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Ser puta es como bailar: cuestión de agarrar el ritmo. Las monjas de la escuela nos decían: Los malos pensamientos galopan cabalgados por demonios. Pero ser puta no es un mal pensamiento. Es más: no es ni siquiera un pensamiento. En la academia de hawaiano la maestra me pedía que pensara con la pelvis, y mejor ni te digo lo que se le ocurría. Aunque hay lugares donde casi te juraría que nunca he tenido una idea. No sé, los nudillos. Los hombros, que ya de por si son bastante idiotas. ¿En qué piensas, idiota? Pendejo. Muy escritor y muy creativo, pero a la hora de la hora también piensas con el pito. ¿Tú crees que si mi vagina no fuera una estúpida, incapaz de pensar nada, podría soportar las babas de quien sea?
Esto es ser una puta. ¿Ya me entiendes? Pude aventarte ofensas más directas, pero quise embarrarte en la carota las babas de quien fuera, porque eso es lo que más puede joderte. Ya sé que es muy injusto. Ser junkie de tus celos, alimentarme de ellos hasta cuando no estoy, eso sí que es ser puta, ¿ajá? ¿Quién te dice que yo no hago todo esto por órdenes estrictas de Miss Pelvis? Mira, yo creo que el arte de la puta, o las artes, o lo que tú quieras, está un poco en la cama y un mucho en otra parte. ¿Cómo ves en el centro del pastel?
Mis tíos, cuando hablaban de putas, decían: Las tramposas. Entonces yo de niña siempre que hacia trampas pensaba: ¡Dios mío, qué puta soy!, y me iba a confesar. Claro que al padre no le decía: Me acuso de ser puta, porque además Puta era una grosería. Pero sí me acusaba de ser tramposa. Y lloraba muchísimo, porque me imaginaba al sacerdote pensando: Tan chiquita y tan putita.
No te imaginas todo lo que cambié por eso. Luego de confesarme cada mes por años, ya supondrás que un día no lloré, y al final tanto el padre como yo nos acostumbramos a los mismos pecados y a la misma penitencia. Tres Padres Nuestros y una buena obra. Según yo, a los doce años era una puta perdonada. Entonces a los trece pensé: Guau. Todos los niños de mi calle hablaban de las putas, y los más grandes hasta ahorraban para irse de putas. Me sentaba solita a la orilla del jardín y los oía hablar, siempre de cochinadas, y más de putas. Y otra vez guau, porque con las pinturas de mi mamá -de algo tenía que servir, la vaca- me transformaba en una puta de verdad. Y luego me escapaba, así pintada, a algún lugar bien lejos, donde no me podía encontrar a nadie. Pensaba: En cuanto vea putas me paro junto a ellas y luego a ver qué pasa. Qué me iba a imaginar entonces que ser puta no era pintarse, ni pararse, ni acostarse. Ser puta es calentarte con cada «a ver qué pasa».
O quién sabe, no sé. Una había de la vida que le toca. Y a mí me tocó ser La Chica del Pastel. Era lo que mejor pagaban, y creo que hasta me llegó a gustar. No te voy a decir que lo habría hecho de gratis, aunque casi. Porque cuando tenían para el numerito del pastel, de seguro también les alcanzaba para champañita y buena casa y buenos coches y grandes invitados y en fin, valía la pena. Había noches que me hacía la gringa. Ahora pienso que igual era patético, porque debió haber varios que no se la tragaron. I dont care, cutsíe. Oh, my goodness! ¿Tú dirías que tengo buen inglés?
