37640.fb2 Culminacion De Montoya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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IX

Aquella tarde venía Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro, hachero de oficio, desde el oloroso sotobosque picaneando los bueyes. Resplandecía en su carota la eterna sonrisa de confiada suficiencia.

Ni siquiera la presunción, casi la certeza, de que una vez más volvería a ser estafado por el capataz del obraje clandestino, bastaban a borrarle esa ancha sonrisa satisfecha. ¿Satisfecha de qué? No lo sabía: nunca lo había sabido, pero él igual sonreía. Siempre iba con él aquel sol diminuto.

Hasta cuando Ángela, su mujer, le reprochaba rabiosamente su estupidez y sus borracheras, él la escuchaba sonriente, seguro del enorme poder de sus puños, condescendiendo en dejarse arañar el pecho considerable por las uñas gastadas de la muchacha. Después, enardecido, la volteaba sobre el crujiente catre y, con el deseo saciado, entrambos yacían en quieta soledad, hasta dormirse serenamente, no tan cerca que pudieran tocarse sus costados. En el sueño, la humilde felicidad jugueteaba entre los gruesos labios del obrajero, iluminando sus dientes desparejos.

A pesar de los varios y altisonantes apellidos, Gerónimo era un bastardo. Desconocía a su padre, pero toda su sangre, desquitándose de su anonimidad u obedeciendo vaya a saber a cuáles soterrados antecesores, se encendía de salvaje patriotismo.

Tan ostentosa dimensión alcanzó aquella oscura fiebre patricia, que se ganó el alias del Chilenazo. Con este mote fue aclamado en cuanto boliche de la frontera frecuentaba; y éstos eran muchos, verdaderamente. Su declamado y ostensible entusiasmo (en la primaria acepción del vocablo), le franqueó numerosas copas gratuitas en los mostradores chilenos, entre sus paisanos complacientes. En cambio, del otro lado de la frontera, pendularmente, sus borracheras nacionalistas le acarrearon sucesivos disgustos y fríos calabozos.

Porque el Chilenazo no se conformaba con gritar la gloria de su tierra; para afirmarla exhibía con petulancia su poderoso corpachón desbordante de masculinidad. (Una masculinidad elemental cercana a la del macho zoológico, pero suficiente para irritar a los varones y subyugar a las muchachas.) Así cosechó aplausos y prisiones; así también conquistó el amor de Ángela, que limpiaba cuartos en un hospedaje de Puerto Aysén.

Quizá por eso razonó confusamente la oferta de los Fichel; podía ganar dinero y embromar a los «che». Desde luego, jamás se le ocurriría admitir que podían considerarlo un delincuente. El tenía su propia ley y, además, era el Chilenazo.

En un solo punto flaqueaba la fe que Gerónimo sentía por las instituciones de su patria. Nunca pudo perdonarle a su gente la peregrina humorada de la «regla chilena», infernal instrumento creado adrede para arruinar su trabajo, condenándolo a ir a todas partes del brazo con la miseria.

Sin embargo, ¡cosa singular!, su optimismo no cedía jamás. Pensando en el asunto recrudeció su encono contra el capataz. Allí, en los bosques de la cabecera occidental del Lolog, la regla chilena era manejada con aleatoria destreza.

Como todavía le faltaba un trecho largo hasta el aserradero, se entretenía calculando el valor de la carga. Sobre el catango traía cuatro robustos rollizos de raulí. Para conseguirlos había trabajado duramente desde que el sol rozara la superficie helada del lago. Primero debió ensanchar a golpes de machete el sendero abierto entre la maraña de cañas colihue, altas de siete a ocho metros y que parecían crecer en su presencia, multiplicarse y ahogar el claro dejado atrás. El primer raulí, elegido entre una masa compacta de cañas, colihues corpulentos y lengas casi todos enfermos, era un hermoso árbol de más de veinte metros, derecho y de gran grosor, pero que, al tumbarse, se enredó de tal manera entre las ramas de un colihue que optó por abandonarlo en el bosque, con la esperanza de arrancarlo de la trampa vegetal cuando la huella, suficientemente ensanchada, permitiera la entrada de los bueyes. Así se consolaba siempre de sus fracasos, pero la verdad, nunca recordaba después tales propósitos. Olvidaba el lugar u olvidaba las circunstancias, mas el resultado era exactamente el mismo. La exagerada idea de su capacidad le inducía por lo demás a rehuir cualquier colaboración ajena. El trabajaba solo.

Volvió a meterse por otra huella que él mismo abriera al norte del arroyo Boquete, próximo al mallín grande. Sabía que cerca de las fajas cenagosas, aprovechando el mayor calor, la luz y la humedad del ambiente, crecen los mejores raulíes.

Entonces fue cuando descubrió aquel majestuoso ejemplar y se detuvo inmovilizándose largo rato en la ávida y orgullosa contemplación, como si solamente con mirarlo estableciera ya una comunicación amistosa, un acto de dominio no disputado sobre el «hermano árbol», como decía siempre, medio en broma, medio en serio, mientras hundía el hacha filosa como una navaja en la creciente herida vegetal. Un zumo oloroso goteaba de las comisuras del tajo y Gerónimo olfateaba gozoso el perfume que el árbol derramaba en su derrota.

