37778.fb2 Diablo Guardian - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Greetings from Golgotha!

Nunca mandé postales. Ni una sola. Y me hubiera gustado. Había veces que salía de un hotel y me pasaba un rato en la tabaquería, mirando las postales. Eran tantos los días y tan pocas las cosas que realmente llegaban a pasarme, que sólo cuando me clavaba viendo postcards sentía completita la tristeza de no tener un solo hijo de perra en este mundo a quien mandarle una. Alguien para escribirle cualquiera de los chistes imbéciles con que mis mariditos me sacaban risas huecas y calenturas de cartón, que recibiera una postal con mi letra y mi nombre y por algún motivo no quisiera tirarla. Que la guardara en un cajón. Dentro de un libro. Debajo de un cristal, junto a mi foto. Pero no había nadie, ¿ajá? Y New York, mi New York, tampoco era como el de las postales. Seguía siendo intenso, me fascinaba de cualquier manera, ¿ajá?, pero estaba en mi contra. Era como si ese Manhattan que yo me había robado de un cuentito de hadas me estuviera haciendo pagar por ocupar un trono que no era mío. ¿Puedes imaginarte a una reina lloriqueando encuerada en el piso de la regadera, con la sangre escurriendo de las narices y el polvo envenenándole la sangre? ¿La crees capaz de hincarse y meter la cabeza en el water con tal de conseguir un gramo más? ¿Te imaginas una postal de Violetta berreando en un confesionario de San Patricio? Pues yo no. Me regreso a esos días y los veo como una película imposible: Nefastófeles encajado a huevo en mi destino, fisgando todos los detalles de mi vida, y yo como una rata, escondiendo los dólares debajo de la alfombra y media hora después con la nariz pegada encima de esa misma alfombra, desesperada por encontrar un restito de coca que me dejara volver a mi trono. Pero no te lo puedo contar del uno al diez. Ni siquiera del cinco al cinco y medio. No sé cómo pasó, no me lo explico. Voy a intentar contarte mis postales. Pon música, si quieres, pero que sea de Billie Holiday para abajo, con espinas y clavos al gusto del cliente. Tienes derecho a treintainueve azotes sin cargo extra.

POSTAL 1: Fugitiva con libro

Estoy en una mesa, sobre la banqueta. Es verano, las cuatro de la tarde, muy pocos coches. Si le piensas tantito deduces que es domingo. A media cuadra hay un semáforo, que es justo el cruce con Park Avenue. En primer plano sólo me ves a mí, el resto es más confuso. Calle medio vacía, café lleno, cine, taxis. No me veo tan mal. Traigo unos jeans de Saks, negros, superstretch, y una blusa de seda de Lord amp; Taylor, más el suéter de angora con piel que me robé de Bergdorf Goodman. Costaba como mil trescientos bucks, o sea que no mames: ni modo de pagarlos. Y si ves mis botitas, son Ferragamo. Jurarías que estoy esperando a alguien, que vamos a ir a alguna cena, un rollo así.

Encima de la mesa hay un café, una rebanada de pastel y un libro. No se ve la portada, es una de esas historias verdaderas de niñas que a los trece años se hacen putitas o borrachas o drogadictas o en fin, me gustaba leer esos libritos. Me hacían sentir que yo era un personaje interesante, al que le sucedían ondas todavía más interesantes.

O sea un personaje de verdad, no todas esas cosas que Nefastófeles decía que yo era. Estúpido de mierda. ¿Sabes para qué sirve el libro de la foto? De rato en rato lo abro sobre la mesa y me agacho a leerlo de cerquita, para que nadie vea que me estoy dando un pase. Pero en la foto el libro está cerrado, y eso puede significar dos cosas: que ya me metí el jalón, 0 que me lo voy a meter. Puedes adivinarlo por mis ojos: si estuviera mirando hacia la cámara, pensarías que me anda por ponerme, pero los tengo fijos en nada, en ningún lado. Inmóviles, más bien. ¿Sabes por qué no quiero mirar de frente a nadie? Porque estoy escondida, traigo la paranoia y no quiero pensar. Nefastófeles lleva desde ayer buscándome, tengo toda su coca, vacié el departamento. Pa que mejor me entiendas: no sé ni dónde voy a dormir en la noche. Estoy muy quietecita, me lo imagino parado en la puerta del depto vacío, con unas ganas locas de freírme a bofetadas. Nowyou see me, pendejo, nowyou dont.

Tendría que aceptarlo: Violetta no se puede mover porque está trabadita. Pero si no lo acepto es porque creo que lo que me tiene engarrotada no es la cois, sino una como catatonia que me agarró desde que me salí del depto: el viernes en la noche, sin avisarle a nadie. O sea que estoy sentada en la mesa del café con la vista perdida, la cabeza nublada y el pánico durmiendo porque ¿de qué me sirve estarme imaginando lo que puede pasar si Nefastófeles me pinche encuentra, ajá?

La pobre chica dejó sus pertenencias encargadas en un changarro inmundo de Grand Central Station, y por ahora todo su capital está dentro del libro: poco menos de veinte gramos nuevecitos. Lo acabé de leer desde el noventa, pero seguí cargándolo hasta el noventaitrés. Me sentía muy orgullosa de haberle hecho yo misma el agujero adentro: de la página quince a la ciento veinte. Dos noches de trabajo con navajita, cartón y pegamento. O sea que si lo abría muy al principio, era para sacar la cois, pero si lo tenía despatarrado de la mitad para adelante, seguro que me iba a polvear en cualquier momentito. Si me pusiera cursi te diría que ese libro era mi único amigo. Sólo que yo no tengo amigos, tengo cómplices.

POSTAL 2: Fugitiva esperando a que llueva

Estoy tendida sobre el pasto, mirando a los patinadores en el Central Park, con una cocacola en la mano y mi libro en la otra. No te engañes: me está llevando el diablo. Desde que conocí a Nefastófeles dejé de patinar. Y ahora tampoco lo hago porque pienso: Las pinches vagabundas no patinan. Esos ojos de ensoñación, ese relajamiento como de hueva exquisita, la sonrisita tiesa de retrasada mental… en mí esas cosas significan bancarrota. Quiebra total, ¿ajá?, futuro enmarañado, visión cero.

Debo haberme escapado por ahí de junio, julio del noventaidós. Faltaba poco más de una semana para que fuera agosto y yo me fui a tirar al parque, ya más jodida que desesperada. Triste, pues, pero a gusto. Vivía en un pinche hotelito de New Jersey. Veinte bucks a Manhattan y otros veinte de vuelta, sólo que sin tener que olerle el hocico a Nefastófeles. La bronca era que no podía trabajar en los mismos hoteles, tenía que irme a otros más rascuaches, o más pinche lejanos. Donde no me buscara el Nefas, ¿ajá? Y no ganaba igual, no era lo mismo. Pagaba ochenta diarios por el cuarto, más los taxis, más los cincuenta o cien que me metía por la nariz. Más comida, más ropa; ni con trescientos diarios la llegaba a armar. Y en mis mejores días armaba setecientos, pero en los malos no llegaba ni a cien.

En una de ésas miro a los patinadores y digo: Chin, tendría que aventarme a regresar a Vegas. Pero fíjate bien: no son los ojos de nadie que se vaya a atrever a nada. Una puede pasarse la vida esperando a que llueva. Deseando cosas de otros, mirando a los demás cómo patinan, corriendo tras la droga que acabe de matarte. Yo no sirvo para suicida, me gana la curiosidad. Siempre quiero vivir el día siguiente, si es posible desde hoy. Y se me nota a leguas, chécalo en la postal. Esa mirada dizque soñadora pertenece a una raza de ratón que sólo quiere queso cuando lo ve guardado en una ratonera. Y ni hablemos del pan envenenado, que es la parte más rica de mi dieta. Si la ves con cuidado, la postal no te engaña: me encanta envenenarme, aunque me esté muriendo.

POSTAL 3: ¿Estás ahí, Santa Claus?

No sé por qué, pero la Navidad y yo nunca salimos juntas en la misma foto. En ésta, por ejemplo, me ves parada enfrente de un aparador de Saks, pero lo que estoy viendo no sale en la fotografía. O sea el reflejo del Santa Claus que está detrás de mí. Exactamente donde me encontró Nefastófeles. Claro que ya pasaron tres meses desde entonces, ¿ajá?, o sea que solamente me estoy acordando, y el Santa Claus me da como tristeza. También me desespera, porque siento las ganas de trepármele en las piernas y suplicarle que me traiga por favor otra vida. Que me borre el pasado. Que me regrese a agosto y me diga: ¡Cuidado, princesita, ahí viene el Nefas!

