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13

Antes de salir necesita que le cambien los vendajes. En el reducido espacio del cuarto de baño, Bev Shaw le retira las vendas. Tiene el párpado todavía cerrado y le han salido ampollas en el cuero cabelludo, pero las lesiones no son tan graves como podrían haber sido. La zona más dolorosa es el borde externo de la oreja derecha; como le dijo la joven doctora, fue la única parte de su cuerpo que de hecho llegó a arder.

Con una solución estéril, Bev le enjuaga la piel sonrosada y expuesta del cuero cabelludo; luego, empleando unas pinzas, coloca los vendajes amarillentos y aceitosos sobre la región afectada. Con delicadeza le limpia los pliegues del párpado y de la oreja. No dice nada mientras se aplica a su trabajo. Él recuerda al macho cabrío en la clínica, se pregunta si, sometiéndose al cuidado de sus manos, llegó a sentir esa misma paz.

– Ya está -dice por fin, y se aleja de él un paso.

Él inspecciona la imagen que le ofrece el espejo, su rostro con el gorro blanquísimo, el ojo cerrado.

– De maravilla -comenta, pero por dentro piensa: estoy como una momia.

Trata de plantear de nuevo el asunto de la violación.

– Dice Lucy que ayer por la noche estuvo con su médico de cabecera.

– Sí.

– Existe el riesgo de que haya quedado embarazada -insiste-. Existe el riesgo de las enfermedades venéreas. Existe el riesgo del VIH. ¿No crees que debería ver también a un ginecólogo?

Bev Shaw cambia de postura, incómoda.

– Eso tendrás que preguntárselo tú mismo a Lucy. -Ya se lo he preguntado. Y no suelta prenda. -Vuelve a preguntárselo.

Pasan de las once de la mañana, pero Lucy no da muestras de salir. Él da vueltas por el jardín, a falta de algo mejor que hacer. Se va apoderando de él un humor gris. No es solo que no sepa qué hacer consigo mismo. Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior, algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de aire.

No puede contar con que Lucy lo ayude. Con paciencia, en silencio, Lucy tendrá que encontrar su propio camino de regreso de las tinieblas a la luz. Hasta que no vuelva a ser la de siempre, sobre él recaerá la responsabilidad de afrontar su vida cotidiana. Lo malo es que ha llegado demasiado de repente. Y esa es una carga para la que no está preparado: la granja, la huerta, las perreras. El futuro de Lucy, el suyo, el futuro de la tierra en conjunto… todo eso tan solo le inspira indiferencia, y eso es lo que le apetece decir: que todo quede para los perros, que a mí me da igual. En cuanto a los hombres que los visitaron, les desea lo peor dondequiera que estén. Por lo demás, ni siquiera desea pensar en ellos.

No es más que una secuela, se dice: una secuela de la agresión. Con el tiempo el propio organismo sabrá cómo reponerse, y yo, el espectro que lo habita, volveré a ser el mismo de siempre. Pero la verdad, y él lo sabe, no es esa, sino otra muy distinta. Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a flotar camino de su propio fin. Lo ve con bastante claridad, y es algo que lo colma y lo consume (esa palabra no lo dejará en paz) de desesperación. La sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación, una desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello.

Se oye un timbrazo: dos jóvenes oficiales de policía, con sus uniformes nuevos e impolutos, vienen a comenzar las indagaciones. Lucy sale de su habitación. Está demacrada, viste con las mismas prendas que el día anterior. Rechaza el desayuno. Mientras la policía los sigue de cerca en su furgoneta, Bev se encarga de conducir hasta la granja.

Los cadáveres de los perros siguen tendidos en la jaula, en el mismo sitio donde los abatieron. Katy, la bulldog, todavía ronda por ahí: la ven agazapada cerca del establo, guarda las distancias. No hay señales de Petrus.

Una vez dentro, los dos policías se quitan la gorra y se la guardan bajo el brazo. Él permanece en segundo plano, deja que sea Lucy quien los guíe a través de la versión que haya decidido contar. La escuchan con respeto, toman buena nota de todo lo que dice; el lápiz recorre nervioso, veloz, las páginas de la libreta. Son de su misma generación y, sin embargo, se los ve recelosos de ella, como si fuese una criatura polucionada y su contaminación pudiera dar un salto y ensuciarlos a ellos.

Eran tres, recita ella, o dos hombres y un chico, mejor dicho. Se las ingeniaron para entrar en la casa, se llevaron (hace una lista pormenorizada) dinero, ropa, un televisor, un lector de cd, un fusil con munición. Como su padre ofreció resistencia, lo agredieron, lo rociaron de alcohol, trataron de pegarle fuego. Luego mataron a tiros a los perros y se llevaron el coche de su padre. Describe el aspecto de los hombres y la ropa que vestían; describe el coche.

