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22

Permanece en contacto telefónico con Lucy. En todas sus conversaciones ella se desvive por asegurarle que en la granja las cosas van bien, y él hace lo propio para darle la impresión de que no lo pone en duda. Está trabajando mucho en los arriates, le dice, pues la cosecha de primavera está en plena floración. Las perreras dan señales de revivir. Tiene dos perros a pensión completa, y espera que pronto sean más. Petrus sigue ajetreado con su casa, pero no tanto como para no echarle una mano. Los Shaw la visitan con frecuencia. No, no le hace falta dinero.

No obstante, algo hay en el tono en que habla Lucy, algo que lo escama. Llama por teléfono a Bev Shaw -Eres la única persona a la que puedo preguntárselo -dice-. ¿Cómo se encuentra Lucy de veras?

– ¿Qué te ha contado? -dice Bev Shaw, poniéndose en guardia.

– Me cuenta que todo va bien, pero lo dice como si estuviera zombi. Habla como si estuviera tomando tranquilizantes. ¿Es así?

Bev Shaw rehuye la respuesta. De todos modos, dice -y da la impresión de que escoge las palabras con todo esmero-, ha habido «novedades».

– ¿Qué novedades?

– No puedo decírtelo, David. No me obligues. Es Lucy quien ha de contártelo.

Llama a Lucy.

– He de hacer un viaje a Durban -miente-. Cabe la posibilidad de que encuentre un puesto de trabajo. ¿Puedo pasar un día o dos en tu casa?

– ¿Has hablado con Bev de un tiempo a esta parte?

– Bev no tiene nada que ver con esto. ¿Puedo ir, o no?

Toma un avión a Port Elizabeth y alquila un coche. Dos horas después dobla por el sendero que conduce a la granja, la granja de Lucy, el pedazo de tierra de Lucy.

¿Es también su tierra? No le da la sensación de que lo sea. A pesar del tiempo que ha pasado allí, le resulta territorio extranjero.

Ha habido algunos cambios. Una verja de alambre, erigida de modo no especialmente habilidoso, señala ahora la linde entre la propiedad de Lucy y la de Petrus. En el lado que corresponde a Petrus pacen dos novillos enjutos. La casa de Petrus se ha convertido en una realidad. Gris, anodina, se yergue sobre un promontorio situado al este de la vieja granja; por las mañanas, imagina, debe de proyectar una sombra alargada.

Lucy abre la puerta ataviada con un vestido sin forma, que bien podría ser un camisón. Ha desaparecido su aire de muchacha saludable y enérgica. Tiene la cara pálida, no se ha lavado el pelo. Sin muestra alguna de calidez le devuelve su abrazo.

– Adelante, pasa -dice-. Estaba preparando té.

Se sientan juntos a la mesa de la cocina. Ella sirve el té, le ofrece un paquete de galletas de jengibre.

– Háblame de la oferta de Durban -dice.

– Eso puede esperar. Lucy, si he venido es porque estoy preocupado por ti. ¿Te encuentras bien?

– Estoy embarazada.

– ¿Que estás qué?

– Embarazada.

– ¿De quién? ¿De aquel día?

– De aquel día.

– No lo entiendo. Pensé que habías tomado medidas, bueno, tú y tu médico de cabecera. -Pues no.

– ¿No? ¿Qué quieres decir? ¿Que no tomaste medidas?

– He tomado medidas. He puesto todo el cuidado que habría puesto una persona razonable, con la salvedad de lo que estás apuntando. Pero no pienso abortar. Eso es algo que no estoy preparada para afrontar de nuevo.

– No sabía que te sintieras así. Nunca me habías dicho que no fueras partidaria del aborto. Además, ¿por qué deberíamos haber hablado del aborto? Creía que tomabas la píldora.

– Esto no tiene nada que ver con lo que yo crea o deje de creer. Ah, y nunca he dicho que tomara la píldora.

