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Diablo de la Guarda: ¡qué rica compañía! Déjame morderte el alma para saber que sólo es mía.
Hazme sentir bien: pórtate mal, súbete a mi tren, sé mi pecado mortal. ¿Ves qué fácil es mi dulce amparo hallar? ¡Con permiso, Señor Juez, me la voy a robar! Rézame, querida, cómprame mi altar: En tus próximas cien vidas no te vas a zafar… ¡Mi Cielo!
Rap del Diablo Guardián, parte III (anexo a 36 tulipanes de procedencia no especificada).
Nunca supo mirar a un perro muerto. Nunca pisó las rayas en la banqueta. Un día en un examen de clasificación le preguntaron: ¿Pisa usted las líneas sobre el pavimento? y respondió que si, tal como otros responden automáticamente que no a la pregunta: ¿Se masturba usted? o ¿Tiene usted miedo a las tormentas? Quien miente en los exámenes psicológicos -¿todos mentimos? confiesa un cierto miedo de sí mismo, y acaso debería temer ser descubierto. Porque hay que calcular que los psicólogos tampoco son imbéciles. Si uno dice mentiras, ellos deben de saberlo. Tendría que haber alguna técnica para sacar a los pacientes toda la verdad. Pero si eso era cierto, Pig suponía entonces que igual habría una forma de burlar esa técnica y hacer triunfar gloriosamente a la mentira. Aunque igual la mentira triunfa de cualquier forma. ¿Qué es lo que califican los psicólogos? ¿La verdad que se esconde tras nuestras mentiras o el puro empeño con que las decimos? Sintió un escalofrío al descubrir, sin siquiera decírselo porque cosas como ésa no se dicen, que con tal de seguir apareciendo conveniente a los ojos de Rosalba podía hacer verdad cualquier mentira, hasta el punto de él mismo creería y defendería cual sólo se defienden las intensas certezas.
«La intensidad de una pasión se mide por la soledad que la precede», había escrito en una de las hojas donde iba anotando los minutos que le faltaban para salir. A veces las mentiras más obscenas resultan preferibles a una verdad del todo detestable. Algo que no se acepta porque es inminente, y lo inminente casi nunca se puede aceptar. La soledad, la muerte, la ruina, el desafecto, el asco: todos inaceptables como el amor equívoco, todos rondando la ventana por la noche, como aquel Hombre Lobo que jamás llegó y por eso jamás estuvo ausente. A los cinco, a los siete, a los once años: nunca se iba el Hombre Lobo. Siempre podría entrar, como en esa película donde los padres sólo veían salir la pelota del cuarto, y no bien se asomaban descubrían la cama vacía, la ventana abierta, el viento tétrico soplando en la cortina quizá de muñequitos. Eso nunca lo supo, pero bastó con que Mamita le cambiara la cortina lisa por una del Pato Donald para que Pig soñara, recordara, jurara que era la misma. Aunque sólo pudiera jurarlo ante si mismo porque como las tías habían dicho: Mamita estaba enferma, no debía disgustarla, ni angustiarla. Pero quizás no era por eso que prefería callarse lo del Hombre Lobo. Si él confesaba que tenía pesadillas, Mamita iría a su cuarto cuatro, seis, sabría el Hombre Lobo cuántas veces por noche, y entonces se le acabarían las funciones nocturnas, con la tele prendida tras la puerta cerrada y Mamita arrullada por su medio valium. Si él tenía el mal tino de angustiarla, no iba a ganar un gramo de tranquilidad -todo el mundo sabía que el Hombre Lobo era más ágil que Mamita- y en cambio iba a perder las películas viejas que durante el diario insomnio lo distraían al menos del terror al licántropo. Aunque bien es verdad que gracias precisamente a la función nocturna Pig había contraído aquella pesadilla recurrente. Pero Pig no pensaba ya en la pesadilla, como en la presencia. ¿Cómo iba él a soñar durante tantas noches con el mismo adefesio, si no era porque el monstruo estaba ahí presente, jugando con sus miedos mientras se decidía a venir por él? En un libro leyó que el Hombre Lobo aullaba a medianoche. Con la tele prendida y los oídos tapados, nunca escuchó el llamado. Había una conexión entre él y el Hombre Lobo, y eso era lo que más podía aterrarlo: saber en lo profundo que era el Hombre Lobo, no Mamita, su verdadero pariente. ¿Cómo explicar, si no, su carencia absoluta de amigos? O esos estados taciturnos en los que por costumbre se sumergía. 0 el insomnio tenaz. O la certeza de que a papá y mamá se los había llevado el Hombre Lobo en la noche del accidente.
