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De pronto sentí un frío espantoso. Ya había oscurecido, el estudio estaba helado, y yo sentía que la sangre se me iba de la cara como el agua de una pila, oía los martilleantes latidos de mi propio corazón y de pronto eché a temblar con violencia. Mi primera intención fue poner el retrato otra vez donde lo había encontrado, apilar otras telas por encima y esconderlo, como un asesino que trata de esconder un cadáver o algo tal vez peor.
Pero finalmente acerqué una silla y puse encima el retrato de Sophia como si fuera un caballete. Retrocedí y me dejé caer en el asiento del viejo sofá.
Sophia y Joss.
La fascinante Sophia y el desconcertante Joss, en quien -como había terminado por comprobar- no se podía confiar.
Se fue a Londres, se casó y tuvo un niño, según creo, me había dicho Pettifer. Había muerto en 1942, en plena guerra.
Pero Pettifer no había mencionado a Joss. Y aun así, Joss y Sophia estaban indiscutible e inextricablemente unidos.
Y pensé en el buró, en el escritorio que mi madre quería que yo tuviera, escondido en el taller de Joss.
Y oí la voz de Mollie: No sé por qué se ha encariñado tanto con él. Me asusta. Es como si Joss ejerciese sobre él no sé qué influencia.
Sophia y Joss.
Fuera estaba oscuro. No tenía reloj y había perdido la noción del tiempo. Como el viento ahogaba los demás ruidos no oí a Eliot que bajaba por el jardín, desde la casa, buscando a tientas el camino en la oscuridad, ya que yo me había llevado la única linterna. No oí nada hasta que la puerta se abrió de golpe como si la hubiera abierto una ráfaga de viento, la bombilla reinició su violento balanceo, y sufrí tal sobresalto que casi perdí la cabeza. Un segundo después entró Rufus saltando y se lanzó sobre el sofá. Entonces me di cuenta de que tenía compañía.
Mi primo Eliot se quedó en la puerta, enmarcado en la oscuridad. Llevaba una chaqueta de ante y un polo azul celeste, y se había echado un impermeable sobre los hombros, como si fuera una capa. La luz borraba todo color de su rostro y transformaba sus ojos hundidos en dos agujeros negros.
– Me ha dicho mi madre que estabas aquí. Vengo a…
Se detuvo y supe que había visto el retrato. Yo no podía moverme, estaba aterida de frío y, además, ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Entró en el estudio y cerró la puerta. El bailoteo de sombras volvió a inmovilizarse poco a poco.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Cogí la cabeza de Rufus buscando consuelo instintivamente en su pelo cálido y suave, mientras Eliot se quitaba el impermeable, lo tiraba sobre una silla y se sentaba a mi lado. Sus ojos no se apartaban del cuadro.
– Dios mío -dijo por fin.
No dije nada.
– ¿Dónde lo has encontrado?
– En un rincón… -La voz me salió como un gruñido. Me aclaré la garganta y volví a intentarlo-. En un rincón, detrás de un montón de telas.
– Es Sophia.
– Sí.
– Es Joss Gardner.
Era imposible negarlo.
– Sí.
– ¿Tal vez el nieto de Sophia?
– Sí, eso creo.
– ¡Que me ahorquen! -Se echó atrás y cruzó las piernas largas y elegantes, repentinamente relajado, como un crítico con experiencia en una exposición privada.
Su satisfacción, más que evidente, me dejó atónita y no quise que pensara que yo la compartía.
– No lo buscaba. Quería averiguar cómo era Sophia, pero no sabía que hubiera un retrato suyo aquí. Vine a buscar un cuadro porque Grenville me dijo que podía llevarme uno a Londres.
– Ya lo sé. Me lo ha dicho mi madre.
– Eliot, no tenemos que decir nada de esto.
Hizo caso omiso de mis palabras.
– ¿Sabes?, siempre he visto algo extraño en Joss, algo que no tenía explicación. La forma en que apareció en Porthkerris, de la nada. Y la forma en que Grenville se enteró de que estaba aquí; la forma en que le dio trabajo y libre acceso a Boscarva. Nunca he confiado en Joss. Y la desaparición del buró, el tuyo. Todo resultaba muy sospechoso.
Tenía que decirle que había encontrado el buró. Abrí la boca para hacerlo y volví a cerrarla porque, por alguna razón, no brotaron las palabras. Además, Eliot seguía hablando y no advirtió mi titubeo.
