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Mis papás podían soportar que el cura se paseara en un carrazo, pero no que su hijita se quedara a vivir en New York. Aunque tampoco podían hacer mucho, yo estaba a punto de cumplir veinte años y ellos recién me habían localizado. Cuando agarré el teléfono y dije Hello? y oí que me decían: ¿Rosalba? se me fue todo el aire. Sentí un hueco espantoso en el estómago, las manos me temblaban con todo y reloj. Oía mi corazón. Y oía a mi papá, encabruñadísimo. Con cuatro años de bilis fermentados adentro. ¿Cómo podía ser posible que yo, su hija, hubiera cometido la canallada de robarles sus ahorros? ¿Y él quería que yo le explicara eso? Decidí que no había más que una manera de explicárselo, y le colgué. Una hija que le cuelga el teléfono a su propio padre bien puede ser capaz de dejarlo en la calle. Cada vez que sonaba, levantaba la bocina y colgaba sin oír nada. Rosalba. Me había dicho Rosalba a mí, que tenía cuatro años de ser Violetta. Y que ya no tenía ni uno de sus dólares.
En otras condiciones habría sido fácil escapármeles. Un año y medio antes, por ejemplo, podía cambiarme de casa y perdérmeles otros cuatro añitos. Porque un año y medio antes yo cambiaba de domicilio todos los días de la semana. Pero cuando llamó mi papá, no había otra forma de escaparme que colgando el teléfono. Digamos que de pronto no tenía en qué caerme muerta. Mi ropa, en todo caso. Mi reloj. Pero una no se cae muerta en su ropa, ni en su reloj. Eran las únicas pruebas que me quedaban de que yo no era pobre. Podía engañar a la gente, a los turistas, a los policías, pero nunca a New York.
Hay millones de lugares en los que te las puedes arreglar con cien mil dólares, pero no esperes que New York te crea ese cuento. Cien mil dólares podrían durarte más tiempo en Las Vegas que en New York. ¿Sabes a mí cuánto tiempo me duraron? Muchísimo: dos años quince días, y eso porque Clark Kent se dejó un rato puesto el traje de Superman. Aunque ya no gastaba igual que en Houston. De hecho nunca volví a gastar así. Porque New York desde que llegas te hace entrar en cintura. Cien bucks por una limo del aeropuerto, cuatrocientos más por un cuarto en el Plaza sin vista al Central Park, mil quinientos de dos faldas en Saks y no había ni pasado la semana cuando hicimos cuentas y ya habíamos gastado diez mil dólares. A los diez días Eric se puso a hacer los cálculos y me aventó en la cara un pronóstico espantoso: íbamos que volábamos para quebrar la empresa en mes y medio. Lo dijo todavía más horrible: Guess we’ be poor by Christmas. Poor, ¿me entiendes? Yo que había llegado en primera clase, y luego en Iimousine, y luego al Plaza, iba a ser una muerta de hambre en Navidad. Llevaba cuatro mil de hotel, dos de comidas, tres de tiendas, y eso que según yo estaba cuidando el dinero. Eric me lo explicó y yo me ofendí muchísimo. Tanto que me salí del cuarto huyendo. En lo que él se vistió para alcanzarme, yo ya estaba bien lejos de su texano alcance. Eran como las once, me había bañado media hora antes y Eric seguía en pijama. Un pijama de asteroides que yo le había comprado en Bergdorf Goodinan. Salí a la calle y lo primero que pensé fue: Hace frío. Y yo que me había comprado de todo menos ropa de invierno. Y no me la podía ya comprar. O sea no en Saks, ni en Bloomingdale’s, ni en ninguna de las tiendas que me habían hecho tan feliz por diez días. Aunque te digo que ya no me sentía rica. En New York nadie es rico. No suficientemente, ¿ajá? Siempre hay algo que no puedes tener. Y en cambio la ciudad te tiene, no te suelta. Te atrapa entre sus garras y te recuerda que eres una caquita de mosca flotando entre toneladas de toneladas de polvo. Y aun con lo poco que vale el polvo, la caquita de mosca es mil veces más barata. Porque en New York ni tu dinero es tuyo. Lo andas cargando, si, pero es de la ciudad. Cualquier cosa que cae sobre la superficie de New York es automáticamente newyorkina. O sea propiedad privada de New York. La ciudad no te adopta, te soborna. Te compra y te tira, por eso la quieres. Y querer así envicia, tú ya sabes. Yo sabía que lo más fácil era irme a otra ciudad en la que no me sintiera tan pobre con tantos miles de dólares, pero estaba enviciada con New York. No me iba a ir a ningún pueblo, ¿ajá? Y cuando vienes caminando por la Quinta y ves a un Santa Claus entrando en San Patricio y luego no ves nada porque estás entre cientos de fulanos que caminan todo el tiempo y acabas caminando rapidísimo, como ellos, puedes cerrar los ojos, pensar en Hollywood y decir: Pinche pueblo. No conocía Hollywood, pero no hacía falta. Yo estaba en el ombligo del mundo y no me iba a salir de ahí. Aunque eso sí, tenía que salirme del Plaza. Y por lo pronto tenía que caminar hasta que se me fuera el coraje. Me acuerdo que pensaba, enojadísima: ¿Qué les habría costado a mis papás robarse mínimo otro tanto? Cuando me di cuenta ya iba por la 32. Hice la resta: veintisiete cuadras. No se me había pasado el berrinche, pero digamos que había logrado transferirlo a México. Y ya con el coraje así de lejos volví a pensar en Supermán. Cada instante pensaba en Supermán. Y no podía soportar imaginarme que estaba a punto de perder mi capacidad de sorprenderlo. No digo que sólo con lana pudiera divertirlo. Cómo crees. Pero lo que si tengo que aceptar es que a mí sin dinero se me quita completamente lo divertida. Me vuelvo insoportable. Gruño. Muerdo. Araño. Soy uno de esos gatos callejeros que le clavan las uñas al primero que trata de acariciarlos. Aunque igual tengo la ventaja de que en esas condiciones soy el ser más sobornable del universo.
Pero Eric no podía sobornarme. Más bien yo era la que lo sobornaba a él. Era su Santa Claus, y estaba en quiebra. ¿Te imaginas qué triste? No hay cosa más no sé; desoladora que un Santa Claus quebrado. Y así era como estaba yo, sentadita a la entrada del Madison Square Garden. Echada sobre el piso, como pinche india. Mexican Santa Claus is going bankrupt. Shit, shit, shit. Me daba vueltas la cabeza viendo gente y gente que pasaba, todos con prisa, todos con algo urgente por hacer. Con lo que a mi me urgía encontrarme un millón de dólares. Y estaba allí tirada, pensando en Santa Claus formadito en la fila del Monte de Piedad. ¿ Cuánto me puede dar por la autopista? ¿ Ya vio que las muñecas también habían? Créame que tengo mucha necesidad Hasta que ya de plano me solté llorando, como niña chiquita. No sirvo ni para Santa Claus, decía. Y estaba así chillando en mi rinconcito cuando pasó un señor y me echó una moneda. Un quarter. Ya te imaginarás todo lo que lloré cuando lo levanté del piso. De esas veces que tienes que acomodarte, que hasta metes la cara dentro del suéter para seguir moqueando a gusto. Y ya no era siquiera por dinero. O sea, ni por el quarter, ¿ajá? Porque igual el fulano me había confundido con limosnera pero yo todavía tenía más de ochenta mil dólares guardados. Y es más, traía como mil encima. Pero ni modo que no me viniera algún remordimiento por todo lo que había hecho. Decía: soy una hija de La Chingada. Pero luego me consolaba: Las hijas de La Chingada no lloran, Violetta. Me ponía la palma de la mano entre la boca y el oído y me decía cosas, sin dejar de llorar. No tenía ni dos semanas en New York y la puta ciudad me estaba dando de patadas. No sé cómo explicártelo. Ya sé que lo más fácil habría sido decirme muchas veces: Tengo ochenta mil dólares. Pero para hacer primero que eso tendré callar las voces que me decían: No tienes familia. No tienes casa. No vas a tener novio cuando se acabe el dinero. De esas veces que tus ángeles y tus demonios se ponen todos de acuerdo para chingajoderte. Hasta que finalmente si acabé diciendo: Violetta, tienes ochenta mil dólares, y además tienes unas lágrimas que le sacan los quarters a la gente.
