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Snoopy se llamaba Supermario

Nunca voy a acabar de arrepentirme de esa carta. No me acuerdo qué puse, era muy corta. No había ningún motivo para escribirla, y menos para enviarla, pero andaba tan necia que igual la mandé. Me acuerdo que sentí un escalofrío cuando escribí la dirección de mis papás. El puro nombre del fraccionamiento me metió ganas de chillar. No sé si era nostalgia o cargo de conciencia. Podía haberme limitado a saludarlos, desearles mucha suerte y despedirme con el clásico no se imaginan cuánto los extraño. Pero en lugar de enviarles unas lindas patrañas, cometí la burrada de soltar la verdad. Hazte cuenta que era una carta de niña rica. Mamá, papá, ya me acabé el dinero. Sólo que luego puse cuál dinero: el de la Cruz Roja. Con esa aclaración, ya todo lo demás salía sobrando. Si firmaba Violetta en lugar de Rosalba, si no ponía mi dirección ni mi teléfono, todo era poca cosa frente a ciento catorce mil seiscientos noventa dólares. Todavía tuve humor para escribirles al final que nadie sabe para quién trabaja. Según ellos lo de los dólares no fue tan grave como lo de la burla, por eso hasta la fecha no terminan de perdonarme. No es que fuera más grave, cómo crees que iba a ser más fuerte un chiste que un desfalco, lo que pasa es que fue el pretexto que agarraron para guardarme rencor. Después hasta querían que les creyera que todo ese dinero era para nosotros, mis hermanos y yo. Ya ves cómo es la clase media de cursi y de dramática cuando usa la palabra patrimonio. Era Su Patrimonio hija, ¿cómo pudiste?¿ Su patrimonio? ¿Mío y de mis hermanos o de la Benemérita Cruz Roja? En fin, me estoy justificando y de nada me sirve. Ya te contaré luego lo que pasó, ahorita todavía estamos en New York. Es la noche del cuatro de junio. ¿Sabes en dónde estoy? Piso quince del Waldorf, júnior suite. Un señor y su hijita se apiadaron de mí. Me dieron unos dólares, me ofrecieron asilo y se fueron al teatro. Y yo desamparada, bañándome en burbujas y cenando en el cuarto. La otra hija no sé por dónde andaba, la cosa es que esa noche les sobraba una cama y me la dieron. Y me dejaron sola, como dueña, mientras se iban a ver Los Miserables. No trates de hacer chistes de segunda, si hubiera sido una verdadera Miserable nadie me habría ofrecido una camita en el Waldorf.

Había caído al hotel como a las seis y media. Venía de escribir la maldecida carta esa. Pensaba: ¿Y si vienen a buscarme? A ver qué iban a hacer para dar conmigo. Pero por si las moscas me había ido hasta Queens a enviarla. De esas precaucioncitas paranoicas que una se toma no tanto para protegerse como para sentirse protegida. Cosas que nada más engañan a los detectives de la tele. No me imagino a mi papá contratando a un detective para localizarme, sobre todo que ya ni botín había. Quedaba un año y medio de alquiler, pero fuera de ahí hasta el real estaba en las últimas. La idea era que yo no iba a moverme hasta que se acabara todo, ¿ajá? Y ya no había ni leche, ni limones, ni una chingada cocacola para el día siguiente. O sea que entré al Waldorf limpia, con dos quarters y un nickel en las bolsas de los jeans. Más un token del subway por si se hacía muy noche y no sacaba nada. Que era lo más posible, claro. Tenía que Regar en la mañana, bañadita, arreglada, como estaba el señor tan decente que me había sacado setentaicuatro bucks de un solo fregadazo. No habían pasado ni cinco minutos desde que llegué cuando vi a mis benefactores. Tenían unas caras de mexicanos que no podían con ellas, pero de todos modos les hablé en inglés. Excuse me, Sir, where are you from? Pésimo arranque, pero apenas estaba comenzando. Tenía que aprender, ¿ajá?

El cuento no era malo. Había perdido mi equipaje con todo y billetera y boleto de avión. No tenía un centavo y no sabía dónde iba a dormir. Tenía que juntar trescientos bucks para irme a mi casita. Apenas estuviera en México yo les iba a mandar todo lo que me prestaran. El problema era que en mi casa no había nadie, y los del consulado no tenían presupuesto… Claro que se podía mejorar, ya después fui aprendiendo. Lo que vale no es tanto la mentira que cuentas, como lo convencida que estás de que es verdad. Hay una angustia, un desamparo que te brota por los ojos mientras hablas. Si lo haces bien, transfieres el problema, se lo pasas entero al que te está escuchando. Y si es más de uno, tienes que concentrarte en quien creas que es más tu aliado, pero sin descuidar a los que lo acompañan. Es un trabajo fino. Si dramatizas mucho, corres el riesgo de llamar la atención de los empleados del hotel. Y al mismo tiempo tienes que cuidar la dignidad. Muchísimo, ¿me entiendes? Si te humillas, o si dejas que te humillen, vas a sacar los dólares de uno en uno. Si no es que quarters, dimes y pennies. Why should I long for any pennies from heaven when I can get some real bucks on Larth? ¿ Crees que tengo un acento muy terrible? Carajo, yo también. Los últimos dos años en casa de mis papás aprendí todo el inglés que pude. Luego tenía una tele que ponía subtítulos para sordomudos, allí acabé de aprender. Pero ni con el compradero de cassettes pude enseñarme a pronunciar decentemente. Aunque igual luego me di cuenta de que eso tampoco importaba. En mi negocio, ¿ajá? Más bien era al contrario: mientras más feo y chafa era el inglés que hablabas, mejor pegaba el cuento de La Desamparada. A la gente le gusta ver sufrir a la gente. Les da seguridad, se sienten importantes, afortunados, buenos. En realidad no les estás pidiendo que te regalen nada; les vendes la tranquilidad de su conciencia. Alguna vez leí no sé dónde una historia de un cura que se consideraba a si mismo el Cordero de Dios, según esto porque su chamba era quitar el pecado del mundo. Igual yo, ¿ajá? La gente se iba siempre más ligerita, más contenta luego de que te habían ayudado. Yo no los estafaba, ni les quitaba nada. Más bien les ayudaba a deshacerse del dinero que en el fondo no querían cargar. Cuando haces una obra de caridad, o en mi caso de solidaridad, te sientes con derecho a ser como eres y tener lo que tienes. Ya pagaste tu impuesto, ¿ajá? ¿Te acuerdas que te dije que el señor de los setentaicuatro dólares era un ángel? Tú no sabes lo bien que me sentí después de regalarle esa lana. Además no era para menos, el tipo me había enseñado a distinguir entre caridad pública y solidaridad privada. Con nada pagas eso.

Veía por las ventanas y no me lo creía. El primer día de trabajo, los primeros clientes y chuza: ya estaba yo durmiendo en el Waldorf. No me habían soltado gran cosa, al principio. Treinta dólares. Pero ya al día siguiente, cuando me levanté, la hija me dio cuarenta más. ¿Cómo ves que el papá todavía me invitó a desayunar y antes de que me fuera se me puso guapo con otros cien? ¡Ciento setenta bucks, Violetta! Sentía una felicidad grandísima. Iba en el subway a las diez de la mañana mirando mi reflejo en los cristales: una sonrisa tamaño Bigapple que no se me borró en el día entero. Luego hasta hacía cuentas: si lograba sacar quinientos diarios y me gastaba cinco mil al mes, en dos años iba a tener ahorrado un cuarto de millón. Dios mío, qué pendeja. Si esas cuentas se hubieran hecho ciertas ahorita ya tendría el primer millón de dólares. Más interés compuesto, Imaginate. Con el puro interés me compraba un carrazo. ¿Cómo iba yo a esperar que en los siguientes cuatro días con trabajos fuera a juntar sesenta?

