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If love was red then she was colour blind
SAVAGE GARDEN, To the Moon and Back
Por más que me aburriera seduciendo momias de escritorio, creo que es el mejor trabajo que he tenido. Antes de eso tenía que pelear sola, con mis armas, sin nadie que me ayudara, o hasta con todos en contra. En New York sobrevives por eso, porque peleando contra todos haces músculo. La policía, el Nefas, los empleados, las camareras, no había uno solo de mi lado, ¿ajá? Así sobreviví, y a eso me acostumbré: nadie me debía nada, no me iban a ayudar hasta que me tomara la molestia de obligarlos. Siempre armé mis movidas en lo oscuro, contra todas las reglas, mi chamba era ilegal hasta entre los ilegales, y de repente me acomodan en un puesto oficialmente ejecutivo donde al final hago lo mismo de siempre, sólo que ahora con el apoyo de la empresa y la cooperación del cliente. Me dan sueldo de secretaria y trabajo de poco menos que recepcionista, pero me sueltan los Big Bucks por debajo del agua para que yo putee con bandera de ejecutiva. ¿No te parece de lo más brillante? Sí, por supuesto, si de veras te crees que los Big Bucks me tocaban a mí.
Me habían dado un coche de la agencia. Ni modo que la ejecutiva favorita del cliente llegara en taxi, ¿ajá? No era como mi Intrepid, pero qué le iba a hacer. Teníamos dos clientes grandes, que al mes ya eran mis novios. Bastante veteranos, by the way. Nefastófeles quería todo el tiempo meter su cuchara, pero no había espacio. No podía controlarme, cómo crees. Tendría que haberse incrustado en media cama. De repente le daba por exigirme así, muy firmemente, que me quedara hasta más tarde en la Oficina, y eso podía significar dos cosas: tenía ganas de encamarme o de cachetearme. Entonces yo le hablaba a uno de mis novios y le decía: Sácame de aquí. Diez minutos después, ya estaba el güey hablando con Nefastófeles: Licenciado Ferreiro, me urge muchísimo revisar el plan de medios. Como quien dice: Me están dando ganitas de gastar menos. Y una cosa como ésas no se puede permitir, o sea que en ese momento salía la ejecutiva con el plan de medios bajo el brazo y el plan de ataque abajo del ombligo. Nefastófeles tenía mucha razón creyendo que mi personita podía mejorar la relación con los clientes, pero era demasiado ególatra para creer que además de eso podía comerle el mandado. ¿Cómo iba a ser posible que la pirujita suburbial se entendiera mejor que él con los clientes? ¿Qué no era yo una limosnera perniabierta como me dijo tantas veces en New York? Pobrecito. Me diseñó una cárcel a prueba de fugas y en dos meses ya estaba conmigo adentro. Me había invitado a jugar en un tablero con las reglas bien puestas, pero igual esas reglas también tenía que respetarlas él. No podía agarrarme a patadas delante de Paul, y menos de mis papás. Ya le había dicho a medio mundo que yo era una persona muy profesional. Y al poco rato sus clientes me tenían yo no sé si cariño, pero de menos mucha preferencia. Sobre él, ¿ajá? Un día descubrí que yo era la persona mejor ubicada para negociar con los clientes, la que los agarraba en una situación más pinche comprometida. Ni Paul, ni Nefastófeles, ni nadie más podía pelear contra eso. Son leyes naturales, darling: Abajo de la cama, todo triunfo es relativo.
¿Sabes lo que era vivir en el cuarto de la sirvienta y ver que el Chivo Viejo salía muy temprano con mi coche? Era un puto tormento kampucheano, pero también servía de acicate. Vivía en una situación tan rascuache que no había por dónde conformarme. Tenía que hacer algo para estar mejor, necesitaba cuando menos cobrarme con alguien.
Te dije que no me faltaba dinero, ¿ajá? Pues sí, pero no. Era mentira, claro. A mí toda la vida me falta cash, y si un día ves que me sobra, espera diez minutos, por favor. Estaba hecha una prángana, dormí como criada, trabajaba de puta, ¿quieres que le siga? Me sentía fugitiva, delincuente, asesina, buscona. Por eso dije: Aguanto cualquier cosa, pero me quedo aquí. Primero me le hincaba a mi papá, antes que permitir que me corriera. Me había vuelto docilita, hasta obediente.
No quería contártelo porque es de lo más pinche bochornoso, pero si me lo callo no me vas a entender. El día que llegué con Nefastófeles a casa de mis papás, yo estaba preparada para que me metieran al manicomio. O para que me cachetearan y me sacaran a patadas. Ciento catorce mil seiscientos noventa dólares: de ese tamaño era el rencor que me tenían. Menos los treintaitantos mil que ya les había pagado. Menos los quince y medio en que me tomaron el Intrepid. Me seguían faltando más de sesenta. Aunque por otra parte, ésa era bronca de ellos: si no me perdonaban, iba a ser mucho más difícil que les pagara. Los muy zonzos creían que de verdad Ferreiro moría por mí, según ellos estaban negociando mi próxima petición de mano. Por eso el pinche Nefastófeles tenía esa seguridad. Él me daba trabajo, yo les seguía pagando, luego venía la boda y vámonos todos a Bosques de las Lomas, ¿verdad? Yo pensaba: Qué asco de sujeto, pero por otra parte el plan me fascinaba. Antes de yo sentarme a discutir con mis papás, mi dizque pretendiente ya les había bajado los calzones. No podían negarse, carajo, no eran tan estúpidos. Pero igual cuando estuve frente a la puerta de la casa también a mí se me cayeron los calzones. Quería que nos fuéramos, casi le supliqué a Ferreiro que no tocara el timbre.
Cuando vi a mi mamá sentí las piernas flojas, pero antes de que abriera yo la boca para decir perdóname, ya me estaba diciendo hijita chula. Un escenón. Y con mi papá igual. Mis hermanos ni siquiera bajaron, pero igual Yo tampoco pregunté por ellos. Hubo dos cosas que ablandaron mucho a mis papás: la primera, todo el dinero que les había depositado en su cuenta, y la segunda el Intrepid. Les di las llaves y les dije: Es suyo. Qué te cuento, les chispeaban los ojitos. ¿Sabes qué comentó mi mamá? Dijo: Voy por mi abrigo y salimos a darle el estrenón. Ya después se sintieron tan patrones que me mandaron a vivir a la azotea. ¿Sabes por qué a las gatas les dicen gatas? Ésta es la historia verdadera de Rosa del Alba Rosas: La Princesa Micifuza. Una conmovedora historia de superación gatuna.
Lo que ni Nefastófeles ni mis papás sabían era que hasta ser criada tiene sus ventajas. Número uno: A nadie de la casa le importa lo que pienses. Número dos: Ni siquiera te creen capaz de pensar algo. Número tres: Se fijan en lo que dices sólo cuando los haces reír. La criada es una intrusa con licencia, una fuereña folclórica, una merodeadora a sueldo… Todo eso lo pensaba para no maldecir mi suerte, ¿ajá? También para encontrarle un chiste a la joda de vida que llevaba. Finalmente, yo tenía claro que en cualquier momentito iba a brincar el chango. Nunca sabes de qué árbol, pero al final brinca. Aparentemente todo el mundo me iba a tener muy vigilada, pero acuérdate que Yo estaba en el lugar de la criada. ¿Quién vigila a la criada y estrena coche al mismo tiempo? No tenía mucha idea de cómo iba a ser mi vida, pero era obvio que necesitaba ingeniármelas para abrir no sé, grietas, huecos, whatever. Pensé: Lo único seguro es que no voy a aguantar esto por más de cinco meses. O sea medio año ni hablar, ¿ajá? Pero ¿sabes en qué nos parecemos mucho mi familia y yo? Somos apestosísimamente sobornables.