Y en fin, que ahí me había encontrado, afuerita de Saks. Vio en el periódico que había una venta especial y fue a pararse a un lado de la entrada, como buitre, hasta que vio caer del cielo a La Predecible Violetta. Cuando escuché su voz me quise hacer pipi. Dije: Me va a medio matar a medía calle este carbón. Pero sonrió, ¿creerás? Te digo que ese güey sabe cómo manipularte con premios y castigos. Toma, perra, aunque no te lo merezcas. O sea que me salvé de gritos, madrazos y gargajos, pero igual me cobró cada gramo que le robé. Me los puso en mi cuenta, pues. Además, me tenía apañadísima: sabía cuánta ropa, cuántos zapatos, cuántas medias, cuántas malditas toallas sanitarias tenía, ¿ajá? Cualquier vestido, cualquier blusa, hasta unos pinches tenis me los iba a encontrar entre mis cosas. Ya una vez me había desgarrado un suéter y una falda sólo porque me los había comprado a escondidas. Era capaz de desarmar entera una televisión si le latía que yo estaba escondiéndole algo. ¿Qué tanto le estás mirando a ese refrigerador, limosnerita ladina? y se iba en chinga por las pinzas y el desarmador. ¿Cómo le haces para engañar a un güey que te quitó enterita tu vida privada?

Vivíamos en una mierda de departamento, por la 78 y Broadway. Estoy casi segura que se lo prestaban, pero de todos modos yo le daba lo de la renta: dos mil al mes, más todos nuestros gastos. Nuestros, qué asco. Nefastófeles se había metido en mi vida con el cuento de que iba a arreglar mis problemas, y al final arregló todos los suyos. Tenía depto, comida, mujer, dólares. Una ganga, te digo. De repente subía dizque muy preocupado: ¿Sabes qué? Ahí abajo te están buscando unos agentes de Immigration. ¿Qué les digo? Puta madre, yo sentía las piernas como de chicle. Según él, los tenía sobornados. Y claro, yo tenía que sobornarlo a él, ¿ajá? Toda la coca que nos metíamos se pagaba de sobra con la que yo vendía, y el resto de los gastos salía de mis habilidades maritales. ¿Sabes cómo le hacía para comprarme ropa y pinturas y perfumes? Tenía que sacar del dinero que me iba clavando, pero igual no podía comprar nada sin permiso del Nefas. Y él jamás me creía que eran regalos. Decía: A las pirujas se les compra con lana, no con pendejaditas. Era siempre la misma escena: le pedía el permiso, me preguntaba con qué dinero, le enseñaba el dinero, me llovían bofetadas, lo aguantaba gritándome de putita ratera para arriba y al final me decía: Ok, cómprate tus mierdas esas. Magnánimo, el cabrón.

En la foto de la postal acabo de salir de una chamba en el Plaza: le saqué cuatrocientos a un argentino y le robé tres mil en cheques de viajero, mismos que ya cambié con éxito rotundo. Digo, una se supera. O sea que estoy triste, pero contenta. De pronto el Santa Claus me da una idea revolucionaría: ¿qué tal un regalito para la niña Víoletta? Y zas.- que me emociono. ¿Qué podía comprar en Saks que fuera más o menos fácil de ocultar? No se me ocurrió nada, así que me seguí caminando por la Quinta, hasta que cuando menos lo esperaba: Bingo-bíngo-bingo. Puta madre, se me hizo agua la hormona. Ya sé que con tres mil pránganas dólares no haces el gran milagro en Tiffany, y en este caso me faltaban nada más dieciocho. 0 más bien trece, ya contando los cinco que tenía escondidos en el tubo del toallero. Un dineral, ¿ajá? Sobre todo si lo conviertes en salarios mínimos, que es lo que hacen los pránganas para poder imaginarse las fortunas. Por eso dije: Que se chinguen los jodidos, yo quiero ese reloj.

POSTAL 4: Una indiscreta comezón en la muñeca

Todos los días iba a Tiffany a verlo. Una vez hasta me sacaron porque a huevo quería tomarle una polaroid. Me acuerdo que el policía me empujó hasta la calle y me advirtió: No puedes traspasar la puerta de Tiffany. Cuatro días después ya estaba yo de vuelta, con la lana completa. Entré, pagué el reloj, me lo puse, salí y se lo embarré en la jeta al policía, para que le quedara claro que el único que nunca iba a pasar de esa puerta era él. Por eso en la postal me ves con la muñeca izquierda encimada en la ceja derecha: lo que quiero es que salga el reloj en la foto. Un Bulgari con brillantitos sueltos en la carátula, no apto para voluntarias de la Cruz Roja.

Más de un año lo tuve escondido dentro de un casillero, en un boliche cerca del Madison. Iba, jugaba sola media hora y muy discretamente guardaba el relojito en mis zapatos. Los metía con todo y bola en el casillero y me salía a la calle tan tranquila, como seguramente salía mi mamá del banco luego de haber cambiado sus pesos por dólares: sabiendo que era rica pero causando lástimas. Yo porque finalmente venía de putear, y mi mamá porque traía el dinero de la Cruz Roja escondido en ingenuas bolsas del mandado. Genes ladrones y mediocres, pero también: eran los que me estaban sacando del hoyo.

Antes de ese reloj yo no pensaba más que en pasonearme; gracias a él volví a pensar en mí o no sé, tuve ilusiones. Cada vez que iba a Tiffany decía: Diosito, ayúdame. ¿Te conté que lloraba como loca cuando me confesaba? Y eso que no decía ni la mitad de mis pecados. Más bien los iba confesando en abonitos. Which means. El del reloj lo confesé cuando ya lo tenía en mi muñequita. No es que fuera pecado comprarme un reloj, sólo que casi todo me lo había robado. Rateras’ time, ¿ajá?

POSTAL 5: ¡Manos arriba!

En la foto me ves recostadita en una súper cama, con el velo de novia encima. El que la hace de novio es un maridito que me llamaba siempre que llegaba a New York. Tenía esposa, hijos, toda la función, pero viajaba solo, cargando con mi traje de novia. Todas las noches que él se quedara en la ciudad, yo tenía que estar vestida así. Velo, crinolina, ligas, zapatos, everything. Hasta que un día le dio por regalármelo. Tenía que seguir usándolo con él, pero también tenía otras ideas. ¿Tú crees que no iba a haber más cojos del mismo pie? A los hombres les puede enloquecer que una haga cosas de ésas, no hay ni que preguntarles. Es como si le dices a un niño: ¿Qué prefieres, helado de vainilla o sopa de verduras?

Luego venían las polaroids. Nos tomábamos unas indecentísimas, y entonces yo decía: Chin, tengo que recobrarlas. Ése era mi pretexto, ¿ajá? Me hacía la dormida en la mañana y esperaba a que se metiera a bañar el incauto. Un segundo después pegaba el brinco, me vestía y echaba a andar las uñas. Para cuando salía el ruco de la regadera, yo ya andaba en la calle con las fotos. Más el reloj, la cartera, a veces hasta la computadora. Y sí, era yo una traidora inmunda, pero mejor traidora que traicionada. ¿Cuántas esposas se divorcian y dejan al marido en la calle? Yo agarraba unos billetes, un reloj, cualquier cosa y me largaba.

Sin abogados, sin pensión alimenticia, sin luego andar contando de sus pinches miserias en la cama. ¿Ratera? ¿Cuál ratera? Yo estaba reclamando mis derechos de esposita, y con la polaroid me aseguraba de que el ex maridito no me iba a desconocer. La coartada está lista, señorita Schmidt. Queda usted para siempre fuera de esta historia. Además, los hacía hablar muchísimo. No sabes luego todo lo que me contaban: los defectos más íntimos de sus viejas, los trinquetes que hacían en el trabajo, los hijos que tenían no sé dónde. Por eso hasta sin fotos me iba tranquila. Aparte, si algo sobra en New York son los hoteles. Das un madrazo en uno, lo dejas descansar un tiempo y luego vuelves triunfalmente. El chiste es nunca desfalcar al hotel, sólo a los huéspedes. De hecho, sólo los huéspedes que ha visto una sin ropa. Por los demás Violetta no responde.

Ya era mayor de edad, pero si se ponían necios les decía: Ok, me falta un mes para cumplirlos. Y tú no te imaginas la jeta que planta un abuelito cuando su concubina le insinúa que es menor de edad. Concubina: qué asco de palabra. Puta es mucho más práctica y se oye menos fea. Según decía Nefastófeles, podían levantarme no sé cuántos cargos por andar concubineando. Y lo decía muy serio el pendejete, como si él no tuviera ni que ver. Si un día me llegaba a agarrar la policía, más iban a tardar en tomarme las huellas que en detenerlo a él: my motherfuckín’pimp. Además, yo podía probar que él había abusado de mí siendo menor de edad. A veces pienso que a propósito armaba mi película, pero luego me acuerdo de lo que hacía a diario y bueno: mi vida era una puta película. Cometía delitos todo el día, estatales, federales y domésticos. Por más que me tranquilizara pensando que lo mío era a nivel cucaracha, me quedaba clarísimo que en estos casos, y es más, en todos los casos, las cucarachas son a las primeras que aplastan.

POSTAL 6: Waitíngfor my man

Lexington y la 125, Violetta elegantísima en el taxi, con la cabeza casi afuera de la ventana. Lo reconozco: no se me da la discreción. La hipocresía, tal vez, pero no sé pasar inadvertida. Lo detesto, más bien. Sobre todo en este momento tan difícil: mi comprador no llega, traigo un par de trofeos de guerra en el taxi, necesito darme un jalón y no traigo ni los diez dólares que ya marcó el taxímetro. O sea que no me puedo bajar del taxi, necesito que llegue Marcus, que es el que va a sacarme del problema.

