37778.fb2 Diablo Guardian - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

Diablo Guardian - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

La rebanada oculta del pastel

Me acuerdo que se había devaluado el peso, así que dije: Mierda, yo debo dólares. Para entonces había depositado ya once mil en la cuenta de mis papás, y tenía como siete más escondidos en mi casa. Mierda, ¿me entiendes? Pero ser rico no es ponerte a llorar porque te estás arruinando, sino hasta eso celebrarlo con un par de Viudas. Digo, podía depositarles los siete mil y armar dieciocho, ¿ajá? Con eso ya me animaba a llamar a mi casa. Hola mami, feliz Navidad. Perdóname, papá, he sufrido un montón. Guácala, qué patético. Escenitas a mi, thanks but no thanks. Agarré a Hans y Fritz y les dije: Vámonos a Acapulco. Y como a ellos la Navidad les venía divinamente guanga, esa noche ya estábamos en la playa. En mi coche los tres, con mi dinero. Según yo, mi papá me lo había mandado. Además ellos dos tenían tarjetas. O sea que te digo que íbamos armados. Íbamos, eso era lo mejor. Porque antes de esa época yo siempre había ido sola a todas partes, y ya con Hans y Fritz empecé a decir vamos, somos, queremos, tenemos. Tenía un gang, ¿ajá? Era la época del año en que todos en Acapulco andan cargados. Yo veía a los viejos pesudos y pensaba: Si no viniera acompañada, qué pinche negociazo. Pero no andaba en mood de hacer negocios. Estaba celebrando mis éxitos en el noventaicuatro, y de repente me ponía a calcular el dineral que según yo iba a hacer el siguiente año. Estúpida. No sabía que en el noventaicinco se me iba a caer el mundo. Y qué bueno que no lo sabía, porque me estaba divirtiendo como niña chiquita. Me enseñaron a esquiar, volé en paracaídas, vivíamos en una casa increíble que rentamos por dos semanas enteritas. Qué quieres que te diga: guau, guau, guau.

Antes había ido tres veces a Acapulco, pero en Semana Santa. Mi papá conseguía descuento en un hotel horrible del sindicato petrolero, no sé ni cómo se llamaba. Las playas se atascaban de viejas vacas y viejos marranos, un rollo de lo más desagradable. Igual yo era muy niña, pero no me gustaba para nada. Me acuerdo de algo muy pinche molesto: íbamos a la playa todos en el coche, porque ni modo que ese hotel rascuache tuviera playa propia, y al regresar había que aguantar los asientos ardiendo y la piel pegosteada de arena y agua puerca. Puede que sea por eso que huí de Miami sin tocar la playa, como que el mar me hacía sentir naca. Cada vez que pensaba en arenita y agua salada, me venía a la mente una cumbia. Y a mí esa pinche música me despierta no sé, instintos genocidas.