«¡Sangra, hermanito árbol! -canturreaba-. ¡Sangra por mí y por Ángela!…»

Realmente aquel raulí señoreaba en el bosque con atributos extraordinarios: parecía haberse desprendido del asedio socarrón de la caña colihue y del abrazo taimado del maniu para erguirse, esbelto y airoso como un mástil, dejándose acariciar la altísima copa por el cálido sol que insinuaba el verano inminente. A su alrededor, tejiéndole un invisible tul aéreo, numerosas golondrinas cruzaban el espacio cogiendo el sol con las puntas de sus alas para adornar y pulir aún más las oblongas hojas del árbol. Y, verdaderamente, Gerónimo «vio» en los aserrados bordes del tupido follaje, prenderse millones de granos de sol, iluminando al raulí hasta convertirlo en un gallardo penacho centelleante.

El hachero le calculó una altura excepcional no menor de cuarenta metros y un grosor decreciente de casi un metro a la altura de su pecho. Se extasió sintiéndose ya dueño del árbol.

«Si lo volteo al Oeste no le erro», se dijo, mezclando su alegría con un vago temor.

«¡Que no se raje, Diosito bueno!» Y sin más titubeos maneó los cuatro bueyes para no perderlos de vista. Empuñó luego el hacha y empezó el trabajo. A los primeros intentos saltó una gruesa plancha de corteza protectora y entonces atacó el duramen con su mejor herramienta. Los golpes caían sobre el duro tronco, isócronos, parejos, sin prisa; porque el Chilenazo graduaba su esfuerzo, aplicando una técnica aprendida a costa de muchos sudores inútiles.

Dos horas después, el raulí comenzó a ladearse en la dirección esperada. Su caída podría acarrear un ventarrón de júbilo o de desesperación para el hachero. Por suerte se volteó despacio, frenado primero por árboles pequeños y más abajo por la masa de cañas que crujieron, fragorosas, bajo la opresión del gigante.

Ahora, sumergido en el encanto del moroso crepúsculo, picaneaba los cuatro bueyes que arrastraban el catango transportador de cuatro rollizos parejitos con sus cuatro metros largos cada uno (para evitar rechazos, se dijo al medirlos abriendo sus brazos, con el mentón pegado a la madera olorosa). En el abra, disimulado con cañas amontonadas, dejó el resto del árbol, casi suficiente para obtener cuatro rollizos más. Miraba el corazón rosado del raulí y el suyo latía de contento. Así llegó al aserradero, con la última claridad, cansado de exprimirse el caletre calculando la ganancia de aquella gloriosa jornada.

«¡No baja de veinte pesos!», resumió, después de barajar números ayudándose con los dedos en el laborioso proceso del recuento y suma.

Videla, el capataz, rodeado por sus tres matones, se ajetreaba despachando a otros peones más tempraneros.

– Al fin llegas, vos -fue el saludo.

– Mida, patrón -reclamó Gerónimo, impaciente.

Mientras el capataz empuñaba la regla metálica, papel y lápiz, Gerónimo lo seguía como hipnotizado. No podía evitarlo: la regla chilena le causaba un ridículo temor. Le enredaba las tripas, provocándole una náusea amarga que subía hasta su garganta mareándolo. Ansió un trago. Videla medía y anotaba velozmente. Era eficaz y taciturno y su silencio nunca podría traducirse como una aprobación sino mejor como una amenaza indefinida.

– Tenes menos de diez pesos, pero redondeo y te los doy -dijo al fin.

– ¡No puede ser!

(El grito le brotó junto con la saliva amarga de la náusea.) Los bravos de Videla se fueron arrimando sin apuro.

– ¿Qué es lo que no puede ser?… ¡Decí, estúpido!

– Eso, pues; son más de cien pulgadas con la regla, pues… A quince centavos cada una… Diga… ¡mire!

Antes de que el otro pudiera evitarlo, el hachero le quitó la lámina rayada, donde resaltaba el espacio en blanco equivalente a diez pulgadas cabales. Aun haciéndolo torpemente y enceguecido por la rabia, los cuatro diámetros sumaban más de ciento cuarenta pulgadas. Eso contando del lado derecho de la regla. Del costado izquierdo, donde la numeración convencional señalaba las pulgadas efectivas que se pagaban al hachero, pasaban de ciento ochenta.

– ¿Y…? -protestó Gerónimo, desafiante.

– ¿Y qué…? -lo remedó el capataz-. Tenemos orden de los patronos de restar un cuarenta por ciento por la corteza… Sólo se paga la madera, ¿me entendés?… Además, el más grueso está picado… ¿De qué te quejas? Un peón cualquiera gana tres pesos, a vos te doy diez,…

Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro estaba vencido… Se mordió los labios, babeando, despavorido de despecho.

– ¡ Es un ladrón, Videla! ¡Págueme!

Con la plata en la mano, Gerónimo se marchó al rancho donde vivía con su mujer. Cuatro pares de ojos lo escoltaron. Como un perro perezoso el odio se despertaba en ellos. Después las cuatro bocas cuchichearon. A una observación del capataz los matones asintieron divertidos.

Por la noche, al irse hacia el bosque, con la bota de cuero llena de caña, Gerónimo dejó sola a su mujer en compañía del miedo y un gozque barullero. Iba a emborracharse y no quería testigos. Pero los había. El los había conjurado y los perros del odio, una vez despiertos, son implacables y certeros.