Las cuatro de la tarde y yo con las manitas temblando porque si el pinche Marcus no llega voy a acabar tirándome a un dealer de la Séptima para que me aliviane. My God, qué vieja tan adicta. O tan puta, ahí escógele. No tengo ni veinte años y parezco de treinta, por más que las gafitas me tapen los huecotes debajo de los ojos. Si te preguntas mientras tanto dónde anda Nefastófeles, yo pregunto lo mismo: hace tres días que no llega al departamento y ya no tengo nada de cois. Entonces te decía que estoy que me muero en la maldita esquina.

¿Nunca escuchaste Waitingfor My Man? Era la preferida de Marcus. De hecho por eso citaba a todos sus clientes ahí: Up to Lexington and one-two-five. No era ningún encanto, ese Marcus. Pelos tiesos de mugroso rasta, jeta de negro sin amigos, los ojos viendo siempre hacia otra parte, como si todo el tiempo te estuviera diciendo: No vales un carajo para mí. Nefastófeles era todo lo contrario: sonrisota, abrazote, palabras empalagosas. Luego la mierda, claro. Por eso prefería a Marcus. Vale más un ojete que te mira feo que otro que te hace fiestas para después joderte ya en confianza. Por mi, le habría propuesto a Marcus trabajar con él. Cómo estaría de harta que ya me parecía buena idea irme a vivir a Harlem. Tenía que escaparme, ¿ajá?, estaba lista para irme con quien fuera.

Marcus llegó dos horas tarde, cuando yo ya debía un dineral del puro taxi. No sabía por qué las cosas me salían mal, llevaba fácil cuatro meses de bajada. Marzo de 1993. ¿0 abril? Vivía con la sensación de que mi cochecito se iba a estrellar en la próxima esquina. Era una paranoia con cara de presentimiento, como que algo terrible se acercaba a mí. Una bala de plata con mi nombre. Una factura repleta de ceros que New York me tenía preparada. Soñaba que venía el alcalde y me decía: Tus impuestos, Violetta. Ya no sentía la confianza de antes, cuando abría mi libro a medio lobby. Y esto de andar cazando mariditos es cosa de paciencia. Puede que el próximo llegue en cinco minutos, puede que en cinco días no caiga ni uno solo.

De todos modos hay que estar segura, no dudar ni un instante de lo que vas a hacer. Cuando te agarra el miedo no te mueves igual. Yo me ponía tensa, vigilaba de más a los empleados, enseñaba mi juego. Y así no salen bien las cosas. Hay que estar relajada, y al mismo tiempo con la cara bien dura. Saber que pase lo que pase no te vas a quebrar. Me acuerdo de ese taxi porque adentro de plano toqué fondo. Tenía que planear algún operativo, armar alguna trampa, escaparme de ahí, salir de lo más hondo. Lo peor era sufrir porque el Nefas no estaba, cuando tenía que estar celebrando. Necesitaba darme un pase, y me odiaba por eso. No podía pasarme los siguientes diez años pagándole los vicios a ese hijo de mala madre. No me podía quedar muerta en la calle, ni en la cárcel, ni en un cuarto de pinche motel. No me quería morir, eso era lo que yo pensaba dentro de ese taxi. Ayúdame, Diosito, soy un asco de vieja pero no quiero morirme. Y luego un Padre Nuestro con los ojos cerrados. Siempre apretaba fuerte los párpados cuando rezaba, para ver si se hacía mientras el milagrito. Digamos que en la foto los acabo de abrir, pero por más que busco no hay milagros. Y necesito uno bien grande, cualquiera lo nota. Sáquenme de este taxi. Sáquenme de esta foto. Sáquenme de New York, en caridad amp; La Chingada. No quería ir a ningún lado, no quería quedarme ahí. De regreso en el taxi me hice la primera pregunta sana del noventaitrés: ¿Adónde iría si tuviera lana?

POSTAL 7: Chica con platos rotos

No todo era tan malo. Había días en que me reía mucho, como el de la foto. Jurarías que estoy en medio de un desastre, pero fíjate dónde tengo las dos manos. Encima de la boca, ¿ajá? Estoy yo en una mesa vacía, tapándome los labios, la barba y la nariz; sólo me ves los ojos y parte de las mejillas. Traigo como dos mil, dos mil quinientos dólares encima, sin contar el reloj, y se me ocurre que nomás por eso puedo hacer lo que quiera. ¿Entiendes por qué el piso del restorán está todo sembrado de comida y tenedores y platos y copas rotas? Aja, yo los tiré. Hasta mi trago de más de cien dólares fue a dar al piso. Y el cuentón lo pagó mi maridito, que era un nacote mexicano de lo más chistoso. De esos a los que todo les vale madres, ¿ajá? Pedía copas de Luis Trece y las vaciaba en vasos de cocacola. El mesero se nos quedaba viendo yo no sé si con lástima o con asco, pero a mí me empezó a agarrar la risa, y de repente que me dice el mexicano: Te doy cinco mil Mares si me demuestras que no te importa el dinero. Claro que una idiotez como ésa nadie puede demostrarla, pero hacer algo así en un restorán donde el platillo más barato no baja de cien dólares tenía que probar alguna cosa. Y el güey muerto de la vergüenza, ya ves que luego al naco le sale el complejote y le da por pedir perdón de todo. Pero aunque no me creas le saqué los cinco mil. Estaba cargadísimo, tenía no sé qué negocio con camiones foráneos, cosa así. Un gordo prieto con cara de carnicero y miles de virtudes verdes por delante. Mi Rey, ¿ajá? Pero a los recesitos les gusta que hagas desfiguros, más todavía si son tlahuicas. Imagínate lo que no le sacas a un cabrón sirvienta, al primer cerdo que te acaba de ver en el Screw? Y al segundo, y al sexto, y al cuadragésimo segundo, ¿ajá? Tú no puedes imaginarte las porquerías que hacen esos güeyes. Aparte de que pujan y resoplan y dicen en tu oído las vulgaridades más fétidas del universo, puterías incluidas, lo que realmente andan buscando es desquitarse. No valen cinco nickeIs, son unos pendejazos, pero tú dime cómo se hace para pendejear a un marrano sudado que te está penetrando. Perdón por ser tan guarra, tú no tendrías que oírme hablar así, pero ya ves que al biógrafo le cuenta una más cosas que al sacerdote. Así tendría que ser, ¿ajá? Tú firmaste el contrato de Diablo Guardián. Apechuga y aguántate, que a ti de todos modos no te va a coger nadie.

Digamos que eso mismo me propuse. Yo no sé si era cierto que era tanto el éxito de los anuncios en el Screw que había que ordenarlos cuatro meses antes. Según YO, lo que Nefastófeles quería era usar ese tiempo para prepararme. Que yo dijera: fijos, qué trato tan magnífico. Tanto miedo me daba que ya ni mis ahorros me tranquilizaban. Con eso no podía irme a ningún lado. Y si me iba a Las Vegas, seguro que acababa en lo mismo: putita de catálogo. Necesitaba tiempo, pero igual si el anuncio salía en noviembre, yo tenía que largarme el treintaiuno de octubre. Happy Halloween, hijo de la más puta de tu casa.

POSTAL 9: Noctámbula serena con Vanity Fair

Cuatro de la mañana, en un café de la Séptima, muy cerquita del Sheraton. Dejé al tipo hace dos horas y media, estoy esperando a que amanezca. Tengo puestos los audífonos y hago como que leo el Vanity Fair. Llegué a comprar el mismo dos, hasta tres veces. Leía pedacitos, no me podía concentrar. Cuando estás hasta arriba sólo puedes concentrarte en no bajar, y yo me la vivía ya sabrás: uptown myself Me aprendía las fotos, los anuncios, los títulos, de tanto verlos sin leer ni pensar nada. Como si cada página fuera una pintura. Y el hotel fuera una pintura.

Y la cafetería y la calle y los coches y la 125 y mi casa y yo fuéramos una sola pintura. Ni siquiera sé decirte qué estaba oyendo. Siempre que no me acuerdo de la música de un año quiere decir que fue un año de mierda. Que si nunca lo hubiera vivido todo sería igual, o hasta mejor. No sé si la postal es una foto de febrero, de abril, de agosto, de septiembre. Los días y las noches se confunden, como si alguien me los hubiera licuado en la cabeza. Como si todos los malditos días de ese año fueran los pasajeros de un avión que se quiebra en altamar. Días borrosos con noches larguísimas. ¿Alguna vez has deseado con toda tu alma dormir solo?

