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Hasta los márgenes del bosque se adentraban a veces algunos leñadores atrevidos, así como Danir, el que arregla tejados, con sus compañeros, pero ninguno osaba penetrar en el bosque si no era en grupos de tres o cuatro, y siempre a plena luz del día.
Nunca, pero nunca, y de ninguna manera, pero que de ninguna manera, decían los padres a sus hijos, nunca y de ninguna manera os atreváis a salir de casa cuando haya caído la noche. Si algún niño preguntaba a sus padres por qué, a éstos se les nublaba el rostro y decían: «Porque la noche es muy peligrosa. La oscuridad es un enemigo cruel».
Pero todos los niños sabían.
Con la luz del alba, los leñadores se encontraban ramas rotas o hierba pisoteada, entonces se miraban unos a otros y movían la cabeza sin intercambiar ni una sola palabra. Sabían que al caer la noche, Nehi, el diablo de la montaña, bajaba de su palacio en lo alto de las montañas para deambular por los bosques que rodeaban el pueblo, y que, a medianoche, su sombra planeaba a lo largo del río, tocaba con sus dedos las tapias de los campos de frutales, pasaba sin hacer ruido por entre las casas con las contraventanas cerradas y por los patios oscuros, y vagaba por las cuadras y los establos abandonados. El susurro de su manto negro hacía temblar la hierba por la que caminaba y las hojas que rozaba al pasar, y sólo al amanecer desaparecía en las profundidades de los bosques, escabullándose en la penumbra hacia la espesura, planeaba en silencio entre los valles, las cuevas y las grutas y volvía a su terrorífico palacio, situado en algún lugar, en la cima de alguna de las altas montañas a las que jamás ninguna persona se había atrevido a acercarse.
– Por aquí -murmuraban entre sí los leñadores por la mañana temprano-, por aquí, justo por aquí ha pasado esta noche. Hace sólo cinco o seis horas que ha pasado sin hacer ruido exactamente por el lugar en el que nos encontramos ahora.
Un escalofrío les recorría la espalda al pensar en eso.