Con Hans y Fritz oíamos a Siouxsie y a Iggy Pop, por cortesía mía, más los Pixies y no sé cuántas cosas que traían ellos. Íbamos en mi coche, pero salíamos poco porque la casa tenía playa. Digo, por mil quinientos bucks a la semana, era lo menos que podías pedir. Me acuerdo que la playa se llamaba Copacabana y estaba más allá de Puerto Marqués. Junto a la alberca había una casita para perro, vacía, y eso era lo único que me daba tristeza. Siempre había querido tener un perro, ¿ajá? No sé qué tengo con los perros, que me pueden. De niña me mordieron tres, pero igual yo seguí acariciando a los que me encontré. Hasta la fecha, pues. Pero aquella casita era más que eso. De pronto la veía y pensaba: Es la casa de un perro como yo. Tenía que haber algún rincón en este mundo en el que hubiera una casita para mí, como la de ese perro que se había perdido, o ahogado, o escapado, o muerto. A veces Hans se me acercaba y decía: ¿Qué te pasa?, porque yo estaba ahí clavada en la casa del perrito. Me quedaba sentada en el camastro, con el vaso del bloodymary, ya vacío, y los ojos perdidos en no sé dónde. Me daban de repente ganitas de llorar y ni siquiera sabía decir por qué. Supongo que era porque andaba de borracha, y en ese estado acabas viendo cosas que no debes. Una vez en la iglesia un cura dijo: Hay días en que todo parece faltarnos. Lo recuerdo muy bien porque apenas lo oí, lo pensé y me salí a llorar. Nunca he sabido qué es lo que me falta, y te juro que ahorita no estoy pensando en dólares. Ni en pesos, pues. Tampoco en mi familia. Más bien es algo como abstracto. Algo de muy adentro. De repente me siento como una muñeca. Me acuerdo de mis Barbies, vestidas de una forma y de otra, elegantísimas, y al día siguiente amontonadas encueradas en una caja de zapatos. Piernas, brazos, melenas, puro plástico con pelos. A veces yo me sentía eso: plástico con pelos. O con pelucas y lentes oscuros y sonrisita a la medida de las circunstancias. Y entonces me azotaba horrible. Me acuerdo de una tarde en la casa de Copacabana, Hans y Fritz persiguiéndome por la playa y yo necia, viajada, no sé cómo podían tenerme esa paciencia. Les mentaba la madre. Les escupía. Les gritaba: Leave me alone, you motherfuckin’jews. No quería joderlos, quería joderme yo. Quería que se largaran y me dejaran sola, que me botaran como a una muñeca manca. Te digo que me enferma que me traten bien, necesito que me hagan canalladas para sentirme a gusto. Y esos dos eran lindos, entonces yo pensaba: Que se vayan y se busquen unas buenas hebreas, yo para qué les sirvo. Luego entraba en razón y ya: seguía la fiesta. Pero ese día que me corretearon por la playa me di cuenta de dos cosas horribles: una, que me querían, y dos, que no quería que me quisieran. O que yo no quería quererlos. Me daba miedo amar y no sabía ser amada, si quieres que lo ponga en plan de melodrama. No sé por qué le tengo tanta tirria a la palabra amor. Y claro, aquí entras tú. No te voy a decir que te amo, porque eso no se dice. Además, tú un día me dijiste que yo no era nadie para hablarte de eso, y puede que sea cierto. Una es la última persona autorizada para andar diciendo lo que siente o no siente. Saber y sentir son cosas diferentes. Cuando sientes no sabes, y cuando crees que sabes ya dejaste de sentir. O sientes otra cosa, que es igual, porque en realidad sigues sin enterarte. Nunca me he preocupado mucho en ver por dentro. Creo que me da miedo descubrir que no hay nada. O todavía peor, que lo descubran otros antes que yo. Sería mucho más cómodo contarte de Acapulco y de Copacabana y de Hans y de Fritz. Imagínate cuántas putitas mexicanas no se habrían derretido por traer a esos dos como yo los traía. Porque entonces ya era obvio que se estaban clavando, y hasta yo les decía: Cool, carajo, eso es onda de cristianos. Cruz, espinas, azotes. Pero igual ya los tres compartíamos un montón de cosas. Según Hans, era un perfecto matrimonio. Un día les pregunté qué les gustaba más de mí y acabaron diciéndome que yo era rápida. O sea que no me detenía, que vivía con la pata hundida en el pedal. Pero te digo que eso es fácil de contar. Cualquiera se divierte con dinero y amigos en la playa, lo difícil es no salir corriendo cuando te quedas sola diez minutos y miras un poquito para dentro. Cuando te ves y dices: ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Quiénes son estos tipos? ¿Qué va a pasar después? Y contestas lo único que puedes contestar: No sé, no sé, no sé, me lleva La Chingada. ¿Qué querías que supiera si por más que bebiera y fumara y no parara de reírme seguía siendo una golfita hueca, un pedazo de plástico con pelos que cualquier día amanece en una caja de cartón con otros diez cadáveres iguales que ella? Cadáveres.- qué asco de palabra. Pero igual ya va siendo hora de que te hable de eso.

Tenía como doce años cuando vi al primer muerto. Había llovido gruesísimo, un tormentón de miedo, con árboles tirados y las arañas. Mis papás ni siquiera estaban en la casa y mis hermanos se habían ido a casa de mis primos. Cuando por fin paró de granizar, me subí a la azotea y vi que el arroyito que pasaba por detrás de la casa se había convertido en río. Flotaban sillas, puertas, mesas rotas, de todo. Y un ratito después oí sirenas de ambulancia. Luego salí a la calle y había no sé cuántos vecinos metiches, viendo cómo los rescatistas sacaban a un ahogado y lo acostaban en el pavimento. Apenas si se le veían los ojos, pero yo me metí a mi casa segurísima de que el muerto me había mirado. Ya sabrás: vomité, me bañé, me puse la pijama, pero no me quité de encima los ojos de ese cabrón difunto. Era como si me dijera: Ven, te estamos esperando. Pero eso no era nada, yo en el noventaicuatro seguía sin saber lo que era un muerto de verdad. Porque una cosa es ver un muerto que no sabes a qué hora ni en dónde ni por qué se murió, y otra muy diferente es ver a alguien morirse. 0 todavía peor: ver que lo matan.

Creo que ya no puedo seguir con Acapulco. Supongo que son cosas que sólo las aprecias bien cuando las viviste. Champaña, playa, tugurios, desmadre. ¿Qué caso tiene que te siga contando si tú no fuiste Hans, ni Fritz, ni Violetta? Aparte no hay gran cosa que contar. Tenía amigos, eso era lo importante y ya lo sabes. Pero igual ellos no sabían nada. Me regalaban flores, me compraban cositas, me hacían el amor a toda hora, pero ni idea tenían de cómo era mi vida. Y yo ya no podía meter reversa. No tenía el presupuesto, ni el tiempo, ni la paciencia para seguirles el jueguito y mandar al carajo a Tía Montse. Tenía que volver a México y putear: ése era el único futuro del que Violetta podía estar segura. Aunque como tú dices: Segura nomás la muerte.