– Mi madre ha dicho siempre que Joss tiene cierto poder sobre Grenville.
– Lo dices como si se tratara de una especie de chantaje.
– Puede que fuese algo así al principio. Ya sabes. Soy el nieto de Sophia, ¿qué vas a hacer por mí? Y Pettifer también lo debía de saber. Pettifer y Grenville no tienen secretos entre sí.
– Eliot, no hay que decir a nadie que hemos encontrado el cuadro.
Se volvió para mirarme.
– Pareces preocupada, Rebecca. ¿Es por Joss Gardner?
– No. Por Grenville.
– Pero Joss te gusta.
– No.
Eliot fingió sorpresa.
– ¡Pero si a todo el mundo le gusta Joss! Por lo visto, todos han sucumbido a sus juveniles encantos. Grenville y Pettifer; Andrea está embelesada con él, siempre lo está buscando, pero es posible que sólo sea una atracción física. Pensé que era tu deber unirte al club. -Frunció el ceño-. Antes sí te gustaba.
– Ya no, Eliot.
Empezó a sentir curiosidad. Cambió de posición para que quedáramos frente a frente y apoyó el brazo en el respaldo del sofá, detrás de mi hombro.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
¿Qué había pasado? Nada. Pero yo siempre me había sentido inquieta con respecto a Joss y a todas las coincidencias que parecían empeñarse en vincularnos. Y había robado el buró. Y en aquel preciso instante estaba practicando el asuntillo clandestino que tenía con la insípida Andrea. Sólo de pensarlo me entraban ganas de salir corriendo.
Eliot esperaba mi respuesta. Pero yo me encogí de hombros y cabeceé con resignación.
– He cambiado de idea dije.
– ¿Lo de ayer ha tenido algo que ver con ese cambio?
– ¿Ayer? -Me acordé de la comida en la terraza soleada del pequeño restaurante, los dos niños navegando en las aguas azules de la ría y, por último, los brazos de Eliot rodeándome y estrechándome, el sabor de sus besos y la sensación de perder el control, de caer por un precipicio.
Me estremecí otra vez. Tenía las manos, frías y sucias, apoyadas en el regazo. Eliot me las cogió y dijo con sorpresa:
– Estás helada.
– Ya lo sé. Hace horas que estoy aquí.
– Mi madre me ha dicho que quieres volver a Londres. -Parecía haber arrinconado el tema de Joss y se lo agradecí.
– Sí, tengo que irme.
– ¿Cuándo?
– Mañana por la noche.
– Has cambiado de idea y has tomado muchas decisiones, y todo el mismo día.
– No me había dado cuenta de lo rápido que ha pasado el tiempo. Hace dos semanas que no voy al trabajo.
– Ayer te pedí que te quedaras.
– Tengo que irme.
– ¿Qué podría hacerte cambiar de opinión?
– Nada. Es que… no puedo… -Tartamudeaba como una tonta, y tenía demasiado frío y estaba demasiado sucia y cansada para sostener aquella conversación. Puede que más tarde estuviera en condiciones…
– ¿Te quedarías si te pidiera que te casaras conmigo?
La sangre se me subió violentamente a la cabeza. Tuvo que pintárseme en la cara algo parecido al horror porque echó atrás la cabeza y rompió a reír.
– No es para asustarse. El matrimonio no tiene nada de escandaloso.
– Pero somos primos.
– Eso no tiene importancia.
– Pero nosotros no… bueno… tú no me quieres.
Lo que estaba diciendo era espantoso, pero Eliot se lo tomó con calma.
– Rebecca, tartamudeas como una tímida colegiala. Puede que sí te quiera. Puede que hubiera alimentado ese amor durante mucho tiempo, antes de pedirte que te casaras conmigo, pero tú has precipitado las cosas al decir como si tal cosa que volvías a Londres. De modo que si he de decírtelo todo, más vale que lo haga ahora. Quiero que te cases conmigo. Estoy convencido de que resultará.
Estaba conmovida a pesar de mí misma. Nadie me había pedido en matrimonio hasta entonces y lo consideré un halago. Sin embargo, aunque una parte de mí escuchaba a Eliot, la otra parte no dejaba de dar vueltas como una ardilla enjaulada.
Porque todavía estaba pendiente la cuestión de Boscarva y las tierras que Eliot quería venderle a Ernest Padlow.
Tú no eres mi único nieto.
– … me parece ridículo separarnos para que cada cual siga su camino cuando acabamos de conocernos y tenemos por delante tantas cosas maravillosas.
