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¿Sabes cómo se porta una mexicana de familia naca que vuelve de cuatro años de andar golfeando en los hoteles caros de New York? Te lo voy a explicar en mi lengua nativa: De La Chingada es poco. Como que en México la gente tiene recursos. Derechos o torcidos, pero nunca faltan. Y como tú ya ves que Recursos was my midle name, creo que me adapté más pronto al ambiente que al horario. No te voy a contar dónde había escondido los dos relojes desde que llegué a Brownsville, pero la cosa era tan divertida que no tenía tiempo ni de ver la hora. Good morning, señorita: tú no sabes las cosas que un escote hace en México. Llegas, enseñas, preparas, apuntas y te mueres de risa de la primera pendejada que oigas. Luego te sigues riendo de todas las que vengan. La idea es que te cuelgues un letrero que diga: Soy idiota. Que se te vea en los ojos, en la risa, en los calzones. Soy una inmensa estúpida superficial con un profundo escote, una cosa se compensa con la otra. Hay como una etiqueta de la estupidez: Permítame decirle una humilde pendejada. De ninguna manera, la pendeja soy yo. Y eso se dice a puras carcajaditas, mientras te las arreglas para recibir sus atentos respetos y esquivar sus gentiles manotas. Hay que enseñarles quién es el que manda. Ni yo ni ellos: el escote solito gira las órdenes al pelotón. Una puede callarse, pero el escote tiene que seguir hablando. Señores miembros del jurado, esta pobre mujer es inocente. ¿Con qué cara la van a condenar, si no pueden ni pinche verla a los ojos? El escote había para distraer al enemigo. Una tiene que maniobrar, mover sus fichas, pedir las cosas de manera que no puedan negárselas. Quinientos bucks en México hacen maravillas, pero un escote puede hacer milagros. Yo no tenía la culpa que a los hombres les gustara confundir brasieres con altares. No pedí que se hincaran, ni que me echaran ojos de profanador. En México no pides, nomás estiras la mano. El chiste es saber dónde, cuándo y con quién. Y ahí estaba el problema, yo no tenía idea. Lo único que sabía hacer bien era portarme mal.
Viví dos meses en un hotelito cerca de Reforma. Todo de lo más fácil, menos el dinero. Taxistas, administradores, bellboys, uno y otro se tira al piso por serte útil. Claro que igual te miran desde ahí los calzones, o dicen porquerías entre dientes. Mamacita. Mi Reina. Cosita. Bizcocho. Y una claro que se hace la pendeja, porque según esto yo hablaba puro inglés. Y como eso aparentemente me ponía en sus manos, yo por lo menos alcanzaba a saber lo que estaban pensando. 0 sea no lo pensaban, lo decían, y yo era una gringuita comecaca que se quedaba viéndolos con su jeta de Oh, really? Oh, my Gosh! Gringa de caricatura, pero ellos se lo creían. Te subes al taxi, le explicas al chofer que you need a hotel pero no passport. Cuando te entiende bien, te explica como puede que tiene un amigo, y a lo mejor ni su amigo es, o igual ni se conocen, pero el güey cae en el hotel y por unos pesitos te consigue el cuarto, sin que enseñes un pinche papel. Una cosa increíble, por veinte dólares al día yo tenía un cuarto enorme, con televisión y clima. Claro que ya después prendí la tele y entendí. En un hotel decente no hay canales porno. Busqué el teléfono del Sheraton, llamé y claro: diez veces más caro. Yo estaba en un hotel moderno, tanto que los cuartitos se desocupaban en dos horas. O sea que nunca tenías los mismos vecinos. Pero no había dinero, carajo. Llevé el reloj de Henry al Monte de Piedad y me ofrecieron una madre de préstamo. No me acuerdo muy bien cuántos pesos eran, pero no llegaban ni a trescientos dólares. ¿A cómo estaba el peso en noventaitrés? No sé, yo todavía pensaba en dólares. Quería ganar como en New York y gastar como en México, pero no había por dónde. Fui a una joyería, pregunté por un Rolex casi igual al de Henry y se me cayó el alma: no eran ni dos mil dólares. Chead motherfuckin’bastard Por supuesto valía mucho más mi Bulgari, tanto que no lo había en ningún lado. Y yo con siete días de hotel pagados, más doscientos cincuenta dólares y unos pocos pesitos en el buró. ¿Qué iba a hacer? ¿Regresarme a New York? ¿Correr a hincármeles a mis papás? ¿Gastarme de una vez hasta el último quinto y ver luego qué hacía? Youre right my dear- decidí quemármelo. Me fui para el hotel, pagué diez noches más y cambié mis cincuenta dólares por pesos. ¿Tú crees que a estas alturas podrías regresarte al capítulo anterior? Yo tampoco podía. Tenía que sobrevivir de alguna forma, y no pensaba ir a pararme en Insurgentes.
No sé si te has fijado, pero siempre hay dos fechas que procuro saltarme: Christmas y mi cumpleaños. No sé qué signifique, pero soy automática: apenas veo de lejos una escena inconveniente, mis párpados se cierran y no vuelven a abrirse hasta que tengo claro que pasó el peligro. Pongamos Navidad: me olvido del asunto el día veintitrés, y desde el veinticinco para mí ya es enero. De niñita tenía la manía de taparme los ojos en el cine, justo en la parte más emocionante de la película. Decía: No quiero ver, no quiero ver, no quiero ver, y así además de quedarme sin ver me quedaba también sin oír. Sin enterarme, pues. Luego fui mejorando la técnica, y después de pasar por no sé cuántos mariditos a los que por lo general me interesaba poco ver, y menos todavía oír, llegué a lograr el mismo efecto, que de niña, sólo que sin hablar ni taparme los ojos. Es más: participando en la conversación. Me desconecto y dejo el piloto automático. Por eso te decía que lo mejor es reírse. Cuando un hombre me dice un chiste malo yo no dudo un segundo en soltar la carcajada. Y entonces él se siente muy gracioso y me repite la dosis. Y yo vuelvo a reírme. De ese modo él se acostumbra a comprar mis risas tontas con chistes idiotas, y yo ya ni siquiera tengo que escuchar lo que dice. Me estoy riendo. ¿No es más que suficiente?
No había mucho que pudiera hacer con esos pesos. Alimentarme una semana de refrescos y hot dogs, tomar algunos taxis, empezarme a mover. Pero no era tan fácil, necesitaba poderes que no tenía. Moría por un jalón de cois y no sabía ni cómo pedirla. Dinero, polvo, amigos: me faltaba lo más indispensable. ¿Checaste lo que dije? Amigos. Por el amor de Dios, carajo, llevaba desde los dieciséis años sintiéndome malditamente sola, de repente soñaba que me moría en la calle y me echaban a la fosa común. Y así iba a ser, ¿ajá? Si yo no conseguía tener cuando menos amigos, lo más seguro era que me muriera sin que nadie reclamara mi cuerpo. Todo el día pensaba en eso, en morirme. Pasaba las mañanas tirada debajo de las sábanas, sudando frío, comiendo cualquier mierda. De repente decía: Me regreso a New York. Pero si no tenía fuerza para llegar a la calle, dime de dónde iba a sacarla para hacer ese viaje sin un quinto, sin papeles, sin cois. Luego me daba por planear una incursión suicida en casa de mis papás. Era cosa de entrar por la azotea, colarme a su recámara y asaltar el archivo. No sabía qué me iban a pedir para hacerme modelo, pero tenía que empezar por tener algún papel. No sé, el acta de nacimiento, algo que me sirviera para ser yo de nuevo. No era que me quisiera llamar Rosalba otra vez, lo que ya no aguantaba era seguir de Mis Nobody. Pero igual ni salía del cuarto, creo que me empecé a dar miedo. Decía: Si salgo, seguro voy a conseguir coca. Estaba a medio puente entre la adicción y la salud. Y no sé, alguien adentro quería terminar de cruzarlo. No putear. No robar. No meterme porquerías. Ésos fueron los mandamientos que me impuse para hacerme modelo. Me encerré en el hotel con un montón de fruta y dije: Cuando se acabe, salgo.
Obviamente salí antes: necesitaba unos buenos azotes para entrar en razón, ya los había recibido todos. Firme aquí, por favor. ¡El que sigue! Decidí que tenía que intentar conseguir mis papeles sin tener que allanar el Santo Hogar Paterno. Me pasé dos mañanas en el teléfono, averiguando todo lo que tenía que hacer para sacar un duplicado del acta de nacimiento y luego tramitar que le añadieran el Violetta, que era como parirme a mi misma. No recuerdo qué cantidad de mierdas me pidieron, pero de cualquier forma era imposible. Así que decidí salir, jurándome que no iba a buscar coca ni cocainómanos. Empecé a recorrer oficinas del Registro Civil, y en las primeras tres me atendieron puras pinches coatlicues. Yo decía: Diosito, por favor, líbrame de esta chingada tribu. Hasta que caí en manos de un nacote amable. Yo traía los jeans y la blusa untados, sin brasier, y el tipo no era así que dijeras Mr Big Shit, pero de pronto ya me conformaba con que me pagara la comida. ¿Ya me entiendes? Hasta la más jodida de las coachicues con las que me peleaba tenía más dinero y más futuro que yo. El caso es que el nacote me la pintó difícil. De entrada, no podíamos hacerlo sin la cooperación de mis papás. Y había que irse a un juicio y las arañas. Pero yo de repente me sentía poderosa, porque el güey no dejaba de mirarme. Hacía un frío de mierda, con tremendas repercusiones en mi blusa. Pensé: Si este pendejo me mira los pezones media hora más, seguro lo arreglamos todo de aquí al viernes. Le dije: Pues si no va a poder ayudarme, mínimo debería invitarme a comer. ¿Tú crees que iba a decir que no? Es muy feo que te lo cuente así, pero al final comimos, cenamos y dormimos juntos. Y claro, le inventé que tenía un problemon, que me urgía mi acta de nacimiento para poder sacar el pasaporte y visitar a mi mamá, que estaba en un hospital de Flushing con cáncer terminal ¿Me creerías que en dos días tuve mi acta de nacimiento original, con el nombre de Violetta Rosalba? Todavía el naquillo este pretendió que le soltara dos mil pesos para darle a no sé qué licenciado, y obviamente me le tiré a berrear de nuevo. Más berrinche que llanto, ¿ajá?, porque yo no quería su compasión. Más bien necesitaba que dijera: En mi burócrata vida me vuelvo a agarrar una como ésta. Risa fácil, bronca pronta: La fórmula de la doctora Schmid para controlar machitos pendejos. Por las buenas, les echas porras; por las malas, mierda. Ya sé que no es así que digas un orgullo tirarte al primer gato que te arregla un trámite, pero no estaba yo para escoger. Con ese mismo método saqué pasaporte, certificado de primaria y secundaria y hasta un crédito para comprar coche. Hay días en que México te trata como cucaracha, pero si aguantas el castigo después te premia que no puedes ni creerlo. Yo caminaba por Reforma y veía las caras de los tipos: todos altanerísimos, con la vista arribita de las demás cabezas, como si fuera suya la pinche calle. Pero basta con que se crucen unas nalgas para que pasen del ¿qué me ves, güey? al ¿qué se te ofrece, Mi Reina? Y como a estas alturas tengo claro que nunca voy a ser toda una lady, ni para qué negarlo: Me divierte muchísimo que me traten de naca.
