37766.fb2 Desde Mi Cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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23

A la mañana siguiente, el olor del horno de la madre de Ray se había escabullido escaleras arriba hasta la habitación donde él y Ruth estaban tumbados. De la noche a la mañana, el mundo había cambiado, ni más ni menos.

Después de marcharse del taller de Hal con cuidado de no dejar ningún rastro de que habían estado allí, volvieron en silencio a casa de Ray. Cuando, entrada la noche, Ruana los encontró a los dos dormidos, acurrucados y totalmente vestidos, se alegró de que su hijo tuviera al menos esa extraña amiga.

Hacia las tres de la madrugada, Ray se despertó. Se sentó y miró a Ruth, sus largos y desgarbados miembros, el bonito cuerpo con el que había hecho el amor, y sintió que le invadía un afecto repentino. Alargó una mano para tocarla, y en ese preciso momento un rayo de luna cayó en el suelo a través de la ventana por la que yo lo había visto sentado estudiando durante tantos años. Lo siguió con la mirada. Allí, en el suelo, estaba el bolso de Ruth.

Con cuidado de no despertarla, él se levantó de la cama para cogerlo. Dentro estaba el diario de Ruth. Lo sacó y empezó a leer:

En los extremos de las plumas hay aire, y en su base, sangre. Sostengo en alto huesos: ojalá, como los cristales rotos, cortejaran la luz… aun así, trato de volver a juntar todas estas piezas, de colocarlas con firmeza para que las chicas asesinadas vivan otra vez.

Se saltó un trozo.

Estación de Penn, retrete, forcejeo que llevó al lavabo. Mujer mayor.

Doméstico. Av. C. Marido y Mujer.

Tejado sobre la calle Mott, chica adolescente, disparo.

¿Año? Niña en Central Park se mete entre matorrales. Cuello de encaje blanco, elegante.

Cada vez hacía más frío en la habitación, pero siguió leyendo, y sólo levantó la cabeza cuando oyó a Ruth moverse.

– Tengo muchas cosas que decirte -dijo ella.

La enfermera Eliot ayudó a mi padre a sentarse en la silla de ruedas mientras mi madre y mi hermana iban de aquí para allá por la habitación, reuniendo los narcisos para llevarlos a casa.

– Enfermera Eliot -dijo él-. Nunca olvidaré su amabilidad, pero espero tardar mucho en volver a verla.

– Yo también lo espero -respondió ella. Miró a mi familia reunida en la habitación, rodeándolo incómodos-. Buckley, tu madre y tu hermana tienen las manos ocupadas. Te toca a ti.

– Empuja con delicadeza, Buck -dijo mi padre.

Yo vi cómo los cuatro recorrían el pasillo hasta el ascensor, Buckley y mi padre abriendo la marcha mientras Lindsey y mi madre los seguían con los brazos llenos de narcisos goteantes.

Al bajar en el ascensor, Lindsey se quedó mirando las brillantes flores amarillas. Recordó que la tarde de mi primer funeral Samuel y Hal habían encontrado narcisos amarillos en el campo de trigo. Nunca se habían enterado de quién los había dejado allí. Mi hermana miró las flores y luego a mi madre. Sentía el cuerpo de mi hermano pegado al suyo, y a nuestro padre, sentado en la brillante silla de ruedas del hospital, con aire cansado pero contento de volver a casa. Cuando llegaron al vestíbulo y se abrieron las puertas supe que estaban destinados a estar los cuatro juntos, solos.

A medida que las manos mojadas e hinchadas de Ruana cortaban una manzana tras otra, empezó a pronunciar mentalmente la palabra que llevaba años evitando: «Divorcio». Había sido algo en las posturas de su hijo y Ruth, acurrucados y abrazados, lo que por fin la había liberado. No se acordaba de la última vez que se había acostado a la misma hora que su marido. Él entraba en la habitación como un fantasma, y como un fantasma se deslizaba entre las sábanas, sin apenas arrugarlas. No la trataba mal, como en los casos que salían en los periódicos y en la televisión. Su crueldad estaba en su ausencia. Hasta cuando venía y se sentaba a la mesa del comedor y comía lo que ella cocinaba, estaba ausente.