– Como Boscarva -dije con serenidad.
Se le heló la sonrisa que le había levantado la comisura de la boca. Enarcó una ceja.
– ¿Boscarva?
– Seamos sinceros, Eliot. Necesitas Boscarva por el motivo que fuere. Y piensas que Grenville podría dejármela a mí.
Tragó una profunda bocanada de aire como si fuera a negarlo y lo expulsó en un prolongado suspiro. Su sonrisa era pesarosa. Se pasó la mano por la cabeza.
– Qué fría eres. De repente te has convertido en la Princesa de Hielo.
– Necesitas Boscarva porque quieres venderle la granja a Ernest Padlow para que siga construyendo.
– Sí -dijo con cautela. Esperé-. Necesitaba dinero para el salón automovilístico. Grenville no estaba interesado, así que me dirigí a Padlow. Aceptó y le di como garantía la granja de Boscarva. Fue un acuerdo tácito.
– Pero no era tuya.
– Lo sería algún día. No había razón para que no lo fuera. Y Grenville estaba viejo y enfermo. El desenlace podía haberse producido en cualquier momento.
– Abrió las manos-. ¿Quién habría imaginado que tres años después seguiría entre los vivos?
– Parece como si quisieras verlo muerto.
– La vejez es algo horrible. Solitaria y triste. Ha vivido con intensidad. ¿A qué podría aferrarse a estas alturas?
Yo no podía estar de acuerdo con Eliot. En el caso de Grenville, la vejez equivalía a dignidad y firmeza en cuanto a principios. Acababa de conocerlo y sin embargo le quería, era ya una parte de mí. No podía soportar la idea de que muriera.
– ¿No tienes otra manera de pagarle al señor Padlow? -dije, tratando de ser práctica.
– Podría vender el salón. Tal como van las cosas, es probable que tenga que hacerlo de todos modos.
– Pensé que te iba bien bien.
– Es lo que quiero que crean los demás.
– Pero, ¿qué harías si vendieras el negocio?
– ¿Qué sugieres tú? -Parecía divertido, como si yo fuese una chiquilla cuyos caprichos hubiera que obedecer.
– ¿Y lo del señor Kemback y su museo automovilístico de Birmingham? -dije.
– Tu buena memoria puede llegar a ser inquietante.
– ¿Tan malo sería trabajar para el señor Kemback?
– ¿Y dejar Cornualles?
– Yo creo que eso es lo que deberías hacer. Empezar de nuevo. Alejarte de Boscarva y… -Me detuve, pero pensé que, ya que había comenzado, lo mejor era terminar-. Y de tu madre.
– ¿De mi madre? -Seguía poniendo cara de diversión, como si yo fuera una tonta que quisiera darle consejos.
– Ya sabes a qué me refiero, Eliot.
Hubo una larga pausa.
– Creo -dijo Eliot- que has hablado con Grenville.
– Lo lamento.
– Una cosa sí es segura: o se va Joss o me voy yo. Como dicen en las películas de vaqueros: «En esta ciudad no cabemos los dos». Pero preferiría que se fuera él.
– Joss carece de importancia. No vale la pena pensar en él.
– Si vendiera el salón y me fuera a trabajar a Birmingham, ¿te vendrías conmigo?
– Vamos, Eliot…
Aparté los ojos y volví a verme cara a cara con el retrato de Sophia. Su mirada se encontró con la mía y fue como si Joss estuviera allí, escuchando cada una de nuestras palabras, riéndose de nosotros. Eliot me cogió la barbilla y me obligó a girar la cabeza. Tuve que mirarle a los ojos otra vez.
– Escucha lo que te digo.
– Ya te escucho.
– No hace falta que estemos enamorados. Lo sabes, ¿verdad?
– Siempre creí que era importante.
– Pues no le pasa a todo el mundo. Tal vez a ti no te pase nunca.
Era una triste perspectiva.
– Tal vez no.
– En ese caso -su voz era muy dulce y razonable-, ¿por qué no quieres comprometerte conmigo? ¿No sería mejor un compromiso que un empleo de nueve a cinco durante el resto de tu vida y un piso vacío en Londres?
Había puesto el dedo en la llaga. Había estado sola demasiado tiempo y la perspectiva de seguir estándolo durante el resto de mi vida me asustaba mucho. Naciste para tener marido, hijos y una casa, había dicho Grenville. Y todo aquello estaba ahora allí, al alcance de la mano. Sólo tenía que alargarla y aceptar lo que Eliot me ofrecía.
