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Papá y Mamá murieron dentro del Ford azul que se desbarrancó en la Cuernavaca-México, justo en la víspera de su sexto cumpleaños, pero él llegó a los doce asegurando que los dos seguían de viaje. Luego, desde la muerte de Mamita, se dedicó a inventarse toda suerte de pasados, presentes, familias o amistades a la medida del momento. Ni siquiera Noemí, con ese ejército de mañas, guiños y patrocinios, le había sacado la verdad sobre su familia. Aunque había, entre tantas mentiras, un común denominador auténtico: su condición de hijo único. Habituado a ser siempre objeto de privilegios indivisibles, Pig había crecido jactándose de sus carencias fraternales con celo monopólico y arrogancia defensiva. No quería ni saber lo que se sentiría tener que dividir en dos su autopista con triple cantidad de tramos.
Tampoco había tenido que dividir sus herencias: la casa, los pesos, los dólares, las joyas, los fantasmas. Al principio pensó en llevar a vender un collar con brillantes y esmeraldas, pero conforme fueron pasando los meses y a los espectros les dio por asediarlo, se propuso que, en lo posible, lo conservaría todo. Hasta que un día descubrió que «en lo posible» equivalía a doce meses de sus gastos corrientes. Salía poco, daba vueltas en el coche, se hacía amigo de las putas, les pagaba por invitarlas a tomar un café. De repente viajaba, sin saber hacia dónde. Una noche dormía en Guanajuato, la siguiente en Acapulco. Alguna vez llegó hasta Baton Rouge, y se gastó en una semana el presupuesto de tres meses. A veces todavía le daba por comprar ácidos, aunque seguía sin conocer la mariguana: prueba, a sus ojos, de un férreo equilibrio emocional, mismo que a los treinta años amenazaba con venirse abajo, seguido de cerca por una estabilidad económica en estampida. Y tampoco quería vender la casa, que bien podía ser el primer paso para convertirse en pordiosero.
.-Pareces pordiosero -sentenciaba Mamita cuando lo veía sucio o desaliñado, y él salía corriendo al baño a ponerse presentable, sabiendo que al volver recibiría un premio. Una vez solo, aburrido y desempleado, cuando ya no podía ni mirarse al espejo sin atisbar la sombra del Menesteroso Inminente, Pig comenzó por preguntarse cuánto debía exigir como recompensa por capitular; al paso de unos meses de empobrecimiento acelerado, la palabra exigir fue suplantada por el verbo esperar, mientras que recompensa degeneró en compensación. El día que Noemí llamó, casi un año después de haberse ido, para al fin anunciar que nunca iba a volver, Pig acertó a pedir lo único que la amante furtiva estaba en posición de darle: su bendición. Dos días más tarde, recibió la llamada de una buscadora de talentos.- la señora Noemí lo había recomendado, le tenían una entrevista de trabajo. Tiempo completo, claro. Es una prestigiosa agencia publicitaria, le repitió la ejecutiva en tono monocorde, como reproduciendo la grabación. Colgó el teléfono, dio un largo resoplido y tarareó: Welcome to the machine.
Llegó a tiempo, de saco pero sin corbata, sonriente pero pedante, como entregando con la mano derecha lo que seguía apergollando con la izquierda. Llevaba entre las manos una carpeta, en cuyos tres extremos sobresalían los recortes de periódico donde en letras bien grandes se leía: El Patíbulo. No era para sentirse Cabrera Infante, pero entre semejantes socios de Mickey Mouse -seguro no leían más que anuncios y contratos- El Patíbulo tendría que refulgir como esos Dublineses que James Joyce llevo, sin éxito, a diecisiete diferentes pero iguales editores. Eso fue lo que quiso figurarse esa mañana, cuando la recepcionista de los lentes cortos y las nalgas anchas le dijo que pasara, que doblara a la izquierda, que Lerdo estaba listo para recibirlo. Así lo dijo: Lerdo. Sin siquiera un señor, un licenciado, un asomo de nombre que diese al apellido la prestancia bastante para no suponer, tragicómicamente, que aquel «Lerdo» era el mote que su escasa diligencia le había ganado. Fue de seguro no por compasión, sino por un taimado asomo de respeto a si mismo, que una vez adentro preguntó por el señor Lerdo.
.-Allá está, el viejo cerdo -resonó en sus oídos un murmullo que no deseaba constituirse en respuesta.
.- ¿Perdón? -Pig se detuvo, interesado ya no tanto en confirmar lo que acababa de oír, como en verle los ojos a quien lo había dicho.