Oyó el ruido del agua corriendo en el cuarto de baño de arriba y esperó lo que creyó que era un intervalo prudencial antes de llamarlos. Mi madre había pasado esa mañana para darle las gracias por haber hablado con ella cuando había telefoneado desde California, y Ruana había decidido prepararle una tarta.

Después de darles sendos tazones de café a Ruth y a Ray, Ruana anunció que ya era tarde y que quería que Ray lo acompañara a casa de los Salmón, donde se proponía acercarse con sigilo a la puerta para dejar la tarta.

– ¡Para el carro! -logró decir Ruth.

Ruana se quedó mirándola.

– Lo siento, mamá -dijo Ray-. Ayer tuvimos un día bastante intenso. -Pero se preguntó si su madre le creería algún día.

Ruana se volvió hacia la encimera y llevó una de las dos tartas que había hecho a la mesa. El olor se elevó de la agujereada superficie en forma de húmedo vapor.

– ¿Queréis desayunar? -dijo.

– ¡Eres una diosa! -dijo Ruth.

Ruana sonrió.

– Comed todo lo que queráis y luego os vestís, que me acompañaréis los dos.

– La verdad es que tengo que ir a un sitio -dijo Ruth mirando a Ray-, pero me pasaré más tarde.

Hal trajo a casa la batería para mi hermano. Él y mi abuela se habían mostrado de acuerdo en que la necesitaba, aunque faltaban semanas para que Buckley cumpliera trece años. Samuel había dejado que Lindsey y Buckley se reunieran con mis padres en el hospital sin él. Iba a ser un regreso al hogar por partida doble. Mi madre había estado con mi padre cuarenta y ocho horas seguidas, durante las cuales el mundo había cambiado para ellos y para los demás, y volvería a cambiar, yo lo veía, una y otra vez. No había forma de detenerlo.

– Sé que no deberíamos empezar tan temprano -dijo la abuela Lynn-, pero ¿con qué preferís envenenaros, chicos?

– Creía que la ocasión pedía champán -dijo Samuel.

– Eso más tarde -dijo ella-. Os estoy ofreciendo un aperitivo.

– Creo que yo paso -dijo Samuel-. Tomaré algo cuando Lindsey lo haga.

– ¿Hal?

– Estoy enseñando a Buck a tocar la batería.

La abuela se contuvo de hacer un comentario sobre la cuestionable sobriedad de los grandes del jazz.

– Bueno, ¿qué me decís de tres centelleantes vasos de agua?

Mi abuela volvió a la cocina para ir a buscar las bebidas. Después de mi muerte, yo había llegado a quererla más de lo que nunca lo había hecho en la Tierra. Ojalá pudiera decir que en ese momento en la cocina decidió dejar de beber. Pero de pronto comprendí que beber formaba parte de lo que la hacía ser quien era. Si lo peor de lo que dejaba en la Tierra era un legado de embriagado apoyo, era un gran legado, a mi modo de ver.

Llevó el hielo de la nevera al fregadero y fue generosa con los cubitos. Siete en cada vaso alto. Abrió el grifo y esperó a que saliera lo más fría posible. Su Abigail volvía a casa. Su extraña Abigail, a quien tanto quería.

Pero cuando levantó la vista y miró por la ventana, habría jurado que vio a una joven con ropa de su juventud sentada al lado del fuerte-cobertizo-huerto de Buckley, mirándola. Un momento después la niña desapareció y ella reaccionó. Iba a ser un día ajetreado. No se lo contaría a nadie.

Cuando el coche de mi padre se detuvo en el camino del garaje, empezaba a preguntarme si era eso lo que yo había estado esperando, que mi familia volviera a casa, no a mí sino los unos a los otros, y que yo desapareciera.

