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– Pero yo no me los llevé -dijo Nehi-. No a todos. Una noche, todos los animales, desde el primero hasta el último, dejaron el pueblo y subieron detrás de mí a los bosques de las montañas. Incluso los animales que amaban sus casas y dudaron mucho si quedarse o irse como Zito, el perro de Almón el pescador o Tima la gata moteada de Emmanuela con sus crías, incluso ellos decidieron al final subir y unirse a mí con los demás: no porque yo los embrujase ni porque quisiera vengarme, sino porque también entre los animales existe un miedo que vosotros conocéis muy bien, el miedo a no ser como todos, a quedarse cuando todos se marchan, o a irse cuando todos se quedan. Nadie quiere quedarse sin la manada o ser apartado del rebaño. Si te alejas un poco una vez o dos del enjambre, jamás te permitirán volver. Porque ya has contraído la relinchitis.
Al principio, Naamán se construyó una pequeña cabaña de ramas en un claro del bosque, en lo alto de la montaña, y sus amigos los animales se ocupaban de cubrir cada día sus necesidades: las ovejas y las cabras iban a que las ordeñase, las aves le llevaban huevos, las abejas le proporcionaban miel, el río le daba agua del deshielo, las ardillas recogían para él frutos y bayas y los ratones escarbaban y le llevaban patatas. Incluso las hormigas., en largas filas, cargaban desde los campos del valle granos de trigo para que pudiese hacer pan. Los lobos y los osos le protegían. Así vivió durante muchos años apartado de las personas y rodeado del amor de las criaturas grandes y pequeñas. Las ranas acortaron su nombre y en vez de Naamán lo llamaron Nei. Mientras que con el acento de los chacales y las aves nocturnas, Nei se convirtió en Nehi.