Cuando logras reírte después de haber llorado mucho se siente igual que vivir en la calle y ver salir el sol y hasta pensar: Voy a echar un sueñito al Central Park. Pero eso me pasó más bien después, cuando ya había perdido la vergüenza. Como que levantarse del suelo a la entrada del Madison Square Garden luego de diez minutos de llorar como niñita malcomida es mucho más sencillo que abrir el ojo a mediodía a medio Central Park y jurar: Esta noche me cae que duermo en el Waldorf. Me estoy adelantando, pero igual todo es parte de lo mismo. Tengas o no tengas dinero, cuando estás en New York los días y los lugares se confunden. Hazte cuenta que vienes en un tren rapidísimo, y por más que te clavas en mirar el paisaje las cosas se revuelven. Es como estar comiéndote una sopa de verduras y preguntarte exactamente a qué saben los chícharos, o las zanahorias, o los aguacates. Creo que conocí New York esa mañana, porque hasta entonces había sido como una turista naca. Para poder decir que has estado en New York necesitas haber llorado allí. Sentir que hasta el cemento te mira como mierda. Que de todas esas indiferencias juntas con trabajos vas a sacar un puto quarter. Claro que todavía a la hora de levantarme del piso y secarme las lágrimas y comprarme un café, me seguía faltando una experiencia básica: que me estafaran. Cuando New York por fin se las arregla para hacerte sentir una basura, vienen otros basuras como tú y terminan de darte la bienvenida. Porque no creas que a New York le bastó con mis lágrimas. La idea era que terminara yo sufriendo como heredera en orfanatorio, ¿ajá? We love you, Miss Fuckin’Hannigan. No basta con pegarle a la mosca, tendrías que aplastarla. Es obvio que alguien como yo no entiende de otra forma. Soy La Mosca Violetta y el dinero es la mierda de mi vida.
Los basuras estaban en plena 34, frente a Macy’s. Yo me había quedado en la esquina, esperando el semáforo, cuando vi al de las cartas. Creí que estaba solo, la muy asshole. Tenía una mesa plegable, chiquitita. Ponía las tres cartas encima y empezaba a meroliquear. Había dos tipos jugando y una mugrosa como de mi edad mirándolo mover las manos sobre las cartas. Dos rojas y una negra. El chiste era saber dónde estaba la negra. Yo veía que los que apostaban eran estupidísimos, y si le sumas a eso que ya desembarcadita en New York me sentía más inteligente que todos mis semejantes juntos, ya supondrás que yo no me podía mover de allí. Los dos idiotas que seguían apostando ya habían perdido fácil quinientos bucks. Y claro que en mi situación ni los quinientos juntos me salvaban de nada, pero no era lo mismo estar chillando en el rincón que mínimo llevarte a una rata callejera entre las patas. Claro que suena de lo más ingenuo, pero yo en realidad pensaba que podía. ¿Cómo iba a adivinar que todo el pinche público se había puesto de acuerdo para engancharme? ¿Sabes qué estaba haciendo ahí la mugrosa esa? Cuando te arrepentías de apostar, se arrimaba y te daba tips para ganarle al de las cartas. Luego decía que tenía una supertécnica, y te pedía a cambio la mitad de las ganancias. Según mis cuentas ya llevaba perdidos trescientos veinte dólares cuando me quise ir. Me temblaban las manos, las piernas, la mandíbula. Sobre todo la mandíbula. Porque no había podido ganarle ni una, ¿ajá? Dieciséis veces había puesto veinte dólares encima de una carta y todas los había perdido. En eso viene la mugrosa y me propone el trato. Ni modo de decirle no, porque yo ya no estaba pensando en quitarle sus dólares al de las cartas, sino de menos en recuperar los que me había quitado. Y eso fue exactamente lo que acabó de joder a La Pequeña Violetta: creer que iba a lograr hacer justicia. Como me dijo Eric esa noche, el que lucha por la justicia es Superman.
La técnica era fácil, según esto: no debía dejar que mis ojos me engañaran. Todo lo que tenía que hacer era mirar cuántos dedos me enseñaba la mugrosa: un dedo era la carta de la izquierda, tres la de la derecha y dos la de en medio. La primera vez no le quise hacer caso. Estaba muy segura, más que ninguno de los otros chances. Y perdí, claro. Entonces puse cara de me equivoqué, O sea de zopenca, que me sale tan bien. Volví a apostar, pero ya a la carta que me aconsejaba con su mano izquierda la mugrosa. Y zas: gané. Ya con ese pretexto, la mugrosa me acercaba el aliento y me decía: Hey, partner! Uno puede llegar a controlar sus apuestas mientras nada más pierde, pero gana una vez y vas a ver qué viaje. No te puedes parar, se hace cosa de orgullo. Yo estaba tan atarantada que no me daba cuenta del doble robo, porque había como cien dólares que iban y venían, y cada vez que yo cobraba daba un par de pasitos para atrás y le pasaba su comisión a la mugrosa. Pero ella no me daba a mí ni un pinche penny cada que yo perdía. O sea que entre los cuatro me tenían totalmente enaneada. Total, que se me fueron novecientos. Y si no ha sido por el policía que pasó, no me habría quedado ni mi quarter. El de las cartas dobló la mesita, la guardó como pudo y me dejó con la mugrosa y sus paleros. Y los tres me decían: No te vayas, espérate, y en eso pensé: ¡ImbéciI! Me estaban agarrando de las mangas del suéter para que no me fuera, la mugrosa hasta me rogaba: Please! Please! Please!, pero yo estaba calculando, sin mucha idea porque todo había sido rapidísimo: me habían pelado en menos de diez minutos. Según mis cuentas la mugrosa tenía fácil unos doscientos dólares, y el resto me lo había clavado el de las cartas. En eso sentí ganas de llorar, pero ya no de triste.
