37706.fb2 De repente en lo profundo del bosque - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Era un jardín recóndito, agradable, iluminado no sólo por los últimos rayos del sol, sino también por fuertes y espléndidos haces de luz multicolor. Esos haces de luz salían por entre los árboles y las plantas, por entre los arriates floridos, de los estanques, los pequeños torrentes y los arroyos cristalinos que manaban de las grietas de las rocas y al abrigo de las escaleras.

– Estas luces -dijo Maya en voz baja- no salen de focos ocultos, como te podría parecer, y como me pareció a mí también nada más entrar aquí, sino que son grandes colonias de luciérnagas que extraen de sí mismas ese maravilloso brillo.

Por todo el jardín crecían árboles frutales y decorativos, plantas, retoños y hierba. Al pie de los árboles germinaban arriates de helechos y flores, y por encima se extendían hermosos botones de color naranja, dorado, violeta, rojo, limón, amarillo, y también celeste, bermejo, rosado, púrpura y carmesí.

Mati alzó la vista hacia las tupidas copas de los árboles y vio y oyó por primera vez en su vida a multitud de pájaros que parloteaban entre sí a voz en grito, cantaban, se interrumpían unos a otros, extendían las alas y, de pronto, se impulsaban, se elevaban y echaban a volar de rama en rama. A la orilla del arroyo e incluso en medio de las charcas permanecían tranquilamente los pelícanos, con una pata en el agua y la otra doblada, hundiendo a cada instante los picos en el agua. Una profunda y tierna paz llenaba el pecho de Mati, una paz que no recordaba haber sentido ni una sola vez en toda su vida, excepto, quizás, en un recuerdo recóndito y borroso, un recuerdo sumergido bajo todos los recuerdos, un recuerdo en el que reinaba la tranquilidad de un bebé con pañales, saciado y con los ojos cerrados, que se iba cubriendo de dulzura, que se iba durmiendo en el regazo de su madre mientras ésta le tarareaba con su cálida voz una canción de cuna.

«¿Acaso he estado aquí antes? ¿Justo después de nacer? ¿O tal vez incluso antes?»

El jardín era profundo y amplio, y se extendía hasta donde abarcaba la vista, hasta los pies de las escaleras floridas que besaban los montes oscuros, los campos de frutales y los huertos. Aquí y allá se deslizaban pequeños arroyos que parecían un bordado de hilos de plata. Y por encima corrían, pasaban y zigzagueaban multitud de insectos y pequeños reptiles que al volar producían cientos de ruidosas cascadas de silbidos, zumbidos, zuñidos y zurridos, como si tuvieran que tender con diligencia sobre toda la extensión del jardín una tupida red de finos hilos metálicos, y todos esos delicados e invisibles hilos tendidos resonaran y zumbaran ligeramente con un canturreo enloquecido que aumentaba cada vez que pasaba una ráfaga de viento.

Serpientes extrañas, serpientes retorcidas y rápidas con multitud de patas, reptaban al pie de los arbustos, en donde grandes y perezosas lagartijas dormitaban con los ojos abiertos. Por los pastizales y los huertos vagaban y pacían tranquilamente ovejas blancas, jirafas, bisontes y gamos, y correteaban grupos de conejos. Y entre ellos, como veraneantes que pasearan tranquilamente por su lugar de descanso, deambulaban también, aquí y allá, manadas de lobos perezosos, un oso o dos, una pareja de zorros de espeso rabo y un chacal de pelo ralo que de repente se acercó a Maya y a Mati y les mostró una lengua larga y roja que parecía chorrearle por un lado de la boca, entre dos filas de dientes afilados y brillantes. El chacal empezó de pronto a restregar su cabeza afilada contra la pierna de Mati, y cada vez que lo hacía dirigía hacia ellos sus ojos marrones y tristes y los observaba con una mirada tierna, como rogándoles, rogándoles de todas las formas posibles, hasta que Maya comprendió por fin, se inclinó y le acarició la cabeza, incluso le hizo cosquillas en el cuello y debajo de las orejas, y continuó pasando la mano varias veces por su lomo, desde la cabeza hasta el rabo.

Luego, Maya y Mati pasaron entre cuatro o cinco leopardos cansados que estaban tumbados, encogidos y agazapados sobre una pendiente del prado, con las cabezas descansando sobre las patas delanteras, y mirando profunda y fijamente con sus ojos verdes hacia la tranquilidad de la tarde. Por un instante, a Mati y a Maya esos leopardos adormilados les recordaron al viejo pescador, cuya cabeza cansada descendía y se apoyaba en su brazo y en las hojas de su cuaderno cuando, al atardecer, se sentaba solo y medio dormido junto a la mesa que estaba en la ladera de su huerto. Una especie de amarga nostalgia se apoderó por un momento de Mati, una especie de deseo repentino de sentarse en el banco de Almón y contarle todo esto, de describirle cada detalle, o mejor, de traerlo aquí arriba para que viese todo esto con sus propios ojos. Para que lo tocase con sus viejos dedos. Y traer también a Solina junto con su marido bebé. Y a Danir con sus dos compañeros que arreglan tejados. Y a Nimi. Enseñarle todo esto a todos, a todo el pueblo, a sus padres, a sus hermanas mayores, a la maestra Emmanuela, y observar atentamente sus caras cuando vieran el jardín por primera vez.

Y entonces se encaminó hacia ellos una vaca, una vaca lenta, honorable e ilustre, una vaca muy importante que estaba adornada con manchas negras y blancas. Subía fatigosamente y a paso lento. Grave y llena de autoestima pasó la vaca lentamente por entre los leopardos adormilados, y luego movió la cabeza de arriba abajo dos o tres veces como si no estuviera sorprendida en absoluto, de ninguna manera, sino que, por el contrario, todos sus cálculos hubieran sido acertados y todas sus hipótesis se hubieran cumplido con absoluta precisión, así que ahora asentía con la cabeza llena de satisfacción por su acierto y también porque estaba completamente de acuerdo consigo misma, total y absolutamente, y sin ninguna sombra de duda.