O incluso la sospecha casi divertida de que Mamita era una institutriz a sueldo del Hombre Lobo.
Cuando las cortinas del Pato Donald fueron reemplazadas por una persiana púrpura, Pig ya sabía que el Hombre Lobo no acostumbra entrar por las ventanas. Salía a buscarlo a la azotea cada luna llena. Inventaba conjuros. Se desnudaba a un lado del tinaco. Y aun así creía que tener catorce años era la peor mierda que a cualquiera podía sucederle. Inventaba princesas, las personificaba con chalecos azul turquesa y falda a cuadros, las seguía de lejos por el patio de la escuela, se metía al salón cuando estaba vacío sólo para robarse algo de sus mochilas. Una goma, un cuaderno, alguna vez un peine. Fetiches prodigiosos para un ritual cuya misión Pig se encargaba de hacer buena en carne propia. Incapaz de medir la intensidad de un hechizo que él ponía toda la fuerza de sus ansias en multiplicar, Pig veía en esa magia la desembocadura natural de sus noches solitarias y, al fin lo descubría, premonitorias. Más que hallar cualquier forma de medida, Pig asignaba a la pasión un valor cuando menos idéntico al de sus carencias. Como si esa pasión llegase sólo para ayudarnos a cobrar las deudas que el destino contrajo con nosotros. Como si no supiéramos en lo que acaban todos los cobradores justicieros. ¿Qué iba a hacer una niña de faldita a cuadros y chaleco azul turquesa frente a un solitario de trece, catorce años que no tiene ni un amigo y se desnuda en la azotea frente a la luna? Reírse, si se enteraba de lo segundo. O quizás apiadarse al observar lo primero. O más bien nada que no fuera dejarse mirar en silencio, igual que las estampas de los santos a las que los desesperados suplican enterarse y acordarse. Uno prefiere hablar con las estampas porque ellas no se ríen, ni se apiadan. Porque aun así saben, tienen que saberlo, que vamos por la noche como las ambulancias, aullando para silenciar las carcajadas del Creador. Porque si había un Dios que lo miraba tenía que irse, porque cualquiera se habría carcajeado de mirar sus estúpidos rituales, que sin embargo eran lo único que tenía para defenderse de la nada: esa mustia perversa que primero se había transfigurado en Hombre Lobo y después en aquella urgencia convulsiva que le exigía a gritos llamarle por su nombre: amor.
No es que el amor fuese un recién llegado. Era que el sentimiento recóndito e inconfesable, guardado siempre bajo triple llave en la conciencia, de pronto lo infestaba de una comezón menos hermética. Y claro: más tiránica. Si antes podía conformarse con mirar cada tres o cuatro veces a la vecina que algún día sería su mujer -y a la que nunca vio más que de niña- la escuela mixta sorprendió su niñez retirante con una transfusión hirviente de inconformidad, premura y lo que ahora sí podría llamarse retraimiento: una ausencia perpetua de cotidianidad. Un zumbido de sueños pertinaces. Un ulular de qués vacíos de cómos. Un incómodo asombro ante el espejo. Los síntomas que dos, tres años antes lo habrían cerciorado de ser el Hombre Lobo. Por eso seguía fiel a los rituales, porque a los monstruos sólo se les calma alimentándolos. Aunque después, muy tarde, Pig terminase descubriendo que no eran tanto los monstruos quienes pedían comida, cuanto la soledad que por su cuenta los amamantaba. ¿O acaso el Hombre Lobo se iba sobre las familias? ¿Aparecía en las reuniones, en las fiestas, se materializaba frente a las multitudes en el cine, donde hay un proyector y una butaca y un piso y una enorme Coca-Cola protegiéndonos? ¿Cómo, si no en soledad, puede uno dar crédito y cuerpo al pavor por la nada? ¿No habían muerto papá y mamá completamente solos, cada uno en su asiento, llevados de la mano por la nada en mitad de un aullido interminable? Nos pasamos la vida alimentando nuestra soledad para que sea ella quien más tarde nos lleve al otro lado. Amamos de la única manera soportable: como si jamás fuésemos a morirnos.