Humillante, ya sé. Deprimente, descorazonador. Ladies and Gentlemen, directamente de New York, con ustedes: Miss Misery. Vivía como prángana gastando menos de cuarenta diarios, y ni así se me hacía salir con los gastos. El sábado me levanté pensando: No me alcanza para ir mañana al cine. Y apenas el lunes había estado desayunando en el Waldorf Según me habían dicho los colombianos, que no sé si te dije pero tenían cara de mexicanos, pensaban quedarse toda la semana. O sea que no podía volver al Waldorf antes del siguiente martes. Y en el Plaza como que no me acomodaba. Demasiados pasillos y demasiada gente. Muchos que ni siquiera son turistas, y ésos nunca se acaban de tragar el cuento. Lo más que llegas a sacarle a un newyorko es una dona y un café. Ya están todos curtidos de freaks y cuentos chinos. El Sheraton tampoco me servía de mucho, como que está contaminado del ambiente de la Séptima. Es de esos hotelitos más o menos nice donde todos los cuartos tienen vista a los losers de la ciudad A la vuelta está el Hilton, pero es más pobretón. Y en el Hilton yo no me había hospedado. Al principio sólo quería ir a los que conocía bien. Pensaba que si había cualquier problema iba a decirles: Yo soy clienta de este hotel. ¿Qué no saben quien soy? Miss Violetta Schmidt. Violetta who? La idea era que las cosas no llegaran hasta allá, por eso me movía en puro territorio conocido. Pero ya ves los resultados: sesenta pinches dólares, jueves y viernes me había quedado llorando. Y el sábado me dije: Violetta, go for you. Era weekened ¿ajá? Tenía que irme bien, carajo. Salí a la calle pensando que no era más que una niña rica en apuros. Lo pensé de verdad. Alguien había cometido un error en la maternidad y yo, que había nacido para millonaria, fui a dar a una familia de clase media maromera. Pero esa puta suerte ya se había terminado, la prueba era que yo andaba en New York. Llegué a la conclusión de que estaba viviendo lo que un año antes no me atrevía ni a soñar. ¿Doscientos treinta dólares en cinco días, sin papeles y con dieciséis años? No eran los quince mil al mes que había calculado, pero igual un año antes no podía aspirar a la décima parte de eso, y encima mi papá me tenía de su criada.

Nunca puedes saber qué tal te va a ir, pero ayuda muchísimo estar de buen humor. Controlas más tus sentimientos, no proyectas tus dudas, tus expresiones te salen exactas a como las quieres. Más que hacer cara de miedo o de necesidad, tienes que armar una performance marca Qué Vergüenza. Porque claro que es la primera vez que te sucede una cosa de éstas. Luego también hay unos que no te creen, pero como ya conseguiste conmover sus sentimientos paternales, te dan de todos modos. Lo de menos es que te crean; hay que simpatizarles y todo sale bien. De repente funciona ser un poquito cínica. Pero sólo un poquito, casi nada. Te digo que lo tienes que hacer todo muy finamente, acuérdate que es pura cirugía mental.

Nada de eso lo sabía ese sábado, pero de todos modos me pasé la mañana cosechando billetes. Ciento diez a las once, treinta más por ahí del mediodía y regresé a mi casa muy contenta. Me había dado una vuelta por el Saint Regis, un hotel chiquitito no apto para jodidos, tanto que ni siquiera me dejaron entrar. Pero afuera se me hizo atrapar algunos cuantos, con espléndidos resultados para mi autoestima. ¿Sabes qué les rompía el corazón? Mi pasaporte. Lo traía en la mano, que por cierto me estaba temblando de lo más a propósito. Cuando veían lo que le había pasado a mi pasaporte me miraban con una ternurita que yo decía: Bingo. A partir de ese punto ya sólo se trataba de reforzar el estimulo y elevar el nivel de la solidaridad. O sea el cash, ¿ajá? Porque tenía que ahorrar, no para mi vejez sino de menos para no pasar hambres la semana siguiente, si me iba mal con la recolección. Y así fui poco a poco aprendiendo las mañas de esa noble profesión que me estaba salvando la vida.

Era intenso, y a veces peligroso. Cualquier día te encontrabas con un depravadote que te ofrecía una lana por subir a su cuarto. Y no creas que no sentía tentación, pero me daba una vergüenza horrible preguntarles con cuánto pensaban sobornarme. De cualquier forma me faltaba práctica, en todos los sentidos. ¿Sabes en realidad por qué mandé la carta para mis papás? Quería asegurarme que por muy mal que me fuera no me iba a regresar con mi familia. ¿Cómo se llama eso? Quemar las naves, creo. Como Cortés, ¿ajá?, que tuvo que decir: O conquisto a estos indios hijos de puta o me voy a la mierda en el intento. Si ya tenía toda esa renta pagada y en México no me querían más que para asesinarme, no me quedaba otra que conquistar New York. Iba a hacer cualquier cosa, todas las veces que fuera necesario, con tal de llegar a los dieciocho años como newyorka profesional. Violetta R. Schmidt, mexicana en New York, hija de padre alemán y madre canadiense. No me digas que no suena de lo más cool ¿Verdad que la película iba mejorando? Ya sólo me faltaba arreglar el problema del presupuesto, pero antes de eso había que joderse no sabía cuánto tiempo, me imaginaba que todo el verano.

Había que madrugar. El dinero caía entre ocho y media y once. Además cada hotel tiene sus claves. Si sabes trabajarlos, todos te dan dinero, pero antes tienes que agarrar su ritmo, entender los horarios, los movimientos, el tipo de cabrones que te vas a encontrar. No es lo mismo tratar de conmover al que lleva mil dólares para todo su viaje que al que ni a chingadazos llega al mediodía con ese presupuesto. Todos tienen por dónde, eso si. A veces necesitas demostrarles candor, a veces lo contrario. Hay que usar las antenas.

Lo más difícil viene cuando el güey quiere más, pero no te hablo de los asquerosos que te ofrecen uno de veinte por que se las chupes. Con esos nomás pones cara de espantada y huyes. Pero hay otros que se ponen un poco en plan Eric, y eso ya se trabaja de otro modo. Están solos, les gustas, no saben qué decir o se pasan de amables. Uno puede leer perfectamente toda esa información en una miradita, un parpadeo. Un gesto que se escapa sin querer. Porque aparentemente yo era la que hablaba y ellos los que miraban y escuchaban, pero yo no podía aventarme el tiro de que me analizaran, ¿si?, yo tenía que analizarlos antes. No les tiraba nunca el mismo rollo, más bien lo iba adaptando a sus reacciones. Si se ponían difíciles, lo mejor era abochornarse, decirles: Qué vergüenza, nunca me había pasado una cosa así, no se imagina usted los días que he tenido. O sea, se trata de ponerlos en una situación insólita, complicada para ti pero muy fácil para ellos. Cuando al fin logras que el problema sea todo suyo, ellos son los que acaban el trabajo: soltarte ese dinero es un alivio, les da una paz de espíritu que no esperaban. Por eso cuando ves que te miran de otro modo, la idea es que te dejes convencer poco a poquito. Una vez que el fulano compró tus ojos, ya lo de menos es que compre tu problema.

Por supuesto que mueren por resolverlo solos, tanto que hasta se sienten no sé, recompensados, cuando al fin te demuestran que lo hicieron bien. O sea mejor que nadie, ¿ajá? Un tipo solitario al que una hace sentir mejor que los demás se vuelve un corderito amaestradísimo. Al final te das cuenta que ése es el negocio. Si en el nivel más bajo está la caridad, y el que sigue hacia arriba es la solidaridad, necesitas brincarte tú dirás cuántos pisos para llegar hasta el nivel de la ilusión. Comprensión, compañía, conveniencia: todas están debajo de las ilusiones. No tienes una idea de la cantidad de hijos de vecino que te dan cualquier cosa a cambio de eso. Y yo creyendo que la solidaridad me iba a sacar de pobre. Si vendes ilusiones consigues lo que quieras, la onda es que dejes al diente contento. Les des lo que les des, nunca tienen bastante. Se hacen adictos antes del tercer cariñito. El chiste está en saberlos elegir, porque si te equivocas puedes meterte en broncas espantosas. Y ni modo de ir a quejarte, porque si llaman a los de Seguridad lo más posible es que termines en la cárcel. Claro que antes negocias. Algunos se ponían verdes en cuanto confesaba que era menor de edad, pero a otros les salían los chamucos. Otro nivel, te digo.

En el fondo tanto ellos como yo sabíamos muy bien qué estábamos haciendo. Primero les contaba mi problema, luego se conmovían y me invitaban un café. Los hacía reír, les contaba la vida turbulenta de Violetta R. Schmidt y acababa llorándoles encima. O sea que primero les vendía el problemita, y ya en confianza hacía que me compraran el problemón. Se había muerto mi padre, yo estaba muy enferma, me habían estafado, mi madrastra me odiaba, cualquier cosa. Ya con eso tenían el pretexto para ofrecerme más ayuda de la que les había pedido. Generalmente nos hacíamos novios, pero como según esto yo estaba traumadita, me hacía la difícil todo el tiempo. Digo, si ya el tipo insistía en que me quedara a dormir, ni modo: jugábamos un día, dos días, cuatro días a los casaditos. Una vez me quedé dos semanas en el Waldorf con un idiota que por nada me soltaba. Luego había otros que salían con la batea de babas del anillo. ¿Acepta usted por esposo a su querido patrocinador, hasta que la quiebra los separe? Sí, pendejo, estoy lista para hacer el peor negocio de mi vida.