Los árboles parecían apretarse para infundir un calor que no estaba en el aire. Un montón de estrellas se escurrían entre el follaje y parejas de concón buscaban su alimento.

Cuando llegó al abra donde escondiera los restos del raulí, lanzó un resoplido y se sentó sobre el taco del árbol. Se echó un largo chorro de alcohol en la garganta y una euforia caliente le borró la náusea. Allí, entre los despojos de su inútil victoria, podría refugiarse en el recuerdo y olvidar la artería de sus paisanos por unos momentos.

«¡Grandísimo piojoso…, algún día le voy a romper los huesos uno a uno!… Ya verá ese "gallo" con quién se trenza…», rezongó, apurando otro trago. Al rato la embriaguez le había devuelto la sonrisa a su carota contraída. Una lluvia triste comenzó a caer sobre su cabeza, se acumuló sobre el gorro ladeado y se escurrió por el cuello sucio, pero él no la sentía.

Entonces aparecieron los matones de Videla.

– ¡Eh, ustedes! ¿Vienen a chuparse? -les preguntó petulante.

– ¿Con un chilote? -replicó aviesamente Ramón, el andrajoso malandrín venido desde Buenos Aires para convertirse en la sombra fiel del capataz.

A la calificación despectiva siguieron insultos procaces. Gerónimo entendió claramente el último: turro.

Borracho y todo, no podía permitirles tamaña afrenta. Se paró engallado apretando los puños.

Tres contra uno era demasiado. Además traían unos garrotes de lenga que molían los huesos más duros. Protegiéndose contra los golpes sintió nítidamente cómo su brazo derecho se quebraba. Después Dios o el espíritu del bosque le concedió un piadoso desmayo.

– ¡Ahora aprenderás quién manda! -rezongó Camperutti, el italiano renegado, capaz de cualquier felonía con tal de no trabajar una hora.

– ¡Aquí concluyen las hazañas de Su Majestad el Chilenazo -sentenció el tercer matón, apurando el resto de caña de la bota; ninguno de los tres era chileno.

Todavía al irse, Camperutti (que odiaba la virilidad) le tiró un puntapié a los testículos, y Gerónimo se contrajo, con un movimiento puramente reflejo de los nervios.

…Y la lluvia continuó cayendo silenciosa, resbalando por los troncos lisos de los raulíes y los rugosos de la lenga y formó diminutos canales que nacían entre los cañaverales mientras a Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro, el hachero, le brotaba también de los labios golpeados un pequeño canal de sangre y alcohol revueltos que se unía a las gotas de la lluvia hasta confundirse en la tierra pisoteada y la lluvia terminó tan silenciosa como había comenzado, y desde el mallín subía una niebla helada que paseaba sus dedos helados por las heridas calientes del hachero, y Gerónimo gimió, despertó y supo pronto que su brazo derecho, su crédito, el que empuñaba el machete con vigor y empujaba el hacha como una palanca perfecta o sujetaba un árbol en su caída estaba ahora doblado bajo sus costillas en una postura increíble, ¡pero sí estaba quebrado!, y cuando por fin pudo entreabrir los ojos creyó ver unas figuras borrosas que se inclinaban sobre él y entonces se encogió horrorizado, creyendo que empezaba de nuevo la pesadilla de los golpes…

– Tranquilo, amigo… -dijo el coronel Montoya, cuyo aspecto, excepto los golpes, era casi tan lastimoso como el del hachero-. Agárrese, trate de levantarse… Si sigue tirado ahí va a terminar tieso como un tronco.

María y Jorgelina se acercaron recelosas. Aquella forma paradojalmente informe sobrecogía el ánimo. Ellas tampoco se veían muy diferentes; por sus pantalones y sus botas corría aún el légamo del pantano; la lluvia había completado la acción del limo y los parches de barro les conferían un grotesco aspecto de brujas perseguidas por sus víctimas.

– ¡Uff! -rezongó Montoya-. ¡Cómo pesa este tipo! ¡Vamos, enderécese, compañero!

Quejándose sordamente, Gerónimo quedó de pie. El brazo roto le caía al costado y a cada oscilación el apaleado lanzaba un bramido. A una indicación del coronel, María partió una rama y con trapos le armaron un cabestrillo.

– María -dijo Montoya cuando hubieron dejado al herido apoyado en un tronco caído-, aunque parezca una burla de borrachos, ésta es la primera señal de que de nuevo nos aproximamos a la civilización. ¿Qué te parece?… ¿Todavía insistes en seguir conmigo?

María se limitó a pasar su mano por la mejilla barbuda y sucia del hombre. Montoya la contempló divertido.

– Está bien; empiezo a acostumbrarme a tu elocuencia. Dime, ¿todos tenemos tu facha?

– Peor todavía…

– Pues entonces nos conviene esperar aquí hasta mañana, o nos van a balear de puro susto.

Pasaron lo que faltaba de la noche como mejor pudieron. Al amanecer cesó la llovizna, pero la humedad goteante de las ramas y la tierra mojada impedían encender fuego. Formaron un cerco tiritante contra el cuerpo de Gerónimo, tratando, inútilmente, de transmitirse un poco de calor.