Decir: «La intensidad de una pasión se mide por la soledad que la precede», escribirlo, leerlo, subrayarlo, asumirlo, era asirse a la última cuerda que quedaba, ya no para salvarse de caer en un idilio irracional, por prematuro, sino siquiera para retardar esa caída. Pig pensaba: No puede ser, no es. Y omitía de paso la palabra «amor», pues de sólo nombrarlo podía conjurarlo. Pensar: «Estoy muy apasionado porque estuve muy solo», es dar a la soledad el rango de enfermedad, y a la pasión volverla medicina. Mamita había empezado con un cuarto de valium, y así llegó hasta tres por día. Uno sube la dosis de la droga porque no quiere de la nada ni el recuerdo. (Al final ya Mamita se dormía el día entero para no pasarlo esperando a la muerte.) Cada vez que subía a la azotea, armado de almohadones, música, mantras y fetiches varios, Pig aplicaba una suerte de ungüento lacerante y anestésico sobre la carne viva de la soledad, de manera que al día siguiente había menos dolor y más herida, y a medida que la enfermedad se conservaba en el secreto, Pig recurría a la pasión. Hará transfigurarla, sin pensar que tal método equivalía a cultivar los gérmenes en el lecho propicio de la herida. ¿Podía esa gangrena que le explotaba dentro llamarse propiamente amor?
Pero ¿cuándo el amor es propiamente amor? ¿Puede uno amar a quien le acompañó por una hora? ¿Por dos horas, dos meses, dos años, dos minutos? ¿Se ama a quien se conoce, justamente por eso, o es quizás al revés: conocemos para mejor desconocer, y así poder amar sin el estorbo de la realidad? ¿No es cierto que quienes más se aman son a veces quienes menos se conocen? Ni una sola de estas preguntas se plantea jamás para buscar respuesta verdadera. Ninguna la tiene, ni la tendrá, a menos que uno decida imponérsela, casi siempre de acuerdo con su más absoluta inconveniencia. Incluso sin respuesta, lanzadas al espacio estratosférico de los propios insomnios, las preguntas que apuntan hacia la probable existencia del amor suelen aparecer cuando no queda tiempo, ni voluntad, ni siquiera osadía para ponerlas en duda. Preguntarse si por casualidad se ama equivale a plantear una alternativa entre felicidad y desdicha, buena y mala fortuna, besos y bofetadas. Se elige ser feliz, besado, afortunado, aun en la certeza de que sucederá lo opuesto, igual que se le dice «que te vaya bien» a un enfermo terminal. Elegimos a veces a costillas de la conveniencia y el sosiego, por razones tan inaccesibles como irracionales, por eso las preguntas laten sin respuestas, y al final son capaces de aceptar cualquiera. El amor es lo más parecido a las mentiras. Justifica u opaca a la razón, por derecho o torcido que parezca, no requiere de justificaciones, se reproduce a la menor provocación y exige todo el crédito del mundo. Además de que nadie o casi nadie puede vivir tranquilo en su total ausencia. Por eso, cuando vienen las preguntas, lo hacen acompañadas de su correspondiente hilera de respuestas obvias. Si. Claro. Por supuesto. Para siempre. ¿Por qué no? Cualquier cosa con tal de no quedarse en esta orilla solitaria, qué más da si después del amor está la nada. ¿O es que alguien está aquí sin entender que al final de la vida no queda más que muerte?