Pronuncié su nombre y me abrazó, me estrechó con fuerza y me besó en los ojos, en las mejillas, en la boca. Sophia nos observaba, pero no me importó. Me dije a mí misma que Sophia estaba muerta. Y en cuanto a Joss, ya lo había alejado de mi vida. ¿Por qué habría de preocuparme lo que ambos pensaran de mí?
Eliot dijo al cabo del rato:
– Debemos irnos. -Deshizo el abrazo-. Tienes que darte un baño y quitarte todas esas manchas de la cara. Yo voy a sacar hielo de la nevera y a preparar una copa para Grenville y para mi madre, como un buen chico.
– Sí. -Me aparté de sus brazos y me eché atrás un mechón de pelo. Estaba muerta de cansancio-. ¿Qué hora es?
Miró su reloj. La correa que le había regalado todavía estaba nueva y reluciente.
– Son casi las siete y media. Podríamos quedarnos aquí toda la noche, pero, desgraciadamente, la vida continúa.
Me levanté. Estaba agotada. Cogí el retrato sin mirarlo y volví a ponerlo en su rincón oculto y lleno de polvo, entre las arañas y las telas que tejían, de cara a la pared. Cogí otros cuadros, al azar, y los puse alrededor. Todo estaba como antes, me dije. Entre los dos pusimos un poco de orden y cubrimos las telas con el lienzo. Eliot apagó la lámpara y yo recogí la linterna. Apagamos la luz, cerramos la puerta con llave y nos alejamos del estudio. Le di la linterna, anduvimos tras el trémulo círculo de luz, por el jardín, tropezando de vez en cuando en las piedras ocultas y las matas, y subimos los mojados escalones de la terraza. La casa se alzaba por encima de nosotros, con las habitaciones iluminadas detrás de las cortinas corridas; alrededor sólo estaban el viento y las siluetas de los árboles azotados y sin hojas.
– Jamás había visto una tormenta tan larga -dijo Eliot, mientras abría la puerta lateral y entrábamos en la casa. El vestíbulo resultaba cálido y acogedor, y en el aire flotaba el exquisito olor del pollo que íbamos a comer en la cena.
Nos separamos. Eliot se dirigió a la cocina y yo subí a quitarme la ropa sucia, a darme un baño, a envolverme en vapor caliente y perfumado. En cuanto me relajé, la cabeza se me quedó en blanco. Estaba demasiado cansada para pensar. Me quedaré dormida, me dije, y me ahogaré. Por algún motivo inexplicable, la idea no me alarmó.
Pero no me dormí porque entonces oí, por encima de los aullidos del viento, el ruido de un coche que se acercaba. El cuarto de baño daba a la parte trasera de la casa, al camino y a la puerta principal. No me había molestado en correr las cortinas y los faros del coche se reflejaron durante un segundo en el cristal oscuro. Sonó un portazo, se oyeron voces. Preocupada, salí de la bañera, me sequé e iba a cruzar el pasillo para ir a mi habitación cuando oí que las voces subían por la escalera, desde el vestíbulo.
– … la he encontrado en mitad del camino, en la colina… -era una voz de hombre que no identifiqué.
Y luego Mollie:
– … pero mi pobre niña… -Sus palabras fueron interrumpidas por un sollozo.
– Por Dios, pequeña… -oí decir a Eliot.
Y luego Mollie otra vez:
– Ven junto al fuego… Vamos, todo está bien ahora. Estás a salvo…
Entré en mi habitación, me vestí, me abotoné el cuello del vestido marrón, me cepillé el pelo y me lo trencé, todo en unos segundos. Me pinté un poco los labios -no había tiempo para más-, me calcé las sandalias y me puse los pendientes mientras corría abajo.
– Pettifer, ¿qué pasa?
– No sé, pero parece que esa joven tiene un ataque de histeria.
– He oído un coche. ¿Quién la ha traído a casa?
– Morris Tatcombe. Dice que volvía de Porthkerris a casa cuando la encontró en el camino.
Yo estaba horrorizada.
– ¿Quieres decir que estaba tirada en el camino? ¿La ha atropellado un coche?
– No lo sé. Puede que sólo se haya caído.
Al otro extremo del vestíbulo, la puerta del salón se abrió con violencia y Mollie se dirigió hacia nosotros casi corriendo.
