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Incestuous and Vain, and many other last names.
DAVID BOWIE, Time
Sería una injusticia decir que no pasé por high school. El colegio era inmenso, con canchas y jardines por todas partes. Llegué como si nada, las rodillas temblando pero la sonrisota muy bien puesta. Me decía: Soy gringa, soy gringa, soy gringa, soy gringa, soy gringa, y luego corregía: Im’ american. Porque antes de que pienses que de verdad estudié en una high school, tendría que decirte que más bien fue una, ¿cómo dices?, práctica de campo. Había parado un taxi ya muy cerca del puente y el chofer se compadeció de mi. Me aconsejó primero que pasara la frontera como cosa normal. O sea haciéndome la gringa, diciendo: U. S. Citizen, y ya. Pero yo no tenía la sangre fría. 0 igual sí la tenía pero me daba miedo que me detuvieran y vieran el dinero. Y eso no iba a decírselo al taxista. Pero andaba de suerte. Me había tocado otro abuelito, aunque ya ni eso me tranquilizaba. Porque era la frontera, ¿ajá? Yo ni me imaginaba cómo estaban los trámites, las oficinas, todo. Y lo único que tenía era carita de niña buena. Podía conmover a los taxistas, pero no a un immigration officer. Claro que igual tampoco me iba a servir la miradita de no rompo un plato para quitarle a un asaltante las ganas de joderme, pero de menos él no iba a llamar al consulado, o no sé. No sabía, era eso, no sabía ni dónde estaba parada, y entonces el taxista se me queda mirando y dice: Si tuviera usted dólares, hasta yo la pasaba. Media hora después, ya estaba yo en la high school.
Me pasó por el río, como cualquier jodida. Con más de cien mil dólares en la maleta, trepada en un colchón inflable, el pollero jalándome y yo como pendeja allí, flotando. Me decía: Si quiere déjeme aquí la maleta, luego yo se la entrego del otro lado. Algo así me ofreció, y yo ni contestaba porque iba nerviosísima, imagínate. Total que me cruzo y yo me bajé abrazada a la maleta. Era de esos velices viejos horrorosos, que cualquiera los ve y jura que la dueña es una palurda. Pero con cien mil dólares, ¿ajá? Le había dado quinientos al taxista para que me ayudara. Me le solté llorando y le juré que no traía ni un centavo más. Total que la escuelita estaba cerca, hazte cuenta a dos cuadras, pero de pura tierra de nadie. Eran como las tres o cuatro de la tarde y yo con la maleta, solitita. Había un campo ancho, largo, con arbustitos en lugar de bardas. Me senté en la orillita sin saber qué hacer, diciendo: Soy un pinche ratón en tamaña ratonera. Y era cuando cerraba los ojos y pensaba: Soy gringa, ¿si?, I’m american. Pero el acento gringo nunca me ha salido. Mis erres son muy fuertes, pienso en español, tartamudeo. No es que no me divierta hablar inglés, pero me atoro. Y más cuando me siento como acosada, ¿ajá? Entonces como que entendí que no lo iba a lograr cargando la maleta, tenía que dejarla en algún lado. Pero ¿en cuál? Estaba en esa cancha, te digo, solitita. Veía a los alumnos lejos, al otro lado. De uno en uno pasaban. Y nunca me veían porque yo estaba casi casi tendida en el pasto, con la maleta todavía bien agarrada. Pensaba: ¿Por qué no me fui a Acapulco? ¿Qué carajos iba yo a hacer en una ciudad gringa, si ni siquiera me atrevía a cruzar una cancha? En eso llegó Eric y me salvó la vida.
Creo que nunca supe bien su edad, tendría dieciocho años, diecinueve. Traía un uniforme de béisbol, con todo y gorra. Salió no sé de dónde y se me plantó enfrente. Un ángel, hazte cuenta. Y yo tenía tanto miedo que le dije: Im american. Y él no me dijo nada, me siguió mirando, cómo si de repente quisiera sonreírme, pero luego sintiera el impulso de no sé, regañarme. Como si fuera mi papá, mi hermano, mi marido. Y a lo mejor por eso me dio tanta confianza. También porque sonrió, aunque fuera sin mirarme, y me dijo: Im’ Superman.
Claro que le pedí que me salvara. Estaba tan desesperada, tan miedosa, que dije: Si éste no me rescata, mañana mismo estoy de vuelta en México. O sea, con mi familia. Y al día siguiente no lo dudes: en el hospital. Sin un centavo y en el manicomio. Y encima con la fama de ladrona. Así que decidí confiar en Superman. Igual ya antes había confiado en el jardinerito, y luego en los taxistas. Porque hasta cuando sabes que no puedes confiar en nadie te topas con que tienes que confiar. Confías una, dos, diez veces, hasta que claro: llega uno y te acuchilla. Pero ese día no me traicionaron; me salvaron. Me salvó Supermán, que se llamaba Eric y tenía una moto.
Era una scooter vieja, no traía ni placas. Me pidió que esperara, juró que regresaba en un par de horas. Y yo no había visto ni la scooter. Sólo a él: alto, rubio, delgado, un gringazo bien hecho. O sea, me gustó. Y a mí me gusta un hombre y zas: se chinga todo. Claro que Eric tenía un gran defecto: era decente. O sea no decente que hablara con propiedad, o que fuera con toda su familia a misa. Decente de verdad, buen tipo, noble. Qué remedio, decía mi mamá cuando hablaba de mí. Qué remedio con esta niña, sabrá Dios lo que va a ser de ella con esa cabeza. Luego pasaron de pensar que tenía yo mala cabeza a, no sé, sospechar, o creer, o jurar que lo de verdad malo era mi espíritu. Se enojaban conmigo y me decían: Mal Alma. Pero de cualquier forma yo no tenía duda de que Eric estaba salvando a una chica buena. Pensaba: Los ladrones son ellos. O sea mis papás, que le robaban hasta a la Cruz Roja. Y la prueba era que me estaba encontrando pura gente buena. Pero Eric era tan bueno, el pobrecito, que ni siquiera me aceptó los cien dólares que quise darle para que me comprara una mochila. I got one, me decía, y se iba yendo, con unas ganas obvias de quedarse. Y volvía a decir: Im Superman!
¿Qué tiene de malo que las personas te convengan? Lo contrario es peor, ¿no? Pongamos tu caso: según tú viniste a caer en mis redes contra tu dizque sano juicio. Te llamé la atención porque creíste que yo era totalmente inconveniente. Y yo entonces todavía creía que mi amistad era perjudicial para los otros. Tampoco había tenido amigas en la escuela, excepto cuando se les ofrecía que yo hiciera algo que ellas no se atrevían a hacer. Escribir un anónimo, comprar unos marlboros, meterse hasta el salón de profesores y volver perdedizas las listas de asistencia. Para eso si era yo muy conveniente, para correr los riesgos y quedarme solita con la mala fama. ¿Sabes cómo me convencían? Me decían: Oyes, Violetta… Y a pesar de que yo pensaba: Estas coatlicues habían como sus chundas madres, igual me fascinaba que me llamaran por mi nombre. Cuando alguien te prohíbe llamarte de algún modo, lo que en realidad hace es endilgarte un fantasma. Un monstruito que se alimenta de puras prohibiciones. Por eso digo que igual yo si tuve infancia, pero Violetta no. Violetta nació linda, joven, atrevida, excesiva, millonaria, intensa. Violetta es la heroína de este cuento. Yo a Violetta la admiro tanto que estoy dispuesta a siempre ser y hacer lo que ella quiera. Y lo que siempre quiso ella y quise yo fue convertirme en ella y ser las dos nada más una. Sacarle el corazón a Rosalba y ofrendárselo a Violetta: de eso se trató el cuento. Transformar a la niña ñoña en mujer inconveniente. Aprender a buscar mi conveniencia en el mismo lugar donde los otros encontraban al amor. Ya sé que eso mismo hacen millones de hipócritas todos los días, pero no es de lo que te estoy habíando. Yo me acordaba de Iggy Pop cantando: I need some lovin’, Like a fast ball needs control y decía: Sí, eso me pasa a mí. Una niñita ñoña con no sé, vocación de mujer inconveniente, cruzando la frontera con más de cien mil dólares robados a la Cruz Roja: eso era para mí una bola rápida. Todavía a lo lejos podía ver a Eric trepándose a su scooter y pensaba: Im’ the ball, you‘re my control.
Te digo que me convenía enormidades. Y además me gustaba, y eso ya ves cómo es de conveniente. Si Eric no regresaba yo me iba a hacer chiquita y no sé, a regresarme. Como que ese truquito de habilitar al taxista como abuelo no me iba a funcionar igual del otro lado. Mientras Eric volvía yo decía: Me urge un novio. Y me lo repetía en voz bien alta: You need a búyfriend, sweetie. Nadie me lo había dicho, pero yo tenía claro que el mejor novio es el que una necesita urgentemente. Si me pusiera cínica te diría que los dólares de la Cruz Roja ya andaban por ahí buscando su ambulancia. Me moría de nervios y de repente me calmaba nomás de pensar: Superman comes back… soy Luisa Lane.
No traía reloj, ni había a quién preguntarle la hora. Pero iba a oscurecer, no debía faltar mucho, ¿ajá? Y yo no tenía idea de lo que iba a hacer si se me hacía de noche sola. Igual sin la maleta me las arreglaba, pero de cualquier forma no tenía dónde esconderla. Ni modo de enterrarla. ¿Me regresaba, me iba a la calle con todo y veliz, me ponía a buscar un taxi? Me decía: Ay, Violetta, tendrás mucho dinero pero estás bien jodida. Y ya estaba llorando, pero a moco tendido, cuando me llevé el primer susto en plan de Luisa Lane. Nunca supe de dónde me salió My Hero pero puedo decirte que llegó igual que Superman. O sea puntualísimo, cuando ya sollozaba yo como niñita pobre. Porque entonces yo pensaba que los pobres se pasaban el día, o mínimo la noche, sollozando. Por pobres, por qué más.
Checa el cuadro: la niña ñoña y chillona y muy pinche rica se topa con el caballero medieval disfrazado de gringo beisbolista. Supermans’ back, me dijo, y me abrazó, y entonces que le digo: I need some lovín’, Úke a fastball neetís control. Y que lo beso, ¿si? En la boca, sin más. Como te besé a ti ese día en la cantina. Sólo que a él no le puse la mano en ningún lado. Yo tan bestia que lo besaba así: smack, smack, smack. Supongo que así es como besaría Luisa Lane a Superman. Y no es que no estuviera yo dispuesta a hacer con Eric todo lo que el jardinerito había soñado hacer conmigo. Después de todo lo que ya había hecho, de lo único que me sentía incapaz era de regresar con mi familia. Además, para entonces mi única familia eran los internos del hospital psiquiátrico. Yo no los conocía, pero igual allá estaban esperándome. Nunca me pregunté si de verdad quería ser novia de Supermán; tenia que serlo, y que desearlo, y que lograrlo, ¿ajá?, porque no había ninguna otra salida. En los cuentos, Superman se enfrentaba a Lex Luthor para salvar a su novia, y ya de paso al mundo. Pero yo no tenía ni un chingao Lex Luthor. Yo tenía una barranca horrible detrás de mí, y adelante los labios de un caballero medieval con superpoderes. A otra su primer beso le sabe a miedo, a lujuria, a romance, a Soy la más feliz. A mi me supo como a sello en el pasaporte. Más que abrazar a Eric, me colgué de él. Pero eso no me hacía inconveniente, ni convenenciera. Yo no podía correr el riesgo de que Eric sospechara eso de mi, hasta crees. Todavía no había dejado de besarlo, smack, smack, smack, smack, y ya hasta había decidido mantenerlo.
