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No podía ir más lejos, ni llegar más abajo. Tenía que regresarme. Pero primero había que encontrar a Richie Ranch, y sí era necesario ponerme de rodillas y rogarle por lo que más quisiera que me dejara estar en su casa de Cuernavaca. Iba en el taxi llore y llore, pensando: Juro que si me dice que sea su sirvienta, yo le digo que sí. Juro que no me vuelvo a meter cois. Juro que no me vuelvo a tirar a un judicial. Juro que no regreso nunca más con Tía Montse. Pero ni con el juradero dejaba de chillar. Hasta que ya pasado el mediodía dimos con Ríchie Ranch. ¿Sabes de qué venía? De jugar golf ¿Sabes dónde? En el Club de Golf México. Le empecé a preguntar como loca: ¿Viste alguna ambulancia? ¿No? ¿Patrullas tampoco? Porque la casa estaba cerca de la entrada, si él venía de ahí tenía que haber visto algo. Digo, él no había salido hecho bolita en el asiento de atrás. Pero cero, y aparte ya podrás imaginarte la paranoia que agarró este güey cuando me dio por preguntarle esas cosas. Total que por lo pronto pagó el taxi, que era una buena lana porque llevábamos cuatro horas de dar vueltas, luego de que me levantó hasta el fondo de la puta colonia, metida entre unos árboles y sin saber qué hacer. No sé si Richie Ranch no me invitó a pasar a su casita por la facha que traía, o por la gritadera que estaba pegando, pero al final lo más sensato era que me llevara volando a mi casa. No me importaba si teníamos que tirar la puerta, yo iba a sacar mis cosas y a desaparecerme de este mundo.
Richie Ranch tenía un nombre francés, o no sé si italiano, pero yo le decía Richie Ranch porque era como un aristócrata de pueblo. Tenía modalitos de niño nice y le gustaba criticarme así: con la palabra ranch. Cada vez que me ponía guarra, 0 que fumaba demasiada mois, se me quedaba viendo y me decía: Ranch. Mamón, ajá. Un bon vivant con más Pedigree que presupuesto. Otro que no sabía nada de mi vida. Aunque tampoco era tan complicado descubrir que yo no era lo que decía que era. No sabía comer unos ostiones, ¿tú crees que iba a creerme que era hija de un diplomático?
Nunca se tragó nada, por supuesto. Hasta que me agarró en la sala de mi departamento y dijo: Ok, te llevo, baby. Te escondo en mi casita un mes, sí quieres, nomás dime de qué te estás fugando. Y yo no le podía contestar, porque de un lado me moría del nervio, y del otro tenía que volver a contarle mi vida, porque todo lo que sabía era puro pinche cuento. O sea que le dije: ¿Sabes qué? Vámonos y te juro que te cuento en el camino.
Traíamos una Suburban de su tía. Richie Ranch para eso se pintaba, conseguía recursos anyway, anyplace, anytime. Rompió un vidrio de la cocina y se metió, llenó la camioneta con mi ropa y mis cosas en menos de una hora, inventó un plan buenísimo para recuperar el Intrepid y qué te cuento: esa noche ya estábamos en Cuernavaca, con mi coche. ¿Sabes cómo salvamos el Intrepid? Primero fuimos a dejar mis cosas en la camioneta. Volvimos al DF ya en la tarde y me dejó en un cafecito rascuachón, en el centro de Tlalpan. Se llevó la factura y un papel que le firmé donde decía que yo se lo había vendido. Pero ni falta. Llegó, se subió al coche, lo arrancó y adiós. Seguro nadie supo que era mío. No me había ni acabado el capuchino cuando ya había vuelto con el coche. Entonces que me dice: Te propongo un deal, yo te dejo mi casa y tú me dejas tu coche, por el tiempo que quieras. Yo estaba como estúpida, como que reaccionaba, pero a medias. Le decía si a todo, pero igual no podía pensar en nada. O más bien era que nomás pensaba: Por mi culpa mataron al Comandante Pito Corto. No te rías, pendejo, esto es horrible. Y ahí traía la cinta, pero era lo pinche último que yo iba a ver. No me importaba si se veía o no la cara del matón. Según mis cálculos tenía que salir, yo sentía su voz cerquita de nosotros, y el cuarto era muy grande. Pensaba eso, pero decía: Ni madres, no me da la gana verla. ¿Cómo iba a querer verla, carajo? Quería quemarla, antes de que la puta cinta me quemara a mí. Pero tenía que hacerlo bien, cuando estuviera sola, y no sé cuántos días pasaron que traía a Richie Ranch pegado como enfermero. Buen chico, a fin de cuentas. Supongo que pensaba que me iba a suicidar. O que le iba a vaciar la casa. Que igual era posible, ya ves cómo es una. Porque ya a esas alturas yo le había contado todo.
O bueno, casi todo. Sabía de Tía Montse, de Hans y Fritz, de mi familia naca, de mis raterías y de mis mariditos en New York. En versión soft, ofcourse. O sea que del Nefas ni una puta palabra: yo hasta esa vez no había conocido a un hombre violento. Hasta la vez de los balazos, I mean. Si mi amiguito Richie Ranch iba a tener que verme como puta, mínimo que me viera como Súper Calt Girl. Que puede ser lo mismo, pero es muy diferente. Según creía Richie, yo en New York trabajé con una agencia súper nice. Y eso sólo porque venía huyendo de unos padres monstruosos que se robaban las limosnas de la Cruz Roja. Richie Ranch me llevó a su casa cuando yo ya le había contado que era una ratera. Que había estado en un asesinato. Que me dejaba que los judiciales me cogieran. Entonces yo pensaba: Que haga lo que quiera. Que vendiera mi coche y se gastara el dinero, si quería. Pero que me dejara estar ahí, encerrada. No sé cómo explicarlo, pero hasta en Cuernavaca, pacheca, en la alberquita, con un bloody en la mano, yo estaba segurísima que iban a intentar joderme.
No te hablo de tres noches. Fueron casi seis meses sin salir a la calle, sin ver coches, pensando el día entero que me iban a acusar de asesinato, imaginándome mi foto en los periódicos: Confesó la homicida de la vida galante. Fue por eso que luego no quemé la cinta. Un día agarré la cámara y la estrellé quién sabe cuántas veces en el piso, sólo que antes ya había guardado el cassette. No tenía dónde verlo, pero si me metían en el ajo, iba a poder probar que era inocente. Puta, pero inocente. Algo es algo, ¿verdad? Nomás que yo en el fondo me seguía sintiendo culpable. No me había propuesto matar a nadie, pero de todos modos la cárcel está llena de güeyes que tampoco se propusieron irse a vivir allí. Yo nunca dije: Me propongo ser putita. Fui emputeciendo así, sin darme cuenta. Y al mismo tiempo dándome pequeños chances. Perdonándome cosas, you know. Lo único que me tranquilizó fue saber que el muertito había aparecido en otra parte.