Las monjas no sabían ni decir yes. Claro, por eso eran monjas. Pero ¿tú crees que mis papás iban a permitir que yo no hablara inglés? Ahora no me perdonan que sea como soy, pero entonces hacían esfuerzos pendejísimos para que nuestros aborígenes vecinos se tragaran el cuento de que éramos gringuitos. Tú dirás que no me perdonan haber sido una chica de pastel, pero deja y te digo lo que nomás no pueden perdonarme. Nunca me viste rubia, ¿ajá? Pues ahí donde me ves, o no me ves, yo fui rubia desde muy chiquita. Todos los domingos, antes del desayuno, tanto mis papás como nosotros teníamos que pasar lista en el lavabo. ¿Creerás que hasta cuando teníamos catarro y calentura nos teñían el pelo con agua fría? Mi papá decía que con el agua tibia se jodía el cuero cabelludo, pero yo y mis hermanos ya sabíamos que lo que no quería era gastar en calentarla. Los viernes en la tarde, cuando mis papás se iban a cenar con mis abuelos, mis hermanos jugaban a La hora del tinte, y yo me dedicaba a mojarles y secarles el pelo, siempre con el agua bien caliente. Y mi papá ni en cuenta, creyendo que en su casa se ahorraba minuciosamente. Así decía él: Hay que ser minuciosos en el ahorro. Un día me peleé con mis hermanos y los acusé. Pero como yo era la que abría la llave del agua caliente, ya sabrás que acabé pagando el pato entero. Y mal, ¿me entiendes?, porque al mes siguiente hicieron las cuentas del gas y de la luz y según esto vieron que por mi culpa estaban pagando más del doble. ¿Sabes entonces qué hizo mi papá? Primero, tras joder las llaves del agua caliente en mi baño; luego, sacarme de la escuela de monjas y meterme a la secundaria con secretariado. Si no cuándo le iba a pagar por todo.
Tú, que eres de mi equipo, sabes que lo tramposo no se quita nunca. Comencé por pensar: Soy una idiota, Tenía trece años y no se me había ocurrido una buena fórmula para esquilmar a mi familia con provecho. Porque ya lo del tinte no me divertía. Además, de pendeja iba a confiar otra vez en mis hermanos. Y el chiste era sacar un beneficio. Algo que equivaliera por lo menos al doble del dinero que mi papá me estaba cobrando.
De entrada, la colegiatura de la escuela secretarial tenía que pagarla a sirvientazo limpio. Me hacían lavar platos, tender camas, trapear cocina y patio, sacudir toda la casa y hasta lavar el coche de mi papá. Según ellos, ya les debía muchas antes de lo del agua, así que para cuando me recibiera de secretaria ya íbamos a quedar a mano. O sea que querían criada por cuatro años. Casi podría decirte que me empecé a pintar y a vestir como puta para sentir que era algo diferente a una criada. Y digo, tenía edad suficiente para comprender que putear era algo más que ser tramposa. Pero nomás un poco, porque como te digo: de lo que se trataba era de hacerles una súper putada a mis papás.
El jardinero era viejo, pero el hijo no tenía ni doce años. Cuando acababan de cortar el pasto, mí mamá les pagaba mil pesos, y un día yo pensé: Quiero ese milagrín, o sea ese billete, y ningún otro. Como un trofeo, ¿ajá? Lo más fácil habría sido robárselo directamente a mi mamá, pero después del chiste del agua caliente igual de fácil era echarme a mí la bronca por todo lo torcido que pasara en la casa. Mí mamá ni me hablaba. Bueno, decía: Barre aquí o Trapea allá o No está bien limpia esa estufa, pero no me llamaba por mi nombre. No me decía Rosalba, mucho menos Violetta.
Nunca me dijo cómo se llamaba, ni yo le pregunté. Siempre fue nada más el hijo del jardinero. Ni siquiera me daba los buenos días, pero bien que se encaramaba en el árbol para espiarme. Y yo me hacia la loca, como que me iba desvistiendo frente a la ventana. No me quitaba nada, pero me levantaba la falda de la escuela casi hasta la cintura. Después me daba por meterme a bañar. Él no podía verme, of course, pero esperaba a que saliera envuelta en una toalla, empapada, cagada de frío. Yo creo que no me imaginaba bañándome con agua helada. Tampoco mi papá podía imaginarse que yo de pronto le encontrara el gusto al chingado tormento.
Caminaba desnuda por el baño, me metía corriendo debajo del chorro y me ponía a saltar. A veces sólo me mojaba la cabeza, pero igual me temblaban las rodillas. Pensaba: Estoy desnuda y totalmente indefensa, pensaba cantidad de cosas de lo más calentonas, y sentía unas cosquillas en los huesos que de seguro los hacían temblar, porque ya frío-frío no tenía. O sea que al final el agua helada servía para calentarme. Aunque tampoco era así. Igual el agua caliente sí habría tenido sus encantos, carajo. Pero de cualquier forma lo importante era poder estar ahí, desnuda, muriéndome de ganas de que me viera, y al mismo tiempo planeando una estrategia para que un día se me cayera de repente la toalla, y ensayando la sorpresa y la pena y la calentura enfrente del espejo. Hasta que ya pensé: Si así estoy yo ¿cómo estará él?