Algunos te dejaban más de quinientos. Otros no regalaban mucho, pero te dabas gusto pidiendo lo más caro del room service. Ciento cincuenta dólares la copa de Luis Trece, doscientos la botella de Dom Pérignon. ¿Ves lo que te decía? El dinero te libra de la mediocridad, de la ignorancia, de todo mal, te juro. Pero igual se te pudre si lo guardas. No vayamos más lejos, los mil dólares de Eric se estaban fermentando, cualquier día iban a apestar a amor podrido. Y si esas cosas pasan con el dinero bueno, qué enfermedades no te causará el malo. O sea el que te pesa en la conciencia, el que ya no te deja pensar en otra cosa. Te digo porque yo veía a mis mariditos y me daba horror. No sabían qué hacer con su dinero, ni sin él. Nadie les había dicho lo tramposa que es la lana: te descuidas tantito y dejas de ser su dueño para volverte su administrador. ¿Cómo entiendes que un tipo rodeado de sirvientes cabizbajos se convierta en sirviente de sus pinches posesiones? Tienen mucho dinero pero no compran nada. No es muy justo que sea yo la que lo diga, después de todo lo que les vendí, pero según yo los billetes grandes sirven para comprar la libertad. Siempre hay unos que van y se las venden, y ellos a huevo que la compran, aunque luego no la usen. La única libertad que de veras usaban era la que les vendía yo. Casi siempre tenían madrecientas mil citas, pero una vez que se encerraban en el cuarto disfrutaban con ganas la libertad que les quedaba. ¿Sabes cómo la disfrutaban? Poniéndola en mis manos.

Primero fue una cosa no sé, totalmente casual- el tipo me agarró descontrolada, no sé por qué me entró la idea de que era policía. Le apliqué el tratamiento intensivo: más lágrimas, el doble de sollozos, broncas más intrincadas, todo un pesadillón. Cuando empezó a mirarme con restos de ternurita, decidí que aquél iba a ser mi día. Al principio lo único que había querido era librarme del fulano, pero apenas lo vi que se quebraba me sentí desafiada. Llevaba tres semanas viviendo de la solidaridad humana, con menos de mil dólares ganados; si la ilusión en los ojitos del tipo ese no mentía, podía cambiar de liga en esa misma noche. Todavía no cumplía los diecisiete y ya quería ser Big Leaguer. eso es tener espíritu deportivo, ¿ok? Y conste que hasta ahí no había dado nada el güey. Pura lágrima pronta, tailor made prime time tears.

De nombres no me acuerdo. Creo que me empeñaba en olvidarlos, era parte de mi estrategia defensiva. Técnicas avanzadas de aperrizaje forzoso: una nueva mirada a la golfería ligera, por la doctora Violetta R. Schmidt. Pero el problema no era que yo me deshiciera de los nombres, lo malo es que también se me olvidaban las caras y las historias. No sabes lo angustiante que es volver a toparte con el mismo fulano y no saber quién le dijiste que eras. Lo peor es cuando se te ocurre abordarlo con una nueva historia y ya se te olvidó que viviste tres días con un güey igualito. Manhattan es la típica ciudad donde te pasan esas cosas. Hay muchísima gente, pero te encuentras conocidos en cualquier esquina. ¿Sabes qué es lo que ningún hombre olvida de mí? La voz. De nada sirve que cambie de pelo y ropa y maquillaje, si de cualquier manera abro la boca y me delato. Según yo no es voz ronca, es otra cosa. Suena a mujer, muchísimo, pero igual no es tan fácil hallar a una mujer con este tono, ¿ajá? Y no sé fingir voces, no me sale. Cambio el tono y hablo igual que monita de caricatura. Como decía un hondureño del Doral Inn: hago la voz de Vilma Picapiedra. Y me lo notas todavía más si me ves a los ojos. Me voy haciendo chiquitita, la voz se me entrecorta, muevo los pies para adelante y para atrás. Movía, pues, mientras me acostumbraba a trabajar del nuevo modo, ya luego me enseñé a no mover ni las pestañas sin provecho. Control, ¿me entiendes? Hasta para lucir desamparada, sobre todo para eso, una tiene que controlar toda la acción. Ni siquiera los nervios son casuales (nunca sabes cómo los van a interpretar, a menos que domines los detalles). Si desea condenarme su Señoría, écheme de una vez el cargo, con todo y agravantes: Bitchcrafi.

Ahora que para ser de veras bitchy tenía que hacer peores cosas, como fingir los sentimientos que por ningún lado tenía, pero eso nunca lo he sabido hacer. Para mí son las clásicas mentiras que te acabas creyendo, y eso es lo más imbécil que le puede pasar a una pirujibruja. Creerte tus mentiras: error fatal, pa que mejor me entiendas. Es como si yo ahora me creyera que soy la que te cuento. Hay cosas que no dices nunca, ni frente al puro espejo, ni a solas, ni a oscuras. Son las verdades intragables que según nosotros no son parte de nosotros. El chiste no es negarlas, sino hacer que parezcan imposibles. ¿Yo, eso?¿Cómo crees? Ni estando loca. Es la última cosa que haría en la vida. Todos dicen lo mismo y ni uno solo está diciendo la verdad. Cuando mis papás quisieron tantear si su virginal hijita se había corrompido en New York, de plano me negué a entrar en discusiones. Piensen lo que quieran, les dije, yo sé quién soy tengo claro lo que valgo. Esas cursilerías funcionan de maravilla entre la clase media que me vio nacer. Aparte, si una no sabe lo que vale va a acabar ofreciéndose por menos, y Violetta R. Sclimidt estaba decididamente a favor del precio justo. Esas cosas pensaba mientras decía mis ñoñerías para salvar el pellejo de mi honra. ¿Te acuerdas de las campañitas que hacías en tu cuaderno, echando toneladas de caca sobre el pinche producto que tan gordo te caía? Y luego de ahí mismo sacabas la campañota, sólo que ya con bullshit al gusto del diente. Pues lo mismo hacía yo cuando tenía que decir cursilerías o portarme como la noviecita de un pendejo en el Plaza Athenée: pensaba exactamente lo contrario de lo que le estaba diciendo. Las tradicionales vacunas contra el amor de la doctora Schmid. Vía de administración: oral, of course. Dosis: hasta que el puerco aguante. Había unos que eran lindos y me caían simpáticos, pero igual les hablaba pensando: puerco-puerco-puerco-puerco-puerco. Imagínate el freak que me invadió cuando se te ocurrió contarme que te dicen Píg. Era como decirme: Soy inmune a tus venenos. Y eso no se le dice a una dama, pendejazo. Un día se me ocurrió que a lo mejor la protección no era contra los clientes, sino contra todo el mundo. Era una cucaracha antisocial, ¿ajá? Trabajaba de actriz, a veces twenty jour hours a day, seven days a week, day or night, rain or shine, puta madre. Llegó a ser desquiciante. Cuando vino otra vez diciembre dije: Bye.

Eric me había mandado los segundos mil dólares, y entonces a Violetta se le ocurrió una idea revolucionaria: ¿Y si me iba a la playa? Claro que era arriesgado, pero igual me quedaba en New York y me arriesgaba a terminar tirándome por la ventana. Estaba mal, ¿ajá? Había aprendido las nociones básicas del bítchcraft, pero seguía teniéndole miedo a la gente. Así que mi manera de no pensar en la Navidad fue decirme: Violetta, tienes que arreglarte. No podía seguir viviendo con la cabeza descompuesta, debía de haber cientos de millones de bítches más felices que yo.

Todavía era noviembre cuando a uno de mis mariditos se le ocurrió invitarme de vacaciones. Claro que lo mandé al carajo, pero como con ganas de que me insistiera. Y así lo traje toda la semana, ruégueme y ruégueme y ruégueme, hasta que decidí que le iba a dar el sí en el último momento. ¿Te acuerdas del taxista que parecía mi abuelo? Pues hazte cuenta que era de la misma rodada: fácilmente pasaba como mi respetable ancestro. Me acuerdo que se fue el seis de diciembre. Vivía en Miami y según él tenía un yate very impressing. Nunca lo comprobé. Acepté que me diera mi boleto para el veintiocho, con regreso el seis de enero. ¿Checas lo fino de mi humorismo? íbamos a estar juntos del día de los Santos Inocentes al de los Reyes Magos. Puros cuentos, ¿ajá?, pero él se los tragó enteritos porque no se quería ir sin comprarme el boleto de avión. ¿Sabes entonces qué hizo la muy bítch de mi? Llamé a reservaciones y cambié la fecha de salida. El veintidós ya estaba yo en el aire.