Esa cafetería me gustaba por dos cosas: abría las veinticuatro horas y casi siempre estaba vacía. De madrugada, pues, cuando yo era clienta. Era triste, tristísima, supongo que era parte de la misma pintura. En cambio estar con Nefastófeles era salirte totalmente del cuadro. Si llegaba a dormir antes de la siete, lo más probable era que lo agarrara despierto. Y eso era no sé cuántas veces más desagradable que pasarme unas horas de no hacer nada en el café. Además, con el Yanity Fair ya me sentía afuera, lejos de ese mugrero, instalada en el New York de mis sueños, donde no había cafés andrajosos ni vagos que hablan solos ni todos los paisajes que a una le toca ver cuando no tiene un pinche techo disponible. Aunque te digo, me agradaba ese café. Cuando estaba de buenas me pasaba las horas dándole vueltas a mi plan. De repente un mesero quería hacerme plática, pero yo lo ponía de regreso en su lugar. Leave me alone, will you please?, con una sonrisota ultramarriona. De pronto me quedaba en el lobby de un hotel, pero lo ideal era alejarme del área de trabajo. O sea que ahí me tienes, sola y huraña, con la cabeza en blanco y la nariz también. Era libre, podía ir a donde quisiera, pero si te fijabas en mis horarios veías que dependían totalmente del de Nefastófeles. Vivía como una mascota que se le esconde a su amo. ¿Sabes lo que es seguir a un güey para escondértele? Había semanas en que lograba verlo unas cuantas horitas nada más. Horribles, claro, qué querías. La pintura de mi vida era de por si depre, aunque ya más tranquila. Nefastófeles me sacaba de ahí, me ponía a temblar y a chillar y a maldecir mi puta vida. La depre por lo menos tiene dignidad. No parece gran cosa, pero en una de éstas ése era mi momento más feliz del día. Había una televisión prendida, al fondo, pero yo nunca la escuchaba. Estaba en otra parte, conectada a otros cables. Necesitaba aislarme, poner la cuenta en ceros, sentir que me borraba del paisaje. Decía: Yo no pertenezco a este lugar. Yo soy una princesa en el exilio. Yo me compré un reloj Bulgari en Tiffany.

POSTAL 10: Nun over Broadway

No estoy segura de que me gusten mis piernas. Hay mañanas en que las veo y digo: Reinas, qué haría sin ustedes. Pero son como raras, mis piernas. Como si los muslos, las rodillas y las pantorrillas vinieran de no sé, distintas fábricas. O sea que mi madre no es mi madre, sino una humilde ensambladora. De niña siempre andaba en shorts, luego como a los trece me empezó a dar vergüenza porque me veía los muslos flacos y las rodillas gordas, y después al revés. Mis piernas siempre han sido un desastre, nunca quedan exactamente como yo las quiero. El busto bien que mal te lo acomodas, pero las piernas no son acomodables. Ni siquiera me extrañaría que fueran las culpables de mis malos pasos.

Pero a veces me dan ganitas de enseñarlas. New York tiene la gracia de que enseñes lo que enseñes nadie va a cerrar los ojos. En la fotografía voy de niña malcriada: la falda chiquitita, zapatos de tacón, tanga de hilo dental, un top stretch y párale. ¿Sabes lo que es andar a mediodía por Broadway y la 110 con la faldita a plena flor de nalga, entre latinos calentones que te miran y dicen porquerías en español? Si lo supieras entenderías más fácilmente qué es lo que estoy haciendo en la postal. Jardineritos’ time, ¿ajá? Tengo miedo, las rodillas me tiemblan y no sé si se nota. Siento como que no traigo ni falda, tengo ganas de huir y de quedarme, soy una puta monja wíshy-washy. También voy preguntándome si lo que estoy haciendo será ilegal, o si aparecerá un policía que me pida identificarme y allí empiece a llevarme la desgracia. Porque ya supondrás que Nefastófeles no me ayudó a sacar ni una pinche licencia de manejo. Iba para cuatro años en New York y seguía ilegalísima, con trabajos tenía una credencial del videoclub. Era un animal raro, una amistad nada recomendable. A veces me tomaba un café con alguna vecina, o con un equis que conocía de algún lado, pero siempre les inventaba historias delirantes. La vecina de abajo era una arpía francesa como de treinta años que nada más sabía hablar de dinero, y entonces me ponía a contarle de los millones de mi familia en México. Finalmente nadie sabía nada de mí en New York, ni Nefístófeles. Por eso podía andar casi encuerada por la calle sin preguntarme lo que pasaría si Fulanito me veía en esas fachas. Aunque igual me iba imaginando cosas. Que me encerraban, me pegaban, me violaban, me llevaban a juicio, y al último el fiscal decía: Señor juez, deporte por favor a esta putita.

Nefastófeles no inventó mi gusto por los malos tratos; lo descubrió. Lo usó, lo hizo más grande. Por eso voy sintiendo miedo y calentura, quiero rezar para que no me pase nada y cada dos minutos me agacho a recoger algo del suelo y abro muy bien las piernas para que hasta desde los rascacielos puedan verme. No sé ni me interesan cuáles son las leyes que me estoy saltando, soy un pájaro negro contoneándose en una cueva de murciélagos. Me siento oscura y luminosa, provinciana y newyorka, violada y violadora, traigo un motor adentro y me dan muchas ganas de usarlo para estrellarme contra una pared. Si llegan a agarrarme, se acaba el mundo. Creo que por eso quiero que me agarren. Pero no va a pasarme nada. Con ese mismo atuendo voy a llegar hasta mi casillero y a cambiarme en el baño y a tomar el subway y toda mi rutina abominable. Por cierto, ¿sabes dónde compré la faldita? En una tienda para gogo dancers. Yo no tengo la culpa que en Saks no haya departamento de streetwalkers.

POSTAL 11: El llanto de la Punk Panther

No tenía el valor para ser una callejera de verdad, mi mundo eran los lobbies y siempre me sentía estúpida con los newyorkos. Complejo de Coatlicue, yo supongo. Mi último maridito era gringo-gringo, pero divertido. Un lacra bien cargado de billetes y con la misma prisa por vivir que yo. Pero igual un gringazo. De Alabama, Imaginate. Un motherfuckin’redneck de veinticuatro años que se portaba raro, un ratito era pink y el otro punk. Hasta que me contó la verdad: se había escapado de su casa con quince mil bucks. Y me solté chillando, no sé si de ternura pero igual lo abracé con una fuerza que nunca había tenido para abrazar a nadie. De niñita, quizás. Nunca después. Con Eric no sé bien, creo que no. Pero es que éste era malo como yo. No malísimo, pues. De mi rodada, con idéntica talla de aguijón. Tenía un nombre horrible: Manfred Schonenberg.

Yo le decía Kapitan Scheissekopfen: estaba orgullosísimo porque su abuelo era de Hamburgo y le había enseñado no sé cuántas palabrotas. Schwantz. Busen. Scheissekopf Total, que el Kapitan Scheissekopfen se reventó el dinero en menos de una semana. ¿Qué iba a hacer Vampirella para sacarse de la conciencia la culpita de haber sangrado a un colega? No sé, pero ahí en la postal está chillando. Lo cual nos dice que ella menos sabía qué carajos hacer. Sobre todo si el presupuesto era de ciento veinte dólares, que es todo lo que le quedaba al desquiciado de Manfred. Faltaba media hora para que le pidieran el cuarto, no podía dejarlo en la calle. Y ni modo de llevármelo a mi casa. ¿Qué iba a decirle a Nefastófeles? ¿Ya tenemos mayordomo? Además, yo llevaba tres días sin trabajar.

A Manfred lo había conocido en la calle. Nos fuimos a su hotel sin que yo echara a andar el taxímetro. Me estaba divirtiendo, ¿ajá? Entonces el taxímetro no lo eché a andar jamás, pero a cambio volví a escuchar The Passenger, luego de no sé cuánto tiempo de no sentir ni ganas. Además, yo creía que Manfred iba a acabar haciendo por mí algo más que comprarme cinco gramos de cois. Si ves que en la postal se me salen las lágrimas es porque no soporto la idea de quedarme sin él. No todavía. Me pudría llorar justo en ese momento, cuando tenía que estar pensando en la manera de inventar algo rápido. Saltar por la ventana, firmar un pacto suicida, planear juntos la muerte de Nefastófeles: pura imbecilidad se me ocurría. En eso el Kapitan Scheissekopfen se echa para atrás, se me queda mirando y me dice: ¿Tú crees que ciento veinte dólares me alcancen para regresar en Greyhound Alabama? ¡Greyhound tu puta madre! ¿Ves la televisión que está atrás de nosotros? Pues la estrellé en el piso. Y esas violencias ningún hombre las resiste: se quedó tieso el güey, como pinche muñeco de vudú. 0 sea listo para hacer mi voluntad, y entonces que me acerco, le lamo la orejita y le digo ya sabes, gringuísima: We gona get the fuck ouna this place! ¿Qué hicimos? Me lo llevé al boliche, saqué un par de billetes de cien y nos fuimos directo a Penn Station. Dirección: New Jersey. Manfred estaba terco en ir a meterse a no sé qué cuchitril de la YMCA en la 34, pero no lo dejé contradecirme. YMCA, Greyhound, Dillards, Fruit of the Loom… ¿Con qué gata sureña creía que estaba, el pendejo? Agarramos un tren a Hempstead, que era un pueblo rascuache a más de una hora de Manhattan, y ahí encontré un motel apenitas decente por cincuenta bucks diarios. Manfred era veloz, pero no tenía técnica. Típico niño rico que por primera vez se escapa del corral. No sé bien qué tan rico, pero era obvio que no había dejado a sus queridos padres en la calle. Si no te importa, voy a poner la foto de esta postal en la primera plana de un periódico donde dice: ¡Peligro: Se extiende el violettismo! O como diría tu amiguito el Nefas: Esa puta bribonería infecciosa. Me enferman los pelados que se hacen los decentes.