A la luz de la tarde mi padre parecía más menudo, más delgado, pero en su mirada había una gratitud que no había mostrado en años.

Mi madre, por su parte, se iba convenciendo por momentos de que tal vez lograría sobrevivir si se quedaba.

Los cuatro se bajaron a la vez del coche. Buckley se bajó del asiento trasero para prestar a mi padre tal vez más ayuda de la que necesitaba, protegiéndolo quizá de mi madre. Lindsey lo miró por encima del capó, sin renunciar aún a su habitual papel de supervisora. Se sentía responsable, al igual que mi hermano y mi padre. Luego se volvió y vio a mi madre mirándola, con la cara iluminada por la luz amarilla de los narcisos.

– ¿Qué?

– Eres la viva imagen de la madre de tu padre -dijo mi madre.

– Ayúdame con el equipaje -dijo mi hermana.

Se acercaron juntas al maletero mientras Buckley recorría con mi padre el camino principal.

Lindsey se quedó mirando fijamente el oscuro interior del maletero. Sólo quería saber una cosa.

– ¿Vas a volver a hacerle daño?

– Voy a hacer todo lo posible por evitarlo -respondió mi madre-, pero esta vez no voy a hacer promesas.

Esperó a que Lindsey alzara la vista y la miró con la misma expresión desafiante que la niña que había crecido tan deprisa, que había corrido tan deprisa desde el día en que la policía había dicho: Hay demasiada sangre en la tierra, tu hija-hermana-niña ha muerto.

– Sé lo que hiciste.

– Quedo advertida.

Mi hermana levantó la maleta.

Oyeron gritos, y Buckley salió corriendo del porche delantero.

– ¡Lindsey! -gritó olvidando su seriedad, su pesado cuerpo boyante-. ¡Ven a ver lo que me ha comprado Hal!

Buckley tocó. Tocó sin parar. Y Hal fue el único que seguía sonriendo después de escucharle cinco minutos. Todos los demás habían entrevisto el futuro que les aguardaba, y era ruidoso.

– Creo que ahora sería un buen momento para iniciarlo en la escobilla -dijo la abuela Lynn.

Hal la complació.

Mi madre le había dado los narcisos a la abuela Lynn y subido casi inmediatamente al piso de arriba con el pretexto de ir al cuarto de baño. Todos sabían adonde iba: a mi antigua habitación.

Se quedó sola en la puerta, como si estuviera en el borde del Pacífico. Seguía siendo azul lavanda. Los muebles seguían siendo los mismos, menos una silla reclinable de mi abuela.

– Te quiero, Susie -dijo ella.

Yo le había oído decir esas palabras tantas veces a mi padre que en ese momento me sorprendieron; llevaba tiempo esperando, sin saberlo, oírselas decir a mi madre. Ella había necesitado tiempo para comprender que ese amor no iba a destruirla, y yo, ahora me daba cuenta, le había dado ese tiempo, podía dárselo porque me sobraba. Se fijó en una fotografía con marco dorado que había encima de mi antigua cómoda. Era la primera foto que yo le había hecho, el retrato secreto de Abigail antes de que su familia despertara y ella se aplicara su barra de labios. Susie Salmón, fotógrafa de la naturaleza, había captado a una mujer mirando al otro lado de su brumoso jardín de barrio residencial.

Utilizó el cuarto de baño, dejando que el agua corriera ruidosamente y moviendo las toallas. Supo de inmediato que era su madre quien había comprado las toallas de color crema, un color ridículo para unas toallas, y había bordado las iniciales, algo también ridículo, pensó. Pero con la misma rapidez se rió de sí misma. Empezaba a preguntarse si le había servido de algo su estrategia de tantos años de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo. Su madre era encantadora en su ebriedad, era juiciosa en su banalidad. ¿Cuándo debería uno liberarse no sólo de los muertos sino de los vivos, y aprender a aceptar?