Una especie de diplomacia calentona. Te atienden, te sonríen, te complacen, te comen con los ojos. Hay unos que no te hablan sin resoplar. Claro, son asquerosos, pero ese asco termina siendo como el hipo: se quita cuando menos te das cuenta. Imaginate a un güey que te mira sonriendo y resoplando. Es como regatearle una hamburguesa a un león hambreado. ¿Sabes lo que es para un pelado panzón de cincuenta años agarrarse a una pollita pelirroja de veinte? Esos pobres marranos con trabajos se agarran a la secre del jefe. ¿Tú sabes cuántas secretarias pelirrojas hay en México? Pelirrojas creíbles, ¿ajá?, porque hay unas coatlicues que se lo andan pintando color zanahoria, pero ni así dejan de delatarse como inquilinas de la pinche pirámide. Como dice mi madre: prófugas del metate. Y en cambio a mí me lo creías, por eso decidí pintarme el pelo. Ya sé que hice lo mismo que mi familia, llevo un rato justificándome y no puedo evitarlo. Siempre digo que me escapé de mi casa buscando libertad, pero no es cierto. Casi nada de lo que digo es cierto. Me escapé de la casa para criar mis propias esclavitudes. Más perfectas, más sólidas. Esclavitudes diseñadas a la medida de ambiciones un poquitito menos estúpidas. Mis papás no sabían gastar el dinero, yo sí. Ésa es toda la diferencia. Ladrones finalmente éramos todos. Impostores, también. Y nacos, que, ni qué. Me da un poco de pena decirlo, pero el nombre que sale en mi acta de nacimiento es Violetta Rosalba Schmidt, y ya después los apellidos de mis papás, que por supuesto desentonan como pelos en las piernas de Brooke Shields. Fui tan naca que permití que me encimaran el Schmidt como tercer nombre. Ya luego en la licencia de manejo logré que me pusieran como Violetta R. Schmidt. En cambio el pasaporte lo trae todo, pero al final los apellidos van unidos como si fueran uno solo. Schmidt Rosas-Valdivia: no sonaba tan mal. Y al final resultaba divertido, era como ser yo mi propia Barbie. Seguía pobre, pero me defendía. Tal vez mis amiguitos no eran muy presentables, ni un solo Ken capaz de hacer digna pareja con la muñequita, pero peor era quedarme en el cuarto y aguantarme el hambre. Qué asco de palabra, pero yo sentía hambre. No tenía ni un centavo, vivía a expensas de esos pocos amiguitos, que eran poquito más que carne de cañón y con trabajos me prestaban para pagar el hotel. Yo quería rentar un departamento, comprar muebles, instalarme, viajar, inscribirme en alguna escuela. Pensaba que siendo modelo podía conseguir todo eso. Decía: Este país está repleto de calentones, tiene que haber alguno que quiera contratarme.
Mis primeros dos meses me los pasé escondiéndome. Me daba una vergüenza terrible que me vieran entrar y salir de ese hotelajo. No tanto porque fueran a decir: Ahí va esa puta. Era más bien que igual decían: Mira, pobre jodida, vive en un hotel de paso. En New York una tiene claro a qué puede aspirar. Los lujos son altísimos, nunca vas a alcanzarlos desde el lobby de un hotel. En cambio en México los muros son más razonables. Puede una pensar en saltárselos sin la seguridad de que se va a romper la madre en el intento. Aparte, hay cantidad de escaleritas. Con mi pura ropita yo podía moverme en un nivel muy diferente al de los jefes de departamento y el hotel de cuatro espermas. Necesitaba dedicarme de inmediato a cualquier cosa que me hiciera decir menos mentiras. Quería sacar dinero sin tener que inventar una tragedia, pero llevaba seis agencias de modelos visitadas y con trabajos me pedían unas fotos. ¿De dónde querían los idiotas que yo sacara buenas fotos mías? Tenía copias de los anuncios en los que dizque aparecía yo, pero ni las pelaron. Yo decía: Ok, pues tómenme las fotos. Qué iba yo a imaginarme que las putas agencias sólo te toman fotos cuando vas a casting, y sólo vas a casting cuando ellos te llamaron después de ver tu foto. Prefiero no contarte los sacrificios que hice para civilizarme, desde quedarme sin comida por comprarme un teléfono hasta gastarme el presupuesto de quince días de hotel en unas fotos donde salí como piruja de la frontera. Civilizarme a mí es como llevar agua a Mercurio. Nunca vas a lograrlo, y vas a chamuscarte en el intento. ¿Sabes de qué me sirve a mí la ropa? De disfraz, darling. Tengo que disfrazarme, no puedo permitir que alguien me mire como tú estás oyéndome en este momento. Me encerrarían en una jaula, ¿ajá? Pasen a ver a Violetta y tóquenle la melena.
¿Te cuento para qué serví mi reloj? Lo usaba para ver cuanto tiempo tardaba en lograr que un pendejo me invitara a comer. El récord era dos minutos y medio. Luego también media cuánto me tomaba meterles un sablazo. Tipo: ¿Te importa si me prestas doscientos pesos y mañana te los pago? Casi siempre es lo que ellos están esperando, que les des la oportunidad de salvarte de las garras de Donkey Kong. Luego les daba mi número de celular, y cuando menos lo pensaba ya había ligado otra comida. Lo bueno de la época navideña es que la gente anda flojita, un poco que te esmeres y le das una tarascada a su aguinaldo. No gran cosa, te digo, la comida y unos pocos pesitos, pero así no tenía que acostarme con nadie. A menos que se presentara una emergencia, como la del Registro Civil. Pero eso no quería decir que yo planeara volverme El Detallito de cualquier pinche miembro del rebaño. Finalmente, si me iba a echar uno de mis tres mandamientos, lo menos que podía hacer era agarrarme a güeyes que no se hubieran subido al metro en los últimos diez años. Y que de preferencia ni lo conocieran. O sea gente decente. Yo no podía pensar en esa pinche broza como mariditos. Instant devaluation, ¿ajá? Total, si tenía que desplegar mis habilidades, de esposita con tal de conseguir lo que quería, tampoco me iba a desgastar de más por eso. Pero hasta eso, y sobre todo eso, tenía que hacerlo con alguna clase, o por lo menos lejos de la clase asalariada. ¿Qué iba a hacer? ¿Ir con el gordo fofo del módulo de licencias a decirle que sí quería el trabajo y el crédito para el Volkswagen? Por supuesto que yo necesitaba un crédito, pero sólo si las mensualidades iba a pagarlas su putísima madre. Berrinche time, ¿ajá? La forma en que Violetta recupera todo su valor y dice: Quítame las pezuñas de encima, pinche naco, que no somos iguales. Wat a bitch? Yes, of course. Alguien tiene que hacer este trabajo. Si una aguanta el castigo de tener encima a un puerco halitoso que la trata peor que bacinica, lo, menos que se le debe permitir es que resane su ego a costillas de quien sea. Bajar a un pinche naco de mi cama era como darle respiración de boca a boca al ego. Apenas se pasaban un poquito de lanzas, les hacía unas rabietas horrorosísimas. Decía cosas por las que Nefastófeles me habría deshecho la boca a cachetadas. Y si trataban de pegarme, peor: me aventaba a encajarles las uñas en la cara. No me importaba nada. Tenía papeles, era legalita, ¿qué me iban a hacer? Además me ponía a gritar que era la hija de no sé qué súper cacagrande, el que se me ocurría a medio berrinche. La historia era que yo me había fugado de mi casa en Bosques de las Lomas y me había ido a vivir a New York, y luego había vuelto a México y mi papá me tenía en un depto de Polanco. Cuando pedía dinero, no era porque realmente lo necesitara. De hecho, necesitaba que me insistieran para aceptarlo. Un día un idiota me llamó para cobrarme sus doscientos pesos y zas, despertó al león. Además de que nunca le pagué un quinto, ese día lo amenacé con que los guardaespaldas de mi papá iban a ir a romperle la madre, pa que se le quitara lo pinche cicatero. ¿Checas lo rápido que me integré al paisaje?
Al principio me emocionaba fácil. Los idiotas me prometían que iban a conseguirme no sé cuántas maravillas, y nada: lo que no les sacaba en el momento, forget it. Menos los tercos, claro, que luego salían peores que los mentirosos. Hubo un par que llegaron hasta mi hotel, uno ofreciéndome mil pesos por la noche conmigo y el otro necio con que no podía olvidarme. Una trampa nefasta, ¿verdad? Esos que salen con que no te saben olvidar, lo único que de veras no olvidan es su puta soledad podrida, están que se derriten por agarrar barco. Fíjate que por más que lo intento, no dejo de pensar que eres mi salvación. Detesto que un idiota me agarre de Mesías. Señor Pilatos: ¿Va a querer que a la crucificada le dejemos el brasier? Éste ha sido un milagro cortesía de Nuestra Señora del Santo Sostén. No podía decirles mis chistes a mis nuevos amigos, acuérdate que yo me hacía la gringa o la pendeja, que en México ya ves que son papeles parecidos. Y ése era el chiste, que hasta el más ignorante podía ser mi maestro, y entonces yo tomaba clases de complejos, frustraciones, traumas, envidias: los hilos del muñeco, tú me entiendes. Y no es que yo quisiera aprender eso, quién va a querer ir por la vida correteando miserables, pero la otra era quedarme sin hotel o sin comer, que me pasaba bien seguido. Tú no sabes lo deprimente que es tener que cruzarte una calle para que no te llegue el olor de unos tacos. Porque de pronto no tenía ni para tortillas, y en ese plan ni modo: acepta una lo que le ofrezcan. Billetes chicos, vales de comida, monedas, dulcecitos, todo es bueno. Ya ves tú que la dignidad no se lleva con la economía de guerra.