Nunca nadie me ha sobornado tanto como la rutina. Todo los días ensayas la misma obra, un día te la aprendes y ahí poco a poquito vas torciéndola a tu gusto. O te la van torciendo a su antojo, que es lo que pasa cuando te la crees. Otra ventaja de vivir como gatita es que nadie te obliga a creer en nada. Al día siguiente de la reconciliación, llegué con mis maletas y me trataron como mierda todos. Pensé: Ok, soy una animada. Está bien, no hay problema. Entre menos burros, más olotes. Ya vendría la mía y entonces sí: arrieros íbamos a pinche ser.
Pero una se acostumbra a todo. Te digo, la rutina te corrompe. Ferreiro y mis papás sólo me trataban bien cuando estaban juntitos. Ése era todo el show de los tres: ¡Cuánto queremos a la nena! Y al final bien, porque sus atentísimas hipocresías garantizaban que Ferreiro y mis padres solamente se decían falsedades, generalmente conmigo en medio. O sea que yo era la única persona en este mundo que conocía las mentiras de los tres. ¿Quién cuida sus palabras cuando había con la criada? Nefastófeles no, mis papás menos. Ninguno se tomaba la molestia de mentirme, pero bien que me usaban para engañarse entre ellos. Ahora súmale mi trabajo con los clientes, que al ratito de conocerme me adoraban. Ya no podía andar por el mall de Caesars Palace, pero estaba ganando libertad a carretadas. Por un lado, en mi casa les tenía sin cuidado si yo entraba o salía. Por el otro, mis clientes-novios me ayudaban a escabullirme de Nefastófeles. Me la pasaba bien, me metía lana extra, mediocre todo pero muy tranquila: como que cada día iba pensando menos en el muerto. Se me había ido el miedo, creo que la rutina me lo había espantado. ¿Tú sabes cuánto tiempo sobrevive la rutina sin el miedo? Por más sobornadísima que de repente me sintiera, era obvio que no me iba a quedar así. No me caía mal tener un par de horarios, pero el chiste de la rutina es irle robando espacios. O sea meterle zancadillas, no dejar que te agarre sino agarrarla tú y hacerle una súper mamita de puerco. Ella te soborna, tú le tuerces la muñeca. Y se la quiebras, si se llega a ofrecer, pero no te quiebras tú. No puedes estirar la mano para ver si te sobornan. No es lo mismo comerte la mierda que te sirven, que decir: Por favor, denme más mierda. Al que te soborna le gusta que le beses los pies. O la mano, o el culo, porque es tu patrón. Se está poniendo en el lugar de tu dueño. Ok, yo me dejaba corromper, pero también hacía lo mío para corromper a los otros. Estaba sobornando a mis papás, y también a mis clientes-novios. Con distinta moneda, eso sí. Pero por otra parte Ferreiro estaba sobornando a esas mismas personas, y hasta a mí. Si yo dejaba que la rutina terminara de emputecerme, no iba a pasar jamás de ser la chalana del Nefas, ni la miau de mi casa, ni el colchón de los clientes. Me acuerdo que pensaba: Let’sface it, Violetta: más tarde o más temprano te le vas a poner al brinco a Nefastófeles. Era cosa de timing, nada más. Una se sienta encima de la rutina como si fuera la banqueta de una avenida. De pronto ve camiones, taxis, pipas, motos, bicicletas, trolebuses y dice: No, ahí no quiero irme. Luego pasa un Jaguar, un Ferrari, un Porsche, y una vuelve a decir: No. Digo, mal no está, pero eso no es exactamente lo que quiero. ¿Sabes por qué me quedo en la banqueta? ¿Por qué no quiero moverme de aquí, por más que pasen coches y camiones que según esto van para allá? Porque estoy esperando a un Corvette amarillo. Convertible, con vestiduras negras, hocicón. ¿Te has fijado que el Corvette es el coche más hocicón del mundo? Deja el tamaño: el rugido. Un motorón detrás de un hocicote. Según Violetta, eso tenía que ser el amor.
Violetta, Rosalba, Rosa del Alba: ya ninguna era yo. Vivía dividida todo el tiempo. Rosalba en la Oficina, Rosa del Alba en la casa (me lo decían por joder, eso estaba clarísimo) y Violetta en el espejo. Me miraba por horas, unas veces sentada dentro del coche, otras en el espejo del baño, otras en mi espejito del buró. Decía: ¿Dónde estaré yo? ¿En los ojos, en los labios, en la frente? Casi toda mi vida sucedía a espaldas de mí misma. Yo, Violetta, no estaba en ninguno de los personajes que representaba a diario. No solo porque me llamaran con otro nombre, también porque las cosas las hacía desconectada, con el cinismo en cien y la conciencia en ceros. Así como la gente apaga la luz para poder dormirse, yo tenía que apagar la conciencia para despertarme. O más bien levantarme, porque cuando lograba darme el lujo de ser yo el día entero, apenas me paraba de la cama. Un domingo con toda la casa para mí sola, por ejemplo. Me iba a echar en el cuarto de mis papás y veía vídeos todo el día. Sin sonido, a veces. No la pasaba mal. Fumaba mariguana como loca y dedicaba el día a planear lo que iba a hacer cuando llegara mi Corvette amarillo. Al día siguiente abría el ojo y desconectaba la conciencia. La criada, la secre, la ejecutiva, la movida: ninguna de esas perras era de mi talla. Por eso de repente me hacía bolas y tenía que acabar sacándome la risita babosa de la manga. Ay, licenciado, qué loco está usted. – jojojó. Violetta conducida por piloto automático, mientras adentro yo seguía preguntándome cuándo carajos iba a cambiar mi vida. ¿A la hora y en la hora de mi muerte, amén? Tenía tantas emociones sin estrenar que cualquier día iba a empezar a oler a podrido. Imagínate el oso delante del cliente.
Me enferma esa palabra: oso. Los ejecutivitos de la agencia vivían con el jesús en la boca por el miedo de hacer un oso con sus pinches clientes. Tanto miedo le tienen al ridículo que le dicen oso. Le decimos, pues. Pero a mí no me da miedo el ridículo. Lo he hecho toda mi vida, ¿ajá? Nadie vive tan cerca del ridículo como la clase media. Por eso nadie quiere quedarse ahí, donde cualquier jodido te falta al respeto. Un güey de clase media no tiene guardaespaldas que aventarte, pero tampoco se atreve a encajarte un cuchillo en el cuello. Entonces, claro, se aguanta la vergüenza. Hace su oso de todos los días. ¿Sabes, por ejemplo, el tamaño del pancho que yo estaba haciendo ante mis mamones ojos? Si me veía con calma, decía: Pobre muerta de hambre. Por eso nunca me veía con calma. ¿Quién puede tener calma cuando está esperando un Corvette amarillo? ¡Hey, bola de pendejos! No crean que porque estoy sentada en la banqueta no tengo adónde ir.
Tenías que haberme visto en un microbús. O todavía peor: en el metro. No quería ni sentarme, prefería ir incómoda. De repente Ferreiro me decía: ¿Sabes qué? Van a ocupar el coche. Tres, cuatro días. Una semana, de repente. Y ahí venía Violetta llegando en la mañana a pata, oliendo a sobaquina de carne de cañón. No podía aceptar que mi vida siguiera así por mucho tiempo. Ni un amigo, ¿me entiendes?, y amigas menos. Con la fama de golfa que tenía, solamente los najayotes se me acercaban. Pelagatos calientes, obvios, you know. Los típicos de escuela lasallista, tlahuícas de trajecito. Y para los que le hablaban de tú a Paul yo era una porquería. Además, Nefastófeles se encargaba de espantármelos. De repente llegaba y me decía: Tienes la tarde libre para que compres calzoncitos. Y lo anunciaba fuerte, que lo oyeran todos. Me daba nalgaditas, me hacía y me decía cosas para que me miraran como su putita. En el metro me portaba mamona del puro asco, pero en la agencia lo tenía que hacer a huevo. Con lo poquito que me respetaba Ferreiro, no podía voltear ni a ver a los compañeritos. No pensaba tirarme a ninguno, ni iba a aguantar que me anduvieran manoseando. Tenía que portarme como una bitch de miedo, hacerlos que me aborrecieran todavía más que a Nefastófeles. Pero eso me fregaba el día. ¿Sabes lo que es pasarte la mañana pintándote las uñas y leyendo el periódico nada más por joderlos? Luego también trataba de que me dieran algún trabajo, que me dejaran ayudar a lo que fuera con tal de no aburrirme, pero cero: nadie me respetaba, me veían como diciendo: ¿De qué burdel saliste? ¿Si tanto dices que cobras? La carne de cañón merendándose a la carne de colchón: de mi cuenta corría que se iban a empachar.