Hay lugares en los que nunca acabas de aterrizar, así es Miami. Un pueblucho nefasto, debería decir. ¿Me creerías que no hubo un mierda hotel donde no me exigieran tan identificación? Había reservado en el Hyatt, pensando que para el segundo día ya se aparecería un buen hombre que quisiera cargar con la cuenta, pero por más rabietas que hice no hubo modo de que me dieran el cuarto sin id. Me solté caminando por las calles del Centro, asombradísima de estar en un ambiente tan rascuache, donde aparte de todo se daban el lujito de rechazar mi cash. Eran casi las seis de la tarde, yo había llegado a las diez y no había manera de que hallara un lugar donde dormir. Hasta estaba pensando en llamarle al abuelito para que me llevara a su yate de juguete, y en eso se aparece un anuncio a media calle:

Miami – Vegas

10 days $1, 000

O sea que con uno de los envíos de Eric podía escaparme a una playa de las que si me gustan: ésas donde el rumor del mar es un coro de monedas que caen y caen y caen, non stop. Era lo que decía uno de mis mariditos, que en Las Vegas la gente se ahoga, una de dos: en dinero o por dinero. Y la agencia de viajes era tan chafaldrana que con tal de venderme la excursión me aceptaron el pasaporte alemán, que hasta entonces había estado escondido en la maleta. Total, no sé ni cómo le hice pero esa misma noche salí para Las Vegas, ya sin la paranoia de encontrarme al viejito del yate en cualquier parte. Estaba amaneciendo cuando por fin se me hizo tumbarme en la cama de un hotel, pero igual yo tenía ganas de celebrar. Y para eso Las Vegas funciona a cualquier hora. Era mi primer viaje de placer, ¿ajá?, el primero en mi vida, solita y con mis medios. Claro que todavía faltaba hablarle al de Miami y aventarle alguna excusa para no quedar como ladrona, pero antes yo tenía que inaugurar mis vacaciones, porque en Las Vegas tampoco había así que digas aterrizado. ¿Cómo iba a aterrizar, si por más que miraba el cuarto donde estaba no podía creer tanta hermosura? Las Vegas. Nunca nadie me había dicho tan clarito: Eres rica, Violetta.

Aunque eso de ser rica era tan relativo como los quinientos dólares que me quedaban, porque los de la agencia me habían sacado quinientos más por el cuarto sencillo. Pero el dinero allí rendía. ¿Sabes cuánto costaba un club sandwich en tu habitación, servido en una mesa elegantísima, con una jarra de agua y dos copas de cristal cortado? Ocho cincuenta. Increíble. Y todavía no te he dicho cómo se llamaba mi hotel: hasta ese día supe que Mirage significa espejismo. Todo hacía sentido, ¿ajá? La alberca tenía cascadas, en las peceras había tiburones y el lobby se te perdía entre hileras de mesas y maquinitas que te susurraban: cash-cash-cash. My kind oftown, ¿ ajá? Mientras en otros lobbies yo sufría para que nadie se enterara de lo que estaba haciendo, el lobby del Mirage era un fiestón donde cualquiera entraba a cualquier hora y hacía lo que se le pinche daba la gana. Y eso que todavía no conocía el Caesaris Palace, que además tenía un mallen el que podías ser feliz por los siglos de los siglos. ¿Te parezco muy naca con mis comentarios? Entonces vete conformando con saber que Violetta volvió a nacer en Vegas.

El dinero es como el trasero: te saca de onda presumirlo y te saca de quicio que te lo presuman. A la gente le gusta enseñar su dinero, pero no que los otros les embatren el suyo. Es una ley universal que se rompe en Las Vegas. En Vegas solamente los croupiers tienen algo que ocultar. Nunca fui a Atlantic City, ni a Nassau, ni a Montecarlo. Algunos de mis mariditos me contaban, pero dudo que haya algo como Vegas. Motherfuckin’Disneyland, ¿ajá? Es un sueñazo al que entras de cabeza y poco a poco vas enderezándote, hasta que de repente ves que vas volando sobre una alfombra mágica. El chiste está en no aterrizar, no apagar las turbinas y creerte todo lo que veas, aunque realmente no lo veas. Mientras en los hoteles de New York no era más que una brujita friolenta con aires de tarada en apuros, el Mirage me dejaba poner sobre la mesa todos mis encantos, que son indispensables para apostar sin perder. Claro que hay una competencia feroz: no te imaginas la de lagartonas que se pelean por los apostadores solos, pero al final hay tantos que ni las más horrendas se van lo que se dice en ceros. Aparte no te he dicho las maravillas que hizo la llave de mi cuarto, metida por el lado derecho del escote con tremendo logo: Mirage. Sería todo lo cheesy que tú quieras pero me daba buen nivel sobre las otras viejas: no es lo mismo ser una advenediza de quién sabe que calle que estar hospedadita en el hotel. Si lo sabría yo, que trabajaba en eso. Nunca miras igual el lobby de un hotel cuando vienes de dormir en uno de sus cuartos. Los otros huéspedes son como tus colegas, te mueves al nivel de los patrones y no tienes que hacerles caravanas a los criados. Ni siquiera les ves la cara, no hace falta. A menos que de pronto, como a mí, se te meta el chamuco.

No sé si esté así siempre, pero yo vi Las Vegas hirviendo de chamucos. Hay una cáscara como de plástico que tienes que quitar, porque aparentemente todo es de lo más sano, pero una vez que te trepaste al patín no te queda más que el camino hacia el vicio, que en mi caso puede llegar a ser corvísimo. Sobre todo cuando la suerte se deja sobornar por ti. Yo sabía que tenía ciertas armas para manipular al enemigo, y que gracias a ellas había sobrevivido desde junio, pero Las Vegas tiene una manera tan poco sutil de emputecerte que apenas pones la primera apuesta, tus escopetas se transforman en cañones, y si tenías cañones despiertas con misiles. ¿Sabes todo por qué? Ask the croupier. Cuando el dinero corre de esa forma y te das cuenta que en cualquier momento podría terminar en tus manos, hay una calentura que te obliga a atacar con todo. Flota una cosa sexy en el ambiente, algo que te seduce, o te hipnotiza, o te envenena, o todo junto. Una bruma putona pero transparente, como una fila mustia de lucecitas verdes que te jalan: órale, vente. Seguramente es la resaca del Infierno, porque yo ni las manos alcancé a meter. Una vez tuve un maridito que decía que el Infierno es una fiesta tan maravillosa que sólo después del primer mes te das cuenta que aquello es un castigo. Afortunadamente me quedé nada más tres semanas.

Como siempre me pasa, el chamuco se me metió mientras estaba sola. Quise decir en medio de mi cuarto grandísimo donde todas las noches me dormía desnuda para sentirme todavía más reina. Era apenas la noche del veinticuatro y yo no había hablado más que con los del room service. Uno de ellos, el del turno de la noche, tenía una mirada tristísima. En la televisión había películas de zorritas encueradas y camioneros calientes, lo menos navideño que encontré. Pero seguía pensando en el room service. Y en Navidad, carajo. Todo el mundo cenando con su familia y Violetta en Las Vegas viendo pornoshit. Son historias idiotas, si tú quieres, pero te dan ideas, ¿ajá? Cualquier idea que sirviera para aplacar a mis monstruos santaclauses era mucho mejor que dejarlos libres y furiosos en media Nochebuena. Me sudaba la espalda cuando pedí el club sandwich.. Las mujeres tenemos el don de hacer posible lo imposible. Hay cosas, por ejemplo, que sólo pueden suceder en la mente de un estúpido calenturoso. Pero si se me da la gana, puedo encargarme sola de que todas las cosas que soñó le pasen ahoritita en su recámara. No sé si sea frecuente que un bombón de diecisiete años abra la puerta de su habitación así, encueradota, pero seguro a Snoopy llamaba Marco, o Majamás le había pasado. Creo que serio, o Marcos, algo por el estilo. Un nombre aburridísimo, triste como él, por eso preferí ponerle Snoopy. Pero tampoco creas que nos hicimos tan amigos. De por si me costó mi buen trabajo secuestrarlo, era uno de esos sudamericanos que creen que van a convertirse en gringos si trabajan como negros. Pero ya ves cómo es de perro el instinto de la especie, así que Snoopy se las arregló para desafanarse de la chamba con un par de llamadas. Luego llamó otra vez y en tres minutos llegó uno de sus compañeros con un sobrecito. Para entonces yo ya tenía terror. Había creído que el mesero se me iba a postrar como el jardinerito, o que se iba a aventar como los mariditos; se me estaba olvidando dónde estábamos. Y como con el susto ya tampoco podía pensar en la fecha, la mesa estaba más que puesta para que la pantalla de mi vida me dijera otra vez: Welkome to the next level. Todavía no era muy buena con el alcohol, pero Snoopy resolvió ese problema con tres botellas de Cheesy Champagne, más un par de jalones que me volvieron ciudadana de Las Vegas. Nunca había visto la coca, pero apenas la probé sentí como si fuéramos amigos de toda la vida. Al día siguiente, cuando ya estaba sola, pensé que el tal Snoopy era un demonio. Tenía que conservarlo, ¿ajá?

