37778.fb2 Diablo Guardian - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Diablo Guardian - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

La sombra de Mefistófeles

No quiero ni contarte del invierno maldito del noventaiuno. Tres maridos en todo febrero, todos de hit-and-run. Total: doscientos dólares. Más los mil novecientos que le birlé al tercero antes de irme. Which means.- un hotel menos en la lista. No podía enterarme si me había denunciado, aunque nadie supiera nada de mí. Bye-bye, Park Athenee. Marzo también estuvo pésimo: seis mariditos, novecientos bucks. Violetta abaratándose a velocidades supersónicas, lista para volver al robadero para poder pagarse sus polvitos mágicos. Como decía un maridito madrileño: Un polvo paga otro polvo.

Uno de los defectos de la vida entre polvos es que no deja huella. Todos los días son distintos pero iguales. Por más que te hayas empeñado en recordarlos no puedes distinguirlos, parece como si estuvieran pintados en una barda lejos. Como si tu memoria fuera no sé, astigmática. Miras colores, pero nunca detalles. Recuerdas las canciones, no las palabras. Porque todo iba rápido, mi vida se volvió un poquito ruleta: siempre estaba girando, y cuando se paraba lo único importante eran los números. Que por cierto empezaron a mejorar por ahí de mayo. En realidad yo no veía caras ni escuchaba palabras, sólo tenía tiempo para numeritos. Me había comprado una calculadora, todo el día sumaba y restaba cantidades. Pensaba, por ejemplo: Esta blusa la voy a usar en treinta enganches. Así decía: enganches. Los mariditos me pasaban por la vida como los ganchos por la ropa. Tú nunca dices: Éste es el gancho de estos pantalones. Agarras el que sea, es igual. Entonces yo pensaba: Si esta blusa me salió en ciento veinte dólares, la inversión es de cuatro por enganche. Le sumaba el vestuario completo, las comidas, el transporte, el perfume, el rimel, las sombras, y así me daba idea de lo que había que invertir en cada enganche. Sesenta, ochenta bucks. La idea era sacar diez veces la inversión. O sea, cuando menos. Pero el maldito vicio me forzaba a hacer ofertas, porque ni modo de volver a mi departamento sin las debidas provisiones, ¿ajá? Y así fue como me enseñé a reconocerlos. Me sentaba muy digna en un sillón del lobby, con el Vanity Fair abierto en cualquier parte, hasta que aparecía un tipo solo con los ojos vidriosos. ¿Te has fijado lo fácil que se entienden los borrachos? Pasa igual con los cocos: una los reconoce a treinta metros. Y no nada más eso, también puedo decirte si traen o si les falta. Yo traía casi siempre, pero me comportaba a la altura de las circunstancias. Si el tipo andaba bien surtido, lo más seguro era que la quisiera compartir. Si le veía la ansiedad en los ojos, había que echar a andar el Plan B, que al principio me funcionó como reloj. Entrábamos al cuarto del fulano, pedíamos unos drinks al room service y yo sacaba una probada de cois; el resto lo traía guardado en servilletas de Pizza Hut. Cuando el tipo pedía más, o sea inmediatamente, yo agarraba el teléfono y llamaba a Pizza Hut, dizque dando unas claves en secreto. Luego llegaba el monigote, y yo hacia como que le pagaba todo lo que me había dado aquel cabrón. Doscientos, cuatrocientos. Después ya entraba muy sonriente, con la lana en lugar seguro. Y claro, con la pizza y las servilletas en las manos, bien cargadas de cois. Ya luego al tipo le crecía lo espléndido. A un güey subido en coca no le gusta regatear. Es el rey, el patrón, el superboss. Yo compraba el gramito en setentaicinco dólares y cargaba tres, cuatro, por si se ofrecía. Ya ves que en los hoteles abunda la demanda. Todos andan buscando algo ilegal, sobre todo en New York. No importa qué tan bien se estén sintiendo, pagan para sentirse de otra forma. Entonces te decía que el Plan A era sencillo: si el tipo era vicioso y traía materia prima, me le pegaba hasta ponerlo generoso. Cuando un güey anda en coca no soporta que piensen que es un pichicato. Si le encuentras el modo, le sacas lo que quieras. Pero el Plan B era todavía mejor, porque yo hacía mi business como siempre y además le vendía de mi coca. ¿Has visto a los revendedores de boletos? Yo hacía algo muy parecido en los hoteles. Era una superscalper, vendía cada viaje a más del doble de lo que me costaba. Y como el proveedor era myfriend, todo se hacía más fácil. Nos veíamos en la Séptima, muy cerquita del Sheraton, afuera de una sex shop que siempre estaba abierta. ¿Te acuerdas de las dos películas que compré por ahí? Pues ahora ya era clienta, iba dos o tres veces por semana y esperaba al negrote de la boina: ése era mi amiguito. Al principio me despachaba sin mirarme. Sin hablarme, casi. Pero luego se fue aflojando, y a veces hasta me invitaba un cafecito. Las ventajas de ser cliente distinguido, ¿ajá? También me daba crédito, y lo bueno era que él no sabía mi nombre, ni yo el suyo. Era altísimo, delgadísimo, negrísimo y una de dos: estaba bizco o le faltaba un ojo. Nunca le pregunté, me intimidaba mucho. Pero te digo que éramos amigos, tanto que un día hasta fuimos juntos al cine. No traía mercancía, le iba a llegar más tarde, y entonces me invitó, para hacer tiempo. Luego me dijo que era su cumpleaños, y hasta me dieron ganas de abrazarlo. Supongo que ésos eran los únicos amigos que la pobre Violetta podía tener, con tantos mariditos en la agenda. No sabía su nombre pero sí la fecha de su cumpleaños. Y eso ya era una forma de ser su amiga. Veintinueve de julio. Cómo voy a olvidarlo, si dos días después se apareció en mi vida Nefastófeles.