¿Ahora si ya entendiste por qué agarraba el metro? Me ponía en forma. Cogía condición desde temprano y llegaba a hacerles la guerra pesadísimo. Aunque ni tan temprano, porque entraba a las diez. Una hora más tarde que todos los esclavos. A veces me iba apareciendo cerca de las once, y a esa hora me daba por enchinarme la pestaña y echar el cafecito y saludar de beso en la boca a Ferreiro. Bitchcraft a fondo, no speed limit. Si lograba tronar a mis compañeritos, iba a estar lista para llevarme entre las patas a Nefastófeles, y para eso no había mejor entrenamiento que venir a las nueve y media apretujada entre chingo mil nacos que te tortean o te roban o te empujan y decir: Odio esto, odio esto, odio esto, odio esto, odio esto, no puedo soportarlo, voy a matar a cachetadas al primer tlahuica que me vuelva a poner la mano encima. Cuando llegaba a la oficina decía: Va la mía, cabrones. Al poco rato veías a la secre de Paul chille y chille porque había perdido el pasaporte de su jefe. Y ya en la tarde Paul bramando del berrinche porque tenía que irse al día siguiente a New York y no lo iba a lograr, el pobre. Así desaparecí sueldos, papeles, cheques, cosas que a veces me servían y a veces no, pero de fijo le ponían en la madre al enemigo. ¿Qué se estaban pensando, pinches gatos hambreados?
Yo igual había soñado con hacer publicidad en serio, aprender cosas, entrar a las juntas, y a la hora de la hora nadie me dejaba. Cuando íbamos a ver a algún cliente, Nefastófeles me prohibía abrir la boca. Decía: No se te ocurra abrirla hasta que él se baje la bragueta, y yo me hacía la sorda para no darme por humillada. ¿Qué decías? Ah perdón, es que estaba quedándome dormida. No tenía dignidad, pero era cínica; una cosa se compensaba con la otra. Trataba de nunca discutir con él, me jodía muchísimo que me pegara. Me daba un miedo horrible que un día se le ocurriera voltearme un revés enfrente de alguien de la agencia. Pobrecito Nefastófeles, seguía sin saber la raza de alacrán que se estaba echando al hombro. De veras creía el pendejo que no tenía yo ni rastro de amor propio, que mi linda carita era su escupidera. ¿Quién era más ingenuo? ¿Yo, que me hacía la sorda cuando me insultaba, o él, que estaba poniendo a sus clientes en mis santas manitas? No es que no oyera todos sus insultos, es que estaba ocupada archivándolos. Una de las razones por las que me aguanté sin nunca abrir la boca era que yo decía: Me cae que a este infeliz voy a voltearle la tortilla. Por favor, señorita, tome un número y espere su turno.
¿Estás de acuerdo en que yo no podía enfrentarme a Nefastófeles sin mi brioso Corvette amarillo? Amazona sin montura, coatlicue segura. En el metro pensaba: Ok, soy una prángana, pero a ninguna de estas gatitas la está esperando un Corvette amarillo. Eso no lo dudaba. Que en algún punto del planeta tenía que haber un Corvette amarillo con mi nombre. ¿Te fijaste que casi ni he mencionado la palabra suicidio? Para eso exactamente sirven los Corvettes amarillos: cuando sabes que hay uno en tu futuro, no te cabe la idea de morirte.
No sé si tiene caso que te explique. Mi Corvette amarillo es un coche, pero no sólo un coche. Es mucho más. Mi Corvette amarillo es todo lo que pasa dentro o fuera de él. Una fiesta, una orgía, una revolución, unas olimpiadas. Aunque eso sí: hay un par de límites. El de velocidad, que está muy lejos, y el de pasajeros: dos. ¿Te imaginas lo payo que se vería el asiento trasero del Corvette? Ferreiro traería uno, segurísimo. Con sus correspondientes vestiduras de ciertopelo fucsia. Por eso alguien como Ferreiro jamás habría cabido en mi Corvette amarillo. High and fast living, ¿ajá? Una forma de vida que fuera inalcanzable para todos los hombres que me rodeaban, aunque me persiguieran su triste vida entera. Obviamente mi Corvette amarillo tenía que llevar metralletas, lanzallamas y turbinas integradas. Cada vez que me resignaba a subirme en el metro pensaba: Paciencia, baby, estás armándote un acorazado con alas. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que no podías separar a tu novela de tu vida, sobre todo si no acababas de escribirla? También decías que el odio y el amor y la muerte y el sexo te parecían siempre un poco más chiquitos, o bueno, menos grandes que la novela. Insisto: aunque no la escribieras. Ok, pues es la misma historia de mi Corvette amarillo: I was The Passenger.
Para tener un Corvette amarillo hay que empezar por el estado de ánimo. Cuando una llega a visitar al cliente en taxi, o en el coche de la empresa, tiene que hacer a un lado esas miserias y pensar: Acabo de llegar en mi Corvette amarillo. La doctora Sdchmidt aconseja en estos casos un poco de sugestión: llegas, miras a la recepcionista y te preguntas qué cara pondría la vieja si pudiera ver tu Corvette amarillo. Puta envidiosa, ¿ajá? Bueno, pues ya que sabes a qué clase de basura te diriges, le dices: Tengo una cita con el Lic. Cacagrande. Sin por favor, ni buenas tardes, que sepa que vomitas a los envidiosos. Y así vas repitiendo la operación con secres y chalanes, hasta que llegas con el mero Licenciado Cacagrande y te preguntas: ¿Qué haría este canchanchán si un día le prestara mi Corvette amarillo? Te lo imaginas presumiendo con sus amigos, aventando lámina en el Periférico, persiguiendo golfitas por Insurgentes. Y sonríes, porque ya viste lo barato que es el güey. Y él se la traga toda, porque le estás sonriendo. Pero una siempre debe estar segura de que el Lic. Cacagrande está contento porque le emociona muchísimo la idea de poner sus pezuñas en los pedales de un Corvette amarillo, divertible y con vestiduras negras. Todavía no tenía claro cómo hacerme rica, pero ya había aprendido a aparentarlo. Eso era exactamente lo que Ferreiro no sabía, y a mí no me importaba que me vieran en toda la oficina como putita chafa con tal de que Ferreiro siguiera sin conocer mis números. Sabía demasiadas cosas mías, pero ya no las más importantes. Él pensaba que yo seguía chillando por mi Intrepid, y a veces me hacía chistes objetitos, tipo: ¿Y qué tal tus papás, todo sobre ruedas? Mi única venganza era saber que él no sabía nada del Corvette amarillo. O sea, no sabía ni madres de la vida. El pobre infeliz.
Puede que si sea yo una escapista natural, pero me te cagaba que me lo dijeras. No quería escaparme de ti, si me escondía y te me desaparecía era porque tenía que jugar en otro tablero. Nunca es igual decir: No quiero que me busques, a pensar: ojalá no me encuentre. A veces me moría de ganas de que te aparecieras, pero de todos modos te habría zorrajado un botellazo en la cabeza. Sólo hay un tipo de persona a la que puedo estar muriéndome por darle un beso y recibirla con un botellazo: el chofer de mi Corvette amarillo. Atención, escapistas: Ofrezco mis servicios profesionales como conductor de Corvettes amarillos. Eso fue lo que yo leí en tu solicitud de empleo, aunque tú hayas escrito otra cosa. ¿Cómo sé que me andabas buscando a mí, más que a la chamba? Ya te dije, querido, por un papelillo. ¿No te parece demasiada coincidencia que te llevaras tus articulitos del periódico y dejaras una hoja de tu novela en mi escritorio?