– ¡Vamos, Pettifer, no te quedes ahí de palique, corre a buscar el brandy! -Vio mi cara de estupefacción-. Mi querida Rebecca, es horrible, horrible. Voy a llamar al médico. -Estaba junto al teléfono, hojeando la guía, pero sin ver bien porque se había dejado las gafas en alguna parte-. Busca tú el número, por favor. Es el doctor Trevaskis… lo tengo que tener apuntado en algún sitio, pero no lo encuentro.
Pettifer se había ido. Me puse a buscar el número en la guía telefónica.
– ¿Qué le ha pasado a Andrea? -pregunté.
– Es lamentable. No puedo creer que sea cierto. Es una suerte que Morris la haya encontrado. Habría podido pasarse allí toda la noche. Podría haber muerto…
– Aquí está. Lionel Trevaskis. Porthkerris 873.
Se llevó una mano a la mejilla.
– ¡Claro! Ya tendría que sabérmelo de memoria. -Levantó el auricular y lo marcó. Mientras esperaba, me dijo rápidamente-: Ve a hacerle compañía; los hombres son unos inútiles, nunca saben qué hacer.
Pese a que estaba desconcertada y, por extraño que parezca, me sentía reacia a conocer los detalles de la triste experiencia de Andrea, hice lo que Mollie me pedía. El caos reinaba en el salón. Grenville, perplejo al parecer, de pie frente a la chimenea, en silencio y con las manos en la espalda. El resto, agrupado alrededor del sofá. Eliot le había servido una copa a Morris y ambos estaban allí sin hacer nada, mientras Pettifer, con una paciencia digna de elogio, trataba de conseguir que Andrea tomara unos sorbos de brandy.
Y Andrea… A pesar mío, su aspecto me impresionó y me asustó. El suéter limpio y los téjanos planchados con los que había salido estaban empapados y manchados de barro. Se le veía la rodilla a través del pantalón desgarrado, herida y sangrando, infantilmente indefensa. Al parecer había perdido un zapato. Tenía el pelo pegado a la cabeza como un alga marina; la cara, enrojecida por el llanto. Cuando pronuncié su nombre, volvió la cabeza para mirarme con ojos llorosos y patéticos. Vi con horror que tenía una gran magulladura en la sien, como si la hubieran golpeado salvajemente. También había perdido la cruz celta y la cinta de cuero, que quizá le habían arrancado en algún forcejeo inimaginable.
– ¡Andrea!
Lanzó un gemido y se dio la vuelta para esconder el rostro en el respaldo del sofá. Al hacerlo, derramó el brandy e hizo caer el vaso de la mano de Pettifer.
– No quiero hablar de ello. No quiero.
– ¡Pero tienes que hacerlo!
Pettifer, exasperado, recogió el vaso y salió de la habitación. Me dije que nunca había simpatizado con la joven. Me acerqué a ella, sentada al borde del sofá, y traté de girar sus hombros hacia mí.
– ¿Te lo ha hecho alguien?
Andrea se volvió con brusquedad, con el cuerpo contorsionado.
– ¡Sí! -Me gritó en la cara, como si yo fuera sorda-. ¡Ha sido Joss! -Y se deshizo otra vez en sollozos.
Miré a Grenville y me encontré con una mirada fija y pétrea. Se hubiera dicho que tenía los rasgos tallados en madera. Me dije que no podía esperar ayuda de él. Me volví hacia Morris Tatcombe.
– ¿Dónde la ha encontrado?
Morris cambió de postura. Vi que estaba vestido como para pasar la noche en la ciudad: cazadora de cuero decorada con insignias bordadas y salpicada por la lluvia, téjanos ajustados y botas camperas. A pesar de los tacones, la parte superior de su cabeza no llegaba al hombro de Eliot, y el pelo largo le caía húmedo y lacio hacia un lado.
Se echó el pelo hacia atrás, un gesto a la vez agresivo y tímido.
– En mitad de la colina. Donde la avenida se estrecha y no hay aceras. Estaba medio caída en la cuneta. Fue una suerte que la viese, de veras. Pensé que la había atropellado un coche, pero no había sido eso. Parece que tuvo una pelea con Joss Gardner.
– La había invitado al cine -dije.
– No sé cómo empezaría la cosa -dijo Morris.
– Pero sí cómo ha terminado -añadió Eliot.
– Pero… -Tenía que haber alguna otra explicación. Estaba a punto de decirlo cuando Andrea se puso a gemir otra vez como una anciana en un velatorio y perdí la paciencia-. ¡Cállate de una vez! -La cogí por los hombros y la zarandeé. Su cabeza osciló sobre el cojín de seda como una muñeca de trapo mal rellena-. Deja de hacer ruido y cuéntanos qué ha pasado.