El que paga, manda. Se lo aprendí tan bien a mi papá que hasta la fecha no he dejado de aplicarlo. Si entiendes eso, todo se hace más fácil. No es cosa de dinero, sino de inversión. El que más invierte tiene la palabra. Por eso a mí no me bastaba con que viniera un hombre y me diera su dinero, yo tenía que tratar de invertir más que él. Hacerlo de algún modo sentir que no era él, que era yo la que estaba pagando el ride. Yo no quería que Eric me ayudara porque sí. Tenía que subirlo a mi tren, y ya ves que para eso el dinero se pinta. Por más que quieras resistirte a él, que te niegues a oír cuando dice tu nombre, que saques tus principios y tus convicciones, que le azotes la puerta en media cara, el dinero siempre va a hallar algún callejoncito para seducirte. Y tú hubieras jurado que a Eric el dinero le tenía totalmente sin cuidado. Con su escuela y su scooter y su equipo de béisbol podía sentirse dueño de su mundo, ¿ajá? Pero habrás de saber que a Eric le faltaba lo mismo que a mí: conocer New York. Igual nunca lo había deseado de verdad, a lo mejor porque nunca antes se había topado con una pobre chica mexicana desamparada y desesperada y cargada de dólares para llevarlo. Y eso yo lo sabía desde que regresó. No tenía ni idea de cómo lo iba a convencer, pero de sólo verlo cómo me miraba me sentía segura de que ya lo había comprado, y que lo iba a seguir comprando pasara lo que pasara, porque cualquier otro panorama me parecía infernal, y yo no iba a aceptar irme al Infierno. Entonces todavía pensaba que nadie puede obligarte a hacer lo que no quieres, lo que ya decidiste que no ibas a hacer. Y estar con mis papás o con los locos era exactamente lo que yo no iba a aceptar. Eric igual podía hacerme ojitos de éxtasis en abonos, pero eso a mi no me bastaba para controlar la situación. No podía desviarme del plan, ¿ajá? Después de la primera vez que me agarraron yo no iba a soportar una segunda, y no me sentía así que dijeras muy a salvo a un lado de la frontera, y si me insistes ni siquiera en Texas. Pensaba que sólo en una ciudad de veras grande no me iban a encontrar. Un lugar de lo más pinche lejos, para que ni con la imaginación me alcanzaran. Y además yo quería conocer New York. Para eso me había llevado el botín de mis papás, no para irme a esconder al primer rancho que se me apareciera en el camino.
O sea que igual por esa noche necesitaba a Eric, y no tenía más que esa noche para que él me necesitara a mí. Que aceptara mis condiciones, mis órdenes, mis dólares. Que estuviera dispuesto a descubrir conmigo lo que se sentía ser inmensamente independiente. O como dices tú: ofensivamente libre. ¿Qué iba a pasar después? Cómo iba yo a saber. Cuando andas escapándote de esa manera no hay después, ni antes. Tu único plan es que nadie te agarre hoy, que a la noche haya dónde dormir, que no te alcancen las culpas y los miedos, por más que todo el tiempo los traigas ahí detrás. Y te digo que yo de New York sabía muy pocas cosas, pero las suficientes para estar segura de que allí sí no me iba a alcanzar nadie.
Siempre tuve la sensación de que yo iba más rápido que los demás. Mis papás, mis maestros, mis compañeras, todos igual de lentos. A veces me decían que tenía prisa por vivir, y a mi me parecía que ellos eran los que tenían prisa por morirse. No te voy a decir que Eric era como yo, pero mínimo le atraía la idea de salir de ese pueblo. Además, era beisbolista. No hay beisbolista que no pele los ojos cuando le habías de New York.
Daddy wanted to be, you knows my boyfrien. El you know es buenísimo, te permite decir lo que quieres pero no quieres decir y obliga a los demás a tratar de entenderte. Y así te vuelves de un sutil que bueno, you know, ¿verdad? Porque es como si le hubiera dicho: Mi papá me quería de amante, pero digo: Quería ser mi novio, con el you know en medio que lo explica todo. Del modo en que yo quiero, además. Porque por muy ladrona que yo fuera, me daba no sé qué cosa usar palabras como lover con el primer extraño que se me aparecía. Puede que en realidad me diera igual, pero igual él tenía que pensar que yo no me atrevía a llamar a esas cosas por su nombre, no porque fuera que tú digas mojigata, sino porque se suponía que me había escapado de mi casa porque mi papacito era un degenerado, y eso tenía que ponerme no sé, algo así como adolorida pero comprensiva. Por eso le seguía diciendo daddy, ¿ajá? Porque lo que planeaba, lo que no me podía fallar, era volverme de inmediato su, you know, novia. Si Eric iba a ser mi primer lover, yo tenía que ir poniendo carita de girlfriend.
No es que me hubiera propuesto así, engañarlo. Al contrarío. Necesitaba que se diera cuenta de cuánto lo necesitaba. Que me viera desprotegida, que sintiera ternurita, que de verdad fuera Clark Kent y que se convirtiera en Supermán cada que yo se lo pidiera. No era así que tú digas demasiado pedir. Y él se iba a sentir bien, ¿me entiendes? Pero antes de que siga explicándote cómo hice para que Eric se portara como Clark, no estaría mal contarte cómo iba vestida. Una cosa patética, eso si.
El taxista de la frontera me había dejado media hora en una tiendita, mientras él iba y conectaba al bueno. Era un viejito casi casi que adorable. Aunque supongo que cualquier taxista al que le das quinientos dólares sólo para que te haga cruzar un pinche río tendría que portarse como tu mayordomo. Total que mientras llegaba mi salvoconducto yo tenía que comprarme ropa. Igual traía un par de jeans en la maleta, pero el taxista me había aconsejado vestirme de colegiala. Nomás te cruzas y corres para la escuela me dijo, como veinte veces. Pero igual no me supo decir si en la escuela llevaban uniforme, o si un color era mejor que los demás. Azul, gris, moradito, no sé. Y ni modo de adivinar. Lo peor que podía hacer era entrar a un colegio con el uniforme de otro. ¿Sabes de qué me disfracé? De tenista. La tienda mexicana no estaba muy surtida, el vestidito era una cosa vomitable y la blusa me quedaba demasiado ajustada. Pero había hasta raquetas. Las mochilas en cambio eran chiquitas. Y la naca de mi quería a fuerzas una mochila gringa. 0 sea que me crucé el río vestidita de tenista, con la raqueta en una mano y el veliz en la otra. Next stop, Wimbledon. Una de las primeras cosas que le pregunté a Eric fue cómo me había visto. Pues fácil. Facilísimo, digo. En su jodida escuela no había cancha de tenis. Me sentí poco menos que insultada cuando me dijo que me vio brillar como una foca en el desierto. Aunque ya si lo piensas suena un poquito a cuento de hadas. Eric se acercó a mí para estar bien seguro de que yo no era un espejismo. Eso fue lo que me explicó en la cafetería y pero yo todavía no sabía lo que era un mirage. Mírate en el espejo, decía. Eso es un mirage. Mirror, mirage, mirar. Yo lo pensaba todo en español y sufría muchísimo para desenmarañar su tejano. You don’t speak any english, you speak texan, le decía y él se carcajeaba. Y a mi me daba por gritar: Superman speaks texan! Gritar, ¿ajá? No tenía ni tres horas en Estados Unidos y ya estaba gritando. Y Eric me decía: Shhh!, y movía los labios diciendo i-m-m-i-g-r-a-t-i-ó-n. Pero estábamos solos. Era uno de esos puestos de comida que van creciendo hasta que el dueño pone dos mesitas y estrena cafetería. Estábamos muy cerca de la carretera, ya eran como las ocho y Eric sin puta idea de qué hacer conmigo, pero como que no se atrevía a dejarme. I am your luck, le dije de repente. Y bingo, que se lo cree. Me miró de otro modo, como si hasta ese momento nomás hubiera estado buscando alguna pista para entenderme. O para aterrizar, que es lo que tanto él como yo queríamos. Porque desde que había inventado el cuento del Horny Dady todo se había puesto no sé, denso. Qué quieres que te diga, la estúpida de mi le dio en la madre al mooti Pero igual funcionó, como lo de la suerte. Si una le dice a un hombre: Soy tu suerte, lo más posible es que termine siéndolo. Y más si anda una con ganitas de comprarse un novio. Con faldita de tenis y los senos saltando de la blusa. Con dinero de sobra en el veliz. Con una canción que dice claramente que necesito amor, que soy una pelota sin control. Y otra cosa importante: que soy rápida.
Figúrate la escena. Una calle vacía, un changarro en la esquina, una scooter parada, yo de tenista y él de beisbolista. Comiendo chilí con carne los dos. No sé si era porque Eric quería sentirse mexicano, o porque yo ya me creía grínga. Estaba nada menos que con Superman, ¿ajá? Estaba ocupadísima enganchando nuestros destinos, cerrándole salidas, volviéndome su suerte. Todo eso al mismo tiempo, con el mismo beso. Y un poquito más muá que smack, ¿ajá?, más saliva que tronido. Pero tampoco mucho. Bien que mal eran besos inaugurales. ¿Checas? Los primeritos. O sea que yo ya había bailado desnuda para un hombre pero seguía sin besar a ninguno. Algo muy parecido les pasa a las pirujas. Mucho sexo, pocos besos. A veces ningún beso. Y yo esa noche iba volando hacia los besos y el sexo, sin conocerlos casi para nada. Tampoco sabía un carajo de Eric, ni de Laredo, ni de Texas, y de New York apenas dominaba lo que todo el mundo: puras estupideces. Porque ni modo de aprender de besos, o de sexo, o de New York a distancia. Si Eric me enseñaba a besar, si me hacía el amor por primera vez en mi vida, yo podía enseñarle cantidad de cosas que sólo eran posibles con dinero en la bolsa. Le podía enseñar el Yankee Stadium. Le podía enseñar esos senos que crecían como milagros, y que entre más crecieran menos iban a quedar hombres capaces de decirme que no a lo que fuera. Por lo pronto una cosa era segura: yo no iba a permitir que Eric me negara nada. Empezando por el derecho a mantenerlo. Yo quería mandar, ¿ajá? Necesitaba un novio fuerte y obediente. Sólo los hombres fuertes saben obedecer las órdenes de una mujer. 0 sea, sin quebrarse, ¿si? Y algo en las manos de Eric me decía que si era Supermán. Suena tontísimo, pero nunca me falla. No es que fueran unas manos más grandes o más chicas, aunque de entrada las chicas no sirven. Ni para cocinarlas. Y tampoco es que sean flacas, gordas, huesudas, no es eso. Si ves las manos de una mujer igual te llevas una idea, pero lo más probable es que estén actuando algún papel. Las tres, sus manos y ella, ¿ajá? Las manos de los hombres no saben usar máscaras. Los hombres ponen duras las facciones hasta para sentirse guapos, pero las manos siempre los delatan. Cuando unas manos de hombre no te dicen nada, lo más probable es que el fulano sea un pendejito sin carácter. Prefiero ver a un hombre delineándose las cejas que en el manicurista. ¿Sabías que al asqueroso de Ferreiro le barnizan las uñas?