Para cuando empezó el noventaicuatro ya sabía lo que quería: un departamentito cerca de Polanco, trabajo suficiente para pagar la renta y no sé, unos cuantos amiguitos confiables. I mean: dependable. No era mucho pedir, pero tampoco había a quién pedírselo. Entre los pelagatos mis piernas y mi escote valían por comidas y prestamitos, pero en el Primer Mundo había diferentes cotizaciones. Es más, ni vayamos tan lejos, en las puras agencias de modelos podías ver toneladas de viejas guapas, y a veces ni eso les servía para quitarse el hambre. Pero como querían ser alguien, aguantaban la vara. Total, que ahí fue a dar nuestra querida Miss Nobody. Sea una de quién sabe cuántas niñas mensas que jamás habían hecho una pasarela, ni sabían caminar como debían, ni tenían conocidos en las agencias. Había veces que hasta las secretarias, unas pinches coatlicues amandriladas, con los copetes tiesos y las piernas peludas, me echaban ojos como de alarma electrónica: beep-beep, putita arribista, beep-beep, putita arribista. Y yo, que me sentía gringa, las veía como buscándoles las plumas. Perdón, ¿qué no era usted la que andaba volando el otro día, por ahí por la pantia? ¿Y tú crees que alguien iba a darme trabajo, con esas pinches ínfulas? Pero en el fondo yo estaba buscando otra salida. O sea una puerta secreta, una llave mágica, nada que en México no puedas encontrar, sin buscar mucho. Nada que no lo arregle cualquier bruja con pinta de hada madrina.
Creo que fue la primera mujer que me trató como una hija, por lo menos desde mi último cumpleaños con piñata. Ya se estaba acabando febrero y seguía sin conseguir mi primera chamba. Eran como las cinco de la tarde y yo estaba tristísima porque otra vez me había salido todo mal y no podía pagar ni lo del cuarto, a pesar de que ya vivía en una pensión ultra rascuache. Tenía a quien hablarle, pero me estaba convirtiendo en limosnera, y eso siempre termina notándose. A huevo: el hambre huele más que la comida, y hasta peor que la mierda. Cada vez que un idiota ejecutivo me decía: Te vamos a llamar, yo en sus ojos leía: Ni madres. Si no me contestaban las putas llamadas, ya parece que me iban a llamar. Un día me mandaron a una agencia de edecanes y yo me indigné horrores. ¡Edecán tu mamá, que parió puros gatos! Todavía no tenía mi primer contrato y ya me estaba haciendo fama en el medio. Qué quieres que te diga, no podía evitar salir peleada. Y cuando finalmente fui a la agencia de edecanes, me ofrecieron mil pesos por cuatro días enteros de estar parada en el World Trade Center. De por si era muy poco, porque a los edecanes les pagaban casi siempre el doble de eso, o más, pero yo dije: Aun pagándome bien, me ponen en dre. ¿Sabes la cantidad de gente que iba a ver mi carota de pendeja con la banda que dice: Tome Coca-Cola? Yo no estaba para hacer tomar cocacolas a nadie, no por lo menos con mi jeta y mis piernas de pretexto. Había muchas que eran más piernudas que yo, mientras que mi atractivo turístico número uno iba a quedar debajo de la banda. Total que les menté la madre y me salí a chillar. Y ahí fue donde se me apareció el Hada Madrina. Un Lincoln nuevecito, con chofer, y atrás una señora elegantísima. ¿Que te pasa, hija? ¿En qué puedo ayudarte? Puta madre. ¿Tú sabes lo que fue subirme a un Lincoln y sentir que una señora de lo más decente me trataba de veras como a su hija?
Doña Montse tenía una agencia de modelos-edecanes, que no era exactamente la mitad del camino entre una chamba y otra, sino una como desviación de las dos. Un atajo, ¿me entiendes? No había que hacer castings, el pago era inmediato y nadie te obligaba a estar parada en ningún lado. Yo decía: No puede ser tanta fortuna, pero trataba de enseñar algo de indiferencia para que La Señora Montserrat no pensara que yo era una muerta de hambre. Me acuerdo que me dijo: ¡Qué precioso reloj! Te felicito, hija, por tu buen gusto. La vieja era buenísima leyendo el pensamiento, no he visto nunca a nadie con esa habilidad para saber en tres patadas cuánto vale la gente. También era zorrísima para proponer cosas. Decía: Yo sólo mando eventos súper exclusivos. Sin banda, sin uniforme, sin recibo. La infeliz no decía que también sin calzones. Tampoco te aclaraba qué tan exclusivos eran los eventos. Ofrecemos modelos-edecanes para fiestas privadas, despedidas de soltero, escorting y otros servicios. Discreción absoluta. Te tomaban tres fotos en vestido de noche y una en ropa interior. De dos a tres mil pesos por evento, más propinas. Luego también decía: Si te pones tantito lista, vas a ver que aquí agarras marido. Y claro, como no cualquier piojoso podía pagar cinco mil pesos por salir y acostarse con una dizque niña bien, ya me podía imaginar los hombres que iba a conocer. Decía: Si te lo ofrezco es porque eres Una Auténtica Hija de Familia. Hice cuentas: si trabajaba tres días por semana podía estrenar coche en tres meses. Además, Doña Montse me iba a ayudar a conseguir un depto. Me lo decía todo bien amable, tanto que no quería que se callara, y además: me cagaba la idea de tener que bajarme de ese coche. Yo me había propuesto solemnemente: No putearás, pero tampoco estaba para fanatismos. Además, según ella todo era muy legal. Me muevo en un altísimo nivel decía. Supuestamente en ese nivelazo nunca pasaba nada, pero yo de repente pensaba: Esto es casi lo mismo que me había propuesto Nefastófeles, pero sin Nefastófeles. Que ya era una ventaja, no me digas que no.
Le dije muy formalmente que lo iba a pensar. ¿Y sabes qué hizo? Le ordenó a su chofer que me llevara a la pensión, y de la nada me prestó cinco mil pesos. Mucho más de mil dólares, sin pedir un demonio a cambio. Me tenía localizada en la pensión, pero igual yo podía mudarme al día siguiente. Me acuerdo que le dije: ¿Y sí no se los pago? ¿Sabes lo que me contestó, la muy ladina? Si no me pagas por lo menos pide que me digan una misa. Luego vio mi pensión y opinó que ése no era lugar para una auténtica hija de familia. Pensé: Chinga tu madre, pero estoy de acuerdo. Ya me estaba bajando de su Lincoln cuando me aventó la última carnada: si aceptaba la chamba, no tenía que pagarle los cinco mil.
Dormí como doce horas, tranquilísima, como si todo mi problema ya estuviera resuelto. Pero era como si pensara: Bueno, si todo falla, no me muero de hambre. Como que no acababa de estar preparada para ver que ya todo había fallado. No sabía hacer nada, no iba a ser modelo y no quería convertirme en edecán: mi única salida era doña Montse. La única que yo podía aceptar, tú me entiendes. Ya estaba harta de hacerlo todo sola y por debajo del agua. Y por una miseria, que era lo peor. ¿Quién más me iba a garantizar una vida legal, tranquila, bien vivida? Pero lo que me convenció no fue pensar en las ventajas, sino abrir mis ojitos al día siguiente y preguntarme: ¿Qué hago en este chiquero? ¿Por dónde me escapo?
Cuando llegó a mi vida el segundo celular, pensé: Otra vez conectada. Y me gustó la idea. Creo que sólo hay un placer más grande que el de romper teléfonos: estrenarlos. Doña Montse era fina para esas cosas, primero te aplicaba el mi mamá me mima, y ya que estaba una sobornada y comprometida, venía la recuperación de la inversión. Y ahí saldabas la deuda, con réditos y multas. No me quejo porque a final de cuentas me consiguió el departamento y lo rentó por mí. Y luego se portó a la altura, ya cuando se me apareció el demonio. De hecho soy una horrible malagradecida. Le podía zurrar que le dijeras Doña Montse, que si te fijas suena como a madrota. Por eso te pedía que le pusieras el apodo cariñoso: Tía. Y además te obligaba a contestar así por el celular: ¿Bueno, Tía Montse? O nada más: ¿Tía Montse? Como fuera, pero siempre con el apodo por delante, para que no pudieras usarlo en cosas decentes. Te digo, era una perra de lo peor, pero si busco entre mis tías de verdad ninguna es mejor que ella. O sea que quítale todas las doñas y déjalo en Tía Montse. Total, es de familia la pinche vieja transa.
No te dejaba tener otro celular, ni armar tratos directos con los clientes. Podías sacar propinas, pero sólo si hacías bien la chamba. Según esto ella trataba con personas escogidas, gente de lo mejor, hombres educadísimos. O sea escogidos entre puros pendejos y nefastos, y educados en cualquier bacinica, pero con el billete suficiente para que Tía Montse les mandara un ratito a sus muy queridas hijas. Porque así nos decía, la vieja: Cómo no, licenciado, yo mañana le mando a dos de mis hijas, va a ver qué niñas tan simpáticas y tan educadas. Simpáticas quería decir nalgonas, y educadas eran las que tenían mucho busto en conocerlos. Según ella yo era simpaticona y educadísima, pero esas cosas sólo las entendían los clientes viejos. O sea los que la conocían de cinco, diez años. Que igual salían más nacos y más puercos que los nuevos, porque ya con la confiancilla de ser viejos conocidos de la ruca, pedían no sé qué tantas porquerías. ¿Cómo te explico? Era otra división. Por un lado le entrabas a la pantomima de la onda familiar. Oye, tía… ¿Qué se te ofrece, hijita? Pura cordialidad, ¿ajá? Pero apenas fallaba una en algo, pasaba a ser la hija castigada. Si el cliente se quejaba de ti, la vieja te pagaba nomás la mitad. Si te agarraba negociando por tu cuenta, te corría para siempre. Y lo decía mil veces, no se te fuera a olvidar. O sea que eran conocidos de Tía Montse, no mariditos míos. Había de todas las edades y tamaños, pero la idea era portarte natural. Ni siquiera se mencionaba la palabra propina. Decíamos lo del taxi, ¿ajá? Porque el juego era que éramos amiguitas, no pirujas. Como decía la vieja: Son hijas de familia, licenciado. Aunque ya a la hora de los hechos no hubiera garantías. Te jalaban el pelo, te insultaban, Nefastófeles’way, you know. O igual se ponían cursis. Sobre todo porque generalmente no te citaban en hoteles, sino en casas. Y eran varios, aparte. Tú no sabes lo que es lidiar con tres, cuatro calientes que se sienten tus dueños. Generalmente el trato era con uno, pero todos se sentían con derecho a manosearte. A veces pienso que yo era la que más se creía lo de la hija de familia. Me enojaba muchísimo cuando me trataban mal. Repartía cachetadas, a veces, aunque de pronto me las contestaran. Un día a un imbécil lo mordí y le saqué sangre. Y eso significaba una cosa: más multas. Yo no era de esas ancas que pelaban los ojos cuando entraban a una casa de Las Lomas. Yo podía ser la más mugrienta de las putitas, si tú quieres, pero igual los miraba por encima del hombro, como diciendo: Hagas lo que hagas y me des lo que me des, nunca vas a llegarme al precio, pendijete. Todo con mi risita de niña babosa. Y es que así como lo call girl no quita lo coatlicue, lo babosa tampoco quita lo mamona. Tía Montse no me dejaba hacerme la gringa, pero yo apenas me empujaba el segundo coñaquito y me daba por hablar en puro inglés. Dirás: Qué pinche naca, pero deberías ver los archiduques con los que de repente me tocaba tratar. Algunos no podían ni con el español, ya te diré cuánto se apantallaban cuando les lloriqueaba puterías en inglés. Do me, baby, I’m cummin estupideces de ésas. Igual que tú en la agencia: mintiendo de lo lindo, poniéndoles ritmito y estilacho a las patrañas. Caramba, señor cliente, qué grandote su pitito.