Estaba tartamuda del coraje, y como no sabía ni qué decirle a la maldita mugrosa, lo único bueno que se me ocurrió fue soltarle un cachetadón que hasta la mano me dolió. Muchísimo, por cierto. Y ya, me eché a correr. Crucé la 34 saltando entre los coches, me metí a Macy’s como si yo fuera la ratera. Aunque si nos ponemos exigentes yo era mucho más ratera que ellos. Por eso todavía estaba en el Plaza. Pero de todos modos acabé otra vez chillando. No podía creer que New York me estuviera tratando así. Y eso que yo decía que era la buena suerte de Eric, su estúpido amuleto. Llevaba una hora y media peleada con mi novio y ya había perdido casi mil dólares. Me acuerdo que iba caminando por el Macy’s, perfectamente ida. Me cambiaba de pisos, subía y bajaba por distintas escaleras, veía las ofertas, las faldas, los juguetes. Y era como si todos se rieran de mí. Ésa es la primitiva que se dejó estafar por ambiciosa. Mírenla, cree que es rica. Mírenla, trae los ojos rojos. Mírenla, está llorando detrás de esas vajillas. No sé ni en qué momento fui a dar hasta el sótano. No registraba nada, no podía concentrarme ni en chillar. Tenía ganas de berrear con toda mi alma, pero sólo traía fuerzas para seguir caminando. Hasta que leí: Subway. No conocía el subway. Me había estado sintiendo demasiado rica para bajar a presentarme con él. Buenos días, señor Subway, soy la nueva pendeja que viene a devorarse Manhattan. Perdón que no le de la mano pero está usted muy sucio. ¿Alguien podría decirme qué tren tengo que tomar para ir al Plaza? Yo no podía saber que en New York la gente toma el metro por falta de tiempo, no de dinero. Cualquiera me habría dicho cómo llegar al Plaza, pero yo prefería preguntar por la 59. Me moría de vergüenza de verme así de miserable y encima presumir que dormía en el Plaza. Dios mío, pensaba, tengo que salirme de ese hotel. Iba tan zombie que me bajé dos estaciones después, pasando el Lincoln Center. Pero no me importaba. En realidad no tenía ni tantitos deseos de llegar al Plaza. Me fui por Broadway para abajo y llegué hasta la 59, pero me daba miedo verle la cara a Eric. No podía dejarle de contar lo que me habían hecho, pero tampoco me atrevía a decirlo. Iba inventando formas de empezar, pero con todas me sentía igual de bruta. Excepto por la escena de la cachetada, que de seguro lo iba a hacer reír. Hasta ahora me acuerdo de las caras que pusieron los paleros y me gana la risa, porque en ese momento juraba que me había fracturado la mano. A la mugrosa ya no pude ni verle la jeta, pero por el dolor que traía en mi manita te digo que le di el madrazo de su vida a la infeliz. Nunca se lo esperó, le di de lleno. Y además de revés.
Tenía como dos horas de estar tirada al sol en el Central Park y todavía me punzaban los nudillos. Te juro que yo nunca aceptaría doscientos dólares a cambio de un madrazo de ésos. Me sentiría estafada. Cuando llegué al hotel eran más de las seis. Eric no estaba y yo no tenía llave. Tampoco me atrevía a pedirla en la administración. Había mucha gente que entraba y salía todo el tiempo, yo sentía que me veían como limosnera. Mira, ésa es la que duerme en el Central Park. Una puede dormir en el Plaza o en el parque, pero no las dos cosas. Te pierdes el respeto, ¿ajá? Y a mí me urgía muchísimo volver a respetarme. Sentirme poderosa, linda, a salvo. Nada que no pudiera conseguir llorándole en los hombros a mi Supermán.
Los gringos son increíbles. Yo estoy segura que Eric andaba cacheteando el pavimento por mí, que por lo menos se sentía igual de mal que yo después del berrinchazo que le armé por nada. Sólo que a él nada de eso le afanó. Salió, no me encontró, se regresó al hotel, se bañó, desayuno y se fue a conseguir departamento. Y lo más increíble es que lo consiguió. Se iba a desocupar en dos semanas. Mil quinientos al mes: menos de cuatro días en el Plaza. Sólo que en un octavo piso y sin elevador. Una ganga, porque del otro lado de la calle había uno más chiquito en dos mil. Aunque en el tercer piso, que en verano podía hacer toda la diferencia del mundo. Pero yo qué iba a saber del verano. Yo quería enterarme cómo le había hecho para conseguir un departamento así de fácil. ¡Fácil! ¿Sabes lo que hizo el bestia para que se lo rentaran? Le dio a la dueña nada más treinta y cinco mil dólares. Dos años completitos por adelantado, más un depósito de cinco mil. Ya podrás suponer que es más de lo que yo podía aguantar.
Me había pasado el día consolándome con mi gran capital de ochenta mil y ya Eric me lo había recortado a poco más de la mitad. Y había recortado mi libertad, porque yo ni siquiera había escogido, ¿ajá? ¿Con qué derecho? El caso es que le estaba reclamando enojadísima cuando me dio un sentón que no me chingues. Dijo: No te quiero viviendo en la calle cuando yo me vaya. Y yo me quedé muda. ¿Qué iba a hacer Luisa Lane en New York sin Supermán? No podía perderlo, no mames, no iba a sobrevivir. Me dio tanto terror que me le abracé fuerte, como si en ese instante se estuviera yendo. Y cerraba los ojos y apretaba los dientes y no le decía nada porque ya con el cuerpo le estaba gritoneando. Dont you leave me, Clark Kent. Not now, ¿ajá? No podía aceptar que Eric tuviera un plan diferente del nuestro. Que viniera a decirme que él si podía respirar afuera de nosotros. Que primero se dejara consentir por la dulce Violetta y luego le saliera con que ya me voy, I was so glad to meet you, have a nice fuckin’life. A mi no me importaba que el dinero me rindiera la mitad, con tal de ver a Supermán despertarse conmigo. Y ésa era mi más grande paranoia, pensar que yo tenía que seguir siendo Santa Claus para que Supermán no me dejara. Por eso no aceptaba que me quisiera dar clasecitas de vuelo. No quería que me enseñara a no necesitarlo, me daba pinche pánico quedarme sola. Por más que ya supiera que Eric se iba a regresar, me empeñaba en creer exacto lo contrario. Había logrado que llamara dos veces a Laredo y dijera que se iba a tardar más, pero el papá lo estaba amenazando con ir a la buscarlo. Por eso le urgí tanto encontrar departamento; para que su familia dejara de llamarle al Plaza. El muy bruto le había dado el teléfono a su hermana. Y ya tú me dirás cómo le iba a explicar que estaba allí. Creo que sus papás no habían estado nunca en New York, pero por ignorantes que fueran tenían que olerse algún asunto chueco. Tenían que convencerlo de regresarse y estudiar una carrera y disfrutar de todo lo que con Violetta nunca iba a tener. Pero tampoco me iba yo a rendir tan fácil. Digo, de algo tenía que servirme dormir en la misma cama, quitarle su pijama, repartirle besitos como caramelos, jurarle que ya nunca me iba a poner así, hacerlo reír y bueno, hasta aceptar su pinche plan de austeridad. Porque lo que es los Yankees no iban a jugar antes de abril. Entonces yo quería tener conmigo a Eric mínimo hasta la primavera, y para eso necesitaba que cortara los cables con su tribu. Pero eso no podía pedírselo. Santa Claus nunca pide, nomás da. Aunque sólo a los niños que se portan bien. Por eso al día siguiente nos cambiamos de hotel.