Claro que lo más fácil habría sido adoptar la solución caballeresca, consistente en creer que la dama precisa de un valiente anónimo que la salve de las fauces de la bestia. Un argumento eficaz para encerrarse en la monomanía de un videojuego felizmente concéntrico, pero fatal cuando lo que se busca es elegir con provecho. Debe de haber no sé cuántos imbéciles que ahorita mismo eligen ser los buenos y enfrentarse a los malos de la historia, se perseguía Pig a la tercera noche de bloodymaries en el bar al que Rosalba seguía sin llegar. Había esperado las tres tardes en hilera, acompañado cada una por el mismo reparto de perdedores, de pronto preguntándose por la cantidad de citas necesarias (¿cumplidas o incumplidas?) para decirse propiamente víctima del sentimiento innombrable. O por la cantidad de tardes que tendría que pasar allí solo para ser propiamente pieza del reparto. Se miraría entonces como suele mirarse cada uno de los pobres diablos que se creen redimidos por un amor distante. Y se acostumbraría, con la ilusión latente bloqueándole el dolor, calentando la herida, empollando la pústula. Se iría haciendo a la idea de amar uno por uno los defectos que aún no conocía, y por lo tanto se comprometería a defender a ciegas, justificándolos y hasta adoptándolos como normas de conducta. ¿No era cierto que había en esa posibilidad funesta-que esa Rosalba esquiva fuese el más ruin de los mortales- el imán silencioso de un abismo cuya íntima penumbra lo llamaba con la autoridad de la luna sobre el Hombre Lobo, caverna de neón en el desierto, carro de la montaña rusa con ruedas resbalosas y cinturones rotos? ¿Quién? que pruebe ese vértigo, podría jamás negarse a dar el salto hacia el vacío, y condenarse así a otra forma de nada, menos visible y por lo tanto más profunda?
El inglés necesita de un verbo fatalista para emplear la expresión «enamorarse»: to fall. O sea que el enamorado no exactamente asciende a un estado superior, sino al contrario: cae. Tropieza, se distrae, es entrampado. Cae, igual que Luzbel. Si Cristo hubiese dicho «Enamoraos los unos a los otros», ya estaríamos todos viviendo en el Infierno. Pero sería injusto concluir que Amor y Averno son instancias iguales o siquiera equivalentes. El diablo de allá abajo y el diablo del amor podrán ser parientes, y en un momento socios, pero sus métodos difieren tanto como la horca del veneno, el sable del cuchillo, el cañón de la trampa. Pig había contraído la manía de hablar solo y en inglés. Cuando alguien lo pescaba a medio soliloquio, le quedaba el recurso de un chiste, siempre el mismo: «Es que así lo practico». Se lo había robado a una película, donde la heroína reconocía las capacidades amatorias de su héroe, a lo cual este respondía ufanándose de su autodisciplina: «Practico mucho cuando estoy solo». Pero la verdad es que Pig había descubierto en el inglés un surtido interminable de analgésicos. Ásperas y juiciosas, corpulentas, graníticas, las palabras castellanas le parecían demasiado dolorosas, ampulosas, corpóreas, para emprender con ellas cualquier forma de diálogo consigo mismo. De ahí que sin pensarlo contrajera el vicio de hablarse en puro inglés. Y entonces no pensaba, ni menos se decía una pregunta cuyo sonido le parecía cursi: ¿Me estoy enamorando? (Podía imaginarse a Rosalba retorciéndose de risa, con su voz cavernosa y sus Ojos felinos y su cara de niño sin cumpleaños.) En lugar de eso prefería echar mano de algunas frases hechas, seguramente inscritas en decenas o cientos de canciones y películas: Dont wannafall in love. Bin not in love. This ain’t love. No deseo caer, no estoy, no es. Preguntárselo solo, negarlo, discutirlo, era poner en marcha una parodia de objetividad, que según Pig quería creer le permitía contemplarse desde el exterior. Así el inglés se convertía en una suerte de sede neutral donde no era pensable más tendencia que la de la razón: un árbitro que hablaba casi siempre en inglés, excepto cada vez que emitía una sentencia.
