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Cuando el pez desapareció, los dos pudieron ver, ella en la cara de él y él en la de ella, la misma expresión de asombro y temor, la boca entreabierta de pronto, los ojos completamente desorbitados, la palidez de cal extendiéndose por la frente y las mejillas:
– Mati, ¿también tú has oído lo que yo he oído?
– Maya, ¿también tú lo has oído?
¿No era cierto que desde muy lejos, más allá de los primeros bosques, más allá de los valles y las pendientes, desde el extremo de los bosques suspendidos en la ladera de la cordillera norte, habían llegado y se habían desvanecido en un instante tres o cuatro sonidos tenues, de ensueño, unos ecos vagos semejantes a ladridos de perro?
Maya y Mati sabían cómo ladran los perros por las historias de la maestra Emmanuela, pero todo el mundo se burlaba de la pobre maestra Emmanuela, que flirteaba con todos los hombres y jamás había conseguido encontrar en todo el pueblo ni siquiera algo parecido a una pareja que se dignara a mirarla al menos una vez.
Y ahora resultaba que poco después de lo del pez, a Maya y a Mati les daba la impresión de que esos sonidos tenues procedentes de la cordillera norte se parecían un poco a ladridos. Aunque tal vez no fueran sonidos de perros reales. Tal vez sólo se tratara de una lejana avalancha de rocas. O de una treta de los árboles, que jadeaban excitados y empezaban a crujir y a gemir al penetrar en ellos el viento.
¿Quién iba a creer que Maya y Mati habían visto un pececillo vivo en el río? ¿Y que encima habían oído ladridos de perros lejanos casi al mismo tiempo? Todo el mundo se burlaría de ellos. Algunas mañanas aparecía un niño en el patio del colegio e intentaba contarles a los demás que había oído, prometía que lo había oído, una especie de sonido que podía ser un gorjeo. O un zumbido. Los demás niños, por su parte, no creían al que contaba esas historias, y le insultaban, se metían con él y decían:
– Es mucho mejor para ti que dejes de decir esas cosas, y que lo dejes ya, si no quieres acabar como Nimi el potro.
¿No será porque quien se burla está un poco protegido con la burla del peligro de la soledad? ¿Porque los que se burlan lo hacen en grupo, y quien provoca la burla siempre se queda solo?
¿Y los adultos? ¿No será sólo porque siempre intentan acallar cierta tensión interior? ¿O porque se avergüenzan de cierto sentimiento de culpa?
Mati y Maya volvieron muchas veces a aquel lugar, se inclinaron sobre la poza, se acercaron tanto que casi meten la nariz en el agua, pero el pececillo no volvió a aparecer. En vano rastrearon cada una de las decenas o centenas de pequeñas pozas dispersas a lo largo de la ribera del río, entre las rocas, en balsas recónditas, en lugares donde las algas ocultaban el lecho de arena dorada del fondo.
Pero de pronto un día, al atardecer, algo pasó muy alto, sólo durante un instante, por encima de sus cabezas: algo voló por el aire, que se iba oscureciendo, algo flotó o se elevó allí, pequeño y luminoso como una única nube bajo el viento de la tarde, llegó desde el bosque y pasó en silencio, transparente y lento, sobre las cabezas de los dos, para volver a ser arrastrado hacia los bosques y desaparecer casi antes de que a Maya y a Mati les diera tiempo a percibirlo.
Casi antes de que les diera tiempo, pero no tanto tiempo antes, de que los dos pudieran darse cuenta de que algo había pasado por encima de sus cabezas, alto y silencioso, flotando sobre el pueblo, sobre el río y sobre los bosques oscuros. Por tanto, las miradas de Maya y de Mati se encontraron. Y los dos se pusieron a temblar al mismo tiempo.