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Y cuando se acercó a ella, Mati vio que tenía en sus brazos un gatito vivo: no la foto de un gatito, no un juguete ni un peluche con forma de gato, sino una criatura lanosa, viva, suave, dulce y tímida que miraba boquiabierta a Mati con dos ojos redondos. Con las orejas tendidas hacia delante con curiosidad, y la nariz y los bigotes temblando ligeramente, más que un gato parecía un gran y renombrado filósofo, un profundo pensador completamente concentrado en la tarea de descifrar quién era ese que había llegado de repente, por qué lo había hecho y qué había traído con él. Y sobre todo, qué ocurría allí, en los mundos desconocidos que estaban al otro lado de la puerta.
Mati se asustó y retrocedió un poco, porque conocía a los gatos sólo por fotografías y le pareció que el cuerpo de aquel gato se ensanchaba un poco y se volvía a encoger, se ensanchaba de nuevo y se volvía a vaciar ligeramente, sin cesar, de una forma que a Mati le resultó extraña y un poco inquietante: jamás lo había visto, y nunca se había imaginado tampoco que todos los seres vivos respiran constantemente, inspiran hasta llenar los pulmones de aire y expiran, e inspiran de nuevo, igual que nosotros.
Pero Maya no desistió, cogió con su mano la de Mari y hundió sus dedos asustados en la suave piel del gato una y otra vez, hasta que los dedos de Mati se calmaron, y tras los dedos, se calmó también su mano, que acariciaba y era acariciada, y se calmaron sus brazos, sus hombros y todo su cuerpo. Y de repente le resultó muy agradable el contacto del pelo del gato, así como el de los dedos de Maya, que conducían su mano a lo largo del aterciopelado lomo del gato. Era como si los dedos de Maya produjeran y le enviaran unas ligeras y placenteras descargas, unas cálidas descargas que fluían desde la palma de la mano de Maya hasta el dorso de la de Mati, y a través de su mano esa agradable corriente pasaba al pelo del gato y le hacía temblar. El gato le miraba ahora con absoluta inocencia y honestidad, con unos ojos redondos llenos de sorpresa. Luego el gato cerró los ojos, y también Mati los cerró durante un instante y absorbió con las yemas de los dedos aquellas descargas que estremecían ligeramente el cuerpo del gatito, unas descargas que se produjeron porque la criatura empezó a ronronear con un sonido placentero, sordo y continuado, al tiempo que apretaba con suavidad y decisión su mejilla y su frente y se restregaba una y otra vez contra la palma de la mano que le estaba acariciando. Los ojos del gatito se abrieron y volvieron casi a cerrarse, sólo dos ranuras verdosas miraban a Mati como diciéndole: «Así, por favor, sigue acariciándome, sí, es agradable para los dos, continúa, sí, así, por favor, no pares».
Y de pronto el gatito le guiñó los ojos a Mati. Fue un guiño rápido pero explícito, la señal de un secreto compartido sólo por ellos dos: era como si intentase insinuarle que él comprendía muy bien hasta qué punto su pelo atraía a los dedos que lo acariciaban, al igual que comprendía cómo ese roce agradable que sentía ahora la palma de la mano de Mati, que se encontraba en medio, entre el pelo del gato y los dedos de Maya, producía en él un placer ligeramente mareante, un placer que no había sentido nunca, porque las yemas de los dedos de Maya, que revoloteaban sobre su mano, y la calidez de la piel suave acariciada una y otra vez con su palma provocaban en Mati cálidos temblores.
El cuerpo de Mati se fue calmando y llenando de deleite, y al calmarse su cuerpo se calmó también su miedo: alzó la mirada y vio que sus pies estaban ya en un patio rodeado por un muro. Y también vio el jardín interior y supo que ahora estaba dentro, justo dentro de la fortaleza de Nehi, el diablo de las montañas. Pero en vez de terror y miedo, Mati experimentó sobre todo una sensación de curiosidad y de ardiente incertidumbre. Alzó la vista, miró y descubrió cómo era el jardín.