Un día Richie Ranch me dejó sola el día entero. Me hablaba cada media hora: ¿Estás bien, baby? ¿Qué necesitas, flaca? ¿Me extrañas, Violettilla? Más que flaca era un fiambre. Estaba como muerta, pesaba menos de cincuenta kilos. Y por supuesto me sentía mucho peor que eso. Pero en la noche me llegó con un recorte de periódico. Había ido a comprar los últimos de enero y los primeros de febrero, y en uno de ellos venía la foto del muerto. Afortunadamente Richie tuvo el buen gusto de recortar la pura foto, sin noticia. Y bueno, así, ya viendo la foto, sí, claro que era él. El pobrecito Comandante Pito Corto. Primero me solté chillando como escuincla pendeja, luego ya Richie Ranch me explicó que lo habían encontrado en el Ajusco, que según esto había sido cosa de narcotraficantes. Creo que la noticia siguió saliendo varios días, pero le pedí a Richie que no me contara. Quiso decirme el nombre del comandante que lo había encontrado, pero en ese momento me tapé las orejas. No quería saber su nombre, ni ver su foto. Prefería pensar que si, efectivamente: unos narcos de mierda se lo habían echado en lo más alto del Ajusco, mientras yo estaba buenamente dormidita en mi casa. Volví a pensar en la cinta, quemarla de una vez y olvidarme de todo, pero dije: No. Tenía que protegerme. Ni siquiera sabía qué rollo con Tía Montse.
Le llamé mucho rato después, cuando ya me empezaba a aburrir de pasarme los días a un lado de la alberca. O sea dos semanas, tampoco creas que tanto. Richie Ranch me prestó un celular no sé de quién, y zas: que me contesta. No lo podía creer: estaba encantadora. Un dulce, la gordita. Hijita, cómo estás, ¿estás bien?, dime, Violetta, Dios bendito, dónde te habías metido, hija. Vieja cabrona. Sabía perfectamente en qué asquerosas manos me había puesto. Según ella hasta me mandó decir una misa. Negra, sólo que fuera. Pero se portó bien, te digo. Le inventé que me había ido a Monterrey, que me pensaba regresar a Estados Unidos. Y ella bien, muy de acuerdo. Al día siguiente me depositó el dinero que me debía y en fin: Dios te bendiga, hijita. Según Richie fue porque le pegó la cosa en la conciencia. Creyó que ya me habían matado y yo le aliviané toda esa culpa. Para mí que más bien se portó como mujer de negocios. No dudo que haya dicho: Ésta va a regresar en dos semanas. Porque yo nunca le conté del muerto, solamente le dije que habían pasado unas cosas horribles y me tiré a chillar en el teléfono. Y ella que casi no era paranoica con las líneas telefónicas, más tardé yo en hablarle de cosas horribles que la vieja en callarme la bocota. Y callármela bien, porque con esa lana sobreviví al noventaicinco entero.
De pronto me pregunto por qué volví esa vez con Tía Montse, luego de haberme divertido tanto con Hans y Fritz. Pues claro: por la lana. La vieja me debía tres meses de chamba, tú dirás si pensaba regalárselos. No sé qué le dijeron, me imagino que sus finísimos clientes la habrán amenazado, un rollo así. Después del último Dios te bendiga, le dije rapidísimo: Tía, te juro que no me acuerdo de nada y ahí mero me colgó. Cuando, dos días después, se me ocurrió checar el saldo de mi cuenta, bingo: the bitch was rich. No riquísima, pues, pero de menos ya no tan jodida. Con casa, coche y novio. Porque en eso sí Richie Ranch era de lo más formal. Conmigo sólo viven mis putas y mis novias, decía. Así que nos hicimos novios, porque como él también decía: De putita me arruinas, baby.
No es que tuviera putas, cómo crees. Pero así les llamaba a las putitas que se lo ligaban sólo para que las llevara a Cuernavaca. ¿O sea como Yo? No way. Yo estaba ahí escondida sólo para evitar que me mataran. Además, una cosa es que mi familia sea no sé, nacona, y otra sería que me hubieran educado como a esas putitas de balneario público, que para conocer una casa en Cuernavaca tienen que hacer o deshacer las camas. Y aunque creas que me muerdo media lengua, lo mío no era así. O por lo menos yo no lo veía así. Hasta que me pasó lo del muertito y dije: Puta madre, esto sí es de verdad En Cuernavaca igual nadaba y me reía y las arañas, lo único que no hacía era verme en el espejo. Sentía que la cara me había cambiado, que aunque estuviera igual la iba a ver diferente. Cara de puta y narca y estafadora y asesina, disfrazada de novia del joven de la casa. ¿Checas cómo el lenguaje doméstico me sale solito? Veía a la micifuza tendiendo mi cama y decía: Shit, Yo soy la que tendría que estar de miau, sólo que en una cárcel de mujeres. ¿Qué me quedaba? Ni modo, tenía que portarme mamoncísima. Me llevaban el desayuno a la cama y yo no daba ni las putas gracias, pero supongo que se desquitaban cada vez que me veían chillando en el jardín. En todo caso habrán pensado: Pinche vieja loca. Seguro me soñaban: daba vueltas como alma en pena el día entero, no salía ni para ir a la tiendita. Traía todo el tiempo la paranoia galopando, veía judiciales colgando de los árboles, entre los tabachines. Luego también lloraba pensando:
Nunca voy a acabar de pagarle a mí familia. A veces sentía ganas de ir a los cuartos de servicio y pedirles que me dejaran llorar en sus hombros. O todavía mejor, en los de mis papás. Lo único bueno de todo ese chilladero era que luego caía muerta por no sé cuántas horas. Dormía profundísimo y me levantaba ya con menos miedo, pero igual me quedaban llantitos pendientes. Era lo único que tenía claro del futuro: al día siguiente iba a llorar. Y a la semana, y al mes, y a los dos meses.
Richie Ranch se las arreglaba para hacerme reír, pero nunca me acompañaba a mis cavernas. Lo suyo era más bien quedarse a flote. Me conseguía motita, pero él apenas se animaba a probarla. Jamás se daba el lujo de bajar, tenía que estar arriba todo el tiempo. ¿Te digo cómo le decía su mamá? Capitán Bacardí. Por alegre según él. Por barato según yo. Lo jodía todo el tiempo, ésa era mi terapia. Y él sonreía así, como de lado. Me decía: No puedes hundir la nave del Capitán Bacardí, baby.
Nunca me tuvo lástima, por eso nunca me clavé en bombardearlo. Además, era el único que se atrevía a decirme en mi cara: Pinche naca. Yo por supuesto le decía que el tlahuica era él, pero eso mal que bien me dejaba ir puliendo las orillas más ranch de mi corrientona educación. Así se dice, ¿ajá? ¿Cómo ves a esa vieja? Pues, medio corrientona. Tenía como un mes trabajando en la agencia cuando oí que un cliente decía eso de mí. Pero eso fue ya en el noventaiséis, cuando por fin tuve un trabajo dizque decente, justo donde tuviste la suerte de encontrarme, todavía no sé si mala o buena. Me estoy adelantando a propósito, y al mismo tiempo contra mi voluntad. Creerás que ya solté toda la sopa, pero hay algo que falta de embonar. Necesito contártelo y no puedo. No quiero, no me sale.