No te imaginas todo lo que pasa en una moto cuando vienen subidos un par de adolescentes. Yo sabía que Eric aceleraba todo el tiempo para fingir que no sentía mis pezones en su espalda, o que no se había dado cuenta que debajo de la blusa apretadísima yo no traía nada. Y yo le habría creído toda esa inocencia si no hubiera frenado tantas veces. Cada vez que sumía ese pedal yo me le untaba encima, me sacudía, me le abrazaba fuerte a mi veliz con una mano, mientras la otra me servía para abrazarlo a él. No mucho. Suavecito. Porque igual Eric me traía a brincos y jalones, pero yo no tenía ni tantito miedo. Yo era su suerte, ¿ajá? Yo lo había besado tres minutos antes, él no iba a darse el lujo de matarme en la primera vuelta. ¿Cuántas veces se supone que deberías confiar? ¿En qué personas? ¿Cuántas, de cada cien, traen un puñal guardado? Cada vez que confías en alguien estás tirando dados. Puedes saber cuáles son tus probabilidades con los dados, pero no con la gente. Tiras no sabes cuántos dados, con sepa La Chingada cuántas caras. Es una carretera sin señales, un Nintendo sin controles, bum-bum-bum-bum, y dead, game over. Pero había que confiar. Había que creer en Superman, ¿ajá? Y además lo que yo buscaba era que Eric confiara en mí, completamente. Necesitaba que creyera que yo confiaba en él, y eso no era tan fácil. No lo decíamos, él no lo preguntaba y yo ni en cuenta, ¿ajá?, pero era una indocumentada, y a Eric seguro lo iban a joder horrible si nos agarraban. Yo no soy pormirito, por ti seré. Me ponía en su lugar y me lo imaginaba colgando de un tren que va a descarrilarse, calculando si debería soltarse de una vez o seguir otro rato gozando del viaje. Yo era el tren, y nadie más que Superman me podía salvar del descarrilamiento.
Lo escribí en una servilleta: Hero wanted! Y entonces él me miró así, divertidísimo, y me dijo algo así como:
Sorry, I’m a Superhero! Y su sonrisa era tan transparente, se empeñaba tanto en que yo no pensara que me miraba el cuerpo, que de repente me sentía otra vez dentro del Nintendo, matando miles y millones de marcianitos con balas veinte veces más grandes que ellos. Me sentía invencible mientras le escribía: Se solicita Superhéroe, así, en español, y esperaba el momento en que leyera y preguntara y me dejara concentrar toda su curiosidad entre mis labios, mientras me decidía si se lo iba a traducir como Superheroe wanted! o Luisa Lane calling on Superman!
Y entonces que me saco de la manga lo del papacito calentón. No podía dejar que Eric se tomara nada a broma, porque de entrada no sabía ni dónde iba a dormir esa mismita noche. Y yo quería que fuera problema de Eric. Te digo que necesitaba asegurarme de que creía en mí, Y hasta donde yo sé esas ondas se arman con lana. ¿Cómo convences a una mujer de meter un paquete de coca en la panza de su hijo? Money talks and the fuckin’dog dances, querido. Yo no podía confiar en mis puros encantos. Traía una falda tableada con holanes rositas, una cosa terrible.
O sea que iba con el uniforme de jodida, sí no es que el de pendeja. O los dos juntos, que bien que combinan, y así no iba a poder comprar más que su compasión. La gente compasiva es de lo más estúpida. Traen la espina clavada desde que se enteraron de Todo Tu Problema, y ya les anda por librarse de ella. Hazte cuenta que echaste tu costal en su conciencia, y ellos con tal de no cargarlo van a desafanarse en cuanto puedan. Si Eric era nomás compasivo, podía decidir muy gringamente llamar al Consulado Mexicano, o a Inmigración, o a donde fuera para que me ayudaran a volver con mi familia. Thanks but no mother fuckin’thanks, ¿ajá? Te digo que no trago la compasión ajena. Me dan muchísimo asco los pendejos que buscan que los compadezcan. Compadezco a su madre, eso si. Yo no iba a soportar que Eric compadeciera a mi mamá, ni a mí, ni a nadie. Pregúntame la jeta que me puso cuando volvió del baño y se encontró en la mesa un sobre con cincuenta billetes de cien dólares. ¿Sabes qué decía el sobre? Imagínatelo con letras de neón: Ever been to Yankee Stadium, Superhero?
Estaba verde como pinche dólar. Decía cosas como Waít a minute, I guess, I would Like, pero no terminaba de decirme nada. Y yo lo interrumpía diciéndole: You don‘t really have to go with me, I’ll make it on my own, y en fin, quitándole un poquito el caramelo. Y luego regresaba al tema Daddy Boyfriendy te digo que todo seguía siendo un videojuego. Yo tenía el control y quinientas vidas, digamos que a diez dólares cada una. ¿Sabes por qué hay gente que tiene y gente que no tiene dinero? Porque el que tiene puede enterarse de todos los secretos del que no tiene nada más con untarle una lana en los ojitos. Si te contratan y te pagan poco es porque ya el olfato les dijo tu precio. Ser rico es aprender a oler el hambre.
Poco a poco fui dándome cuenta de que a Eric el dinero no le importaba tanto. Que si estaba de acuerdo en ayudar a una indocumentada no era porque tuviera más o menos dólares, sino porque le daba miedo verme sola con todo ese cash. Digamos que sentía compasión de súbdito.
O no sé, solidaridad de superhéroe. O por lo menos un poquito de la lujuria que debía de sentir cualquier beisbolista de high school frente a un montón de dólares en efectivo. Entrar al Yankee Stadium, aunque no hubiera juego. Y hasta entrar a mi cama, mínimo para no tener que estarme mirando las tetas dizque por error, ¿ajá? Y parpadeando todo el tiempo, con las manos que subían y bajaban de la mesa, siempre sin tocarme. Luego yo no paraba de pedirle: Take me to New York! Y él decía: No passport, no visa, y entonces yo le contestaba: Five thousand dollars, y volvía a pedirle que comprara los boletos del avión. Dos veces se calló y me dijo: I dont even know who you are. Las dos me moleste, me indigné, me le puse intratable. Hasta que me abrazaba y decía: Ms ok. Y yo decía: Kiss me! Y él empezaba otra vez a hacerme ojitos de semáforo y estoy segura que sufría pensando: Chin, apenas sé su nombre y ya me está pidiendo que cometa no sé, un delito federal o algo así, muy pesado, de lo más reprobable. Y era como tratar de convencer al hijo del jardinero, porque igual lo veía que dudaba, pero ya me quedaba claro que no se iba a rajar. Una mujer se vuelve mágica cuando las circunstancias la obligan a hacer magia. A Eric la pura idea de comprar unos boletos de avión le daba como vértigo. Yo le decía: Entonces compra un coche y llévame. Porque me daba miedo ir en Greyhound Es fácil que te agarren en un Greybound No hay para dónde correr, ¿ajá? En el aeropuerto tampoco, pero son cinco minutos y ya, no cuatro días seguidos de martirio. Incomodísima, además, como pinche gatita cuidavacas. Y yo era rica. Tenía que viajar en avión. Y hasta en primera clase, ¿ajá? Iba a ser la segunda vez que volaba, me emocionaba horrores llegar así a New York. Volando, con mi novio y en First Class. No sabía ni cómo era o qué te daban, pero yo quería ir en primera, carajo. Y no iba a haber manera de que Eric se zafara. Le miraba las manos y decía: juro que este texano va a ir conmigo a New York. Pensaba: Sí, me gusta, pero igual tenía claro que no podía valer más de cinco mil dólares. Más que un par de boletos para el Yankee Stadium. Ni tampoco más que unos senos a los que no se atrevía a ver de frente. Los senos son como el dinero, ninguno acepta que los necesita pero ninguno deja de pensar en ellos. Una mujer con el escote en su lugar tiene todas las armas para mover al mundo. Claro que eso también lo sabes tú. ¿Te acuerdas lo que me dijiste de mis senos? Que eran al mismo tiempo la palanca y el punto de apoyo. Supongo que Eric también se dio cuenta de eso, porque hasta cuando dejaba de parpadear y de mover las la manos me decía todo sure, sure, como para calmarme. Pero yo le decía: Don’t give me aspiríns, no aspirins, no aspirins. Hasta que se callaba: no aspirins Porque de nada me servía un sure, necesitaba el yes. Sure, of course, naturally absolutely: puros pinches analgésicos. Cuando una saca un sobre repleto de billetes de cien dólares, la única respuesta que se acepta es: Yes. Con su debido right now, ¿ajá? Sure is aspirin, yes is surgery, le decía. Y él contestaba:, y yo volvía otra vez: No aspirin, no tylenol. Sure is aspirin, is tylenol, gotta gimme some damn surgery! Con un acento terrible, pero ya con las contracciones que me había aprendido en las historietitas en inglés. Gonna, wanna, gimme, gotta. Se siente una gringuísima cuando las usa. Ya luego te acostumbras, como buena arribista. Ni modo de negarte la cruz de mi parroquia. Toda mi sangre es wannabe, qué quieres que haga.
Aunque igual era bruta. Decía frases sin sentido, adaptadas directo del español. ¿Quieres reírte de mí? Cuando alguien me decía: Thank you yo contestaba: Of nothing. Por eso cuando Eric me dijo en voz bajita: You look pretty american, juré que era un piropo doble. 0 sea que me veía bonita y gringuita. Qué pendeja. Pensando en sonrojarme y perdiéndome la mejor noticia de la noche. Porque en ese momento no estaba dudando, sino calculando. Quería convencerse, ¿ajá? Y ya ves cómo es luego la gente de persuasiva cuando ya se propuso convencerse sola. Yo no me daba cuenta de que looking pretty american era el camino más veloz para convencer a Eric de rentar un carro y largarnos esa misma noche a Houston. Tampoco me podía imaginar que Eric quería rentar el coche con todo y gringos. No me preguntes cómo se llamaban, si quieres ponles Dick y Jane. Dick era short-stop del equipo de la high school y Jane hermana de su novia, cosa así. Por cien dólares nos podían llevar, si yo pagaba la gasolina. Ciento sesenta en total. Si nos íbamos por la 59 podíamos llegar hasta en cinco horas, pero nadie tenía más de veinte años. Nos iban a parar. Era mejor irnos por los pueblitos, de día, vestidos de deportistas. O sea pretty american. Y que le digo: Let’s go now. Fifty nine, you and me. Porque pensé: No me conviene nada viajar con sus amigos. Eran tres contra una, ¿ajá? Luego no sé por qué pero me daba miedo el viaje durante el día. Total que eran las once de la noche y Eric me suplicaba: Please, tomorrow!, con el teléfono en la mano y un montón de monedas en la bolsa. Pensé: Llegó la hora de enseñarle quién manda a este cabrón, y entonces que le grito: Now, and wit hout you!
Me alcanzó un par de cuadras adelante y le armé tal dramón que al final regresamos a llamar a Dick para ver si le hacíamos la oferta de su vida: dos mil dólares cash por el coche. Eric estaba necio en que ese pinche coche no valía ni mil quinientos, y yo tenía la idea de que su pura discreción podía valer más de tres mil. Era un Escort viejón, aunque con buen estéreo. Acabamos comprándolo en mil seiscientos, pero Eric le soltó otros cuatrocientos para que se callara. Aunque igual le dijimos que habíamos decidido ir mejor hacia Austin, y después a Los Ángeles. Eric como que no acababa de entender pa qué tanto misterio, pero yo sí me daba cuenta del tamaño del pedo. Estaba secuestrando a Eric, ¿ajá? Ya lo había convencido de traer en su bolsa los cinco mil dólares, y lo iba a convencer de traer más. Y eso es más convincente que una pistola en la sien. Nadie sabe qué hacer con el dinero enfrente. Puedes pedirles que hagan cualquier cosa y ellos entienden que no son consejos, ¿ajá? Son instrucciones. El dinero la pone a una nerviosa, y no hay nada mejor para los nervios que seguir instrucciones. El dinero es mandón, gritón, asusta.
Y más si viene acompañado de unos senos en flor y una sonrisa que se muere por corromperte y una mano que tiembla y otra que te acaricia un muslo y unos labios mojados que te ordenan: ¡Vámonos! Cuando entramos a la 59 ya veníamos abrazados, yo temblando de frío y creo que él de miedo.