.- ¿El señor Lerdo? ¡Claro que sí! Allá al fondo, donde está la luz prendida -ahora la voz hablaba fuerte, con dulzura sintética y ojos distantes: ofensivamente impersonal.
Pig no supo qué hacer, y en ese desconcierto se distrajo observándola: era una de esas mujeres que podrían ser bonitas si-no-fuera-por-algo, un defecto visible o invisible, una ligeramente extrema asimetría en la mirada, un detalle perturbador que no le permitía contemplarla de fijo sin lanzarse en fugaces incursiones por sus pechos, su falda, su vientre, buscando acaso allí, bajo la ropa, el motivo faltante para volver a sus ojos con un interés sólido, diríase más redondo, en arrancarle una sonrisa entera. Pero ella lo miró con desdén imperial, mientras alzaba a medias el índice para señalar, ya en los albores de la mala gana, la oficina de Lerdo. Un cubículo opaco, vacío de ventanas, en cuya entraña reposaba un hombre somnoliento, gordo y encanecido cuyo nombre de pila ni a él debía importarle.
Yacía sobre el escritorio de su entrevistador una IBM eléctrica, con un papel rosado preso en el rodillo. Pig pensó: un formulario. Y ya no tuvo tiempo de horrorizarse ante la idea de pasarse el día llenando formularios, luego de haber llegado a la no menos triste conclusión de que a él tampoco le darían computadora.
.- ¿Vienes por el anuncio en el periódico? -la voz de Lerdo, cascada, irregular y monocorde: voz de perdedor cómodo, lo hizo sentir a sus discriminantes anchas. Porque aunque no pensaba soltárselo a Lerdo, quizás él lo sabía: venía recomendado.
.- No sé bien por qué vengo, pero esto es lo que hago -una insolencia súbita le crecía en el gesto, cual si de pronto ambicionara ser devuelto a la calle sin empleo. O como si unos cuantos recortes de El Patíbulo bastaran para que lo recibieran con fanfarrias. O también recordándole a aquel lerdo lerdo que sus recién treinta años le otorgaban derecho a empuñar la petulancia con gracia de esgrimista. O porque, como tanto se lo había dicho Mamita, su temperamento de hijo único lo emparentaba naturalmente con los chivos: animales habituados al gozo simultáneo de mamar y dar topes.
Lerdo leyó sonriendo, y Pig habría jurado que por esos instantes sus pensamientos se fugaban de la agencia para instalarse en el recuerdo de otros años, cuando él también había querido ser narrador, o periodista, o crítico, o poeta. Mas como en un instante lo comprobaría, la sonrisa de Lerdo no era una evocación, ni menos un indicio de ternura, sino el puro preludio de un ritual humillatorio, insuflado de un súbito entusiasmo administrativo. Pues no bien terminó de leer algunas pocas líneas, Lerdo tomó sus gafas bifocales, las posó en la IBM y procedió a bajarlo de su nube con una despaciosa pero contundente artillería verbal. Palabras crudas, autodenigrantes y en consecuencia dos veces hirientes, ya que, como en esos momentos pudo descifrarlo, Lerdo no sería jefe, sino compañero. Es decir su igual, sólo que más versado, más vencido, más conforme. Y también con más sueldo, se entendía. Un igual que, de entrada, quedaba arriba de él. Un igual con el doble, y aun más del doble de su edad. Un igual recitando los derechos y deberes de cada redactor -copy, era la palabra, copywriter, algo así como el último peldaño entre los writers, la humildad sin honor del escribano que no vende sus palabras, sino sus horas: diario de nueve a seis, con una hora para comer-, cada uno un insulto inapelable, porque ni modo de quejarse cuando era el mismo Lerdo, todavía sonriente, quien le aclaraba que esto de ser copy es lo más parecido a ser vedette: no eres así que digas bailarina, pero bailas; tampoco eres cantante, pero cantas; menos aún actriz, y sin embargo actúas.
.-Hay que hacer porquerías -lo instruyó Lerdo, y a cada nuevo aliento su sonrisa parecía ligeramente más burlona: Textitos de almacén, hay que vender perfumes y carteras y brasieres y herramientas, lo que venga. Hay que olvidar el periodismo, las novelas, los poemas. Aquí vas a aprender a hacer basura.