Enero es un lunes largo. Así decía la mamá de otro amiguito, una señora divertidísima. Aunque creo que en enero ni ella era divertida, si no para qué iba a andar diciendo eso. Regresamos a México un lunes, ya con toda la hueva de enero encima. Y entonces Hans y Fritz desaparecieron de mi vida. 0 más bien me les escondí. Estaba imbécilmente enamorada de los dos, ¿ajá? Enamorada hazme el favor. Pensé: Voy a drogarme con trabajo. Pero no había trabajo. Tía Montse decía: Yo te llamo, y cero. 0 sea que lo dicho: un mierda lunes largo. Sin fiestas, sin dinero, sin nada de nada. Por eso me le pegué a Richie Ranch: el único cristiano que me había ligado en Tecamachalco. Un cinicazo de veinticinco años que al día siguiente que nos conocimos me llevó con su mamá. La señora me preguntaba: ¿Y tú a qué te dedicas? Pero antes de que yo le contestara, levantaba la mano y decía: Cállate, no lo quiero saber. Y las dos nos tirábamos de risa. Tenía una casa alucinante, a la vuelta de Palmas. Y yo feliz, pensando: Ya la armé. Porque me estaba acostumbrando a andar por esos rumbos, al whisky y al cognac, a que me recibieran en las casas nice como si de verdad fuera hija de familia. Ríete: me la estaba creyendo. Tenía todo mi rollo agarrado de alfileres, pero igual me sentía convencidísima de que nunca se me iba a caer.

Me acuerdo de una noche: lunes, según yo dieciséis de enero del noventaicinco. Hacía días que Hans y Fritz me buscaban como locos y yo en la luna. Te juro: había una luna inmensa, perrísima, y a pesar de que enero seguía asqueroso, esa noche algo estaba pasando con el mundo. Venía pachequísima con Richie Ranch, en sentido contrario por Reforma, como a las tres de la mañana. Ya era martes, pues, pero para mí el día no cambia hasta que me duermo. Entonces imagínate: un lunes en enero, tardísimo, y de repente vemos a una pareja, con el coche apagado junto al camellón, los dos parados encima del cofre, acariciándose las manos y mirando la luna. Me quedé tiesa, viéndolos. Muerta de envidia, ¿ajá? O sea que mientras Richie Ranch y yo hacíamos pendejaditas de escuincles en mi coche, esos dos se agarraban y veían la luna. Yo habría jurado que tenían vértigo, que ni siquiera se atrevían a soltarse.

Casi no había coches, pero los que pasaban les tocaban el claxon, o les gritaban cosas. Lo más fácil era que alguno se les estrellara, porque te digo, tenían el coche parado a medio Reforma, con las luces apagadas. Pero era obvio que nadie iba a tocarlos. Estaban en el cielo, carajo, se habrían muerto sin pinche enterarse. Me acuerdo que le dije a Richie Ranch: Daría lo que fuera por estar ahí. Y ya no era ni por pacheca, porque con eso se me había bajado el pasón. Como que llevaba años sin ver claro, convenciéndome a fuerza de que mi vida era normal, y de repente estaba vomitándome de envidia porque otros tenían algo que según esto yo no quería tener. ¿Checas lo que te dije? Abrí la puerta de mí coche y zas.- me solté vomitando. Richie decía: Cool, flaquita, eso te pasa por pinche atascada, baby. Paternal, el muñeco. Pero te digo que estaba en mis cinco, no había ni bebido. Me vomité de envidia, como lo oyes. Una sabe su cuento, ¿ajá? Pero Richie tampoco era el doctor para que yo dijera: Mira, me duele aquí, entre el hígado, el corazón y el amor propio, ¿cómo no voy a pinche guacarear, si tengo putas náuseas en el alma?

Pensé: Es una señal. Tenía poquitito que había llegado de Acapulco. Extrañaba con ganas a mis judíos, pero andaba rolando con otro tipazo. No tenía que contestarle a Tía Montse, podía hacerme perdediza, cualquier invento era mejor que no hacerle maldito caso a la señal. Todavía me quedaban cuatro mil dólares, el coche ya era mío y Richie me ofrecía el chance de caerle a su casa de Cuernavaca. Sólo tenía que cuidarla y ya, ¿me entiendes? Checar que los esclavos hicieran la chamba y asolearme el día entero. No te voy a negar que el pinche Richie Ranch estuviera decidido a darme fuego, pero con todo y eso era buen tipo. Si me ponía lista podía vivir tranquilamente un rato en Cuernavaca y salirme del rollo de Tía Montse. Porque no te he contado pero ya andaba en ondas muy pesadas. Por eso había juntado tanta lana. Hasta crees que las otras sobrinitas de la vieja iban a sacar lo que yo. Putillas baratonas todas, got it? Algunas bien coatlicues, por más que Tía Montse les dijera hijas. El caso es que además de las noches de bodas, Tía Montse me había metido en el negocito del pastel, y yo con eso estaba haciendo milagros. ¡Oh, misericordiosa Chica del Pastel! Salía del pastelito y zas: me iba a ponerle número a la casa con el del cumpleaños. O con el jefe, o con el pendejito que se iba a casar al día siguiente. A veces ni siquiera me tocaba, nomás del estadazo que traía. O echaba pisa-y-corre, se metía a bañar y se largaba. Como decían mis coatlicues compañeras: Se iba más pronto de lo que se venía. Entonces yo salía y me rifaba sola entre sus amigos. Viva la libre empresa, ¿ajá? Entre varios juntaban cuatro, cinco mil pesos, y hacían el sorteo. Y todo eso era lo que yo no quería pensar cuando veía a la pareja mirando a la luna.