Vas a decir que soy una cobarde, que qué fácil decírtelo sin darte la cara, pero peor es quedarme sin ver tu reacción. Podrías deprimirte, o indignarte, o burlarte, o yo no sé: amargarte la vida. Me siento como un cirujano con el serrucho en la mano. Sólo piensa que para cuando escuches esta cinta ya habré rezado no sé cuántos Padres Nuestros para que no te joda el corazón. ¿Ves cómo si te quiero, imbécil?
Supongo que tendría que saltarme al día en que nos conocimos, o más bien el día en que decidí que teníamos que conocernos. Que fue el mismo día, pero no a la misma hora. Entraste en la oficina con carita de huérfano masturbado, te me acercaste con los ojos en el piso y me hablaste de usted. Yo dije: Este pendejo ya me vio cara de secre. No es que yo no tuviera el puestecito. Ajá, era secretaria, pero a mí ningún huérfano masturbado me iba a tratar así. O sea que te detesté, me cagaste ipso-facto, darling. Y me habrías bailado en el hígado la vida entera, si no hubieras dejado esa hoja en mi escritorio. No creas que no piense que la dejaste ahí a propósito, lo que si estoy segura es que jamás te imaginaste todo lo que yo te necesitaba en esos momentos. Violetta pinche misma no sabía lo necesario que eras, cuándo iba a figurarme el papelazo que ibas a conseguir en la película. De repente llegué, leí la hoja y dije: I need this. No sabía exactamente para qué, pero era obvio que te iba a ocupar. Richie Ranch, Hans, Fritz, Supermán: todos tenían un mundo en el que yo no terminaba de encajar. Me llevaban ventaja en su territorio, y al mío casi nunca se metían. No sabían hacer trampas, y cuando las hacían nunca querían llegar hasta el final. Y a ti se te veía clarísimo que no tenías territorios. No en este mundo, pues. Venías cargando con tu aborto de novela para ver si de menos te conseguía chamba de publicista. Me acuerdo de que Ferreiro te vio y dijo: Mira, un pinche poeta en el destierro.
¿Sientes que lo odias? Entonces de una vez te voy a dar motivos para que le deseemos la muerte juntos. ¿Te acuerdas que una vez te dije que le estaba muy agradecida a mi jefe? No sé si habrás captado la ironía. Lo único que yo le agradecía a Ferreiro era que no se hubiera decidido a acabar de pisotearme. Que me hubiera dejado vivir, aunque fuera en sus garras. Y de paso, que no se diera cuenta que el pinche poeta en el destierro estaba ahí para zafarme de esas putas garras carroñeras. Dirás que soy fanática, pero me aprendí toda la hoja de memoria. Como si fuera un rezo. Porque al final me hacía sentir así. La decía en voz alta y era como si hubiera rezado. Creía que todo iba a salir bien, que un güey que escribe cosas así de inútiles por fuerza tiene que ser un dandy. Ya te aclaré que en el primer minuto te vomitaba, pero un rato después de que te habías ido, pensé: Lo único que le falta es el caballo.
Ahora déjame te cuente lo del villano. ¿Sabes quién me sacó de Cuernavaca? Fue en julio del noventalcinco. Era apenas el tercer día que salía a la calle, pero el primero que iba completamente sola. Traía el coche, además. Me sentía como si me lo hubiera robado, juraba que mi cara o mis placas o mis huellas estaban en algún archivo de la policía. Siempre que veía cerca una patrulla, trataba de mirar para otra parte. Llegué al semáforo, vi una patrulla y zas: me volteé en chinga para el otro lado. En eso el del volante me sonríe, y yo le sigo el cuento para disimular, sin fijarme gran cosa en los detalles. No veo la cicatriz a media frente, ni el Rolex gigantesco en la muñeca, ni la jeta asquerosa que ya conocía. Cuando menos lo espero, ya tengo a Nefastófeles en mi ventana.
Podía haber huido, pero me desarmó. En lugar de decirme: Hija de puta, te fuiste como sirvienta, se acercó a darme un beso, de lo más cariñoso. Y de traje, además. Elegantísimo. Tenía no sé qué asunto en Cuernavaca y shit, que nos topamos. ¿Sabes también por qué no me escapé? Porque apenas me vio me llamó por mi nombre, con todo y apellidos. ¡Rosalba Rosas Valdivia, qué agradable sorpresa! ¿Cómo me iba a escapar, si lo primero que hacía el hijo de perra era enseñarme que sabía quién era? Así como hay enfermos capaces de tener a flor de hocico la exacta frase que van a decirte cuando vuelvan a toparte, hay quienes agarramos el mensaje al vuelo: si Nefastófeles sabía mi nombre completo, seguro había hablado con mis papis. Pero estaba en buen plan, como diciendo: Todavía no te he contado nada. Nos conocíamos, ¿ajá? Con todo y eso tengo que reconocer que parecía otro. Nada que ver con el pimp que yo había conocido en New York. Cómo sería la cosa que pensé: Ya cambió. Se veía decentísimo. Digo, para sus posibilidades. Y lo que más me impresionó fue que en lugar de pedirme mi teléfono o mi dirección, me diera su tarjeta de Vicepresidente Ejecutivo. Me acuerdo que me preguntó qué andaba haciendo, y yo por no decir que nada le aventé un mentirón: Pues fíjate que estudio mercadotecnia. Fue entonces que sacó su tarjeta y me dijo: Ve a verme a la oficina. ¿Te gustaría ser ejecutiva? Le eché una sonrisota de hielo. Sí, cómo no, pendejo, ahorita voy corriendo a comprarme un traje sastre. Esperaba que me pidiera algo, que tratara de chantajearme, o de insultarme, pero nada. Se fue con su sonrisa y su mal aliento y me dejó la business card: Licenciado Rodolfo Ferreiro. Nefistófeles, para servir a usted.
¿Ya entiendes por qué nunca me molestó que hablaras mierda de él? A veces creo que me fijé en ti porque según yo eras su contrario perfecto. En la agencia podía haber muchos que lo aborrecieran, pero ninguno daba la talla de enemigo. No digo que me parecieras muy fuerte, o muy correoso. Me parecías conveniente, punto. Ya después empezaste a ser simpático, pero eso no me convenía decírtelo. Ya parece que te iba a dar llaves de más. ¿Amigo, confidente, novio, amante? No way. Yo buscaba un aliado. Alguien que hiciera trampas, que se sintiera igual de pinche fuereño, que me ayudara a pendejear a los clientes, que detestara con el alma a Rodolfo Ferreiro. Y según yo tú estabas que ni pintado. Ahora ya no quería que me volvieran buena; me conformaba con que terminaran de sacarme del Infierno. Por eso me pasó que buscaba al forajido y me topé al Diablo Guardián. Pensaba: Puta madre, qué guapo se vería este galán con alas. Te veía dar vueltas por la agencia, pasar por mi escritorio, buscarme la mirada. Entonces decía: No. Que ni crea que vaya a mirarlo. Parecías no sé, desamparado, solo, aburridísimo. Andabas como loco buscando las mismitas alas que yo quería darte. Cuando llegué y te hablé pusiste cara de pordiosero agradecido. Ya después agarraste más estilo, pero esos segunditos fueron suficientes para decir: Es mío. Tenía que comprarte de cualquier manera, pero no haciendo trampas. Quería darte la valiosa oportunidad de convenirme, pero sin que Ferreiro se enterara. Pensé: Este güey estaba haciendo una novela y ahora aquí lo tenemos, puteado. Yo quería vivir en mi película y cada vez que lo intentaba terminaba puteado. En una de estas yo podía ser tu novela, o tú mi película. ¿Me creerías que estaba emocionadísima?