Me había dejado el papel en el buró. Podía metérmelo en ese momento y bajar a hacer chuza en el casino. Pero me daba miedo que se dieran cuenta. Dios mío, qué bestia. Medio mundo allí dentro andaba igual o peor y yo preocupadísima por mi buena imagen. Bajé como flotando, entre dormida, borracha y drogada. Me sentía no sé, un asco de persona, pero igual ya me había pintado y traía una peluca recién peinadita. De bañarme ni hablar, hasta crees. Iba por el hotel con los ojos entrecerrados, viendo por los huequitos que me dejaban las pestañas. Pretendía llegar a la alberca, pero apenas vi el sol sentí que me iba a derretir por dentro. Y en eso que me viene una idea revolucionaria: ¿Qué tal si me compraba unos lentes oscuros? ¡Unas gafas, Violetta! Era pero obvio, y yo sufriendo en esas putas condiciones. En Las Vegas los únicos que sufren son los losers, darling. Igual seguía perdiendo un poco la vertical, pero ya con unas gafotas milagrosas, ¿ajá? Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos las gafas. Pensé: Lo más sano sería pedir el desayuno, pero luego me corregí: Lo más sano sería no vomitar antes del mediodía.

Y todavía más, más, más sana me pareció la idea de salir a estrenar mis gafas, patrocinada amablemente por dos jalonzotes de coconutgroovy. Qué quieres que te diga: ¡Fuck you, Miami!

En Vegas no hay juguetes, hay juguetazos. De hecho me tuve que ir por eso, no podía ser cierto que la vida fuera tan maravillosa. Un día despiertas y descubres que estás en The Ultimate Fuckin’Videogame. Tienes todas las vidas, los controles, la energía, las contraseñas, los atajos. Sobre todo eso: atajos. Las Vegas es una supercarretera, pero sigue valiendo más por sus atajos. Unos se pasan años inventando sistemas para tronar a la banca, otros ganan y se lo queman todo en putas a la carta, y otros igual se meten drogas menos fuertes. Ácidos, tachas, papeles, chochos, no sé cuántas virginidades perdí en el viajecito. Supongo que las suficientes para estar segurísima de que no iba a llegar a los dieciocho años hecha una pendeja. No sabes cómo me podía molestar que mis mariditos se encerraran en el baño a meterle a sus vicios, mientras yo me quedaba viendo tele como retrasada mental. No se me da la tele. Si acaso las películas y los videojuegos. Y Saturday Night Live, que en Las Vegas era como asomarme a mi depto. Yo oía que decían: Livefrom New York! y sonreía, me ponía de buenas pensar: Yo soy de allí. Como indita, ¿me entiendes? Aunque tiene su chic ser indita newyorka, por lo menos te sientes ladina internacional. Aparte tienes la tranquilidad de que siempre habrá un mamón galante que te diga: You dont look very mexican, y tú le puedas contestar que tu papá es alemán y tu mamá española. Si, cómo no, babosa, de Naucalpariburgo y Sevillatlán. Claro que con mi carita de muñeca de lladró nadie iba a imaginarse la cantidad de coatlicues que mis putos antepasados me dejaron escondidas. No me vas a decir que no es de pinches coatlicues pedir un sandwich de ocho cincuenta y encuerársele al mesero. Pero bueno, tampoco fue tan fácil conquistar Tenochudan. Puedes ir y sacar al tlahuica de su templo, pero intenta sacar al templo del tlahuica. Yo sé lo que te digo: ni en una suite del Plaza se te sale entero. Ya el solo hecho de sentirte tentada a chingarte la toalla es delator, pero igual sales con el cenicero, los cerillos, el jabón, el shampoocito. 0 sea como pinche muerta de hambre, ¿ajá? Estás viviendo en pleno primer mundo y te da por ponerte plumas en la cabeza. Güey, no me digas que no te han informado quién ganó. Por eso te decía que el dinero te arregla ese problema de un día para otro. Cómprate unos jabones en Saks y un encendedor Durihill y a ver si andas robándote pendejaditas. En fin, que estábamos en el capitulo de los vicios, que como te decía llegaron bien juntitos, hazte cuenta que pegué un seco en la ruleta. Pero tampoco fueron tantos, qué te crees. Lo que pasa es que yo en Las Vegas descubrí que me hacía mucha falta reírme. Nunca me reía, ¿ajá? En Las Vegas, en cambio, no paraba. Con Snoopy chillaba de risa porque hablaba un español divertidísimo. En realidad hablaba de la mierda, pero a mí en ese estado me parecía de lo más gracioso: guatas, tulas, rajas, coyomas, lachos, pitos, cocos, todo me divertía en grande luego de echarme la gotita de ácido en los ojos. Era como si se quebrara el parabrisas, por dos o tres segundos no veías un carajo, pero después aparecía la siguiente pantalla y Welcome to The Princess Castle, Mario. Ya me acordé: sí se llamaba Mario, porque después pasé a decirle Supermario. No porque fuera muy bueno para algo, más bien porque era idéntico al muñeco del videojuego. Chaparrín, de bigote, asalariado, ingeniosito, y además se hacía grande con un hongo. Lo que más nos hacía reír era que con los ácidos nos hacíamos grandotes y chiquitos. Los jalones de cois eran vidas extra, las tachas nos volvían invencibles, ya sabrás. Los chilenos son buenos para los chistes. O sea, no para contarlos, para reírse de ellos. Por un lado son de lo más calientes, pero también son público agradecido. Y los hombres son fáciles de controlar. Claro que no era el caso de Supermario, O Snoopy, o como quieras que le llame. Éste era un ambicioso y un cabrón. Desde el segundo día me cobró los dulces, el muy prángana. Ésta es la historia de Mario, que era un pinche proletario. Claro que al tercer día no me volvió a tocar más que con algún candy por delante. But íve were heavy users, you know. Se supone que las primeras veces una se modera, pero desde el momento en que me vi coronada como reina de Las Vegas dije: Shít, yo no quiero bajarme de aquí. Además, ya te conté lo pésimo que me estaba yendo antes de darle cuello al sobrecito. ¿Qué querías que hiciera la pobrecita reina, si nunca ha soportado ser parte de la plebe? Aunque eso nunca lo haya descubierto Snoopy, que era bueno de plebeyo. No dudo ni tantito que me haya cobrado los caramelos al doble, pero me daba tanta hueva ponerme a conseguir otro canáyman que al final casi me asocié con Supermario. Bonita reina salí, tirándome a los pinches lacayos para que no me quiten mi corona. Pero como decía una amiguita que tuve luego en México: Antes cobro diez mil pesos por ahogarme entre la mierda que recibir cincuenta por limpiarla. O doscientos por comértela, que es lo que muchos prefieren. Qué asquerosidad. Yo más bien quería hablar de los lacayos: malditos sean todos. Los trepas a un ladrillo y se marean, los pinches changos. Apenas les das trato de personas y te pasan las cuentas de sus traumas. Como si no sufriera una de los mismos calambres. Nunca he visto un periódico que diga: Solicito lacayo. No sé de dónde salen tantos con la ele en la frente. ¿Sabes por qué creo que los detesto? Porque igual que Violetta son capaces de cualquier cosa. O sea por igualados, pero ya ves tú que las reinas somos las menos indicadas para enderezar el mundo. Toda la gente que se propone enderezar al mundo lo que en realidad quiere es enchuecarlo a su medida. No hay nada más torcido que un enderezador. ¿Te digo lo que pienso, Pig? Creo que lo único de veras recto en este mundo está lleno de mierda.

Nunca pude evitar que me dijeran maldiciente pero tampoco puedo ser de otra manera. No sé por qué termino maldiciendo todo lo que la gente me da. ¿Será que soy tan mala usuaria de mi suerte, como decía un pendejo que luego conocí? Hace rato te dije que planeaba hacer chuza en el casino, pero no dije cómo porque ni yo sabía cómo, ¿ajá?, aunque ya me iba imaginando que mi lacayo amante no me iba a regalar más caramelos, por más que yo le regalara toda mi dulzura. ¿Me entiendes? Hay quienes dicen que a los lacayos les falta educación, o sentido común, o elegancia de verdad, pero para mi el único problema es que les falta presupuesto. Y eso ante mis ojitos los descalifica totalmente. Hasta Disneylandia es insoportable sin boletos. Entonces Supermario podía tener todos los caramelos, pero yo ya sabía que en cualquier momento le iba a dar por pedirme unos boletos. O sea que tenía que bajar a donde había boletos y hacer chuza a como diera lugar. Según Supermario, nomás lo que él y yo nos habíamos metido le salía como en trescientos bucks. Ya con el combustible en la nariz, La Terrible Violetta agarró el elevador, se arregló la peluca, pensó en todas las tiendas que iba a visitar y dijo: Píece of cake. Yo sentía que todo tenía que ser fácil, pero ya no decía ni pensaba nada porque otra vez ya estaba doblada de la risa. Me acuerdo que pasé por la pecera de los tiburones, que no sé si a propósito estaba justo atrás de las cajas, y le grité al cajero: Ioufuckin’shark! Sin control, la pendeja. Felicísima.