Pero estaba feliz, era clarísimo. Tenía dos hermanos también pitchers, y un padre que según él había jugado en el Yankee Stadium. Ya había terminado la high school y en unos meses iba a entrar en la universidad, pero seguía jugando con el equipo de béisbol. Y yo creo que también tenía unas ganas tremendas de escaparse de todo eso, porque a los diez minutos ya no temblaba, ni me esquivaba la mirada, ni movía la cabeza hacia los lados, que es lo que uno hace siempre cuando toma el lugar de su papi observa el panorama y dice: Ya ni la jodes. Ahora si la cagaste. Parece mentira que a tu edad hagas estas putas idioteces. Y ya ves que las putas idioteces son más guapas y más interesantes que las chingadas sensateces. Igual teníamos pavor de que en la carretera nos pararan, y eso como que le sumaba puntos al score. ¿Sabes lo que era ir por una carretera gringa, con galán a bordo y dineral en la cajuela, right on the road to Heaven? Me sentía poderosa, no sé, invencible. Era como si todo lo que había pensado y creído y dicho y gritado en los últimos tres años de mi vida se hubiera vuelto cierto de un madrazo, como si atrás del bosque o no sé, de los árboles, hubiera un juez diciendo: Tiene Usted La Razón. Era posible, ¿ajá? Por más que mis papas se hubieran empeñado en que mi mundo fuera pequeñito y apestoso, yo estaba consiguiendo espacio. Aire. Futuro. Cosas que una estudiante de secundaria-con-secretariado no puede imaginarse, y menos si su idea de vivir rápido es no sé, alcanzar a su jefe con el dictado. Yo quería obedecer, pero al destino. Y a mis necesidades. Y hasta a mis caprichos, que a la hora de la hora eran los que contaban. Yo quería que contaran y él estaba de acuerdo. That’s why he was my boyfriend
Mi primer novio no conocía mundo. Había estado en San Antonio, Dallas, Austin, Reyriosa, Corpus. Creo que eso era todo. Texas and Tamaulipas. Nunca se había escapado de su casa, estaba totalmente aburrido de su novia, tanto que ya hasta habían pensado en casarse. 0 sea que yo era la locura menor que venía a salvarlo de la demencia total. ¿Tú crees que iba a volver a ser el mismo después de haber vivido como rico en Houston y New York? 0 más bien sólo en Houston, porque apenas aterrizas en New York el dinero se encoge. La gente se enamora de New York como de una golfa avariciosa. Una puta ranura de alcancía sin fondo que pide y pide y pide. Y le das, y le das, y no hay lana que alcance. Por eso te enamoras, porque dices: Manhattan, no soy digno de que vengas a mí.
Y yo entonces podía ser una escuincla babosa, pero ya era la clase de mujer que disfruta tener lo que no se merece. Siempre que yo pedía un juguete, mi papá preguntaba: ¿ Te lo mereces? Y yo decía: No, papito, y bajaba la cabeza y me hacia la sufrida, porque sufrir también es una forma de ganarte las cosas. Pero luego, cuando lo conseguía, pensaba que seguía sin merecerme nada, y me reía muchísimo. ¿Por qué la gente cree que llorando y quejándose de lo triste que es su vida va a merecerse cualquier cosa mejor? ¿Quién va a recompensarte por joderle el mood? ¿No sería más lógico que te pagaran por hacerlos reír? Eric y yo seguíamos sin conocernos, pero igual nos reíamos. Todo el tiempo. Yo creo que dos personas que se hacen reír tienen derecho a todo. Y no he dejado de creer que fue por eso que nadie nos paró en todo el camino, y que cuando se apareció la policía fue para rescatarnos del Purgatorio.
Suena dramático, pero es que así se puso a media madrugada, cuando se tronó el coche. Nos quedamos tirados a un lado de la carretera, no sé muy bien a qué distancia de Houston pero ya no muy lejos. Eric decía: Dont worry, pero ni a él dejaban de temblarle las rodillas. Y eso que no sabía del dinero. Yo le había contado que en New York iba a cobrar más, y eso era todo. Él no quería que voláramos en primera clase, porque decía: ¿Y si en New York no logras cobrar nada? Y yo: Dont worry. Keep just cool. Im rich. Le había inventado la historia de que Mummy me mandaba hasta New York sólo para salvarme de Daddy. Que iba a entrar a una high school que me sentía perdida, que tenía miedo. Y esto último era cierto, tenía un miedo horrible de quedarme sin Eric. Dont leave me, Superman: le lloriqueaba, lo abrazaba, me le untaba. Me sentía como Caperucita en la panza del lobo, metida con un gringo, sin papeles, en un coche jodido que no era ni mío ni suyo, y en eso vi las luces de la patrulla.
¿Sabes qué preguntaron? Que si íbamos al maratón. No sé qué maratón, ni siquiera estoy tan segura de que el policía dijera maratón. El caso es que dijimos yes, al mismo tiempo. Entonces me di cuenta de la hora: diez para las seis. Habíamos salido de Laredo vestidos con dos juegos de pants viejos que Dick y Jane sacaron de sus casas, yo de azul y él de verde. Una onda súper sport. ¿Ajá? Tanto que la patrulla nos empujó por más de milla y media. Estábamos justo a la entrada de un pueblo rascuache, según yo se llamaba Edna. Ese día aprendí cuál es la hora de los inocentes: las seis de la mañana. Es como si de pronto el mundo se estuviera dando cuerda. La hora en que ni los policías trabajan, porque si hubieran trabajado de verdad de menos nos habrían pedido que nos identificáramos. Y yo que ni una puta foto traía. Pero nos empujaron hasta una callecita y se largaron. Eric todavía habló un rato con ellos, según esto de béisbol, pero algo debe de haber hecho muy bien para que la libráramos así. Y como él sí traía identificación, no le costó trabajo conseguir lugar para dormir. Un motelucho feo, descolorido. Dijo que para él solo y luego me metió de contrabando. Yo estaba paranoica porque ya juraba: Nos van a agarrar. Si Dick y Jane hablaban con el papá de Eric no iban a tardar mucho en encontrarlo. Ya ves que entre los gringos siempre se encuentran pronto. Las placas de los coches, las cámaras ocultas, los viejitos chismosos. Por eso yo insistía en parar cualquier taxi y escaparnos a Houston y tomar el primer avión para New York. En New York nunca nadie nos iba a agarrar. Entonces Eric agarró el teléfono y le habló a su papá. No pude ni evitarlo, creí que era de broma. Pero al final lo convenció de todo. Se suponía que estábamos en Austin, en casa de su amigo No Sé Quién. Luego le habló al tal No Sé Quién y lo puso de acuerdo. ¿Sabes qué es lo que si tienen los gringos? Una mente de agenda impresionante. Son capaces de organizar hasta su propio entierro. Y eso a mi me servía enormidades, siempre he sido un desastre organizando. O sea que para entonces ya no era una, sino dos cabezas trabajando en hacer posible lo imposible. Por más que Eric tratara de arreglarlo todo legalito, yo me las ingeniaba para enchuecarlo. Siempre que me avisaba: This is illegall, yo le decía:¡ I dont care, you legalize it! Y luego lo besaba y le pedía: Legalize me! Creo que nunca falló. Aunque tampoco me importaba tanto la legalidad. Como que todo lo derecho a mi me estorba, pero igual ese día estaba haciendo una excepción. Eso es lo más podrido de tener un novio, que te pasas la vida haciendo excepciones. Cosas que nunca te daría la gana hacer. Yo quería dejar el Escort en la calle y largarnos a Houston de cualquier manera, pero Eric se empeñó en irse solo a venderlo. Me dejó en el hotel, no durmió nada. Ni siquiera me quiso dar un beso. Me decía todo el tiempo: I must get going. Como si yo fuera su jefa y él tratara de merecerse la lana que traía en la bolsa.
Caí en la cama y me morí, enterita. Odiaba que Eric siempre hiciera bien las cosas. Me decía: Necesitas dormir, y yo furiosa con que no tenía sueño. Total que desperté a las dos de la tarde, sana y salva. A Eric le habían dado menos de mil por el Escort. Por doscientos cincuenta un taxi nos llevó de Edría hasta Houston: eran casi las cuatro cuando vi el Astrodome. Y ahí sí no me aguanté. Le habíamos pedido al taxista que nos diera una vuelta por Houston y luego nos llevara al aeropuerto, pero no terminé de ver el Astrodome me imaginé que ya estaba en un mall Pobrecita de mi, era de pueblo. Eric decía: The Astrodome ain’t no maiz y yo: Claro, ya sé, sólo quiero ir a un mall. Quería ir al más grande, comprarme unas maletas y llenarlas de ropa. De pronto no me daban ganas de llegar a New York como una prángana: como que mi veliz ya había hecho su trabajo. Yo no podía estar pasando junto al Astrodome con la maleta vieja y los pants de Jane y un novio con los de Dick. De niña me vestían con los remiendos de mis primas ricas. Nunca nos invitaron a su casa, pero la tía les pasaba a mis papás la ropa. O creo que sí nos invitaban, pero yo no quería ir para que no me vieran con sus trapos puestos: la pinche prima rica de mentiras haciendo el oso enfrente de los ricos de verdad. Aparte, ya habíamos llegado hasta Houston, y era mucho mejor que habérnosla jugado en los aeropuertitos de Laredo o San Antonio, que según Eric están llenos de cazadores de ilegales y traficantes y delincuentes. O sea cazadores de erics y violettas. Entonces yo decía que por esa razón había que renovar el guardarropa. Teníamos que vernos como gente decente. Igual yo no pensaba exactamente así, pero con esos argumentos podía convencer a Eric. Yo en el fondo tenía las puras pinches ganas de conocer un mall y de gastarme un poco del dinero que me había pasado tantas noches contando. Ser rica, verme rica. Con más de cien mil dólares, no era mucho pedir.
Eric era tan lindo que ni siquiera preguntaba nada del veliz. Porque yo a ese veliz no lo soltaba ni dormida. Cuando me despertó, en Edría, yo estaba dentro de la cama, con los pants puestos y el veliz abrazado. Después me metí al baño con todo y mi veliz, y me negué de plano a que el taxista lo guardara en la cajuela. Ya ves cómo me niego yo de plano a algo: a puros gritos. Pero Eric tan tranquilo, sin hacerme preguntas. Yo podía traer hasta droga en la maleta, ¿ajá? Aunque también: cargar con cien mil dólares ya de entrada te mete en problemas parecidos. Y no es que le tuviera miedo a Eric, ni que creyera que me iba a robar. Era que todavía me sentía mareada con todos esos dólares, y quién me aseguraba que mi novio no se iba a marear tanto o más que yo. Necesitaba a un hombre con los pies en la tierra, y eso siempre es más fácil de creerse cuando el hombre trae puesto un traje de fifteen hundred bucks.
Lo convencí con uno de los dichos de mi mamá: Como te ven, te tratan. O sea que no íbamos a ir muy cucos y en primera clase por puterías mías. Era seguridad, ¿me entiendes? No podíamos arriesgarnos a que nos dieran trato de jodidos. Y como Eric tenía que entenderlo, el mejor argumento fue un nuevo paquetito de dólares. Sólo que ya no cinco, sino diez mil. Veníamos en el taxi y él pelaba los ojos casi tanto como los pelé yo cuando vi: The Gallería. No era un mall era un mundo. Era exactamente la clase de mundo para el que yo había venido al mundo, y eso lo supe en cuanto me bajé del taxi, salí corriendo con todo y veliz, entré detrás de dos señoras con sus niños y me quedé pegada, tiesa completamente. Ya sé qué estás pensando: Ésta es una súper naca. Y si, tal vez, pero más súper naca sería si te lo ocultara. Digamos que era yo una naca en upgrade process. Odio usar la palabra superarse, se oye una prángana y además cursi. Solamente las prostitutas se superan: el dinero las hace más y más y más putas.