No te he dicho cómo llegué hasta allí. Es una historia de lo más vulgar, yo diría que hasta cursi. Chica equivocada decide superarse y recupera su destino. Bullshit, darling. Tal vez sí fui una bruta yendo a buscar a Ferreiro, pero puede que lo haya hecho sólo por demostrarle que no era la pendeja que él creía. Yo sabía exactamente lo que había querido decirme con su show de Mírame, soy gente bien. Sí, tú, pinche nagual y yo soy Wonderwoman. Y ahí estuvo el error, porque era obvio que entre Nefastófeles y yo no quedaba gran cosa por demostrar. Sabíamos que íbamos a traicionarnos, pero también sabíamos trabajar en equipo. I mean, hacer dinero. ¿Y sabes una cosa? También me interesaba que supiera que no nada más él había cambiado de liga.
Me da vergüenza contarte estas cosas. Nada más imagíname estudiando mercadotecnia y publicidad en una escuela chafa de Cuernavaca. ¿Sabes más bien a qué me dedicaba? Nadie nunca se imaginó que yo era la que robaba los libros y los apuntes. Después día en casa de Richie Ranch, leyendo, copiando, haciendo méritos solita porque decía: Bueno, sí Mefistófeles, que es un pinche ignorante This Big, pudo hacerse publicista, ¿yo por qué no? Richie se ríe mucho de mi Academia Ranch, pero igual yo sabía lo que estaba haciendo. Tenía que apurarme, armar algo. Aprenderme lo básico y conseguirme un diploma. Gastarme lo que me quedaba del dinero en algo bueno, ¿ajá?, algo que me sirviera, que no me hiciera daño. Hasta pensaba en ir a otras agencias, no a la de Nefastófeles. Pero ni lo intenté. Me daba miedo que un día fuera a contarles mi vida a mis papás. ¿O por qué crees que ese día me dejó ir tan fácil? Ya nomás con llamarme por mi estúpido nombre me había puesto la pistola en la sien.
Tenía rato pensando en volver a la casa. Un par de veces les llamé y colgué. En la segunda mi mamá había dicho: ¿Eres tú, Rosi? Rosi. O sea, dejaba de verme más de cinco años y lo primero que se le ocurría era llamarme por el diminutivo que más me cagaba. ¿No crees que eran ya ganas de joder? Al final, mi mamá también se había convencido de que llamarme Víoletta me había sacado el diablo. Dios mío, pero si la huella del diablo la ves mucho más obvia en Rosa del Alba. ¿Para eso me pintaban de rubia, los pinches inditos? Rosa, Rosi, Rosita. Rosi. Rosas. No sabes el coraje que me da pensar en eso. El mismo que sentían mis papás cada vez que les escribía firmando Violetta. Con decirte que la primera vez mi papá leyó Vedette.
También por eso tenía que volver a ver a Nefastófeles. Yo no podía aparecerme por la casa, ni llamar, ni escribir, si no hablaba primero con Ferreiro. O sea, qué carajo les había dicho, ¿ajá? No quería que me agarraran con los dedos en la puerta, y eso me iba a pasar si mi versión no coincidía con la de él. No creas que no pensaba en llamarle a Hans o a Fritz, pero igual ellos dos no me iban a servir más que de estorbo. Y como Richie Ranch estaba instaladísimo en el yate del Capitán Bacardí, ya sabrás, sonrisita ultracool pantaloncito blanco, Hollywood in his mind, finalmente yo estaba sola con mi juego. Como que ya lo estaban fatigando mis problemas, y de repente yo agarraba un humor dark que le rompía la madre a todo. Estaba convertida en una bruja, ya ni siquiera me reta de sus chistes. A lo mejor porque eran todos a costillas mías. Yo siempre era la ranch, la naca, la nativa pendeja, y él con su sonrisita de playboy, diciendo: Youcantbeatme con la pura mirada. Supongo que ya había sido demasiada convivencia. Además, yo no quería juntar a Richie Ranch con Nefastófeles. ¿Te das cuenta de toda la basura que habrían descubierto juntos? Diez minutos de plática y me hacían mierda. Mis papás, la Cruz Roja, mis mariditos, mis feligreses, Tía Montse, el judicial muerto. Dios mío, decía, tengo que hablar mañana mismo con Rodolfo Ferreiro, y era una comezón que me quemaba. Y él debía de saberlo, hijo de puta. Por mucho que hubiera logrado pulir sus patanerías, la mala leche no se le iba a quitar nunca. Sólo que ahora bordaba más fino. Sus cachetadas eran menos ruidosas, pero más eficientes. ¿Sabes qué fue lo primerito que me dijo cuando le llamé? Ya te habías tardado, licenciada. Casi podía oler su alientazo a podrido en el teléfono.
Me citó en un café. Traía una de sus camisas de sedita rosa que nomás de mirarlas gritabas: Miau. Pero venía en plan encantador. Ya no decía mamuasell ni sacaba tan fácil el cobre. Le llamaban al celular todo el tiempo. Sí, licenciado. Cómo no, mi hermano. Cuídate, señor. Executive bullshit a todo lo que daba, con decirte que tenía al chofer esperándolo. Me daban ganas de preguntarle: ¿Y ahora de qué organismo te estás alimentando, pinche sanguijuela?, pero tenía que jugar un poquito su juego. Sabía que lo más posible era que me mintiera, aunque no era eso lo que me preocupaba. Pensaba en mis papás. No te voy a decir que ya los extrañaba, más bien era que los necesitaba mucho. No sé si exactamente a ellos, o nomás a lo que ellos eran para mí. O sea sus papeles en mi vida, por más que suene mal. Por eso lo que a mi me preocupaba era que Nefastófeles se nos metiera en medio, que fue exacto lo que hizo. ¿Ya adivinaste quién me contentó con mis papás?