Treintaiuno de julio del noventaiuno, miércoles, por ahí de las cuatro. Si esa tarde me hubiera quedado tranquilita polveándome en mi casa, Nefastófeles habría pasado como bala perdida y el mundo habría seguido en donde estaba. Pero me fui a chambear, y ahí la cagué. Por mediocre, aparte. Quién me mandaba ir a meterme al Hilton, que era un hotel de prangarias. Quién me decía que aquel marrano me iba a comprar un gramo, cuando menos. Nadie me dijo nada, no hubo un ángel ni un diablo que llegara a avisarme: Cuídate de este mierda, que te va a joder. Claro que yo tendría que haberme protegido. Ver sus labios de hipócrita, su nariz de traidor, sus cejas de libidinoso, sus manos regordetas de ladrón rastrero. Pero yo no buscaba más que ojos de viciosos. Una línea, por el amor de Dios, eso era lo que yo quería leer en su puerca mirada menesterosa. Hasta pensé: Con suerte y vendo tres o cuatro gramos. Más lo que levantara por concepto de maridaje, podía salir de ahí con más de setecientos. Y si a eso le sumaba lo que llevaba desde el lunes, igual llegaba al sábado con dos mil limpiecitos. Buenas noticias para Bloomingdale’s, ¿ajá? O sea que si te preguntas en qué andaba pensando la bruta de Violetta cuando cayó en las garras de Nefastófeles, la respuesta es la misma de toda la vida: en gastarse el dinero que no tenía. ¿Qué me hacía creer que un rejodido huésped del Hilton iba a tener toda esa lana lista para mí? Pregúntame la cantidad de cois que me metí al salir de mi casa. ¿Cómo atrapas a una mujer que anda en las nubes? ¿Saltas, vuelas, planeas, levitas? Nefastófeles se las arregló sin despegar un pie del piso, por eso me agarró desprevenida. Nunca confíes en nadie que se arrastre para llegar a ti.

Yo diría que salió de abajo de la mesa, como una puta jerga inoportuna. Y ni modo que con el nivelazo que traía fuera a ponerme en guardia la honorable presencia de un pinche trapeador. Como que luego se le fue mejorando el disfraz, pero en noventaiuno era una porquería y apenas lo disimulaba. Los lambiscones se esmeran como putas menopaúsicas para hacerte creer que son muy útiles. Se vuelven herramientas, aparatos, utensilios, lo que sea con tal de que los acomodes en cualquier cajón. Cuando ya están ahí, se las van arreglando para ganar posiciones. ¿Sabes como llegó? Con las pezuñas por delante. Se tropezó, aparentemente por error, y no sé cómo me rasgó la falda. Casi diría que ya estaba pidiéndome perdón desde antes de cortármela. I willbuyyouanotherouffit right away mademoiselle. I am terribly, terribly, terribly sorry. But money’s no problem, believe me, I wil pay. No me había ni agachado cuando ya estaba ese reptil en el suelo. Please, mademoiselle, decía, letmejustmakeit up to you, I can handle, mademoiselle. Mamuasel, mamuasel, pinche naco. Y yo instalada en Hollywood, sonriéndole pesado, apostando mi resto cada vez que me agachaba y le ponía el escote a media jeta. Según yo, lo llevaba a una emboscada; según él, me iba a poner su marca, como vaca. ¿Te acuerdas quién te dije que iba hasta la madre? Entonces ya podrás ir suponiendo cuál de los dos vino a tener razón. O sea que ni él cayó- en mi emboscada, ni yo pude zafarme de ir a dar a su establo. Hay tipos que son poderosos por su personalidad dominante, por su carácter fuerte. O por su simpatía, o por su lana. El único poder de Nefastófeles viene de su mediocridad: el cabrón es capaz de prescindir de cualquier cosa, con tal de que al final se haga su voluntad. Él no pensaba: Esos senos podrían alguna vez ser míos, sino: Un día esas tetas van a mantenerme. Pensaba en ordeñarme, nada más. Yo quería enseñarle mis puntos fuertes, pero él había decidido encontrarme los débiles. Y tú ya sabes que eso es facilísimo, sobre todo si tienes con qué impresionarme. Nefastófeles podía ser naquísimo, pero yo andaba lejos de ser una Milady. Parecía una mocosa caprichuda, ése era mi papel. Ya había visto dólares correr, pero igual todavía no los suficientes. Me dejaba llevar por la bisutería, era la clásica palurda que se traga los cuentos de los otros palurdos. Y además no miraba para abajo, me había vuelto como un tanque de guerra. Veía el mundo todo en un marco negro: aparte de los kilos de rubor y bilé, me embarraba las puras plastas de rimel sobre los pestañones que traía. Era como esconderte detrás de una monita de historieta. Cómo pasar de Luisa Lane a Superniña, por la doctora Violetta R. Schmidt. Lección número uno: Cuidado con los palurdos. Lección número dos: Si las pendejas volaran, no veríamos la luz del sol. Lección número tres: Chances are, you‘re one ofthem. Y claro, claro, claro, claro que yo era las dos cosas. Naca y bruta: la combinación nuclear. Además de pobre y viciosa. Oportunista urgía de darse una shineada solicita papel de hija de familia nice. Me acomodo a cualquier presupuesto. Y eso venía a ser lo peor del caso, que Violetta podía pasarse de abusiva, pero sus honorarios terminaban ajustándose a las posibilidades del cliente. Trabajo transilvano, You know. Chupas toda la sangre que puedes y te dejas chupar toda la que te piden. Nefastófeles nunca me ofreció un penny por encamarme, pero tranquilamente se botó quinientos bucks en mí. ¿Nunca has tenido esa cosquilla horrible con los lambiscones, que al mismo tiempo los desprecias y te sientes en deuda con ellos? Nefastófeles pertenece a esa pútrida categoría de bicho. Su arma es la compasión ajena. Quiere causarte lástima y pues sí: lo logra con la mano en la cintura. A Nefastófeles le das el corazón y te agarra del culo, pero al principio finge lo contrario. Y tú no te imaginas la necesidad que yo tenía de que alguien me pidiera cualquier otra cosa. De entrada, cuando menos. Mis sonrisas forzadas, mi lástima vestida de simpatía, cualquier cosa era buena luego de tantos meses de vivir persiguiendo pendejos entrampables. Y como Nefastófeles te vendía la idea del lambisconcito inofensivo, no tardé mucho en verlo como uno de esos desconocidos tan pinches perfectos que les puedes contar tu vida entera. Al fin que no vas ni a volver a verlos.