– Podrías habérmelo dicho antes. ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque no estaba dispuesta a aguantar uno de tus arrebatos. David, yo no puedo vivir mi vida de acuerdo con lo que a ti te agrade o te desagrade que haga. Ya no. Te comportas como si todo lo que hago yo fuese parte de la historia de tu vida. Tú eres el personaje principal, yo soy un personaje secundario que no hace una sola aparición hasta que la historia ya ha pasado de su ecuador. Pues bien: en contra de tu parecer, las personas no se dividen en principales y secundarias. Yo no soy una secundaria. Tengo mi propia vida, que para mí es tan importante como para ti la tuya, y en mi vida soy yo quien toma las decisiones.

¿Un arrebato? ¿No es este un arrebato en toda regla?

– Ya basta, Lucy -le dice, y le toma la mano-. ¿Me estás diciendo que vas a tener a ese niño?

– Sí.

– ¿Un niño de esos hombres? -Sí.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Soy una mujer, David. ¿Tú crees que odio a los niños? ¿Debería pronunciarme contra el niño solo por tener en cuenta quién es el padre?

– No sería la primera vez. ¿Para cuándo lo esperas?

– Para mayo. A finales.

– ¿Y estás decidida?

– Sí.

– Muy bien. Te confieso que esto es una sorpresa para mí, pero también quiero decirte que estoy de tu parte hagas lo que hagas. De eso no te quepa la menor duda. Voy a dar un paseo. Ya hablaremos más tarde.

¿Por qué no pueden hablar ahora? Porque él se encuentra alterado por la noticia, porque existe el riesgo de que también le dé un arrebato.

Según ha dicho, ella no está preparada para afrontarlo de nuevo. Por consiguiente, ya ha abortado una vez. Jamás lo hubiera dicho. ¿Dónde pudo haber sido? ¿Mientras vivía todavía bajo. su techo? ¿Llegó a saberlo Rosalind, de modo que solo él permaneció en la ignorancia?

Los tres de la banda. Tres padres en uno solo. Más violadores que ladrones, dijo Lucy: violadores y recaudadores de impuestos que merodean por la región y atacan a las mujeres, refocilándose en sus violentos placeres. Bien, pues no es así: Lucy estaba equivocada. No fueron a violarla, sino a emparejarse y procrear. El espectáculo no se rigió de acuerdo con el principio del placer, sino con el de los testículos, las bolsas llenas a rebosar de simiente ansiosa de perfeccionarse. Y ahora, ¡quién iba a decirlo! ¡El niño! Ya está llamándolo así, el niño, cuando no es más que un gusano en el vientre de su hija. ¿Qué clase de niño podrá ser engendrado de una simiente como esa, simiente introducida en la mujer no por amor, sino por odio, y mezclada caóticamente, destinada a ensuciarla, a marcarla, como la orina de un perro?

Un padre sin la elemental sensatez de haber tenido un hijo: ¿es así como ha de terminar todo, es así como ha de extinguirse su linaje, como el agua que gotea sobre la tierra? ¡Quién lo hubiera dicho! Un día como cualquier otro, un día de cielo despejado y sol suave, en el que de pronto todo ha cambiado, ha cambiado por completo.

De pie, apoyado de espaldas contra la pared de la cocina, con la cara oculta entre las manos, gime y gime hasta que acuden las lágrimas.

Se instala en la vieja habitación de Lucy, que ella no ha vuelto a ocupar. Durante el resto de la tarde evita todo contacto con ella, temeroso de decirle alguna barbaridad. A la hora de la cena hay una nueva revelación. -Por cierto -dice-, el chico ha vuelto. -¿El chico?

– Sí, el chico con el que tuviste aquella discusión en el festejo de Petrus. Se aloja en casa de Petrus, lo ayuda con la faena. Se llama Pollux.

– Ah, ¿no se llama Mencedisi? ¿No se llama Neqabayakhe? ¿No tiene un nombre impronunciable? ¿Solo Pollux?

– P-O-L-L-U-X. Ah, David: te agradecería mucho que no cargaras tanto las tintas con esa terrible ironía que tienes.

– No entiendo qué quieres decir.