El muy cínico les contó que había sido mi maestro en unos cursos en Columbia University, que yo era una excelente alumna y las arañas. O sea, les dijo cosas que yo no iba a poder desmentir. ¿Cómo sabía el mierda que me iba a encontrar? Nunca, desde que lo conozco, lo he escuchado decir algo por nada. Cada cosa que dice tiene un propósito, casi siempre torcido. Y eso yo lo pensaba mientras me estaba hablando: No lo escuches, Violetta, cuídate de esta víbora vestida de tlaconete. Pero no me dejó salida. En lugar de tirarme amenazas, insultos y cachetadas, se injertó en misionero y empezó a darme consejos. Mira que tu familia, tus hermanos, todos tienen una muy buena idea de ti, no vayas a decepcionarlos. Yo te puedo ofrecer desarrollarte Profesionalmente. Vas a ver que tus padres te perdonan en cinco minutos, yo me encargo. ¡Él se encargaba! Hazme el puto favor: Tío Nefas lo iba a resolver todo. Y lo peor no era que él quisiera meterse, sino que yo ya no podía evitarlo. Si a mí, que ya lo conocía, me estaba moviendo el tapete, imagínate la mareada que les puso a mis papás. Primero por teléfono y después en persona. Con cuentos, regalitos, promesas, con la historia de mi brillante expediente académico y sus altos contactos en la publicidad, con su puesto de Vicepresidente Ejecutivo, con sus camisas rosa de sedita corriente y sus Armanis de segunda mano. Cabrón farsante. Con decirte que el Chivo Viejo ya soñaba en hacerse su suegro, sin saber ya no digas mi dirección, ni siquiera mi puta estatura. Seis años de no verme y me quería casar… ¿Sabes por qué? Pues nada más porque tu primo Nefastófeles le hizo creer lo mismo que a mí: que sin él yo no iba a poder pagarles nunca. No lo decía así, claro. Decía: Ustedes tienen que recuperar a su hija, y ella también tiene que recuperar su confianza. Señor, señora ya verán que aquí vamos a ganar todos. Y mi papá: Ojalá, licenciado Ferreiro. Y mi mamá: Quiera Dios, Don Rodolfo. Eran sus fans, ¿ajá? Nada más eso me faltaba: mis papás lambiscones; de Nefastófeles. Los tres de acuerdo para padrotearme. ¿No te parece raro que me hayan perdonado en menos de un minuto?
Fue antes de Navidad, un viernes. Yo me estaba prestando a armar la farsa, pero sabía que había un chico gatorrón encerrado. Por alguna razón, Nefastófeles me necesitaba. De repente vi claro que yo valía para él mucho más de lo que podía imaginarme. Míralo tú con calma: el tipo es asqueroso, no me digas que no. Es palurdo, corriente, payo, silvestre, y por si fuera poco le apesta el hocico. Su única gracia es que está dispuesto a todo. Como yo, de repente. Porque era obvio que si yo le aceptaba el puesto y el sueldo y el prestamote que me estaba ofreciendo, tenía que estar dispuesta a cualquier cosa. No sabía ni prender una maldita computadora, ¿tú crees que venía al caso que me ofreciera un puesto de ejecutiva, con más sueldo que mi supervisor? No podía negarme, de cualquier modo. Me tenía tan agarrada que me hice a la idea mucho antes que me lo ordenara. O bueno, me lo propusiera. Vas a ser nuestra ejecutiva más importante. Vas a influir en la toma de decisiones. Vas a moverte en un nivel altísimo. Sí, señor licenciado, cómo no, ¿voy a estar bocarriba en el colchón de quién?
No me digas que nunca lo supiste. Hasta los policías de la entrada lo sabían. ¿Sabes cómo me decía Paul? No dudo que haya sido invención de Ferreiro: Licenciada Posturopedic. Yo sabía que te ibas a enterar, pero esperaba que eso sucediera lo más tarde posible. Qué chistoso que sea esto lo que más trabajo me cuesta contarte. Finalmente yo seguía haciendo la misma cosa, seguía viviendo entre puras mentiras, seguía con Nefastófeles. Había inventado una historia de la que de repente ya no podía escaparme. La única diferencia era que ahora mi familia estaba participando en el concurso, entre otras cosas porque, believe it or not, ya me tenían otra vez viviendo en su casa.
Me aceptaron como poquito menos que su criada. Mis dos hermanos tenían cada uno su recámara, y además yo no merecía más que ese cuarto, o sea el de servicio. Hacía como dos años que no tenían sirvienta, o sea que no había acabado de llegar y ya mi mamá estaba con que vas a lavar el coche y a tender las camas, y entonces yo le dije: ¿Sabes qué? Voy a pagarles todos los dólares que les debo, si quieren hasta pago renta de mi cuarto, pero cero miau. Digo, si yo no me creía que era una ejecutiva de verdad, a ver quién más iba a tragarse el cuento. Eso sí, terminé pagando renta por vivir en el cuarto de la criada, pero igual me pasó a valer madre. Mis papás no me habían perdonado, me tenían ahí por negocio, punto. Pero yo me sentía normal, tranquila. No me importaba que mis hermanos no me saludaran. Ya sabía que mis papás les habían metido la idea de que por mi culpa no conocieron DisneyWord, ni fueron nunca a un camping, ni les compraron moto. La bruja de Rosalba, la ambiciosa de Rosalba, la extranjera que vive en el cuarto de la azotea, la ejecutiva de éxito que todas las mañanas se baña calentando pedazos de periódico. Afortunadamente todo eso le pasaba a Rosalba. Te juro que Violetta no lo habría permitido.
Y no lo permitió, porque como te digo, por mucho que ahora tuviera un trabajo legalito y tarjetas de presentación y dizque citas de negocios, no nos hagamos güeyes: yo seguía haciendo trampas, a toda hora. Mi sueldo, por ejemplo, me lo pagaban en dos partes: un poquito en la nómina y el resto con facturas. Había un contador que nos vendía facturas. A mí, a Nefastófeles, a Paul y a no sé cuántos. Había mil movidas que podían hacerse cuando eras secretaria de Nefastófeles, que ya ves que es lo que al final venía yo haciendo. Con privilegios, eso sí. Como el de que hasta Paul me colgara apoditos. No podía cachetear a Paul, ni me salvaba de que tres cuartas partes de mí sueldo fueran a dar directo a mis papás, ni tampoco tenía energías para quitarle a mi papá el Intrepid. Total, que me lo descontara de la deuda. Yo iba a encontrar la forma de emparejarme.
Me da asco pensar en la Navidad del noventaicinco. Todo lo contrario de la del noventaicuatro. Nefastófeles había ido a darnos el abrazo y un regalo espantoso. De esas muñecas de porcelana chafa made in China, que igual hasta en las ferias te las andas ganando. Y mi papá: Licenciado Ferreiro, nos ha traído usted unas obras de arte. Y mi mamá: No debería usted desprenderse de estas cosas, Don Rodolfo. Porque según Ferreiro las había sacado de su colección. Lo único que yo le había visto coleccionar eran bolsitas de coca, y a mis papás se les llenaba la boca presumiendo que eran muy amigos de un coleccionista de arte. Yo callada, porque ni modo que dijera mierda del guey que les juraba que era yo una profesional de este tamaño. 0 sea que si quería decirles la clase de basura que era Nefastófeles, tenía que empezar por confesarles la clase de basura que era yo.
