía con orgullo, como si hubiera alcanzado un tesoro inaccesible.
– Pues sí que estás engalanada, jovencita -comentó Montoya, sentándose sobre un tronco quebrado-. Por esa flor te pagarían en la ciudad unos cuantos pesos.
La muchacha se quitó la flor y la sostuvo con la punta de los dedos, contemplándola con temerosa admiración. Un rayo de sol, penetrando entre el follaje del ñirantal achaparrado, atravesó los pétalos traslúcidos y la flor cobró una intensidad turbadora. Jorgelina pareció entrever la sugestión que encerraba aquella frágil estructura y murmuró:
– ¡Tan poquita cosa!… ¡Si parece que el aire va a deshacerla!
– Por eso mismo es deseada y valiosa. Por la noche se habrá convertido en una insignificante porción de humedad, pero ahora resplandece como una bonita joya. Consérvala mientras dure su esplendor y entonces serás la muchacha más rica del mundo.
Jorgelina rió complacida.
– Más rica seré cuando volvamos… Me llevaré todas las orquídeas del bosque.
– ¡Ahí la tienes -dijo Montoya, dirigiéndose a María-, tu hermana ha nacido comerciante!
– No haga caso, don Luciano…, ¡Ojalá fuera tan fácil como ella se lo imagina!
Montoya tomó a María de una mano y la atrajo hacia él.
– Así, María. Nada de don Luciano ni de usted… Jorgelina sabrá comprender. Además, no me gusta hacer trampas…
Jorgelina abandonó la flor sobre la maleta. Su cara vivaz se había de pronto ensombrecido.
– Creo que podemos seguir. No estoy cansada.
Pero Montoya insistió en que comieran. Una hora después reanudaron la marcha. Una súbita serenidad había remplazado a la alegría de la primera etapa. Más ágil o menos preocupada, Jorgelina solía adelantarse por trechos a María y Montoya. Habitualmente calmosa, María acentuaba a su alrededor la sensación de tristeza, pero cuando el coronel la tomaba del brazo para ayudarla, esbozaba una sonrisa tierna, llena de solícita conformidad. Incapaz de analizar aquel sentimiento desconocido en su vida, se abandonaba a él sin conflictos de conciencia. Su reciente viudez se le antojaba un suceso lejano e irreal, algo funesto que le había sucedido a alguien a quien vagamente recordaba. ¿Cuántas María González se resumían en ella? ¿Había existido verdaderamente una María González sirvienta en Comodoro? ¿Quién fue la chiquilina asustada que en ella habitara? ¿Y la mujer del camionero trashumante? Y ahora: ¿adonde iba?, ¿cómo medir el tiempo vivido? ¡Qué tiempo, oh Dios! ¡Qué tiempo, desde el bofetón a Jorgelina hasta su entrega a Montoya!
Aquí sus pensamientos se atropellaron. Miró al hombre, «su hombre» desde una noche cercana. Observó el perfil del rostro de piedra del atormentado coronel y supo que, por tremendo que fuera el porvenir a su lado, allí estaba su destino. No estaba atada a él por el deseo o la gratitud. Ni siquiera por el temor de su propia debilidad, sino por un sentimiento absoluto, imposible de entender o de expresar. Que fuera amor o devoción importaba lo mismo. Era suya y esa entrega era todo lo que necesitaba para vivir.
Por eso, María González no veía el bosque que raleaba por trechos donde los faldeos o las alturas cercanas caían hacia el lago, ni a éste cuyas aguas esmeralda se mostraban desde alguna ladera desnuda. No veía alargarse las sombras de los árboles ni la figura de Jorgelina desaparecer en los recodos de la senda. No sentía tampoco el lento avance del cansancio frenando sus pasos ni escuchaba el lejano llamado de los pájaros. Se apoyaba en el brazo de Montoya y se sentía colmada.
– Pronto tendremos que detenernos. Creo que por aquí cerca ha de estar el Puesto de Novoa -dijo Montoya.
– ¿Encontraremos a alguien allí? -preguntó María.
– Probablemente a nadie. Hasta diciembre no traen el ganado a las veranadas.
Gritó llamando a Jorgelina.
– No te apures tanto, muchacha. ¿Quieres que lleve tu maleta?
Jorgelina, detenida en medio de la senda, rehusó con un gesto.
– Todavía puedo, don Luciano, gracias.
– Acércate a nosotros por lo menos… Ven, dame la mano.
Una hora después llegaban a la cabaña del puestero. Apenas si el rápido crepúsculo les permitió encender una luz. Luego la soledad los encerró entre las cuatro paredes. Cubrieron parte del piso de tablas con mantas y ponchos y se durmieron en seguida. El sueño los sumergió en un pozo de silencio y olvido. Afuera la luna helada e impasible esfumó la casa, la senda y el contorno del bosque. Atraídos por el sutil olor de los cuerpos, una pareja de ciervos rojos y una desconfiada comadreja enana rondaron expectantes por los alrededores y se alejaron finalmente haciendo crujir las hojas caídas. Entre los matorrales de caña colihue los sigilosos zorros y hurones rivalizaron en busca de alimento. Pero también concluyeron por esconderse en sus madrigueras, y una gran paz reinó sobre las márgenes del lago Lolog. Y, sin embargo, todavía formas vivientes se movían en la oscuridad, obedeciendo al instinto o al hambre. Rojas arañas avanzaban hacia los nidos de los cuervos, escalando las altas ramas de los colihues, en procura de los insectos que se fecundan al calor de los pichones y sus excrementos. Lagartijas y culebras escudriñaban los pastos en busca de huevos. Y dentro del corazón de los grandes árboles, una pululación de seres larvales, ciegos e infatigables, mordían, serraban y pulverizaban la madera, enfermándola hasta morir. Círculos y esferas, desde el universo ilimitado hasta el microorganismo invisible para el ojo humano, galaxias y magmas, se encerraban en sus límites, naciendo o muriendo sin cesar.