Mexicano en New York, veintinueve años, estudia un doctorado en Business Management, hijito de papá, rastrero, torpe, ñoño. Ambicioso, eso sí. No lo puede ocultar, el angelito. Muy vicioso, también. Coco y borracho, el unodos que yo siempre buscaba porque son los que más billete sueltan. Ni modo que dejara ir a semejante prospectazo. Además, yo no sé si ya te dije que mis mariditos andaban más bien por los cincuenta, sesenta años. A veces más, y mientras más mejor. Siempre he dicho que los negocios son para personas maduras. Pero eso no quitaba que en el fondo quisiera conocer a uno más de mi edad. Ya no como Eric, pero que por lo menos no llegara a treinta. 0 sea Nefastófeles, con todas las mentiras que yo le fui a creer porque traía unas inmensas ganas de escucharlas. Y él vino y me las dijo. Me tiró el cuento de que estaba solo porque era muy tímido, que en la universidad no tenía ni un amigo, que se había ido a meter al Hilton porque en el departamento se sentía muy controlado, que hacía unos días se había muerto su mamá y bueno, que se me puso tan abajo que yo dije: Perfecto, hasta que veo a uno más jodido que yo. Pero con lana, ¿ajá? Porque el muy comecaca se la pasó hablándome de lugares exóticos y caros. Luego supe que lo que hacía era comprar revistas para multimillonarios y aprenderse las pendejadas que leía, empezando por los anuncios. Lo veías salir del Plaza mirando para arriba, con el último número del Members en la mano, casi gritando: ¡Mírenme, yo no soy un muerto de hambre! Claro que si eres él lo gritas o lo gritas, si no nadie te cree. A excepción de las niñas palurditas que ya se sienten dueñas del trapecio y cualquier día se revientan el hocico por irse con la finta del naco adinerado. Adinerado, sí, tú, sobre todo iba a ser adinerado el farsante ese que me compró con pinches quinientos dólares, más no sé cuántos kilos de trompa. Los suficientes para hacerme creer que yo iba a ser la mala de la historia. La embaucadora sin escrúpulos que exprime sin piedad al muchacho decente de provincia. Porque aparte decía: Soy de Guadalajara, como si en realidad dijera: Soy inválido. No sé explicarlo bien, porque al mismo tiempo que hacía todo lo que podía para deslumbrarme, buscaba la manera de causarme lástima. Como si tener esa dizque lana fuera un pecado horrible, y sólo hubiera un modo de pedir perdón: cruzarse en el camino de tus escupitajos. Písame, ignórame, maltrátame, sobájame, que he pecado muchísimo.

Pero no, no era así. Me estoy equivocando. Nefastófeles no vendía pecados, vendía ingenuidad. Se ponía todito en mis manos, igual que un empleadillo inútil pero servicial. Mamuasel, mamuasel- hay que ser muy patético para maullar así, y encima pretender que crean que eres gente bien. Pero te digo, yo era más patética. Apenas escuché que el güey quería comprarme una falda nueva, me subí en el avión sin hacer más preguntas. Dejé que levantara mis cosas del piso, que me invitara un cafecito primero y una cena después, que me inventara todos sus cuentos chinos, que me dejara creer que era un súper junior. Total que a tres, cuatro horas del siniestro, ya tenía para una falda nueva. Además de un prospecto de maridito con madera de siervo y hasta ínfulas de novio. Lo escuchaba alelada cuando me contaba de la casa en Burdeos y el chaletito en Buenos Aires y en fin, impresionante el tipo. El tipo de canalla que cuando quiere es muy simpático, y con eso de que también era mexicano, ni por dónde escaparse. ¿Cómo iba a imaginarme que mientras yo hacía cuentas guajiras en el baño, pensando: ¡Bingo! ¡Bingo! ¡Bingo!, aquella cucaracha registraba mis cosas y checaba mi pasaporte de mentiras? Cuando le pregunté qué hacía su familia, tuvo el descaro de inventarme que era hijo de un cónsul, y después me ofreció tramitarme un pasaporte tuviera o no papeles. Eso lo repitió, y las dos veces se me quedó viendo, como si preguntara ya sabiendo la respuesta. Y yo tampoco quería hacerle creer que tenía los papeles en regla, porque ya había mordido el anzuelote y pensaba: Superman The Second is coming to town! Otro ángel de la guarda que venía a rescatarme, sólo que ahora con dinero suyo. Irresistible oferta, darling, o sea que dije: Voy a contarle mi vida. La versión expurgada, ¿ajá? Padres divorciados, niña que carga traumas, hermanos desalmados, niña que se escapa. Le conté de Eric, de Las Vegas, pero todo muy sano, versión Disney. De cualquier modo más que suficiente para que se enterara de los datos básicos. Mi nombre verdadero, mis datos en New York, más algunas mentiras, como que mi familia vivía en Bosques de las Lomas y yo había estudiado en puras escuelas del rumbo. Así dije: del rumbo, porque no me sabía ni los nombres. Cuando regresé a México me dediqué a quitarme lo naca día y noche, pero entonces me salía lo coatlicue por los poros. Sobre todo cuando tenía que hablar de México. De New York ya sabía muchísimas cosas, pero de la ciudad donde había vivido dieciséis años, nada. O sea nada que pudiera presumir. Más bien lo que sabía tenía que ocultarlo. Pura información furris, cultura de fraccionamiento suburbial, supersticiones pránganas sobre lo que supuestamente debe ser la gente bien. Cosas que hay que callarse, ¿ajá? Pero ya era muy tarde. Nefastófeles había averiguado lo suficiente para luego enseñarme lo mal que se lleva la libertad con la indiscreción.