Me dije: Esto es curiosidad científica. Hazte cuenta que el resultado de mi investigación me iba a decir si el hijo del jardinero estaba dispuesto a cualquier cosa por mirarme desnuda. Por eso fue que tuve que cambiar de estrategia. Así decía: estrategia. Al principio, el ensayo en el espejo era para enseñar lo más que pudiera. La toalla que se cae, yo que me tiro al piso, el escuincle metiche que pela los ojos… Lo importante ya no era que me viera, sino yo verlo a él. Y a mi me convenía que no viera nada, o casi.
Ensayé varias noches en mi cuarto. Llegué a la conclusión científica de que tenía que agacharme y tirarme encima de la toalla, a un lado de la cama. Desde ahí podía ver la ventana y el árbol, en el espejo de la puerta del clóset. ¿Me entendiste ya cómo? Yo tirada, encuerada, a un ladito de la cama. Y él sin poderme ver, tratando de asomarse. Bueno, eso ya lo supe cuando lo hice. El caso es que fue así como logré enterarme que el hijo del jardinero era capaz de cualquier cosa por mirarme sin ropa. ¿Te conté cómo supe? Creo que si. El escuincle pendejo se cayó del árbol. Y yo ni me enteré, seguí tendida en cueros como diez minutos. Por más que me estiraba no podía ver al niño, ni a la rama. Ya luego oí los gritos de mi mamá. ¿Ves que yo de chiquita me sentía una putilla? Pues digamos que con el accidente del árbol descubrí las ventajas de la profesión. El hijo del jardinero estaba afuera chille y chille con el brazo roto, y yo decía: Si ya se rompió un brazo, ¿qué más le da robarle el sueldo a su papá? Mil pinches pesos. Y hasta me daba vueltas, si quería. Pero tenía que ser el mismo billetito que le diera mi mamá. Es más, yo misma lo marqué después que mi mamá lo acomodó debajo de la licuadora: me metí a la cocina cuando no había nadie y le pinté una V con lápiz en la orilla. Y le dejé bien claro que si no eran exactamente esos mil, no había trato. Y si no había trato, yo iba a explicarle a mi mamá por qué se había roto el brazo. Y hasta le dije: A ver,¿a quién van a creerle?
Entonces yo decía, ya con mayor razón: Soy una puta. Acuérdate que según yo lo puta me salía al hacer trampas, no al quitarme la ropa. Y el chiste era que al niño no le había dejado otra salida. Además, yo sabía por mi mamá que en su casa el jardinero le ponía al escuinde unas pinches palizas espantosas. ¿Te imaginas la que le habría tocado si nomás por morboso le hacía perder la chamba a su papá? Cuando te lo conté, no con tantos detalles como ahora, quería sólo que me dijeras lo que me dijiste. O sea que no hubiera tenido ni que chantajearlo, que a su padre lo habría hasta matado con tal de verme un día encueradita. Pero ya no indefensa, como niñita estúpida que se muere de pena porque justo a la hora de perder la toalla se entera de que hay un extraño en el árbol que la está contemplando con la mano encajada en la bragueta. Si me iba a desnudar, la delante de el tenía que tener todo el control. Todo, ¿entiendes? Entonces me di cuenta que después del accidente yo podía jugar con algunas ventajillas. No solamente mi mirón se había fracturado por espiarme, que era un antecedente de lo más pinche incriminante; también tenía el brazo derecho enyesado.
No estaba en condiciones de treparse al árbol, pero yo sí podía bajar al desayunador y cumplir con mi parte del, digamos, contrato. No sé si sea ésa la palabra. Más bien era como una garantía, un pactito. Si esa tarde yo no tenía el billete debajo de mí almohada, a la noche el hijito del jardinero iba a estrenar otra fractura en la mera comodidad de su hogar. No se lo dije así. Lo digo ahorita para ver si de menos te divierto. ¿Qué no sabías que las putas de verdad también somos expertas en hacer reír? Perdón. Soy un horror. Pero es que yo en el fondo no me considero puta, y si lo digo es para hacer un chiste y creerme otra vez que no soy lo que digo que soy. Porque lo que yo soy es La Chica del Pastel. Por eso aquí te estoy contando del primer pastel. ¿O qué tú crees que yo tendría tanto que platicarte si ese día no hubiera recibido en mi manita los mil pesos que le pagó mi mamá al jardinero?