Era imposible pretender que el Chilenazo les indicara el camino que conducía al campamento. Siguió con ellos, semiinconsciente, devorado por la fiebre, cayéndose a veces para volverse a levantar, ayudado por Montoya. A cada movimiento brusco, a cada caída, el dolor del brazo roto le arrancaba una queja ronca, repetida como un bramido, como un jadeo de animal acosado por la jauría.

Imposible también adivinar qué imágenes herían su cerebro entorpecido, primero por el rencor, después por el alcohol, después por los golpes. Desde el primer momento, Montoya descartó un accidente; las señales aparecían como demasiado evidentes. En cambio, no alcanzaba a comprender el motivo de la brutal paliza, aunque estaba decidido a llevarles al hombre de regreso, esperando que las reacciones que provocaría su aparición le permitieran trazarse un cuadro más exacto de la situación que debería enfrentar. Si todo era el fruto de un accidente, la presencia del herido sería bien recibida. Si, por el contrario, los apaleadores del desconocido tuvieron el propósito de dejarlo morir en el bosque, su rescate los pondría cavilosos frente a él y recelosos entre sí. Montoya ignoraba cuántos manejaban ahora el negocio de los troncos, pero era difícil pensar que únicamente los Fichel andaban en él. Porque ninguna duda abrigaba respecto a que el individuo pertenecía al obraje clandestino y que a éste lo explotaban los Fichel. Dos organizaciones en el mismo terreno resultaban inconciliables y si existía una, tenía por fuerza que pertenecer a los alemanes. El capital y la organización necesaria solamente podían provenir de ellos.

Los Fichel contaban con los medios y la capacidad para montar un cuidadoso mecanismo, donde hasta la violencia, debidamente dosificada, ocupase un lugar previsto y calculado. El único capaz, aun sin proponérselo, de desquiciar aquella maquinaria era él, insólito engranaje perdido u olvidado en una noche tumultuosa.

Por ahora los pensamientos del coronel saltaban sin orden de los obrajeros a María, de María regresaban a los sucesos pasados y de éstos de nuevo (como una rueda que no cesara de girar) volvían a concentrarse en sí mismo.

¿Acaso no le había gritado a María que iba en busca de su testigo, su demonio o tal vez su conciencia? Pero su conflicto, ¿consistía realmente en el desorden de su vida, en el daño que había causado a otros, o quizás en las empresas no realizadas, los propósitos incumplidos, en lo que quiso ser y no pudo alcanzar? Se había cargado de pasión, de ardimiento, de ímpetu, y el fuego, el ardor y el ímpetu, habían golpeado el vacío desmesurado, la nada que no responde porque su naturaleza es inaprensible. Se había fijado una misión y comprobado que carecía de objeto. Había perdido su tiempo, su oportunidad, y la pérdida incluía agotar su alma en un cielo de arena. Como quien, durante una pesadilla, busca angustiado la única puerta posible, él buscaba para su alma la frescura de una pradera sin interrogantes.

Pero primero debía inexorablemente descubrir los rostros que escondían todas las máscaras que peregrinaban con él; debía destruir las falsas puertas y los personajes ocultos tras ellas. El escenario elegido para librar su batalla reproducía su propio paisaje interior y necesariamente el mismo final lo esperaba en los dos.

– Vamos, señor Montoya, las circunstancias han variado, ¿no lo cree? Dígame: ¿qué busca usted aquí?

– Tal vez justificarme -respondió Montoya.

– ¿Ante quién?

– Si le dijera que ante mí mismo, no lo entendería… Pero usted me hizo una oferta y quiero saber si todavía la mantiene.

Otto Fichel no respondió en seguida. Consideraba desdeñosamente aquel «quiero». Las cosas se presentaban ahora diferentes.

El grupo había llegado hasta él aquella tarde. Supo por Videla que Montoya venía con lo puesto; que Gerónimo yacía en su rancho, inconsciente, pero con vida, salvado por el curioso aventurero; que éste había atravesado el obraje reclamando la presencia de los Fichel y supo por el propio Montoya de su marcha hasta el Hito Pirehueico, desde donde él manejaba el transporte de la madera hasta Valdivia.

Allí estaba ahora el grupo… ¿Y qué traía don Luciano Montoya para incorporarse a la explotación? ¡Dos «cabritas» esmirriadas por quienes había matado a un hombre!

«¡Estos argentinos son unos locos!», pensaba mirando reflexivamente a los viajeros. Hubiera preferido contar con la ayuda de su primo Max. Sin él, su lentitud mental lo ponía en desventaja, pero Max venía de Valdivia y tardaría bastante en llegar al obraje. Despedir a Montoya era peligroso, y dejarlo podía resultar un riesgo sin ganancia…, lo otro… bueno, eso había que pensarlo bien. Lo mejor sería conformar al visitante.

– Amigo Montoya, hubo una oferta, es cierto…, pero como Max y yo somos socios tengo que aguardar que él esté aquí. Usted comprende, ¿verdad? ¡Ah!… Otra cosa: ¿cómo anda de recursos? Porque esto se maneja con plata… Jornales, bueyes, víveres, todo al contado…, nadie quiere correr riesgos.

– Siempre hay que correr riesgos, Fichel…, siempre; como ahora. Si de socios se trata, prefiero esperar a que llegue el suyo.