No sé si esté muy mal, pero yo soy de las que van haciendo la cuenta de lo que les gastan. No recuerdo muy bien las cantidades, la suma eran quinientos casi exactos, contando la coquita que le puse en cien dólares. Por tratarse de tí, le decía, y pa acabarla de joder le expliqué mi truquito de la pizza. Y él soltaba unas risotadas bien desagradables, de esa risita sucia que da náuseas. Pero ya andaba tan arriba, tan contenta, que hasta sus risotadas me parecían simpáticas. Me acuerdo que pensaba: Sonríele a tu público, Violetta, que te está festeando. Qué iba yo a imaginarme de qué se estaba riendo el pocos huevos. Según esto los dos estábamos en el relax. Cero sexo, ¿me entiendes? Relax-relax. Pero el hijo de mala madre tenía la computadora funcionando. Una cosa increíble, memorizaba nombres, fechas, frases, números. Y yo sin enterarme de un demonio, despepitando mis secretos en la jeta de un desconocido para el que yo iba siendo más y más y más conocida. Ya con esa confianza le conté de cada uno de mis lugares de trabajo. Lobby por lobby, mentira por mentira, y él todo me lo celebraba a carcajadas. Con la encía de fuera y los mocos a medio atorar, que es como siempre se ha reído Nefastófeles.

No supe si salí a las doce, a las dos o a las cinco. Me acompañó a la calle, muy galante. Paró un taxi, me abrió la puerta, me besó en la mano. Y ahí fue donde me olí algo turbio, una incomodidad que me entró de repente. Tal vez porque la mano me la dejó babeada, o por la miradita puerca que me echó al despedirse, pero con todo y el estado que yo traía luego de darnos juntos los últimos jalones, supe que algo espantoso iba a pasar. No podía explicármelo, pero si ya no me fijé en la hora y me bajé en mi casa como zombie fue porque no podía dejar de pensar en su nombre. No sabía su apellido, ni sus mañas, y hasta se me hacía raro pensar en él así, con nombre. En la chamba que yo me había conseguido los nombres no servían para nada. Se confunden, se olvidan, se tergiversan solos. Es mejor inventarlos una misma: nombrecitos, apodos, varios de preferencia, pero siempre los mismos.

Honey, Cutsie, Tiger, Baby, Macho, Teddy, Bandsome, Tough One, Mr. Goodbar, My Saviour, My Hero. Que era el mejor, porque yo sólo le decía Mi Héroe al que invertía de mil para arriba. Y la idea era llamar al mismo tipo, o sea a todos, de diez, quince maneras diferentes. Así no había malentendidos, podía verlos al día siguiente o seis meses después y demostrarles la mismita familiaridad. A los hombres les gusta que una los recuerde, que los reciba de regreso en el mismo nidito, que los haga sentir at home. Ya saben que es mentira, pero igual lo disfrutan. Si a él lo hubiera tratado como a todos, nunca se habría convertido en Nefastófeles- No para mí, de menos. Pero se me ocurrió tratarlo como gente, contarle cosas ciertas, llamarlo por su nombre. Abrirles las ventanas y las puertas a los buitres. Nefastófeles era menos gente que el más patán de todos mis mariditos, y creo que te miento si te digo que nunca me di cuenta. Puede que lo haya descubierto desde el instante en que se disculpó por romperme la falda, pero ya ves que a mí los cerdos se me dan. No sé que les encuentro de atractivo, cómo me las arreglo para ponerme un filtro en el olfato, y otro en la mirada, y otro en los oídos. Como que me entra a huevo la creencia de que el cabrón ojete va a ser así con todos, pero no conmigo. Me seduce el cinismo, me atraen las canalladas, me río de las víctimas ajenas como si fueran mías. Nefastófeles no había dicho casi nada, pero sus risotadas eran como palabrotas, de pronto me hacía sentir que no era nomás yo sino también él quien engañaba a los turistas y les vendía coca de tercera y hasta de cuando en cuando los bolseaba. Era una risa lambiscona, ajá, pero igual podía confundirse con los aplausos de un niño que se entusiasma de ver a los payasos y pide que le pongan zapatotes, peluca y nariz de pelota. Nefastófeles quería estar en mi club, hacía comentarios tipo ¡Qué maravilla!, ¡Eres sensacional! ¡Deberías invitarme un día de éstos para verte en acción! Claro que son las típicas frases del mexican small talk.- ¡Qué genial! ¡Qué increíble! ¡Seguimos en contacto! ¡Te cuidas! ¡No te pierdas!, sobre todo si adentro estás pensando: Ay, qué hueva me da este pinche naco. Cosas que en el momento caen simpáticas, y parte de su gracia es que no tienen peso. No significan nada, son como golosinas pequeñitas, chamois, chochos, pasitas, de esos dulces que nunca comes de uno en uno. ¿Cómo iba a imaginarme que mientras yo flotaba en coca y me echaba sus carcajadas al oído como puños de chochos directo a la garganta, Nefastófeles invertía cada segundito en armar el contrato con el que iba a chingarme? Igual que esas historias en las que el diablo llega y dice: ¿Me llamaste? No sé si lo llamé, pero él vino corriendo contrato en mano. Y yo no tuve ya ni que firmar. Aterrizó en mi vida, eso fue todo. Un maldito demonio, o vampiro, o sanguijuela. Una lombriz intestinal que cualquier día te despierta pidiendo el desayuno. Claro que Nefastófeles nunca pide nada. No pide, espera. Tiene la paciencia de un escusado: ni habla, ni se mueve, ni reclama. Entiende que más tarde o más temprano le va a caer su mojón. Eso es lo que parece, claro, porque atrás del telón está armando maniobras asquerosas. No es un tipo paciente, al contrario. La coca te da todo, menos paciencia. Una le ve la piedra, pero no la mano. Y para entonces ya la piedra la tienes en la cara y él se te queda viendo así, como asombrado: ¿Qué te hiciste, hija mía? No sé si me entendiste: lo peor de Nefastófeles no es el tiempo que pasa fregándote el destino, sino el que tú te tardas en darte cuenta. Cuando te digo que algo en él de repente me olió mal, te estoy hablando de una pestilencia larga. Casi un año en la baba, creyendo que el maldito me estaba ayudando pero qué le iba a hacer, yo tenía una puta suerte de Mujer Serpiente. ¿Por qué está usted así, Mujer Serpiente? Por haber desobedecido y desfalcado a mis padres. Trata de no reírte, me cagaría que te hicieran gracia los chistes de ese imbécil. Me acuerdo de la cara que ponía, como de santo ecuánime. Porque ni modo que la equivocada no fuera yo, si estaba pinche loca. Él era tan correcto, tan decente, tan cool que había que ser una auténtica puta de poca fe para poner en duda su honorabilidad. Puta de poca fe.- ¿cómo ves el piropo? Nunca supe gran cosa de su puerco pasado, pero un día me contó que estudió no sé cuántos meses en el Seminario. Ahí aprendió a callarse y a insultar, seguramente. Cuando me sermoneaba para echarme la culpa de todas mis desgracias, me decía Mujer Serpiente. O sea monstruo de circo, ¿ajá? Pero cuando sacaba las uñas porque no lo obedecía, como que se ponía creativo. Puta depocafe. Bastarda malaentraña. Huérfana suburbial Mata Hari en huaraches. Raterilla sin alma. Viciosa pestilente. Busconcita silvestre. Mexicanjungle bunny. Cualquier cosa que me pusiera por debajo del piso, ¿ajá? Así como yo usaba no sé cuántas decenas de nombres para mis mariditos, él se las arreglaba para ofenderme de chingo mil maneras con una puntería de diablo cocainómano. Luego a veces pensaba: ¿Con qué cara me insulta este cabrón, si es igual de vicioso que yo? Pero igual me ganaba el arrepentimiento, porque acababa dándole la razón. Siempre que pintan a los ogros en los cuentos, los describen malísimos, geniudos, antipáticos. Pero ésos no son ogros, son pendejos. Los verdaderos ogros te quitan y te dan: un día son encantadores, generosos, hasta paternales, y otro se vuelven duros, crueles, unos hijos de La Chingada hechos a mano. Y al final te hacen falta, sientes que no la vas a armar sin ellos. Cualquier semejanza con un kilo de cois debajo de la cama es todo menos mera coincidencia.