Había cosas en las que Nefastófeles tenía razón. Decía que a toda mejoría en el servicio corresponde un aumento inmediato en la tarifa. Yo no podía pedirles más dinero por el platillo que ellos ya habían pagado, pero aprendí a esmerarme con la carta de los postres. Hasta que un día llegué con Tía Montse y le dije: Te propongo un negocio. Entonces le expliqué la teoría restaurantera de la doctora Schmidt, que consistía en un menú especial, con todos los platillos y bebidas incluidos. Al principio se me quedó viendo rarísimo, como si me quisiera preguntar: ¿Andas en drogas, hija? Entonces que me pongo a explicarle lo de los superpostres. Y ahí me tienes diciendo, muy propia: Mira, tía, lo que pasa es que a veces me pagan bien el postre, pero hay unos malditos que se dan por bien servidos y se van tan tranquilos, ¿ajá? Y ella: Sí, hija, pero yo no puedo defenderlas de esas cosas. Y yo: Si puedes, tía, nomás con que vendas los paquetes a precio especial. Ganamos más nosotras y ganas más tú. Y además, digo, una siempre se porta más amable cuando ya le pagaron lo del taxi. Diría Nefastófeles: ¡Ataca la Mujer Serpiente!
¿Sabes cómo la convencí? Le caí un día en su casa vestida de novia. Ya tenía el vestido, ¿te acuerdas? Pedí un taxi del sitio y me aguanté la pena de inventarle al chofer que era yo actriz y las arañas. No hay mujer que soporte andar en taxi sola y vestida de novia, pero yo había decidido aguantar, punto. Supongo que la gente no sabe qué decir cuando le llegas de la nada con ese disfraz. Y es cuando hay que atacar con todo lo que tienes. Solamente le dije: ¿Cuánto vale un bombón con envoltura, tía? Y se zurró, ¿me entiendes? La vieja me pagaba dos mil pesos por cada cinco que cobraba, y entonces yo tenía que hacer milagros para sacar un propinón que por lo menos me dejara llegar a cinco limpios. ¿Te imaginas todo lo que hay que joderse para sacarle tres mil pesos más a un imbécil que con trabajos quiso pagar cinco? En cambio así podíamos cobrar el doble, o más. Podíamos, ¿ajá?, porque yo había llegado en plan de socia, y hasta tenía al taxista esperándome afuera. Pero ni falta que hizo. Tía Montse acabó encantada con la idea. Íbamos a empezar cobrando ocho, más dos del alquiler del vestido y el coche. ¿Cuál coche? Agárrate: e Lincoln de Tía Montse, con todo y su chofer. Ya sabrás, mil quinientos por el coche y quinientos del vestido. Al final yo me iba a quedar con cuatro, que seguía siendo un robo pero me convenía muchísimo, porque si un güey ponía diez mil pesos, o sea más de tres mil bucks por pasarse una noche de bodas increíble, ya lo de menos era que dejara correr el taxímetro. Además, el atuendo exigía champaña, suite, trato de reina. La vieja estaba tan contenta de que fuéramos socias que me mandó a mi casa con el chofer, y hasta le pagó al taxi que me estaba esperando.
Pero igual no me estás entendiendo. Ni siquiera te he dicho dónde estaba mi casa. Yo decía: Vivo en Polanco, pero el departamento estaba en Anzures. Si un día hubiera una revolución y a todos se les concedieran sus deseos, los de Anzures pedirían que los integraran a Polanco. Yo solamente entiendo la necesidad de una revolución si me dices que todos nos vamos a ir a Las Lomas. Y ahí está la mierda, ¿ajá? Con tanto muerto de hambre Las Lomas se volvería una puta vecindad. Pero si yo decía: Tengo un depto en Polanco, cualquiera podía creer que mis papás vivían en Las Lomas. Y a una niña de Lomas no le das quinientos pesos para el taxi. Le das mil, por lo menos. Había tipos que en su vida habían besado a una niña de Las Lomas. Y claro, iban a seguir sin conseguirlo, pero una los hacía creer que Wow, you got it!, y era como ayudarles a romper un hechizo: se creían destinados a las coatlicues y un día Quetzalcóatl les mandaba un bombón. Y ahora imagínate a ese caramelo saliendo de una casa en Las Lomas vestidita de blanco, en un Lincoln del año. Era el efecto Vegas: el güey se convertía al instante en gente bien. Y yo al final sacaba más de cinco, o sea que al día siguiente me iba a comprar algo.
El caso es que en abril me había mudado. Ya no vivía en hoteles y quería comprarme un coche. Por eso en realidad inventé lo de las noches de bodas. El dinero seguía sin calentárseme en las manos, no podía ni abrir una cuenta de cheques. Era como si Tía Montse, en lugar de pagarme, me diera cada vez un premio. Ni siquiera sé en qué se me iba el dinero, había meses en que no podía con la renta. Y como Tía Montse nos pagaba cuando se le daba la gana, cada rato iba yo a chillarle con que necesitaba un préstamo. Y la vieja infeliz me prestaba, pero con intereses. Me debía dinero y me cobraba intereses, ¿ajá? Entonces vi que ni con Las Fabulosas Noches de Bodas me iba a poder comprar el coche que quería. Tenía que volver a romper las reglas. Quiero decir las suyas, no las mías. Pensé: Si esta señora es tan ratera y no se ensucia las manos, yo tampoco tendría que ensuciármelas. Me imagino perfectamente lo que estás pensando: Ya se había tardado ésta en jugar chueco. Y si, porque pensé: Luego de haber toreado a Nefastófeles, qué me dura esta pinche antigua.
Según ella tenía todas las connections, pero igual qué otra cosa querías que dijera. En su casa había un mozo, tres sirvientas, el chofer y un vigilante. No creas que no me entraban ideas macabronas, como agarrar al vigilante igual que al hijo del jardinero y vaciarle la casa a Tía Montse, pero te digo que ya no quería ser ratera. Me daba miedo, me jodía el orgullo. Era mucho más fácil hacerle la guerrita submarina. O sea guerra comercial, serial y business, darling.
Tú y yo tenemos claro que es de novatos declarar la guerra. En el momento en que el enemigo te hace la primera putada, zas: ya estás en guerra, y el que no se da cuenta es porque no sabe jugar. Pero como tampoco te conviene exterminar al enemigo, más que guerra se vuelve un estira-y-afloja. Si quería ganarme la confianza de Tía Montse, mi forma de aflojar era darle la idea de un negocio juntas. Pero después tenía que apretar, y ahí era donde se emparejaba el marcador. ¿Tú sabes la alegría que podía darme cuando me encontraba a un cliente de Tía Montse el domingo en misa? No en un restorán, ni en un bar, ni en el cine. Dije en misa. Para la gente que va a misa todos los domingos, toparse a alguien en la iglesia es un poquito como verlo en su club, o en una fiesta de familia. Y un poquito ya es algo, ¿ajá? Tía Montse aceptó la dizque sociedad no nada más porque la idea era buena; también porque sabía que yo era la más entusiasmada de sus hijas. No que me fascinara el trabajo, ni que le dieran grandes referencias mías, sino que según ella me creía completito el cuento de que éramos familia. Le llevaba chocolates, le contaba de las cosas que quería hacer, le pedía consejos, la acompañaba al salón de belleza. Un día le ofrecí ir con ella a misa, y se mosqueó durísimo. No, hija, gracias, creo que mejor voy más tarde. Yo pensé: Pinche vieja mustia, te da pena que Dios te vea con una de tus putas. Aviso parroquial. Favor de no traer pirujas a la iglesia. Y fue ahí cuando se me ocurrió la idea. La iglesia es el único lugar donde la gente está obligada a ser decente. Te dan la mano, te sonríen, te ceden el lugar para que comulgues. Bienvenida a la Santa Tregua, hermana. Sobre todo si ven que traes buena ropita. Cero vulgar, ¿ajá? Por eso le compraba el numerito a Tía Montse, yo también quería ser hija de familia nice. Ella podía ser La Más Grande Madrota de Las Lomas, pero hasta para decirle así tenías que mencionar la fuckin’password: Lo mas devotísima yo. Iba a misa en Las Lomas en la tarde y a Polanco en la mañana. Al principio no me encontraba a nadie, pero seguía diciendo: Ya caerán. Trabajaba en Las Lomas y en Polanco, casi siempre. Muchos vivían cerca, con su familia. Mandaban a los hijos de campamento y a la esposa a Europa, y ahí llegaba la hora de conocernos.
Entonces yo decía: Con uno que me encuentre, comienzo a hacer la roncha. Y así fueron cayendo, de uno en uno. Sólo que ya no estaba yo en su cancha, sino en las meras puertas de la iglesia. O sea a media calle, en mis dominios. No quería chantajearlos, cómo crees, pero igual me encantaba la idea de agarrarlos un poquito de los huevos. Cómo está, licenciado, qué gusto verlo, ¿se acuerda de mí? Luego me estaba quieta un par de segunditos, mirándolo sufrir, y volteaba muy mona con la esposa a explicarle cualquier cosa que le sacara al monstruo que acababa de meterle. Ya sé que igual podía ser más discreta, pero era obvio que a los güeyes les encantaba el chiste. Además, no en todas partes los iba a saludar un bomboncito de veinte años con pinta de hija de familia, ¿ajá? Por más que luego vayan y le juren a la esposa que apenas te conocen, saben que ya le dieron un sentón a la ruca. Ondas muy familiares, tú me entiendes. En todas las familias hay una guerra andando. A veces los intrusos somos como sus piezas de ajedrez: nos usan a nosotros para pelearse entre ellos.