Las palabras empezaron a salirle de la boca, deformadas por el llanto. (Me dije en un pronto: por ¡o menos no le han roto ningún diente y me odié por mí misma por aquella falta de consideración).
– Bueno, fuimos al cine… y cu… cuando salimos, fuimos a un bar y…
– ¿A qué bar?
– No lo sé…
– Tienes que saber a cuál…
Me era imposible no levantar la voz. Mollie, a quien no había oído entrar en la habitación, dijo a mis espaldas:
– Vamos, no le grites. Sé más amable.
Hice un esfuerzo y volví a intentarlo con más suavidad.
– ¿No recuerdas a dónde fuisteis?
– No. Estaba oscuro… no veía nada. Y entonces… y entonces…
La sostuve con firmeza, procurando calmarla.
– Sí, ¿y entonces?
– Y Joss había bebido mucho… Y no quería traerme a casa. Quería que yo… fuera con él a su piso… y…
Abrió la boca y sus ademanes se disolvieron en un llanto incontrolable. La solté y me erguí, dándole la espalda.
Mollie me reemplazó inmediatamente.
– Bueno -dijo Mollie-. Bueno, bueno. -Era más amable que yo. Y tenía voz tan tranquilizadora como la de una madre-. Ya no hay por qué preocuparse. El médico está en camino y Pettifer te ha puesto una botella de agua caliente en la cama. No tienes que decirnos nada más. No hace falta que hables.
Pero, acaso más tranquila por la actitud de Mollie, Andrea parecía deseosa de hacer una confesión y oímos el resto de la historia, entre jadeos y sollozos interminables.
– Y yo no quería ir. Yo… yo quería volver a casa. Y… me fui. Pero él me siguió. Y… quise correr y tropecé… y se me salió el… el zapato. Y entonces él… él me alcanzó y… se puso a gritarme… y yo grité también y me pegó…
Observé la cara de los que me rodeaban y todas expresaban el mismo horror, la misma consternación, con diferentes grados de intensidad. Sólo Grenville parecía inmutable y muy disgustado, pero no se movía ni decía nada.
– Está bien -repitió Mollie con voz temblorosa-. Ya ha pasado todo. Ven, vamos arriba.
Andrea, debilitada y sucia de barro, se levantó como pudo del sofá pero las piernas no la sostuvieron y se desplomó. Morris, que era el que estabas más cerca, se adelantó, la sostuvo antes de que cayera y la cogió con sus delgados brazos con una fuerza sorprendente.
– Eso es -dijo Mollie-. Morris te llevará arriba. Y deja de preocuparte… -Se encaminó a la puerta-. Ven por aquí, Morris.
– Sí -dijo Morris, que no parecía tener alternativa.
Observé la cara de Andrea. Cuando Morris se puso en movimiento, la joven abrió los ojos y me miró con fijeza. Le sostuve la mirada sin que ella desviara los ojos. Andrea comprendió que me había dado cuenta de que mentía. Apoyó la cabeza en el pecho de Morris y se echó a llorar otra vez. Se la llevaron rápidamente de la habitación.
Oímos que los pesados pasos de Morris cruzaban el vestíbulo y subían las escaleras. Entonces dijo Eliot con su magistral dominio de los sobreentendidos:
– Un asunto desagradable. -Dirigió una mirada a Grenville-. ¿Llamo a la policía ahora o más tarde?
Grenville abrió la boca por fin.
– ¿Quién ha dicho que haya que llamar a la policía?
– No vamos a dejar que se salga con la suya, ¿o sí?
– Andrea ha mentido -dije.
Los dos hombres me miraron con sorpresa. Grenville entornó los ojos; estaba más impresionante que nunca. Eliot frunció el ceño.
– ¿Qué has dicho?
– Parte de su historia puede ser cierta. Es probable que la mayor parte lo sea. Pero ha mentido.
– ¿Por qué había de mentir?
– Porque, como tú mismo dijiste, Joss la tenía encandilada. No le dejaba en paz. Andrea me contó que había estado en su casa y estoy convencida de que es verdad porque me la describió con detalles y con exactitud. Lo que sé es que, si Joss hubiera querido que ella fuera con él a su casa, Andrea no habría vacilado en hacerlo. No habría puesto ninguna objeción.