New York se ensaña con quien no tiene casa. Los hoteles baratos son unas cuevas infectas, y los que te parecen más o menos decentes nunca te cuestan menos que un súper suéter. Un robo en todas partes. Y aparte triste, porque en las cuatro semanas que no tuvimos casa fuimos bajando poco a poco de nivel. Cada vez que hacíamos cuentas, yo veía cómo se nos caían las estrellas. Cinco, cuatro, tres, dos, we’are! Todavía en el Sheraton y el Doral Inn la cosa estaba soportable, pero abajo del Edison se puso truculenta. Fuimos a uno que estaba en Broadway, por la 96, donde yo ya juraba que iba a acabar en una casa-hogar. Bi, we are Eric and Violetta Welffare. Leaveyour quarter, God blessyou.
Había ratas y cucarachas en los pasillos. Llevábamos veintitrés días esperando que se desocupara nuestro departamento y ya no había lana que alcanzara. La primera semana de austeridad nos salió casi en dos mil bucks, y la última la habíamos bajado hasta cuatrocientos. Comíamos hot dogs en la calle, me robaba chocolatitos en las tiendas, íbamos a los cines más baratos. Hasta que un día estallé. Seis noches en el Sheraton, cuatro en el Doral Inn, diez en el Edison, luego ya con las cucarachas. Y deja que las ratas infelices corrieran a esconderse cada que salías al pasillo, hasta a eso me podía acostumbrar. Pero saber que había tipos allí dentro que pagaban pensión y vivían de pedir limosna, eso me corroía horriblemente el respeto por mi personitita. Según los numeritos de Eric, no podíamos gastar más de trescientos noventa por semana. No recuerdo muy bien cómo estaban sus cuentas, odio con toda mi alma la aritmética de la clase media, pero la idea era que mis dólares me duraran dos años. Y así decía Eric, ¿ajá? Your money. Your apartment. Your next- couple ofyears. Couple my ass, pendejo. Y yo me hacía la sorda. Total, si ya lo había divertido por cuarenta días, podía retenerlo setecientos más. Pero no así, viviendo como pordioseros. Y yo no decía nada porque luego pensaba: ¿Qué me cuesta aguantarme una semana? Pero cuando me vino con que three more days, después de cuatro weeks cayendo de clavado hasta el fondo de la mierda, me puse como tú ya sabes. Rompí un vidrio, estrellé la lámpara en el piso y me solté gritándole: Si tú crees que en dos años yo no puedo arreglármelas para seguir viviendo como reina estás hecho un pinche asshole. Algo por el estilo. Eran las nueve de la noche y a mi me valió madre. Bajé hecha un monstruo a la administración, que por cierto apestaba a humedad igual que el pinche cuarto roñoso ese, pagué el vidrio y la lámpara y salí a parar un taxi. Supermán no decía ni Juck you. Venía calladito, siguiéndome. Ayudó a acomodar las maletas en el taxi, se sentó junto a mi, me abrazó y se calló el hocicote cuando le pedí al chofer que nos llevara al Waldord Yo sabía que ésa era la única manera de obligar a Eric a joder a la dueña para que ya nos diera el departamento. O por lo menos eso fue lo que le dije. No podía confesarle las ganas que tenía de quemarme esos dólares como Dios manda. Tampoco iba a decirle que después de esas cuatro semanas de cargar con su puto plan de austeridad yo sufría cada vez menos con sus insinuaciones texanitas. En el taxi camino al Waldorf, pensaba: Que se vaya a Laredo este pendejo. Tanto que hasta me parecía divertida la idea de estar sola en New York. Como que había una escandalosa cantidad de diablos listos para saltar como Jack In The Box, y ninguno iba a hacerlo mientras Mr. Clark Kent anduviera por ahí. Y al mismo tiempo yo seguía empeñada en retenerlo. Andábamos a toda hora juntitos, caminando. En una de esas caminatas me metí a una tabaquería para robarme un chocolate. Habíamos discutido por no sé qué cosa, y como a Eric le cagaba que yo fuera raterilla, me metí con más ganas, como diciendo: Te chingas, gringo putito. ¿Sabes qué me robé? Un billete de cien de la registradora. La señora de la tienda se distrajo un ratito y zas.- atacó Luisa Lane. Llevábamos dos noches en el Waldorf Astoria, ya nos habían dado las llaves del departamento y Eric había corrido como diez cuadras conmigo, los dos con unas carcajadas que no veas. Sólo que nunca supe muy bien de qué se reía. De hecho mi risa se detuvo cuando me di cuenta que en realidad nos estábamos riendo de cosas distintas. Porque Eric no pensaba que yo fuera capaz de hacer dinero. Creía que me había robado el billete nomás por divertirlo. O sea que por más que yo me riera de felicidad por el rotundo éxito de mi demostración, él no creía que yo hubiera demostrado nada. Así como lo más cómodo para Violetta era pensar que Eric no iba a dejarla, lo más cómodo para Eric era suponer que Violetta podía vivir feliz comiendo hot dogs en lugar de seguir estafando a su prójimo. ¿Qué quería demostrarle? ¿Que era buena ratera? No. Solamente que era capaz de cualquier cosa. Supergir1 finás her way: ésa fue la noticia que a Eric le pasó de noche.
Nunca supe muy bien cuándo pensaba irse, pero podía habérmelo hecho desde el segundo día en el departamento. Con dos años de renta pagados, la dueña no tenía para qué aparecerse. Yo era la hermana chica de Eric, según ella. No había más que explicar. Tenía dos años limpios para hacer lo que se me diera la gana con mi vida. Y como lo único que no me daba la gana era ponerme a ahorrar, decidí que con Eric o sin él tenía que aplicarme a sacar una lana. Sabía que mi capital no iba a durar ni un año, y tampoco podía dedicarme a ladrona porque seguro me iban a agarrar. Aunque eso todavía no estaba tan claro. Yo supongo que todos los ladrones audaces se consideran buenos, hasta que los apañan. Y ya ves que Violetta era de esa pandilla. Mi papá decía: Te pasas, Rosalba, te pasas, te pasas, te pasas, a toda hora te pasas. ¿Qué quería que hiciera? Un día me acuerdo que le dijo a mi mamá: Esta muchacha es chiva de otro corral Y yo lo odié muchísimo. Durante dos semanas estuve echándole una cucharada de laxante a su chocolate. Lo veía y pensaba: Muérete, chivo viejo. Eric se reía mucho de que yo le dijera a mi papá Gran jefe Chivo Viejo. Jugábamos a que me habían secuestrado de una diligencia. Yo era una pobre mexican señorita en desgracia y él era el texanazo que me rescataba sana y salva. Dont be afraid, Miss We’are! Esto último ya era mío, y cuando lo decía se acababan las risas. Me decía: Eres una privilegiada, puedes seguir tus estudios en los Estados Unidos. Y a mi no me pasaba por la mente estudiar nada. Le decía: Si me gasto mi tiempo en estudiar, voy a acabar estudiando el mapa del subway. Yo sentía que Eric sólo se quedaba porque según él no había terminado de cumplir su misión, que era verme conforme con trescientos bucks a la semana, tomando clasecitas de cualquier pendejada. Digamos que camino a convertirme en Luisa Lane. En Texas te habrías podido pagar una carrera, decía, y yo me preguntaba si a la hora en que oíamos juntos The Passenger nos pasaba la misma película por la cabeza. Y obviamente ni madres, ¿ajá? O sea que nos queríamos horrores, pero sólo porque la lana y el desmadre nos habían hecho muy felices juntos. Porque igual yo le estaba muy agradecida. Era no sé, decente, buena persona, se reía todo el tiempo, se afligía muchísimo por mí.