No podía esperar que las señoras me quisieran. Además, hay un rollo biológico. Las perras nos olemos, ¿ya me entiendes? Disculpe, señorita, ¿ya se dio cuenta que el pendejo con el que está usted intentando putear es mi marido? Compartir un esposo con una señora es como un ajedrez por correspondencia: la secretaria envía su última jugada el viernes en la tarde, la esposa le contesta el lunes en la mañana. Pero yo no quería ser secretaria, ni tampoco piruja. Yo tenía que ser la vecinita de la iglesia. Otro nivel, ¿ajá? Cuando la vieja comenzaba a echarme ojos de víbora, lo que realmente estaba viendo en mi eran sus recuerdos. La jeta que le puso el viernes el marido, la noche en que llegó tardísimo y pedísimo, las semanas que lleva sin tocarla, mil cosas. Todos los rencorcillos escondidos, los miedos, los traumitas, ¿quién tiene la culpa? La vecinita de la iglesia. Pero es más que eso. Las mujeres casadas tienen olfato fino. Nunca te han visto y te conocen de toda la vida. Hay quienes te saludan muy amables, y otras te hacen las groserías en frío, pero de cualquier forma no te ocultan que tienen encendidas todas las alarmas. La esposa: ése es otro enemigo con el que hay que negociar. No tanto porque el güey la quiera o no, que son asuntos muy poco importantes para la liga en la que yo estaba jugando, sino por la pollota que hay en medio. O sea las apuestas, no pienses pendejadas. ¿Cuánto vale el fulano en pesos y centavos? Eso es lo que te estás peleando con la vieja. En cambio, si te encuentra en misa poniendo cara de niña bonita y con ropa decente, una de dos: defiende a su bodoque con las uñas o decide que eres demasiada mujer para su pedazo de hombre. De cualquier forma empiezas el jueguito, y al fulano terminas dándole dos servicios en uno: te usa para tapar sus verdaderas movidas, y cuando se le ofrece te usa con taxímetro. Sin meterse en problemas, porque una señorita que va a misa todos los domingos no es capaz de meter en broncas a nadie. Más que a si misma, claro. ¿O a poco crees que me iba a durar mucho el negocito? Yo lo creía, pero andaba en la luna. Tía Montse estaba encantada con mi actuación como hija de familia porque nunca pensó que iba a llevar tan lejos el cuento. Te digo que no quería ir conmigo a misa. Putísima la gracia que le iba a hacer enterarse de mis movidas religiosas. No podía imaginárselas, ni modo de prohibírmelas, pero había que ser estúpida para no figurarse el berrinche que iba a hacer si se enteraba. Sólo que yo no andaba rondando la casa de los fulanos, ni les llamaba, ni les mandaba recados. Yo estaba en misa dándole la razón a Tía Montse. Éramos hijas de familia, ¿ajá? ¿Qué tenía de raro que fuéramos a la iglesia?
Te decía que el chiste era negociar, mover las cartas, bluffear a veces. Si Tía Montse me agarraba un día haciendo relaciones públicas en la misa de una y media, lo más seguro era que me la perdonara, pero igual ya no iba a poder volver a hacerlo. Porque tenía un coartadón, ¿ajá? Estaba en misa. Como que las iglesias siempre se aparecen cuando las necesito. En New York se me aparecía San Patricio, que casualmente está a un ladito de Saks. ¿Será ése mi problema, que creo en más de un dios? Tal vez lo malo es que me tomo muy en serio esto de ser hijita consentida. Dios es mi padre, ¿ajá? ¿Por qué tendría entonces que molestarle que yo arreglara mis asuntos en su casa? ¿Qué no la casa de tus padres es tu casa, carajo? Había empezado en mayo con el plan de las iglesias, en julio ya tenía cuatro connections.
El primer día que me los encontraba la cosa era formal. Mucho gusto de verte, saluda a tus papás. Claro que si, señor, hasta luego, señora, a ver cuándo van a cenar a la casa. Ya en una o dos semanas el fulano regresaba solito a conectarme, y a partir de ese día no volvía a llamarle a Tía Montse. Yo me encargaba de eso, porque no era lo mismo pagarle cinco mil pesos a la vieja por pasar un par de horas conmigo que dármelos a mí por quedarse a dormir. Siempre que trabajaba por mi cuenta trataba de que fuera un rollo personal. Que pareciera, pues. Hay una diferencia gigantesca entre ver a una baby que de antemano sabes que se va a acostar contigo, y toparte con ella en misa de una y media en San Ignacio, sin poder hacer nada más que verle las pantorrillas cuando se hinca. O las nalgas, más bien, con perdón del Señor, que es Todo Comprensión.
O sea que no les basta con hacerse pendejos ellos, también esperan que Dios se haga pendejo. ¿Te imaginas a Dios haciéndose que la Virgen le habla? Es todopoderoso, ¿ajá?
Y eso quiere decir que, si quisiera, podría hacerse pendejo. Suena bastante estúpido, pero en la iglesia había gente que pensaba así. No vayamos más lejos: yo pensaba así. Si no cómo te explicas que le rezara a Dios y usara los domingos para putear en su casa.
¿Tú crees que sea pecado comulgar varias veces en un día? Es un abuso, ya sé, pero igual lo emparejas dando más limosna. El caso es que llegué a ir a cinco, seis misas en un día. La primera me hacía sentir bien, decía: No soy tan mala. Pero ya luego se iba haciendo una cosa mecánica. Me sentaba hasta atrás, muy cerca de la puerta. Cuando empezaba a llegar gente me hincaba, me ponía las dos manos en la cara y me hacía la mocha, sólo que entre los dedos dejaba un hueco para checar la acción. Cuando se aparecía un conocido, o uno que no dejaba de mirarme, bingo: me movía de ahí. Unas veces iba y me confesaba, otras me salía diez minutos de la iglesia, el chiste era que el güey ya no pudiera verme. Y a la salida, cuando menos se lo esperaba, ¡zas! Le caía el violettazo. Poco a poco me fui dando cuenta de lo fácil que era. Mucho más sencillito que New York o Vegas. Aquí lo único que había que hacer era encontrar la forma de darle entrada al güey, ya luego él se encargaba de todo lo demás. Además los agarra una con toda la ventaja. O sea que son las dos de la tarde y el pobre señor está que se desmaya de la hueva, ¿ajá?, no hay forma de que en ese momento tenga no sé, emociones fuertes. A menos que le caiga del cielo una vecinita. Y a partir de ese día ya hasta van con otro ánimo a la iglesia. Cómo sería la cosa que tuve que empezar a cambiar los horarios, porque había unos que ya sabían que me iban a encontrar y a huevo me sacaban de la iglesia para manosearme en el coche. Y eso era lo que no podía controlar: los ímpetus ajenos. Se creían que porque un día habías trabajado con ellos, o con su amigo Equis, o por nada, finalmente, ya tenían derecho a pasarse de vivos cada vez que te vieran. Al principio los cacheteaba, pero luego de que uno me la devolvió con el puño cerrado entendí que tenía que negociar no sé, más suavecito. Yo quería salirme de chambear con Tía Montse y armar mi propio rollo, como de mariditos pero en mejor nivel. Y cualquier día no sé, viajar, tomar un curso, agarrar novio. Sólo que nada de eso iba a ir a hacerlo a Residencial Rinconada del Carajo, tenía que empezar de menos en Anzures, y luego ya moverme hacia Polanco. Si lo piensas, yo estaba muy de acuerdo con mis papás en cuanto a mi bonito futuro, pero necesitaba estar segura que no iba a terminar haciendo el mismo numerazo que ellos. Digamos que no me gustaba ni tantito su plataforma de lanzamiento. ¿Sabes cómo se ven esas personitas desde un pentbouse? Igual que pinches cucarachas trapecistas. ¿Te imaginas que un día una de esas cucarachas pegara un brinco tan tremendo que llegara hasta la ventana del pentbouse? Claro que eso no pasa nunca, pero aun si pasara, ¿le abrirías la ventana? ¿Le dirías: Pase usted, señora cucaracha, la felicito por su audacia? Más bien la matarías, ¿ajá? Qué se ha creído este pinche insecto… ¿Y si vieras que no es una cucaracha, sino una persona? Imagínate: estás en tu pentbouse, escuchando tu música y bebiéndote una Viuda con una casada cuando de pronto ves que en la ventana está mi papá diciéndote: ¡Un traguito, señor, por el amor de Dios!¿ Se lo das o llamas a Seguridad? Te juro que yo no te culparía si lo empujas. En cambio, dime qué haces si te llego encuerada por el elevador. ¿También llamas a los de Seguridad? Ahora ponte en el lugar de mis papás. ¿Cómo reaccionarías si supieras que tu hija consiguió alguna cosa que tú jamás vas a poder tener? Supongo que con gusto, porque no todas las familias son como la mía. En mi casa la propiedad privada era cosa seria, tanto que ni siquiera podías decir mi casa. Te lo juro, mis papás nos hacían que dijéramos: Casa de mi familia ¿Checas lo supernaco que se escucha? ¿Y así querían que les abrieran las puertas del penthouse? Digo, ellos y yo pujábamos por entrar en la misma fiesta, pero yo mínimo aprendí qué hacer adentro. Es como esos programas de concurso donde una coatlicue se gana un Porsche del año y no sabe ni manejar, ¿ajá? Qué horror que te pase eso, no la jodas. Como buena mediocre yo nunca había tenido coche, ni casa, ni nada, pero estaba listísima para tenerlos. Ya ves que en esas cosas soy muy adaptable.