– Claro que lo entiendes. Durante años y años la empleabas contra mí, cuando era niña, para mortificarme. No se te puede haber olvidado. En cualquier caso, resulta que Pollux es hermano de la esposa de Petrus. No sé si eso quiere decir que sean hermanos de verdad, pero Petrus tiene obligaciones con él, obligaciones de familia.

– Así que todo empieza a quedar claro. Ahora, el joven Pollux regresa a la escena del crimen y nosotros hemos de conducirnos como si no hubiera pasado nada.

– Es mejor que no te indignes, David. Eso no sirve de nada. Según Petrus, Pollux ha dejado sus estudios y no consigue encontrar trabajo. Solo quería avisarte de que anda por ahí. Yo que tú me cuidaría de no meterme con él. Sospecho que le pasa algo raro. Pero yo no puedo ordenarle que permanezca fuera de la propiedad. Eso no está en mi mano.

– Sobre todo… -No termina la frase.

– Sobre todo, ¿qué? Dilo.

– Sobre todo si se tiene en cuenta que puede ser el padre del niño que llevas en tu vientre. Lucy, tu situación empieza a ser ridícula, peor que ridícula: siniestra. No entiendo cómo es posible que no te des cuenta. Te lo suplico otra vez: abandona la granja antes de que sea demasiado tarde. Es lo único que puedes hacer con un mínimo de cordura.

– Deja de llamarla la granja, David. Esto no es una granja, no es más que un terreno en donde cultivo algunas flores y hortalizas. Los dos lo sabemos de sobra. Pero no, no renunciaré a ello.

Se acuesta con una gran congoja en el corazón. Entre Lucy y él no ha cambiado nada, nada ha sanado. Siguen hablándose con la misma brusquedad con que se hablaban antes de que él se fuese.

Por la mañana, se acerca hasta la verja recién levantada. La mujer de Petrus está tendiendo la colada detrás del viejo establo.

– Buen día -dice-. Molo. Estoy buscando a Petrus.

Ella no lo mira a la cara; señala con gesto lánguido hacia la casa en construcción. Se mueve con lentitud y pesadez; se acerca la hora. Hasta él se da cuenta de eso.

Petrus está colocando los vidrios en las ventanas. Hay todo un largo parlamento de salutaciones que debería repasar de cabo a rabo, pero no está de humor para eso.

– Me dice Lucy que el chico ha vuelto -dice-. Pollux. El chico que la atacó.

Petrus limpia el cuchillo y lo deja en el alféizar.

– Es pariente mío -dice, y subraya la p tal vez sin querer-. ¿Debo decirle ahora que se largue solo porque pasó lo que pasó?

– Me dijiste que no lo conocías. Me mentiste.

Petrus se coloca la pipa entre los dientes amarillentos y succiona con todo su vigor. Se la quita de los labios y esboza una amplia sonrisa.

– Miento -dice-. Yo le miento a usted. -Vuelve a dar una calada-. ¿Por qué iba a mentirle?

– A mí no me lo preguntes, Petrus. Eso lo sabrás tú. ¿Por qué mientes?

Ha desaparecido su sonrisa.

– Usted se larga, luego vuelve… ¿Por qué? -Le lanza una mirada desafiante-. Aquí no tiene trabajo. Usted viene a cuidar de su hija. Yo también cuido de mi hijo.

– ¿Tu hijo? ¿Ahora resulta que el tal Pollux es hijo tuyo?

– Sí. Es un hijo, un niño. Es de mi familia, de mi pueblo. Así que eso es. Se acabaron las mentiras. De mi pueblo.

Una respuesta tan clara como podía desear. Así pues, Lucy es de su pueblo.

– Dice usted que fue mala cosa lo que pasó -sigue diciendo Petrus-. Yo también digo que es mala cosa. Mala. Pero ya ha terminado. -Se quita la pipa de la boca y corta el aire con vehemencia, blandiendo el tallo-. Se ha terminado.