Al principio se me quedaban viendo raro, pero cuando una se endereza y saca el busto los demás se cuadran. Como si les dijeras: Esto es un asalto. Pero yo ni siquiera los miraba a ellos. Yo no miraba nada, para eso traía puestas mis supergafas, quería reírme a gusto de lo que no estaba viendo. Luego de tantos meses de andar por la vida plantando mi carota de bruta atribulada, sentía como alivio cada vez que decía: Puedo reírme todo lo que quiera, Y al final muchos terminaron riéndose conmigo. No te digo que fuéramos un club de imbéciles carcajeándose, la única que se carcajeaba era yo. Pero estaba aprendiendo a descubrir las maneras que tienen los hombres para reírse contigo, a veces sin mover ni un músculo. Sobre todo si tienen a una mujer junto. Igual todo eso ya lo había visto hasta en el cine, pero checarlo así, tan arriba como estaba yo, le daba un aire como de revelación. La coca es como el amor: llega y te vuelve reina, pero después te va pudriendo sin decírtelo. ¿Qué te pudre? ¿Lo reina o lo cocainómana? No sé, el caso es que yo recuerdo bien Las Vegas porque fue el escenario de mi coronación. Varias veces he pensado en regresar, y si no lo hago es porque no estoy segura que vuelva a ganar. Puedes disimular lo loser en cualquier lado, menos en Las Vegas. ¿Para quiénes crees tú que se inventaron las máquinas tragamonedas? ¿Quién, que no sea perdedor de nacimiento, se está tres horas solo peleándose el dinero con una alcancía? Y yo sé que si un día vuelvo a Las Vegas voy a acabar peleándome los quarters con las máquinas, como acabé en New York inhalando la alfombra donde según yo me quedaba un poquito de reinado en polvo. Las Vegas tiene mi veneno, ¿ajá?, es como si hasta los semáforos del Strip me dijeran: Ya conozco tus vicios. Este capitulo podría llamarse: Bitchin’Las Vegas. ¿Cómo dirías tú? ¿Terreando? No creo. Una cosa es perrear y otra bitchear. Y por supuesto que putear ya pertenece a una categoría superior.

O inferior, depende. Bitchear es según yo algo así como expropiarle la cartera al maridito en turno y aventarse pidiendo lo más caro del menú. Según mi mamá, eso se llama goblear. Yo opino que es pensar más rápido. O sea que lo dejamos en bitchear, que no suena tan feo. ¿Sabes cómo me dijo el puto viejo de Miami cuando le llamé? Youfuckin’slut! Me enojé tanto que le grité: ¡Slut tu puta madre, pendejo! y le colgué. Ya después me pasaba lo mismo a cada rato. Me acuerdo que pensaba: Un día de éstos voy a meterme en un broncón, por pinche respondona. En el Waldorf no puedes armar esos panchitos sin arriesgarte a que los de Seguridad te saquen a patadas por la puerta de servicio. No digo que me lo hayan hecho, pero creo que lo hubiera preferido. Es más, estoy segura. Yo podía imaginarme a los hijos de perra sacándome a patadas, pero nunca jodiéndome el destino sin que yo hiciera nada. Que es lo que sucedió, al final. Pero andábamos en Las Vegas, Your Royal Highness Violetta R. Schmidt se estaba acomodando la corona desde adentro de la nariz. Supermario juraba que la coca te va poniendo azul la sangre, pero yo decía: Si esas cosas fueran ciertas no las sabrían los plebeyos, ¿ajá? El chiste de la coca está en saber dos cosas: Es rica y no hay pa todos. Y aquí tendrías que añadir: Je, je, para que tus lectores me odien rabiosamente. ¿Morderán, tus lectores? Si tú muerdes y yo muerdo, supongo que igual ellos tendrían que morder. Perdone, señor Pig; ¿muerde su libro? ¿Por qué dice aquí arf, en vez de guau? ¿De qué clase de perra está usted hablando?

No podía parar de reírme. Y por supuesto los que más se reían conmigo eran los que ganaban. Por eso cuando me dí cuenta ya tenía amiguitos por todas partes. No sé bien cómo le hice, si es que hice algo. Estaba bien arriba, ¿ajá? No tenía idea cómo controlarlo, ni siquiera quería controlarlo. ¿Te acuerdas cuando fuimos a la montaña rusa? ¿Verdad que el descontrol tiene su encanto? Sólo que los efectos de la coca no los había planeado. No sé si debería decírtelo, pero todo el evento de la montaña rusa me lo saqué de la manga para comprarte. Y a lo mejor también porque necesitaba que alguien me abrazara. Nunca he reconocido todo lo que te necesito, me molesta la idea de tener que justificarme frente a mí. ¿Quién se iba a imaginar que la noche de la montaña rusa tanto tú como yo traíamos estrategia? Puede que más utilitaria la mía que la tuya, pero también menos tramposa. No tengo nada que inventar, todo se va inventando frente a mí. Si ahora mismo tuviera que mentirte, no habría más que checar en la pantalla mi menú de mentiras, elegir la que fuera y disparar. Las mentiritas pasan frente a mí como las notas musicales en los cuentos, y yo voy agarrando las que necesito. Siempre me las he dado de ser así, muy libre, pero nadie que necesite soltar patrañotas puede presumir de eso. Dime cuántas mentiras cuentas y te diré qué tan esclavo eres. Suena un poco a consejo de viejita de pueblo. ¿Me imaginas de chal y bastón? Una adorable viejecilla que vende manzanas bajo la nieve al grito de I need some lovin’, like a fastball needs control ¡Qué asco de puta vieja limosnera! Y aquí si que me sale durísimo la clase media: no soporto la idea de parecer patética.

¿Ves? Tampoco se puede ser libre mientras tenga una miedo a los papelazos. Y hablando de papelazos, ¿te dije a cómo me vendía Snoopy cada papel? Doscientos, el muy mierda. Pero ni modo de pararle al cochecito. Hazte cuenta una mano que sale de otro mundo y te jala: Ven para acá, amor mío. Los hombres te dan coca para ya no tener que preocuparse por tu orgasmo. They know drugs always get the job done. Aunque nadie te explique las putas condiciones de pago. De pronto te despiertas y zas: ¡Órale, muerta de hambre, ya te cayó el chahuistle! Cuando según tú habías pagado la factura, te llega el verdadero estado de cuenta.

Ahora que yo más bien estaba hablando de estadazos. Creo que me veía más patética que la viejita de las manzanas, pero ya ves que Vegas es como una fiesta, y en las fiestas la gente la caga todo el tiempo. Y aun así tú dime cuántas cosas no se arreglan en las fiestas. Tú crees que yo en Las Vegas nomás me hice viciosa, porque no te imaginas la cantidad de cosas que aprendí, pero si me preguntas qué es lo más importante de Las Vegas, te diré que ese pueblo me enseñó a ubicarme en mis dominios. Lo mío son las fiestas, la noche, el movimiento. La ruleta que de verdad importa no se juega en la mesa, y si no estás jugando nadie te va a explicar las reglas. Tienes que pensar rápido, no hay de otra. Si yo trataba de jugar en la mesa, me arriesgaba a que cualquier empleadillo me pidiera un id. Ni modo que sacara el pasaporte: qué tal que me encerraban por falsificadora. Por cheesy, en realidad. Los falsificadores cheesy no merecemos ni derecho a fianza. Además, ni siquiera me sabía las reglas de la ruleta. Parecía muy confuso, fichas por todos lados. Hasta que algunas fichas empezaron a pasar por mis manitas.

La risueña Violetta repartía su buena suerte entre los ganones. ¿Te has fijado en el parecido que hay entre los escotes y las alcancías? Pues yo esa noche me sentía toda una invitación al ahorro, sobre todo cuando me daba por contar el número de ojos que habían caído en la ranura mágica. Unos porque no dejan de mirarte, otros porque no paran de parpadear, y otros porque se ponen a fingir que están checando cualquier otra cosa, pero una sabe bien que aquí los tiene. Y que no se te ocurra devolverles la mirada, porque no va a haber modo de quitártelos de encima. ¿Ves cuál es la ventaja de las gafas? Nobody knowsyour number, honíy. ¿Cómo van a saber qué es lo que quieres si no ven lo que ves? Lo único que miran es la alcancía, ¿ajá? ¿Qué más quieren saber? ¿No está bien claro?