¿Te ha pasado que un coche te cambie la vida? Para que entiendas bien lo que te estoy diciendo, necesito que mires lo mismo que yo cuando viene el remordimiento a tras joderme. No me vas a creer, pero todavía hoy me acuerdo y es más: ahorita te lo estoy contando y siento una vergüenza insoportable, algo que no me deja, un diablo cobrador. Es un dedo que siempre me está señalando: Mala hija. Mala hermana. Mala amiga. Hija de puta. Naca prepotente. Digo, no tengo dudas de los defectos de mi familia, pero igual yo salí corregida y aumentada. Aparte, la maldad de mis papás no está en que quieran joder a nadie, sino en su pinche forma de pensar. O de no pensar. Pero yo si que pienso las mierdadas que hago. Ese día lo pensé, tuve más de un minuto para arrepentirme. Y nada, lo hice de todos modos. Ahora piensa en la cara de felicidad que traía cuando estrené mi primer coche: un Intrepid del año, color rojo, de esos que todo el mundo voltea a ver en la calle. Me pasé la semana dando vueltas de día y de noche; pensaba en el cartel que me iba a armar el domingo en la misa de una y media. Si hasta ese día algún imbécil me había confundido con no sé qué putita, ahora me iban a ver como una igual. Sólo que con envidia, ¿ajá?, y ése era el chiste. Yo quería que se consideraran afortunadísimos de conocerme. Por otro lado, los amiguitos de Tía Montse veían el coche y te trataban diferente. Entonces imagíname en mi coche nuevo, mamoncísima, sin voltear a ver a nadie. Aunque igual si veía, por eso los vi a ellos.
Venía un viernes en la tarde con mi coche nuevo todo lleno de plantas. La idea del Paquete Noche amp; Bodas había funcionado tan bien que en dos meses llevábamos once contratos. O sea más de la mitad del precio del Intrepid. El arreglo con Tía Montse era que me iba a descontar el cincuenta por ciento de mis ganancias para pagar el coche, además de la renta del depto. Y todavía así me alcanzaba para comprarme plantas, muebles, ropa y en fin, otra vez niña rica. Pero ahora mejor, porque traía coche y ya no era viciosa. Tenía no sé cuántos meses sin ver un pase. Tía Montse nos lo tenía prohibidísimo, además. Un día hice la cuenta de los dólares que habría juntado si los hubiera puesto en el banco, en lugar de metérmelos por la nariz. Claro, era un dineral. Entonces yo venía esa tarde muy contenta. Había ido a Xochimilco a comprar plantas para el departamento y traía una jungla dentro del coche, que todavía ni a placas llegaba. De repente que veo por el espejo y madres: mi mamá.
No podía verme, o más bien me veía desde atrás, y un poquito con mis hermanos, en el coche que había sido de mi papá, y manejaba como siempre, pegada al parabrisas. Lo primero por mi retrovisor, con gafas y peluca. Negra, por cierto. Venía que pensé hacer fue huir, meterme en una callecita, evaporarme, pero con todas esas plantas ni quién fuera a saber que yo era yo. Llegamos a un semáforo, nos paramos y sentí un hueco helado en el estómago. Se me había ocurrido una idea malvadísima, de esas que luego no puede una explicar. Como un impulso que ni sabes de dónde viene. Cosas que piensa una de niña, tipo: ¿Qué pasaría sí yo ahorita hiciera esto? Maldades, travesuras, putadas. Una vez a uno de mis vecinitos le prendí media pierna con gasolina. Por eso no tenía amigos, era como la bruja del fraccionamiento. ¿Sabes por qué le quemé la pierna? Estábamos jugando a hacer círculos de gasolina en la tierra, con nosotros adentro. Yo tenía la botella, y de repente se me ocurre pensar: ¿Cómo se vería este güey con la patita en llamas? Luego ya qué, ni modo de quedarme con la curiosidad. Un segundo después el pobrecito escuincle se revolcaba a gritos en la tierra, y yo ahí entre angustiada y muerta de la risa. Luego hasta el hospital fue a dar, ¿ajá? Pues hazte cuenta que un demonio así vino y se le metió a Violetta en su Intrepid del año. Lo pensé todo el tiempo que estuvimos parados, lo que dura el semáforo de Insurgentes y Churubusco. ¿Ves que ahí empieza un eje vial? Cuando arranqué sabía perfectamente lo que iba a hacer. Inspiración divina, ¿ajá? Aceleré, dejé que se arrancara, enfrené y sopas: mi mamá se amarró tan fuerte que se le estampó otro coche atrás. Yo no sabía qué podía pasar, podía haber chocado conmigo y no con el de atrás, pero uno hace esas cosas por eso: para ver qué carajos pasa cuando las haga. Total, que se oyó seco el madrazo, pero a mi cochecito ni lo tocaron. Entonces que me arranco y agarro por el eje, vuelta la greña. Me iba riendo muchísimo, más bien como neurótica porque igual en un rato me puse a llorar. Como niña, te juro. Me metí al estacionamiento de Plaza Universidad y me tiré a chillar como si se me hubiera muerto alguien. ¿Sabes qué era lo que más triste me ponía? Te lo digo con números: ciento catorce mil seiscientos noventa. Total, a mí qué me importaba a quién se los habían robado ellos, si luego yo iba a ser igual, peor de ratera. Me acuerdo que al final ya nada más decía: ¿Qué me costaba ser güera? ¿Qué me costaba ser güera? ¿Qué me pinche costaba ser güera, caraja madre?
Te digo que ese choque me cambió muchas cosas. Para empezar, pagué un montón de llantos que tenía pendientes. Todavía subí, me metí al cine y chillé otro ratito en lo oscuro. Luego me fui a mi casa y decidí que iba a pagarles todo, lo del choque y los dólares. Casi ni vi la escena del madrazo, o sea, ni modo que me quedara a ver las consecuencias de mi chiste. Fue muy rápido todo, sólo me acuerdo de las caras de mi mamá y mis hermanitos con el coche chocado, haciéndose chiquitos en el espejo mientras yo me largaba sin que nadie se molestara en perseguirme. El día que le quemé la pierna al niño les dije a sus papás que había sido por error, lloré, hice un teatrazo, y al final zas: que salgo limpia. Siempre salía limpia. Y de repente dije: Hija deputa. No sé, me caí gorda. Pensé: No puedo ser tan mierda. No quería parecerme a Nefastófeles. Finalmente era mi familia. Yo no sabía si mi rencor era contra ellos o contra mí misma, pero igual no tenía ninguna necesidad de joderlos, ¿ajá? ¿Por qué entonces les había hecho esa mierdada? En todo caso habría sido más honesto dejarlos que me vieran en mi supercoche. Pero claro, yo de honesta no tenía ni las pestañas. ¿Checas lo que ordenaba mi conciencia? Tenía yo que aprender a ser la que no era. ¿Cómo se hacía eso? De entrada, el puro curso me iba a salir en más de cien mil dólares, y ni así iba a quitarme la etiqueta de ratera.
¿De dónde iba a sacar tanto dinero? De a poquitos, como si me estuviera comprando otro coche. Pero lo iba a sacar, era la única forma de sacarme yo al demonio. Tenía que dejar de ver para atrás, y eso sólo iba a ser posible quitando a todos esos pinches monstruos del retrovisor. ¿Sabes qué es lo que más ambicionaba? Presumirle mi coche a mi familia. Pero yo era una pinche ratera, y por lo tanto tenía que esconderme. Había aprendido a hacer trampas para ser libre, y de repente me venía todo un arrepentimiento guadalupano porque necesitaba liberarme de mis trampas. O sea que I had mixed fuckin’feelings, el estado en el que Violetta es más pinche vulnerable. Señores cazadores: sigan la huella de las lágrimas hasta topar con una estúpida de sentimientos encontrados. O sea que de un lado yo jugaba ruleta rusa, y del otro matatenas. Quería ser piruja de alta escuela y niñita de mamá. Más bien necesitaba, porque querer-querer, lo único que de veras quería era un montón de dinero. Eso era todo, ¿ajá? Mis problemas y los de mi familia y mi futuro y el de ellos podían arreglarse con una sola maleta llena de dinero. Pensé: La Única forma de librarme de mis propias trampas es inventando nuevas trampas. Y ves que yo era fina en esas cosas. Además, había buen espacio para maniobrar. Yo soy como esos transas que sacan dinero de una tarjeta de crédito para pagar la otra, y luego sacan más tarjetas para poder seguir pagando. Siempre que arreglo un problema es porque ya me metí en otro más grande.
No sé por qué una tiene la estúpida costumbre de creer que los otros son mejores que una. Yo pensaba: Si se me ocurre llegarles a mis papás con cinco mil pesos, seguro me los avientan a la cara. Aja, si, cómo no. Hasta crees. Yo entonces ya estaba ganando tres, cuatro veces el sueldito del Chivo Viejo, y te juro que yo por esa lana me habría dejado hacer no sé cuántas porquerías. Me dejaba, de hecho. También por eso luego pensaba: Carajo, si yo, que gano el cuádruple, pierdo tres cuartas partes de mí dignidad con tal de que sean míos esos cinco mil pesos, ellos bien podrían renunciar al diez por ciento de la suya y recibirlos de manos de una ratera. O bueno, de una puta. Es lo que estás pensando, ¿ajá? Claro que no me iba a atrever a presentármeles como si nada. ¿Qué tal que me encerraban? No la jodas, no podía ni llamarles por teléfono. Según ellos seguía yo en New York, o en New Jersey, o en New Fuckid My Ass, pero muy lejos. Más allá del alcance de su coche chocado. Por mi culpa, carajo: no podía creer que me hubiera salido así de bien, aunque igual ya sabía lo bestia que era mi querida madre para manejar. Digo, tampoco me sentía tan culpable. Total, iba a pagarles. Sólo tenía que encontrar la forma de darles el dinero sin tener que presentarme. Ni llamarles, ni tener que poner mi nombre en ningún lado. Necesitaba que siguieran con la idea de que yo estaba lejos. Pensé en mandarles un giro, pero me daba paranoia que no sé, lo rastrearan. Por el momento no quería dejar huella, y eso fue lo que me obligó a echar a andar el plan Familia Feliz.
Estaba decidida a pagarles, pero cinco mil pesos no eran ni dos mil dólares. Tú no llegas a negociar una deuda de más de cien mil dólares con menos de dos mil. Tenía que caerles no sé, con más de quince. Mínimo el diez por ciento de lo que les debía. Pero quince mil dólares eran casi cincuenta mil pesos. Nunca los iba a juntar, ya ves que a mí el dinero me hace hartas cosquillitas. A menos que encontrara la forma de pagarles en secreto, sin riesgos. Con lo del choque me sentía tan mal que puse ya de plano manos a la obra. ¿Sabes qué es lo único que se necesita en estos casos? Un esclavo confiable. Llamé a uno de mis queridísimos católicos y le aventé las seis palabras mágicas: Vente a dormir a mi casa.
