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El pueblo era gris y triste. Estaba rodeado de montañas y bosques, nubes y viento. No había otros pueblos por los alrededores. Casi nunca venía nadie a este pueblo y los caminantes no lo visitaban. Unas treinta o cuarenta casas pequeñas estaban diseminadas por la ladera de un valle cerrado, rodeado por todas partes de montañas escarpadas. Sólo por el oeste había una estrecha apertura entre las montañas, y por esa apertura pasaba el único camino que llegaba al pueblo; pero no iba más allá, porque no había más allá: aquí se terminaba el mundo.
De tarde en tarde llegaba algún artesano errante o algún vendedor ambulante, y a veces algún mendigo desorientado. Pero nadie se quedaba más de dos noches, porque el pueblo estaba maldito: un extraño silencio reinaba siempre en él, ninguna vaca mugía, ningún burro rebuznaba, ningún pájaro trinaba, ninguna bandada de ocas atravesaba el cielo vacío, y tampoco los aldeanos hablaban mucho entre ellos, sólo decían lo imprescindible. Lo único que se oía constantemente era el sonido del río, día y noche, porque un caudaloso río se deslizaba entre los bosques de las montañas. Dejando espuma blanca en las orillas pasaba ese río a lo largo del pueblo, efervescente, burbujeante, haciendo un ruido que parecía un ligero lamento, para surgir y ocultarse después entre las sinuosidades de los valles y los bosques.