¿Tú sabes la alegría que es recibir toda esa coca gratis en la puerta de tu casa? La verdad yo tampoco, pero eso creí entonces. Cuando llegó a mi casa y tocó el timbre-que de por sí me dio tremendo freak, porque nadie tocaba el timbre ni la puerta de ese departamento- oí su voz y como que sentí no sé, no mames: un alivio inmenso. Pensé: Mi pasaporte, pero quería más que eso. Estaba muy segura que podía sacarle toda clase de cosas. Me creía la mala, te digo. No me gustaba nada, físicamente, pues, pero de todos modos era menos feo y gordo y ruco que la mayoría de mis mariditos. Quiero decir que no era exactamente una compañía desagradable. No al principio. Además, no buscaba a huevo sexo. Cuando llegó a mi puerta me encontró chamagosa, con los pelos entre parados y aplastados, sin peluca, pero con un atuendo de lo más conveniente: camisón sin brasier, calzones chiquititos, todo como transparentoso. Y así le abrí la puerta, como si fuéramos grandes y viejísimos cuates. Pero él entró sin mirarme los senos ni las piernas ni las nalgas. Directito a los ojos, nada más. Miradita de cura cruzado con verdugo. O también: de rohipnoles cruzados con Jack Daniels cruzado con caspita de Satanás, trifásico el muñeco. Me lo dijo en el interfón: Aquí traigo tu caspa, muñequita. Y ante una oferta de ésas la falta de peinado, vestido y maquillaje pasaba a ser, digamos, cosa circunstancial. Cois, pasaporte, dólares: ni modo de estamparle la puerta en las narices a quien trae los disfraces para tu carnaval.

También traía leche, pan, Milkyways, pretzels, todo lo necesario para quebrar posibles resistencias. Como si esa coquita no fuera suficientemente irresistible. Porque era una delicia, no lo voy a negar. Cinco veces más rica que la que yo compraba, aunque el doble de cara: ciento cuarenta el gramo. ¿0 a poco crees que el puto Nefastófeles me la iba a regalar? Digo, ese día me la dio, pero no tardó mucho en pasarme la factura. De hecho, ese día me paró los pelos. Ya que estábamos tranquis con el primer jalón, me contó que en el Hilton habían agarrado a una colega. Según esto la niña vendía coca a los turistas y la apañaron a media maroma. La policía en el cuarto y todo el rollo. Lo que más me asustó fue cuando Nefastófeles me dijo que se la habían llevado casi desnuda. ¿Qué quería decir casi desnuda? ¿Sin la blusa? ¿En calzones? ¿Envuelta en una sábana? Cómo sería mi miedo que ni pregunté. Además, según él, la pobre traficante no tenía ni papeles. ¡Traficante! ¿O sea que yo era narca, como ella? No lo pensaba, ¿ajá? Una roba y putea y vende coca sin verse en el espejo y decir: Yo soy todo esto. Pero igual se lo había contado a Nefastófeles, y él si podía decir que su nueva amiguita era ratera, narca y puta. Vaya que si lo dijo: no teníamos ni dos semanas de conocernos cuando ya me lo estaba gritoneando en mi carota. Todavía más feo, en diminutivo. Narquita. Raterilla. Putita. Para acabar de entrada con el respeto, porque todavía a La Gran Puta te le cuadras, mínimo por ser madre de tantos hijos. Pero a las putezuelas les escupes, ¿ajá?