Había que ser muy bruto para creerse que era una propuesta desinteresada, pero los hombres siempre se lo creen. La vanidad pendeja es su defecto de fábrica. ¿Sabes qué era lo único que yo necesitaba para conseguir el número de la cuenta de cheques de mi papá? Una voz que no fuera la mía. Alguien que les dijera que llamaba de parte del licenciado Equis para pagar el golpe que provocó su hijita. O sea no yo, sino la hija del licenciado Equis. ¿Y sabes cuánto tiempo se tardó mi esclavo en sacarle a mi mamá el número de la cuenta de cheques? Reloj en mano: cuarentaicuatro segundos, incluyendo la fabulosa cantidad de siete mil pesos, que según ella era lo que había costado el mádrax. ¿Quieres saber la cifra exacta? Sácale la mitad y quítale el cuarenta por ciento. Yo conozco a mi gente, ¿ajá? Cuando este güey me dijo lo que pedía mi mamá, ya mero suelto la carcajada, pero más bien me eché a chillar como huérfana friolenta. O sea, armé tal drama frente al ruco que acabó haciéndome un cheque por tres mil quinientos. Más mil quinientos que ya le había sacado en cash: cinco redondos. Al día siguiente saqué dos de mi bolsa y metí siete mil en su cuenta de cheques. Sin dejar huella, ¿ajá? Clean motherfuckzn’cheating. Si con trampas había dejado de ser hija de familia, con trampas iba a volver a serlo.
Mi único problema era el mismo de siempre: cash. No me lo iba a robar, pero de todos modos a alguien iba a tener que faltarle. O sea que como ves yo no traía nada contra Tía Montse, pero si una de las dos tenía que joderse, sorry. Al principio la onda de las iglesias iba lenta, hasta pensaba en ya pararle y sacarme otra idea de la manga, sólo que por ahí de agosto como que se empezó a acelerar. Ríete si quieres, pero a mí nadie me saca de la cabeza que me empezó a ir mejor desde que deposité los siete mil pesos en la cuenta de mis papás. 0 sería que me pesaba menos la crucecita, no se, el caso es que al final del mes yo tenía conectados a no sé, fácil veinte señores. Varios eran clientes de Tía Montse, los otros se me habían acercado solos.
Al principio tenía el problema del idioma: por más que habláramos el mismo español, yo era ¿cómo te digo? Muy extranjera. Para empezar, venía de otro ambiente. Mis papás no podrían haberme enseñado a sobrevivir en misa de una y media en San Ignacio. Decían demasiadas cortesías ridículas. Pase usted, a sus órdenes, en casa de usted, con su permiso, es propio, puta madre.- todos los que según la clase media son los modales de la clase alta. Si yo trataba de arrimarme a Polanco y Lomas con esas caravanas de sirviente fino, júralo que de miau no me iban a bajar. Ni a subir, ni a dejarme mover. Es como si tú llegas con un desconocido y le dices: Buenos días, caballero. El tipo te va a dar las llaves de su coche, pero sólo para que se lo laves. Y yo no iba a lavarle nada a nadie, qué te crees. Ya me imagino lo que piensa una señorona con tremendo caserón en Las Lomas cuando un pinche inquilino de Rinconada del Carajo le sale con que está usted en su casa. ¿Te imaginas la respuesta sincera? No me digas que no: ¿Cuándo en la vida ha visto usted que yo tenga una casa así de pinche? Claro, esas cortesías se inventaron cuando los ricos todavía eran cursis. Ya luego echaron la decencia a la basura y la bola de pránganas se abalanzó sobre ella, como moscas. Si yo no me aprendía bien su idioma, ya quiero ver cómo iba a armar toda esa lana. Tía Montse tenía toda la razón: el negocio era que la creyeran a una hija de familia bien. Si eso pegaba, bingo: podía sacar más que en New York. Y hablando de New York, ¿sabes qué me salvó? El boliche, otra vez.
Ni remota idea tengo de las veces que visité mi casillero en el boliche, lo que si es que jugaba mal, casi siempre a propósito. Mis papás eran bolichistas, ¿ajá? 0 sea no comments. Muchas veces pasaba que no sabía lo que quería hacer, y lo más fácil era preguntarme: ¿Qué harían mis papás en este caso? Lo pensaba un segundo y hacía exactamente lo contrario. Muy mala táctica, por cierto. Sobre todo cuando no había contrario. ¿Tú sabes qué es lo opuesto de jugar boliche? ¿Póquer, golf, damas chinas? No exactamente, ¿ajá? Lo único más o menos exacto era no jugar boliche. No hacer ni madres, pues, y eso era más jodido que ser como ellos. Por eso en México cambié la táctica. Podía ir y tratar de jugar boliche, pero no en Tlalpan, ni en Narvarte, ni en pinche Valle Dorado, ¿ajá? Para eso estaba el de Tecamachalco, donde hasta las pelotas olían diferente.
No sé si te has fijado, pero mi vida era tan chafa que ni siquiera daba para hacerla doble. Vivía instalada en el lado oscuro, sin ningún lado claro. Había tipos que venían a pasarse conmigo los únicos momentos clandestinos de su vida. En cambio para mí no había momentos, ni días, ni semanas ocultas; todo era parte de la misma chuecura. No tenía familia de verdad, ni amigos de verdad. No había nada en mi vida que no fuera inventado. Tampoco había en quién pinche confiar, empezando por mí. ¿Tú le creerías algo a una mujer que va a armar sus movidas a la iglesia? Ahora que si le rascas a la vida de cada quien, siempre vas a encontrar algo de porquería. Y lo que yo quería era que a mí me la encontraras solamente después de mucho rascarle, ¿ajá? Mientras, me ibas a ver en el cine, en el boliche, en una fiesta, en misa. Como la gente, punto. Pero con doble vida, si no qué chiste. ¿Checas lo que te digo? Después de tanto viaje y tanta transa y tanto cuento, mis días no tenían ninguna gracia. Sin novio, sin herencia, sin coca… No sé cómo me cupo en la cabeza que un día iba a ser normal. Aunque a final de cuentas me conformaba con que me lo creyeran. Y te digo que para lograr eso tenía que empezar por hablar el idioma. ¿Sabes a qué me dediqué en ese boliche? A lo que todo el mundo: tenía que hacer chuza.
Cómo abusar profesionalmente de los menores, en vivo desde Tecamachalco, por la doctora Y R. Schmidt. No eran así que digas muy menores. Diecinueve años, dieciocho. Diecisiete, el que menos. No hacía ni dos horas que estaba en el Bol Teca haciéndome pendeja con la bola que se me iba y se me iba a la canal, y ya tenía un montón de nuevos amiguitos. Lo malo es que te he estado hablando de otros amiguitos, y éstos eran distintos. A los de mis movidas en la iglesia no debería llamarles amiguitos. En todo caso serían felogreses. Que eran un poco mariditos, sólo que ya a un nivel más pro. Se oye de La Chingada, yo lo sé, pero ni modo de seguir a estas alturas pretendiendo que mi vidita era una travesura. Yo andaba puteando, y no en la calle ni en ningún leonero, sino en la mera iglesia. Ése era el lado oscuro, por eso yo necesitaba tanto el claro. No creas que pensaba seriamente en ser normal, te juro que me conformaba con volver a reírme. No me había dado cuenta, no me la di hasta que hice chuza con mis nuevas amistades: tenía años sin reírme de verdad. Quiero decir con ganas, no sé, con inocencia. Como te ríes el primer día que te robas algo. ¿Te conté de los besos en las escuelas de NewYork? Si, te conté, pero ya no te pude seguir contando porque ya nunca pasó nada, dejé de hacerlo y ya. Para besar estaban mis mariditos, yo de bruta que los besaba en la boca. Hasta que fui aprendiendo las cosas que no se hacen. Me sentía como actriz, pensaba que mirarlos a los ojos y besarlos en la boca era no sé, parte de mi papel. En cambio a los de Tía Montse no los miraba nunca a los ojos. Y de besos ni digas: cero-punto-cero. A menos que ya fuéramos conociéndonos, y entonces yo sabía que iba a tener que jugar a la enamoradita. Los miraba con cara de embobada y decía para mis adentros: Púdrete, pinche puerco canceroso. Luego hasta me ganaba la risa, y ya sabes los pendejos: ¿De qué te estás riendo? Y yo: De tus nalgas aguadas, vejete. No, no es cierto. Les decía: De lo que estás pensando, y volvía a reírme. Eso nunca fallaba. No había que ser la bruja Hermelinda para saber en qué estaba pensando el tipo. Encuerarme y cogerme, ¿qué más? Y como en mi país el que se ríe se lleva, esas risitas mías servían de luz verde. Era igual que decir: Aplíquese, licenciado. O Mi Amor, o Mi Cielo, yo podía decirles cualquier cosa y no me afectaba. Excepto cuando me salía un gato con que Mamacita o Bizcochito, que me exprimía el hígado. Y hasta el riñón, carajo. Daban ganas de mearlos a los hijos de puta, con todo respeto.
O sea para ti, porque tampoco hacía esas cosas, ¿ajá? Mi actuación no era de degenerada, sino de niña buena. Un poco emputecida, pero buena. Sólo que no podía ser de verdad buena si no tenía también amigos de mi edad. O un poquito más chicos, sólo que con la quinta parte del kilometraje.
Hazte cuenta que se habían sacado la lotería, ¿ajá? Me lo pagaban todo, me llevaban a mil lugares, me emborrachaban, me cuidaban como a su hermanita. Yo pensaba: Cualquier día me voy a tirar al papá de uno de estos güeyes- Pero ése ya era mi lado oscuro, o sea que bingo: la pequeña Violetta ya tenía un lado claro. El chiste era que nunca se juntaran. La primera vez que uno de ellos me besó, como al segundo día de conocernos, me acordé de New York cuando mis travesuras del kiss-and-run. Y aquí también corría, sólo que dentro de un Trans-Am que iba pinche volando por la carretera a Cuernavaca.