Yo a Eric lo quería por puras buenas razones. Tenía todas las cualidades que a mi me faltaban. Aunque tampoco sé si me faltaban. Lo que te digo que sí tengo claro es que me gustan mucho los malditos. Los villanos que van detrás de Luisa Lane ya sabes cómo: con las más nefastas intenciones. Los malos-malos: ésos son los buenos. Y Eric nada más no calificaba en la categoría. Era más transparente que un calenturiento, el pobrecito. Y cada día que pasaba yo me iba como despegando de él. Pensaba: Si se va, que se vaya en dos semanas, porque igual calculaba que era el tiempo en que, me iba a empezar a hartar. Si no hubiera llorado todo lo que lloré después por ser al mismo tiempo tan perra y tan bruta, me sentiría todavía mal. Parte de la aritmética de la clase media se hace con esa misma mezquindad, y yo me odié por eso. Me odio por mi capacidad de hacer pedazos todo lo que tengo, pero también me admiro por lo mismo. Hay millones de viejas con jerga y delantal que controlan a sus maridos como pinches monitos de videojuego con la estrategia que yo le estaba aplicando a Eric, por eso ya en el fondo quería que se fuera. Tenía que estar sola, ¿ajá? Claro que no dejábamos de revolcarnos, pero hasta eso se había vuelto un poquito mecánico. Y otro poquito atlético., Hasta que empecé a hacerme la soñolienta, y Eric no entendía nada porque ya estaba trepadísimo en el rollo de Clark Kent. Imagínate las que pasa un superhéroe en la cama, cargando todo el tiempo con la obligación de ser Mr. Big Time. O tal vez era porque tenía claro que iba a irse, pero yo ya no estaba en esa historia. Desde el hotel de las ratas me había salido corriendo del tal nosotros. De repente jugaba a creer que me había secuestrado el mismo superhéroe que me rescató. A veces se acercaba para acariciarme y yo gritaba: ¡Stay away! ¡Wanna fuck Lex Luthor! Como cincuenta veces. Y lo decía totalmente en serio. Si no podía ser princesa, entonces que viniera un villano a esclavizarme. No sabía nada de eso, pero estoy segurísima de que alguien muy adentro me llevaba derechito para allá. Como si los cuarentaitantos mil que me quedaban trajeran una maldición incluida. Llegué a pensar que en una de ésas me andaban persiguiendo los espíritus en pena de todos los que se murieron por falta de ambulancia. ¿Sabes por qué te dicen Pig? Porque siempre te ríes de cosas como ésa. Te ríes cuando deberías horrorizarte. Te enamoras de mí cuando más bien tendrías que esquivarme. Traes integrado el héroe y el villano en el mismo diskette. ¿Ves por qué eres una desgracia como Diablo Guardián?
Voy a quedarme sin saber tu opinión, ésa es la gran ventaja de no tenerte enfrente. ¿Cuáles son los requisitos básicos para ser personaje? A lo mejor estoy aquí hable y hable y resulta que ni los cumplo, ¿ajá? Si yo estuviera en tu lugar, me aseguraría de que ninguno de mis personajes leyera la novela. Si no con qué confianza vas a decir tantas mentiras. Es posible que yo esté aquí contándote mi vida no para que te enteres de la verdad, sino para que me perdones y no me hagas pedazos en la historia. Pero como ya se que no me vas a perdonar, no descartes el chance de que sea todo cierto. La gente se pasa la vida contándose mentiras para que pasen por verdades, cuando es más divertido lo contrario. La verdad se disfraza de mentira para que una pueda soportarla. Yo realmente cruel que había dejado de querer a Eric. Lo provocaba para que de una vez hiciera lo que tenía que hacer, judas, le decía, ve a arreglar tus asuntos. Un día le pedí un beso y le escupí en la cara. Y él no me respondía las agresiones porque creía que eran mi manera de decir: No te vayas. O porque las estaba coleccionando para cualquier mañana echármelas en cara y largarse a su pinche pueblo naco. Y la verdad es que yo temía tanto que se fuera que me quitaba el miedo desafiándolo: Déjame, déjame, déjame, déjame, ya no te quiero. Ni siquiera me imaginaba todo lo que iba a chillar después por ser así de atrabancada. Fueron ocho, diez días. Y no me daba cuenta del calendario, no había para qué.
Todos los días eran igualitos. Habíamos comprado una televisión y no sé cuántos videojuegos. Salíamos al parque, comprábamos revistas, jugábamos el día entero. Noches, tardes, mañanas, daba igual. Nos hablábamos poco. Además, yo traía los audífonos puestos. The Passenger, of course. La canción no decía the passengers, hablaba de uno solo. Y aparte no era yo quien quería largarse, carajo. Pero necesitaba creer que sí, que ya estaba podrida de cargar con ese bulto, que su pura presencia tenía que ser la ruina de mis planes. La manera más eficaz de sacar a alguien de tu vida es echártelo encima. Cargarlo todo el tiempo, para que hasta cuando sonría te parezca insoportable. Crear una incomodidad artificial para que esté ahí siempre, que te despiertes y le mires la jeta y sientas como ganas de no haber despertado. Es increíble lo que esa estrategia puede hacer en ocho días. Lo aburrido que llega a ser un beso, un café, una cama, una cena, un videojuego. Y al mismo tiempo lo maravilloso que se ve el futuro con la cama y la mesa y el baño y el cepillo y los platos y las tazas toditos para ti. Pensaba que sabía demasiado de Eric y nada o casi nada de mi misma. Quería dar una vuelta por mi propia Disneylandia. Y claro que también quería conservar a Eric, pero igual ya me había rendido. Era obvio que no se iba a quedar, y si de pura suerte se quedaba iba a acabar odiándome. Te digo que los tipos decentes no me van. Les traigo mala suerte.
Las historias de pactos con el diablo siempre cuentan lo mismo: alguien lo llama, él llega y luego no hay ni cómo correrlo. Los diablos no toleran una falsa alarma. Una mañana puedes levantarte con buenas intenciones, pero si el día anterior se te ocurrió llamar al diablo, va a ser él quien se encargue de tus intenciones. Porque las va a torcer, ¿ajá? Y todo va a salir como él decida, tu opinión tiene sólo un papel decorativo. Porque ese día te juro que me desperté pensando en contentarlo. Pensé: Si Eric de todos modos se va a ir, lo menos que tendríamos que hacer sería reírnos juntos, como en Houston. Hice unos planes lindos. Podíamos ir a desayunar juntos, y luego dedicarnos a recorrer New York como turistas. Y después ir a patinar en hielo al Rockefeller.
Éramos insultantemente distintos, por más que los primeros días hiciéramos cualquier cosa por sentirnos iguales. Eric había comprado una tarjeta, casi llegando a New York. Era la clásica postal del Rockefeller Center, con la pista repleta de gente patinando. ¿Nunca has tratado de caber en una postal de ésas? No te lo recomiendo. Y eso que ni siquiera lo intenté. Porque te digo que ya había llamado al diablo. Por más que se disfrace, el demonio no cabe en las postales. El demonio se te aparece cuando te propusiste que tu vida pareciera tarjeta postal. Como uno de esos edificios que jamás se mueven de su lugar. Ni siquiera se ensucian, ¿ajá? La gente escribe cosas tontas y bonitas al reverso de la foto, y es como si nos propusiéramos que todas esas palabras se quedaran sembradas allí, con cemento y varillas. En las postales hay gente contenta que jamás deja de patinar, ni se quita el gorrito, ni los guantes. Gente que se está dando regalos todo el tiempo. Gente que nunca marca el número del diablo. Gente quizás como Eric, pero no como yo.