Cuando salió, con la cabeza gacha y las cejas alzadas, la mujer de los ojos asimétricos no estaba allí. Las otras secretarias tampoco. Incluso los cubículos en torno parecían vacíos. Lerdo lo rebasó: ¿No gustas pastelito? No, gracias, ya me voy. Pero no se movió, como esperando que alguien lo llamara. ¿No le había dado ya sus datos a Lerdo? ¿No tenía claro que después, hoy o mañana, lo llamarían para una nueva cita? Conforme Lerdo se alejaba por el pasillo y penetraba en la última oficina -un privado más largo que el pasillo mismo- llegaba el happybirthdaytoyou que le invitó a fisgar por sobre los papeles de aquel escritorio hasta presuponer, creer y confirmar que la casi-bonita se llamaba Rosalba. Seguramente secretaria de alguien, cualquiera en esa agencia menos Lerdo, que por supuesto no tendría secretaria. Cuando llegó a la calle lo había olvidado todo: el apellido de Lerdo, los clientes de la agencia, el nombre de Rosalba. Pero ya no sus ojos, que lo perseguirían sin sosiego mientras el terminaba de capitular, echando tierra sobre La Novela como nueve años antes la había tirado encima del ataúd de Mamita, para hacerse a la mar entre las aguas negras de un conformismo vedetil hediondo a resignación burdelera: copy.
Una vez más, la tierra cayó pronto: la semana siguiente le llamaron. Y conoció a su jefe, y al jefe de su jefe. Es un camino largo, corto si tú quieres, le dijeron, y Pig habría querido confesarles que prefería regresar a la calle, ir a pedir clemencia en el periódico, suplicar de una vez a quien fuera preciso que lo dejara ser el pobre diablo que hacía las reseñas que a nadie le importaban. No era, quizás, su fuerza, sino la falta de ella lo que le tenía fijo en esa silla, de frente al escritorio con esa insostenible comezón:
.- ¿Cuánto quieres ganar? ¿Cuánto sería bueno? ¿Dos y media, tres veces el sueldo del periódico? Le pareció un abuso. ¿O había sido un abuso-en su contra, eso si- el sueldo del periódico? Mientras escudriñaba al jefe de su próximo jefe (andaría a mediados de los treintas), resonaban aún entre sus tímpanos las frases que habrían sido, en manos del ejecutor de El Patíbulo, motivo de un rabioso descuartizamiento: Amplias oportunidades de desarrollo, Nombre y prestigio entre profesionales de objetivos similares, Un arte muy difícil pero también muy noble. Y sería eso lo que persiguiera de lunes a viernes, a veces hasta las siete o las ocho. De cuando en cuando un sábado. Pues no eran sus palabras, tampoco sus ideas, lo que le comprarían. Como esos restoranes que por la misma cuota ofrecen todo aquello que uno consiga embuchacar, él vendería su tiempo, con todas las palabras y conceptos y obediencias que cupieran en él. Con una hora para comer. ¿Cuánto valía su tiempo? ¿Cuánto habría cobrado, cuando niño, por aquellas seis horas de cautiverio estricto y obediente, con media de recreo? Tendría que cobrar venganza, en todo caso. Fue entonces que pensó: Métanse por el culo su sueldito, córranme de una vez. Multiplicó por cinco el sueldo del periódico y escupió:
.-Quiero treinta mil pesos. Era una estafa, y Pig no lo ignoraba. Sólo un descaro así podía garantizarle que en cinco minutos volvería a la calle, donde lo aguardaría su dichoso desempleo. Su tiempo insobornable. Su falsa dignidad: Yo no me vendo, ni me alquilo, ni tengo más tarifa que la del placer. Sonaba muy bonito, tenía ritmo, pero nunca tanto como la respuesta del jefe del jefe:
.-Veinte para empezar, treinta dentro de un mes. Puta madre, pensó, aunque lo que es pensar no lo lograba, preocupado por el temor creciente de que aquel doble jefe descubriera en sus ojos el brillo de avidez que sin duda tenían. Miró hacia atrás de nuevo: el cine, las reseñas, las redactoras, el sueldo, el arcón navideño lleno de muestras gratis, los correctores, jefes, coordinadores, el director-y-dueño con quien nunca se topó, la papada inminente de Noemi, que moriría como un pelicano en el exilio. Quiso no sonreír, conservarse impasible, incluso alzar los hombros y adornarse con un «Voy a pensarlo», pero las sombras del periódico, grotescas, miserables, no se lo permitieron, y de hecho le obligaron a soltar la sonrisa, junto a un «sí» tan rotundo, seguido de un «de acuerdo» en tal modo resonante, que ya no le importó delatar su entusiasmo ante una dignidad de pronto recobrada por obra de aquel golpe de fortuna. Y mientras el jefe de su ya jefe le hablaba de clientes, compañeros, diseño, redacción, él lo miraba fijo y calculaba: 500%. Más que un aumento de sueldo, una reevaluación de sus capacidades. Un acto de justicia. Una seguridad de súbito serena, no tanto en su persona -que, como había dicho el jefe de su jefe, estaría un mes a prueba, sin contrato- sino en el hecho claro de que ahora podía mirar hacia los viejos compañeros y jefes y rumiar en silencio, con la sonrisa tiesa y la quijada de repente chueca: Pandilla de jodidos.