– Entonces, ¿cómo explicas la herida de la cara? -preguntó Eliot con dulzura.
– No sé. Ya he dicho que no sé nada del resto de la historia. Pero estoy segura de que esa parte es inventada.
Grenville se puso en movimiento. Había estado de pie un buen rato. Se acercó al sillón y tomó asiento.
– Podemos averiguar lo que pasó -dijo al fin.
– ¿Cómo? -La pregunta de Eliot sonó como un pistoletazo.
Grenville volvió la cabeza con violencia y lo traspasó con la mirada.
– Preguntándoselo a Joss.
Eliot dejó escapar un sonido que en las novelas antiguas podría haberse escrito «¡Psá!»
– Se lo preguntaremos. Joss nos dirá la verdad.
– Joss no sabe lo que significa esa palabra.
– No tienes ninguna razón para decir semejante cosa.
Eliot perdió la paciencia.
– ¡Vamos, por el amor de Dios! ¿Hace falta que te arroje la verdad a la cara para que te des cuenta?
– No me levantes la voz.
Eliot enmudeció. Miraba al anciano con indignación, como si no pudiera creer lo que había oído… Cuando por fin habló, fue en un susurro.
– Ya estoy harto de Joss Gardner. Nunca he confiado en él, nunca me ha gustado. Creo que es un farsante, un ladrón y un mentiroso, y sé que tengo razón. Algún día también tú te darás cuenta. Ésta es tu casa. Eso es algo que yo acepto. Pero lo que nunca voy a aceptar es su derecho a controlarla, y a nosotros con ella, sólo porque es el…
Tuve que detenerlo.
– ¡Eliot! -Se volvió para mirarme. Era como si se hubiese olvidado de que también yo estaba allí-. Eliot, por favor. Cállate.
Observó el vaso que tenía en la mano y apuró el whisky.
– Está bien -dijo por fin-. No diré nada más por el momento.
Y fue a servirse otro whisky. Mientras Grenville y yo le observábamos en silencio, Morris Tatcombe volvió a entrar en la habitación.
– Bueno, me voy -dijo a la nuca de Eliot.
Eliot se volvió y se le quedó mirando.
– ¿Está bien?
– Sí, está arriba. Tu madre está con ella.
– Tómate algo antes de irte.
– No, mejor me voy.
– De veras, no sabemos cómo darte las gracias. ¿Qué habría sido de ella si no la hubieras encontrado…? -Se interrumpió. La oración incompleta evocó imágenes de Andrea muriéndose de frío, de agotamiento, desangrándose.
– Fue una casualidad, eso es todo. -Dio un paso atrás. Era evidente que Morris estaba deseoso de irse y no sabía cómo hacerlo.
Eliot tapó la botella, dejó el vaso en la mesa y acudió en su ayuda.
– Te acompañaré hasta la puerta.
Morris movió la cabeza en dirección a Grenville y a mí.
– Buenas noches a todos.
Pero Grenville se había puesto en pie con esfuerzo y mucha dignidad.
– Usted ha manejado la situación con notable sensatez, señor Tatcombe. Se lo agradecemos. Y también le agradeceríamos que no hiciera pública la versión que la pequeña ha contado sobre lo sucedido. Por lo menos hasta que la hayamos comprobado.
Morris parecía escéptico.
– Estas cosas acaban por saberse.
– Pero estoy convencido de que no será por boca de usted.
Morris se encogió de hombros.
– Es asunto de ustedes.
– Exacto. Es asunto nuestro. Buenas noches, señor Tatcombe.
Eliot le acompañó a la salida.
– Grenville volvió a instalarse fatigosamente en el sillón. Se pasó la mano por los ojos y pensé que escenas como aquélla no le beneficiaban en absoluto.
– ¿Te sientes bien?
– Sí. Estoy bien.
Yo sabía que podía confiar en él, decirle que sabía que Joss era nieto de Sophia. Pero sabía igualmente que antes de abrir yo la boca tendría que hablar él primero.
– ¿Te apetece tomar algo?
– No.
Lo dejé tranquilo y me dediqué a ordenar los cojines del sofá.
Eliot volvió al cabo del rato y muy animado, por cierto. Parecía haber olvidado la violenta discusión que había sostenido con Grenville. Fue a recoger su vaso.
– Salud -dijo, mientras levantaba la copa en dirección al abuelo.
– Supongo que estamos en deuda con ese joven -dijo Grenville-. Espero que podamos arreglarlo algún día.