Nunca dejé que Hans y Fritz supieran dónde vivía. Tenían mi teléfono y dejaban recaditos, pero la muy perra de mi no se reportaba nunca. En cambio Richie Ranch entraba como por su casa. Un tipo de lo más escurridizo. Y tramposo, también. Era distinto a no sé cuántos idiotas de Lomas, a lo mejor porque ni coche le habían dado, pero además tenía una virtud muy conveniente: no ponía un pie en la iglesia. Porque bueno, por más que yo quisiera dejar a Tía Montse, tampoco se trataba de quebrar el negocio. De repente pensaba en mis papás y decía: Carajo, tengo que pagarles. Pero luego cambiaba de opinión, porque al final era dinero que ellos se habían robado. Finalmente, si de verdad quería hacer justicia, tenía que devolverle esa lana a la Cruz Roja. Y digo, ésos si que se jodieran, tampoco iba a ser yo Santa Pinche Violetta. ¿Sabes lo que sucede cuando a una se le ocurren tantas cosas y no sabe ni por cuál decidirse? Claro: terminas eligiendo la más chafa. La que te va a joder seguro. Al final ya no quise mudarme a Cuernavaca, porque pensé: Yo no soy veladora, ni gata, qué te crees. Y tampoco quería hablarle a Hans, ni a Fritz, ni a nadie. Cuando te pachequeas demasiado no le llamas ni a tu mejor amigo. No necesitas de nadie, o no quieres necesitar, que viene a ser lo mismo. Richie Ranch se pasaba el día en mi casa y seguía con que vamos a Cuernavaca, para qué pagas renta, vas a ver que la vida te va a cambiar allá. Y yo decía: No, no quiero cambios. Había demasiados cambios todo el tiempo, y además no veía claro. ¿De dónde iba a sacar dinero estando en Cuernavaca? ¿Iba a viajar a México para ver a mis feligreses o los iba a recibir en casa de Richie Ranch? Por más que me siguiera haciendo la niña nice, en el fondo no me podía creer nada. Sabía que era una lacra y una puta de lo peor. Y para colmo me sentía no sé, coatlicue. Me miraba al espejo y decía: Soy una cucaracha, no me merezco nada. Cuando Richie Ranch se iba, yo me ponía a chillar. Por más que me pasara el día mamoneando con mi ropa y mis desplantes de Chica Lomas, no podía dejar de sentirme lo que era: una pinche monita de carnaval. Con ustedes, la Reina de la Primavera de Cuautitlán-Izcalli.

Ya me estoy azotando, ¿no te digo? Supongo que todo esto te lo estoy diciendo para que no me juzgues por hacer lo que hice. Es una confesión, ¿ajá? No sé ni para qué me justifico, pero es que ya no estoy contándote la historia antigua. Esto me pasó en México, en el noventaicinco, y cada que lo pienso y te lo cuento me dan ganas de preguntarme dónde estabas o qué hacías mientras yo iba volando en una pinche escoba hacia el Infierno. Me gustaría decir que me llevaron a la fuerza, que no sabía lo que estaba haciendo, pero no tiene caso que te invente cuentos chinos ahora que ya te dije tantas cosas. Todo lo hice yo sola, fui a donde quise ir y al final me estrellé donde me tenía que estrellar. ¿Al final, dije? Lo peor es que tampoco fue el final. Yo soy de las que no entienden por la buena, y menos por la mala. Yo entiendo solamente lo que me conviene, que si lo ves con calma es lo que menos me conviene. Por eso fui corriendo cuando llamó Tía Montse.

Veintisiete de enero, viernes. ¿Qué hacías en la noche de ese día? ¿Estabas en tu cama, en una fiesta, dónde? ¿Dónde carajo estabas entre el viernes y el sábado? ¿Dónde chingada madre estaban todos? Nunca en mi vida me sentí más sola, más lejos de mí misma. Más cerca de morirme, pues. Pero igual si esa noche no me hubiera pasado lo que me pasó, no estaría contándote nada de esto. Tú, que siempre llevabas la cuenta de los días que pasábamos, ¿sabes en qué momento me empecé a acercar a ti? Apunta: veintisiete de enero. Casi dos años antes de conocerte.