Los dos con los que andaba se llamaban Hans y Fritz. Para qué quieres saber sus verdaderos nombres, aparte sus apellidos eran complicadísimos, judíos, claro, pero tan lindos que me soportaban que les dijera Hans y Fritz. Cuando no lavaban sus coches, yo les pintaba esvásticas en todos los cristales. Y se reían, ¿ajá? Te digo, yo era la lotería, porque igual podía irme de viaje con ellos. Nada más le llamaba a Tía Montse y le decía que tenía que ir a visitar a no sé qué familiar, Dios te bendiga, hija, y ya. Entonces ellos ¡guau! encantadísimos. Digo, para que Fritz le hubiera robado el coche a su papá, ya te imaginarás. Creo que el viejo vivía en Francia, Bélgica, Mónaco, algo así. Por cierto, no te he dicho de qué me reía tanto. En primera, estos güeyes eran divertidísimos. Se ponían de acuerdo para ir al súper y cambiarle los precios a las botellas. Hazte cuenta que Hans se metía a cambiar la etiquetita y le llamaba por el celular a Fritz: Dejé una Viuda en el Superama de Horacio, o una Dom Pérignon en el Gigante de Schiller. Una hora después ya estábamos bebiendo burbujitas. En segunda, eran inocentísimos. Robaban por adrenalina, y eso es más divertido que tener que desfalcar al güey con el que acabas de acostarte. Además, yo no era la ratera. Mi papel era ser la princesita: Violetta I, Futura Emperatriz de TelAviv. Así era como les pedía que me dijeran cada vez que querían darme mariguana. Y bueno, ésa era la tercera cosa que me hacía reír: andábamos pachecos todo el tiempo. Y aunque no me lo creas ésa era novedad para mí. En New York siempre había creído que la mariguana era para losers. Y lo sigo creyendo, pues, pero con Hans y Fritz era otra cosa. Las primeras pachecas, aparte: Jajajá-jojojó. Y ya de calenturas ni digamos. Pero no sabes lo increíble que era volver a hacer eso nomás porque tienes ganas. Y porque estás pacheca, que luego ayuda un chingo. Me soltaba del piso, se me iba la cabeza. ¿Tú sabes lo que es ir encuerada con un güey en el asiento de atrás de un Trans-Am mientras el de adelante va gritando ciento treinta, ciento cuarenta, ciento cincuenta? ¿Cuántos kilómetros son ciento cincuenta millas? Es lo de menos, más bien quería explicarte que yo tampoco sé lo que se siente. Venía haciendo el amor, y era tan fuerte todo, empezando por el tremendo estadazo, que yo pensaba: Igual Hans está viendo por el retrovisor. O sea igual nos matábamos, y me valía madres. Yo seguía gritando y dándole besitos y mordiéndole el cuello como loca. Es muy fácil decirlo cuando no te moriste, pero sigo pensando que no me habría importado. Cuando a Hans le tocó manejar, Fritz confesó que no había visto nada en el retrovisor, pero porque venía clavado en el velocímetro. Y aquí es donde me brinca una pregunta que no debería hacerte, pero ni modo, búrlate si quieres: ¿Nunca te has enamorado de dos personas al mismo tiempo?
No creas que no sabía quiénes son las típicas clientas de los judíos. Más bien, las proveedoras. Todas las nacas sueñan con un hijo güerito que se llame Jacobo. Pero yo no quería casarme con ninguno de ellos. Tenía un lado oscuro demasiado grande para pensar en esas pendejadas, aparte que mi carne nunca ha sido kosher. Eso si, había una cosa de la que podía estar segura: nunca me los iba a topar en la misa del domingo. Me había hecho un lado dato hebreo, y uno oscuro catoliquísimo. En uno era una loca que vivía sola, en el otro era una hija de familia cristiana. Y como siempre, lo más oscuro estaba del lado familiar. Lo más falso, también. Meterme a mí dentro de una familia es como llevar drogas a una estudiantina. Como decía el Nefas: No es que sea disoluta, es que soy disolvente.
Claro que había clientes judíos de Tía Montse, pero ninguno con menos de veinte años. Más bien la mayoría cincuenteaba o sesenteaba. Treinteaban, cuando mejor me iba. El único peligro era encontrarnos en una despedida de soltero. 0 que alguno de sus amigos me viera en esos dengues. No era tanto que fueran a decir: Pinche puta. Eso como que estaba claro, de cualquier manera. El rollo es que ninguno usaba condón, y según ellos yo no me tiraba a nadie más. Les había pegado el cuento de la familia hipercatólica y el colegio de monjas en New York. En Búfalo, según esto. Nunca supe si de verdad había una high school que se llamara Sacre Coeur, pero ni modo que se pusieran a investigar. Se lo querían creer, ése era el chiste. Cuando hay una persona que te agrada, lo que más quieres es creerle cualquier cosa que te cuente. Sobre todo si en ese momento te está besando encuerada. No es que yo fuera a hacerlos perder la cabeza, más bien tenía que interesarlos en pensar con la otra. Y en un galán de dieciocho años eso es piece of cake. El problema es cuando te los quieres quitar de encima. No sé si captes el toque romántico: me tiraba a los dos para no darle alas a ninguno. Eran lindos y no quería joderlos. Finalmente, mientras más puta es una, más tiene que medir las putas consecuencias. Esas estupideces de estrellarte en un puente sin darte cuenta sólo le pasan a Wyle E. Coyote. Y es más, voy a ponerte nuestro ejemplo favorito: tú decidiste enamorarte de mí, no porque no te imaginaras las cosas que yo hacía, sino al contrario. Bien que lo sospechabas, por eso me escogiste. Yo, que andaba puteando, era la que podía sacarte de putear. Yo era tu puta tesis de novelista. Yo te iba a dar permiso de contar la historia, tenía que educarte a chicotazos hasta que te graduaras. Mistress Violetta, Grand Master of Domination. Y aquí estoy, encerrada en un baño de un pinche hotel piojoso, dictándole a mi pimpadrote su novela. Mira que necesitas tener mucha cara dura para hacerme trabajar tanto y de gratis. Aunque claro, tú ya sabrás cómo pagarme. Pero ésos son asuntos comerciales, y andábamos en el amor. ¿No crees que es suficiente prueba de amor que yo esté aquí contándote mi vida sin haberme comido una pizza desde ayer? No sé ni qué hora es, ¿ajá? Mediodía, a lo mejor. El caso es que ese triángulo con Hans y Fritz echaba chispas de aquí a Tel Aviv. Por eso nos teníamos que pachequear todo el tiempo, porque si no me iba a acabar saliendo lo terrorista. Al papá de Hans lo habían matado en un atentado. ¿Sabes cuál era su chiste favorito? Cuando yo le decía: Ven, vamos a vengar a tu papá. Which means, vamos a echarnos un palestino. ¿Así está bien o quiere otro fuetazo, Mister Image Maker?
Perdóname. Nunca he sido capaz de confesarte que te quiero sin clavarte después un aguijón. Es la costumbre, qué quieres que le haga, ni modo que te diga que no me gusta hacerlo. Sonarían más bonito las mentiras, pero como que no es de personas educadas bullshitear a su Diablo Guardián. Además, yo no soy de las que se perdonan sus cursilerías. Cualquier día amaneces convertida en gatita melosa, y eso ni a ti ni a mi nos vendría bien. De hecho lo único que todavía nos viene a ti y a mi son estas cintas, y lo que luego vayas a hacer con ellas. No te extrañe que se te pegue lo puta y las conviertas en comerciales, ya ves que de por sí eres hijo de la mala vida. Y en fin, que cuando menos lo pensé ya andaba en puras fiestas súper nice. Muchas eran como de adolescentes, ya sabrás: todos de la manita y yo con Fritz, que era el novio oficial. Ni modo que trajera de la mano a los dos, ya bastante famita me hacía entre los papás para encima certificaría entre los hijos. Finalmente nos movíamos todos en la misma zonita: Lomas, Polanco, Palmas, Teca. Imaginate si mis amiguitos judíos me veían puteando vestida de novia. ¿Qué les iba a decir? ¿Que iba para una fiesta de disfraces? ¿Y qué hacía con el pelón libidinoso que me venía manoseando? No way, darling. Si me agarraban, adiós doble vida. Y eso hacía que mi destino pareciera no sé, campo minado. Podía volar en pedazos a cualquier hora, en cualquier lugar, pero igual yo seguía poniendo minas. Y ya ves que eso luego crea un hábito. Siempre que tengo un plan, pongo una mina. No lo puedo evitar. Es mi manera de meterle presión a la suerte, o más bien mi manera de joder las cosas.
No necesito enemigos, para eso me tengo a mí. Pero a veces las cosas salen bien, y esos días todo salía a mi medida. Era como si Nefastófeles y mis mariditos y los feligreses y todos los demás, hasta Tía Montse, no hubieran existido nunca. Estaba viviendo en un mundo artificial, ajá, eso lo sabía, pero no te imaginas lo pinche convincente que era la mentirota. Total, como te dije, lo otro era más mentira. Ni la señora Montserrat era mi tía, ni yo andaba con sus clientes por guapos, ni me fumaba los domingos en la iglesia porque fuera muy devota. Toda mi vida era de mentiras. Y qué, ¿ajá? Yo había conocido a cientos de pendejos que llevaban viditas completamente falsas, y además no tenía ni la décima parte del dinero que necesitaba para comprarme una vida de verdad. Quiero decir una en la que no debiera más de cien mil dólares y pudiera cualquier día llamarle a mi familia.
No digo que quisiera llamarles, qué hueva, la verdad, pero necesitaba saber que podía. Que no iban a colgarme, ni a decirme ratera, mala hija, esas cosas. ¿Qué es una vida de verdad? ¿Cuando vas a la escuela? ¿Cuando tienes trabajo? ¿Cuando vas al trabajo y dejas a tus hijos en la escuela? ¿Cuando tienes las suficientes fotos para llenar un álbum? Cuando puedes contarla, supongo. Cuando. No necesitas platicársela a una grabadora en un baño de mierda de un cuarto de mierda de un hotel de mierda. Cuando no tienes que esconderte de nadie. Pero a mi entonces me importaba un pito si tenía que esconderme la mitad del día, porque la otra mitad era maravillosa. Me reía todo el tiempo, bebía champaña, fumaba mariguana, tenía dos novios que no podían vivir sin mí, andaba todo el día de un carrazo a otro… ¿Nada de eso era real? ¿No existía, sólo porque yo había decidido hacer unas cuantas trampitas? Claro que si existía, pero claro que se iba a acabar. No lo pensaba y según yo no me importaba, iba muy rápido para fijarme en pequeñeces. Iba sonriendo, aparte. Iba sonriendo mucho, todo el día, en todos lados. ¿Te digo exactamente lo que me pasaba? Estaba como emponzoñada de felicidad, quería más y no podía parar. Yo, Violetta, feliz. ¿Checas el notición?
Hasta ese día había medido mi grado de alegría por la envidia que según yo tenían que tenerme los demás. Me alegraba pensando en el coraje que les daría. Y así en lugar de pensar: ¡Qué feliz soy!, pensaba: ¡Que se jodan, por pinches envidiosos! Y eso era lo que más feliz me hacía. O sea muy poquito, y todavía menos comparado con la Gloriosa Navidad del Noventaicuatro. Que me saquen los ojos si eso no era real.