POSTAL 12: Little Dot Does Violetta

¿Nunca leíste los cuentos de Little Dot? Era una muñequita supercursi pero así: dementemente fashion. Tan fashion que tenía su propia moda: toda la ropa que se ponía era de bolitas. O puntitos, dependía del tamaño. Igual su cuarto, su baño, sus cortinas, todo era de bolitas y puntitos. Lo único que le importaba en la vida era que el mundo fuera puras bolitas y puntitos. Qué linda, ¿no? De niña a veces me compraban cuentos gringos, con el pretexto de que tenía que practicar mi inglés. Me gustaban también los del diablito ese cabrón. Bot Stuff, ¿ajá? Pero ése siempre querían leerlo mis hermanos, y cuando yo buscaba el cuento ya lo habían pintarrajeado, o recortado, o equis. En cambio el de la niña de las bolitas ellos no lo leían, se sentían mariquitas. Claro que si te pones a analizar las cosas fríamente, ves la moda de Little Dot y dices: Pinche escuincia chunda. A la edad en que yo leía Little Dot no conocía siquiera esa palabra, pensaba que la vida tenía que mejorar si la llenabas de bolitas y puntitos de colores. En la postal tengo casi veinte años y estoy leyendo Little Dot.

Nefastófeles me había citado en un cafecito de Madison, más o menos por la 59, ya muy cerca de Bloomingdale’s. En la bolsa de plástico traigo unos pantalones para Manfred y pretendo que Nefastófeles no los descubra. No se me ocurre qué inventarle, pero tampoco quiero encargarle la bolsa al mesero, ni ponerla debajo del abrigo. Quiero que vea la bolsa, pero me da pavor que la abra. Se me ocurre que voy a acabar diciéndole que es un regalo para él, pero entonces tendría que ser tres tallas más grande. Y si le invento que es para un maridito, sólo me va a creer después de darme un entre de cachetadas a medio café. No iba a ser la primera vez, ¿ajá? A Nefastófeles le gusta que sepas a lo que te arriesgas. Entonces para no pensarle más digo: Ya se me ocurrirá algo en el momento, y me pongo a leer mi cuento. Acabo de comprarlo a la vuelta de Bloomingdale’s; ya voy a la mitad cuando miro el reloj y calculo que no voy a poder leerlo hasta el final, porque antes ya va a haber llegado el Nefas: puntual como la mierda. Faltaban seis minutos para las cinco de la tarde, llevaba más de una semana sin poner un pie en el depto y Nefastófeles me hablaba al celular a toda pinche hora. ¿Nunca te dije que me compró un teléfono? Con mi dinero, claro, como todo buen pastor. Se renta oveja negra con peluca. Veía en la pantalla los mensajes: ocho, diez, quince, todos del mismo número. Hasta que esa mañana quise llamar a Manfred para que me dijera su talla y clic: el puto Nefastófeles en la línea. Quise tranquilizarlo con el cuento de que ya había juntado tres mil dólares y funcionó al revés. O le llevaba yo esos dólares de inmediato, o él me aventaba al diablo sin calzones. Así era la amenaza: Te juro que te aviento al diablo sin calzones, pueblerina ofrecida muerta de hambre. Guacareando cagada del berrinche, You know. Total que lo tranquilicé, le dije que nos veíamos a la una y prometió que me iba a llevar unos gramos. Fui a sacar los tres mil del casillero, quinientos más para ir a Bloomingdale’s y ya sólo quedaban setecientos escondidos. Llevaba como cinco minutos en el café cuando vi en el espejo de una de las columnas y me encontré la imagen de la foto: Viloletta con su cuento de Little Dot. Y no quería nomás soltarme Dorando. Sentía coraje, angustia, miedo encima de todo. No podía soportar la idea de que a esa niña que leía Little Dot viniera cualquier cerdo a tratarla como puta. Me levanté, hice como que iba a lavarme las manos y me escurrí por un ladito de la entrada. Ya en la calle corrí como loca hasta Bloomingdale’s. ¿Qué iba a hacer? No tenía idea, pero esos tres mil bucks eran otra vez míos.

Claro que había un hijo que mantener: tenía al Kapitan Scheissekopfen esperándome en el motel de Hempstead. Me fui por toda la 59 hasta la Octava, regresé, me metí en el parque. Ya estaba muy oscuro y yo seguía sin poder pensar. No sabía qué quería, ni quería saber lo que sentía por Manfred. Era un tipazo, ajá, pero para un ratito. Manfred iba a acabar haciendo lo mismo que Eric, de qué me iba a servir mantenerlo quince días, si luego otra vez me iba a quedar en el aire. Y eso era exactamente lo que yo tenía: puro aire, ¿ajá?, más un poquito menos de cuatro mil dólares y un teléfono que no me daba la gana encender. Aunque igual lo encendí, esperé a que sonara y contesté: Hello, mamoncísima. Ya te imaginas la de caca que salió del aparatito en ese instante; por eso tuve que azotarlo en el pavimento. ¿Nunca has roto un teléfono en el piso? Te recomiendo la pared: se truenan más bonito. Imagínatelo saltando en pedacitos a media calle. Menos impresionante que la televisión, pero cómo te explico: más del alma. Y más satisfactorio, ofcourse. Imaginate a nueve o diez babosos que lo miran romperse como si vieran un pizzero atropellado. Y yo orgullosa, ¿ajá? Pero tampoco tanto. Finalmente no lo había hecho por mí, ni por Manfred, ni siquiera por Nefastófeles. Lo hice por Little Dot, en todo caso. Por su chundo vestido de bolitas.

POSTAL 13: Una pluma cayendo lentamente del cielo

¿Sabes qué sucedió con los dólares que salvé de las garras de Nefastófeles? Al día siguiente se los llevó el Kapitan Scheissekopfen. ¿Creerías que el muy pinche cínico se fue con mi dinero y me dejó unas rosas? Menos vas a creer que ni rencor le guardo. Al contrario. No sé qué hubiera hecho si no se me aparece, me seduce y me secuestra. Era el empujoncito que faltaba para hacerme dejar esa mierda de vida. No que luego haya así que digas mejorado, pero de menos nadie me iba a conectar por el Screw. Que por cierto no supe si salí anunciada. Ni modo de comprarlo, ¿ajá? Primero porque estaba con Manfred, y luego porque lo extrañaba. Cuando vi que el dinero faltaba en el buró, que en el clóset estaba nada más mi ropa, que tenía esas rosas y una amable tarjeta con la palabra sorry, lo primero que pensé fue: Me salió barato. Claro que todavía no me enteraba de toda la mierda. No era un gringo normal, tenía una moral torcida como la mía. Fíjate: se robó mi dinero, pero antes se tomó la molestia de comprarme unas flores, escribirme un mensaje y llamar a mi casa. No sé si me entendiste: el Kapitan Scheissekopfen llamó al hogar de mis queridos padres, les dijo dónde estábamos y les rogó que me salvaran. Carajo, era lo único que me pinche faltaba: un ratero con vocación de cura.

Me golpeó, que ni qué. No me gusta aceptarlo, pero ese Manfred me agradaba horrores. Yo con gusto le habría regalado los dólares, ¿ajá? Lo que sí me dolió fue ya no verlo. Me quedé como tiesa frente a las malparidas flores, preguntándome qué iba a hacer con los seiscientos bucks que me quedaban, y en eso que oigo: Ring. Ring. Bingo, dije. Supuse que era él, pegué un brinco, agarré el teléfono y grité: Hello, Kapitan Scheissekopfen! Qué iba yo a imaginarme que al otro pinche lado del maldito cable estaba mi papá.

Para eso le conté mis secretos al judas de Alabarría… Mi verdadero nombre, mi apellido, la calle donde vivía mi familia de México. Me decía que era supersticioso, que esos datos significaban cosas esotéricas. Después quiso saber el nombre de mi papá, el de mi mamá, cosas que aparte a mí me hacía gracia platicar. Quería darme el lujo de hablar con alguien de mi vida sin tener que decir puras mentiras. Aunque tampoco estaba preparada para que de la nada me llamaran Rosalba.

¿Qué iba a hacer? ¿Adónde iba a largarme? Había dejado la bocina encima del buró, podía escuchar los gritos de mi papá, no me daba la gana contestarle. Ya luego le colgué. Pinche Gran Jefe Chivo Viejo, ¿qué carajos quería que le dijera? ¿Que estaba muy arrepentida de no haber conocido el manicomio? ¿Que era una chica muy profesional? ¿Que buscara mis datos en el Screw? Además, yo ya era mayor de edad. Aunque igual no podía dejar de pensar: Puta madre, van a venir por mí.

