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Silencioso y triste vivía el pueblo su sencilla vida: cada día los hombres y las mujeres iban a trabajar al campo, a los viñedos y a las plantaciones de frutales, y al atardecer volvían cansados a sus pequeñas casas. Los niños del pueblo iban cada mañana a estudiar al colegio. Por la tarde jugaban en los patios vacíos, deambulaban por los establos abandonados y los gallineros desolados, trepaban a los palomares desiertos o a las ramas de los árboles en las que no anidaba ningún pájaro.
Cada día, al atardecer, si no llovía, Solina la modista sacaba a su marido inválido a dar un paseo por las callejuelas del pueblo. Guinom, el inválido, había encogido tanto con los años que Solina podía acostar a su marido sin ninguna dificultad en un viejo carrito de niño y llevarlo hasta la ribera del río.
Durante todo el camino, a la ida y a la vuelta, Guinom emitía entre sus pañales un ligero balido lloroso, porque la enfermedad del olvido le hacía creer que era una cabra. Solina se inclinaba sobre él y le cantaba con su voz turbia y cálida: «Duérmete niño, duérmete ya, duérmete niño, duérmete ya».
A veces, el pequeño Nimi, con el pelo revuelto y sucio, la ropa hecha jirones, la nariz moqueando y el ojo lloroso, pasaba por delante de ellos corriendo, resoplando, les saludaba desde lejos con la mano y les lanzaba dos o tres relinchos largos y desenfrenados. El inválido dejaba al instante de balar, sonreía con placer infantil y volvía la cabeza para escuchar.
Solina acariciaba suavemente con una mano el poco pelo canoso que aún quedaba en la cabeza de su marido, y con la otra seguía empujando el carrito de niño, cuyas antiguas ruedas chirriaban camino abajo.
A veces, en las largas tardes de verano, Danir el tejero, el que construía y arreglaba tejados, y sus dos ayudantes se sentaban a descansar después de su jornada de trabajo en la balaustrada de piedra que estaba en la plaza del pueblo, bebían cerveza en gruesos vasos de cristal y comenzaban a cantar. Otros chicos y chicas se reunían en la plaza de piedra y cantaban con ellos, jugaban a juegos de ingenio, o conversaban y discutían en voz baja. A menudo se echaban a reír. Los niños del pueblo les escuchaban y observaban a hurtadillas desde detrás de las tapias, porque a veces los chicos y las chicas hablaban y hasta bromeaban de cosas que los niños no podían oír, como, por ejemplo, de otros pueblos que estaban lejos, abajo, en el valle, o de cómo era la vida amorosa de los conejos y los maullidos de los gatos en celo. A veces Danir el tejero lanzaba una carcajada tan profunda y ronca como una avalancha de piedras y de repente prometía que pronto, la semana siguiente, el mes siguiente, bajaría con sus ayudantes a los valles lejanos y no volverían de allí a pie, sino en una caravana de carros tirados por caballos y cargados con cien especies de aves, peces, insectos y demás animales, e irían repartiéndolos por las casas y los patios y liberarían peces vivos en las aguas de nuestro río, para que todo volviera a ser como antes de aquella noche maldita, y se acabó. Al oír esas palabras, todo el grupo se callaba y se quedaba pasmado: lo que decía Danir no divertía al grupo, sino que hacía caer una súbita sombra sobre la plaza.
Esos encuentros al atardecer, las reuniones del grupo de Danir el tejero al final del día en la plaza empedrada con viejos adoquines, eran de hecho los únicos momentos de alegría en la vida del pueblo. Pues, poco después de que se pusiese el sol, el grupo se dispersaba rápidamente y cada uno se iba a su casa. En un instante la plaza se quedaba vacía y sólo la sombra permanecía allí.
Después, al caer la noche, todas las casas se cerraban y sellaban con cerrojos y contraventanas de hierro. Nadie salía de casa después de caer la noche. A las diez todas las luces se iban apagando una tras otra en las ventanas de las pequeñas casas. Sólo en la cabaña de Almón el pescador, que estaba al final del pueblo, se apreciaba a veces la luz de un flexo. A medianoche también su ventana se quedaba a oscuras.
Oscuridad y silencio reptaban desde lo profundo del bosque y se tendían sobre las casas cerradas y los jardines abandonados. Masas de sombras temblaban por los caminos del pueblo. Vientos fríos llegaban de vez en cuando desde la montaña y sacudían las copas de los árboles y los arbustos. El río se agitaba durante toda la noche y corría ladera abajo, espumoso y burbujeante, atravesando la oscuridad.