Durante todo el tiempo que habla, Lucy lo mira fijo, como si extrajera de él la fuerza que necesita, o quizá como si lo desafiara a contradecirla. Cuando uno de los policías pregunta: «¿Cuánto duró todo el incidente?», responde: «Veinte, treinta minutos». Una falsedad, como él bien sabe, como sabe ella también. Duró mucho más. ¿Cuánto más? Todo el tiempo que necesitaron los hombres para dar por resuelto su trato con la señora de la casa.

No obstante, él no la interrumpe. Mera cuestión de indiferencia: apenas escucha mientras Lucy relata la historia. Empiezan a tomar forma palabras que llevaban desde la noche anterior aleteando en las franjas más lejanas de su memoria.

Dos viejas señoras encerradas en el lavabo / se pasaban los días de lunes a sábado / sin que nadie supiera que allí estaban. Encerrado en el lavabo mientras su hija era maltratada. Una cantinela de su infancia vuelve para señalarlo con un dedo burlón. Ay, ay, ay: ¿qué podrá ser? El secreto de Lucy; su desgracia.

Con cautela, los dos policías recorren la casa, la inspeccionan. No hay rastros de sangre, no se ven desperfectos en el mobiliario. El desorden de la cocina ya está recogido y limpio (¿por Lucy? ¿Cuándo?). Tras la puerta del lavabo, dos fósforos usados en los que ni siquiera reparan.

En el dormitorio de Lucy, la cama de matrimonio está sin sábanas. La escena del crimen, piensa. Como si le leyeran el pensamiento, los policías apartan la mirada y siguen su ronda.

Una casa en calma una mañana de invierno, nada más y nada menos.

– Vendrá un detective a tomar muestras de huellas dactilares -dicen cuando ya se marchan-. Procuren no tocar nada. Si recuerdan alguna cosa más que falte, llámennos a comisaría. Apenas se han marchado cuando llegan los técnicos de la compañía telefónica, y luego el viejo Ettinger. Sobre Petrus, ausente, Ettinger hace un oscuro comentario:

– No se puede confiar en ninguno de ellos.

Dice que mandará un chico para reparar la furgoneta. Antaño ha visto a Lucy enojarse, y mucho, al oír ese uso de la palabra «chico». Ahora ni siquiera reacciona.

Es él quien acompaña a Ettinger.

– ¡Pobre Lucy! -exclama Ettinger-. Ha tenido que pasarlo muy mal. De todos modos, pudo ser peor.

– ¿En serio? ¿Cómo?

– Podrían habérsela llevado por la fuerza.

Eso lo deja con un palmo de narices. No es un idiota ese Ettinger.

Por fin se quedan a solas Lucy y él.

– Yo me encargo de enterrar a los perros si me dices dónde -se ofrece-. ¿Qué les dirás a los dueños?

– Les diré la verdad. -¿Lo cubrirá tu seguro?

– No lo sé. No sé si las pólizas de seguros cubren las matanzas. Tendré que enterarme.

Una pausa.

– ¿Por qué no quieres contar toda la verdad, Lucy?

– He contado toda la verdad. Todo lo que sucedió ayer es lo que acabo de contar.

Menea la cabeza, dubitativo.

– Estoy seguro de que no te faltan razones, pero en un contexto más amplio… ¿estás segura de que esto es lo que más te conviene?

Ella no responde y él no la presiona por el momento. Sin embargo, sus pensamientos se centran en los tres intrusos, los tres agresores, hombres a los que posiblemente jamás volverá a poner la vista encima, aunque ya para siempre forman parte de su vida y de la de su hija. Los hombres verán los periódicos, oirán las habladurías. Se enterarán por la prensa de que se los busca por robo y agresión con lesiones, nada más. Se les ha de ocurrir que sobre el cuerpo de la mujer se ha tendido el silencio como una manta. Demasiada vergüenza, se dirán uno al otro: demasiada vergüenza para contarlo, y se reirán a sus anchas rememorando su hazaña. ¿Está Lucy dispuesta a concederles ese triunfo?