Yo no estaba en el cuarto de baño, ni en la bañera, ni en el grifo; no recibía en audiencia en el espejo ni estaba en miniatura en la punta de cada cerda del cepillo de dientes de Lindsey o de Buckley. De una manera que no sabía explicar -¿habían alcanzado un estado de felicidad?, ¿volvían mis padres a estar juntos para siempre?, ¿había empezado Buckley a contarle sus problemas a alguien?, ¿se curaría de verdad mi padre?-, yo había dejado de suspirar por ellos, de necesitar que suspiraran por mí. Aunque todavía lo haría alguna vez y ellos también lo harían. Siempre.

En el piso de abajo, Hal sujetaba la muñeca de la mano de Buckley que sostenía la escobilla.

– Pásalo con mucha delicadeza por el tambor con bordón.

Y Buckley así lo hizo y levantó la vista hacia Lindsey, sentada frente a él en el sofá.

– Genial, Buck.

– Como una serpiente de cascabel.

A Hal le gustó eso.

– Exacto -dijo, y por la cabeza le pasaron imágenes de su futura banda de jazz.

Mi madre bajó por la escalera. Cuando entró en la sala, lo primero que vio fue a mi padre. Trató de darle a entender con la mirada que estaba bien, que seguía respirando, soportando la altitud.

– ¡Atención todos! -gritó mi abuela desde la cocina-. ¡Sentaos, que Samuel tiene algo que decirnos!

Todos rieron, y antes de que volvieran a cerrarse en sí mismos -les resultaba muy difícil estar juntos, aun cuando fuera lo que todos habían deseado-, Samuel entró en la sala con la abuela Lynn, que llevaba una bandeja de copas de champán, listas para ser llenadas. Él lanzó una mirada a Lindsey.

– Lynn va a ayudarme a servir -dijo.

– Algo que se le da muy bien -dijo mi madre.

– ¿Abigail? -dijo la abuela Lynn.

– ¿Sí?

– Me alegro de verte a ti también.

– Adelante, Samuel -dijo mi padre.

– Quería deciros que me alegro de estar aquí con todos vosotros.

Pero Hal conocía a su hermano.

– No has acabado, artífice de la palabra. Buck, ayúdale con una escobilla. -Esta vez dejó que mi hermano lo hiciera sin su ayuda y éste respaldó a Samuel.

– Quería decir que me alegro de que la señora Salmón haya vuelto, y que el señor Salmón también haya vuelto, y que es un honor para mí casarme con su encantadora hija.

– ¡Bien dicho! -dijo mi padre.

Mi madre se levantó para sostenerle la bandeja a la abuela Lynn, y juntas repartieron las copas por la habitación.

Mientras veía a mi familia beber champán, pensé en cómo sus vidas se habían arrastrado de acá para allá desde mi asesinato, y vi, mientras Samuel daba el atrevido paso de besar a Lindsey delante de toda la familia, que emprendían por fin el vuelo, alejándose de mi muerte.

Ésos eran los queridos huesos que habían crecido en mi ausencia: las relaciones, a veces poco sólidas, otras hechas con grandes sacrificios, pero a menudo magníficas, que habían nacido después de mi desaparición. Y empecé a ver las cosas de una manera que me permitía abrazar el mundo sin estar dentro de él. Los sucesos desencadenados por mi muerte no eran más que los huesos de un cuerpo que se recompondría en un momento impredecible del futuro. El precio de lo que yo había llegado a ver como ese cuerpo milagroso había sido mi vida.

Mi padre miró a la hija que tenía delante. La hija misteriosa había desaparecido.

Con la promesa de que Hal iba a enseñarle a hacer redobles después de comer, Buckley dejó la escobilla y los palillos, y los siete cruzaron la cocina hasta el comedor, donde Samuel y la abuela Lynn habían servido en la vajilla buena sus ziti congelados Souffer y la tarta de queso congelada Sara Lee.