O sea que tenía trece años y era una profesional. Recibía honorarios, ¿ajá? Cero amateur. Al llegar el domingo, mis hermanos iban a recibir doscientos pesos, cien para cada uno, directito de los bolsillos de mí papá. Yo tenía mil desde el jueves, todos para mí. Además, mi papá me abonaba cien pesitos en mi deuda. ¿Te conté que el muy mierda me cobraba intereses? El mismo porcentaje que a él le cobraban las tarjetas de crédito, más un quince por ciento de castigo.
Te decía que desde el jueves vino el niño a pagarme. Como a las cuatro, porque eran cuatro y cuarto cuando le dije a mi mamá que estaba vomitando. Luego hasta calenté el termómetro, así que el viernes me dejaron quedarme en la casa: sola desde las nueve. Claro que me tardé, eso si. Me pintaba y me despintaba y me volvía a pintar y no me convencía. Finalmente salí como a la una, con los ojos turquesa y los labios naranja y las mejillas más notorias que un pinche semáforo. Mis papás no tardaban en aparecerse y el escuincle debía de estar mentando madres. Creo que iba a la escuela vespertina, o algo así. Supongo que se estaba derritiendo del nervio desde la mañana. Como yo, pues. Pero ya a la hora buena dije: No me voy a atrever a tirarme la toalla.
Si yo fuera tú, pensaría: Ésta usaba los miedos para disimular las culpas. Pero no eran las culpas. Al contrario. No sé si tú disfrutes tus culpas por ser puta, pero a veces se vuelven la mejor parte. Te calientan, de pronto. Por eso luego hasta las andas extrañando. Aunque siempre regresan. Cada vez más hambrientas, más tullidas. Yo no quería librarme de las culpas. Pero ¿qué tal del miedo? No era que alguien nos fuera a descubrir. El jardinero no estaba, solamente el niño. Había entrado con la llave de su papá, en cuanto vio que mis papás salían. Lo veía por entre las persianas, paradito a medio jardín, como castigado. Pero igual yo seguía sin saber qué iba a pasar. 0, mejor dicho, no me constaba que el escuincle no se fuera a reír. O a aburrir. O no sé, a decepcionar, pues. Yo estaba, ¿cómo te lo explico? Te lo podría decir cínicamente, pero quiero que entiendas que por más putísima que ya me sintiera, yo no era todavía una puta completa. Si me daba la gana no bajar, ya no iba a ser La Puta sino La Estafadora. No sé qué sea mejor, pero digamos que a la una de la tarde me decidí a no ser una ladrona. Ni tampoco una estúpida a la que se le cae la toalla de mentiras, aunque ya haya cobrado mil pesotes. Así que decidí bajar sin toalla.
Pensé: Él va a ver mi cuerpo, pero yo voy a ver su mente.
Mis coartaditas, ¿sí?, ya ves que las mejores trampas son las que una se pone sola. Apenas di un pasito en el desayunador, vi que el niño seguía mirando hacia mi ventana. Alelado, el pendejo. Y yo abajo, desnuda, casi frente a él. Yo, o sea su puta. Eso es lo que pensaba, y me entraban las ganas de acariciarme toda enfrente de él. Hazte cuenta las piernas, los brazos, la cabeza. Nada más ¿Me creerías que me trepé a la mesa del desayunador? Como vedette, te juro. Y creo que él me vio en el peor momento: cuando estaba en la silla, subiendo un pie a la mesa, sin un gramo de estilo. ¿Te conté que llevaba tacones altos? Me quedaban grandísimos. Creo que eran de una tía, o de mi mamá, no sé, porque las muy coatlicues se prestaban hasta las tarzaneras. Balaceadas, of course. Tampoco sé cómo le hacía para no caerme. Pero apenas caché que me estaba mirando se me fue todo el miedo. No creas que lo vi así, frente a frente. ¿Ves lo que te decía, que según yo iba a leer en su cerebro? Pues a la hora de los chilazos no vi nada. Era como si un faro muy potente me cayera encima, y yo claro que estaba como deslumbrada por toda esa vergüenza junta. ¿Sabes lo que es sentir que el pudor se te sale por los poros’ Tener escalofríos y no moverte. Querer salir corriendo pero también querer quedarte por los siglos de los siglos así, toda desnuda.