A pesar de su afectada suficiencia, Otto Fichel se sentía desconcertado. El recuerdo, demasiado reciente, de la soberbia dominante del señor Luciano Montoya en Coyhayque, influían en su ánimo. Además, él soportaba, igual que su primo y socio, la ominosa sensación de encontrarse siempre extranjero entre el mosaico de individuos de la región, ya fueran chilenos o argentinos, sin exceptuar a los genuinos indígenas, pues todos encubrían (o ellos lo imaginaban) sentimientos sutilmente hostiles. Adheridos a la tierra, revestidos de cachazuda malicia, volubles como el clima, inexpresivos, impenetrables e infranqueables a pesar de su aparente sometimiento, levantaban barreras invisibles contra los extraños. Esa sensación agotadora los acompañaba frente al funcionario que recibía sus «obsequios» con palabras carentes de sentido, pero rellenas de conceptos, tanto como ante el mutismo insondable del peón o el aventurero. Y se acentuaba todavía más fuertemente ante el «chilote» casi tan inerte como la piedra de los Andes.

Constituía para ellos una experiencia incómoda. Vivían con el permanente temor de bordear un volcán antiguo, capaz de estallar de pronto como un polvorín infernal. Otto Fichel no olvidaba tampoco la terrible fiesta de alcohol y de sensualidad donde Montoya, igual que un tigre enloquecido, había escapado dejando detrás de sí la muerte… ¡El alcohol!… ¡Claro! ¿Cómo no se le ocurrió antes?

Se echó a reír, estremeciendo su blando corpachón.

– Tiene razón, amigo… Habrá tiempo para todo. Usted se ubica donde guste en el campamento. Sobra madera para un rancho,… Ordenaré a Videla que le entregue víveres y cuando pueda me organiza el acarreo; hay que mantener la senda para los… catangos, como dicen ustedes…, racionar a los bueyes, ¿comprende? Deje a Videla que maneje a la gente… Usted, ¿conoce de árboles?

– Creo que algo -admitió el coronel.

– Bueno, bueno; ahí puede ayudarnos otro poco. Habrá que parcelar el bosque en lotes para que los hacheros no holgazaneen y señalar los mejores raulíes. Metódicamente, claro; este trabajo tiene que hacerse rápido y en orden… nada de quemazones…, nada de tiros. El aserradero está bien escondido, pero si aparecen curiosos, la peonada debe disolverse como el aire, las huellas borrarse. A los bueyes los internan en el mallín grande, lo más cerca posible de la frontera. Si por casualidad llegaran gendarmes, usted puede decirles que anda explorando por cuenta de su Gobierno, ¿comprende, amigo? Pero, ¡cuidado!: sería una lástima arruinar el negocio y la gente de Videla es ligera con el cuchillo.

«¡Gordo crápula!…», pensó Montoya. Pero asintió con la cabeza.

Allí se despidieron. Montoya regresó al campamento. Otto Fichel instruyó minuciosamente al capataz y lo mandó de vuelta. Videla escuchó en silencio, tomó el dinero para pagar a los hacheros y a sus bravos, y cruzando el bosque por las laderas de los cerros estuvo en el obraje antes que Montoya y las muchachas. Empezaba a intrigarlo la inquietud que torpemente pretendía disimular Otto Fichel y, sobre todo, su inusitada generosidad. No haría preguntas, pero vigilaría atentamente al curioso visitante. Le molestaban los competidores, en particular si llegaban del Este.

El verano se insinuaba cada día más derritiendo los últimos manchones de nieve, disipando las nieblas mañaneras y prolongando los crepúsculos. Montoya eligió un buen terreno e inició la construcción que habría de cobijarlos.

Recibió del torvo Camperutti los víveres prometidos por Fichel, no tan abundantes como había insinuado, pero coronados por media docena de botellas de caña.

– Hubiera preferido que no trajeran esto -comentó María, examinando alarmada las botellas.

Repentinamente áspero, Montoya replicó:

– Pues déjalas donde están. Peor sería si nos trataran como al hachero.

– ¿Por qué? -preguntó Jorgelina, sin inmutarse.

– Pensé que se habrían dado cuenta -dijo Montoya-. La verdad es que ese fofo teutón nos ha jaqueado… Ni nos recibe ni nos echa, se limita a ponernos bajo la vigilancia del capataz y esperar…, desconfía y hasta creo que nos teme.

Por el senderito que comunicaba con el campamento se acercaba una mujer. A pesar de las pobres ropas de varón, arregladas con rústica habilidad, se la veía redondeada de caderas y de busto bien femenino. Su cara morena resultaba casi bonita. Era Ángela, la mujer del Chilenazo. Los saludó con timidez. Luego comenzó a desgranar un discurso penosamente ensayado.

– Quiero agradecerles lo que han hecho por mi marido… Ustedes me lo salvaron…, gracias a ustedes que fueron buenos con él, pero yo creo que se morirá. No habla, se queja y el brazo, ¡Dios mío!, parece dolerle mucho…

– Se hizo lo que se pudo, señora -la interrumpió Montoya-. Ahora cuídelo y en cuanto pueda iré yo, o ellas, a darle una mano.

