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Hace muchos años, en un valle recóndito, tras siete montañas y siete vegas profundas, Nehi descubrió en una de sus expediciones un arbusto que daba unos frutos blanquecinos y violetas con un sabor casi idéntico al de la carne. A los frutos de ese arbusto Nehi los llamó tolanios. Plantó semillas de tolanio por todo el bosque, las cuidó, las multiplicó y las esparció, porque se dio cuenta de que a todos los predadores les gustaba el sabor del tolanio y se lo comían con tanto apetito que ya no tenían necesidad ni deseo de devorar a criaturas más débiles que ellos. Así, poco a poco, Nehi consiguió acostumbrar al leopardo a jugar con los cabritillos, y al lobo a vigilar las ovejas e incluso a dormir entre ellas para que su suave lana calentara su cuerpo durante las noches frías. Ninguna criatura volvió a devorar a otros animales en aquellos bosques y ningún animal volvió a temer a los predadores. Pero no olvidaron por completo.