Te lo cuento y lo pienso, y lo recuerdo, pero me siento como si algo me faltara. Porque era algo tan grande y tan oscuro y tan difícil que ahora ni siquiera puedo imaginármelo con, no sé, claridad. ¿Te dije que era oscuro? No es cierto, era naranja. No podía moverme, ni tocarme. Creo que solamente miraba para abajo. Como si me estuvieran fotografiando el perfil en la cárcel. De esas veces que sudas pero no estás cansada, que sientes como un resplandor naranja brotándote del cuerpo. Me acuerdo que me preguntaba: ¿Ya serán los milpesos? Y entonces me ponía a girar despacito, como si le dijera: ¡Apúrate a mirarme! Y tanto se apuró que se volvió mirón profesional, o sea: full time. Pero eso cae ya en otras funciones, yo te estoy platicando del día del estreno.
No podía ver su cara, pero si su figura. Con el brazo doblado dentro del yeso, la otra mano colgando como trapo, quieto, quietísimo, mío, completamente, mucho más que el billete que tenía escondido en el librero. Mío como mis piernas y mis hombros, que por más que trataba de moverlos estaban igual de tiesos y de tensos que el bracito quebrado de mi culto público. No te voy a decir que lo deseaba, porque en esos momentos tan terribles yo no deseaba nada más en este mundo: tenía todo lo que según yo podía llegar a no sé, ambicionar. Porque ya desde entonces mi ambición era, ¿cómo te lo explico? Pues eso mismo, ser ambicionada.
Vengo de una familia ambiciosa, y mucho. Siempre vi a mis hermanos deseando lo que no tenían, ni iban a tener. Porque mis papacitos eran igual de ambiciosos, entonces qué esperanzas que un día los llevaran a, no sé, Disney World. En todo caso mis papás viajaban solos. Ajá, solitos, con nosotros nunca. De repente juntaban los ahorros y se iban de crucero, como ricos. O como ellos pensaban que debían de viajar los ricos, porque nomás de ver su ropa y sus maletas jurabas: clase media. Entonces yo pensaba: Mi mamá ni siquiera se imagina lo que es posar desnuda encima de una mesa. Y a precios populares. Mi mamá todo lo deseaba, pero creo que nadie la deseaba a ella. Y eso de ser deseada es droga dura. Pone. No pude darme cuenta de cuánto tiempo pasó sin que ninguno de los dos pudiéramos, o bueno, igual, quisiéramos movernos.
Un día me dijeron que la felicidad consiste en no querer moverse de donde una está. Si eso es verdad, aquél fue el día más feliz de mi vida. Y eso que ni siquiera me atreví a manosearme toda, cómo crees. Igual estás pensando que fue muy sensual o muy excitante o las arañas, pero como a lo mejor esperas que te cuente qué pasó después y a lo mejor también a mi me gustaría inventarte algo y ponerte a pensar en no sé cuántas cochinadas, pero aunque no me creas pasó muy pocas veces. Como que a esas edades casi todo te pasa. Te llevan a la escuela, van por ti, te castigan, te premian, te obligan, te convencen, el caso es que una nunca, O bueno, casi nunca provoca que algo pase. Algo grande, me entiendes. Decir: Me voy de viaje, Voy a comprarme ese Mustang, Hoy no llego a mi casa, ¿ajá? No sé qué pensarás de mi primer trabajo, pero yo lo recuerdo como la vez en que solita provoqué un evento fuerte de verdad. Algo que habría puesto verde a mi mamá. Y a mi papá ni digas. Porque aparte no era una cosa, sino dos. Igual lo de la mesa lo habrían comprendido, pero lo del billete era imperdonable. Y todavía peor tratándose del hijo del jardinero. Ellos pujando como desquiciados para subir de clase social y yo encuerada enfrente de la servidumbre. Recibiendo dinero de la servidumbre. Obligando a robar a la servidumbre. Aunque ya la verdad no sé qué les habría molestado más. Seguro el qué dirán. Ya veo a mi papá dándole una propina al jardinero para que su hijo no abriera el hocicote. O más bien despidiéndolo, y a mí de paso. Siempre que los avergonzaba, mi papá amenazaba con mandarme a vivir a casa de los tíos de Zacatecas. Nunca fui a Zacatecas, ni conocí a esos tíos, pero me acuerdo que lloraba como loca cuando me hacían creer que me iban a mandar.