Cava la fosa donde Lucy se lo indica, cerca de la linde de la finca. Una fosa para seis perros adultos y de gran tamaño: incluso a pesar de que la tierra está arada hace poco, le lleva una hora entera. Cuando ha terminado, le duele la espalda, le duelen los brazos, vuelven a incordiarlo las molestias que sentía en la muñeca. Lleva los cadáveres de los perros en una carretilla. El perro que tiene un agujero abierto en el cuello todavía enseña los dientes ensangrentados. Igual que liarse a tiros con los peces dentro de un barril, piensa. Despreciable y, sin embargo, seguramente excitante en un país en el que los perros se crían de modo que gruñan automáticamente al percibir el olor de un hombre negro. Un satisfactorio trabajo para una sola tarde, embriagador, como toda venganza. Uno por uno arroja a los perros a la fosa, y luego la cubre de tierra.

Vuelve y se encuentra a Lucy, que está instalando una cama de campaña en la despensa mohosa, angosta, donde guarda los trastos.

– ¿Para quién es? -pregunta.

– Para mí.

– ¿Y el cuarto que queda libre?

– Se han caído los tablones del techo. -¿Y el cuarto grande de la parte de atrás?

– Es que la cámara frigorífica hace demasiado ruido.

No es verdad. La cámara que hay en la habitación de atrás apenas ronronea. Es por lo que contiene la cámara, por eso no quiere Lucy dormir ahí: despojos, huesos, carne para perros que ya no tienen ninguna necesidad de comérsela.

– Quédate con mi cuarto -le dice-. Yo dormiré aquí.

Y acto seguido se pone a recoger sus cosas.

Sin embargo, ¿es cierto que desea cambiarse a esa celda llena de cajas con tarros de cristal vacíos, apiladas en una esquina, con un solo y minúsculo ventanuco que mira al sur? Si los fantasmas de los violadores de Lucy siguen en su dormitorio, no cabe duda de que habría que echarlos como fuera, no permitirles que se apoderen de esa pieza y la hagan su fortín. Por eso traslada sus pertenencias al dormitorio de Lucy.

Cae la noche. No tienen hambre, pero comen algo. Comer es un ritual, los rituales facilitan las cosas.

Con toda la delicadeza que puede, de nuevo formula su pregunta.

– Lucy, querida mía, ¿por qué nov quieres contarlo? Fue un delito. No ha de avergonzarte el ser objeto de un delito. Tú no lo quisiste. No eres sino una víctima inocente.

Sentada al otro lado de la mesa, frente a él, Lucy respira hondo, hace acopio de fuerzas, exhala el aire y menea la cabeza.

– ¿Quieres que intente adivinarlo? -dice él-. ¿Es que acaso tratas de recordarme algo?

– ¿Que si trato de recordarte algo? ¿Qué?

– Lo que han de padecer las mujeres a manos de los hombres.

– Nada más lejos de mis pensamientos. Esto no tiene nada que ver contigo, David. Quieres saber por qué no he puesto en conocimiento de la policía una acusación en particular. Bien, pues voy a decírtelo con una condición: que no vuelvas a plantear este asunto. La razón es bien sencilla: por lo que a mí respecta, lo que me sucedió es un asunto puramente privado. En otra época y en otro lugar, tal vez pudiera exponerse a la consideración de la comunidad, e incluso ser un asunto de interés público. Pero en esta época y en este lugar, no lo es. Es un asunto mío y nada más que mío.

– Cuando hablas de este lugar, ¿a qué te refieres?

– A Sudáfrica.

– Pues no estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo. ¿Crees que si aceptas con mansedumbre lo que te ocurrió puedes situarte al margen de granjeros y terratenientes como Ettinger? ¿Crees que lo que sucedió aquí fue como un examen, que si lo apruebas recibes un diploma y un salvoconducto de cara al futuro, o un rótulo para colocarlo en el dintel de tu puerta, de modo que la plaga pase de largo sin afectarte? No es así como funciona la venganza, Lucy. La venganza es como el fuego. Cuanto más devora, más hambre tiene.

– ¡Basta, David! No quiero oírte hablar de plagas ni de fuego. No solo se trata de que intente salvar el pellejo. Si eso es lo que piensas, es que no has entendido nada.

– Entonces, ayúdame a entenderlo. ¿Es alguna forma de salvación privada lo que intentas poner en pie? ¿Esperas expiar los pecados del pasado mediante tu sufrimiento en el presente?

– No. Sigues interpretándome mal. La culpa y la salvación son abstracciones. Yo no actúo de acuerdo con meras abstracciones. Hasta que no hagas un esfuerzo para entenderlo, no puedo ayudarte.

Él desea responder, pero ella lo obliga a callar.

– David, hemos hecho un pacto. No quiero seguir dándole vueltas a esta conversación.

Nunca, hasta ese instante, habían estado tan lejos y tan amargamente separados. Él se queda hundido.