Hay dos maneras de engañar a las personas: a su favor o en su contra. Según Nefastófeles, todos nos íbamos a beneficiar con el cuento de que era yo una gran ejecutiva. Mis papás, porque así recuperaban a su hijita, o sea los dolarotes que tantos desvelos les costó robarse. Él, porque se ganaba el aprecio de sus patrones y sus clientes. Yo, porque volvía a ser hija de familia y podía proyectarme profesionalmente. Hazte cuenta que estaba yo escuchando a la versión corporativa de Tía Montse. Me había invitado a comer a un restorán carísimo, yo creo que para hacerme sentir naca. Estoy segura, pues. Sabía perfectamente quién era Rodolfo Ferreiro: no esperaba que terminara la comida sin que saliera el peine. Y salió, claro, a la hora del postre. Oye, ¿Y tú por qué crees que quiero contratarte? Podía haberle dado vueltas, no sé, hacerme la que no entendía, pero como me daba más hueva que a él tocar el tema, de plano le solté lo que quería oír: Me quieres contratar porque piensas que estoy dispuesta a cualquier cosa. Adivina qué hizo. Claro, sacó la lengua, se relamió los belfos el cerdazo. Ay, qué asco de cabrón, me da hasta náusea seguirte contando. No sabes lo desagradable que es aguantar a un palurdo que te quiere seducir con toda propiedad. Aunque igual seducir no es la palabra. Debería decir: manosearte debajo de la mesa mientras te explica cómo vas a putear para me acuerdo que decía: Va a haber mucho dinero. Me ponía los dos dedos enfrente de los ojos y los iba moviendo despacito: Dinero, tú me entiendes, dinero, para que baile tu perrito, mamita. Y ahí fue cuando vi que era el mismo gatazo de siempre. Las manotas sudadas, los ojos abiertisímos, los labios medio chuecos. Es una mueca que hace cuando había de porquerías. Normalmente una debería vomitar, pero si Nefastófeles te hace la mueca es porque está esperando que sonrías. Y cuando un güey como él pone una jeta de ésas, sabes que una sonrisa significa: zas. Tú no puedes sonreírle a esa jeta de cínico degenerado sin volverte su cómplice. Es una cara de lo más obscena, como si en vez de verte se estuviera bajando la bragueta. ¿Sabes exactamente a qué te comprometes si le devuelves la sonrisa a un monstruo que te está enseñando el culebrón? Pues entonces ya sabes exactamente en la que me metí.
Aunque también me dio buenas noticias. La mejor de todas, que tenía una esposa. Llevaba ya seis años de casado, el mierda. Casota, dos hijitas. ¿No te parece muy chistoso que a los vigilantes nadie los vigile? En New York Nefastófeles me traía cortísima y cuando se me desaparecía dos semanas yo era tan feliz que no tenía tiempo para preguntarme: ¿Dónde andará ese mierda? A lo mejor si me lo hubiera preguntado lo agarro de los huevos. Pero yo era la vigilada, estaba ocupadísima pensando en cómo pasarme de lanza. No podía darme cuenta que así quería el Nefas que yo pensara, como esclava. Según él todo había cambiado, y según yo se había pulido mucho, el mierdita, pero apenas lo oías en el teléfono con su señora, te dabas cuenta que así hablaba siempre. Si a mí nunca me había tratado con esas cortesías era porque conmigo se hacía el cabroncito. Además, con su esposa bautizaba a las niñas; conmigo vendía coca. En New York era Rudy Ferreiro, aquí se hacía pasar por Don Rodolfo. Dos personas, te digo. Aunque si te metías mucho con uno, tarde o temprano terminabas conociendo al otro. Como decía tu comercial de harina para waffles: Dos presentaciones, un mismo producto. Lleve su Mierdharina Nefastófeles y evítese el trabajo de cagarse en sus seres queridos. Yo lo veía en el restorán, haciéndose el encantador, y decía: Bueno, ¿y ahora hasta cuándo me va a cobrar por esto? ¿Cuándo iban a empezar los gritos y las cachetadas? Los insultos, ¿ajá? Nadie en la vida me ha insultado nunca como ese cabrón. Para ofenderme peor tendrías que decirme que me parezco a él.
Ni mis papás ni el Nefas me quisieron decir quién les dio el teléfono de mi departamento en New York, pero si sé que habría podido evitarlo si en lugar de colgarle a mi papá me le hubiera de menos puesto al brinco, en lugar de dejarlo que siguiera buscándome con las operadoras. Yo creyendo que al fin me había librado de esa cucaracha y él apuntando en su agenda la dirección y el número de mi familia. La cara que habrá puesto cuando alzó la bocina y oyó el inglés tullido de mi madre: Good night, sir, I am the mother of Rosalba Rosas, the mexican girl… ¿Cómo le hacen los hijos de puta para sacarse la lotería sin comprar boleto?
La semana siguiente ya me tenía una cita para comer con un pendejo del Gobierno. Me acuerdo que me dijo: Sí quieres, puedes reservar en este mismo restorán. Ajá, le digo, ¿y luego?, nomás por el disgusto de volver a mirarle su jetita de viejo cochino, pero él en vez de sonreírme se acercó, me agarró de una pierna y dijo: Luego nomás acuérdate que ya me debes varias. Horrible, porque me empezó a subir la mano, de esas manos que no te están acariciando sino que aprietan, tuercen, como para hacer daño. Y el mesero allí, viéndonos, esperando a que Don Rodolfo se dignara firmarle la cuenta. ¿De qué servía estar en ese restorán si no podía quitarme la mano del patán de entre las piernas? ¿Sabes qué era lo que estábamos celebrando? El fracaso total de mi estrategia. Me había liberado de mi familia para ir a esclavizarme con Ferreiro, y después me había liberado de Ferreiro para acabar esclavizada por Ferreiro y mi familia juntos. Por favor, un aplauso para la pendeja.
Te me pones guapita, mami, tú ya sabes cómo. Así se despidió el señor Vicepresidente Ejecutivo. Me dejó un cheque con el dizque préstamo, me dijo que ya estaba yo contratada y hasta me prometió que para Navidad iba a dormir en casa de mis papás. Lo único que me hizo sentir bien fue que no me pidiera hacer el rencorcito. Se regresó al trabajo, muy formal, y yo no quise preguntarle si el trato lo incluía también a él en mi cama. No porque no quisiera averiguarlo, era más bien que no quería otro pellizco. Le había vuelto a encontrar el botón del patán, de bruta iba a volver a apretarlo. Pensé: Mínimo ya no voy a tener problemas. Aunque toda mi vida fuera el mismo problema. Nunca he estado en la cárcel, pero así me sentía. Salí del restorán y me metí en el lobby de un hotel, creo que el Sheraton; busqué el baño y me pasé ahí dentro la tarde completita. Luego me levantaba, abría la puerta del water y me veía en el espejo. Decía: Violetta, te jodiste otra vez. ¿Cómo no vas a tener broncas, si estás presa?