A partir de ese día como que se me fue el terror. No dije nunca nada, pero empecé a pensar: Y si me mandan, ¿qué? Total, me iba a escapar. Yo ya entonces sabía que más tarde o más temprano me iba a ir de mi casa. Tenía muy claro lo que no quería, y eso era ser igual a mis papás, o todavía peor: ser como ellos habían decidido que yo fuera: secretaria bilingüe. Prefería ser puta, sin ninguna duda. ¿Hacerme secretaria ejecutiva? ¿Tener un jefe como mi papá, que se pasara el día sabroseándome, a cambio de un sueldito de tercera y pinches regaluchos de segunda? Había que ser pendeja. Y a lo mejor si soy, porque en eso acabé.
Y en fin, que ya sabía desnudarme. Y además era tramposísima. Y además detestaba la idea de ser rubia. Cuando mi papá llegó con mi mamá y mis hermanos -rubios todos, Clairol todos, qué ascos todos- y subieron a ver cómo seguía de mi empacho, no sé por qué me parecieron de repente tan extrañas sus cejas más oscuras, sus pelos renegridos en los brazos, el color de sus ojos. Creo que el numerito de la mesa me puso a volar, porque al bajar de ahí no volví a ser la misma. Veía a mi papá y pensaba: Qué? ridículo, cualquier día me escapo y dejo de ser güera. Ni siquiera pensaba en el dinero, ni en la mesa, ni en mi cuerpo, ni en el niño, sino nomás en una pinche cosa. Algo que era un deseo muy remoto y de repente se volvía un plan: Yo quería tener el pelo negro, así ellos nunca me volvieran a hablar. Cualquier noche me lo iba a teñir en el lavabo, y a la mañana siguiente tantán: Si no les gusta córranme, al cabo que ni soy de su familia.
Se me ocurre que ahorita estoy como el día de la mesa. Desnudando mi vida frente a ti, pero otra vez con todas las ventajas. No tienes fracturado el brazo pero tampoco tienes ojos. No sabes dónde estoy. No puedes verme. No te imaginas todo lo que estoy haciendo mientras hablo. Podría estar desnuda mirando tu foto, o metida en la cama con un güey que me besa las piernas en perfecto silencio. ¿Tú qué crees? ¿Alguna vez te dije que me gusta ver fotos mientras hablo por teléfono?
Pero no te estoy viendo a ti, ni estoy hablando por teléfono. Tengo un álbum de fotos de mi mamá. ¿Creerás que mandó pintar de colores sus fotos de niñita para ya desde entonces verse güera? Mi papá no. Él nada más no tiene ni una foto. Un día dejó a su distinguida tribu en Zacatecas y supongo que entonces estrenó identidad. O no sé si después. ¿Sabes que en todo el álbum no hay una sola foto en la que aparezcamos con el pelo oscuro? Qué enfermitos, ¿verdad?
Y un día resultó que la enferma era yo. Ya no voy a contarte más de las otras ondas porque luego te enojas. Solamente una cosa, que si no te la digo vas a acabar creyendo que de verdad soy puta. O sea de la calle, ¿ajá? Putaputa, me entiendes. ¿Sabes qué era lo que más me gustaba, o bueno, lo que más me había podido del escenón en la mesita del desayunador? Imagínatela: una güerita linda de casi catorce años, ya con bultos brotándole arriba y abajo y esos vellitos negros horrorosos que llevaban un rato saliéndome de entre las piernas, así como diciendo: No eres niña, ni rubia, eres más bien pendeja. O sea que esos pelitos sabían mis secretos. Yo podía pasarme la mañana jugando con muñecas como niña babosa, pero nadie había visto que a las muñecas rubias les había pegado pedacitos de peluche negro. Tanto que hasta dejé sin orejas a los changuitos de mis hermanos. Porque claro, en mi casa ni las muñecas eran prietas. Entonces cuando estaba encima de la mesa, rubiecita y desnuda, con los pelitos negros delatándome, pensaba: Si este niño es chismoso, media colonia va a enterarse de que no soy rubia, ni tampoco niña. ¿Tú qué crees: tenía yo vocación de puta o de publicista? Como tú me decías: no son dos, sino una sola vocación, sólo que en diferentes ramas. Pero no era eso de lo que estaba hablando. Más bien quería contarte que el día de la mesa yo no pensaba para nada en sexo. Bueno, tenía que pensar un poco porque