– ¡Oh, no! -casi gritó Ángela-. Nadie debe verlo… don Videla se enojará mucho… Apenitas si permite que sigamos aquí, pero debo cocinar para él y limpiar su casa; así me lo ha mandado… ¡No, por favor!…

– Está bien…, no tenga miedo -dijo María acercándose a la asustada mujer.

Pero ya Ángela se volvía y en seguida la línea de árboles escondió su pequeña figura. María se detuvo, dejando caer los brazos.

Al atardecer el propio Videla se arrimó al fuego encendido frente a las paredes de tablones semiarmados.

– Buenas, don… ¿Qué tal?… Trabaja lindo ¡eh!

Videla reunía todas las cualidades para el cargo. De talla no muy elevada, aparecía sin embargo duro, fuerte y elástico. Dos ojos renegridos y centelleantes, coronados por cejas agresivas. Boca cruel, enmarcada por el negro bigote cayendo sobre las comisuras de los labios. Las botas bajas, la pantorrilla ceñida, el revólver ostentoso. El gorro de piel ladeado.

– Cortando árboles se combate el frío -afirmó Montoya, dominándolo con su mayor estatura-. Y usted capataz, ¿no descansa?

– ¿Descansar?… Usted me arrea un baldado; el patrón me llena de encargos; el trabajo se amontona… Le aseguro que vendrá bien si empieza cuanto antes; yo ya tengo mis problemas…

– Me parece que no le quita el cuerpo a los problemas, capataz…, como el de llevarse a esa mujer del hachero, justo cuando él no puede con sus huesos…

Los ojos de Videla, iluminados por el resplandor del fuego, se encendieron con mil luces.

– ¡Ah, no, mi amigo!… Eso es cosa mía. ¡Aquí no mantenemos inútiles! Y si mi paisano se deja apalear, allá él… Yo manejo a la peonada en este campamento, no lo olvide.

Montoya sintió de nuevo crecer en él la antigua cólera.

– Nunca olvido nada, capataz…, se lo garantizo.

Videla avivó el fuego con la rama que empuñaba en su mano derecha. De reojo observó a las muchachas.

– Lo veo bien acompañado, don Montoya. ¿Así se llama usted?… Sí, muy bien acompañado; en cambio yo tengo que arreglármelas como puedo… y lo hago…

En el extremo de la senda se perfilaban dos sombras desganadas. Siguiendo la mirada de Montoya, Videla ladeó la cabeza.

– Bueno, tengo que irme; parece que me buscan… Buenas noches.

Se rozó el borde del gorro. Giró y caminó al encuentro de sus hombres. Aplomado. El aire se congeló a sus espaldas.

Esa noche Montoya ignoró las botellas, pero a la segunda los duendes del bosque bailaron sobre el estómago del atormentado coronel.

Concluyeron de levantar la cabaña dos días después. Entonces los tres fueron a visitar a Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro. El gozque ladró, pero nadie acudió detrás de él. Antes de irse Ángela había arrimado agua y comida para el enfermo. Todavía seguía medio inconsciente, se quejaba sordamente y a intervalos blasfemaba. Un áspero olor de cuerpo sucio ofendía el olfato. Montoya quiso examinar el brazo herido y del montón de trapos que lo envolvía emergió la carne tumefacta. Al tocarlo Gerónimo se retorció como pinchado por un hierro candente.

– Mira, María -dijo Montoya-, yo tuve mejor suerte… Si éste consigue salvar el brazo será un milagro… ¡qué bruta!

– ¡Pobre mujer! -protestó María-. ¡Quién sabe si le permitieron que lo cuidara siquiera!

– Puede ser -convino él-. Bueno, vamos a arreglarlo un poco. Si no hacemos algo ahora este tipo se pudre.

No fue tarea fácil limpiar el brazo, inmovilizarlo de nuevo y vendarlo. Solórzano se retorcía y un resto de su tremenda fuerza, excitada por el dolor, parecía recobrarse para impedir que lo tocaran. Entretanto, Jorgelina ponía un poco de orden en el único cuarto de la cabaña.

Desde que la muchacha tuvo la certeza de la entrega de María a Montoya, había remplazado su habitual ligereza por una reconcentrada terquedad. Continuamente se interrogaba del cómo y el porqué de su situación. Ella no comprendía la abnegación enamorada de su hermana; le fastidiaba particularmente su devoción por el hombre. Su alma carecía de la humilde grandeza de María. Había sido deslumbrada por el coraje del coronel, pero no por su secreto dolor y ahora lo veía todavía disminuido porque, convertida la devoción de su hermana en amancebamiento, el recuerdo de los hombres, desnudos y frenéticos durante la fiesta trágica, la perseguía con turbadora insistencia. Se asomaba a los abismos de la pasión con terror y ansiedad, insegura de su carne, asqueada y fascinada y todas las dudas no desveladas le provocaban desasosiego y resentimiento. Al fin, hasta ese momento, ella era apenas un testigo, condenada a marchar detrás de los amantes, sin otro privilegio que asistir al espectáculo del amor ajeno.

A pesar de lo imperfecto de sus conocimientos, los cuidados de Montoya y María parecieron aliviar el sufrimiento de Gerónimo. Poco a poco su respiración se tornó más pausada, las contracciones nerviosas cedieron gradualmente y hasta el eléctrico temblor que le subía desde las ingles, desde su sexo lastimado por el feroz puntapié de Camperutti, se atenuaba permitiéndole respirar sin dolor.