¿Qué te cuento? Me gustaba jugar a la empresaria. Me explotaba a mi misma de todas las maneras que se me ocurrían. Por ejemplo, la cámara. Una vez llegó un viejo y me dijo: Déjame filmarte. O sea, filmarnos. En acción, ya sabrás. Y lo mandé al carajo, por supuesto. Pero él terco. Te doy tanto. Te doy el doble… el triple. Hasta que dije: Ok, dame el triple y la cámara. Y así empezó la onda de las peliculitas. Traía la cámara en mi bolsa, y hacía como en las hamburguesas, que te dicen: Dos pesos más y le doy papas grandes, cuatro y también se lleva el refresco gigante. Y había muchos que decían: Va. Entonces yo sacaba mi aparato, lo conectaba a la televisión y me llevaba a la camita el control remoto. Y bueno, zoom, zoom, zoom. Y si querían quedarse con la cinta era otra lana, ¿ajá? Me estaba suicidando, ya lo sé, pero en ese momento no lo veía. No quería darme cuenta. Yo decía: Ni modo que un cabrón forrado de billete vaya y haga mil copias y se ponga a venderlas. Además, los tipos casi siempre eran asquerosos. ¿Quién iba a querer verlos encuerados? Había unos que de plano decían: Bórrala, o la borraban ellos mismos. Pero otros daban lo que fuera por llevarse el cassette. O bueno, daban lo que yo pedía. Ni siquiera me acuerdo cuánto, pero poco no era, y en eso sí no me bajaba ni un centavo. Los hombres son capaces de tremendas porquerías cuando les rascas en el lado oscuro. Cosas que no se atreven ni a pedir, pero que si se las ofreces luego les entra la generosidad. Toma esto, ten aquello, es tanto para ti. Había noches en que regresaba a mi departamento y calculaba: dos meses, hasta tres de lo que según yo ganaba mi papá. Dirás: Qué asco de pinche vieja, pero igual yo no estaba tras jodiendo a nadie. I wasnt fucking with the Red Cross, you know. No era dinero así que digas limpio, pero bien que podía estar más puerco. Me veía en la tele haciendo circo y sentía que no era yo. No podía ser yo, ¿ajá? Yo era la que iba a misa los domingos, y ni siquiera eso. Yo tenía mis amiguitos en Tecamachalco: ésa era mi inocencia, y tenía que pinche protegerla. Por eso lo demás lo hacía como zombie. Con los ojos a medio abrir, pero perdidos, como el cadáver que hace rato te conté. Igual me daba morbo, a veces. Era una calentura de lo más cochina, pero no porque me excitaran esos circos. Lo que de pronto me ponía súper horny era darle de vueltas en el coco a lo que estaba haciendo. Pensar: Soy una puta de campeonato. Soy una Porno Star. Soy la puta vergüenza de mi puta familia. O sea ya lo peor, lo más bajito, la peste de la peste. Pensaba en las familias de mis papás, en las hijas de sus amigos, en las que habían sido mis compañeras de escuela, y ninguna me parecía peor que yo. Entonces me soltaba diciendo cosas puerquísimas, como si fuera una carrera y yo quisiera asegurarme de seguir siendo la peor.

O sea la Number One, de atrás para adelante. Y eso si me excitaba. A veces había tipos que me daban miedo, pero pensaba: Más miedo tendría que tener él. Quería ser un monstruo. Llegar más lejos, siempre. Luego, cuando salía, venía en el Intrepid contando los coches más caros y más baratos que el mío. Nueve de cada diez eran más chafas y yo decía: Bingo.

No sé si era una naca o una niña estúpida. Las dos cosas, yo creo. Cuando estaba por fin sola en mi cama, bañadita, rodeada de mis quince osos de peluche, me veía en el espejo hasta que comprobaba que el monstruo ya se había vuelto otra vez Violetta. Agarraba el dinero, lo contaba quién sabe cuántas veces, y era como si todo lo que había hecho se borrara, hasta que me quedaba dormida. Y claro, al día siguiente me despertaba como nueva. Me fumaba un gallito y regresaba a DisneyWorld. Ositos, amiguitos, boliche. Dios mío, qué descanso.

Claro que luego dejas de chambearle por un mes y pierdes condición. Por un lado, te pesa más hacerlo. Por el otro ya no te acuerdas de lo mal que te sientes cuando ya lo hiciste. O sea que era más difícil, pero también más fácil. Aunque eso no era todo, también estaba el mal presentimiento. La señal, ¿ajá? Todavía antes de salir de mi casa pensé: ¿Y si no voy? Tía Montse no perdonaba esas cosas. Podía hasta quitarme el depto, y entonces sí ni modo de no aceptar la invitación de Richie Ranch. Pensé: No voy a refundirme en pinche Cuernavaca, y agarré mi maleta con las cosas: la cámara, la ropa, todo el kit. Viernes veintisiete de enero del noventaicinco: me tocaba salir del pastel.

Pero no era cumpleaños, ni despedida de soltero. Nunca supe muy bien para qué era la fiesta, pero estaba lejísimos de mis rumbos. Club de Golf México, casi por la salida a Cuernavaca. Me acuerdo de eso porque vi el letrero y hasta me hizo pensar ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué tengo que ir yo de puta a esa colonia? ¿Por qué no le hablo a Richie Y nos vamos ahorita mismo a Cuernavaca? Eran como las cuatro de la tarde, todavía alcanzaba a contratar una mudanza y vaciar mi departamento. No sé, pero tenía muchísimos deseos de dejar a la vieja colgada con la chamba. A ver, que se metiera ella dentro del pastel. Imaginate al festejado vomitando la cena, nomás de puro oler el tocino rancio. La vieja me había dicho que eran Altos Ejecutivos de no se donde, pero nomás de oír de la mierda que hablaban, dije: No pinche mames.-policía. Yo estaba en la cocina, con dos de los gatitos de Tía Montse. Se vestían de meseros, pero eran los que echaban a andar el pastel. Luego lo recogían y se iban en la camioneta. Y yo bien, gracias, sola con no sé cuántos cuadrúpedos sarnosos. Desde que vi a los pinches Altos Ejecutivos me dieron ganas de irme a La Chingada right away, pero para salir de la cocina tenías que pasar a huevo por la sala, y ya estaban los monigotes ahí, coqueándose y empedándose y pegándose de gritos. Tons qué, mi comandante, no me diga que también va a ocupar vieja. Yo decía: Pobre Violetta, quién sabe a qué gatazos te vas a tirar. Me cagaba de miedo, ¿ajá? Siempre había tratado de esquivar a esa tribu, son los típicos que te dicen marranadas al oído y te jalan el pelo y te dan de madrazos. Ya me habían tocado algunos, pero igual los había apaciguado. Humillándome, ofcourse, y eso era lo que yo ya no quería hacer. Hasta pensé: ¿Y si digo que tengo que ir por algo al coche? Me asomé a la ventana y shít.- mi coche estaba bloqueadísimo por la maldita camioneta del pastel. No podía largarme, y ya casi era hora de meterme en el cake. Todavía podía hacerme la enferma, no sé, la desmayada, pero si me aguantaba iba a armar una lana. Que al final fue lo que me dio valor. Dije: Voy a darlos sin un pinche peso.