estaba desnuda frente a un hombre y no tenía no sé, la costumbre, pero lo que pensaba de verdad, con todas mis ganas, o sea con toda mi alma, era en hacerle la jugada a mis papás y mis hermanos. Mi familia de rubios que nunca serían rubios y que se hubieran muerto de enterarse que todos los vecinos ya se habían enterado. Corno si no fuera obvio, carajo. Todavía mi mamá se depilaba muchísimo las cejas, pero lo que es mi padre no tenía madre. Y si la tenía, sería con unas cejas igual de negras y de enormes que las de él. Pero eso sí: el copete rubio encima, como queriendo taparlas y más bien señalándolas. Miren, soy un farsante. Porque además de rubio se sentía muchachón. Con decirte que un día llegó a la casa con el pelo enchinado. Cada que lo veía hablando con su inglés de academia de Tlalnepantla, me imaginaba a un lanchero con el pelo oxigenado y la gringota junto. Y claro, ésa era mi mamá. ¿Ya te conté que entre ellos hablan en inglés? De niña los oía y opinaba: Guau. Nunca me dio mucha curiosidad saber lo que decían, yo no quería entender sino poder decir, ¿me entiendes? Sólo que luego ya no quise hablar inglés para ser igual que ellos. Más bien quería hablar inglés para escaparme de ellos. Hablar inglés, tener el pelo negro, no vivir en mi casa. Creo que esas tres cosas eran las importantes cuando llegó Iggy Pop.
Mis papás tenían una de esas consolas de tapa transparente. Se las habían regalado cuando se casaron y ellos la usaban para oír una música horrorosa. Aunque había canciones que me gustaban, pero como eran suyas yo nunca las ponía. Ponía el radio, y luego en mi recámara ya inventaba los bailes. Cada vez que me acuerdo de la escena del niño mirándome desnuda me pregunto por qué no me puse a bailar. Ya sé que estaba tiesa y muriéndome de miedo y de vergüenza, pero digo: si me había subido en esa mesa sólo para dar show, ya lo más fácil era ponerme a bailar. Aunque si he de decirte la verdad, nunca antes de Iggy Pop sentí así, verdaderas ganas de bailar. O sea de bailar sin que nadie me viera, completamente sola, corriendo por mi casa, igual que las señoras cursis de las películas donde todo el tiempo cantan. Y nada de eso habría sucedido si antes yo no me hubiera interesado en el inglés.
Nunca puse interés en mis clases de secretaria, aunque ahí si me daban un poco más de inglés. Pero no era el inglés que me gustaba. Todo lo que enseñaban, según yo, sólo me iba a servir para encuerármele al vicio que iba a ser mi jefe, ¿ajá? 0 sea que el inglés que me gustaba me empezó a gustar con el disco de 199 y Pop. Tenía pocas amigas, o creo más bien que no tenía amigas. Total que me iba al súper a comprar revistas en inglés, que igual yo ni leía pero me divertía el chiste de tener que esconderlas, porque se suponía que yo era la más pobre de la casa. ¿Y de dónde salían las revistas? 0 sea que te digo, tenía que esconderlas. Como todo en mi vida, siempre y en todas partes. Ahora mismo me estoy escondiendo para grabar las cintas que tú vas a esconderte para poder oír.
Traducía las letras de las canciones en mis cuadernos, hasta que un día una me dejó pasmada. Decía: I need some lovin’, like a fastball needs control. Perdona que pronuncie así de feo pero ya ves que esto de pronunciar bonito no siempre se me da. My God, soy una naca. La canción se llamaba Isolation y yo pensaba que era insolación. No entendía muy bien cómo un tipo que se estaba insolando podía darse el lujo de pedir amor. Bueno, si lo entendía, pero a mi modo. Pensaba: Imagínate lo sacado de onda que estaría el pobre güey, si hasta a medio desierto sigue chíngando con que nadie lo quiere. Pero lo que más me gustaba era lo otro:
“Like a faseball needs control”. Yo era una bola rápida, por eso ni siquiera yo podía controlarme. Por eso me di cuenta de que ese disco era mío. No mío, sino El Mío. Lo grabé en varias cintas, tenía que tenerlo cerca para escucharlo el día entero. No se me olvida el titulo: Blah-blah-blah.