– Yo no me preocuparía por Morris -respondió Eliot con jovialidad-. Sabe arreglárselas solo. Y Pettifer me ha dicho que os avise de que la cena está lista.
Cenamos los tres solos. Mollie se quedó con Andrea. El médico llegó en la mitad de la velada y Pettifer lo acompañó arriba. Luego le oímos hablar con Mollie en el vestíbulo, Mollie la acompañó a la puerta y entró a contarnos lo que le había dicho.
– Como es lógico, ha sufrido una fuerte impresión. Le ha dado un sedante y tendrá que guardar cama un par de días.
Eliot le había acercado una silla y Mollie se dejó caer en ella, agotada y aturdida.
– Ha sido espantoso. No sé cómo voy a explicárselo a su madre.
– No pienses en eso hasta mañana -dijo Eliot.
– Es que es ha sido espantoso… Es sólo una niña. No tiene más que diecisiete años. ¿En qué estaba pensando ese Joss? Debe de haberse vuelto loco.
– Puede que estuviera borracho -dijo Eliot.
– Sí. Quizás. Borracho y violento.
Ni Grenville ni yo dijimos nada. Fue como si hubiésemos pactado guardar silencio al respecto, lo cual tampoco significaba que yo hubiera perdonado a Joss por lo que sí había hecho. Tal vez más tarde, cuando Grenville hubiera hablado con él, saldría a la luz toda la verdad. Para entonces, era probable que yo ya estuviera en Londres.
Y si todavía estaba allí… Comí despacio un racimo de uvas. Aquélla podía ser mi última cena en Boscarva. En realidad no sabía si quería que lo fuera o no. Había llegado a una encrucijada y no sabía qué camino tomar, pero iba a tener que decidirme pronto. Eliot había hablado de compromiso y lo que me había dicho no parecía muy atractivo. Pero después de lo ocurrido aquella noche, cada palabra tenía un contenido bien fundado, lógico y realista, con los pies en el suelo.
Naciste para tener mando, hijos y una casa,
Cogí la copa de vino y, al levantar la vista, vi que Eliot me observaba desde el otro lado de la mesa. Sonrió, como si fuéramos cómplices. Su rostro no sólo expresaba confianza sino también triunfo. Tal vez, mientras yo pensaba que probablemente terminara casándome con él, él ya estaba seguro de que lo haría.
Estábamos otra vez en el salón, sentados alrededor del fuego y terminando el café, cuando se puso a sonar el teléfono. Pensé que contestaría Eliot, pero estaba apoltronado en un sillón, con su periódico y su bebida, y tardó tanto en levantarse que no tuvo más remedio que contestar Pettifer. Oímos que se abría la puerta de la cocina y que sus viejas piernas cruzaban el vestíbulo a paso lento. Los timbrazos dejaron de oírse. No sé por qué, eché un vistazo al reloj que estaba sobre la chimenea. Eran casi las diez menos cuarto.
Esperamos. Se abrió la puerta y Pettifer asomó la cabeza. Sus gafas reflejaron la luz de la lámpara.
– ¿Quién es, Pettifer? -preguntó Mollie.
– Es para Rebecca -dijo Pettifer.
– ¿Para mí? -dije con sorpresa.
– ¿Quién puede llamarte a estas horas? -dijo Eliot.
– No tengo ni idea.
Me levanté y salí de la habitación. Quizás fuera Maggie, para decirme algo sobre el piso. Quizás fuera Stephen Forbes, para saber cuándo volvería al trabajo. Me sentía culpable porque habría tenido que llamarle para decirle lo que hacía y cuándo planeaba volver a Londres.
Me senté en el baúl que había en el vestíbulo y cogí el auricular.
– ¿Diga?
Una voz débil, como la de un ratón, comenzó a hablar en mi oído. Parecía muy lejana.
– Señorita Bayliss, verá, es que pasamos por allí y lo vimos tendido en el suelo… Mi marido dijo… bueno, le ayudaremos a subir las escaleras de su casa… No sabíamos qué le había ocurrido. Estaba cubierto de sangre y apenas podía hablar. Quisimos llamar al médico… pero no nos dejó… me da miedo que esté allí solo… alguien debería quedarse con él… dijo que se recuperaría…
Reaccioné con una lentitud asombrosa, porque tardé un rato en darme cuenta de que quien hablaba era la señora Kernow y de que me llamaba desde la cabina que había al final de Fish Lane para decirme que algo le había sucedido a Joss.