O más exactamente un comentario final, puesto que todo aquello no era un razonamiento, sino en el mejor caso un protocolo intimo, una pura e inútil escenificación, un paliativo apenas suficiente para huir del acecho de la nada, que como siempre está detrás, alerta, esperando el descuido que nos hará caer. Más que pensar o hablar o monologar, Pig iba encadenando frases hechas, casi siempre con ido trágico, pues en que caer, como se cae de lo alto de cualquier rascacielos: no importa si uno se halla hasta arriba en el aire o hasta abajo en el piso, pues se le considera igual de muerto. Da lo mismo si el tránsito le toma un instante o un mes, una vez que el siniestro ha dado inicio, el despeñado está del otro lado de los vivos, en ese Más Allá que no admite apelaciones. En castellano se está enamorado, pero en inglés se cae en el amor, y luego se está en él como en el centro de un capullo. Puesto que no sucede como con la tentación, que luego de entramparnos y hacernos tropezar en sus dominios, termina liberándonos: vencida. Si fuera necesario reivindicar a amor y tentación como demonios, habría que observar que ésta tiene un rango inferior al de aquél, hasta el punto de ser su descendiente. Pues pasa que el amor -su presencia engañosa o su ausencia estridentes capaz de mimar todas las tentaciones, y llegado el momento resistirlas, si es preciso. Como le corresponde a un Padre Eterno y en tal modo ubicuo que nadie osa escondérsele sin por ello pagar con el Infierno en la Tierra. Capullo o sortilegio, el amor trae consigo promesas increíbles. Esto es, las únicas que deberían ser creídas, pues dar fe a lo improbable es saberse caído, presa, dentro, cautivo de una irrealidad en la que sólo resta sumergirse, y así andar por las calles con lo que el desdichado juzga una sonrisa imbéci1 ¿Cuántos santos y mártires han muerto en el cadalso con la sonrisa impresa por una fe impermeable a la desdicha?
Pig no sabía o no quería decirse si efectivamente había caído, o si apenas estaba despeñándose hacia el fondo del amor, o si aún no observaba sus abismos desde algún trampolín de incertidumbre. Pero eso, no saber, y además preguntarse, y despertar con prisas y sentir un vacío en todo el esternón cada vez que se abrían las puertas de la cantina, y probar el alivio desgraciado de que otra vez no fuera ella la que entraba, y resistir no obstante los embates de la nada con la sonrisa imbécil del beato moribundo, ¿no era precisamente estar allí, donde el amor? ¿Cómo, si no, interpretar esa alegría callada que ni siquiera dependía de un motivo concreto? Dudas todas ociosas, entretenciones varias donde el why, el where y el when no son sino preámbulos del veredicto en recio castellano: Creo que ya me jodí.
Mas para estar jodido Pig lucía insultantemente alegre. La expresión de festiva placidez que había seguido al «me jodí» parecía una ofensa al ambiente circundante, donde toda sincera muestra de alegría debía disculparse (¿o inculparse?) con la coartada de una borrachera en pleno ascenso (¿o descenso?). Y Pig estaba sobrio, con apenas un par de bloodies dentro y todavía viva la ilusión de que en cualquier momento Rosalba llegaría y dejaría claro que él no era otro jodido. No por ahora, pensó, con el orgullo fatuo imperdonable, siempre rayano en el desdén y la jactancia, que distingue (¿o acusa?) a los solitarios pasajeros: esos que a diferencia de los otros sí tienen alguien a quien esperar. Una razón con cincuenta o sesenta kilos de peso para no contemplar más horizonte que aquél delimitado por la puerta. Que nadie me contemple, que ni siquiera me sonrían: sé bien a quién espero y no está aquí. Soy de los que se joden por su gusto. Yo no tengo esperanzas, tengo planes. Y pese a que ninguna de esas actitudes merecería disculpa, los demás perdedores tendrían que comprender: así estuvieron ellos al principio, cuando había una brisa de verano soplando de los poros al miocardio. Cuando por gracia de un conjuro mentiroso levantaban el vaso y elegían joderse igual que el talentoso elige malograrse y el heredero conquistar su ruina. De modo que si alguno entre todos los presentes se distrajo un momento de su escena para asomarse a la mirada centelleante del que recién creía: Ya me jodí, habría descubierto un destello semejante al que irradia quien arroja los dados por primera vez en una noche plena de presagios. Cual si no fuese a solas, sino siempre con ella: la ausente impredecible, que tomase la decisión de despegar, saltar, doblar la apuesta, ser totalmente consecuente con su sed de abismo. ¿Qué quería decir «ya me jodí»? Traducida al lenguaje del casino, fatalmente temprana, la expresión bien podía significar- Yo respondo por todo, aunque habrá quien la vea, la escuche, la lea, la recuerde como: Aún tengo todo por perder. Me he lanzado al vacío pero sigo arriba. Es decir, ya caí. Perdí todo y por gusto. Creo que ya me jodí, volvió a decir en castellano Pig, y al hacerlo sintió que firmaba algo. Un contrato diabólico. Un acta notarial. Una sentencia. Un papel ilegible, aunque legal. Por eso decía «creo» en lugar de «sé». Porque en el reino del amor sólo sabe quien cree, y lo demás no existe.