¿Qué se siente mandar una postal? Yo soy tan egoísta que ni eso sé hacer. Nunca he estado siquiera cerca de mandar una. Ni de comprarla, pues. Creo que traigo mis propias postales integradas. Un mostrador de perfumes, un probador con doble espejo, un aparador de Saks: ésas son mis postales. Y en ésas por desgracia si cabe el demonio. Tendrías que haber visto la cara que puso Eric cuando me vio mirar a Saks como niña de la calle. Aterrado. Hazte cuenta que me brotaban granos en la cara. Y no era para menos, porque seguramente vio al demonio que me tenía hipnotizada en la banqueta. Yo no podía verlo. Yo veía solamente los foquitos y los santa clauses y me estaba muriendo por entrar. Hasta que a Eric le ganó la risa. Y de repente allí estábamos otra vez, doblados de la risa y afuerita de Saks. ¿De quién era la magia? ¿De Eric, mía, de la tienda? Para qué me hago tonta. La magia sólo podía venir de toda esa lanza que yo ya no tenía, pero seguía con prisa por gastármela. Sólo de imaginarme los miles de carteras que iban a adelgazar ese día en esa tienda, sentía unos deseos perrísimos de entrar. Ya sé que es una estupidez vivir esperanzada en encontrarse un portafolios con un millón de dólares, pero eso es algo fácil de esperar en New York. Mínimo yo tenía la impresión de que pasaba todo el tiempo. Dinero que se pierde, o que se cae, o que cambia de manos cuando menos lo piensas. Entré a Saks con la idea de que me iba a pasar algo así. Ya sabrás, con el diablo pisándome los talones. Y Eric atrás, callado. Contento nada más de darme gusto.
Eran como las dos de la tarde. No traíamos dinero más que para patinar, y si acaso comprarnos unos hot dogs. Ésa era la tranquilidad de Superman, que Luisa no pudiera derrochar su dinero. Me decía: C’mon, let’s just go skating, pero yo andaba en otra frecuencia. Estábamos en uno de los pisos de arriba, entre la ropa de hombre. Y el inocente me pedía que no fuera a comprarle un regalo: Please, Violetta, mientras a un lado mío había un güey probándose un saco de los caros. Era un señor bajito, con tipo de extranjero, aunque en realidad casi ni lo vi. Lo único que Violetta no paraba de vigilar era el abrigo: el del saco lo había dejado en una silla, cerca de donde estaba Eric. No podía pensarlo mucho tiempo, tenía que irme directo sobre la presa. ¿Qué crees que hice? Le pedí a Eric muy amablemente que me lo pasara, y hasta le dije que era para mi papá. Y tanto le extrañó que me acordara de mi padre que nunca se fijó en lo que me estaba dando. No era un abrigo nuevo, ni de lejos. Pero Eric me lo dio y yo dije: Sí éste no se da cuenta, nadie más se va a dar.
El abrigo tenía como siete bolsas, casi todas vacías menos dos. En una había una manzana, que hasta pensé en robármela para divertir a Eric. Pero en la otra hallé un bulto de lo más amigable. Cuadrado, suavecito, gordo, como tenía que ser. Dejé el abrigo encima de un montón de ropa y me guardé el bultito debajo del suéter. Le dije a Eric: Let’s go now, y me fui casi que galopando a los elevadores. Pero no había ni uno con las puertas abiertas, y yo me iba a morir del nervio si me quedaba allí esperando como pinche zopenca. No lo pensé dos veces: me metí al baño de mujeres y dejé a Superman a cargo de la situación. Necesitaba sentir que el mundo todavía estaba en su lugar, jalar aire, checar cuánto dinero había en la cartera. Eric no me había visto, para él yo nada más estaba entrando al baño. Pensé: Me está esperando, por eso me quedé un ratote adentro. Y si, la billetera estaba llena, pero de cheques de viajero. Yo nunca había visto un cheque de viajero. Eran como cinco mil dólares, pero me daba miedo llevármelos. Había también un pasaporte alemán y tres billetes de diez marcos. Cuando me decidí a salir, tiré los cheques con todo y cartera al bote de basura. Guardé los treinta marcos en un zapato y el pasaporte dentro de los calzones. Ratera cheesy, ¿ajá? Me sentía pésimo, además. Sobre todo porque al salir no encontré a Eric. Tomé el elevador, llegué a la calle y no lo vi. Crucé la Quinta, fui hasta las escaleras de la plaza y nada. Entonces me senté y me dediqué a ver a los personajes de la postal, con una de esas envidias en las que mejor ni piensas porque seguro te sueltas chillando. Pensaba: Todas estas personas tienen algo que hacer en New York, y yo no. Eric me preguntaba por mis planes, y ni modo de confesarle que no había planes. Le decía: It’s a secret. You knows Violetta’s Secret. Pero también, ¿qué planes iba a tener? ¿Casarme? ¿Trabajar? ¿Estudiar? No, no, no. Mi único plan era seguir lejos de mi familia, y el lugar más lejano de mis papás era ése, New York. Pero New York tenía que ser algo mejor que estar ahí arranada como pordiosera, con treinta marcos dentro del zapato.
El botín lo cambié en el Plaza. Me senté en la cafetería y pedí un café con galletitas: ahí se fueron los marcos. De cualquier forma, no podía enseñárselos a Eric. Ni modo de contarle lo del robo, qué vergüenza. Total que me pasé la tarde entera caminando sola. Me imaginaba a Eric buscándome por todas partes, marcando nuestro número, vuelto loco por mí. Y entonces me sentía tan bien que hasta pensaba: Ya me toca seguirlo. Porque él me había seguido desde Laredo, lo había traído todo el tiempo tras de mí, hasta que me metí con la cartera al baño. Entonces me di cuenta que tenía que seguirlo, que Eric era lo único realmente bueno que me había pasado en la vida.
Al principio no me creyó nada. Tenía las mandíbulas trabadas del coraje. Por mucho que dijera que era de puro susto, que no podía imaginarme las angustias que había pasado por mí, era obvio que Eric temblaba de enojado. Lo habían tenido no sé cuántas horas encerrado en una bodega de Saks. Le dijeron que yo ya había confesado, que se iba a ir a la cárcel del Estado. Y él no sabía de qué mierdas le estaban hablando, pero podía irlo suponiendo: la ratera de Violetta había vuelto a atacar. Ya era casi de noche cuando lo soltaron, juraba que me habían llevado presa. Le expliqué como pude que yo no había hecho nada, que no tenía idea de lo que me hablaba. Lo abracé, le di besitos, me indigné y en fin: lo convencí. Quién sabe quién nos vio, y cómo, y dónde, pero desde el principio le preguntaron por your girlfriend No se les ocurrió ir a buscar al baño. No la vieron salir, ni subir al elevador, ni largarse a la calle: no sirven para nada los policías de Saks. Aunque igual por un rato no iba a poder volver: un obstáculo menos para el plan de austeridad. A menos que cambiara de peluca o me pintara el pelo, que por cierto cada día estaba más pinche lamentable.