Tú no, tal vez. El Nefas, puta madre: nada más empezaba a oler que yo traía algo chueco, y ya iba preparándome el gargajo. ¿Qué haces cuando te llega el primogénito de La Gran Puta y te escupe en la cara? En condiciones normales, me habría encargado personalmente de dejar a La Gran Puta sin nietos, pero en las dos semanas que estuvo visitándome se encargó de amarrarme completita. 0 sea que te repito la pregunta, sólo que adicionada con nuevos y deliciosos ingredientes: ¿Cómo te defiendes de quien te amarra y te escupe? Voy a darte una pista: ¿Qué es lo que mueves cuando no puedes moverte? Los ojos, claro. A los ojos no puedes amarrarlos. Y si los vendas le quitas todo el chiste al escupitajo. A lo mejor el que te escupe espera que mires para abajo, o que lo veas con odio. O con miedo, o tristeza, o arrepentimiento. Pero yo lo miraba fijo, neutro. Como una Polaroid que nada más te capta. Sin ninguna opinión.

Aunque los psicodramas se tardaron más. No mucho, por supuesto. Nefastófeles fue totalmente lindo durante exactamente quince días y medio, tanto que yo hasta le ofrecí que se quedara en mi casa. Y él todo diplomático, jurándome que no quería molestarme, pero de cualquier modo iba a ser un placer. Se vende hijo de puta con buenos modales, aproveche esta oferta por tiempo limitado. Tenía que haberme dado cuenta, pero como Violetta quería a huevo comerse Manhattan, su destino era confundir buitres con pavos. ¿Cuándo has entrado a un restorán donde preparen Zopilote a la plancha o Buitre parmesana? Siempre que te propongas desayunar pechugas de aves de rapiña, recuerda las palabras de la doctora Schmidt: They Hill findyoudeficious. A los buitres a veces se les mata, pero no se les come. No basta con que el hijo del usurero acuchille a su papá, también hay que quemar sus putas libretitas. Mírame a mí, frameadísima como el chingado Roger Rabbit por quererme otra vez pasar de viva a costillas de los buitres.

El chiste preferido de mi familia era decir: Rosalba, tú eres adoptada, porque cada año que pasaba me parecía menos a ellos. ¿Cada año? No me chinguen: cada instante. Por eso yo en secreto estaba muy de acuerdo con los cuatro, hasta que un día desperté de un sueño horrible donde mis padres se robaban a un bebé y se lo comían, y ahí sí me quedó clarísimo el oscuro misterio: yo no era adoptada, sino robada. Seguro que me habían sacado por la ventana de una casa rica. Un día que estaba enojadísima no me acuerdo por qué, me encerré con mis hermanitos -habrán tenido seis, ocho años- y les dije que tenía pruebas de que mis papás me habían robado de un castillo. Por dos o tres añitos funcionó: los tuve amenazados con que iba a refundir a sus rucos en la cárcel. Ya luego se les fue quitando lo crédulos y les dio por decirme La Momia del Castillo, pero debo decirte… ¿Qué debería decirte? Nada, en realidad. Te iba a decir que yo fui la única que se tragó entero ese cuento. Todavía hoy siento que mi vida es la de un pececito de agua dulce al que quién sabe quién echó al agua salada. En el agua dulce todo es más suavecito, no sé, más sutil. Las cosas están dadas desde siempre, no puedes recordar un solo instante de tu vida en el que no hubiera coches nuevos, sirvientas, mozos, viajes, hoteles, vinos. Y yo lo que no puedo recordar es una sola de esas cosas en mi vida, con excepción de las que me tuve que robar, alimentándome de carroña de pájaro carroñero, como ha sido mi desdichada y recontraputa costumbre. Pero ¿qué más chingados va a hacer un pez de agua dulce entre el agua salada? Tratar de regresar a su ambiente, ¿no es cierto? No sé si sea muy buena mi teoría, pero a mí me ha servido horrores para ponerme en paz con mi conciencia. Suena un pelito ecologista, además. ¡Salvemos a las Violettas!

Lo primero que yo pensaba de Nefastófeles era que se me parecía en un montón de cosas. Superficiales todas, porque yo no me había ni asomado a la cloaca que tiene en lugar de alma. Además, en la superficie estaba enterito el negocio: el güey me proveía de mi vicio, hacía como que me resolvía los problemas y me ponía en la carota unos números que me mareaban. Según él, yo podía dar madrazos de tres, cuatro mil dólares. Me decía que era experto en atrapar herederos. Gente como él, debía yo suponer. Como si no se le notara el morral escondido debajo del traje. No estás para saberlo, pero huele a petate ese cabrón. Un poquito que sude y se le va el aroma de su Gato Rabonne, por más litros y litros que se ponga. ¿Sabes en qué momento suda más Nefastófeles? When hesficking you. Y en esos días de tanta amabilidad, el mierda no me había mojado más que la mano, primero con su baba y después con el sudor de sus manitas. Yo igual me convencía de no sentir tanto asco, al cabo que para eso era buenísima, pero nunca me imaginé que el apestoso me estuviera fuckeando a mis espaldas. Vas a decir que es cosa mía, pero te juro que le sudan a chorros cuando está de algún modo por encima de ti. Si tienes la desgracia de ser su empleado, su mujer, su mozo, su enemigo con la espada en la garganta, y en un momento le viene la ideíta de sentirse mejor a tus costillas, vas a ver que las manos le sudan pesado. No sería lógico que tamaño traidor fuera incapaz de traicionarse solo. ¿Sabes por qué salió del Seminario’ Se la estaba jalando solo en la capilla, con los ojitos puestos en la Virgen. Creo que primero le dieron una entrada de patadas y cuerazos, ya te imaginarás que desde entonces Monseñor Nefastófeles gozaba de muy pocas simpatías. Los papás lo corrieron de la casa y él acabó chambeando en un burdel. Pero como tenía más ambiciones que todas las empleadas juntas, se fue metiendo a cursos y carreritas cortas. Aprendió hasta taquigrafía, más contabilidad y mercadotecnia y publicidad y las arañas, mientras en el burdel se aprendía los peores trucos de nuestro querido gremio. Me acuerdo que decía: El cliente tiene derecho a la razón, pero no al clímax. Decía también: Orgasmo entregado, diente perdido. Sólo que los orgasmos de Nefastófeles no son cualquier calambre. No digo que te ruja, ni que se te sacuda como epiléptico atropellado, son sus manos, su boca. Cuando más sientes que lo odias, lo miras y descubres que está pasando saliva. Theguy isfuckingyou, ¿ajá? Ya sé que no te agrada, que vas a aborrecerme por decírtelo, pero si vas a ser mi biógrafo cállate y apunta. ¿Sabes con qué poéticas palabras te invitaba ese güey a meterte en su cama? Véngase, mamasota, vamos a hacer el rencor. Dime una cosa, darling.- ¿Sientes las mismas ganas de vomitar que yo?

