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Mati y Maya asimilaron todas esas maravillas con los ojos muy abiertos, y no podían apartar la mirada fascinada de los cocodrilos con coraza de cuadros que estaban al borde del estanque, ni de los monos, las ardillas y los loros que saltaban y alborotaban entre las ramas de los árboles atractivos para la vista y de los árboles agradables para el paladar. Y es que el aleteo de los gorriones y el sonido gutural de las palomas impregnaban de una especie de deleite diáfano todo el jardín, los arroyos, la hierba y las copas de los árboles, lo cubrían todo con un manto de paz profunda, cálida y amplia, una paz de otro mundo.

«¿Y por qué de repente tengo claro que ya he estado aquí? ¿Cómo es posible?»

Era tan completa, tan transparente y tranquila la calma de la tarde que iba cayendo sobre ese jardín prodigioso, que Maya y Mati no vieron a un hombre ya no muy joven ni muy alto, con la espalda un poco encorvada y la cabeza descubierta. Su cara bronceada estaba surcada por una extraña y compleja malla de arrugas, y el pelo, ya casi blanco del todo, le caía sobre los hombros. Estaba allí, apoyado tranquilamente en el tronco rugoso de un árbol. El hombre estaba solo en lo alto del jardín tomando el aire del atardecer y observándolos a los dos con una leve sonrisa, una sonrisa amarga e impaciente, como si sus pensamientos estuvieran en parte ahí y en parte en otro sitio.

Aquel hombre tenía los hombros un poco caídos, uno algo más bajo que el otro, y sus vastas manos pendían flojas a los lados del cuerpo, como después de un largo y agotador esfuerzo físico. Su cara tímida no era atractiva, más bien se mostraba recelosa y bastante turbada: como si le resultase cómodo que Mati y Maya no le vieran.

Como si se avergonzase un poco delante de ellos.

Así estaba allí ese desconocido, sin hacer el más mínimo movimiento, respirando despacio, profundamente, acompañando con la mirada los ojos fascinados de los dos niños y observando atentamente el movimiento de esos ojos curiosos que vagaban entre los parajes del jardín y se quedaban impresionados con todo lo que en él había.

La enigmática sonrisa del hombre, una sonrisa casi pícara, empezaba alrededor de sus ojos y no en sus labios, y desde los ojos se iba extendiendo a lo largo de los canales de las arrugas e iba iluminando desde dentro todos los pliegues y surcos de su cara.

Y siguió sin moverse del sitio y sin decir una palabra.

Sólo una vena azulada, extremadamente fina y delicada, vibraba en una de sus sienes: como un prudente pececillo acurrucado bajo el agua.

Hasta que de pronto la mirada de Maya tropezó con él. Se quedó aturdida, pero se sobrepuso al instante, e inclinándose un poco, le dijo a Mati en voz baja:

– Cuidado, Mati, ahora no mires de ninguna manera hacia aquel lado, pero escucha, hay alguien allí mirándonos, a mí no me parece peligroso, sólo un poco raro.