Ya sé que pudo ser un error, pero si me convences de semejante pendejada no te extrañe que me arrepienta de todo y te maldiga, por farsante. No es para tanto, pues, sólo quiero que veas cómo hacía para estar segura de que tú podías pilotear mi Corvette, aunque no fuera cierto. Lo importante no es que las cosas sean, sino que salgan ciertas. Lo importante fue que dejaste ese rollo en mi escritorio y lo leí mil veces. ¿Por qué me lo dejaste a mí, y no a Lerdo? ¿Te dio vergüenza que el viejo almorraniento descubriera tus sentimientos encueraditos, o más bien te excitaba enseñármelos a mí? Ya sé: lo hiciste inconscientemente, alguien dentro de ti reconoció mis códigos y dijo: beep-beep-beep-beep-beep-beep. Casualmente, yo leí ese papel y pensé: Contratado. Digo, lo más posible era que acabaras renunciando, o que yo te corriera de mi Corvette, pero por lo que habías escrito me venías a la medida. Te gustaba la velocidad, tenías ganas de meterte en problemas, querías apostar fuerte. Fue lo que yo leí, a final de cuentas, pero como no quiero que te enojes y ya no quieras escribir la historia de mi vida, voy a soltarlo todo de memoria.
“Yo no sé si usted llegó a mí vida con la misión expresa de rescatarme de una guillotina inminente, pero es cierto que su llegada me salvó de escoger entre la muerte y la locura.
La locura: una cárcel distante cuyas puertas son tanto más nítidas cuanto menos uno se resigna a vivir en el horror. La locura no brota como una súbita infección en el cerebro. La locura es aquella enfermedad que sólo nos amenaza cuando ya sus uñas se han alojado en las entrañas, de modo que pelear contra ella es también despedazarnos el vientre, oprimirnos los pulmones, perder el miedo a la muerte como se pierden la inocencia y el amor. El amor es un bien que no he perdido. Cuando entre las condiciones que se le ponen al amor no se halla la correspondencia de quien se ama, y en realidad tampoco puede hallarse ninguna otra porque se ha decidido amar incondicionalmente, el amor, que por su propia vehemencia vive más allá de posesiones tan irrelevantes como el bienestar y la cordura, sólo puede perderse con la vida. No he muerto, luego amo.
Amo a una mujer a la que no conozco, y tal vez a eso se deba que no puedo cesar de contemplarla cada vez que la ausencia del mundo me brinda el anestésico de la soledad. Sé que esa mujer existe, podría dibujar la fachada de la casa donde vive y pienso, porque así aún lo quiero, que ocupo algún lugar en su memoria; pero a mi la memoria no me ha servido sino para frenar mis pasos, atar mis ojos al interior de los párpados y proyectar en ellos la película más obsesiva del mundo: Dalila.
Dalila es un nombre que no tiene cuerpo. Dalila es la palabra que a diario me visita pero jamás se queda a dormir. Dalila son seis letras formadas por cuchillos. Dalila es el principio de la música y el fin de la plegaria. Dalila es ese nombre que un día escribí en los muros de la casa de Dios, desde entonces acaricio su textura, tal como otros recorren con manos, boca y ojos a sus mujeres. Dalila se pronuncia degollando la lengua, y luego acariciándola. Es el nombre que tuve que inventar para ocultar al otro: el innombrable, aquel que sepulté para ya no decirlo ni pensarlo ni escribirlo. Y si hoy abandono mi juramento y escribo ese nombre en el sobre donde habrán de viajar moribundas de miedo estas palabras, lo hago con el solo propósito de que lleguen hasta usted, aunque con la secreta esperanza de que jamás lo logren. Quiero pedirle perdón por mi atrevimiento, por mi cobardía y por cada una de las debilidades que con seguridad me hacen indigno de habitar sus recuerdos. Pero antes de narrarle una historia que es más suya que mía, debo también pedir perdón por ella, por Dalila.
Dalila es usted”.
No me vas a decir que le falta un renglón. Es la única vez en mi vida que me aprendo algo así de largo, de corrido. ¿Qué querías que pensara después de leerlo? Podías cambiar «Dalila» por «el Corvette amarillo» y seguía funcionando igual. Y no digo que yo fuera Dalila, ni tampoco que tú fueras mi Corvette. Yo no sabía mucho del amor, aunque a veces lo hiciera tan seguido. No sabía ni madre, más bien, pero después de ver lo que tú habías escrito dije: Señoras y señores, he aquí a uno más perdido que yo. Porque al amor yo lo había evitado como a la peste, y a lo mejor por eso me hice prófuga compulsiva, pero tú lo esquivabas sin darte cuenta. No sé si me entendiste: buscabas al amor como al trabajo de publicista, con muchísimas ganas de no encontrarlo. Tú me inventaste a mí, pero yo ya me había inventado sola. Lo que escribiste no tenía que ver nada con lo que yo era, ni con lo que según yo tenía que ser el amor. Pero igual me dolía, como si sólo hubiera crecido con un brazo y de repente me encontrara el otro, moviéndose, diciendome: Hola, nena, no sabes cuánto te he extrañado. Lo confieso: me sentí amenazada. Por eso decidí que eras muy conveniente.
Hay mujeres que dicen: Ay, yo no sé por qué los hombres nada más me quieren fajar. Cuidado con esas putas. Cuando no quieres que te fajen pones un foso lleno de cocodrilos entre tu personita y el mundo. No te voy a decir que supiera cuidar mi virtud, más bien lo que sabía era ponerle precio. Por eso no dejaba que me la manoseara cualquier comemierda. En realidad mi única virtud seguía siendo parecer lo que no era. No siempre me salía como lo planeaba, y de repente como que se me asomaba el cobre, pero digamos que sabía arreglármelas para desconcertarlos. Me reía como estúpida, hacía preguntas ñoñas y cuando menos lo esperaban soltaba un comentario ácido, o contaba algún chiste groserísimo, o me abría la blusa frente a mi culto público. No estoy segura de que me divirtiera, pero tampoco sabía cómo comportarme. Nunca había tenido que estar en una junta. Usaba palabritas que se me iban pegando, más las que había aprendido cuando me puse sola a estudiar mercadotecnia, pero como que no era suficiente. Yo decía: Me falta algo, a touch of chic, no sé. Odio sentirme naca, no lo soporto ni dos segundos. Y Ferreiro se encargaba de recordármelo a cada rato. Un día a media junta me dice, en la jeta del cliente: Rosalba, sírvenos por favor unos cafés. Todos los tigres le tienen miedo al domador, hasta que cualquier día se lo comen. ¿Sabes cómo le contesté? Con una preguntita: ¿Así, o encuerada? Ferreiro y Paul cambiaron de color, pero el cliente se zurró de risa, y ellos tuvieron que reírse igual. Yo me estaba tirando a su puto cliente y el idiota pensaba que podía chalanearme delante de él. Pensé: Me va a correr. Pero luego el cliente me felicitó enfrente de todos, o sea que a tragar camote, señores. Era la guerra, ¿ajá? Cuando me conociste yo empezaba a ser un problema para la agencia. Tú no te dabas cuenta porque te ibas a las seis, pero luego se armaban unas gritizas perrísimas entre Ferreiro y yo. Hablábamos cuando ya no quedaba nadie en el piso, y entonces él me amenazaba con correrme y yo decía: Ok, córreme, y yo para mañana me convierto en tu cliente. Él me daba de cachetadas y yo le aventaba las engrapadoras. Me decía: Otra más y te mueres, pinche indita malnacida, y yo: Me muero de risa cabrón, yo me voy a encargar de que te joda Paul.
Paul seguía quejándose de que las campañas estaban del carajo, pero el güey no dejaba de venderlas. I mean: sus dos grandes clientes me adoraban. Sabían que la agencia era una mierda pero estaban felices de tener un detallito ahí. El día que Paul vio tu campaña de puntualidad, le dijo algo a Ferreiro sobre ti. Según esto eras muy talentoso.