¿Sabes en realidad por qué no traía nada debajo de la blusa? Pues porque prefería verme un tanto putoncilla. Eso iba a ser mejor que comenzar mi vida de rica con los brasieres luidos y los calzones meados de mis estúpidas primas. Me iba a dar mala suerte, ¿ajá? Ya solamente estaba esperando la hora de comprar ropa nueva y quemar toditita la que traía. Quemarla, ¿ajá?, no nada más tirarla. También necesitaba urgentemente un walkman. Traía en la cabeza todavía The Passenger y no la había oído desde México. Necesitaba que Eric la oyera conmigo, estaba segurísima que en cuanto la escucháramos un par de veces íbamos a querer saltarnos juntos cada una de las putas bardas de New York. No digo que no fuera el novio ideal, pero las cosas iban a salir mejor si conseguía que los dos tuviéramos la misma prisa. Y The Passenger es la clase de canción que te pega las prisas. Porque ni modo de no sentir cuando menos comezón cuando escuchas que las estrellas son todas tuyas y puedes comprobarlo en la tienda más cara del mall.
Estoy exagerando, no me creas. Si de verdad me hubiera dado por comprarme lo más caro, no habría ni llegado al aeropuerto. Ni siquiera podía imaginarme cuánto costaba un vestido caro de verdad. Yo veía tanto lujo en Macys como en Neiman Marcus, y antes de que siquiera pisara la primera tienda ya me sentía más marcada que la primera vez que conté mi dinero. Había una pista grandísima para patinar en hielo; no sé si era por eso que allí dentro hasta el aire era distinto. No sabía cómo explicarle a Eric las ganas que me daban de respirar bien fuerte, de bajarme inmediatamente a patinar, de comprarle un regalo de quinientos dólares, de comerme solita todo ese lugar. Un día, a la hora de la comida, mis hermanitos le dijeron a mi mamá que en el Estadio Azteca podían caber hasta ciento diez mil espectadores. Pensé: Con que cada uno de esos espectadores me regalara un peso, ya podría largarme de esta pinche casa. Y ahí en la Galería me imaginaba a los mismos, ciento diez mil dándome ya no un peso, sino un dólar. Y me reía como estúpida. Eric sólo se me quedaba mirando, diciendo otra vez no con la cabeza pero igual divirtiéndose. Pensé: Lo que le pasa a un beisbolista de pueblo con su primera novia rica. Y apenas lo pensé me sentí una perrota. Como si un angelito, o Pepe Grillo, o una monja de adentro me reganara de repente. No me gusta hablar de eso, pero a veces me pasa. Cada vez que me tuerzo más de lo debido, cuando ya estoy a punto de meter una pata que no me va a dejar volver a donde estaba, viene ese regañito de algún lado y me enseña el camino por el que tengo que irme para no estrellarme. No es que estuviera haciendo algo monstruoso. Igual lo más monstruoso ya lo había hecho. Pero si aparte de eso tenía la desvergüenza de pensar que Eric era un pueblerino y yo una archiduquesa, o sea que mi novio no merecía ni respirar en mi aire, nada me iba a salir como lo había planeado. Porque yo había planeado tener a un noviecito que se saltara bardas junto a mi, y eso ya me prohibía hacerle trampas. Burlarme, degradarlo, así fuera en secreto. Lo había hecho piloto de mi vida, ¿ ok? I was hispassenger. Permitirme esos chistes, aunque nunca se los dijera en su carota, era como taparle los ojos al piloto. Y acuérdate que yo era Luisa Lane. Me acababa de arrepentir de mi mal pensamiento cuando miré hacia arriba y supe lo que tenía que hacer. Luego, cuando Eric me dijera: Eres egoísta -que me lo iba a decir, más tarde o más temprano-, yo iba a darme el gustillo de recordarle que la primera tienda a la que entramos en el mall más hermoso de mi vida fue exactamente una para beisbolistas. Tenía que ser justa, ¿ajá? Si había sacado a Eric de su pueblo era también con la promesa de que iba a hacerse Yankee. Y si ya iba a empezar a botarme la herencia, lo menos que podía hacer era comprarle a Superman una chamarra de los Yankees. Además, los hombres son más accesibles luego de que les cumples sus caprichos. Eso no lo sabía pero lo aprendí pronto. Supongo que es elemental. Y es todavía más elemental cuando en vez de pensar mi novio piensas mi cliente. Eric no era cliente. La clienta era yo, que lo estaba comprando. A un hombre se le empieza a comprar en veinticuatro horas; el resto lo negocias en diez minutos más.
Le brillaban los ojos con esa chamarra. Supermans a Yankee, me decía. Y te digo que había elegido el buen camino porque en ese momento se nos arregló todo. Yo quería entrar en un baño y Eric preguntó. Nos mandaron por un pasillo largo y cuando me di cuenta ya estaba en un hotel. Un hotel increíble. Apenas entré al baño, dije: Yo aquí me quedo. Pero a Eric la idea le dio terror. Como que no acababa de creerme que ya hubiera cumplido los dieciocho. Y además era una ilegal alien. Podían encerrarlo no sé cuánto tiempo, ¿ajá? Meses o años, quién sabe, pero no se atrevía a ir y pedir un cuarto sin tarjeta de crédito y sin equipaje. Sólo que yo esa tarde andaba inspiradísima, y apenas vi salir a un botones de la escalera eléctrica pensé: Si Eric viniera vestido de padre de familia y no de fan de los Yankees, el empleado ya le estaría lamiendo los zapatos. La ropa cara tiene como un imán, una red invisible que atrapa como moscas a los lambiscones. Eric me recordaba que yo era la más interesada en llegar pronto a New York, pero en ese momento supe lo que realmente me pinche interesaba. Yo quería ser inmune, que no pudieran encontrarme, ni agarrarme, ni saber cualquier cosa de mí. 0 sea que lo más urgente no era agarrar el vuelo de Houston a New York, sino de una vez irnos vacunando contra la jodidez. Porque si nos buscaban no iban a ir a un hotel de seis estrellas, ni a un mall de tiendas caras, ni a los asientos de primera clase del avión. Y como Eric ya había avisado en su casita que no iba a regresar en toda la semana, daba lo mismo andar por la Gallería que en la Quinta Avenida. Teníamos dinero y tiempo, estábamos juntos, podíamos dormir juntos en un súper hotel. Me di cuenta de lo fácil que iba a ser todo cuando empezó a reírse sólo porque le dije: This is Superman’s lifestyle, honey! No supe si las carcajadas fueron por lo del lifestyle o por lo falso y hasta naco que me salió el honey, pero eso relajó las cosas una enormidad. 0 Creo que no habían dado ni las seis y ya teníamos todo lo necesario para regresar a los baños del hotel, cambiar de look y esconder el veliz en una maletota de seiscientos dólares. Me hacía como cosquillas el dinero, y lo mejor venía cuando me imaginaba los ojos que habría puesto mi mamá nomás de verme derrochar así la lana. Peor: su lana. Al principio las vendedoras nos miraban como diciendo: Sony, no aceptamos vales de despensa. Pero apenas veían brillar el color verde se volvían unos bombones. No las culpo a las pobres: no podían adivinar que con tamaña pinta de muertos de hambre pudiéramos traer más de tres pinches quarters encima. Total que nos compramos unos jeans de doscientos dólares, igualitos, y un par de camisetas con tremendo logote de Ermenegildo Zegna. Yo insistía en el traje para Eric, pero eso tomaba tiempo y ya necesitábamos el cuarto. Cuando salió del baño me lo llevé al espejo y le pregunté si él, como gringo, no le daría un cuarto a un gringo así. No lo pensó dos veces. Agarró su licencia del Estado de Texas y se fue solo a conseguir el cuarto, con todo y la maleta. Y adentro mi veliz. Y adentro mi dinero.
No te quiero contar la amarga media hora que me pasé en el baño esperando a que volviera. Me mordía las uñas con todo y dedos, se me salían las lágrimas, apretaba las muelas y decía: Necesitas confiar, necesitas confiar, necesitas confiar. Porque con tal de que Eric no fuera a sospechar que no confiaba en el, yo me estaba arriesgando a que abriera la maleta y después el veliz y se enterara de una vez de todo. Porque no eran lo mismo cinco ni diez mil dólares que más de cien. Además él estaba en su país. Yo no podía ni demostrar que el dinero era mío. Si no podían demostrarlo mis papás, menos iba a lograr yo sola, en Houston, de ilegal. Y todo eso pensaba allí en el baño, me veía en el espejo y decía: ¡Estúpida! Me arrepentía muchísimo de no haber salido inmediataputamente para New York, y todo por la prisa de ya no sentirme lo que todavía era, o sea una pelada que bajaron del cerro, ¿ajá? Eso era exactamente lo que la pobrecita de Violetta se sentía cuando escuchó la voz de Supermán.
Era puntual, te digo. Como tú. Llegan en el momento en que una más los llama, cuando ya estás de plano a punto de quebrarte. Me le quedé mirando fijo, como esperando que él si se quebrara y confesara que me había abierto la maleta, y el veliz, y todo lo que tenía que abrir para enterarse de lo rica que era. Pero ni se inmutó. Tenía una sonrisa de orgullo, se derretía por contarme cómo había conseguido el cuarto. El caso es que él me lo iba contando y yo ni lo escuchaba nada más de pensar: ¿Y si ya sabe? Aunque igual ya me daba menos miedo, porque si lo veía con más calma no había más que dos posibilidades, y ninguna era para preocuparme. Si Eric había esculcado en mi maleta y aun así había vuelto por mí, seguro no me iba a robar, y de paso no le tenía tanto miedo al dineral, o a lo que nos pudiera pasar por andarlo cargando. Y si no había visto nada, mejor porque así menos tenía que temer. Ahora podría jurar que no vio nada, pero entonces tenía como que mis dudas. Porque créeme que si yo hubiera estado en su lugar no habría dudado ni tantito en esculcar ese veliz. De hecho habría buscado la oportunidad. Sólo que Eric no era tramposo. Igual estaba haciendo trampas para complacerme, pero seguro no sentía la emoción que yo cada vez que veía una patrulla. Es algo que detestas, pero necesitas, tú ya sabes. El gustito enfermizo de aventar los dados y cerrar los ojos, casi con ganas de que a todo se lo lleve el diablo. Aunque generalmente lo haces sólo cuando de plano crees que ya te va a llevar. Mientras Eric me hablaba del botones y la caja y la reservación y la tarifa, yo no dejaba de pensar en las dos posibilidades, hasta que me di cuenta que había una tercera, peor que todas. ¿Y si alguien se metía al cuarto y abría el equipaje? Te juro que sentí las piernas como chicle nada más de pensarlo. Y ni modo de andar de tienda en tienda con el bulto cargando. Tenía que confiar en Supermán. Quiero decir, confiaba. Le había dado a guardar quince mil dólares. Menos los cuatro que ya habíamos gastado, once. Decidí que si Eric podía cuidar once mil dólares, no iba a ser más difícil que me ayudara a esconder cien. Y como no sabía ni cómo explicárselo, se lo solté así, en frío: I got one hundred thousand dollars in my suit case. Creo que ya se estaba acostumbrando a mí, porque ni abrió la boca cuando se lo dije. Al contrario. Lo tomó tan normal que hasta se le ocurrió guardarlo todo en una caja de seguridad. Lo cual era una estupidez del tamaño del mundo, porque ni él ni yo teníamos edad para cargar toda esa lana. Había que esconderlo y ya. Pero era demasiado, hacía bulto. Después de darle vueltas un ratito decidimos subir, cada uno en diferente elevador, recoger los billetes y cargarlos todo el tiempo con nosotros. De cualquier forma no podían vernos juntos. No en el hotel, pues. A lo mejor a nadie le importaba, pero Eric había dado el nombre de uno de sus hermanos como su acompañante. Por mucho que mi cuerpo se viera desarrolladito, seguía teniendo cara como de niña. O mínimo menor de dieciocho años. Y eso ya en el idioma de Eric significaba: Jail. Y en fin, me dio mi llave y quedamos de vernos allá arriba. Piso siete. Habitación setecientos veintidós. No te imaginas cómo me sentí nomás de entrar. Por más que Eric seguía quejándose por los doscientos veinte dólares que le habían pedido por el cuarto, yo ya estaba otra vez pasmada. Nadie podía saber lo que le estaba sucediendo a la pobrecita Rosa del Alba. Porque si lo ves bien a Rosalba no le pasaba nada; esa historia era toda de Violetta. Me tiré en una cama, miré el techo, las cortinas, la lámpara, la tele. Hice cuentas: llevaba menos de treintaiséis horas fuera de mi casa. Y estaba sola, con mi nuevo novio, en un nuevo país, con todo ese dinero, libre. Cerré los ojos y hazte cuenta que vi las mejores escenas de la película. El coche, mis hermanos, la iglesia, el aeropuerto, mi abuelito taxista, el segundo taxista, el poliero, Supermán, la patrulla, Edría, la Gallería, ayer, hoy. No podía creerlo: ¡Ayer! Y otra vez me sentía mareadísima, con ganas de abrazar a Eric y chillarle en el hombro. Como mejor deseando no haber hecho nada, ¿ajá? Porque no podía estar todo tan bien, algo tenía que salirme mal. Hasta que abrí los ojos y vi a Eric frente a mí. No los abrí completos, acuérdate que soy tramposa para todo. Lo vi entre las pestañas, tenía cara de alelado. Y entonces me sentí así, felicísima. This is a dream, le dije, y pegué un brinco y le salté hasta el cuello y le planté un smack de lo más fuckin’mzíz He was my hero, ¿ajá?, no se te olvide. Y no creas que a mí se me olvidaba que por fin esa noche íbamos a dormir juntos. Y ahí sí yo no tenía ni opinión. Iba a pasar lo que Eric decidiera que pasara.