Pero tampoco soy tan ambiciosa. Mi única ambición es seguir jugando. Pero eso no tenían por qué saberlo allí en la mesa, ni en el casino, ni en todo Las Vegas. No quería venderme tan barato. Aunque claro, el orgullo no venía al caso, menos si te pusiste en el lugar de la alcancía. Así como un ganón te daba cien de un golpe, otros apenas se ponían guapos con un dólar. Y ni hablar, yo estiraba la mano. Una sabe dónde y con quién hacerse la muy digna. Hay tipos que primero te dan uno o dos dólares y terminan pagándote la party. Nunca sabes, querido. Necesitas paciencia, pensar: Estoy pescando, y aguantarte. Yo, que soy impaciente, no sabes todo lo que aguanto cuando sé que no hay de otra. Ni modo, soy corrupta. No quiero vender nada pero lo alquilo todo. ¿Lo alquilo o lo hipoteco? Tengo la horrorosísima impresión de que me ahogo en deudas que nunca firmé. De que por más que gano sigo perdiendo. Déjame que me explique: A mi el dinero me ha elegido solamente como intermediaria. El dinero es como los hombres: si se queda a dormir te jode la existencia.

¿Te has fijado lo mal que trato yo al dinero? No lo respeto nada, ¿ajá? Ahí también los billetes se parecen a los hombres. Está bien perseguirlos, pero de respetarlos nada, que se jodan. Personas como yo estimulan el crecimiento económico de los países. Hacemos que el dinero cambie de manos pronto. Qué quieres, no sabe una calentarlo. Luego hay otros que se desvelan empollándolo nomás para que llegue un gavilán a madrugarlos. Y en Vegas al dinero todo el mundo lo trata como puta. Hazte cuenta que hubiera un letrero a la entrada del casino: We fick with your money. A mí se me hizo un poco menos difícil emputecer cuando llegué a la sabia conclusión de que mis mariditos no lo estaban haciendo conmigo, sino con su dinero. Yo era, otra vez, una simple y humilde intermediaria.

Salía del casino con la bolsa repleta de fichas que ni siquiera trataba de cobrar: se las daba directo a Supermario, que en dos horas volvía con billetes y caramelos. Y como yo le compartía de unos y de otros, lo tenía de siervo casi casi full time. No sé cómo le hacía para que no se dieran cuenta en el hotel, pero salía del cuarto trabadísimo, según él a seguir trabajando. El muy zángano me consideraba parte de su trabajo, seguramente porque se daba cuenta de que yo lo veía como parte de mi servidumbre. No te digo que no lo divirtiera, y es más, por eso lo digo: Your slaves are meant to amuse you. A veces le decía Gladiator, en lugar de Snoopy o Supermario, y él hinchaba el pechito muy orgulloso, cuando lo que yo estaba pensando era: Mi gladiador. Mi esclavo, la estrella de mi circo. Acepto que esos grados de mamonería no me iban para nada después de andar en las ruletas ordeñando apostadores, pero una también tiene su derecho a enanear al prójimo. Todos somos cacagrande o cacachica de alguien. Es por ley natural, siempre puedes estar mejor o peor de como estás. Ahora que mejor o peor para quién. Porque yo me sentía maravillosamente bien, pero igual si le preguntabas a mi papá te iba a decir que yo era de lo peor. Y ni siquiera de lo peor, sino Lo Peor. 0 sea del mundo, ¿ajá? No podía haber nada más bajo que yo. Aunque eso todavía estaba por demostrarse, porque de un lado yo seguía rompiendo mis propios record, pero del otro ya iba a entrar en escena Nefastófeles, y a ese cabrón te juro que no le llego. Ni de lejos, ¿ajá? O sea que volvamos a mi amadísimo lacayo.

Supermario no podía creer el gusto que le agarré a la coca. Juraba que era una viciosa de abolengo. Decía: Tú lo traes de familia. No sé si fue el efecto de la coca, o el de los hoffmans, o el de los ecstasies, o el que daba saber que nunca más iba a volver a verlo, el caso es que acabé contándole mi vida a Supermario, y él se reía tanto que yo hasta me engolosinaba platicando, a pesar de que era obvio que estaba pagando por las carcajadas de mi público. Perdón, señor, ¿cuánto me cobraría por reírse de mi putita? ¿Va a querer que le pague por hora o por risotada? ¿Hay algún cargo extra por tirarse al piso? ¿Sabes en qué se fue todo el dinero que saqué de Las Vegas? En Las Vegas, ofcourse. Debería decir que en Supermario, pero como que yo eso no acabo de aceptarlo. Y aparte me compré kilos de ropa. Cuando la gente quiere hablar de mis defectos dice que soy tramposa, egoísta, interesada, manipuladora, y entonces digo bueno, con esos defectazos yo tendría que estar nadando en dólares. ¿Dónde están esos dólares, carajo? Y ahí es cuando de veras brinca el peor de mis defectos: soy una horrorosísima administradora. Una vez le conté a uno de mis mariditos que yo al escote lo consideraba una alcancía, y él opinó que si se trata de dinero, yo no tengo alcancía: tengo drenaje. Y esto era por supuesto una galantería, porque ya ves que a mí nada me dura. Todo lo que me llega es desechable. Soy el mismísimo Drenaje Profundo. Which means Im aIways ínto deep damn shit.

Creo que lo único profundo de mi vida son los abismos. El resto como que lo tengo controlado. Hasta antes de Las Vegas mis abismos no eran tan pinches hondos. Gracias, claro, a la diaria práctica de la inconsciencia, que en mi caso es deporte de alto riesgo. ¿Ves cómo si me fijo en las cosas que me dices? Hasta podría decirte dónde y cuándo me echaste ese piropo. Creo que los abismos crecen conforme una se va alejando de las demás personas. Tratar a los mariditos como perros, a Supermario como gato y al dinero como mierda era mi modo de marcar distancia, como plantar el foso afuera del castillo. De pronto le tendía el puente levadizo y Supermario atravesaba como amante, pero igual media hora después lo iba a cruzar de vuelta como criado. Claro que si te fijas no he dicho ni palabra de su chamba de dealer. Si vas a usar mi idea del castillo para contar esto, pon también que el amante, criado y dealer llenó de cocodrilos ese dique. La coca te hace reina, y una reina no puede rozarse con la plebe. Hablas más, por su puesto, y hasta gritas, pero toda esa gasolina te vuelve inaccesible. La coca deja guardias, diques y cocodrilos para que sólo puedan acercársete dos tipos de personas: proveedores y patrocinadores. A los demás ya ni volteas a verlos. Para qué, pues, si no los necesitas. El dinero, la coca, los hombres, todos pinche conspiran para que una se encierre en su ruleta.

Ya podrás suponer que yo ni me enteré. Mis días en Las Vegas pasaban entre el cuarto, la alberca y los casinos.

Hice por ahí un par de mariditos, nada muy importante aunque eso sí: sublime patrocinio. Y aparte con total honestidad, porque estaba bien claro que yo me iba con ellos porque estaban ganando. ¿Quién va a querer pasar la noche, o el día, o el rato con un güey que no para de perder? Ésa también es ley universal, sólo que ya en Las Vegas es más clara porque los numeritos están a la vista: éstos pierden, aquél gana, tantas risas, tantas jetas. Los perdedores no tienen ni sentido del humor, y cuando tratan de tenerlo se ríen de si mismos, qué patético. Yo también lo hago, claro, pero yo no cuento. O sea que todos cuentan, excepto la que te lo está contando. Además yo no gano, ni pierdo, los que vivimos de hacer trampas no tenemos derecho a entrar al marcador. ¿O si, Diablo Guardián?