Cuando por fin salí del pastelito, nomás les vi las jetas y pensé: No me chingues, Víoletta, estos maxitlahuícas son todos tuyos. Hazte cuenta los tíos del jardinerito. O por lo menos hacían los mismos ojitos que él. ¿Has besado a una naca? Se supone que besan con muchísimas ganas, ya sabrás: sedientas y babeantes. Pues tal cual me miraban los comandantes. No sé si todos eran, pero así se gritaban: Salud, mí comandante. Y había uno más viejo, al que todos le decían Señor. Eran ocho en total, yo me iba a ir con el dizque Señor. Igual era un cerdazo, pero no me dio miedo. Sobre todo desde que me empezó a llamar Mija. Ponle que luego Hijita, y ya después Mamita, pero en plan tranquilo. Buena bestia, el viejito.

Habían pedido que saliera toda encuerada, y yo dije: Ni madres. Qué tal que me agarraban entre todos. Había veces que entraba en confianza con dos tres amiguitos y acababa encuerada en media fiesta, pero nunca salí así del pastel. Ya después, cuando pasas la frontera de los extrabucks, como que no te van mucho los moños. Digo, el cuento de la hija de familia se te cae desde la primera propina. Pero de ahí a invitarlos a faltarme al respeto desde el mero instante en que me conocen, nada. Salí en ropa interior, que podrá parecerte lo mismo pero es bien diferente. Desnudarse completa es aceptarlo todo, decir: Soy una puta, ven a manosearme. Too much for me, querido. En cambio así, en calzones y brasier, todavía puedes voltearle un soplamocos al primer tlahuica que meta las pezuñas.

Era una casa de esas que fueron muy modernas hace chingo mil años, con la alfombra morada en la pared y una alberca redonda a media sala. En la mesa había muchísimas botellas y un salero que parecía azucarera, hasta arriba de caspa de Don Sata. Puta madre, pensé, imagínate la calidad de coca que estarán manejando estos mierditas. Y qué quieres, se me hizo agua el cerebro. Pero ni falta que hizo. No había ni acabado de sentarme con el ruco cuando me puso la cuchara abajo de la nariz. Pruébale, Mija, pa que también te pongas. Muy cariñoso, el güey, como si de verdad estuviera con su hija. Yo pensaba: ¿A cuántos se habrá echado este venerable anciano? Pero me valió madre porque la cois estaba exquisita. De eso que jalas y no te das ni cuenta cuando te entra el talquito. Tampoco tienes claro a qué hora subes. Te sientes muy feliz, pero es como si siempre hubieras estado así. Como si toda tu apestosa vida fuera así. Cuando menos pensé, ya decía: ¡Qué tipazos! Era la más alegre, la más gritona, la más todo. Imagínate qué tan mal me había puesto, que ya hasta los estaba viendo guapos. Cada vez que trataban de hacerme un cariñito, yo les decía: Va, pero antes dime Mi Comandante.

Después me llevé al ruco a una recámara, lo atendí media hora y se quedó jetón, con todo y coca. Yo pensé: Es el Señor, me tengo que quedar con él. Pero en vez de hacer eso y esperarme a la propina, si es que había propina, decidí hacer trampita. Fui al baño, llené una taza de agua y la eché encima de la almohada. ¿De qué me iba a servir quedarme sola con los restos del pinche Señor? Me puse una batita de niña que encontré en el clóset, salí a la sala y les aventé el cuento de que el Señor estaba sudando frío, haciéndome un poquito la asustada. Dos comandantes se pararon, fueron y lo sacaron cargando. Luego el chofer se lo llevo, pero entonces yo estaba de nuevo periqueándome. La bata me quedaba muy chiquita, se me veía todo en cuanto me sentaba, o sea que en un ratito mejor me la quité. Había agarrado un ondón, andaba tan arriba que pensaba: No hay nada más poderoso que una mujer desnuda entre los hombres. No sé ni qué hora era, pero ya había pasado la medianoche. Dos de ellos me llevaron al cuarto un ratito, con el correspondiente propinón. Y al final sólo quedaban cuatro. Querían que me metiera con ellos a cambio de coca, pero yo estaba necia con que me dieran cash. Y ahí fue cuando saqué el truquito de la rifa, que luego por pendeja convertí en concurso. Les dije: Ustedes nomás júntenme quinientos dólares y yo me voy con el que gane, de aquí hasta que amanezca.