¿Cómo le llamarías al que le da en la madre a su Ángel de la Guarda? Estúpido, supongo. Lo que más me dolió, a lo mejor lo único, fue quedarme otra vez sola con mi egoísmo. Nunca había tenido que cuidar nada, ni que mimar a nadie que no fuera yo misma. Que tampoco lo había hecho tan mal. Estaba cacheteada, insultada, gargajeada, cogida, me había ido hasta el fondo de la coladera, donde las ratas huelen mejor que tú, porque para llegar allí tuviste que pasar por no se cuanta mierda, ¿ajá? Y del caño la gente no regresa. I mean: la mierda es droga fuerte. Quien se embarra ya no quiere limpiarse. Más bien quiere embijar a otros, salpicar todo lo que pinche pueda. Y en cambio yo me consentía perrísimo. Me compraba ropita, tenía un reloj Bulgari, llevaba mis pelucas a peinar cada semana. Por eso luego dije: Fuckyou, Manfred, Idontpinche needyou.

Trataba de tener una burbuja donde todo estuviera bien. Unas veces se hacía grande y otras podías pisarla como cochinilla. Piensa en lo vulnerable que es Violetta con su reloj y sus dólares metidos en el casillero de un boliche: ésa era mi burbuja. Cuando me di el gustito de estrellar el celular en el cemento, ¿sabes qué hice? Proteger mi burbuja: salí huyendo en un taxi, le pedí que me llevara a mi departamento y le ofrecí una lana por ayudarme a sacar mis cosas. Venía muy afilada, pensando rapidísimo. Por un lado, ni modo de quedarme sin mi ropa y mis aparatos y mis cosas. Por el otro, no podía estar segura de que tu compadre el Nefas no iba a aparecerse. Carajo, ¿ajá? Tenía que sacarme algo de la manga, y te juro que no iba a ser mi Bulgari. Llegando al edificio le llamé. No sabía si el Nefas había oído el madrazo del teléfono, pero de cualquier forma seguro se tragaba el cuento de La Accidentadita.

Ayúdame, por favor. Estoy en un hospital cerca de Flushing. Me acaban de atropellar. Tengo miedo de que me quiten el dinero. Algo así le inventé, haciendo vocecita de pujido flagelado. Le di una dirección, también. Hazte cuenta 345 Main Street. Fuera de eso, no lo dejé ni hablar. Yo no podía saber si había siquiera un hospital en Flushing, pero estaba lo suficientemente lejos para librarme mínimo por dos horas de ese güey. Y en fin, que en una hora y tres cuartos cargué con mis amadas pertenencias. Esa noche, ya en Hempstead, Manfred se revolcaba de risa con la historia. Le costaba trabajo creer que todos esos bultos cupieran en un taxi, o que el taxista se hubiera hecho mi cómplice. Te digo que tenía poco mundo el Kapitan Scheissekopfen: los taxistas a huevo son tus cómplices. Sobre todo si se van a meter un billetón por llevarte hasta Hempstead con cinco maletas llenas de ropa, una televisión, un equipo de sonido y una VCR, más no sé cuántas cajas que había que cargar. Cien dólares de tip, ya tú dirás si se quejó. Algunas cosas eran de Nefastófeles, pero si nos ponemos a hacer cuentas todo venía siendo mío. Fundación Cultural Violetta R Schmid, becando hijos deputa para un peor mañana. En el camino de regreso lloré delicioso. Yo si soy de esas nacas que chillan cuando se cambian de casa. Aunque aquello era como salir de la cárcel, te juro que me daban ganas de abrazar al chofer. Sólo que entre él y yo había un cerro de cajas y velices. De hecho ni se daba cuenta de que yo iba llorando. Traía el walkman a todo volumen y venía oyendo una canción tristísima. Somewhere theré afeatherfalling show I rom the sky, decía la canción, y yo chillaba como niña, hecha bola entre mi equipaje y la ventana del taxi.

La postal está un poco borrosa: no me puedo acordar si estaba lloviendo. Y sería vomitablemente cursi decirte que por el cristal del taxi resbalaban mis lagrimones como gotas de lluvia, ¿ajá? Venía con mi burbuja intacta, la había rescatado, no estaba tan abajo, ni asustaba a las ratas. ¿Has escuchado una canción muchas veces seguidas sólo para poder seguir llorando? Era un llanto bonito, como brisa. Me salía a borbotones sólo de imaginarme la pluma cayendo desde el cielo. Yo tenía que encontrar esa pluma. O mejor todavía: ser esa pluma. Sentirme ligerita, como el taxi que iba cargado de cosas y a mí me parecía que flotaba en el aire. ¿Qué sospechas? ¿Que estaba enamorada del Kapitan Scheissekopfen? Puede ser. En todo caso nunca lo asumí. Y él tampoco me dio las grandes oportunidades. No tenía dos semanas de conocerme, ni siquiera una y media, y me llevó a bailar con tres mil b” luego de ir a chismearle a mis papás. Me estafó, me dejó y me echó a andar.

Después de la llamada de mi encabronadisimo padre, yo no podía contar con que no decidiera ir personalmente a sacarme a cuerazos de New Jersey. No tenía tiempo para pensar en amores traicionados, o me movía o me iban a agarrar. Porque hasta ese momento el Chivo Viejo y Nefastófeles eran dos teléfonos que yo no quería contestar. Podía darme el lujito de nunca contestarlos, pero si no empezaba por moverme de ahí, o si volvía a hacer mi vida normal en New York, lo más seguro era que me encontrara a uno de los dos. Nefastófeles era muy capaz de pasarse un mes zopiloteando lobbies. Según él tenía amigos muy pinches influyentes. Hijos de La Chingada profesionales, güeyes malos en serio, aunque yo nada más conocí a Henry. Un boliviano elegantísimo, con pinta como de agente secreto. Sabía pocas cosas de él. Que había estado en el ejército gringo, en Columbia University, en mi cama… 0 más bien yo en la suya, sólo que el Nefas nunca se enteró. Entonces yo decía: Sí a alguien voy a tener que encontrarme, mínimo que me encuentre a Henry.

Me salí del motel a media tarde, con mis cosas, en una camioneta que conseguí por ciento y tantos burks, con todo y un chofer dominicano. Pensaba en instalarme en algún otro motel, armar de cualquier forma dos, tres mil dólares y largarme de ahí. ¿Sabes cuántos pendejos andan ahorita mismo caminando por New York desesperados por cien pinches dólares? No me atrevía a poner un pie en un lobby, y eso significaba que estaba desempleada. Los mariditos no se pescan en museos. Ni en cines, ni en tugurios, ni en la calle. El plan en el que yo chambeaba sólo me funcionaba en los hoteles. Y tenía que cargar con toda mi mudanza: solamente en los Redneck Irins; te permiten meter tanta mierda en el cuarto. Me quedaban como quinientos dólares y estaba decidida a no vender ni la televisión. Ya no digamos el reloj, ¿ajá? Tuve que andar trepada en una camioneta recorriendo moteles en los que no podía quedarme para que me cupiera en el cerebro lo más obvio: yo un pariente en New York, ni siquiera recuerdos que valieran la pena. Yo era lo que se dice población flotante. Una puta libélula menesterosa que va de lobby en lobby, y cuando le va bien de tienda en tienda. O de dealer en dealer, pero nunca en conciertos, ni en el teatro, ni en nada. Siempre hasta arriba de cois, con una hueva inmensa de salir a la calle. Con los ojos cerrados y las piernas abiertas: Episodios secretos en la vida de la doctora Schmid. ¿Te gustaría escribirlo? Tendrías que inventarlo. Te digo que yo estuve ahí sin estar. Viví como los caballitos que recorren New York todos los días, amarrados a una carroza y con los ojos hablar con alguien de mi vida sin tener que decir puras mentiras. Aunque tampoco estaba preparada para que de la nada me llamaran Rosalba.

Yo cargando mis cosas en una camioneta jodidísima. Desempleada. Destronada. Descapitalizada. No podía permitir eso, tú me entiendes. De ninguna manera Violetta iba a aceptar un final tan rascuache. Y otra vez sólo había una manera de sentirme bien: tenía que darle fuego a todos esos dólares. Total, de cualquier modo no me iban a alcanzar. Le pregunté al dominicano cuánto me cobraría por pasearme en su camioneta hasta que amaneciera: quedamos en trescientos. Se los di, más por quemármelos que porque me quisiera pasear por New York. Con lo que me quedaba compré dos botellas de Cordon Rouge y decidí empinármelas con él. Ya había decidido largarme y había que celebrarlo, antes de que a New York le diera por cobrarme las que le debía. Cuando nos acabamos la segunda botella, dije: Ya estoy en ceros otra vez. 0 sea lista para echar a andar un nuevo trenecito, ¿aja? Pero no ahí, ni en Vegas. No sé si me pegó escuchar la voz de mi papá, o mi nombre, o serían las arañas pero me daba comezón la idea de irme a México. Nada con mis papás, ni con mi casa. Igual planeaba un día saltarme la barda y entrar a sacar mi acta de nacimiento. Quería ser legal, un poquito aunque fuera. Otros en mi lugar van a ver a la abuela, al tío, a los amigos. Yo no tenía abuelas, y mi único abuelo, el papá de mi mamá, tenía un pinche genio de jubilado malcogido y vivía en quién sabe qué andurrial, sin un peso en la bolsa. En resumen, Violetta no tenía amigos ni familia en México, Ni en ninguna otra parte. Violetta iba borracha y contentísima por el puente de Brooklyn cuando vio que no había de otra: tenía que jugarse la última carta. No había lana para comer al día siguiente, menos para viajar a México. Tampoco iba a poder andar un día más cargando cachivaches, ni tenía dónde guardarlos. Contra toda mi voluntad, volví a pensar en Nefastófeles, aunque no exactamente en él. ¿Qué me iba a decir Henry si me le aparecía en su casa?

