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Y luego, el hombre siguió contándoles cómo, a los diez años y medio más o menos, renunció a la compañía de los niños de su edad y también de los adultos y empezó a relacionarse todo el día con gatos y perros, hasta que aprendió a entender e incluso a hablar perrés y también gatí y caballol.
Al cabo de dos o tres semanas, todo el pueblo decidió que el pobre niño había contraído la relinchitis, y todos tenían mucho cuidado de no acercarse a él. Al final, incluso sus padres se apartaron de él por lo desagradable que les resultaba: el pueblo entero los avergonzaba y ellos mismos se avergonzaban de él; y aparte de la vergüenza, sus padres también estaban muy preocupados por si sus hermanos pequeños se contagiaban.
Y así, al final, sus padres y todos los adultos le dejaron vagar solo por el bosque, libre como el viento, por el día y también por la noche.
– Iorrrrrrriarrr -dijo de pronto el hombre con otra voz, y al cabo de un rato, un oso marrón, peludo y grueso salió de entre los arbustos, restregó su pesada cabeza en la palma de la mano del hombre y miró a Mati y a Maya con unos húmedos ojos osunos llenos de curiosidad, amor, afabilidad, tímida modestia y cierto asombro, como si esos ojos quisieran disculparse y decir: «Perdón, no os enfadéis, simplemente no entiendo qué es todo esto, lo lamento mucho, pero no entiendo nada, perdonadme, no esperéis nada de mí, tan sólo soy un oso».
Y mientras tanto, el oso se dio la vuelta con un movimiento torpe, se tumbó sobre su ancha espalda, con las patas hacia arriba, y empezó a frotarse el pelo contra la hierba y a mascullar con una voz de bajo marrón oscuro, una voz invernal y profunda, aunque cálida. Mati se apresuró a retroceder tres o cuatro pasos e intentó tirar del brazo de Maya, pero ella se liberó también esta vez de la mano de Mati y le reprendió:
– Ya está bien, Mati, déjame, sal corriendo hacia casa si eso es lo que quieres, nadie te retiene aquí a la fuerza. Yo tengo mucho interés en continuar haciendo amigos.
Y el hombre dijo:
– Tú eres Maya. Y tú Mati. También yo me presentaré: yo soy Nehi. Soy el diablo de las montañas. El brujo. Y éste es Shigi. No hay nada que temer de Shigi. Shigi es un oso un poco infantil, un oso que de repente empieza a bailar bajo la lluvia, o que intenta espantar a las moscas con su rabo demasiado corto, o que se esconde durante horas en la maleza del río y empieza a salpicar con una pata a todas las criaturas que pasan por allí. Shigi, deja de molestar. Estoy contando una historia.
»Con el tiempo -continuó relatando el hombre-, aprendí también palomán, grillol, ranés, cabrés, pecí y abejino. Y al cabo de unos meses, cuando desaparecí y me fui a vivir solo una vida de niño de las montañas en el bosque, me esforcé en aprender más y más idiomas de animales. No me resultó difícil, porque en las lenguas de los animales hay muchas menos palabras que en las lenguas de las personas, y sólo tienen tiempo presente, no existe pasado ni futuro, y sólo tienen verbos, sustantivos e interjecciones, nada más.
»Con los años me he dado cuenta de que hay ocasiones en que los animales también dicen mentiras para salvarse del peligro, o para vanagloriarse y causar buena impresión, o para engañar a sus presas, o para dar miedo, y algunas veces sólo para fascinar y cortejar. Como todos nosotros.
»Las criaturas poseen incluso palabras especiales que expresan alegría, entusiasmo, asombro y placer. Incluso las criaturas que consideramos mudas, como por ejemplo las mariposas, las luciérnagas, los peces o los caracoles, tienen determinadas palabras que no se expresan mediante sonidos sino por medio de pequeñas vibraciones que llegan al otro a través de la piel, del pelo o de la capa que recubre las plumas, y no a través del oído: esas vibraciones son parecidas a las suaves ondas que produce una hoja al caer sobre un lago cuyas aguas están tranquilas y en absoluta calma.
»Algunas criaturas tienen incluso palabras que son casi como una oración: disponen de palabras especiales de agradecimiento por la luz del sol, y otras diferentes por los vientos que soplan, y por la lluvia, la tierra, la vegetación, la luz, el calor, la comida, los olores y el agua. Y también tienen palabras de nostalgia. Pero en la lengua de las criaturas no hay ninguna palabra cuyo objetivo sea humillar o burlarse. Eso no.