La confesión con Eric me puso en otro mood. Hazte cuenta una pastilliza milagrosa. Un cóctel de calmantes, lo que tenía que haber sentido el día antes en México, en la iglesia. Sólo que Eric resultó más decente que el cura. Se guardó la mitad del dinero y me dio a mí el resto. Nos pasamos de menos media hora acomodándolos entre la ropa que traíamos puesta, y al final nos salimos de regreso a la Gallería cubiertos de chipotes. Muy poco naturales, te diré. Pero el chiste es que ya no era yo con mi veliz y él con su jeta de pregunta a medio hacer. Éramos él y yo, nosotros, trepados en el mismo tren. Mis compañeras de la escuela decían nosotros, y yo sabía que nunca iba a caber ahí. Mi mamá, mi papá, mis hermanos, ése era otro nosotros, pero yo era tan extranjera entre mi tribu que ya ves, los desfalqué y huí. Me daba un vértigo maravilloso, exquisito, te juro, pensar que aquél era el primer nosotros de mi vida. Un nosotros que no se iba a romper por cincuenta ni por cien mil dólares. Y no digo que no se fuera a tronar por otra cosa, si era fragilísimo. Yo sabía que igual después de una semana Eric me iba a botar con todo y mi New York, pero ya mínimo me habría dado una razón para no desconfiar de todo el mundo. Para confiar en mí. Para sobrevivir entre las calles y los edificios que con trabajos había visto en revistas y tarjetas postales. Y además yo ya no pensaba que a Eric fuera a perderlo en siete días. Lo difícil había sido sacarlo de Laredo, ya en Manhattan las cosas iban a ser más fáciles. No sé cómo podía imaginarme que iban a ser más fáciles, yo supongo que en vista del éxito obtenido. Porque era un exitazo: Eric y yo comprándonos un par de walkmans y dos veces el mismo cassette de Siouxsie. Apretábamos play al mismo tiempo y corríamos non-stop de pasillo a pasillo, entre las escaleras, por toda la Gallería escuchando The Passenger al mismo tiempo. La la la la, la ra la la.
Teníamos dos días por delante. Eric había pagado por esa y la siguiente noche, sólo faltaban los boletos y las compras, y algo que según yo era importantísimo: el momento en que íbamos a saltar juntos de girbiendy boyfriendajust lovers. Puta madre, qué pánico. No me vas a creer pero todavía me sacudo de acordarme. Ya no me daba miedo el hotel, ni el avión, ni los gringos, ni la policía, ni mis papás, ni Eric. Me daba miedo yo, que no sabía ni madre de los hombres. Excepto el dato de que algunos eran pránganas y ambiciosos, como mi papá, y otros nomás calientes, como el jardinerito. Ya sé que estoy haciendo trampa, tenía que haber visto otros hombres, y por supuesto que los había visto, pero ninguno se parecía a Eric. Ni de lejos, ¿ajá? Y esa noche yo iba a dormir con Eric. Creo que todo ese jueguito de corretearnos y ponernos la misma canción era nuestra manera de no pensar en nada, de hacer cualquier milagro por entendernos antes de que llegara la hora de no entender una chingada. Porque no era posible que solamente yo sintiera nervios. No es que no me quedara claro que los gringos ya andan saltando camas desde los catorce años, pero es que lo miraba y decía: Necesito que esté muerto por mí, porque lo más posible era que se estuviera divirtiendo y ya. Que no hubiera querido quedarse mi dinero sólo porque era honrado. Pero cuando yo pienso que algo tiene que ser, es porque ya no queda de otra sopa. Va a ser así, no hay vuelta. Tenía que ser así porque si no Violetta se iba a derrumbar. Porque no sé si ya notaste que Violetta se estaba enamorando idiotamente de su novio. Qué caso tiene que te cuente todo lo que hicimos en la Gallería si de todas maneras no te voy a poder explicar lo que pasaba. ¿Podrías tú contarme exactamente lo que pasaba en tu cabeza la noche en que nos escapamos a la montaña rusa? Pues yo tampoco puedo. Lo único que sé es que Eric había dejado de ser The Pilot. Los dos éramos Passengers, ¿me captas? Y por más que supiéramos que ese tren se tenía que estrellar, todo era demasiado lindo para andarse con pinches precauciones. Además, él podía regresar a su vidita en cuanto se le diera la gana. Y si yo, que no tenía regreso, estaba tan feliz y so cool, ¿qué podía esperar de Eric? La verdad es que yo esperaba de él sólo una cosa: que a todo me siguiera diciendo que si. El tipo de costumbre que nada más las niñas ricas tienen.
Dicen que cuando una es feliz se queda sin historias que contar. Y ha de ser cierto, porque de Houston no sé ni qué contarte. Hasta donde recuerdo, solamente salimos de la Gallería una vez. Tres cuadritas de ida y de regreso. Había una revista en el hotel con un anuncio que no resistí. Nunca había siquiera oído hablar de Saks Fifth Avenue, pero ya el puro nombre me convenció: era mi primer paso a New York. O más bien el penúltimo. La antesala, ¿ajá? Creo que fue al segundo día en la mañana. Yo estaba enojadísima con Eric, y ni modo de reclamarle. ¿Creerás que el texanito se metió en su cama y se durmió?
Cuando salí del baño lo encontré cuajado, y por más que pensé: Compréndelo, Violetita, llevaba un montón de horas sin dormir, desayuné con el orgullo de a tiro malherido. Estúpido, pensaba. Pendejo, mariquita, inútil, bestia. Yo sudando de frío en el baño, pintándome los ojos y la cara y despintándome quién sabe cuántas veces. Poniéndome el perfume que me había comprado, probándome la bata, la toallita, no sabes. Y Supermán babeando su almohadota. Ni siquiera un smack, un buenas noches, un maldito It’s been such a crazy day. Y ya ves que me mata eso de que alguien me prometa algo y me falle. Ya sé que no me había prometido nada, pero no me digas que ya el puro hecho de dormir juntos no era una especie de promesa. El caso es que yo iba muy sonriente, pero furiosísima. Y apenas entré a Saks se me bajó el coraje. No sé, me nivelé. Por mucho que la Gallería me hiciera tan feliz, esa tienda tenía algo conmigo. ¿Nunca has sentido que una tienda te comprende? ¿Que tiene tus colores, tus tallas, tus excentricidades? Ya sé que estoy sonando como anuncio, que asco, pero te juro que así me pasó. Si no cómo quieres que justifique los ocho mil dólares que me boté. Y con Eric pegado, todo el tiempo. A él le tocó un traje increíble, más zapatos, corbata, camisa y mancuernillas. Armani, Ferragamo, Boss, ya sabes. Era todo tan loco, tan rápido, tan sin motivo, que nos moríamos de risa con cada nueva compra. Jajajá ciento veinte, Jojojó setecientos, jijijí mil quinientos, y como que eso fue acercándonos muchísimo, tanto que en menos de tres horas ya traíamos un ondón, y hasta un par de clientas nos preguntaron si éramos recién casados. ¿Y sabes qué contestó Eric? Les dijo: Yes, ofcourse. Y yo sentía que la cara se me quemaba, no tanto de vergüenza como de no sé, miedo, ansiedad. Me veía en los espejos de la tienda y claro, no tenía ni tantita cara de esposa. Ni siquiera Eric parecía marido, y eso que me llevaba como tres años. En la escuela había niñas de trece que se iban a fumar a las cafeterías y se veían chistosísimas. Quise decir tontísimas, me entiendes: ridículas, pendejas. Yo me veía en los espejos de Saks, que estaban por todos lados, y me acordaba de las niñas fumadoras, con unas ínfulas de femme fatale que hacían reír a todos menos a ellas. Pero igual me callaba, como se debe una callar siempre que oye una estupidez que le conviene. Si Eric quería presumir que era mi esposo, yo tenía el derecho de pedirle que me acompañara al Departamento de Lencería. Mi territorio, baby. Cuando estás con un hombre en Lencería lo puedes sonrojar de putimil maneras. Le pides opiniones, le comentas cositas, lo metes a la conversación con la empleada. ¿Cuál te gusta? ¿Me veré bien con éste? ¿Te atraen los ligueros? ¿Podrías detenerme estos calzoncitos mientras voy a probarme? 0 sea que lo tienes agarrado de los huevos sin tocarlo. Remote control ¿ajá? Y aquí era donde yo tenía una cierta experiencia. Tres de ellas, más bien. Por más que Eric fuera muy diferente del jardinerito, a Dios gracias, yo iba a acabar usando las mismas armas. O sea el cuerpecito de la pequeña Violetta. Utúe Red Riding Violetta. Caperucita con el Lobo arrodillado y sonrojado. Y caliente, además. Eso tenía que ser lo más interesante. Porque si en la noche de Eric no había pasado nada, en la mía se iba a acabar el mundo. Porque lo que es a New York yo no estaba dispuesta a llegar sola, ni pobre, ni virgen. Te lo digo más fácil: De ninguna manera quería aterrizar en la ciudad de mis sueños como una estúpida. Y a mí una virgencita que viaja con su novio me parece estupidísima. Y aquí debería decir algo como me vas a perdonar, pero sigo pensando que aunque escribas mi vida no vas a perdonarme. Que la vas a escribir precisamente para sentenciarme. Señorita Violetta: Queda usted condenada a ser la bruja de este cuento.
Y en fin, que te decía que la bruja de este cuento traía a Eric dando vueltas entre calzones y brasieres de todos los sabores. Imagínate cómo se sentiría cuando se fue la empleada y lo metí de los pelos al probador. O sea, no estaba encuerada. Pero igual si me había quedado en ropa interior. Entonces que lo agarro y que cierro la puerta y que le doy un beso como de aspiradora. En el mero hociquito, ¿verdad?, si no qué chiste. Y el güey no supo ni qué hacer, hazte cuenta que yo era un violador y me estaba tronchiplanchando a una monjita. Pa que mejor me entiendas, sólo metió las manos para zafarse de mí. Ahora que si prometes no triturarte el hígado, te diré que una de esas manos, la derecha, qué casualidad, se me metió hasta dentro de la copa. Y yo sentí una cosa helada que me subía por la espalda. Hazte cuenta los hielos de un bloodymary.