Tenía como dos centímetros de pelo nuevo que no era negro ni castaño. Era un color mediocre, ofcourse. ¿Qué más podía esperar de mi cochina sangre? Y si no me lo había puesto de un buen color era porque no había decidido entre el negro y el pelirrojo: los únicos que puedo soportar. Pintármelo de rubia era como seguir a un lado de mi naca familia, pero dejármelo tal cual era como reconocer que llevaba su sangre. Te digo que tenía que ser negro o rojo. Según yo era la única manera de sacar a mi tribu de la película. Que dice el general Custer que se vayan galopando a la Chingada.
Eric había opinado que me iba a ver mejor de pelo negro, y yo sólo por eso quería ser pelirroja, pero después de Saks me puse dócil. Dije: Mañana voy y me lo pinto. Por fin iba a traer el pelo negro: qué emoción. Aunque en el fondo me seguía sintiendo chinche. No podía sacarme de la cabeza que Eric seguía como sin creerme. Porque según yo estaba pagando los platos rotos, pero eso él no podía saberlo. Por más que no me hubiera visto ni un marco, Eric se las olía que yo me iba a atrever a todo, menos a confesarle la verdad. Sospechaba de mi, ¿ajá?, todo el tiempo. Se había convertido en un buen padre. O sea: puta madre.
Las mujeres como yo acostumbran llevarse mejor con el taxista que con el mesero. Con ciertas excepciones, ya te contaré. ¿Sabes por qué me agradan los taxistas? Porque hacen porquerías por dinero. No son simples chóferes, son cómplices. Tú dime qué chofer no es un palero natural de su patrón. Pero ni los taxistas ni las putas ni los limosneros tienen un patrón. Ni siquiera los dealers. Y aunque hubiera patrón. Sería igual, porque en la calle no hay patrones, hay clientes. Y eso es lo que no entienden los meseros. Viven jodidos por todas y cada una de las patadas en el culo que les da su patrón. Y las de los clientes, que también son un chingo. Imaginate al tipo: se pasa todo el día sirviendo los mismos platillos y oliendo las fritangas más exquisitas, pero igual todo el día le llueve mierda. Promoción especial: Disfrute de nuestros platillos y cáguese en nuestros meseros. Y entiéndeme que los meseros son también de la calle, pero están en cautiverio. Estafan al patrón, se orinan en la sopa del cliente, y hasta trafican cois o se tiran a la clientela distinguida. Los habitués, ¿ajá? Todo por una pinche propinuca. O sea que como ves son colegas de todos los callejeros. Putean, mendigan, transportan, conectan y comen platos y platos de shit, pero se dan el gusto de correrte porque fíjese que éste es un lugar decente. My Good imbécil, si este lugar fuera decente tú nunca habrías entrado. Porque lo que ellos quieren decir con «decente» es nice. O sea chic, posh, so-cool Big Motberfuckin’Bucks, My Dear. Y en un lugar donde reina esa clase de decencia no entran meseros nacos. Ni limosneros, ni taxistas. Aunque a veces las putas y los dealers conseguimos la visa temporal. With supplies last, ¿ajá? Y los meseros quieren que tú pagues por eso. Tú que me estás besando en medio del escote con la bocota llena de arroces y yo que te devuelvo el beso para que me regreses el bocado que te pasé. Y los meseros verdes, ¿te acuerdas? ¿Cómo supiste que yo odiaba a los meseros? ¿Cómo podías saber tanto de mí, tú que no sabías nada? Creo que nunca te lo he dicho: por más que lo deteste, me gusta que me espíes. Esa costumbre tuya de encuerarme sin verme, sin tocarme, sin dejar de olerme, a mis espaldas siempre. Soy una pinche adicta: no puedo desnudarme sin pensar que podrías estarme espiando. Como viejo asqueroso, como cojo depravado, como hijo de jardinero. Sabes que soy completamente inaccesible, pero igual decidiste meterte en mis sueñitos.
No está bien que lo diga, pero creo que el problema entre Eric y yo no estaba en que él fuera muy gringo y yo muy mexicana. Digo, cuál mexicana, no mames. La bronca es que el mesero y la puta no se llevan. Yo no era puta, claro, pero si ladrona. Y puta wannabe. Y dealer wannabe. Y gringa wannabe, ¿ok? Con todas esas medallitas ya colgando no querrás que un tipo de verdad decente, mínimo decente wannabe, quisiera compartir su vidita conmigo. ¿Sabes lo que le pasa a un mesero que se hace amigo de los callejeros? Que termina en la calle. Y yo estaba llevando a Eric camino de la calle. Con todas las desventajas y ninguna ventaja. Yo la verdad no estaba interesada en joder a Eric, pero si él se quedaba iba a acabar jodiéndolo y jodiéndome. Porque yo no quería ser ladrona, y menos otras cosas, pero tampoco había muchas profesiones disponibles. Y con Eric ahí no podía ni explorar el mercado de trabajo. Al mismo tiempo, Eric era la prueba viva de que yo tenía no sé, ciertos talentos.
Sabía cómo sobornar a un hombre. Pero igual todavía tenía que probarme que podía corromperlos sin lana de por medio. No digo que Eric hubiera ido hasta New York solamente detrás de mi dinero, pero a ver: si en lugar de ofrecerle una lana se la hubiera pedido, ¿qué me habría dado el bueno de Supermán? Te lo pongo sencillo: Violetta necesitaba probar su kryptonita. No quería ser la ratera, sino la villana, ¿ajá? Ser villano es mil veces preferible a ser ratero, y con un cuerpecito como el que se me había hecho sólo podía convertirme en dos cosas: villana o pendeja. Como yo era ladrona y mala hija y fugitiva, no podía inscribirme más que en el primer club. No dudo que en tu mundo de casas propias, coches nuevos y escuelas bonitas una tenga muchísimas opciones, pero en la calle hay una: survival. La tomas o la dejas.
Me había echado la noche completa sin dormir. Desperté ya pasado el mediodía, y entonces que me acuerdo del pasaporte. ¿Para qué me lo había robado? ¿Para poner mi foto y llamarme Eric? ¿Dónde lo había dejado? ¿Y dónde estaba Eric? Me molesta muchísimo reconocerlo, pero creo que sin pensarlo dejé ese pasaporte en el lavabo para que sucediera exacto lo que sucedió. Para que yo gritara: Eric! Eric! Eric! Eric!, y él no me contestara. Y lo horrible es que yo sabía que no estaba. Que entre sueños lo oí pararse, bañarse, abrir cajones, mover muebles. ¿Sabes por qué me desperté pensando en el pasaporte? Porque mis monstruos, o mis diablos, o como se te dé la gana llamarlos, habían decidido expulsar a Eric de la cancha. Elvis, please leave the building! Tú conoces mis reglas: prohibido el juego limpio. Pero entonces ni yo sabía que tenía esas reglas. Las seguía por instinto o no sé, por vocación. El caso es que la asamblea de monstruos o demonios o pigs decidió que Violetta tenía que estar sola. Necesitaba hacerme dueña de mis pinches actos. Ponérmele de frente a la ciudad, medirme con la calle. Me había estado portando como mesera desde que llegué. Mirando para abajo, todo el tiempo. Buscando el portafolios, el billetote, el quarter, a ver si de casualidad topaba a mi destino saliendo del drenaje. Y no sirvo para eso, ¿aja?