Abrió los ojos, recorrió su contorno y no lo reconoció; vio entre las nieblas de su fiebre unas figuras fantasmales y recordó; lentamente los detalles lo anegaron. Su mente primaria fue herida por los destellos y si sus visitantes hubieran podido penetrar en su cerebro, habrían retrocedido intimidados porque en el cerebro de Gerónimo se había instalado el odio; el tiempo de la ofensa estaba ya transitado; el de la humillación lo recorría todavía inconsciente y su naciente odio preparaba el tiempo de la ira.

Ángela regresó al rancho alta la noche; no se admiró del cambio producido; sólo lloró desplomada a los pies de su marido. Desde la noche anterior pertenecía a Videla; él la había poseído con toda naturalidad, casi con indiferencia, prácticamente a la vista de sus tres matones y como para confirmar su dominio ante ellos. El sentido de autoridad de Videla le evitó la humillación de rodar entre ellos a su capricho.

Ángela aceptó un previsible destino de árbol condenado al filo del hacha. Se prosternó ante el herido, fundiendo con él su cuota de aniquilamiento y el Chilenazo escuchó su confesión.

– ¡Mátame, Gerónimo!… -gimió Ángela. ¡Por favor, no puedo soportar tanta vergüenza!… ¡Quiero morir!

Gerónimo tardó en contestar; era visible que su mente luchaba para formar las ideas y después para manifestarlas.

– Tené paciencia… Igual vas a morirte. Si nos «botan» nos moriremos de hambre. ¿Vos querés morirte de hambre?

La reflexión resultaba incongruente y sin sentido o, al menos, muy pocos podrían afirmar que en el tiempo de la ira, algo tiene sentido.

La vigorizante influencia del clima y la intensa tarea a que estaban entregados, produjeron en María, Montoya y Jorgelina, diferentes efectos: María se revistió de una tranquila seguridad; en cambio la irritabilidad de Jorgelina fue creciendo con el transcurso de los días, sumiéndola en una inquietud confusa e impaciente. Entretanto los insidiosos duendes del bosque, los duendes malignos del pasado, los demonios nunca dormidos de su conflicto, cercaron de nuevo a Montoya y otra vez indagó en el fondo de las botellas una respuesta imposible. Trabajaba con su acostumbrada eficiencia, vigilado por Videla y por Otto Fichel; muy interesado éste en sus progresos alcohólicos, a los que estimulaba con renovadas remesas de caña y aguardiente.

Pero indudablemente las profundas transformaciones anímicas que los últimos acontecimientos habían provocado en Montoya, se acompañaban también de una notable variación en su estado físico. Antes de su enfermedad el alcohol encontraba en su organismo una resistencia, devolviéndole un equilibrio inestable pero eficaz. Así había ocurrido hasta entonces, hasta su primer trago en el bosque. A partir de ese momento los tejidos parecieron absorber el líquido y comenzar una lenta tarea disgregadora, abandonándolo a una pasividad permanente. En aquel peligroso cono de sombra la embriaguez se mantenía indecisa pero constante. Y el coronel lograba de esa manera vivir una existencia desconectada de la realidad circundante, donde el sufrimiento era remplazado por la indiferencia.

La declinación de Montoya convenía a los planes de los Fichel. Max había llegado desde Valdivia y estuvo de acuerdo con su primo.

– Has hecho muy bien, Otto -dijo-; el caballero Montoya es para nosotros un misterio, como lo fue para los carabineros de Coyhayque y nada ganaremos tratando de conocer su secreto; mejor es no provocar un conflicto con él… Aún tengo presente la rabiosa reticencia de aquel petulante mayor Pitaut, que el diablo arrastre por los talones… Proveamos a Montoya de toda la caña que pueda ingerir, ya veremos luego en qué termina. Solamente recomiéndale a Videla que vigile sus andanzas sin meterse con él… ¿Conoce su trabajo?

– Te diré: casi tanto como cualquiera de nosotros -respondió Otto.

– ¡Magnífico!… ¡Ah!, a menos que se presente por aquí, no le hagas saber que he llegado. Si sigue bebiendo como dices, dentro de un par de semanas estará tan idiotizado como ese gigantón… ¿Cómo dijiste que se llamaba?

Otto se cuadró y recitó:

– Don Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro, alias el Chilenazo, marqués del Boliche…, Muchos nombres para ese bastardo ignorante y cornudo por añadidura.

– ¡Ja…, ja…, ja! -estalló Max, haciendo estremecer sus gordas mejillas sonrosadas, la gran papada y la copiosa barriga. A pesar de la risa, sus ojos, tan celestes que parecían aguados y sus finos labios de diablo o de máscara, permanecían ajenos como si pertenecieran a otro rostro que no reía jamás-. ¿Qué es eso de cornudo?… Dímelo.

– Sencillo, querido Max, muy sencillo. Después del escarmiento que le dio la gente de Videla a causa de sus pretensiones, el capataz se llevó la mujer a su rancho y allí está desde entonces… ¿Y qué imaginas que hace el Chilenazo? Pues ronda la casa, acarrea agua, juega al payaso; olfatea Max…, olfatea como un perro la presencia de su mujer y se va con ella cuando se la prestan.