Si crees que siempre te llevé ventaja, ponte cinco minutos en mi lugar. Siéntate en esa taza del baño del hotel, mira al piso y pregúntate: ¿Qué voy a hacer? Cuando estás en la cárcel, sabes que sólo tienes que saltarte los muros para escaparte, pero yo no tenía para dónde saltar. La cárcel era el mundo, ¿ajá? Me sentía sin fuerzas, me odiaba más que a Nefastófeles. Y odiaba a Richie Ranch, y a Hans, y a Fritz. No había nadie a quien no quisiera desaparecer, empezando por mí. Me había escapado de Cuernavaca dos días antes, y de paso cargué con varias cosas de la casa de Richie. Un radio, una grabadora, varias cintas. No mucho, lo suficiente apenas para que dijera: Pinche ratonera, y jamás volviera a hablarme. Le tenía coraje, no sé por qué. O bueno, si lo sé, pero no sé cómo explicarlo. Nunca lo traicioné, ni le hice putadas. Por más que tenga este carácter de bruja mal cogida, traté de ser con él algo mejor. Y muchas veces fui un caramelito. ¿Te digo la verdad? Lo odié con toda mi alma por nunca enamorarse de mí. Supongo que al principio se portaba tan lindo que me dejó pensar en no sé cuántas cosas. Con tanto tiempo sin saber qué hacer, tirada en una hamaca, al lado de la alberca, me imaginaba cómo sería mi vida con él. Casita, perro, hijitos, ya sabrás. Cuando pensaba en eso dejaba de llorar. Luego él se fue instalando en su papel de Capitán Bacardí, y yo acá, naufragando en secreto, diciendo: What am I doing here? Yo había sido novia de Richie, pero el mamón del Capitán Bacardí no era mi amigo. Señorita Arrimada, ¿qué hace usted aquí? Richie Ranch tenía sólo dos defectos: uno era que cambiaba de personalidad, el otro que no soportaba la violencia. Nunca pude pelearme bien con él, por eso le robé, y además le rompí una vajilla entera. ¿Qué creía, el pendejo? ¿Que se iba a deshacer de mi sin quebrar ni un platito? No sé si en realidad quería ver sangre, pero era una manera de asegurarme que luego no iba a ir chillando a buscarlo. De que nunca iba a conocer a mis papás, ni a Nefastófeles. ¿Adónde irías tú si te escaparas de la cárcel? ¿A una isla? ¿A la selva? ¿Checas el problemón? Lo más fácil es encontrarle el gusto a la jaulita. Endosarle tu vida a otra persona. No encargarte de nada. Sí, señor. No, señor. Desde que entré a la agencia no volví a pensar en Richie. Me lo prohibí, tal vez. Lo bueno de la cárcel es que allí casi todo está prohibido.
Nefastófeles me decía: Estás progresando, pero mis papás no lo veían como un progreso. Decían: Rehabilitación. Sin embargo, no me trataban como enferma. Como loca, más bien, porque muy rara vez me contestaban. En la mesa nunca se dirigían a mí. No preguntaban: ¿Quieres más? Decían: ¿Nadie se va a tomar lo que queda de sopa? Y Nadie era Violetta, of course. ¿Nadie va ir hoy a trabajar?, y yo tenía que entender que era hora de largarme a la oficina. Y el día de quincena, en la noche: Nadie nos ha pagado, ¿verdad? Y se supone que yo tenía que esperar que cuando me rehabilitara iba a dejar de ser Nadie. De chica me decían: Cuando seas grande, y por lo menos yo podía pensar: Cuando tenga dieciocho años. O diecinueve, o diecisiete, pero tú dime cómo calcular un cuando te rehabilites. ¿Sabes lo que según mis queridos padres iba yo a hacer cuando me rehabilitara? Pues sí: casarme con Rodolfo Ferreiro. Tendría que sonar chistoso, pero los ingenuotes lo decían muy solemnemente. Ahora que Mi Hija y Don Rodolfo sean marido y mujer… Me daba pena oírlos, y me daba coraje oír a Nefastófeles diciendo: Créame, señora, que me acerco a su hogar con las mejores intenciones. Te juro que así hablaba, como de cartón. O de cartón más bien. Mi vida entera se había vuelto una historieta chafa.
Aunque no me iba mal. Era un trabajo feo, la verdad, pero de todos modos me servía el dinero. Hacía negocitos por todas partes, sobre todo con los clientes a los que iba a ver, ya ves que se me da sacarle el Sugar Daddy al Uncle Scrooge. Pero era horrible porque no podía una desafanarse; había que tener una relación con los clientes, decirles que los extrañaba, un rollo de lo más apestoso. Sucio, pues, mentiroso en mala onda. Todo me lo invitaban, me daban regalitos, me aprobaban cualquier proyecto que les llevara. Y Ferreiro feliz. Se encerraba conmigo en la oficina y me decía: Licenciada, estamos salvando a la empresa. Pero yo todavía creía que la cosa era entre nosotros, no que todos estaban enterados. ¿Tú crees que iba yo a hacer una amiga en esa agencia, cuando ya me tenían señalada como Puta Oficial? Por más que me sintiera una extraña entre mi familia, me daba mucha lástima pensar que cualquier pinche gato en esas oficinas sabía más de mi que mis papás. Terminaba la junta y yo me quedaba en la oficina del cliente, mientras al Nefas ya le estaban llamando de su casa. Licenciado Ferreiro, su esposa. Y mis papás haciendo planes para cuando nos casáramos. Ya se veían riquísimos, los mensos. Estaban orgullosos de lo bien que se llevaban con Don Rodolfo. ¡Bendito sea Dios que nuestra pobre hija se lo encontró a usted, licenciado! Me acuerdo en Navidad, cuando fue de visita con sus regalos de feria: antes de despedirse, ya en la puerta, los abrazó a los dos y hasta le prometió un súper trabajo a mi papá. Ahora que emparentemos, decía. Yo los veía a los tres y sentía calientes las mejillas. Parecía que estaban compitiendo a ver quién era más lambiscón, y mis papás le iban ganando de calle. Hazte cuenta que era un programa de concurso, con Nefastófeles de conductor. Y yo estaba entre el público diciendo: No los conozco, no los conozco, no los conozco.
Después supe que Paul no me quería. Como que no acababa de comprarle su estrategia a Ferreiro. Un día oí que le decía: Vas a ver que esta vieja hace milagros, yo sé lo que te digo, levanta muertos. Y como Paul apenas acababa de heredar la agencia, no le quedó otra que apostarle al único caballo que tenía, o sea el que le estaba vendiendo Ferreiro. Yo, pues: la yegua ponedora. Nunca creí que fuera a funcionar, prefería que Ferreiro me declarara inútil. Que me corriera y ya, carajo. Pero también pensaba que podía aprender algo, y a lo mejor después cambiarme a alguna agencia de verdad. No me gustaba estar ahí encerrada, pintándome las uñas y contestando el teléfono, pero decía: Me voy a acostumbrar. Algún día tenía que trabajar en un lugar decente. Aunque todavía estuviera Ferreiro para impedirlo, ¿ajá? Ese trabajo no era lo que yo quería, pero tenía buen lejos. Si no te me acercabas demasiado, jurabas que era yo una exitosa ejecutiva. Y lo era, carajo, ahí estaba lo peor. Nadie en la puta vida de esa agencia levantó más pedidos que la simpatiquísima Licenciada Posturopedic.