Dear Urich: Went back to Texas. Blessyou loveyou. Eric. No escribió más, sólo eso. Dear Urich: pendejo. Pero había funcionado, por encima de mis buenos dizque propósitos. Me sentía como una cirujana que tuvo éxito amputándose la pierna. Quería felicitarme y estaba llorando. Como niña otra vez. Y chillaba por eso, por la niña que se me estaba yendo con Eric. Por el único ser viviente que me creía no sé, esencialmente buena. Esentially, decía, con la cara de enamorado que me encargué de irle borrando. Y después con su jeta de padre de familia y de la iglesia y de la tribu. Mi papá en esteroides, made in Texas. Pobrecito de Supermán: no daba pa New York. Teníamos que habernos despedido en Houston. 0 igual fue mi fortuna la que no dio el ancho. Cómo convertir más de cien mil dólares en mierda, por Violetta la Compulsiva. Capítulo uno: kep up to you, New York. Atención: Éste es un libro no apto para jodidos. Texanos, absténganse. Mexicans, ni lo sueñen.
Luego también lloraba porque pensaba: Soy una jodida. No puedo entrar a Saks, podría soltarme berreando en la puerta de Bloomingdales, pertenezco para siempre a Macys.
O a Sears. O a Woolworth. Lloraba porque no quería ser carne de Woolworth. Lloraba porque ni con cien mil dólares había logrado quitarme mi carita de Sears. Violetta Roebuck, a sus órdenes. Y lloraba por todo, carajo. Hasta pensaba en regresarme a México, irme a vivir a cualquier pueblo mendigo con el dinero. Rentar una casita con gallinero, hacerme trenzas y vestirme con ropa de sirvienta. Todo eso lo pensé, parecía que estuviera inventando penitencias. Yo soy la que está mal decía. Y lo peor era que Eric se había llevado sus cosas, pero no la chamarra de los Yankees. Abría el closet y zas: a chillar otra vez. Sentenciada a vivir en compañía del muerto. También estaban sus tenis viejos, su cepillo de dientes, su uniforme de Superman, que era una bata que yo le había comprado en Houston. Los muertos frescos siempre están en todas partes.
No había muchas cosas en el refrigerador, pero igual la libré por cuatro días. No podía soportar la idea de que Merry New York me embarrara sus Christmas en la jeta. Faltaban pocos días para el veinticuatro y yo sentía que iba a romper un récord: si no hacía algo pronto, me iba a pasar la Navidad más agria de mi vida. Y mira que había competencia: las navidades con mis tías y mis primos y toda la manada eran de a tiro pestilentes. No tienes una idea. Pero no podían ser peores que estar solita y pobre en un octavo piso, sin perro que te ladre. Ilegal, además. Ni siquiera podía escaparme a una playa, porque igual me agarraban y no volvía nunca. Era menor de edad, ¿ajá? Y mi único papel era un pinche pasaporte robado. Escaparme, qué bruta. Yo era mi propia cárcel, ¡cómo me iba a escapar! Estaba ahí guardada, escondidita igual que mi dinero. Pero tenía hambre. Y sed. No quedaba una puta cocacola y yo de plano me negaba a tomar agua. Una noche bajé a buscar una tiendita, pero estaban cerradas. Caminé muchas cuadras, por West End, y no había nada abierto. Me moví para Broadway. Una zona asquerosa. Gente hablando español y de repente algún McDonalds cochambroso. O como tú decías: chancroléptico. Detesto los McDonald’s. Un día mis papás nos tuvieron horas haciendo cola para entrar a uno, creo que era el primero que ponían en México. Yo tenía no se, como doce años. Y estaba segurísima de que la eme tenía el mismo amarillo de las vomitadas de los dientes. Ya sé que no tiene sentido: la chica cheesy no se halla en McDonald’s. La gringa de mentiras que estudia inglés como si fuera catecismo, pero no quiere ser rubia. La que va y hace cantidad de cosas con tal de convertirse en la que no quiere ser. Pero bueno: ¿qué es lo que yo quería ser? ¿Qué quiero ser ahora? El problema es que siempre ando queriendo cosas que no van, tengo una colección de deseos contradictorios. Y encima urgentes todos. Tengo esta prisa que me come las entrañas y que lo mismo sirve para pinche hundirme que para rescatarme. Esta puta premura carroñera.
New York es como yo: tiene prisa por ser. ¿Ser qué? Lo que tú quieras. 0 lo que tú no quieras, pero no va a haber términos medios. Puedes vivir alejada de la calle y no enterarte y ser todo lo desgraciada que decidas, pero sal y verás: New York te jala. Ven para acá, putita. Y tú dices: Yo no, te estás equivocando, cómo puedes creer. Pero New York siempre te llega al precio. Lo que no alcanza a pagar con Broadway lo compra con la Quinta, con Park, con la Séptima, con Bowery ¿Qué veneno buscabas? New York te lo regala. En New York puedes ser la porquería que tú gustes. En New York comes mierda a la carta. Y si te duele el alma todavía mejor, porque a New York le encantan las ratas vulnerables. Y esa noche Violetta era algo así como la Más Hipersensible de las Ratas. La que necesitaba urgentemente sobornar a un taxista o insultar a un mesero. Dejarme corromper por la ciudad en la que de cualquier manera iba a vivir. No creo que nadie olvide su noche de bodas con New York. Aunque tampoco puedo recordar detalles. Debo haberme bajado del taxi por ahí de la 48. Íbamos por la Séptima, pero hacia ningún lado. Le decía: Turn right. Turn left. Go straíght ahead, Y cada vez que hablaba me sentía un poquito menos extranjera. En un momento dije: Violetta, bájate. Llevaba ya casi dos meses en New York y ni siquiera conocía la Séptima de noche. No sabía lo que era ese olor a pecado que no resiste nadie. No había logrado sincronizar no sé, la prisa de las calles con la mía. Total que me bajé y empecé a caminar. Al principio tenía tanto miedo que iba viendo nomás el puro suelo. Colillas de cigarro, zapatos, papeles arrugados con viejas desnudas. Pero igual seguía oyendo a los gritones y a los merolicos y a los negros que me pasaban a los lados: coke-and-smoke, coke-and-smoke. Como si todos estuvieran de acuerdo en espantarme. Claro que en un ratito entré en razón. ¿Quién se iba a interesar en asustar a una extranjera sin papeles, ni edad, que no podía entrar a ver todas esas películas y muñecas y libros y revistas y mamadas de todos los tamaños? Yo pensaba: Esas viejas de las fotos empezaron como yo. En la calle y solitas. En la calle y calientes. En la calle, que es a donde pertenecen. Se metieron a una tienda, o compraron coke, o les dieron su smoke. Pero también había un chingo de dinero. Y la lana calienta. Un hombre con dinero sabe que puede hacer lo que se le ocurra. No tiene que pedir ningún permiso. Lo más siniestro de las sex shops de la Séptima era oler todas esas seguridades juntas. Güeyes que van de tienda en tienda buscando quien les quite la comezón. Tipas metidas en covachas chiquititas, listas para enseñarle el cordón del támpax al primer infeliz que le eche unas monedas a la alcancía. Dinero que se mueve todo el tiempo. Dinero en erección. Dinero con una prisa insoportable por cambiar de manos. Y yo ahí, con doscientos veinte bucks en el zapato. Con ganas de comprar una película, una porquería de esas que sacan a la gente sola de su casa a medianoche. Quería una rebanada de la acción, ¿ajá? Necesitaba un poco de contagio; que New York me encajara su aguijón.