.-Dame un besito, Bestia-disparó la voz trémula, entre grave y quebrada pero al fin cavernosa, detrás de él, al tiempo que los dedos le tapaban los ojos. No lo sabía entonces, pero tampoco tardaría mucho tiempo en asociar a Rosalba con esas gracejadas imprecisas.
.- ¿No deberías antes preguntarme quién eres? -fingió Pig un sosiego que podían creer todos menos ella, que lo sentía temblar entre sus manos como rata neurótica.
.-Nunca sabrías quién soy, de todas formas. Ni siquiera te he dicho cómo vas a llamarme -le dio un beso en el cráneo, le retiró los dedos de los ojos, le rodeó el cuello con los antebrazos-. Pero igual yo si sé que me mandaste flores.
Pig sintió la presencia de un bálsamo caliente que de pronto calmaba todas sus ansiedades, borraba sus dolencias, lo arropaba. Y no tenía ni tiempo de pensar ya en los otros, que acaso predijeron que se iría solo, como había llegado, como se van al diablo siempre los que esperan. Tenía, en todo caso, un tiempo ya sin tiempo. Un espacio vacío de minutos, donde los solos ojos que lo contemplaban, gratos como una droga celestial, construían por sí mismos un horizonte intimo.
.- ¿Cómo voy a llamarte? -sonrió Pig al fin, a salvo de los sobresaltos iniciales, y en su sonrisa se podían leer los términos precisos de la más generosa de las capitulaciones. Como si al sonreír dijera: Voy a comprarte todo lo que quieras venderme. _ ¡Shhh! -abrió grandes los ojos, pretendió agazaparse, teatralizó la que hasta ese instante, pero ya nunca más, se llamaría Rosalba.
.- ¿Por qué shhh? -le siguió el juego Pig, en voz tan baja que debió cerciorarse de haber sido escuchado. Pero Rosalba ya no lo miraba, ni le respondía, y en lugar de ello alzaba índice y pulgar derechos para darle a entender: un momentito. Espera. Voy a darte un juguete sólo para ti. Una actitud imperativa y al propio tiempo suplicante de cuya ambigüedad parecía habituada a obtener todo el provecho. Y más que eso: el control. Mismo que en situaciones como aquélla se nutría del descontrol ajeno.
.-Porque sí -se tardó un rato en responder, ocupada en cortar en dos una tarjeta y escribir al reverso dos palabras, que por supuesto no explicaban nada: Soy Violetta
.-O sea que las próximas flores se las mando a… Violetta? -quiso recomponerse Pig, alumno que se empeña en aprobar un examen escrito en una lengua desconocida. Pero ella lo miró sin expresión, pensando muchas cosas o no pensando nada, como si en el papel lo hubiera dicho todo y todo intento de conversación resultase un sobrante desechable. Una imbecilidad. Una de esas preguntas infantiles que el adulto ignora o decide ignorar o siente demasiada pereza para responder, de modo que no hay forma de saber si su silencio ocurre por prudencia o cansancio.