O sea que entre tú y yo le estábamos armando el huato a su pinche agencita. Y eso a Ferreiro lo ponía verde, se figuraba que ibas a joderlo. Cada vez que cualquiera estaba bien con Paul, Ferreiro echaba a andar la alarma. Y a ti no te importaba, en realidad, hasta creo que te habrías enorgullecido muchísimo si te hubieran corrido a patadas. Que es lo que merecías. Pero allí estaba yo, y tú por defenderme ibas a ser capaz de cualquier cosa. Podías pelear de frente con Ferreiro, mientras yo por detrás le metía el pie para que le pusieras en su madre. My God, ¡here comes my hero!
Un alacrán piadoso: nada más eso me faltaba. Y te lo digo en serio, un diablo de la guarda era todo lo que yo necesitaba en la vida. Alguien que fuera un freak en todas partes, que los demonios y los ángeles lo vieran con la misma desconfianza. Yo no estaba para creer en nadie, pero tenía que agarrarme de algún lado. Hacer tierra. De repente pensaba: Con un buen aliado, tranquilamente me andaría quedando con la agencia. Pero tú no servías para eso.
Los que sirven para eso empiezan por framear a su cómplice. ¿Cómo dices framear? ¿Emboscar? ¿Atrapar? ¿Entrampar? Suena horrible. De cualquier forma, tú no me ibas a framear. Not that way, mínimo. Not the way all those motherfuckers wanted me. Tú querías mucho más, se te veía en los ojos. Ni siquiera te distraías en mirarme el cuerpo, seguramente porque querías la sangre, y luego porque la reconocías en cada mordida. Había días que me dabas miedo. No me veías de frente, pero si yo no estaba en mi escritorio te acercabas a husmear. Mirabas los papeles como fotografiándolos. Entonces dije: Voy a ver si funciona todo como yo creo, y te puse una trampa para ratas. Recorté una hoja de una revista donde decía: Los hombres osados se visten de rojo. Era una babosada, pero la subrayé. Luego me levanté a dar una vuelta. Me asomé, te vi espiando y pensé: Ya mordió el queso. Y caíste, querido. Al día siguiente traías suéter y calcetines rojos. Ya sé que si estuvieras aquí lo negarías, pero lo bueno de este sistemita es que no puedes decir si ni no. Me importa un pito si si o si no, yo sé que sí y ya. ¿Sabes cómo le dicen los españoles al control remoto? Mando a distancia. Suena bien, ¿no? Ya sé que no te gusta que te diga rata, pero no te pedí que asaltaras la ratonera.
Por eso mejor digo que entre tú y yo inventamos un modelo personalizado de mando a distancia. Unas veces lo usaste tú y otras Yo, O sea, ni modo de no usarlo. Tú querías acercarte a mí, yo necesitaba que te acercaras, y lo único que sabíamos los dos era hacer trampas. La diferencia era que yo lo hacía profesionalmente. Tú no tenías la vida colgando de tus trampas, a menos que empezaras a mezclarlas con las mías. Pero querías eso, ¿ajá? Si lo que habías escrito era cierto, estabas más que listo para saltar conmigo del trampolín, aunque abajo en lugar de agua hubiera leña.
Y yo tenía que escaparme, no lo quería pensar pero ya estaba enferma de mi puta vida. Me sentía podrida de trabajar como corpopiruja, de no tener amigos, de seguir contestando el maldito celular, de vivir en mi casa como pinche arrimada, de ganar un montón de dinero y no tener ni coche, de seguirles pagando a mis papás el dinero que ellos también se habían robado, de mis hermanos nacos y pendejos… ¿Sabes cuál era el orgullo más grande de mi madre? Qué horror, Dios mío: los videos en los que sus hijitos cantaban con la estudiantina de La Salle. No te puedes imaginar la pena que sentía de verlos salir de la casa vestidos de mosqueteritos jotos. Por cierto, también eran boy scouts. O sea que como ves, tenía más de una razón para correr a tus brazos, pero tampoco te iba a negar el gusto de ser tú el que pegaras la carrera. ¿Cachas la idea, oh, my hero?
La verdad es que no sabía ni de qué hablarte. Me preguntaba si hablabas como escribías, y decía: No la jodas, no nos entenderíamos nunca. Aparte, eras mamón. Te encerrabas con tus libritos y no le hacías caso a nadie. Más que a mí, que no te pelaba en absoluto. Cuando te ibas me daban ganas de esculcarte, pero luego pensaba: Mejor que me lo enseñe todo él solo. ¿Sabes qué otro libro tendría que escribir la doctora Schmidt? El Manual de jaques para reinas desubicadas: cómo framear al rey sin mover una pestaña. Por eso en realidad no me importaba que los pendejos gatos de la oficina me vieran feo. ¿Cuándo has visto que un peón se meriende a una reina?
Tenía un gran defecto: me había hecho muy pacheca. Supongo que era una forma de soportar la vida de sirvienta que llevaba. A veces me subía al metro perdida. Con carita de estúpida, seguro. Supuestamente con la mariguana la gente se hace más amigable, pero conmigo pasa lo contrario. Me enconcho, me desconecto, me voy todita para dentro. Me miras a los ojos y lees: Nobody home. No te puedo atender, vuelve más tarde. Ventanilla cerrada por inventario. Además, en mis cinco sentidos iba toda tiesa, con pose de mamona, vigilando que no me manosearan, mientras que ya pacheca me importaba un pito. De pronto me gustaba. No sé si sepas, es un viejo deporte de coadicues. ¿Te has fijado que hay viejas que se pintan y se perfuman nomás para treparse al metro? Te iba a decir que es como un inmenso casting, pero igual es más bien un tianguis. El Gran Tianguis Móvil de Culos y Tetas. Atención, puñeteros: se vale sobar. Entonces te decía que ya pacheca me ponía flojita. Y era también como una vengancilla, porque decía: Bueno, si Ferreiro me va a manosear en la oficina, mínimo que no sea el primero. Aunque eso si, era el más asqueroso. Si de plano me dabas a escoger, prefería besarle las axilas al chofer del metro que tener que aguantar encima las garras de Ferreiro. Digo, para que entiendas por qué me emberrinchaba tanto que me hicieras escenas de celos cada que me veías con el pendejo del Nefas. Psst, sobrecargo, una bolsa de mareo por el amor de Dios.
Ladies and Gentlemen: Violetta Unplugged. Decía que sí a todo y me valía una madre si se caía el mundo. Llegué a ser tan pacheca que hasta cargaba galletitas de mantequilla verde. Me las comía a las once de la mañana y el pasón me duraba hasta la hora de salir. Excepto cuando tenía junta con el cliente, que por supuesto iba a durar hasta quién sabe qué horas. Dirás que no eran exactamente reuniones de negocios, ¿ajá?, pero yo creo que sí, y hasta más que las otras. Cuando un cliente se sentaba en una mesa con Ferreiro y Paul, no hacían más que arreglar pendejaditas del diario. Yo, en cambio, tenía que echar a andar una puta obra de teatro. No podía estar pacheca, porque entonces no conseguía todo lo que me había propuesto. Lo de menos era que me aprobaran las campañas, eso podía conseguirlo sin tener que perder la vertical. El chiste era poner al güey completamente de mi lado, y ése es trabajo fino. Tanto que ni siquiera tiene que ver con el colchón. No importa si negocias en la mesa o en la cama, la onda es saber quién va a tirarse a quién. Los hombres casi nunca se preguntan eso, a lo mejor porque ya están acostumbrados a estar arriba. Y en mi caso el cliente estaba tres veces arriba: una porque era hombre, dos porque era cliente, y tres porque tenía cosas que yo quería tener. Podría decirte: Zutano y Perengano, pero es mejor que siga diciendo: El Cliente. Porque eran eso, los clientes de la agencia. Y yo era una ejecutiva que trabajaba en el área de Servicio a Clientes. Con esa coartadita me movía con una libertad que los demás ni soñaban. Finalmente, la gracia era llegar a mi casa diciendo: Me los cogí a todos. ¿Tú crees que toda esa labor no era trabajo? Paul decía: Tenemos que hacer de cada cliente un amigo. Yo pensaba: A la mierda la amistad, I need some sugar daddies.