– Hay alguien fuera -dijo Hal, viendo a un hombre por la ventana-. ¡Es Ray Singh!

– Hazle pasar -dijo mi madre.

– Se está yendo.

Todos salieron tras él menos mi padre y mi abuela, que se quedaron en el comedor.

– ¡Eh, Ray! -gritó Hal, abriendo la puerta y casi pisando la tarta-. ¡Espera!

Ray se volvió. Su madre estaba en el coche con el motor encendido.

– No queríamos interrumpir -le dijo Ray a Hal.

Lindsey, Samuel, Buckley y una mujer que reconoció como la señora Salmón se habían quedado amontonados en el porche.

– ¿Es Ruana? -dijo mi madre-. Por favor, invítala a pasar.

– No os preocupéis, en serio -dijo Ray sin hacer ademán de acercarse. «¿Está viendo esto Susie?», se preguntó.

Lindsey y Samuel se separaron del grupo y se acercaron a él.

Para entonces mi madre había recorrido el camino del garaje y se inclinaba hacia la ventanilla del coche para hablar con Ruana.

Ray lanzó una mirada a su madre cuando ésta abrió la portezuela para bajar del coche y entrar en la casa.

– Para nosotros, todo menos tarta -dijo a mi madre al acercarse por el camino.

– ¿Está trabajando el doctor Singh? -preguntó mi madre.

– Para variar -dijo Ruana. Vio a Ray cruzar con Lindsey y Samuel la puerta de la casa-. ¿Volverá a venir a fumarse un apestoso cigarrillo conmigo?

– Eso está hecho -dijo mi madre.

– Bienvenido, Ray. Siéntate -dijo mi padre al verlo entrar en la sala de estar. En su corazón había un lugar especial para el chico que había querido a su hija, pero Buckley se dejó caer en la silla al lado de su padre antes de que nadie más pudiera acercarse a él.

Lindsey y Samuel trajeron dos sillas de respaldo recto de la sala de estar y se sentaron junto al aparador. Ruana se sentó entre la abuela Lynn y mi madre, y Hal, solo, en un extremo.

En ese momento caí en la cuenta de que no sabrían cuándo me había marchado, del mismo modo que no podían saber las veces que había rondado una habitación en particular. Buckley me había hablado y yo le había respondido. Aunque yo no había creído que había hablado con él, lo había hecho. Me había manifestado de la forma en que ellos habían querido que lo hiciera.

Y allí volvía a estar ella, saliendo sola del campo de trigo, mientras que todas las personas que me importaban estaban reunidas en una habitación. Ella siempre me sentiría y pensaría en mí, me daba cuenta de ello, pero yo no podía hacer nada más. Ruth había estado obsesionada conmigo y seguiría estándolo. Primero por accidente y luego de manera voluntaria. Toda la historia de mi vida y de mi muerte era suya si decidía contársela a los demás, aunque fuera de uno en uno.

Ruana y Ray llevaban un rato en casa cuando Samuel empezó a hablar de la casa neogótica que había descubierto con Lindsey junto a un tramo cubierto de maleza de la carretera 30. Mientras se la describía en detalle a Abigail, explicando que había comprendido que quería casarse con Lindsey y vivir allí con ella, Ray se sorprendió a sí mismo preguntando:

– ¿Tiene un gran agujero en el techo de la habitación trasera y unas bonitas ventanas encima de la puerta principal?

– Sí -respondió Samuel, alarmando cada vez más a mi padre-. Pero eso puede repararse, señor Salmón. Estoy seguro.

– Es del padre de Ruth -dijo Ray.

Todos guardaron silencio un momento, y entonces Ray continuó:

– Ha pedido un préstamo para comprar casas viejas cuya demolición aún no se ha anunciado. Tiene intención de restaurarlas -explicó Ray.

– Dios mío -dijo Samuel.

Y yo desaparecí.