Se sintió libre, al fin inalcanzable por la mediocridad que desde tiempo atrás lo perseguía por sueños y vigilias. ¿Qué le decía el jefe de su jefe? ¿Por qué se levantaba de su silla? ¿Eso era todo, así de fácil? ¿Cuál era el nombre de ese Jefe Mayor al que llevaba rato oyendo sin oír, en cuyos ojos no podía ver sino la retirada de esas olvidables jodideces que nunca más vendrían a danzar en sus sueños? Cuando volvió a la calle descubrió que todo -nombres, clientes, normas, compañeros- era un amasijo de datos sin sentido que no recordaba, o que nunca escuchó porque adelante, encima, por sobre todo lo visible y lo invisible, se hallaban las dos cifras mágicas cuya invencible mística nada podía ya opacar: $20.000,00 – $30.000,00. Aunque, si ha de empeñarse en ser estricto, Pig tendría que aclarar que se trataba de un vértigo inducido, como cuando de niño se ahorcaba con el cinturón y entraba dando tumbos a la recámara de Mamita. Si pensaba en dinero, estrictamente, el sueldo prometido era apenas bastante para sostener la casa, y eventualmente comprarle algunos muebles; a la postre, habría renunciado a escribir novelas en el nombre de una casa, un coche y unos muebles. Por eso hay que insistir: si Pig cedía al vértigo de las cifras era para evitar la danza del espectro cuyo nombre apuntó ese día con tinta verde sobre su antebrazo, mientras el jefe de su jefe le explicaba un par de soporíferos aspectos contractuales. Leyó el nombre completo, de cabeza, impreso en una suerte de listado de nómina: Rosalba Rosas Valdivia.
Un vértigo sintético: eso era lo que Pig quería creer sentir, cada vez que pensaba en cifras y porcentajes para ya no seguirle dando vueltas al recuerdo de esos ojos antipáticos, mucho más inquietantes que aquellas cantidades cuya sola irrealidad anunciaba un futuro de reclusión y trabajos forzados: nadie da más de dos mil dólares al mes por alquilar a un hijo de Mamita. ¿Qué clase de ironía del destino lo obligaría a probar en la publicidad lo que no pudo demostrar en la literatura? Sintió otra vez calor en las mejillas de sólo repetir, con estilo impostado y desprecio irrestricto, la última frase de Noemí en el teléfono: Tampoco me agradezcas, después de todo no eres estrictamente un bueno para nada. En la noche del día de su contratación, Pig calculó la cantidad de horas que mediaba para el próximo lunes a las nueve: 98. Y no quiso desear, pero deseó -lo pensó rápido, sin mucha tolerancia- que el destino premiara su docilidad con unos ojos así de insolentes: la clase de mirada que se atreve a mentir con la verdad, cínicamente. Y esa mueca mordaz, de reina emputecida y desdeñosa. ¿Miraría de ese modo a todo el mundo ahí, o lo habría distinguido a él con el performance?
En la mañana del lunes, apenas despertó y vio que eran las ocho, calculó que difícilmente llegaría a la agencia antes de las nueve y diez: razón más que bastante para tenderse diez minutos más a reposar y, si todo salía bien, llegar en punto de las nueve y veinte. Pensó que, de cualquier manera, recibiría completo el sueldo del día. Una idea poco civilizada, si se la examinaba a partir de una mínima ética profesional, pero Pig no podía escuchar, tendido ahí en la cama a las ocho y cuarto, el llamado de la civilización; básicamente porque estaba concentrado en atender al grito de la selva. Cuando cruzó las puertas del elevador-el reloj de la recepción marcando nueve veintiséis- llevaba en el semblante una insolencia ensayada en el espejo: la que Mamita parodiaba como cara de no-me-digan-lo que-tengo-que-hacer. Pero no bien entró, los ojos pachorrudos de Lerdo lo ubicaron:
.-Espérate en la entrada hasta que llegue el jefe, para que de una vez te diga lo que vas a hacer -le sonrió el comemierda y se dio media vuelta, mientras Pig asumía su reciente falta de combatividad, luego de tantos meses de no enfrentarse a las redactoras de sociales: pinches brujitas frígidas, qué tal de caro les había salido. Dio unos pasos atrás, se acomodó en la orilla del sillón de la entrada y esperó su momento con la vista en el techo, cavilando. Entre tantas incógnitas, tenía un dato claro: no sabían a quién habían reclutado.