¿Cómo traducirlas sugar daddy? ¿Papito azucarado? Se oye de lo más guarro. Pero así era. Si quería que mi papito me diera mi domingo, más me valía retacarle de azúcar el hocico. Tenía que echar a andar una historieta, con celos y apapachos y todo el repertorio. O sea que si le rascas yo era la que inventaba las historias y tú el que se prostituía. ¿Ves cómo suena fuerte? Prostituirse.- parecería que no hay nada peor y al final casi todo el mundo lo hace. Lo que realmente les molesta es que una lo haga mejor que ellos. Les gustaría verte parada en la banqueta con un chicle en la boca: ¿Qué pasó, papacito, vas a ir? Les gustaría aventarte trescientos pesos a la cama, subirse la bragueta y olvidarse de ti por los siglos de los siglos. Tú no sabes a cuántos estúpidos me llegué a encontrar que corrían con tal de no tener que saludarme. Carajo, ¿quién les dijo que yo pensaba siquiera decirles hola? ¿Nadie se ha dado cuenta que estoy de paso, que así como una noche doy el colchonazo al día siguiente puedo ir a comer al jockey Club, y que de todos modos sigo estando de paso? ¿Por qué la gente nunca cree que seas más de lo que ve? ¿Por qué ven solamente lo que quieren ver? Cualquier perro sarnoso y malcomido puede ver más que los pendejos que se creen inteligentes. Cualquier rata ve más que cualquier gato.
¿Tú crees que yo iba a darme el lujo de no comprarte? Como te digo, todos eran tramposos, pero tú me saliste canela fina. Las trampas de los otros eran obvias. Contabilidad doble, comisiones de imprentas, facturas alteradas, lo normal. Hasta mis mariditos de New York me contaban de enjuagues como ésos, ya ves que tengo vocación de confesora. Había tardes en que te veía encerrado escribiendo y decía: ¿Qué está haciendo este güey? Entonces me esperaba a que te llamaran a junta y entraba rapidísimo a checar. Sólo lo hice dos veces, una de ellas apenas alcancé a leer tres palabritas: oficina de mierda. La otra estabas tratando de copiar la firma de Paul. Beep-beep-beep-beep, tenemos un saboteador en la empresa. Nunca pensé que fueras un ladrón, los ladrones no se andan quejando por las oficinas de mierda. Odiabas trabajar allí, seguro dabas cualquier cosa por andar a esas horas en la calle. Cada vez que podías te asomabas. Ibas al baño todo el tiempo sólo para arrimarte a ver la calle. Por eso dije: Tengo que hacer algo. No te me habías acercado, y si te me acercabas yo iba a tratarte como mierda. Necesitaba un pacto, algo muy por debajo del agua. Deja que te lo explique: Tenía que agarrarte de los huevos.
Había leído tu contrato por un mes. No sabía si te ibas a quedar, pero según decían no eras malo. Eras lacra y te daba hueva el mundo entero, aunque igual yo podía hacer algo contra eso. Si me las arreglaba para que la agencia conservara sus clientes, bien podía empezar a mover mis influencias para que el nuevo empleado no se fuera. Mis influencias contigo, para que me entiendas. Porque yo me sentía muy confiada en eso, me mirabas de un modo que no había lugar a dudas. Pero necesitaba una coartada, no podía llegarte puteando. Tenía que intentar algo más decente, y al mismo tiempo totalmente undercover. ¿Ves qué mundo de mierda? Está todo tan pinche corrompido que la decencia tiene que esconderse para sobrevivir.
¿Quién soy yo para hablar de la decencia? Supongo que alguien que la ve de lejos, que trata de alcanzarla, pero sin mucho esfuerzo. Porque si me esforzara, menos la alcanzaría. Siempre que digo: Ahora sí, ya voy a ser decente, uno, dos, tres: me convierto en una imbécil. Se me secan los sesos, pongo cara de Virginia Santoyo, le digo a todo el mundo que si, que si, que si, mira tú qué pendeja tan encantadora. Y no funciona, ¿ajá? Pero contigo no me lo propuse. No podía contar con que no supieras algo, por más que no te viera nunca hablar con nadie. Si Paul ya me llamaba la Lic. Posturopedic, lo más fácil era que en cualquier junta repitiera su chiste. Supongo que el respeto no tenía por qué estar entre las prestaciones de la empresa. ¿Qué iban a respetarme? ¿Que gracias a las prestaciones que yo le hacía al cliente podían seguir sacando la nómina? Nunca tuve quien me contara chismes, aunque ni falta hacía. Finalmente una siempre escucha cosas, tampoco había que ser cartomanciana para olerse que la agencia hacía agua por todas partes. Hasta las secretarias de Paul decían que el niño ya no hallaba cómo desmadrar su herencia. Ok, lo acepto, yo quería que te quedaras en el barco para que me ayudaras a bajarme de él, pero tampoco niego que me daba curiosidad el tuyo. No he dicho que quisiera subirme, sólo que me sentía curiosa. Ya me imagino lo que estás pensando: Violetta se moría porque yo la secuestrara y la llevara a pasear en mi barquito. Pero no, eso era fácil. Yo en realidad no me moría por nada. Quería un chingo de dinero, como siempre, pero te digo que de pronto sentía otras cosas. Quería saber cómo era la vida de alguien que no fuera yo, pero se pareciera a mí. Alguien que navegara con bandera de estúpido y de repente me dijera: Soy pirata, y entonces me llevara por la fuerza.
Al final, más pirata era Ferreiro. ¿Sabes por qué te rechazaba tus mejores campañas? No podía decírtelo entonces, te habrías engorilado horriblemente, y eso ni a tí ni a mí nos convenía. ¿Tú crees que no me daba tentación irle a contar a Paul que el mierda de mi jefe vendía en otras partes las campañas que te rechazaba? Tenía un socio, o amigo, O cómplice, no sé, en Barranquilla. Un tal Bruce Jáuregui, que era el que colocaba tus ideas en no sé qué lugares. Según yo las usaban para lavar dinero, porque a Ferreiro le hacían unos depósitos en dólares que te mareaban. Es más, un par de veces fui la encargada de falsear tus textos. Hasta donde yo sé, Nefastófeles quería convencer a Paul de asociarse con sus amigos de Sudamérica, supongo que para empezar también a lavar en casa. No sé si producían los anuncios, pero Ferreiro los mandaba idénticos. ¿Sabes qué dicen los faxes de Ferreiro? Publishop. ¿Sabes qué es Publishop? Nada. No existe. Hay papelería, tarjetas personales, facturas, cheques y no sé qué más cosas que dicen Publishop, pero no está ni en Hacienda. Creo que registró la propiedad del logo y el nombre, pero hasta ahí. Es burdo, Nefastófeles, también por eso te detesta. Nunca va a perdonarte que hables el mismo idioma que Paul. Lo haces sentir tlahuica, lo acomplejas, sabe que cuando quieras vas a largarte con tu majestad de mamón anacoreta y él va a tener que quedarse a seguir esnorqueleando entre la mierda. Aparte, a Nefastófeles hay que enfrentársele desde un vicio distinto, porque si tú también te metes coca te hace mierda. Ése es su territorio, ¿ajá? Te va a dar la mejor cois de tu vida, y es como si te enamoraras: te da terror zafarte. Agarrarle la cois a Nefastófeles te compromete mucho más que si le agarras cualquier otra cosa, yo sé lo que te digo. Por eso cuando me hice pacheca y luego lo encontré, dije: Ok, trabajo con este güey, pero pacheca. No voy ni a ver su cois, ésa va a ser mi fuerza. ¿0 qué? ¿Querías que me fumara a Nefastófeles sin drogas? ¿Alguna vez te han sacado una muela sin anestesia? La mois tenía una gran ventaja: me quitaba las náuseas. Pacheca ya no me costaba tanto trabajo perdonarme. Cuando Ferreiro me decía Maripanitafolclórica, yo cerraba los ojos y pensaba: Pinche coco de mierda, no me vas a ganar. Los abría otra vez y le sonreía, casi casi humildita, si no fuera porque los dos sabíamos que sólo con su cois me iba a poder quebrar. Juraba el güey que iba a acabar pidiéndole, porque por suerte no sabía del muertito. Fue tan horrible ese pinche incidente que ahí si juré: Nunca más cois. Le tenía terror a la caspa de Don Sata. Le tengo, todavía. La cois es el amor sin el amor. Te pone igual, pero en el fondo sabes que no es cierto. Y no vas a aceptarlo. Una se mete cois para no tener que aceptar nada. Yo le tenía miedo al amor, o a lo que yo me imaginaba que era el amor. No quería que la gente se me acercara.