– No se ha terminado. Para nada. Y no hagas como que no sabes de qué estoy hablando. No se ha terminado. Al contrario, esto no ha hecho más que empezar. Y durará hasta mucho después de que tú y yo hayamos muerto.

Petrus lo mira con aire meditabundo, sin fingir que no entiende.

– Se casará con ella -dice por fin-. Se casará con Lucy, solo que todavía es demasiado joven, demasiado joven para casar. Todavía es un niño.

– Un niño peligroso. Un joven maleante. Un cachorro de chacal.

Petrus pasa por alto los insultos.

– Sí, es demasiado joven. Demasiado. Puede que un día pueda casar, pero ahora no. Yo me casaré.

– ¿Que tú casarás con quién?

– Yo me casaré con Lucy.

No da crédito a sus oídos. Así pues, esto es lo que hay: esta es la razón de todo el boxeo con la sombra. Esta propuesta, este golpe. Y frente a él se encuentra Petrus, recio e imponente, a la espera de su contestación.

– Que te casarás con Lucy -dice despacio-. Explícame qué quieres decir. No, espera: mejor, no me lo expliques. Esto es algo que no me apetece nada oír. No es así como nosotros hacemos las cosas.

Nosotros: a punto está de decir nosotros, los occidentales.

– Claro, ya me doy cuenta, me doy cuenta -dice Petrus. No cabe duda de que se ríe para sus adentros-. Pero yo se lo digo a usted y usted se lo dice a Lucy. Y así habrá terminado toda esta maldad.

– Lucy no quiere casarse. No quiere casarse con nadie. Es una opción que ella no ha dé considerar siquiera. No creo que pueda decírtelo con mayor claridad. Ella quiere vivir su propia vida.

– Sí, lo sé -dice Petrus. Y puede ser que en efecto lo sepa. Sería una rematada idiotez subestimar a Petrus-. Pero es que aquí -dice Petrus- eso es peligroso, demasiado peligroso. Una mujer ha de casar.

– Traté de tomármelo a la ligera -dirá a Lucy más tarde-. Y eso que me costó trabajo dar crédito a lo que estaba oyendo. Fue un chantaje puro y duro.

– No fue un chantaje. En eso te equivocas. Espero que no perdieras los estribos.

– No, no perdí los estribos. Le dije que te haría llegar su oferta, eso fue todo. Le dije que dudaba mucho que pudiera interesarte.

– ¿Te sentiste ofendido?

– ¿Ofendido ante la perspectiva de convertirme en el suegro de Petrus? No. Me quedé pasmado, asombrado, atónito. Pero no, ofendido no, puedo asegurártelo.

– Te lo digo porque no es la primera vez, y es importante que lo sepas. Petrus lleva un tiempo insinuándose. Mejor dicho, dando a entender que yo me encontraría más a salvo si pasara a ser parte de su hacienda. No es una broma, no es una amenaza. A ciertos niveles, habla muy en serio.

– No me cabe duda de que a ciertos niveles habla muy en serio. Lo preocupante es averiguar a qué niveles, en qué sentido. ¿Está al corriente de que tú estás…?

– ¿Que si está al corriente de mi estado? Yo no se lo he dicho, pero estoy segura de que su mujer y él sabrán sumar dos y dos.

– ¿Y eso no lo llevará a cambiar de opinión?

– ¿Por qué iba a cambiar de opinión? Así yo sería parte de su familia, más a su favor. En cualquier caso, no soy yo lo que él va buscando: va buscando la granja. La granja es mi dote.

– ¡Pero esto es una ridiculez, Lucy! ¡Si ya está casado! De hecho, tú me dijiste que tiene dos mujeres. ¿Cómo es posible que siquiera contemples esta posibilidad?

– Creo que no has terminado de entender todo esto, David. Petrus no me propone una boda en una iglesia y una luna de miel en la costa. Me ofrece una alianza, un trato. Yo aporto la tierra, a cambio de lo cual se me permite refugiarme bajo su ala. De lo contrario, lo que desea recordarme es que carezco de protección, que estoy al alcance de cualquier cazador.