Montoya abandonó la cabaña con la primera claridad de la mañana. La penetrante fragancia de los pinos lo envolvió como una caricia tonificante. Maquinalmente encendió fuego, calentó café y llamó a María. Se había habituado a su presencia, a la serenidad de la mujer a quien el amor no añadía risas sino una total y tranquila aceptación.
– No despiertes a Jorgelina todavía -le pidió él-. Vayamos hasta el lago. A estas horas vale la pena echarle una mirada.
– Vamos -dijo ella.
Cruzaron el sotobosque y se sentaron sobre un tronco caído. Los primeros rayos del sol resbalaban por la fría superficie del agua inmóvil y tersa como un espejo. En la ribera opuesta un venado descendía por la ladera. De pronto algo lo asustó y con un rápido salto se internó entre los árboles. María y Luciano esperaron en vano verlo reaparecer. Después ella corrió hasta el agua y regresó con el rostro todavía mojado, la boca fresca, las mejillas sonrosadas. El salió a su encuentro y la abrazó. Le buscó los labios. Sintió su aliento y se sumergió en el deseo. Yacieron sobre la hierba húmeda, bastante ridículos, embarazados por las gruesas ropas, disculpándose sus torpezas. Pero la virilidad prepotente de Montoya no solía claudicar por obstáculos tan prosaicos. En cambio, María González extraía del amor un regusto melancólico.
Cuando alzaron la cabeza el lago era ya una ancha lámina recorrida por el sol. Regresaron, despertaron a Jorgelina y un rato después reemprendían el viaje. El terreno declinaba y la senda a ratos se desdibujaba. Al mediodía se acercaron a un arroyo. Atrás había quedado otra cabaña deshabitada y ruinosa y desde el Oeste gruesas nubes bajas ocultaron el sol. Allí desaparecía la senda, y como el arroyo se recostaba en la ladera de un cerro, lo cruzaron saltando de piedra en piedra. De pronto el terreno empezó a mostrarse más blando y cenagoso. Los árboles raleaban y eran sustituidos por matorrales de cañas, juncales de tallos ásperos y urticantes, y espaciados montecillos de ñires raquíticos.
– Con razón los alemanes eligieron estos parajes para instalar el obraje. Al otro lado no cruza el ganado y los pobladores no irán casi nunca. El mallín les cubre las espaldas y los aisla entre el lago y la frontera.
– Y nosotros, ¿pasaremos? -preguntó Jorgelina.
– Bueno, pronto lo sabremos.
– No parece difícil -comentó María, observando el terreno.
Mientras debastaba una rama retorcida de lenga, Montoya echó una ojeada profesional al mallín.
– Si no acertamos con algún paso, este inocente pantano nos tragará para siempre.
Entraron en el mallín. Cincuenta metros adentro el agua era clara, límpida, no delataba ningún peligro; ágiles juncos ondulaban sobre la superficie y de la dilatada cubeta de fondo arcilloso se levantaba un olor maloliente, ominoso. Los patos huían a ocultarse entre las hierbas y se escuchaba sus cloqueos de alarma ante la presencia extraña.
No pudieron internarse mucho. Los zapatones se enterraban en el fondo, revolvían la masa de fango negro, amasado con detritos vegetales y materias podridas o en descomposición. El hedor crecía como si reventaran tumbas en un cementerio.
– ¡Atrás…, atrás! -advirtió Montoya-. Debe haber una entrada vadeable, pero más arriba.
Toda la tarde, mientras las nubes se amontonaban entre los cerros próximos y el frío penetraba en sus huesos, los tres viajeros se metieron una y otra vez en el mallín, hundiendo sus bastones de lenga en el fondo, hasta que una franja de tierra sólida los condujo fuera de la ciénaga. En una ocasión, María se hundió con un grito aterrado en una depresión, y cuando lograron extraerla la lluvia comenzó a caer silenciosamente, aumentando las dificultades. La relativa euforia del día anterior se transformaba ahora en una rabiosa obstinación en Montoya y en asustada determinación en María y su hermana.
Querían escapar de la sucia trampa como quien, envuelto en una pesadilla, se angustia horrorizado frente a las reiteradas acechanzas y peligros que lo asaltan sin cesar.
La noche cayó sobre ellos cuando se alejaban de los bordes de la ciénaga y los primeros árboles señalaban la reanudación del bosque. La configuración del terreno se modificaba gradualmente, aunque todavía se prolongaban aislados matorrales de cañas y, a intervalos, afloraban ojos de agua estancada sobre los cuales se abatía una monótona lluvia innecesaria.