I mean: outside the business. Pero cuando te conocí yo le tenía tanto terror a la cois que leí lo que habías escrito y pensé: Este güey está enamorado del amor. Ay, mi Diablo Guardián: no me querías de novia, más bien buscabas dealer.
Me gustaría hablar de tulipanes, de la montaña rusa, de todo lo que me cambió la vida cuando te compré. ¿O prefieres que diga «cuando te conocí»? Pero no queda tiempo y además esas cosas tú tendrías que saberlas. Te mentí, te compré, jugué contigo, pero igual fueron las mejores mentiras de mi vida, las compras más lujosas, el juego más honesto, y claro: el más divertido. No se me olvida la primera línea del recado que venía con los tulipanes: Mírame bien: no soy Supermán. Me puse hasta nerviosa. Dije: Puta madre, se me hace que éste si es mi Diablo Guardián. Me soltaste la contraseña, sin conocerme, justo cuando yo ya pensaba mandarte un recadito. Porque carajo, cómo me esmeré en que me vieras y dijeras: Chin, pobre vieja, qué mal la pasa en esta puta jaula. Y me veías, pero no te me acercabas. Hasta que echaste el borrador de tu mensaje al basurero, lo fui a agarrar y bueno: casi me hago pipí de la emoción. Habías escrito mi nombre, o en fin, el nombre de Rosalba, que a estas alturas yo a esa estúpida ni la conozco, pero ese día dije: A este cabrón lo compro, se muera quien se muera. Ya luego me llegaron los tulipanes. Y Nefastófeles intrigadísimo. Y Paul pelando cada día más los ojos: doce, veinticuatro, treintaiséis tulipanes, Bingo, pendejos, chequen quién manda aquí. Tú dirás si no te iba yo a comprar.
Y aquí viene la mierda, ya ni modo. A la hora de la hora soy como Nefastófeles, te tiro un largo rollo y luego sale el peine: te necesito. Y no te estoy hablando de tu novela, finalmente quién soy para decirte lo que tienes que hacer, o de qué vas a pinche escribir, ¿ajá? Yo soy una cabrona oportunista que no sabe cómo decirte para qué te quiere, porque creo que ni contándote mi vida voy a hacer que me ayudes. Creo que estoy perdiendo el tiempo, pero es la última ficha que me queda y tengo que ponerla encima del tablero. Me la voy a jugar, Diablo Guardián. De pronto pienso que no vas a acabar de oír ni la primera cinta, que las vas a tirar y ya. Total vas a decir, no quiero saber nada de esa pinche vida, ¿ajá? Supongo que es lo que yo haría, en tu lugar. O sea que antes de pedirte nada, quiero que tengas claro que no espero que lo hagas. No puedo esperar nada, no tengo ni derecho.
Pero tampoco tengo tiempo de otra cosa. Debí haberme largado hace tres meses de este pinche agujero, pero no quería hacerlo sin contarte todo esto. Te lo debía, pues, y más voy a debértelo si después de escucharlo decides seguir siendo mi Diablo Guardián. Cada noche decía: Mañana empiezo con la grabación. Y nada, me moría de miedo. Me pasaba los días con la tele prendida, como si me estuviera haciendo a la idea de que otra vez había que pinche esfumarse de la escena. Sólo que ahora tenía al Diablo Guardián, y no me resignaba a acabar de perderlo. ¿Renuncian a su cargo, los diablos guardianes? ¿Son de veras tan sobornables como parecen? Porque yo te compré, pero igual no por eso se me hizo controlarte. Querías mi alma, güey, y ésa yo no sabía regatearla. Todavía mejor: querías el alma de Violetta. Y era como que peligroso, porque en ese momento Violetta no tenía a nadie en el pinche mundo. Andaba en agonía, ¿ajá? Por más que la putona de Rosalba creyera que lo tenía todo bajo su control, Violetta estaba que no la calentaba ni un Corvette amarillo en su garaje. Porque Violetta no tenía garaje, ni familia, ni casa, ni amigos, ni amantes, ni una puta madre que le preguntara: ¿Qué te duele, Violetta? Ven conmigo, Violetta. Salta, Víoletta.
Y en eso llegas tú, con tu carita de pendejo travieso que se muere de ganas de meterse en problemas, de hacer lo que no debe, de cagarla en gran plan. Y yo estoy lista, ¿ajá?, porque ya para entonces hay tardes de domingo en que pienso: No jodas, me cae que el mundo estaría mucho mejor sin mí. Le estaba dando la razón a Nefastófeles, cada vez más seguido. ¿Diablo Guardián? No mames, pinche Pig: eras la puta envidia de San Miguel Arcángel. Yo no podía permitir que te mezclaras con el Nefas, ni con mis papás, ni con mis clientes-novios. No me daba la gana hablarte de mariditos, ni de feligreses, y bueno, ni de pinche New York, pa que mejor me entiendas. Quería oírte, seguirte la corriente, dejar que te esmeraras en divertirme. ¿O qué? ¿No te han servido todas estas cintas para checar que no hay nada que me encante más que ser cliente? Todo lo que me gusta en la vida se compra, y vas a perdonarme pero tú no eres nadie para ser la excepción. Ni tú, ni el pinche mudo que te sacaste de la manga, ni ninguno de tus trucos ingeniositos pueden ser suficientes para que yo deje de ser quien soy. ¿O qué? ¿Vas a decirme que tú también me quieres rubia?
No sé ni lo que digo. En realidad lo que yo necesito es exactamente eso: dejar de ser quien soy. Para los administradores del hotel soy la señora Ferreiro. Para mis papás soy Rosa del Alba. Para Paul soy Rosalba Posturopedic. Para ti soy Violetta. Para Ferreiro soy su peor enemiga.
Y ya no lo soporto, ya me pinche cansé. Son demasiadas máscaras para alguien que nunca ha sabido quién chingados es, ni de dónde viene, ni para dónde va. No lo sé y no me importa, pero lo que no puedo es seguir cargando maletitas. ¿Sabes que todavía tengo el veliz viejo con el que me crucé el Río Bravo? ¿Tú crees que sea sano guardar toda esa mierda? En realidad yo ya no tengo ese veliz: desde que regresé a mi casa mi papá lo incautó, junto con los demás. Y a estas alturas ya me dan por perdida, así que si lo ves con calma me quedé sin nada. Ceros por aquí, ceros por allá. Sólo que no me basta con que me den por perdida. Supongo que ya sabes que por eso me escondí: necesito que de una vez me den por muerta.
No puedo imaginarme qué pensabas hacer con tu Dalila. Era una niña, ¿ajá? Una niñita sola, como yo a los nueve años. Y tú necesitabas de esa niña para explicarte el amor, o para aparecerlo y luego desaparecerlo. Que es lo que hace que duela, finalmente. ¿Sabes qué es lo que espero de ti? Creo que lo contrario, exactamente. O sea que uses al amor para explicarte a esta niña. Quiero que me aparezcas y me desaparezcas, que si no piensas escribir toda la novela, mínimo tengas la amabilidad de armar el último capítulo. No es fácil, ya lo sé, pero hace casi cuatro meses que Rosalba anda perdida, y a estas alturas ya te digo, todo lo que le queda a Violetta es su Diablo Guardián.