Cuando le daba por comprarnos algún regalito, mi papá lo rifaba entre los tres: cortaba una varita en tres pedazos y me dejaba a mí escoger primero. Pero nunca ganaba, siempre había uno de mis hermanitos que sacaba una vara más grande que la mía. Cuando los policías me enseñaron la lana, cogí el agitador del whisky y lo partí discretamente en cuatro, pero en ese momento se me metió el chamuco. Tiré los pedacitos y de plano les dije: ¿Saben qué? Me voy a ir con quien tenga la vara más larga. El tipo de guarradas que una suelta cuando cree que controla toda la acción. Luego ya te imaginas: hice trampa de nuevo y me fui con el de la vara más cortita. Que era una estupidez, porque ve tú a saber si no se conocían encuerados, ¿ajá? Pero igual yo seguía bien arriba. No podía darme cuenta en la que me iba metiendo, estaba convencida que era la Comandante Schmildt. Quería demostrarme que yo sola tenía más vara que todos ellos juntos con su coca y sus fuscas y sus whiskies. Quería meterlos en mi juego y no me daba cuenta que ya me habían refundido en el suyo. Hay hombres que no pueden estar cinco minutos sin demostrarte que son muy chingones, y eso yo lo sabía perfectamente. Pero con esa calidad quién iba a saber nada: nunca había probado una cois así de suavecita, carajo. Una sólo se pone realmente hasta la madre cuando no se da cuenta que está hasta la madre. ¿Qué te pasa? ¡Estoy bien! ¡Dame más de esa mierda! Puta madre, qué horror: ésa era yo. La Comandante En Cueros. La mujer de negocios con las narices blancas. La estúpida jugando a Mistress Monstress.

Nunca supe de quién era la casa. Hasta esa hora me había bastado con ver que había por lo menos tres recámaras, todas con televisión. Yo siempre me fijaba en la televisión, por si luego querían jugar al cinito. Tampoco supe cómo se llamaba el que ganó el concurso. Creo que me lo dijo, pero acuérdate que yo no llamaba a los güeyes por su nombre. Por más que hago no puedo recordar ni cuánto me ofreció por conectar la cámara a la tele. Según yo fue una cortesía de la casa, pero igual creo que le saqué algo. Coca, dinero, no sé. Debo haberme tardado unos dos minutos en conectar la cámara y acomodarla arriba de la tele. Luego échale otros tres minutos máximo en lo que nos subimos a la cama y empezamos el circo. Perdona los detalles, ya sé que te dan ganas de acuchillarme, pero igual tengo que decirte cómo estábamos. Él encima de mí, Yo mirándolo de frente y con las pantorrillas en sus hombros, sin poder ni moverme. Lo único que recuerdo bien clarito es lo que oí después: Aquí-nadie-tiene-más-vara-que-Yo- Y Pum, pum, pum. No sé ni a qué hora abrió la puerta el otro, no lo oí entrar. De repente gritó y aventó los balazos. Y se fue.

Se salió, como si nada. No sé ni qué sentí. Al principio creí que estaba muerta. No podía hablar, tenía la cabeza ocupada revisándome, cuando empecé a sentir que apenas respiraba. Jalaba aire con mucho trabajo. Decía: Dios mío, tengo una bala en el pulmón. Luego pensaba: No la chingues, Violetta, son tus nervios, lo que pasa es que estás pinche aterrada. Pero seguía viva: todavía podía desangrarme y morirme, o igual nos daban el tiro de gracia. Por eso tenía miedo, pero un miedo espantosísimo, de esos que no te dejan ni moverte. Una cosa que nunca había sentido, ni volví a sentir. Me seguía faltando el maldito aire, y a lo mejor por eso comencé a moverme, porque mi cuerpo ya se había dado cuenta de todo. Cuando logré poner las piernas sobre la cama, sentí que el aire me faltaba todavía más, y hasta entonces pensé: Ay, güey, estoy cargando a un muerto. Tenía la cara, el pelo, las manos empapadas de su sangre, pero lo que ya no aguantaba era el peso del cuerpo. Fuera de eso, no me dolía nada.

Volví a pensar en lo del tiro de gracia, y otra vez me agarró el terror. La casa era de un solo piso y en ese cuarto había un ventanón, sólo que antes tenía que quitarme al muertito de encima. No creo que hayan pasado cinco minutos, a lo mejor ni tres entre que el comandante disparó la pistola y yo dejé de sentir asco y no sé, me dediqué a salvarme. Cuando quieres librarte de que venga un pendejo a darte de plomazos, no te preocupa ninguna otra cosa.

Yo sabía que el muerto estaba muerto porque tenía un hoyo a media cara, pero mi verdadero miedo no era ése, sino seguir ahí, atorada. Pensaba: ¿Y sí se entiesa? La cabeza pesaba muchísimo, sus brazos me estorbaban todo el tiempo. No quería hacer ruido, además. Cuando por fin logré pararme de la cama, me acordé de la ropa: la había dejado toda en la cocina. Y la ropa interior estaba en la sala, con todo y la batita. Pensé: Sí tuviera la bata, me escapaba aunque fuera nomás con ella puesta. Luego se me ocurrió envolverme en una sábana. Pero no, no servía. Corrí al baño a lavarme la sangre, y en el camino se me atravesó el clóset, que estaba lleno de ropa de niña. Uniformes, más bien. Falditas azules a cuadros, blusitas blancas, chalecos azul turquesa. Cómo sería mi prisa que ya ni me limpié la sangre. Me acomodé la falda y la blusa como pude, agarré un chalequito y me puse unas sandalias. Iba a saltarme la ventana cuando dije: La cámara. O sea que el idiota asesino ni siquiera checó que había una cámara. Y la televisión seguía prendida, con el muerto ahí quieto. Me regresé de un brinco, zafé los cables, agarré la cámara y salí como pinche endemoniada por la ventana.