.-Violetta-dijo Pig, por decir algo. -¿No te gusta? -No es que no me guste. -No te haces a la idea… -No entiendo para qué. -¿Para que que. -Nada. Todo. No sé. ¿Es tu segundo nombre? -Es el primero, el único. -Creí que era el que usabas para protegerte. -¿Protegerme de quién? ¿De ti? -había una insolente majestad entre sus labios, detrás del humo que intempestivamente le soltaba en la mera cara, y Pig se preguntaba cuántas cosas haría, con o sin dignidad, por no tener que prescindir de esa insolencia.
.-No sé, eso tú sabrás. -Todos los nombres sirven para protegerse. Igual que el maquillaje o las pelucas, ¿ajá?
.- ¿También usas peluca?
.-Usaba. ¿Y tú cómo te llamas? Digo, para estar iguales. ¿Cómo voy a llamarte?
.-No sé -había una incomodidad con vocación de miedo, unas ganas de huir y una tentación de suplicar. Una necesidad, anímica al extremo de lo orgánico, de ser considerado cualquier cosa menos un juguete.
.- ¿Cómo quieres llamarte? -adelantó una mano, lo miró de frente, le acarició el meñique, luego los nudillos, con la ternura que debía haberle desarmado. Lo de menos es cómo me llame, Rosalba.
.-Violetta, aunque te tardes -y ahí venía de vuelta el latigazo, la indiferencia, la extrañeza.
.- ¿Aunque me tarde en qué? ¿En esperarte aquí como tu criado? ¿En verte aparecer después de haber venido dos tardes para nada? ¿En descifrar misterios? ¿En jugar a las escondidas sin saberme las reglas?
.-No tienes que hacer nada, sí no quieres. -Quiero, pero no entiendo-cedió Pig, con un tono de súplica recién improvisado-. ¿Me podrías explicar?
.-No hay nada que explicar -sonrió Violetta, otra vez la caricia tras el garrotazo.
.- ¿Entonces? -Entonces me ibas a decir cómo te llamas. -¿Quieres que invente un nombre? -Mejor dime uno que no sé, te represente, ¿ajá? -Si te lo digo igual no te parece. -No estaría sujeto a mi opinión, ¿o sí? ¿Cada vez que la gente dice cómo se llama espera que le den una opinión? Fíjese que me llamo Filomeno, ¿le parece o me lo cambio?
.-Pig. -¿Qué dijiste? -Pig. Me vas a llamar Pig. -¿Cerdo? -Cerdo no. Pig. -¿Y así vas a querer que yo te bese?
.-Tú no; Violetta. Nada más Violetta -pero ya no tenía más sentido hablar, porque en sus ojos Pig podía leer aprobación rotunda, satisfacción completa, emoción rebotada, y se daba a probar la plenitud que invade a quien se piensa propietario de idénticos secretos.
Nada parecía real, o quizás era demasiado real para ser cierto. Porque la gente no va por la vida cambiándose los nombres. O porque quien se cambia el nombre lo hace para salvarse de algún perseguidor. Pig cerraba los ojos y miraba a Mamita opinar que eso de andar jugando a las incógnitas no podía conducir a nada bueno. Decente. Constructivo. Aunque si hubiera que juzgar la honestidad de sus desplantes constructivos-conseguir un empleo y desde el primer día entregarse a perderlo-, Pig no habría pasado un solo examen. ¿No había sido ella, Rosalba o Violetta, quien lo había forzado a meter aquel gol de último minuto? Visto así Rosalba, después incluso de volverse Violetta, venía a ser más constructiva que él. O bueno, menos destructiva. Tal como había pasado en las escuelas, la colonia, el periódico: Mamita lo alertaba contra la mala influencia de los amigos que no tenía, y él decía si, Mamita, pero al tiempo pensaba: Son ellos los que se protegen, Yo soy la enfermedad. Puesto que aun cuando llegaban a seguirlo, escucharlo, respetarlo, ello era sólo para malhaberse algún examen, una boleta falsa, un vicio, un bien ajeno: las especialidades que a Pig le habían valido la pervivencia de su apodo. Pig seguía las reglas para retorcerlas o burlarlas, y así como se sometía a los deseos de Violetta, se decía: Ya llegará la hora de que todo cambie. Un pensamiento constructivo en otros, que acaso emplean la frase con la fe por bandera o la esperanza por coartada, pero no en Pig, para quien todo cambio sólo podía significar la posibilidad de tomar la sartén por el mango. Y entonces comenzar a hacer lo suyo. Así pues conceder, admitir, transigir, no eran sino medidas tácticas para fortalecerse en un silencio de antemano emponzoñado. ¿O no es el mismo criado que hoy dice «sí, señor» quien mañana dirá «lo quiero muerto»?