A veces me la daban de psicóloga. Iba a comer con el dueño de la fábrica y acababa llorándome en el hombro. Cuando menos pensaba, ya estábamos comprando juguetitos para sus hijos. Paul decía que teníamos que involucrarnos emocionalmente con la empresa, pero a mí me pagaba por involucrarme con los empresarios. Nunca me dijo nada, porque como que le daba vergüenza hablar conmigo de esas cosas, pero hubo un par de veces en que medio alcanzó a meterme manotas. Yo por supuesto que me hacía la occisa. No podía decirle: No me toques, ¿ajá? Si quería room service, se lo tenía que dar, ni modo que me hiciera la indignada. Pero no lo pedía, ni me lo iba a pedir porque yo le daba asco. No sé qué le diría Nefastófeles, supongo que lo suficiente para mantenerme bien lejos de él. Para que me mirara con ese menosprecio de niño mimado que me torcía el hígado. Detesto a Nefastófeles con toda mi alma, pero en el fondo Paul es peor. Paul es de los que nunca se salpican. Está detrás de todo pero no da la cara por nada. Siempre tan cool el niño taradito, haciéndose el muy fuerte con huevitos prestados. O rentados. ¿Sabes por qué el mamón de Paul nunca me vio a la cara? Porque no soportaba la idea de que yo los tuviera mejor puestos que él. Porque yo no tenía que fingir que estaba trabajando. Y también porque yo trabajaba en un área donde él era un inútil. ¿O qué? ¿Vas a decirme que su esposa no tiene cara de piruja insatisfecha? No hay pierde, darling. Paul nunca me pidió que me le pusiera flojita porque tenía miedo a que me riera de él. El típico fantoche que dispara antes de desenfundar.
Cuando empecé a contarte todas estas cosas trataba de cuidar lo que decía. Me intimidaba imaginarte echando espuma por la boca, mentándome la madre, renegando de mí. Pero ya luego me fui acostumbrando, y ojalá tú también. Me gustaría agarrar las cintas y quemarlas, y después inventar algo lindo y contártelo. Pero ya sé que no funcionaría, que acabaría como acaban todas mis historias. Siempre que me disfrazo de buena me sale lo mala. Odio a todos y todos me odian a mí. ¿Dónde está el problema? En todos, por supuesto, ni modo que en mí. Eso es lo que me gustaría escuchar una vez en mi vida: Fueron ellos, no tú. Y semejante mentirota sólo tú podías creerla, porque eras todavía más inocente que mis papás. Ellos creían en mí porque yo era dinero, pero tú te embarcaste así, por nada. Diablo Guardián sin sueldo. Y ya sé que con esta grabación estoy haciendo mierda tu inocencia, pero igual es la única manera de encontrar la mía. Nunca un hombre me había considerado más importante que él, ¿Cómo querías que no abusara de ti? ¿Cómo crees que voy a ser buena y generosa, cuando tú eres mi última oportunidad de portarme como una perra déspota? ¿Te imaginas siquiera cuánto te lo agradezco?
Perdón, pero no puedo controlarme. No quiero, no me importa. Necesito soltar a mis monstruitos y como siempre tú eres el domador. No se por que los mimas.
Deberías curtirlos a cuerazos, a lo mejor así te harían más caso. Pero quién sabe, porque te tienen tirria. Saben que tú eres el más leal de los traidores, que eres capaz de cualquier cosa por hacer que en las vidas de los demás pase lo que tú quieres, y todo porque no te atreves a sentarte a escribir una novela. Ya sabes de qué trata, cómo empieza, cómo acaba, pero por eso mismo no vas a escribirla. Ya hiciste demasiadas trampas, ya caíste solito en todas ellas. Lo único que te queda soy yo, y yo tengo tu historia aquí, en las manos. Te la estoy platicando y no la creo. ¿Por qué tuviste que venir a salvarme, Diablo Guardián? ¿No era mejor seguir con esa historia donde hablabas tan lindo del amor? ¿Tenías que venir a estrellarte contra mí? ¿No te da pena haber andado cacheteando el pavimento por una bruja ególatra y tramposa como yo? ¿No te dan ganas de aventarme un abogado, por ejemplo?
Necesito que me odies, Diablo Guardián. Que escribas mi novela sólo para vengarte, para que los lectores me odien más que tú. Quiero que alguien arranque las hojas y escriba en la portada: Puta infecta. Y quiero que después cierres los ojos y me mires y me digas: Violetta, no puedo vivir sin ti. Quiero que me ames por eso, no a pesar de eso. Que maldigas tus momentos más felices y no puedas dormir si no rezas por mí. Eres lo único que me queda, y cuando acabe de contarte todo tampoco tú vas a quedarme. Voy a cortar los cables, darling. Si ya maté a Rosalba, ni modo que a Violetta la deje viva. Todavía no la he matado porque no he decidido cómo voy a llamarme, dónde voy a vivir, qué voy a hacer, todo eso. Tengo que armar un plan de aterrizaje, pero antes tú y yo vamos a acabar con esto. Necesitas hacer algo conmigo. Matarme, envenenarme, atropellarme, yo no sé. Lo importante es que te asegures de joder a Nefastófeles. Que no se vaya en ceros, tú me entiendes. En la historia, en la vida, en donde gustes, pero jódelo bien, que se vea la calidad de tu trabajo. ¿O qué, Diablo Guardián? ¿Recorriste toda esta puta carretera sólo para quebrarte en las últimas curvas? Dime que no me vas a dejar morir sola. Aunque no lo oiga, dímelo. Ya ves yo: llevo días que no paro de hablar contigo. De repente me miro en el espejo del lavabo y pregunto: ¿Me extrañará? No quiero que me extrañes, ¿ajá? Te pedí que no me dejaras morir sola, pero en cuanto me veas muerta, ya sabes: te apuras a enterrarme. Ódiame, entiérrame, maldíceme, olvídame. Renuncia a ese trabajo estúpido y escribe tu novela. Yo no soy más que un vicio que tienes que quitarte.
Tengo veinticinco años y hablo como viejita. Ya jubilé dos nombres y no sé cómo llamarme. Llevo tres meses con veinticuatro días escondida en un hotel, registrada como la señora Ferreiro. ¿Checas mi refinado humorismo, darling? Hace más de cien días que le estoy dando a mi peor enemigo la última oportunidad para encontrarme.
Mañana que me vaya se me va a olvidar todo, y cuando tú termines de escribir la novela nadie te va a creer que de verdad había una Violetta. Va a ser un personaje, nada más. Una pariente pobre del Pato Donald. Sólo Ferreiro va a tener bien claro que existí: quiero que sepa que hasta muerta le rompo la madre. Diablo Guardián mediante, claro.