Y eso que no te he hablado de las babas en la boca. Las suyas, claro. En la mía, por supuesto. Pero eso fue cuando él ya había sacado el cobre. En esas dos semanas sólo tragaba saliva y se secaba las palmas empapadas en mi sillón. Pero me iba a ayudar. Por eso yo le echaba ganas para que me cayera bien, como que todavía le quería ver la cara de Superman The Second. Y él con la capa puesta, ¿ajá? Sólo que ya con otros métodos, como el de darle a Luisa Lane las grapas en ciento cuarenta bucks y obligarla a venderlas a doscientos cincuenta. Según él era el precio de esa coca en la calle, y cualquiera que la vendiera más barata o más cara se metía en problemas con los malos de la movie. Sólo que yo pensaba: Nadie va a ser más malo que Violetta, y las vendía al precio que se me antojaba. Pero ya no lo pude hacer con mi proveedor. A partir de ese día me dediqué a vender la cois de Nefastófeles. Me decía: Te arriesgas mucho si vendes de la otra, la policía lo controla todo. ¿Veinte años enjaulada? Dime tú si no me iba a dar pavor.

Aunque le hacía trampas. Siempre supe arreglármelas para sacar más dólares por fuera. Lo que no te he contado fue cuando me apañó por primera vez, exactamente a los dieciséis días de conocerlo. Cómo voy a olvidar la madrugada del dieciséis de agosto del noventaiuno: Nefastófeles me cachó mezclando de mi coca con la suya para hacer más ganancia, y no quiero decirte lo que me hizo. Digamos que yo nunca me había acostado con nadie sólo para que me dejara de escupir. Cachetada, cachetada, escupitajo. Otras dos cachetadas, otras babas. Y vaya que había materia prima. Te juro que las cachetadas me tenían sin cuidado. O sea las soportaba, ¿ajá? Pero sentir los salivazos en la cara, no poder ni abrir los párpados sin ver los hilos de su baba en mis pestañas, o en los pelos que ya me había jaloneado, o en la peluca que en cualquier momento iba a echar por la ventana, eso yo no podía seguir soportándolo. Me gritaba: Te van a matar, narquita patiabierta, y con eso me hacía llorar más, así que de repente dije: Lo beso o me mata. ¿Te imaginas lo que es sentir horror de que un gañán te mate a punta de gargajos? Claro que darle besos no era así que dijeras la solución ideal, porque a partir de ese momento su saliva pasó de mi cara a mi lengua. ¿Sabes lo que es un beso de Nefastófeles? Todo menos una delicia para el paladar. Así que yo pensaba: Violetta, estás cogiendo con un rottweiler drogadicto, acuérdate de que su aliento a chinche putrefacta es un poco mejor que sus mordidas.

Di que soy una estúpida, pero el güey me agarró. Aparte, eso de que fuera hijo de influyente me convenía mucho, pero igual me podía joder. Dependía de lo que Nefastófeles quisiera. Y como yo me había tragado toda la patraña de Papá Cónsul, estaba segurísima que al día siguiente de que nos peleáramos iba a caerme Immigration. Súmale que bien o mal yo también era adicta, y además me metía una lana vendiendo cois. Tenía que llevar la bronca por la suave, en agua dulce, pensando: Soy una princesita secuestrada por los malos. Y aguantando la vara, como diría el Nefas. A veces pienso que si no me hubiera agarrado él, tal vez habría ido a dar con otro peor. Imagíname, por ejemplo, en manos de los que le vendían el perico a Supermario. Creo que era una banda de superojetes, ¿ajá? Y en cambio Nefastófeles hacía guarradas, sacaba el cobre, se abarataba tanto que de repente le podías sacar ventaja.

Nunca paré de intentarlo. Cada que Nefastófeles se descuidó, yo me pasé de lanza como pude. Y hubo días en que pude muchísimo, aunque de pronto él me cachaba en algo, y no te cuento cómo se cobraba. Pero igual yo a todo eso me fui acostumbrando. Al principio lloraba mucho cuando me escupía; luego fui haciendo concha, ya que. Pero eso sí: nunca dejaba de mirarlo a los ojos. Como una máquina registradora: mierda que el güey me hacía, mierda que le sumaba yo a su cuenta. Tu crédito es bueno, Mariquita Sincojones. Era muy fácil: las cachetadas valían cincuenta dólares, los escupitajos cien y los golpes más fuertes doscientos cincuenta. Además, los insultos se los cobraba a diez. Entonces yo lo estaba mirando y ya no me importaban el dolor ni las humillaciones, porque estaba concentradísima en la suma. Había días en que de plano perdía la cuenta y me soltaba chillando, pero alguien desde adentro me decía: Violetta, lo grave no es que te hagan lo que te hacen, sino que no te paguen por hacértelo. Así que terminaba redondeando la cantidad a mi favor, y sumándole los trescientos de las lágrimas, que eran aparte. Luego ya sólo me quedaba ser paciente. Porque siempre llegaba la hora de cobrarte. Nefastófeles podrá ser un tigre para levantar cash, pero el pobre rebuzna a la hora de contarlo.