»Maya, Mati, si queréis -dijo el hombre mientras posaba delicadamente sus pesadas y cansadas manos en el lomo de una pequeña cabra que se había acurrucado en el seno de la piel marrón del oso Shigi-, si queréis, podemos intentar enseñaros también a vosotros poco a poco. Igual qUe enseñamos a Nimi, que encontró el camino hasta aquí y vino antes que vosotros: sí, Nimi el potro, Nimi el mocoso, ese de quien allí abajo todos decís que tiene relinchitis. Pero, Maya, Mati, en el fondo de vuestros corazones sabéis desde hace tiempo que no existe ninguna enfermedad así: la relinchitis solo la inventaron para que nadie se atreviera a acercarse. La inventaron para aislar. Y de hecho, vosotros dos seréis desde ahora nuestros invitados, míos y de todas las criaturas que viven conmigo aquí, en el jardín y en nuestra casa de la montaña.
»Porque vosotros os quedaréis aquí, con nosotros.
El hombre se calló un instante, luego cambió de tono y dijo en voz baja, con una determinación que no admitía negativa ni discusión:
– Ahora, venid conmigo.
Y sin esperar a ver si le seguían o no, se dio la vuelta y comenzó a andar tranquilamente hacia la casa, sin mirar atrás, al tiempo que retomaba la historia en el punto en que la había dejado y les contaba que hacía muchos años había estado enamorado de una chica de su clase, Emmanuela, pero nunca le había dicho que la quería y, por tanto, había sido un amor sin esperanzas. Y tampoco le reveló el secreto de aquel amor a ninguna otra persona, porque temía que todos, y en especial la propia Emmanuela, multiplicaran el aluvión de ofensas, el desprecio y las burlas si se enteraban de su amor secreto.
Cuando Mati y Maya entraron en la casa detrás del hombre, junto con Shigi y la pequeña cabra Sisa, se dieron cuenta de que no era un palacio en absoluto, sino una habitación grande y amplia de techos altos, una habitación cálida construida de arriba abajo con vigas de madera sin pulir y amueblada tan sólo con unos pocos muebles sencillos e imprescindibles, unos muebles hechos con troncos y ramas gruesas que aún estaban cubiertos con la áspera corteza.
Y así, una tarde de invierno, después de pedir a Maya y a Mati que se sentasen a los dos extremos de una mesa hecha con tablones, una mesa sólida y algo tosca, y después de que el oso y la cabra se acurrucasen el uno en el regazo del otro y se durmiesen debajo de la mesa, el hombre les contó cómo una noche de lluvia y niebla huyó de su casa y también del pueblo. Al principio se ocultó en los bosques, pero luego encontró refugio aquí, en las montañas, entre los animales, donde todos le querían, le ayudaban y le cuidaban, pues también a muchos de ellos los molestaban allí abajo. A veces incluso los maltrataban.
– Así, esa misma noche de lluvia y niebla, subimos todos en una larga caravana a los bosques de la montaña -dijo el hombre-, porque los animales decidieron venir a vivir aquí conmigo. Venid, asomaos a la ventana y conoceréis el lugar donde os vais a quedar a partir de ahora: aquí crecen todo tipo de frutas deliciosas, y en ese arroyo corre agua del deshielo cristalina como los sonidos del caramillo. Y allí hay un pequeño estanque donde dentro de un momento podréis lavaros. No os avergoncéis el uno del otro. Aquí no nos da vergüenza estar desnudos: siempre estamos completamente desnudos debajo de nuestras ropas, lo que pasa es que nos han acostumbrado desde pequeños a avergonzarnos de lo que es verdadero y a enorgullecernos de lo que es falso. Y nos han acostumbrado a no alegrarnos de lo que tenemos, sino a alegrarnos única y exclusivamente de lo que poseemos nosotros y no tienen los demás. Y aún peor, nos han acostumbrado desde pequeños a mantener todo tipo de ideas venenosas que empiezan siempre por las palabras «todo el mundo…».
El hombre sonrió con tristeza y reflexionó un instante sobre eso:
– Pero aquí la única vergüenza es burlarse -y de repente siguió diciendo en otro tono, un tono más oscuro y opaco-: Y a pesar de todo a veces ocurre, me ocurre casi todas las noches, que me despierto y bajo para vengarme un poco de ellos en la oscuridad. Para matarles de miedo a todos. Para brillar de pronto como un esqueleto en los cristales de sus ventanas cuando han apagado las luces. O para hacer que crujan los suelos y tiemblen las vigas de los tejados y que tengan pesadillas. O para despertarles, empapados en sudor frío, y que piensen que también se han contagiado de relinchitis. Y cada varios años arrastro hasta aquí a algunos niños. Como Nimi el potro. O como vosotros.