Bien o mal, no tenía otra opción. Finalmente, si Henry se rajaba con el Nefas, yo también tenía cosas que contar. Vivía en la 92, cerca de donde estaba mi primer depto. El problema era que no sabía ni qué pedirle. ¿Su apoyo? ¿Cuál apoyo? Dinero, pero ¿cuánto? No me lo imaginaba prestándome mil dólares, ni ofreciéndome asilo por no sé cuánto tiempo. Pero andaba enchampañadísima, y en ese estado no te tienes que imaginar nada: la función se arma sola frente a tus ojos.

La cosa empezó tarde, como a las tres de la mañana. El dominicano se había bajado un par de veces a vomitar y yo empezaba como a sentir sueño. En eso que veo a Henry venir hacia nosotros. Hacia su casa, pues, pero entre el edificio y la esquina de West End estábamos nosotros, en la camioneta. Borracha, soñolienta, todo lo que tú quieras, pero hice exactamente lo que debía: salí corriendo de la camioneta, grité su nombre y me le abracé como una pobre y maltratada huerfanita. No hay hombre que resista esa terapia.

Nunca he sido muy buena para el ajedrez, odio las situaciones en las que hay que atacar y defenderse al mismo tiempo. Por ejemplo: podrías dar el mate con la reina, pero ni modo de moverla porque entonces su torre se tragaría tu rey. Cuando Henry empezó a ponerse cariñosito, o sea inmediatamente que me le abracé, me di cuenta que iba a tener que subir, y no estaba segura de que el dominicanucho aquel no fuera a irse con todo mi rascuache patrimonio. Además, mi ropita no era barata. La barata era yo, en todo caso, porque ya no tenía ni dos dólares y estaba lista para lo que fuera por conseguir la lana para no sé, moverme de la escena a la brevedad, ¿ajá? Ya no era un viaje, ni un regreso, era otra vez una maldita fuga desquiciada. Muerta de miedo, aparte, porque ya ves la clase de maleantes con los que se llevaba Nefastófeles, y Henry White no era de los que llegan a tu casa y te piden una manzana.

Ese cabrón la agarra, la escupe y luego te la pide. Yo no podía esperar que me ayudara a nada, con un güey como Henry se negocia con los calzones bajados. A menos que te afiles y le comas el mandado. Que se los bajes antes, sin que se dé cuenta. A ver si me entendiste: yo no pensaba prostituirme con Henry. Qué chistosa palabra: prostituirme. Suena mucho más grande de lo que es. Mucho menos común, también. Pero Henry no me iba a dar ni un quarter por tirármelo. Con mucha suerte me iba a esconder ahí hasta el fin de semana. Haciendo fuerte uso de mis instalaciones, claro. Y ni así podía estar segura de que un día no iba a aparecerse Nefastófeles. Más bien mi idea era entrar a su departamento y pensar algo rápido. Un mate con el peón, ¿ajá? El día que estuvimos juntos en su cama, esperé a que se metiera al baño y le esculqué el cajón: tenía de jodida mil quinientos dólares. Además, cuando un hombre se quita los pantalones frente a una mujer, lo primero que olvida es la cartera. Claro que Henry no era exactamente de ésos. Tenía una mirada burlona, de apostador ladino. Como diciendo: Mi cabeza nunca se sale de su lugar. Además, yo no tenía tiempo para tanto. El chofer de la camioneta podía largarse con mis cosas en cualquier momento. Cada minuto que pasaba le daba una oportunidad para pensar en chingarme. ¿Checas lo delicado de la situación?

Igual tenía que tirar los dados, ¿ajá? O en fin, mover mis piezas. Una jugada veloz, algún mate sacado de la manga. Y te digo que a mí esto del ajedrez me pone de brincar. Supondrás que el efecto del Cordon Rouge acababa de irse por la coladera: yo estaba totalmente en mis cinco, armando un escenón en los brazos de Henry. Colgada de su cuello, chillando a puros gritos. A Single Unforgettable Performance. Pensé: Si éste no me lleva a su casa por caliente, va a tener que meterme para no estar haciendo el numerazo a media calle. Pero él también andaba servidísimo. No nada más por el aliento a whisky, también lo notas cuando al tipo le da por manosearte con una urgencia y una torpeza de lo más desagradables. No sólo Henry, todos. Hasta tú, aunque también hay casos en que a una eso le gusta. O le conviene, que viene siendo igual. En el fondo me gustan los tipos desagradables. Aunque no sé qué tiene de especial que te amarren a la cama o te eructen en la cara, que se porten como si no existieras: Mira, te uso y te tiro, merece más respeto un espejo que tú. Hay cosas que los tipos no harían nunca enfrente de un espejo, pero dan lo que sea por hacerlas en la carota de una mujer. Puta cara de palo, no existes para mí, no te pido permiso ni para picarme el culo. Y eso era lo que yo veía venir en la cama de Henry, si dejaba que me llevara hasta allá. Quiero decir que estábamos en el pasillo del segundo piso y Henry me tenía acorralada en la pared, con las dos manos dentro de mis pantalones, sin blusa, sin brasier, a punto de saltar del porno suave al hardrore sin haber ni llegado a su departamento. ¿Qué iba a hacer? No quería que me encerrara en su casa, ni tampoco que me acabara de encuerar en el, pasillo. Sabía que entre menos ropa tuviera puesta, más tiempo iba a tomarme regresar a la calle. Tiempo, ¿me entiendes? Y en casos como el que te estoy contando, el tiempo solamente se gana con besitos. Primero lo agarré del cuello, le levanté la cabeza, me lo quedé mirando y dije: Está perdido. No podía ni hablar, el querubín. 0 sea que contra todas las evidencias, yo no estaba en sus manos. Y si lo ves con calma, él estaba en las mías, porque además tenía una erección marca Mandril. En esas vergonzosas condiciones, un beso salivoso y con autoridad los pone suavecitos. Obedientes. Pero yo estaba ya desesperada. No me importaba no sacar ni un centavo, necesitaba irme de allí. Tampoco podía seguir besándolo en plan puerca. No servía de mucho, ni me hacía gracia. Fue por desesperada que de repente lo agarré de las orejas, abrí toda la boca como para besarlo cachondísimo, sentí que sus dos manos me apretaban más las nalgas y pensé: Jaque mate.

¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón! Le di tres cabezazos secos en la pared. Y estábamos tan pinche enganchaditos que nos fuimos al piso juntos, como bultos. Pensé: Me va a matar. ¿Tú sabes el calibre de súper madriza que Violetta acababa de comprarse? But he was gone, ¿ajá? 0 sea que hice a un lado el costal, me levanté del suelo y me puse a bolsearlo desesperadamente. Hasta pensé en clavarme a su departamento y atacar el buró, pero ya la cartera estaba razonablemente panzoncita, y yo dije: Violetta, si te engolosinas Dios te va a castigar. Dejé las llaves en el piso, a un lado de su mano, me subí bien los pantalones y recogí el brasier que ya estaba roto, pero igual no quería que se quedara ahí. ¿Por qué no quería que se quedara ahí? Hasta que me hice esa pregunta me di cuenta que no sabía si el pinche Henry estaba vivo. Podía haberlo matado, o podía él solito morirse después, o quedarse pendejo, o yo qué iba a saber. Me regresé, pegué la oreja y estaba resollando. Aunque igual era yo la que resollaba. Por si las moscas, agarré todas mis cosas y me bajé volando por la escalera. Llegué a la puerta de la calle y estaba cerrada. Puta madre. Regresé como loca por las llaves y de nuevo pensé: ¿Y si me infiltro al depto de este güey? Pero pensé también: ¿Y si me agarran? Me regresé otra vez a donde estaba Henry: antes de decidirme a entrar, tenía por lo menos que saber qué hora era. Porque claro, mi amado relojito seguía en el casillero. Le agarré la muñeca y toma: tres y veinticinco. Claro que la noticia no era ésa. La noticia era que Violetta ya no tenía que saquear ningún departamento. Me explico: Henry traía un Rolex todavía más pinche guapo que él.