No creerías las veces que le bajé la lana en su carota con el mismo truco. Le hacía las cuentas chuecas en voz alta y él me seguía como ciego tras su perro. Claro que yo tenía muchas formas de estafarlo. Cada vez que le daba por pegarme y decirme esas cosas horribles, le hacía cuentas de tres, cuatro mil dólares. Y a partir de ese día me clavaba a robárselos. Le ordeñaba la billetera, le hacía magia negra con la cuenta de cheques, era una rata alerta con los cinco sentidos clavados en el queso. De repente me andaba descubriendo, pero yo hacía las cuentas a mi modo y le callaba la boca. Prefería fingir que comprendía mis cuentas antes que confesar que sus neuronas eran más lentas que las mías. Un día lo vi muy concentrado leyendo y escribiendo, no sé por cuántas horas. Luego, sin que me viera, me asomé. ¿Sabes qué estaba haciendo? Inventando insultitos. Tenía un diccionario de sinónimos subrayado en cada una las palabras que le gustaban, y un cuaderno donde iba haciendo listas de frases perversitas. ¿Checas todo lo que ese puerco acomplejado hacía para sentirse más que yo? Pensar en eso era otra de mis defensas. Si el gusano apestoso se sentía menos, los insultos que me decía tenían que tocarle de rebote, y más de lleno. Su saliva en mi cara era como un tributo de tlahuica. Acepte usted, Señora Mía, el santo sacrificio de mis babas, y que por su divina gracia mis putas palabrotas se conviertan en plegarias. Nefastófeles todavía debe de estarse preguntando cómo aguanté más de dos años en ese plan. Cómo pude mirarlo tantas veces a los ojos sin decir nunca nada. Si quieres que te dé la fórmula de la doctora Schmidt, es muy sencilla: venganza y anestesia, revueltas en la misma taza. Dosis: la que el orgullo señale. Porque el orgullo de Violetta es enorme, pero igual tiene precio. Ésa es mi gran ventaja. Soy una chica llena de virtudes negociables.

Venganza, ¿dije? Tampoco creo ser tan vengativa. Más bien creo en la justicia del dinero: siempre que alguien se porta mal conmigo, se lo quito. ¿Quieres joder a la gentuza Dispárales directo a la cartera, que es donde más les duele. En mi caso no es tanto así, vengarme. Más bien es como un trámite para sacudirme el rencor. No hardfeelings, ¿ajá? En cambio, la anestesia funcionaba a medias; por un lado, mis métodos de, digamos, insensibilización al medio ambiente, me dejaban pararme al día siguiente fresca como un ostión salido de su concha. Pero también los días me pasaban así: babosos, como ostiones. Y de paso vacíos, como conchas. Los días eran plastas. Obstáculos, a veces. Masas sin forma, sin color, sin olor, sin fondo. Coágulos que aparecían y desaparecían en la piel de los meses, que eran también iguales. Como las calles y las avenidas y los taxis y los restoranes y los baños y las pizzas y las televisiones y los billetes y las flores y los mariditos y en fin: miles de fichas que iban y venían en el mismo juego, sin que yo me tomara la molestia de ver más que los dados. Resultados, ¿ajá? Eso era lo único que tenía que importarme. Solamente con resultados iba a poder ganarle el juego a Nefastófeles. Por eso digo que las cosas y las personas y los días me daban lo mismo: pasaban frente a mí, como autobuses a los que nunca me subía. Perdía la noción del día, la semana y el mes en que vivía, pero no había dólar que se me fuera vivo, y eso a veces incluía comportarme como una perra despiadada. O hasta como una ratonera muerta de hambre. Siempre que un maridito me llevaba a comer a un lugar caro y pagaba con cash, por sistema me levantaba de la mesa llevándome discretamente la propina. Le decía al maridito: Ese tipo de allí me está mirando, y señalaba alguna mesa muy lejana, mientras la otra manita salía en defensa de mi patrimonio. No podía gastar mucho de ese dinero -si Nefastófeles llegaba a descubrirme, era capaz de ahogarme en sus gargajos- pero esperaba el día en que me iba a escapar a México, luego de una larguísima escala técnica en Saks. Después me imaginaba Cómo sería un mes entero riéndome de Nefastófeles, lejos de él para el resto de mi vida. Planeaba desfalcarlo, y además joderlo, para que un día pudiera comprender lo que decían mis ojos cuando se le quedaban mirando sin parpadear. Muérete, hijo deputa, eso decían. Qué otra cosa querías que dijeran, si desde que conocí a ese asqueroso dejé de vivir en New York, y hasta en mi misma, por volverme una máquina que hablaba y estafaba y cogía y se pasoneaba y hacía cuentas todo el tiempo para no pensar, y no pensar, y no pensar. Nefastófeles podía contar con todo, menos con mis planes. Era lo único que de veras me tranquilizaba: imaginar su beta al día siguiente de la supermierdada que pensaba hacerle. Algo que no se le olvidara nunca, que pudiera dolerle por años. Una bala expansiva que perforara sus bolsillos y le hiciera cagada la moral. No era un simple berrinche, ni puro odio podrido. Eran ideas sensatas, claras, bien planeadas, y la prueba es que todavía las tengo. El que yo me haya ido de New York sin herir de muerte a Nefastófeles no significa que ya renuncié a joderlo. Hay unas carcajadas que ese cabrón me está debiendo desde el noventaiuno, y que te juro que las va a pagar, aunque igual no sea yo quien se las cobre.

¿Me oyes lo que te digo, Diablo Guardián?