A lo mejor por eso siempre pierdo más, porque me niego a competir de acuerdo al reglamento. No le hago caso, pues. Cierro los ojos cada vez que se me aparece una verdad, y no los vuelvo a abrir más que para torcerla. O bueno, maquillarla. Para qué sirve el maquillaje, si no para hacer trampas. La ropa, los cosméticos, las palabras, los gestos, los abrazos, los besos: puras herramientas para engañar, a la gente le gusta que la engañen. Cómo será la cosa que hasta a ti y a mí, que nos hemos pasado la vida haciendo trampas, las mentiras nos sirven de pinche alimento. Sólo con que juntaras las que tú me has contado y las que yo te inventé, habría el mentiraje suficiente para que no tuviera yo que estar como enferma mental contándole a una grabadora lo que nunca diría en tu cara. Soy orgullosa, claro, por más que haya vivido tantos años de doblegar mi orgullo. Doblegar, qué chistosa palabra. Podría decir humillar, o arrodillar, o ridiculizar, pero uso la palabra que más me favorece, la única que deja viva mi dignidad. Y claro, así podríamos decir que en Las Vegas mis nuevos vicios me iban doblegando sin que yo me enterara, porque al final no eran más que mis vacaciones. Supuestamente yo volvía a New York en pocos días y ya: todo olvidado. Podía regresar a mis hoteles y a mi depto y a mis mariditos, y hasta me había propuesto ahorrar. ¿Sabes qué es lo realmente malo de la coca? Te pinche desactiva las alarmas. Juras que todo está perfectamente bien y jamás se te ocurre que es una película. ¿Tú crees que luego de estar tres semanas en esa superproducción iba a querer volver a hacer documentales? En Las Vegas el mundo era en color. La música de las monedas te acompaña a todas partes, el dinero es el héroe de la movie. New York es blanco y negro, monaural. Y si quieres colores y sonido estéreo, más te vale que pagues. En New York sale caro ser rico, en Las Vegas hasta los camareros viven como blancos. No sé cuántos clientes tendría Supermario, pero lo que es en un lugar como New York habría terminado ofreciendo coke-and-smoke en los encueraderos de la Séptima. O en el subway, ¿ajá? Ya sé qué estás pensando: ¿Por qué esta estúpida no se quedó en Las Vegas? Por la misma razón que tuve para seguir coqueándome en Manhattan. Ms calledaddiction, honey. Si la coca te trepa hasta el trono del mundo, New York es ese mundo en el que tú quieres reinar. No te puedes creer que Vegas es verdad, sería como enamorarte de Minnie Mouse.

¿Sabes lo que es sacarle tres mil dólares a un desconocido en diez minutos, darle un par de besitos más o menos majaderos frente a todo el mundo y largarte al mall del Caesar’s por un traje de baño de quinientos y un vestido escotado de dos mil y largarte a tu hotel y echarte en un camastro y beberte un bloodymary y meterte a una alberca con cascada y debajo del chorro acordarte que tienes cuatro gramos nuevecitos detrás del buró? No es posible vivir la vida entera así, se te rostiza el alma, ¿ajá? Bye-bye, Violetta, your ass belongs to Vegas. ¿Te acuerdas de la historia del Infierno donde nunca parabas de bailar y beber y drogarte? Las Vegas es así, los que llegan son siempre el alma de la fiesta, pero los que ya llevan rato allí sufren muchísimo, están cada día más hechos mierda. No sé, a mi me dio miedo. Las Vegas y la coca son demasiado cool, no pueden ser verdad.

Salía de mi cuarto trepada en el avión, ya el puro elevador era un tobogán mágico, y yo llegaba al lobby como si estuviera saltando del tobogán, o de la nave, o de la luna. Que es donde en realidad estaba. Nunca se me va a olvidar cuando me dijiste que en mis dominios no se ocultaba la luna. Tenías todos mis passwords, Diablo Guardián. Entonces yo me desprendía como del fuselaje y decía: Jerónimooo! Te juro que lo decía, casi que lo gritaba cada vez que salía del elevador y oía las monedas y las voces y la música y bingo-bingo-bingo, el mundo era una lotería donde una chica buena como yo no podía perder. Aterrizaba en la ruleta con un ondón adentro, pensando que la vida era perrísima y yo más. La vida era un Nintendo inagotable, un pinball sin agujero, una puta ruleta con el imán debajo de mi número. Y yo acá, invulnerable, tras mis gafas, como mujer de gángster a los diecisiete años, pero sin soportar a ningún gángster. A excepción del demonio, claro, pero ni modo de pelearte con los inquilinos. Me metía cuatro jalones en el cuarto y hacía cuentas de lo que me rendían. Mente de clase media pichicata, pero no había de otra porque estaba jugando. Tirando dados full time. A veces en el cuarto jugábamos Monopoly. Creo que Supermario se dejaba ganar, o a lo mejor era que yo entrenaba todo el día. Cada nuevo vestido, jeans, zapatos, era como ir comprando propiedades que después producían dinerales, porque ni modo que a una princesita que trae cinco mil bucks de ropa encima le des una fichita de diez dólares. Había unos coquetos que te pasaban tres o cuatro de veinte, pero los buenos se ponían guapos hasta con quinientos de un solo golpe. Qué barata me vi cuando te dije que era yo tu amuleto: creo que ya lo había dicho como trescientas veces.

De cualquier modo había que moverse rápido. No podías darte el lujo de que te ficharan en una mesa, ni en un salón, ni a la entrada de un hotel. Me pasaba dos horas en el MGM, dos en el Caesars, dos en el Mirage, dos en el Treasure Island. Ahora calcula cuánta coca me metía, si por cada dos horas me tenía que dar los cuatro jalones reglamentarios. Súmale que a la alberca me iba en ácido, y que luego en el cuarto me ponía trifásica. Burbujitas, pastillas, jalones, y unos besos tremendos, de repente. No podría contarte bien cómo era, creo que no alcanzaba ni a enterarme. Y además tú no quieres que te cuente, ya ves cómo los diablos de la guarda sufren de horribilísimos ataques de celos. Lo que quiero explicarte es que el carrito nunca se paraba. Dormía poco y se me olvidaba comer, pero igual el negocio me obligaba a hacer no se, vida social. También llegó a pasar que me llevaran a cenar tres veces en la misma noche. Si fuera dueña de un casino, lo primero que haría sería poner un letrero: Escote obligatorio. Supermario decía que en el hotel salía oxigeno por los tubos de aire frío; yo creo que los escotes son más efectivos que el oxigeno. Además de tener despierto a medio mundo, provocan que la gente apueste más.

De pronto me quitaba un ratito las gafas. Había que dejar que los ojos hicieran su trabajo. Pura actuación barata, pero productiva. Luego me las ponía otra vez y regresaba a mi jueguito. Supermario juraba que me ponía las gafotas para que no se dieran cuenta de la puta divertida que me estaba dando. Y a veces si tenía toda la razón. Mis Ojos iban volando por una carretera, recibiendo señales de un chingo de satélites. El patrocinador en turno, los otros jugadores, la ruleta, el tapete, las manos del crolípier, los mirones, las mesas, los que andan dando vueltas con el bote de plástico hasta el culo de fichas. Había que verlo todo y moverse rápido. Cada casino era como una Pista, veías aviones llegando y despegando todo el tiempo, y yo odiaba perderme de un buen vuelo. Cuando llegaba al cuarto me veía en el espejo y movía la boca: si tenía el labio tieso de algún lado, le paraba a la coca y me iba a la alberquita. Por eso te decía que no podía durar, era un suicidio. Y además para la tercera semana ya no sentía igual.

O sea que me metía cada vez más y subía cada día menos, a veces no quería ni salir del cuarto. Supermario se encargaba de pagar los ciento veinte dólares de cada noche en el Mirage. Con mi dinero, ofcourse, hasta que me di cuenta que me quedaban doscientos, y ya no iba a ir por más. ¿Sabes qué hice? Le pedí a Supermario quinientos prestados, le saqué tres gramitos para el postre, le dije que volviera en un par de horas y en poco más de media me largué al aeropuerto. ¿Me creerlas que a la noche ya estaba yo en New York? Nieve por todas partes, un frío francamente chingativo y mi casa cubierta de polvo, pero igual me sentía otra vez en la tierra. Tenía los tres gramos, más setecientos dólares y el refri vacío. Pobre, pobre, la señorita Schmidt. Y aparte sin saber que a los dos días iba a andar persiguiendo vendedores de coke-and-smoke. Digamos que era la otra cara del tobogán. Otra vez el maldito aperrizaje forzoso, pero ya con un chingo de turbulencias nuevas.

Welcome to the next level. Press red button to stangame. Game over Game over. Game over. Apenas me bajé de los últimos jalones y que empiezo a perder. Todo el tiempo en picada. No sabes lo espantoso que es andar por New York buscando patrocinador a medio enero. ¿Quieres que tus lectores se pongan a chillar? Pídeles que se acuerden de la última vez que se tiraron por veinticinco pinches dólares a un vejete apestoso. Twentyfive bucks, you got it? Todo con tal de no bajarme de la nube. Según yo no era adicta, o sea todavía, pero apenas me daban un jalón y ya quería quedarme a vivir en ese estado. State of Confusion, USA. Mierda, qué rico era.

No tenías que esperar ni un pinche momentito para treparte al trono del planeta.