– ¿Y eso no es chantaje? ¿Qué me dices del aspecto personal de todo esto? ¿No tiene esa oferta un aspecto personal?

– ¿Quieres decir que si Petrus cuenta con que yo me acueste con él? No creo que Petrus desee siquiera acostarse conmigo, a no ser que así consiguiera dejarme bien claro cuál es su mensaje. Pero si quieres que te lo diga con toda sinceridad, no: no quiero acostarme con Petrus. Definitivamente no quiero.

– En tal caso no tenemos por qué seguir dándole vueltas a este asunto. ¿Quieres que transmita tu decisión a Petrus? ¿Quieres que le diga que su oferta es inaceptable, sin que le indique el porqué?

– No. Espera. Antes de ponerte a pontificar con Petrus tómate un instante para considerar objetivamente mi situación. Objetivamente, soy mujer y estoy sola. No tengo hermanos. Tengo un padre, pero vive lejos de aquí y además carece de poder en las cuestiones que aquí importan. ¿A quién puedo acudir en busca de protección, de patrocinio? ¿A Ettinger? Solo es cuestión de tiempo que a Ettinger lo encuentren con un balazo en la espalda. En términos prácticos solo queda Petrus. Puede que no sea un hombre grande, pero es lo suficientemente grande para una persona tan pequeña como yo. Y al menos conozco a Petrus. No me he hecho ilusiones respecto a él. Sé muy bien qué me esperaría si accediese.

– Lucy, tengo previsto vender la casa de Ciudad del Cabo. Estoy dispuesto a enviarte a Holanda. En caso de que no quieras, estoy dispuesto a darte todo lo que necesites para instalarte de nuevo en algún lugar más seguro. Piénsalo.

Es como si no lo hubiera oído.

– Vuelve con Petrus -dice-. Proponle lo siguiente: di que acepto su protección. Di que puede contar por ahí todo lo que le dé la gana acerca de nuestra relación, que yo no lo contradeciré. Si quiere que a mí se me conozca en calidad de tercera esposa suya, así ha de ser. Si quiere que pase por ser su concubina, otro tanto de lo mismo. Pero acto seguido el niño pasa a ser también hijo suyo. El niño pasa a ser parte de su familia. En cuanto a la tierra, dile que estoy dispuesta a firmar un contrato de venta y cederle la tierra con tal que la casa sea de mi propiedad. Me convertiré en la arrendataria de una pequeña parte de su tierra.

– Una pobre bywoner.

– Una pobre bywoner, así es. Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa, incluido él. Y me quedo con las perreras.

– Lucy, eso es inviable. Legalmente es inviable, y tú lo sabes.

– Entonces, ¿qué propones?

Ella sigue sentada y se abriga con la bata de estar por casa, con las zapatillas puestas y el periódico del día anterior sobre el regazo. Tiene lacio el cabello; ha engordado de manera torpona, contraria a su buena salud de siempre. Cada día que pasa se parece más y más a una de esas mujeres que arrastran los pies por los pasillos de un asilo hablando a solas consigo mismas. ¿Por qué se tomará Petrus la molestia de negociar? Es imposible que ella aguante: basta con dejarla sola, que a su debido tiempo caerá como la fruta podrida.

– He hecho mi propuesta. Dos, para ser exactos.

– No, ni hablar. No me marcho. Ve a ver a Petrus y dile lo que he dicho. Dile que le cedo la tierra. Dile que se la quede, con el título de propiedad incluido. Le encantará.

Se hace el silencio entre ambos.

– Qué humillante -dice él por fin-. Con tan altas esperanzas, mira que terminar así…

– Estoy de acuerdo: es humillante, pero tal vez ese sea un buen punto de partida. Tal vez sea eso lo que debo aprender a aceptar. Empezar de cero, sin nada de nada. No con nada de nada, sino sin nada. Sin nada. Sin tarjetas, sin armas, sin tierra, sin derechos, sin dignidad.

– Como un perro.

– Pues sí, como un perro.