No sé, me dio terror. Un terror delicioso, pero igual terror. Total que el beso no duró ni diez segundos, porque cuando Eric metió las manos yo no pude evitar soltarle una patada en el pinche epicentro de la calentura. Y de mis intereses, si lo ves fríamente. Le di un golpe espantoso. Y el pobrecito nada más sabía decir auch, auch, auch, auch. Gringuísimo hasta para doblarse del dolor. Y yo a medio encuerar, tapándole la boca porque si nos oían seguro que llamaban a Seguridad. Se calló, finalmente, pero afuera ya se oían voces de señoras. Ni modo de salir del probador con todo y Eric. Ni modo de dejarlo solo ahí. Y ni modo de no darte besitos, luego del patadón que le metí. Le decía, muy quedito: Are you hurt? Y él me decía: No, it’s ok, pero yo le insistía: Are you hurt? Y como hurt podía significar tanto herido como lastimado, digamos que la conversación se nos fue yendo de uno al otro lado. Porque lo que al principio quería decir: ¿Estás herido?, pasó a significar: ¿Estás sentido? Im hurt, puede querer decir que tienes madreado el cuerpo, o que quién sabe quién te tiene ardiendo el alma. Entonces te decía que al principio yo le preguntaba por el cuerpo y luego por el alma. Y después otra vez por el cuerpo. Con las mismas palabras, ¿ajá? Y también un discurso enterito en puro body language. No me enteré ni cómo, pero el susto nos lo quitamos con cariñitos. Primero en las mejillas, las orejas, el pelo, el cuello. Y ya luego del cuello los brazos, las piernas, y cuando me di cuenta ya estaba toda encima de él. Una cosa como de fuerza de gravedad, ni modo de evitarlo. Y él me besaba de ida y yo de vuelta y era como si en ese probador se fuera a acabar el mundo y tuviéramos que vivirlo todo en diez minutos. Y ni siquiera diez. Tres, cuatro, por mucho que ahí dentro parecieran eternos. Llegó un momento en que Eric empezó a jalonearme los tirantes, y yo decía yes, no, yes, no, no, no, yes, go on, Eric, dona rever stop, my love, todo muy quedito. Sabía que si nos agarraban en la mera maroma segurito dormíamos en la cárcel, y que a mí me iban a deportar y toda la función, y creo que lo mejor era eso: el miedo, la barda que te saltas porque te están saltando las ganas de no sabes qué, y todo el tiempo estás diciendo: Bueno, ya llegué hasta aquí, pero no puedo ir más lejos, y al minuto ya diste no sé cuántos pasos más. Llevaba un par de días de habérmele escapado a mi familia y ya tenía un fulano besuqueándome los senos en el probador de Saks. A lo mejor soy depravada de nacimiento, porque lo que más me excitaba del asunto era pensar: Soy rápida. Mínimo más que Superman, carajo. Aunque por muy veloz que fuera, igual tenía el otro pie en el freno. Deja que nos pudieran agarrar, lo que me convencía de ya no ir más lejos era pensar que Eric estaba como yo. No te voy a decir que había trazado un plan, pero si estaba preparando todo para su noche, la pequeña Violetta no iba a permitir que el inepto del Lobo la volviera a cagar. Yo podía no tener idea de mi papel encima de una cama, pero no era tan bestia para no sospechar que al probador de Saks le faltaba estatura para competir con un cuarto de doscientos veinte dólares. No es que sea una materialista, pero a ver: Cierra los ojos. Ahora conviértelos a pesos: no me digas que te los gastarías en tener a cualquier putilla bajo techo.
Pensaba: No me va a pasar nada, basta con que mis calzoncitos se queden donde están. Pero Eric no entendía, estaba como loco y me tocaba toda y bueno, yo no sé en qué momento se encueró el idiota. Eso como que nunca lo preví. Y para entonces ya la empleada había venido un par de veces a preguntarme si todo iba bien. Y Eric como que se quedaba congelado mientras yo contestaba: I am taking my time, thank you. Y otra vez arrancaba el revolcón. Ahora que lo pienso igual no fueron cuatro minutos. Tal vez diez, o hasta quince. Y es que con Supermán totalmente encuerado ya no tuve ni cómo meter freno. Metía velocidades, más bien. Y así fue como La Pequeña Violetta se estrenó. Con la boca cerrada. O callada, pues. Hechos los dos un ocho encima de la alfombra. Besándonos, sudando. Un cuento de hadas en el probador de Saks. Que es donde deberían suceder los cuentos de hadas.
No te voy a contar los detallines porque no son tu asunto. Invéntalos, si quieres. Sólo acuérdate de poner que Eric estaba como hipnotizado con mis senos, y que se me acercaba hasta el oído sólo para decirme que los seguía besando para estar bien seguro que eran de verdad. Y yo cómo iba a estar, orgullosísima. Por eso ni siquiera me importó que terminara en menos de un minuto. Igual que tú, ¿te acuerdas? Y estaba disculpándose conmigo así, quedito, en mi oído, cuando vino otra vez la puta empleada: Are you sure you‘re ok? Me dio un pavor horrible. Pensé: Ya está con policías. Ya nos vieron. Ya nos van a joder. Y Eric ya te imaginas: transparente como vampiro lampareado. Entonces que contesto: Sure, sure, I will buy everything. Como si en vez de preguntarme si me sentía bien me hubiera puesto una pistola en la cabeza: ¡Manos arriba!¡Me compra esos brasieres o la mato! Pero funcionó bien, porque dijo: Terrific, y se largó. Pero luego volvió con más ropita. O sea sugerencias. Y yo apenas le abría, con Eric en el suelo encueradito, entre fajos y fajos de billetes de cien. Una cosa preciosa, porque a la empleada ya le había salido lo lambiscona. Un ratito después salimos juntos, yo tapándolo a él. Pero no había nadie, todo tranquilísimo. Dijo que me esperaba en la calle y se salió. Ni siquiera en el mall; en la calle. Con su carita de calcomanía. Y yo pensaba: Nunca en su gringa vida se imaginó que iba a hacer esto en un vestidor de Saks, encima de tantísimo dinero. Cosas que se te ocurren para calmar los nervios, porque igual yo seguía mosqueadísima. Pagué la ropa y ya no les pedí que la mandaran al hotel. Como si a los empleados de Saks les hubiera importado si de verdad estábamos casados. En el fondo lo que tenía era prisa. Necesitaba ver a Supermán. Tenía que saber si era sensible a mi kryptonita, porque lo que es la suya me tenía loca.
Kryptonite on the rocks, no sé cuántas botellas. Superman se me había escondido entre dos coches, en cuclillas, listo para salir a curarme del bum-bum-bum que me subía del pecho a las orejas desde que dejé el mall y no lo vi en la calle. Gran error de mi parte, porque quien debería haber temblado era él. Pero te digo que todo iba rápido, no había mucho tiempo para pensar. Creo que él se escondió de puro tímido, y que yo lo busqué de puro ansiosa. Puede que lo buscara para no pensar: Acabo de perder Mi Honra en el probador de señoras. Yo, que era señorita cuando entré. Yo que había planeado que ésa iba a ser mi noche. Yo que ya estaba haciendo lo que no debía, o sea sentir cosquillas, escalofríos, sudar sólo de verlo saltar de entre los coches. ¿Creerás que ni siquiera me asustó? Sentía un miedo para el que no estaba preparada, tenía dos días con la paranoia de que en cualquier momento iba a perderlo todo. No me atrevía ni a gritar el nombre de Eric. Ni el de Clark, ni el de Superman. Ni ninguno de todos los nombrecitos que le había colgado en la cuarentaitantas horas que teníamos de conocernos. Una le inventa nuevos nombres a la gente para apropiarse de ella. Nombres con los que nadie más les llama, sólo tú. Porque sí Eric no hubiera sido Supermán, no dudes que yo habría acabado dándome el estrenón con cualquier Hombre Araña. Y finalmente ese estrenón había resultado milagroso. No lo podría contar aunque me hubiera sucedido ayer. Pero me fulminó, como a una mosca. No sé la cara que habré puesto cuando no lo encontré afuera del mall seguro sonreí como babosa cuando lo vi brincando, agitando los brazos, tartamudeando. Lo Lo Lo Lo, sin poder rematar porque algo le ganaba. Lois. Lois. Para él yo no era Luisa, sino Lois Lane. O Violetta. No sabía pronunciarlo de otra forma. O tal vez no quería. Y yo lo que quería era escuchar mi nombre como él lo pronunciaba. Crazy Ericsson, le decía. Un poco ñoña, claro, pero toma en cuenta que dos días antes yo era Superñoña. Una niñita tonta y tramposita que cada día rezaba para no ir a parar al manicomio. Que prometía cosas que no podía cumplir. No sé cuántos rosarios ofrecí. Total, nunca he sabido rezar un chingado rosario. Al final ya no pude ni cumplir la penitencia, pero igual le pedí a Eric que me enseñara el Padre Nuestro en inglés. ¿Te acuerdas que te dije que por primera vez entendía la palabra nosotros? Tan fuerte me pegaron los nosotrismos que hasta la fecha rezo el Padre Nuestro y pienso en Eric. Cada vez que decía: Our Father, me venía a la cabeza la misma idea. Que ese Padre que estaba en el Cielo era solamente nuestro. 0 sea de Eric y yo. De nadie más. Porque yo no aceptaba que el Padre al que le rezaba mi padre fuera el mismo al que le rezaba yo. No me convenía, ¿ajá? Necesitaba un Dios a mi medida. Un Dios con membresía en mi club. Uno que me escuchara solamente a mí. Que me ayudara a mí, no a ellos. Como ya lo había hecho y lo seguía haciendo. Era la única explicación que yo encontraba para que nada, o sea: nada de nada me saliera mal. Por mucha kryptonita que tomara. Por más que cada vez que me gastaba mil dólares el futuro se hiciera un poco más chiquito. Si, me estaba quemando el dinero como cualquier muerta de hambre, ¿y? Nunca lo habría podido hacer de otra manera. No sabía aguantarme, ni detenerme, ni arrepentirme. Nadie me había enseñado a eso. Siempre había trampolines esperándome, y yo ni cuando me caía resentía los golpes. Creo que me pasaba como a esa gente que es insensible a los dolores y trae toda la carne quemada y moreteada. Detesto que me compadezcan. Pobrecita Violetta, qué mal las ha pasado. Como si cuando a una le va de veras mal pudiera darse cuenta qué tan mal le está yendo.
Con mis papás a veces me miraba en el suelo: jodida por los siglos de los siglos, condenada a vivir como coadicue. Por eso, apenas me escapé con su dinero, dije: Prohibidas las quejas. No podía lamentar la vida que me había escogido, que según yo era la mejor de todas: nunca pude entender cómo es que había historias donde los niños ricos eran infelices. Yo cada vez que me he sentido rica no he tenido problemas ni doliéndome las muelas. Todo lo malo llega siempre cuando los fondos se me acaban. Es horrible ver a alguien abriendo su cartera y sentir que los ojos se te van. Envidiar la cartera de un hijo de vecino, eso si que es para roñosos. Una vez, muy chiquita, se me infectó una herida en el pie izquierdo, tanto que no podía ni apoyarlo. Veía pasar a la gente por la calle y se me hacía raro que no cojearan, que el pie no les doliera igual que a mí. Quería con toda mi alma uno de esos pies sanos que servían para correr y caminar con la sonrisa en la boca. ¿Te gusta que te duelan los pies, la cabeza, las muelas? ¿Verdad que es un dolor que no te deja hacer nada? ¿Que te vuelve envidioso, resentido, intolerante, perverso, horroroso? Pues a mí eso me pasa con la escasez de lana. No aguanto la pobreza, carajo, no puedo soportarla.