POSTAL 14: Sonrisa de Caperuza

¿Me imaginas manejando una camioneta vieja por la Quinta? Y qué querías que hiciera, si me encontré al dominicano bien dormido en el volante. Cómo sería la histeria que pensé en aventarlo en la banqueta y largarme solita con mis cosas. Pero también: tenía que pararle. No podía seguir haciendo esas mamadas. O sea que move your tropical ass, guajirito: a gritos y empujones lo moví hasta el asiento de junto, le quité las llaves y como pude me fuí manejando. Claro que manejaba horriblemente, con trabajos había agarrado un par de coches en México, más los pocos que me dejaron manejar algunos mariditos motorizados. El caso es que me fui por la 92, di no sé cuántas vueltas y fui a salir a Central Park West. Me paré, conté el dinero y me bajó un poquito el entusiasmo: mil ochocientos, más un cheque de mil que no podía cobrar. De cualquier forma, yo quería celebrar. Por eso salgo en la postal con esa sonrisota de niña en su cumpleaños, preguntándome cuánto me va a dar Marcus por el Rolex, cuánto voy a pagar por llegar a la frontera, cómo le voy a hacer para comprar los boletos. Y hasta estoy calculando si ya con el Rolex vendido me alcanzaría para ir a conocer Disneylandia. No me va a alcanzar, claro. Voy a irme de New York y de Estados Unidos sin haber ni pisado un parque de diversiones. Ni el Astroworld, ni Coney Island, ni un carajo. Nefastófeles tenía razón: yo era una tramposita callejera. De esas que no son ni turistas ni locales. Te digo: población flotante, aunque sea sobre una cama de agua. Claro que lo de callejera no era cierto. Trabajaba en los lobbies, no en la calle. Cuando se lo reclamé, según yo muy indignada, lo único que conseguí fue que se carcajeara y me colgara un apodo espantoso. No vayas a ponerlo en la novela: El Lobby Feroz. Ahora estoy menos segura de que sonara en realidad tan mal, pero cuando me lo decía Nefastófeles se oía como pedo propio en casa ajena. ¿Creerás que todavía me pongo roja nomás de repetirlo? Y también eso vengo pensando en la camioneta: Adiós, Lobby Feroz. Son cerca de las cinco y media en el Rolex de Henry, aunque tal vez lo que tú quieres saber es si en esta postal estás viendo la cara de una asesina. Cuando ya me sentía tranquila para volver a manejar la camioneta, por ahí de las cinco, dije: Pinche Violetta, tienes que alivianarte. Estaba registrando de nuevo la cartera, y en eso que me encuentro una tarjeta de Henry. Me acuerdo que marqué su número diciendo: Diosito, por favor, que no esté muerto. Y si, tenía voz de muerto, pero igual contestó el teléfono. Le colgué, aliviadísima. Ratera de éxito y matona fracasada: era más, muchísimo más de lo que yo podía pedirle a la vida. Necesitaba llegar a México con mil dólares mínimo, pero si había escasez me quedaba el reloj. ¿Nunca has sentido la emoción de no saber ni cuánto vale lo que te robaste?

Quiero que te imagines mi cara de contenta en New York antes de que amanezca. Porque luego tendrías que dibujarme en tu cabeza con la paranoia: me van a agarrar me van a agarrar me van a agarrar me van a agarrar. ¿Cuánto iban a tardar Nefastófeles y el borracho de su amigo en llamarse y ponerse a buscarme? Aunque no me encontraran, nada más de pensar que me buscaban me ponía a temblar. Paré la camioneta, desperté a mi amiguito y le pedí que me llevara sana y salva a un aeropuerto, que no fuera La Guardia ni el JFK. Qué tal que el pinche boliviano elegante me había denunciado, o no sé, las arañas, las tarántulas: estaba que me hacía pipí del miedo. A las ocho llegamos al de Newark, y a las nueve ya habíamos mandado la tele, la VCR y otras cosas a México. A mi casa. Porque bueno, por mucho que me detestaran mis papás, tenía que empezar a aligerarles el berrinche. Yo sabía que a mí podían botarme, pero nunca a los regalitos. No lo tenía en mis planes, no me atrevía ni a llamarles por teléfono, pero a la larga íbamos a tener que mirarnos las jetas. O no sé si era que de tanto tiempo de vivir sin perro que me ladrara, necesitaba sentirme algo parecido a una hija de familia. No iba a vivir con ellos, entre otras cosas porque no sabía si seguían con la idea de ponerme la blusa de manga extralarge. Tampoco creía que me fueran a perdonar. Sólo que les llegara con sus ciento catorce mil seiscientos noventa dólares de mierda, y eso no había por dónde. Pero si a Nefastófeles se le ocurrió anunciarme en el Screiv Magazine, no era así muy descabellado creer que igual en México podía ser modelo. De segunda, de quinta, eso no importaba. Tenía que sentirme de otro modo, limpiar toda la soledad apestosa que traía como pegosteada en la piel. En México podía estudiar algo, decir que mal que mal tenía una familia, tal vez hacer amigos. Pero necesitaba rutinas decentes, algo diferentísimo al desmadre en que vivía. No quería pensar que en México tenía lo mismito que en New York: nada.

Pagué casi trescientos por el envío de las cosas a mi casa, más otros doscientos cincuenta por un boleto a Houston que salía a las dos de la tarde. Más doscientos de exceso de equipaje. Más veinte de gasolina para ir volando al casillero por mis cosas. Pensé: Me quedan mil con eso llego fácil hasta México, y allá seguro vendo más caro el Rolex. No es lo mismo un reloj robado que uno de importación, ¿ajá? No sabía un demonio, ni tenía maldita idea de cómo iba a hacerle, pero podía empezar por ser legal. Ya hasta me había acostumbrado a bajar la vista como puta mustia cada vez que veía venir a un policía. Además, de algo tenían que servirme los cuatro años de training en New York.

¿Sabes qué es lo que si sabía que ya no iba a ser? Ratera. En México podía borrar el pizarrón, estrenar un cuaderno, cambiarme de escuelita. Tenía veinte años, carajo.

Estaba casi a punto de cumplirlos y parecía una puta vieja pidiendo a gritos: ¡Por lo que más quieran, bórrenme el wometraje! Por gringa que me hubiera hecho, muy poco en realidad, yo era una muñequita made in México, y allí era donde me iban a arreglar. Digo, tenía toda la pinta de gente bien. La ropa, el relojito, las pelucas, eso en New York podía no valer nada, pero en México se iba a cotizar cabrón. El arte del Hígh Bluffing (nociones y fundamentos), el nuevo libro de la doctora Violetta R. Schmidt.

Antes de irme había arrancado unas páginas del directorio, con todas las agencias de modelos de Manhattan. También había recortado tres anuncios del Vanity Fair, donde podías jurar que la fotografiada era yo. Ya sabrás, dos modelos de espaldas, y de frente otra muy parecida a mí. Porque una cosa es que ya no quisiera ser ladrona y otra que no tuviera que hacer trampas. ¿En México, sin trampas? No me chingues. Mis papás eran tramposos, el cura era tramposo, el hijo del jardinero era tramposo, Nefastófeles era tramposo. Y ladrones también, todos. Mis mariditos mexicanos eran divertidísimos, pero la mayoría andaban más chuecos que un Mercedes Benz con tres facturas. Yo misma era mexicanísima, que por supuesto no es igual que ser coatlicue. No es que yo tenga nada contra las coatlicues, pero tampoco tengo que admirarlas. Ni parecerme a ellas, qué horror. Pero igual me sentía un poco acoatlicuada por New York. Había vivido cuatro años en la ciudad sin nunca entrar de veras en ella. Y para colmo en México tenía una familia que moría por ser gringa. Ni modo de arrimármeles. Aunque me perdonaran, de todos modos tenía que pegar un cuento que ellos ni siquiera iban a entender. Menos a respaldar, ¿ajá? O sea que sólo yo sabía mi cuento: si había sobrevivido como mexicana en New York, tenía que brillar como newyorka en México.

Todo eso lo pensé ya en el avión a Houston. Venía con la cabeza en otra parte, sólo me conectaba en los momentos críticos. En Houston tomé un taxi a la Greyhound, y cuando la de la taquilla me preguntó para dónde iba no me atreví a decir: Laredo, will you pleassee? Tenía mucho miedo de encontrarme a Eric, y todavía más miedo de no encontrármelo. Dije: Brownsvílle, y ya. Y otra vez me dejé ir, como robot. ¿Ves la carita de felicidad con la que salgo en la postal, manejando la camioneta del dominicano? Allí también hay trampa: Henry cargaba un papelín de cois en la cartera. Con el Mr. Bajón que yo traía, me cayó como botiquín de primeros auxilios. Me sentí una chingona, byebye miedo. Estaba segurísima de que me iba a comer a México. Cuando me crucé el puente y leí: Tamaulipas, me entró un ataque fulminante de felicidad. Bajo el amable patrocinio del último jalón, crucé como si nada la frontera, entré a Reyriosa con la espalda bien derecha y el busto ya sabrás: apuntando hacia las nubes, y al final me senté a reírme en la banqueta. Decía: Violetta, vas a ser la reina de tlahuícas y coatlicues. ¿Sabes la cantidad de trampas y robos y hombres y dólares que hay detrás de esa sonrisota de Niña Comelobos? Me gustaría que vieras lo que yo vi ese día en el retrovisor. Haz a un lado la cois, quítale los efectos especiales: ¿no parece que acabo de matar al Donkey Kong? Nefastófeles saqueado. Henry descalabrado. Yo con su cois y su dinero y en otro país, con los ojitos remojados de contenta. Ding, dong, The WickedBitch is wet: Welkome to the next level!