No te estoy chantajeando, al contrario: aquí el único chantajista eres tú. Por eso te mandé el video junto con las cintas. Habría preferido que tú fueras el último de los terrícolas en tener en las manos esa escena maldita. Si no la quieres ver, mejor: es más que suficiente con que le saques jugo. Cópiala en otra cinta y úsala como más te acomode, pero por favor: mátame. Sácame de este cuento, ayúdame a quemar a esta bruja de mierda, antes de que ella acabe de quemarme a mí. Tú me entiendes, ¿verdad? En la etiqueta puse el nombre del matón: tuve que ir a comprar los periódicos viejos para enterarme, supongo que hallarás el modo de dar con él. No sé qué se te ocurra, ni si sea muy difícil, pero sí el dizque comandantito ése pudo matar a un güey sin que nadie le tocara un pelo, ya lo de menos es que ponga a una muerta en mi lugar. Sí no tú dime cuándo voy a pinche descansar en paz.
Te dejé en el paquete una pulsera, un collar con mis iniciales, una muda de ropa y tres mechones de pelo. No te imaginas como chillé para arrancármelos. Si te fijas, hay manchitas de sangre en la blusa. Son todas mías, ofcourse, es lo que traía puesto cuando me escapé. Aunque yo en tu lugar ni metería las manos: mándale todo al comandante, menos el video. Asústalo, trasjódelo, deja que se imagine la escenita pasando por la tele. Pero tú no te metas, Diablo Guardián. Si me vas a ayudar, quédate afuera. Y luego usa mi vida, si se te antoja. Voy a estar muerta, ¿ajá? Los muertos no hablan, y casi siempre les importa madre que otros hablen por ellos. O sea que si no te encuentras otra cosa que contar, di que te quiero mucho, que no puedo decirte nada de esto sin que de pronto se me salgan las lágrimas y me quede pensando en lo lindo que habría sido todo si yo no fuera yo, ni a ti te diera tanto por ser como tú. Porque lo que es tú y yo no armamos un nosotros, por más que no dejemos nunca de extrañarnos. Escribe que te quiero y que te rezo, Diablo Guardián. Diles que nadie más que tú puede escribir mi vida, que por eso la estoy poniendo en tus manitas, y que en el fondo no me atrevo ni a dudar que aunque ya no me veas vas a seguir allí, en tu puesto, listo para librarme de todo mal y amén. Inventa lo que quieras, cambia todas las cosas que no te gusten, pero eso sí: no permitas que me arrepienta de nada. No dejes que Violetta se caiga a medio salto, que ya bastantes veces se me ha caído a mí. No dejes que se rompa, por lo que más quieras. No dejes que se muera, aunque la mates. Pídele de mi parte perdón al mudito. Y perdónalo tú, de paso. Creo que estoy en deuda con él. O bueno, pues, contigo. Habría sido una crueldad decirte que te había agarrado en la maroma. Yo veía que eras celoso, que te quebrabas del puto berrinche cada vez que me hablaban al celular, pero te hacías el coi como si nada. Y no sabes lo bien que eso me hacía sentir. Cada vez que llamabas, yo pensaba: ¡My Hero!, y hasta te lo decía. Ya sé que así también les llamaba a mis novios, pero ni modo que te hablara por tu nombre. Habría perdido el chiste, ¿ajá? Además, yo no quería hablar contigo por ese teléfono. Era como un grillete, sólo que electrónico. Cada vez que sonaba, el mensaje venía siendo el mismo: Solicito putita. Y en cambio tú llamabas cagado de los celos. De pronto comenzabas a respirar muy fuerte, como cuando te enojas. ¿Cómo querías que no te reconociera? Supongo que trataste de llamarme después, cuando me desaparecí, pero ya sabrás qué hice con el teléfono: antes de que empezara a sonar, lo estrellé en la pared de un edificio.
Eran como las ocho, yo iba por Insurgentes, sin saber bien qué hacer. Había ido sacando mis cosas del cuarto de la criada. Las importantes, pues. Mi Bulgari, mi ropa, mi walkman, mis muñecos, pero igual no sabía muy bien cuándo largarme. Hasta que me habló el mudo, o sea tú. Y yo dije: Ya estuvo. No sé, me dio valor que me llamaras. Pensé: Voy a citarlo en algún lado. Ni modo que llegara, ¿ajá? Tenía que plantarte, y de una vez plantarlos a todos. Además, Nefastófeles no estaba. Se había ido con Paul a no sé que cocktail y ninguno iba a regresar. Tú de seguro estarías encabronadísimo porque te dije que iba a ir al dentista y acabé haciendo cita con el mudo. Estaba sola, ¿ajá? Podía desaparecerme de una vez, y de paso atacar al enemigo.
No sé si te das cuenta, pero aquí hay una cosa que no encaja. Después de tanto rato de aguantar esa chamba tan jodida, yo tenía que manejar alguna información. ¿O qué tú crees que no se me torcían los ojitos cada vez que veía los cheques, los estados de cuenta, la cantidad de lana que pasaba frente a mí? Como dice mi madre: La cabra tira al monte. Una cosa es que yo quisiera ponerme a mano con mis papás, y otra que no pensara emparejarme con la vida. Porque bueno, carajo, la vida ya me estaba debiendo una lana. No cualquier cosa, pues. No cien mil dólares, ni siquiera doscientos. Dije: Una Lana, y ésa no la tenían más que Paul y el Nefas.
Me pasé la mañana del día siguiente depositando cheques, transfiriendo dinero y las arañas, el caso es que a la una de la tarde ya lo tenía todo en cheques de caja. Fui a no sé cuántos bancos, vestida como señorona de Polanco, en un coche que había alquilado con todo y chofer. Ya en la tarde tiré los cheques que quedaban y comencé a sufrir, a arrepentirme, a preguntarme cuanto iban a tardar Ferreiro y Paul en ver que les faltaba una chequera. O también: cuánto me iba a durar el gusto de ser rica, con todo ese dinero en cash debajo de la cama. Y ya ves: sigo aquí, metida en este cuarto tan rascuache, acostada sobre un montón de lana, contándole mi vida a la pinche grabadora, mirando mi equipaje y muriéndome de miedo.
Por eso te decía, tienes que asesinar a la tal Rosalba. Ya lo he pensado no sé cuántas veces y no veo otra salida: si no me dan por muerta, no voy a estar tranquila en ningún lado. Y me van a agarrar, además. Yo sé que ellos no pueden hacer la denuncia, porque esa cuenta es poco menos que clandestina. ¿Qué van a denunciar? ¿Un desfalco en Publishop? No jodas, no hay por dónde. Pero aunque no me creas le tengo miedo al Nefas, y sobre todo a sus pinches amigos. Hay noches en que despierto empapada en sudor, aterrada: sueño que viene tras de mi ese tal Bruce Jáuregui, que me alcanza y me curte la cara a navajazos. Entonces digo: Puta madre, si encontraran un cuerpo desmembrado yo podría esfumarme tranquilamente con mí lana. Porque ya es mía, ¿ajá? No más nos falta el cuerpo, la zalea, yo qué voy a saber. No porque tenga mi ni menos pesadillas voy a echarme pa atrás, ahora que estoy metida hasta el cuello en el perol. Y como según yo Rosalba ya es difunta, olvídate de que les siga pagando a mis papás. ¿Querían que fuera perra? Pues ya estuvo, y se chingan. Ahora ya solo falta que me entierren.
Y ahí es donde entras tú, Diablo Guardián. Ya sé que es un abuso, que es como si te pido que me laves el Corvette amarillo y luego no te dejo ni tomarte una foto con él. Por eso no te estoy pidiendo nada a ti, ni a Pig, ni al mudo. Estoy hablando con mi Diablo Guardián, y a mi modo también le estoy rezando. Voy a empezar de nuevo, no me imagino cómo pero si sé con qué. Y necesito que me cubras las espaldas, que le hagas a Violetta el milagro de matar a Rosalba a como dé lugar, que no la desampares ni de noche ni de día. Y que la dejes ir, Diablo Guardián. Violetta va a saltar y no puede caerse. Menos ahora, con todo este equipaje.
O sea que te dejo aquí, rezándote. Y ahora cierra los Ojos, novelista. Concéntrate en mi voz, mándame un beso grande, imagíname sola con todo mi equipaje. Ahora dime, querido, ¿sabes el bulto que hacen dos millones de dólares? ¿Te imaginas de menos todo lo que pesan?