Todo lo cual difícilmente explica la rabia que seguí pugnando por salir. A menos que se consideren las palabras que precedieron a su arribo: Creo que ya me jodí. Una variable que desquicia la ecuación entera, pues en principio Pig no podía culpar a otro que a sí mismo por esa indefensión rayana en servidumbre y disfrazada ante su ego de medida táctica. ¿No habría sido también una medida táctica, más eficaz y menos enfermiza, el inmediato contraataque: la afirmación sincera y visceral de sus deseos concretos? ¿No podía rehusarse a jugar esos juegos, a obedecer un reglamento ilegible, arbitrario, abusivo, tanto que ni siquiera conseguía por lo pronto burlarlo? ¿No habría resultado cuando menos preferible cobrar allí, al contado, esas afrentas, en lugar de archivarlas y sumarles noche a noche los réditos de un rencor sin contornos? No para él, ni para ella. Nunca y de ningún modo cuando lo que uno busca no es construir, ni ascender, ni salvarse, sino precisamente caer con el estrépito de lo inminente.
.- ¿Te gusta la montaña rusa? -volvió Pig al ataque, de nuevo rencoroso, cobrador, sarcástico.
.-No sé, no me he subido -lo sorprendió Violetta. Y lo obligó a creer en su inocencia cuando propuso-: ¿Vamos?
.- ¿Cuándo? -Pig no sabía controlar sus entusiasmos, ni tampoco ocultar sus descontroles.
.- ¿Cuándo va a ser? ¡Ayer, idiota -¿Hoy? ¿Ahorita? -y sonreía sin limite, cual si ese insulto divertido, poco menos que afectuoso, fuese la más selecta de las alabanzas.
.- ¿Tenemos algo más tú y yo que ahorita? consultó el reloj en la pared.
.- No sé si hoy esté abierto, ni a qué hora cierran los juegos -titubeó Pig, detestándose por ello, pero aún protegiéndose de no sabía qué (puesto que, como minutos antes calculó, ya se había jodido, y quien se jode acepta sin reparos).
.- ¿Quieres llevarme o no? -se ensombreció Violetta, sin ocultar el tono de amenaza que otra vez ponía a Pig con el filo en el cuello.
.-Quiero -lapidó Pig, alzó la mano como un periscopio, localizó al mesero, le hizo un par de señas, todo en un solo impulso, llevado por la prisa de acelerar a fondo y prolongar el tiempo que no tenía tiempo: las horas con Rosalba. Se detuvo un segundo, rectificó: Violetta, sin abrir ni la boca porque todo pasaba solamente en su conciencia sin conciencia, suspendido en la noche, como una ensoñación con leyes propias. Nada de eso era real, pensó enseguida, por eso era tan cierto. Pagó los bloodymaries, calculó la propina, la miró a las pupilas, cual si jamás hubiese titubeado.
.-Ya te jodiste, Violetta -dictaminó sonriendo, buscando un poco dar la pinta de Gioconda y al fin ser él, sólo él quien poseyera el alma del enigma. Si es que cabía un enigma detrás de una mirada que, como la suya, parecía a todas luces enorgullecerse de su apuesta. Ojos que juegan, como los de un niño, a sembrar dudas, miedos y tenebras, al tiempo que proclaman frente al casino entero: ¡Va mi resto!