Max se pasó una mano sin vello por la redonda curva de su cara.

– De todos modos no le veo la gracia, Otto; nadie puede adivinar qué hay detrás de esas duras cabezas. No; no es inteligente… No me gusta.

Tampoco le gustaba el humillante juego a Montoya; sólo que se conformaba con pasarle al desgraciado alguna botella y verlo alejarse con su medio trote de baldado, con el brazo herido, seco, colgado de una tira de género contra el pecho. Porque aquel poderoso brazo derecho tenía los músculos atrofiados para siempre.

Tampoco a Gerónimo le gustaba lo que hacía; porque él no jugaba sino que se ejercitaba voluntariamente para un duelo trágico, absurdo, pero muy bien definido. Durante su fiebre y después de ella, una idea fija como un clavo se había ido agrandando en su cerebro y cuando salió de nuevo a la luz, tambaleante y aturdido, un nuevo Solórzano, mañoso y taimado, había sustituido al simple hombrón de la sonrisa confiada. Conscientemente exageró desde entonces su estupidez y sus borracheras. Generó el desprecio y concitó la bellaquería de los guapos. El indio más degradado podía ser un señor al lado suyo. Con su sonrisa estólida fatigaba el calvario que le armaban los guardianes de Videla.

– Che, Chilenazo, ¿engrasas la sierra o te doy de patadas? -ordenaba Ramón.

– ¡Accidente! ¿No sabes acarrear un poco de agua sin mojarme las botas? -se burlaba Camperutti.

– Paso al cuñado… Señor, la cama está ocupada; espere a mañana… -le murmuraba alevosamente Jones, el tercer matón, un envilecido descendiente de los galeses del valle chabutense.

Gerónimo temblaba y callaba: y se iba al bosque a preparar el tiempo de la ira. Nadie lo sabía, pero, especialmente de noche, se escondía en el abra donde derribara el último raulí. Antes de entrar en el bosque, Gerónimo hundía su cabeza en la helada superficie del mallín y luego masajeaba, en vano, el brazo paralizado. Una vez en su secreto refugio empuñaba el machete cañero y se entregaba a un combate contra fantasmas. Allí lo sorprendió una noche Montoya.

Brillaba la luna. El cielo estaba azul y las estrellas herían a la noche con espadas de luz. Una brisa desmayada acariciaba apenas los cañaverales y pasaba en puntas de pie entre los grandes árboles meditativos.

Si se aguzaba el oído podía escucharse el susurro musical de la brisa acariciando las rugosas columnas, subiendo por los enérgicos fustes de aquella catedral inconclusa, abierta al espacio azul, para dormirse entre el follaje. El lejano rumor del agua, como un perdido y solitario eco distante, remplazaba a la brisa y acrecentaba el impreciso contrapunto. Un espíritu alado espolvoreaba luz de estrellas sobre las hojas de las lengas y coihues y el coronel se dejaba ir dulcemente embriagado y pensativo, un poco en paz, otro poco desasido de lo circundante. Su tumultuoso corazón se aquietaba en la soledad y el bosque lo acogía con impersonal ternura. Entonces vio a Gerónimo…

El Chilenazo empuñaba con la siniestra mano un hacha filosa y con golpes precisos reducía el tronco del raulí caído a tacos siempre más angostos. Nada en su actitud denunciaba debilidad o abulia. Por el contrario, había firmeza y potencia en su cuerpo curvado, en su brazo izquierdo donde los músculos se expandían y contraían como arcos tensos. De una manera muy particular y tremenda, parecía feliz. Porque Gerónimo estaba transformando su cuerpo en una nueva regla chilena, cuya lámina de registro la constituía el tiempo.

Montoya lo observó desde lejos, admirado del ingente esfuerzo e indeciso entre llamarlo e irse. Y el simple movimiento de detenerse fue suficiente para devolverlo a la realidad. La brisa formó hilos helados, el bosque recobró su adustez, la soledad se hizo densa como una muralla de algodón. En su centro Gerónimo destruía toda posibilidad de consuelo. Estaba allí preparando su desquite, como él estaba ejercitándose para la muerte. El rostro barbudo de Gerónimo transparentaba una digna fealdad humana. El rostro barbudo de Montoya, que resplandeciera en las paradas y los salones, sobre las mesas de arena donde parodiaba la guerra y en los gabinetes perfumados de las actrices de moda, resplandecía con una antigua belleza condenada.

Y así estaban las cosas en aquella noche del naciente verano de 1945, en los bosques de la orilla occidental del lago Lolog: más lejos, allá por San Martín de los Andes, Artemio Suquía, el Siútico, con una camioneta robada y un dinero ajeno, se entregaba a extrañas ceremonias, intentando rescatar la imagen de una muerta; José Uántkl, el pastor de ovejas, sentía correr por sus venas y sus huesos helados una renovada corriente vital y desde su mutismo lítico le nacía una dulce adoración por el sol; Elisa, la mujer del Agrónomo, la blanquísima y degradada Elisa, corría ávidamente detrás de un monstruoso agotamiento de su sexo, mientras el mundo se asomaba perplejo al nacimiento de una paz cenicienta, cruzada de lívidos relámpagos y de oscuros presagios. Pero todos, insectos y águilas, querían retener para ellos algunos granos de ilusión y de esperanza.