¿Sabes cuánto gastamos en Houston? Más de veinte mil dólares. Nos pusimos guapísimos, eso sí. Aprendimos a patinar en hielo, caminamos como soldados, pedimos dos botellas de charripaña en el room service y nos rociamos casi la mitad encima. Compramos los boletos de primera clase por Air France: carísimos, pero ni modo de echarme pa atrás. Y al final ya no nos importaba que nos vieran. Con botellas de cien dólares y propinas de cincuenta dime quién se iba a quejar. Claro que ya sabíamos que todo eso tenía que acabarse, que un día íbamos a dejar de ser novios y ricos y felices, pero todo eso estaba en el futuro, y nada del futuro cabía en el presente, ¿ajá? Todavía el segundo día me salió con que todos esos dólares podían alcanzarnos por no sé cuántos años en Laredo, pero yo lo miré tan feo que no volvió a tocar el punto. Nada más eso me faltaba: que mi novio pensara igual que mis papás. Hay gente que es capaz de inventar cosas sensatas con dinero en la bolsa. Invierten, compran, venden, rentan, hacen más y más lana. En cambio a mi sólo se me ilumina el panorama cuando el dinero se me está acabando. Así como hay un angelito que me avisa cada vez que estoy a punto de irme hasta el mero fondo del despeñadero, tengo un diablo integrado que empieza a pensar rápido cuando ve que se agotan los billetes. No es un diablo guardián, es diablo-diablo. Hazte cuenta que estoy en la ruleta. No paro de apostar, ni de perder. Apuesto con las ganas de perderlo todo, y cuando estoy a punto de lograrlo se me ocurre algo para hacer más dinero y volver a apostarlo. El día que mis papás tuvieron lana la guardaron, la cuidaron, la agarraron cariño y ya ves: su hija se las bajó, enterita. Tengo una relación muy rara con el cash. Lo amo y lo desprecio. Puedo atreverme a cualquier cosa por tenerlo, puedo pasarme noches enteras contándolo, y a la primera oportunidad acabo con él. Finalmente, si no se va a quedar conmigo, no voy a darle el gusto de que sea él quien me abandone. El dinero sólo abandona a los jodidos. Y eso si no lo aguanto. Ya sé que es muy injusta, muy triste la pobreza, pero si me preguntan me siento más a gusto diciendo que ni la conozco, aunque eso sea nada más porque en cuanto la siento que se acerca le volteo la espalda. Por favor no permitas que tus lectores crean que alguna vez fui pobre. Y para que no quede duda, de una vez te digo que para mí eso de ser pobre no es injusto, ni triste, ni doloroso. Ser pobre es de mal gusto, punto.
Ya sé que soy una mamona. Y más ahorita que todavía te estoy contando de Houston. Déjame que lo goce, mientras dura. A lo mejor tendría que admitir que he sido pobre no sé cuántas veces, pero una cosa es ser y otra sentirse. Nunca en mi vida me he sentido pobre. No lo acepto. Si sólo tengo la mitad de la renta, voy y me gasto todo en cosas superfluísimas. Ser pobre es un horror que le pasa a cualquiera, pero de plano vivir como pobre es cosa de jodidos. He conocido tipos que andan en los mejores coches, con la ropa más cara, y no tienen ni para gasolina. ¿Cómo le hacen? No sé, es inexplicable. Supongo que hacen lo mismo que yo, que me siento a esperar el milagro. Dios proveerá, hijo mío. Y no te hablo de güeyes de treinta años; algunos tenían el doble, a veces más. La cuerda floja crea un hábito que ni el matrimonio arregla. He visto hombres casados, ya con hijos y nietos, viviendo como magos con dinero ajeno. ¿O tú crees que Ferreiro es otra cosa? Mira sus mancuernillas, su anillo, sus corbatas, esas camisas rosas con las que según él está guapísimo. No me digas que no se ve como padrote de segunda. Te lo dice Violetta, que lo conoce más que su mamá. Vieja puta, por cierto. A Rodolfo Ferreiro lo marea el dinero, le quita todo el piso. Necesita edificios de mentiras para seguir pegando el cuento del ejecutivo adinerado, confiable, padre de familia. Y eso es lo más cochino de todo, que se las dé de bueno sólo porque tiene una criada habilitada a última hora como esposa. La trata como puta, la ignora todo el tiempo, la obliga a comer huevo con frijoles mientras él le da al gato la mitad de sus angulas. Y todavía el muy cínico dice que a su mujer no le gustan esas cosas. A veces me dan ganas de ponerlo todo en un papel, sacarle muchas copias y mandárselas a sus conocidos. A clientes, empleados, a todos los que salen en su agenda. Tirarle su teatrito. A la gente le gusta creerse las mentiras, al final. Por eso de repente me pongo tan contenta cuando te hablo de Houston, porque ahí si nunca tuve que mentir. O más bien porque había muchos dólares que se encargaban de mentir por mí. Nunca le creas al dinero. A todos los engaña, pero a nadie tanto como al que lo trae cargando. Tú no sabes la cantidad de cosas que me creí por su culpa. Y lo peor no es creerlas, sino tener que convertirlas en verdades. Ferreiro me decía que las verdades son mentiras en edad madura. Yo creo que las verdades son putas intachables: lo que sería Violetta si se hubiera casado con una cucaracha como Ferreiro. Que debe haber millones, con lo baratas que son.
Pero me estoy perdiendo, andábamos en Houston. Sólo que de eso ya te conté todo. Lo que pueda faltarme tú puedes completarlo. Cuenta que entre las tiendas de la Gallería viví los primeros días felices de mi vida. Y explica por favor lo que yo considero un día feliz: veinticuatro horas inesperadas. O no sé, peligrosas, divertidas, indecentes, y de pronto imposibles. Que el día que te pongas a contarlas te pase lo que a mí. O sea que te trabes, y sonrías, y pongas todo el tiempo cara de imbécil. Sólo que no la imbécil que era feliz en Houston, sino la que seguramente fue tan insoportablemente afortunada que aquí está, de rodillas buscando las moronas del pan de hace mil años.
Así decían mis compañeras de la Secundaria Ejecutiva: moronas. Bola de pueblerinas bajadas de su kiosco a claxonazos de pick-up. No sabes los insultos tan buenos que les escribía. Mi papá tenía un estuche lleno de sellos con las letras del alfabeto. Yo usaba esos sellitos para hacer los mensajes que luego les dejaba en las mochilas. Les ponía las cosas más hirientes que se me ocurrían, y ya ves que la cosas como yo luego me pinto para eso. Les escribí: Dice Fulana que Mengana vive de las limosnas que dan a su hermanito. Y la onda era que el hermanito de Mengana tenía polio. Al final sospechaban de mí más que de nadie, pero no se les hizo agarrarme en la maroma. Además no tenía que ver directamente con la escuela, porque ya luego les mandaba los sobres a sus casas, por correo. Cuando no había nadie me escapaba de la casa y me iba lejos, lejísimos, a veces hasta Reforma, sólo para que el sobre viniera desde allá. Era muy cuidadosa, ¿ajá? Una cosa muy buena de no tener amigas es que no hay forma de caer en trampas. Lo observas todo siempre desde lejos, nadie sabe dónde andas, ni quién se huela lo que estás haciendo. Igual que tú en la agencia: un bicho raro con quien nadie se lleva. Un día se enteró la directora y hasta exigió que se entregara la culpable. Sí, cómo no, ahí te voy, vieja fofa malcogida. Luego dijo que ya la policía estaba examinando cada sobre. Lo único que logró fue que le mandara uno también a ella, pero con cada uno de sus apodos y los nombres de las que se los habían puesto. Unos los inventé en ese momento. ¿Sabes qué hizo, la muy hija de puta? Le echó la culpa a la que según yo le había puesto un apodo que ya no me acuerdo cómo iba pero trataba de que estaba gorda y vieja. Una chuza de apodo, no sé cómo se me olvidó. Un día aparecieron dos anónimos, a máquina, en la mochila de la niña. Los únicos que yo no había hecho. Y qué casualidad que fue la directora y se los encontró. Total que así logró expulsar a la primera. La segunda seguro iba a ser yo, pero ya no hubo tiempo porque me expulsé sola. De la escuela, de mi casa y del país. Bueno, del manicomio más que de mi casa. No quiero ni pensar lo que me habrían hecho si me agarran en lo de los anónimos. Aunque igual se enteraron de los dólares y no se cayó el mundo. Lo que nunca entendieron fue por qué les quitaron lo de la Cruz Roja.
¿Tú crees que el sacerdote se iba a quedar tan cool después que yo le dije lo que estaban armando mis papás? En esos casos el secreto de confesión se va directo al diablo, ¿ajá? ¿Y sabes al final quién se encargó del patronato y las comidas y toda esa función? Adivina. Pues si, el sacerdote. Pero de qué me quejo, si ya me tocó el turno. Y ni siquiera tuve que juntar el dinero poco a poco. No sé si mis papás, el cura o yo, pero de menos uno de los cuatro se va a morir en la Cruz Roja. ¿Tú qué crees? ¿Me merezco que me opere un camillero? ¿Cuántas camillas compras con ciento catorce mil seiscientos noventa dólares? ¿Cuántas jeringas, gasas, vendas, algodones, no sé, litros de merthiolate? Y es más, ya que hay dinero, ¿cuántas ambulancias? Todo eso se me ocurre cuando me entra el remor y digo: Ok, desfalqué a mis papás, pero ellos desfalcaron a la Cruz Roja y eso es peor. Mucho peor. Ladrón que roba a ladrón, deshonrará a su padre y a su madre. El día que me escapé, me acuerdo que mientras hacía cola para confesarme, el otro cura dijo desde el púlpito que en realidad había sólo dos mandamientos importantes: el primero y el segundo.
O sea que igual podías librar el Infierno con amar a Dios más que a todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Y no lo dije yo, lo dijo el cura. Entonces de acuerdo a eso el sacerdote y mis papás son más culpables o no sé, más pecadores que yo. Una cosa es robar y faltarle a tus padres y otra muy diferente ensartarte a la Cruz Roja en el nombre de Dios. 0 sea a tu prójimo, ¿ajá? Aunque sin mi oportuna intervención el sacerdote nunca habría tenido la no sé, devotísima ocurrencia de apañarse el changarro de mis papás. Lo que yo llamarla sacarle jugo al secreto de confesión. Y en vista de que nadie podía reclamarle a nadie, mis papás se tuvieron que tragar el berrinche de ver que el cura estrenó coche al año siguiente. Y luego hasta enterarse de que su propia hija los había robado. Peor todavía, que para entonces ya no me quedaba ni un centavo.
Hasta ahora solamente cuatro personas sabíamos del robo. De los tres robos, pues. El mío, el de mis padres y el del cura: qué bonito rebaño, carajo. Te aseguro que de los cuatro no salió. El día que mi mamá se acercó a preguntarle al sacristán por el coche tan bonito del padre, lo único que logró sacarle fue un cuento de una dizque herencia familiar. No sé bien cuánto tiempo le duró el sueldito en la Cruz Roja, creo que en un par de años llegó una junta de vecinos, algo así, pero ya con boletos foliados y no sé cuántos controles. Lo cual, querido, nos dice que eres el número cinco. El que se va a encargar de hacer pedazos el secreto, ¿ajá? o el que lo va a enterrar, porque igual se te ocurre hacer justicia y te pones del lado de mis papás y te saltas entero el detalle de la Cruz Roja. ¿Te das cuenta del papel de acusada que hago aquí? Te estoy contando los pedazos de mi vida que según yo te sirven para escribirla toda. O sea que por más que me pregunte si voy a irme al Infierno por hacer lo que hice, de cualquier modo tú me vas a condenar, y antes que el Diablo. O después, yo qué sé. No estoy nada segura de que sea buen negocio agarrarte de biógrafo al Diablo Guardián. Porque una cosa es que te mueras y te vayas al Infierno, y otra que aquí en la Tierra se entere todo el mundo.