Desde que yo me acuerdo todo era idéntico. Íbamos a la iglesia, salíamos de visita, nos llevaban al parque. Y yo no me enteraba más que de lo básico. Si papi, no papi, de chocolate, con queso, sin chile, con permiso, me da igual. Todo me daba igual porque era como si todo lo que pasaba alrededor de mí fuera parte de un tiempo no sé, ajeno. Luego empezaban a tomarse fotos, sobre todo cuando mi hermano más chico ya era rubio, y entonces yo sentía que todo eso pasaba a espaldas de no sé, mis pensamientos.
O de lo que yo era, pues. Nunca me perdonaron que en todas, todas, todas las fotos saliera con mi cara de aburrida, o haciendo muecas de asco, casi siempre mirando para cualquier lado, menos hacia la cámara. Un día me obligaron a mirar de frente, y a mi me dio tanto coraje que puse cara de odio. Me acuerdo que pensaba: Los voy a matar. Digo, tenía nueve años, no iba a matar a nadie, pero quería pensarlo para que luego se notara en la fotografía. Y mi papá diciéndome: Sonríe, y yo le sonreía, pero siempre pensando: Los voy a matar. Cómo sería la cosa que rompieron la foto. Pero siguieron insistiendo en fotografiarme. Yo para ellos era La Güerita, ya me entiendes. La Nena de la Casa. La Ricitos de Oro. ¿Te imaginas el chasco: La Chica del Pastel?
El día de la mesita del desayunador me di cuenta de lo poco que los necesitaba. Llevaban no sé cuántas semanas quitándome el dinero, el agua caliente, los paseos y hasta mis ratos libres, porque cuando no estaba estudiando me tenían de su esclava. Entonces yo pensé: No soporto esta vida. Digo, tenía que haber algo mejor que joderme el día entero sin ir más que a la escuela ni tener un centavo ni poderme bañar con agua de jodida tibiecita. ¿Tú crees que no podía, yo solita, darme una vida menos espantosa? Pensaba: Me voy a ir a New York. Recortaba periódicos, pegaba en mis cuadernos fotos de rascacielos, tenía hasta un mapita con las líneas del subway. Me imaginaba recorriendo tiendas, con el pelo negrísimo, ya mero azul, cantando: I need some lovin, líke a fastball needs control. Me reía de imaginarme a mi papá sirviéndome un hot dog y robándose el cambio de mis diez dólares.
Cada vez que hacía cuentas decía: Me faltan equis meses y tantos días, y hasta sonaba bien, como que no era tanto. Pero luego pensaba: Voy a tener dieciocho cuando acabe el martirio. ¿O sea que les iba a dar el chance de enanearme a su gusto hasta mi puta mayoría de edad? Porque ya a los dieciocho te sales por la puerta, no tienes que escaparte. El chiste era quitarles el gustito de tener cenicienta en casa por cuatro años. Pero según yo, antes tenía que arreglármelas con el inglés. O sea hablar, porque igual más o menos entendía. Si hablaba bien inglés, podía irme a hacer trampas a Manhattan. Así decía: Manhattan, la muy ñoña.
O sea que lo cursi se pegaba, ¿ajá? Tenía que largarme en chinga loca, y a lo mejor por eso me propuse un plan de locos: me iba a escapar el día que cumpliera quince años. ¿Te imaginas? ¡Y dejarlos plantados con la fiesta! Era para reírme de mis papás casi tanto como mis compañeras de la secundaria ejecutiva se burlaron de mi cuando reprobé todititas las materias. Con tanta puntería que mis papas apenas alcanzaron a cancelar la fiesta. Y toma: adiós escape.
Estoy segura de que mis compañeras me odiaban por güerita. 0 más bien por güerita renegada, porque yo me pasaba el día diciendo: No soy rubia. Y ellas, que se morían por que las confundieran con gimnastas noruegas, imagínate el odio que sentían cada vez que hacia burla de sus sueños de cíertopelo. Y como yo ya las había invitado a todas (quería muchos testigos para mi fuga), la semana siguiente media escuela sabía que la niña que había reprobado todas las materias ya no iba a tener fiesta. Y yo decía: Ni fuga, carajo. Sin poder embarrarles a esas pinches coatlicues en sus pinches carotas que yo no iba a ser una pinche esclava como ellas. Qué pinche ingenua, ¿verdad? Total que me quedé unos meses más, pero no te he contado del dinero. ¿Quieres que te platique cómo me hice niña rica?