No había amanecido. El Intrepid seguía estacionado enfrente de la casa, pero las llaves las había dejado en la cocina. Pensé: Fuck my Intrepid, y me solté corriendo por la banqueta. Luego dije: Seguro que me van a buscar. Así que apenas vi una casa con las rejas bajitas, me salté, abrí uno de los coches y me metí sin hacer ruido. Me estiré, dije: Gracias Diosito, y ya luego no sé. Me quedé como muerta, sólo que respirando. Respiraba muy fuerte, me temblaban las piernas. Vi el reloj del tablero: eran más de las cuatro. Tenía que salirme máximo en una hora. Tenía que lavarme la sangre en algún lado. La blusa estaba manchadísima, pero el chaleco lo tapaba todo. En la falda había manchas pequeñitas, que igual pasaban por salsa picante. Me miré en el espejo y casi pego el grito: con el apuro de vestirme no me había lavado, tenía el pelo y la cara embarradísimos, parecía maría recién atropellada.

Claro que las marías no andan vendiendo chicles con faldas escocesas, pero igual la faldita me quedaba mínima. Apretada y cortita. Y aparte sin calzones, la cabeza con sangre, sandalias, sin calcetas. ¿Checas el look? Lo único que podía decir si me agarraban era que me acababan de violar. Pero traía sangre que no era mía, carajo. Tanto me preocupaba verme así que tardé mucho rato en darme cuenta de lo que estaba pasando afuera. ¡Diosito! Te lo juro, tenía que ser obra de Diosito. Eran fines de enero y estaba lloviendo. 0 sea: diluviando.

Salí a la calle y agarré lugar debajo de la caída de agua de la casa. Era una regadera, ¿ajá? Me tallaba la cara y la cabeza como si me estuvieran correteando. Aunque claro: me estaban correteando. Pensé: A ver, no traigo celular, ni llaves de mi casa, ni del coche, ni dinero. Lo único que traía era la mochilita con la cámara. Me metí de regreso a la casa y al coche, pensando en esconderme en cualquier lado. El jardín, la azotea, donde fuera. Total, ya de día sería lo más común ver a una niña vestida para ir a la escuela. Así que me quedé en el coche, que por suerte tenía las llaves puestas. Puse el radio quedito y la calefacción bien fuerte.

Pensé en robarme el coche, en tocarles la puerta y pedir ayuda, en no sé cuántas cosas inservibles, hasta que por ahí de las seis y media decidí hacer como que iba a la escuela. Ya no estaba lloviendo. La blusa seguía mojada, y aparte manchadísima, pero la falda y el chaleco ya se habían secado. Imagínate. Pensé: Ahorita amanece, y me fui caminando por la calle más ancha. No tenía ni idea de dónde estaba, pero como seguido me perdía ya había visto que cuando sigues una calle grande, llegas a otra más grande. Así que me seguí, como por veinte cuadras, extrañadísima porque ya era de día y nadie se iba a trabajar. La muy bruta de mi no se había fijado en dos cosas importantísimas: una era que en lugar de salir, me seguía metiendo más en la pinche colonia, y la otra que era sábado. ¿Qué hacía la pendeja de Violetta vestida de alumnita de escuela nice en sábado? ¿Me crees cuando te digo que sin Diosito estaría muerta? No debo ser tan mala, finalmente. Aunque claro, si yo fuera Diosito, las pasaría negras para perdonarme.

Siempre me entra lo mística cuando me acuerdo de eso. Diosito por acá y los santos por allá, Sor Violetta se salva de nuevo, aunque luego no crea que se lo merece. Porque eso sí que no podía creerlo. ¿Cómo iba a merecerme seguir viva, después de todas las putadas que había hecho? Y te juro que en esos momentos yo veía mis putadas tan terribles como las de los judiciales. Yo era La Comandante, ¿ajá? Y ya ves, por andar haciéndome la hija de puta terminé matando a un güey. Yo lo sentía así, lo había matado. Había inventado el concurso, había hecho trampa y zas: había un muerto. Cuando le quemé la piernita a mi vecino tuve miedo, creí que me iban a encerrar por eso. Pero ahora pensaba que me lo merecía, me encerraran o no. Decía: Soy una puta asesina. Y hasta peor: una asesina puta. ¿Qué tenía que estar yo en la madrugada a media calle lavándome una sangre que no era mía? ¿Cómo había sido posible que siendo tan mamona pudiera andar desnuda y saltando en la cama con pinches judiciales? ¿Estaba yo pendeja, Dios mío? Estaba yo drogada, más bien. Y estaba convencida que era más inteligente que Tía Montse y sus clientes y mis feligreses y mis amiguitos y mi familia y mis enemigos, y vamos viendo: ahí me tienes de bruta a mediodía del sábado dando vueltas a la ciudad en taxi, rezando para no tener que tirarme al chofer. No sé cómo le llames tú a eso, pero yo le llamé tocar fondo: glu, glu, glu.