37778.fb2
Te lo voy a contar de una vez, si no luego me va a dar tentación de inventar cosas. Porque ésta era de una de esas cosas que una nunca le cuenta ni al espejo, ahora imagínate a una grabadora. Una va y hace las cosas como se le ocurre, o se le antoja, o lo que sea, hasta que llega el punto en que dices: Espérate, qué estoy haciendo. Digo que de repente hay como una bardita que te saltas y piensas: Nadie que yo conozca se ha saltado esta barda, yo me la estoy saltando. Pues hazte cuenta que era eso lo que calculaba cuando me dio. por encuerarme por dinero. Pero por más
dinero, no por mil pinches pesos. Y es que imagínate la clase de oportunidad que yo le estaba dando al escuinde ese. Vas a decir que por qué no me agarraba de público a un vecino, un niño bien. A lo mejor porque ya desde entonces yo a las putas les envidiaba todo menos la famita. Con el hijo del jardinero yo tenía mi lugar, tanto que hasta podía chantajearlo.
Eso se oyó muy mal, yo no lo chantajeaba. Como te dije ahorita, le daba una oportunidad. Así como hay personas que se gastan montones de dinero en ir a temporadas de conciertos, yo le estaba vendiendo al escuincle caliente boletitos para una obra en varios actos. Porque no era lo mismo mirarme desnudita a los trece años y medio que a los trece años ocho meses. 0 sea que me dejabas de ver sesenta días y ya tenía noticias frescas para tus babas. 0 para las de él, que era el que iba a pagar. Porque yo no era nada más una vil encueratriz, también era empresaria. Había inventado un sistema de financiamiento tan bueno que ya ves, hasta el hijo del jardinero podía contratarlo.
El problema era que yo estaba castigada, ¿ajá? Todo el día encerrada en mi recámara, y encima sospechosa perfecta si algo se les perdía. Yo no podía robar, necesitaba los atentos servicios de otro ladrón. Alguien que pudiera ir a cualquier lado. Hazte cuenta a la oficina de mi papá, sólo que sin testigos. Aparte dime qué iba a andar haciendo el hijo del jardinero en la oficina de mi papá. Claro que había días en los que mi mamá se quedaba con el carro, y ahí era donde estaba mi oportunidad.
¿Sabes qué hacia mi mamá en su tiempo libre? Era voluntaria de la Cruz Roja. Cada mes organizaba una comida entre muchísimas señoras de la colonia, y al día siguiente ya podrás figurarte la cantidad de lana con la que amanecíamos. Ese día mi mamá salía muy temprano de la casa, me botaba en la escuela, botaba a mis hermanos y se iba para el banco. ¿Ya pensaste lo mismo? Pues si. Ese dinero sólo estaba solito cuando mi mamá se paraba en la escuela de mis hermanos. Caminaba una cuadra y regresaba, o sea que si tenías duplicado de las llaves te quedaban de menos dos minutos para abrir el coche, alzar la gabardina del asiento de atrás y llevarte las bolsas del mandado en las que mi mamá escondía el dineral. Sólo había que tener una copia de la llave, y mi papá guardaba el duplicado en su buró.
Un día me escapé corriendo a la cerrajería y saqué duplicado hasta de la llave del tapón de gasolina. Pensé: Nunca se sabe, y vaya que después tuve razón. Le di al niño la pura llave de la puerta, y entonces que le digo: Nadie se va a asustar de verte cargando un par de bolsas del mandado. Luego me imaginé a mi mamá haciendo un escándalo, parando una patrulla, no sé. Y lo volví a llamar: él que nunca sabía qué hacer cuando yo lo llamaba, creo que estaba enamorado de mí. A lo mejor ni habría tenido que encuerármele. Porque no vayas a pensar que le ofrecí un centavo del botín. De ninguna manera: yo lo quería todo. Era un asunto de moral familiar. Una cosa es que le robes a tu propia familia, que es como hacerte un adelanto de la herencia, y otra muy diferente es que ayudes a otros a atracar tu patrimonio. Claro que ése era el patrimonio de la benemérita Cruz Roja, no el de mi familia. Eso era lo que yo creía, of course. Porque yo era una ingenua, por más tramposa que quisiera ser. El asunto es que por donde la vieras, la cosa parecía de lo más condenable. Yo le estaba robando una de dos: a mi familia o a la Cruz Roja. Y mi cómplice igual, sólo que él además iba a dejar sin chamba a su papá, quién quita y hasta lo encerraban por ladrón. Todo eso se lo repetí como diez veces. Digo, tenía que tener bien claro lo que le iba a pasar si me estafaba. Le decía: Es la prueba que exige la Dama al Caballero para poder confiarle los sagrados secretos de su cuerpo.
Y si era un caballero, porque nunca falló. Tampoco decía nada. O bueno: Sí, Violetta. No, Violetta. Como quieras, Violetta. Porque yo lo obligaba a llamarme Violetta. Mi papá había prohibido que me llamaran así, y un día, hasta amenazó con irse de la casa, sin saber que quien se iba a largar era yo. Pero a su tiempo. Primero había que ganar dinero. O sea cobrar correctamente por mis servicios de gatita, ¿ajá? Digo, soy lo que quieras, nomás flégame al precio. Y como mis papás no querían ni acercarse a mis tarifas, me vi obligada a hacer pacto de sangre con el mirón. Me acuerdo que le dije: Mis papacitos nunca meterían a la cárcel a su niña. Tampoco es que me lo creyera, pero de todas formas tenía que decírselo. Te mentí: una vez, la primera, sí falló. Ya iba a meter la llave en la puerta y de repente que oye la campana de una iglesia: se echó a correr y se fue a confesar. Te vas a ir al Infierno por cobarde, le dije. Estaba que berreaba del coraje: había como cinco mil dólares en ese coche y el escuincle miedoso los dejó ir. No me vuelvas a habar, le dije. Lo dejé que sufriera como veinte días. Iba lunes y jueves con su papá. Ya le habían quitado el yeso, pero no se podía subir al árbol. Se pasaba las horas mirando mi ventana. Cuando faltaban pocos días para la nueva comida de la Cruz Roja, me asomé bien mamona y lo llamé. Era yo una abusiva. Creo que el pobre niño no tenía ni doce años y yo ya lo traía de mi paje. Me juró por su madre, a la que según esto sí quería porque no le pegaba, que me iba a traer todo el dinero, centavo por centavo, la tarde de ese mismo día, o sea el del atraco. Ya hasta había hecho su plan. Iba a sacar las bolsas en cuando mucho diez segundos, en treinta más llegaba a la calzada, cruzaba el camellón y se subía al primer camión que viera, no importaba para dónde fuera. En total no podía tomarle más de un minuto y medio.
Me gustaron sus tácticas. O más bien me gustó que estuviera a la altura. Digo, se iba a robar muchísimo dinero. Para su edad, ¿ajá? Y yo hacia las cuentas: podían salir fácil ocho mil dólares. No me acuerdo ni cuánto calculé, pero sí que alcanzaba para comprar un coche. Aparte, mientras más cerca estaba la Navidad, más generosos se ponían los donadores. Esa vez era octubre, a mes y medio de diciembre. La noche de antes del atraco soñé que iba a una casa de cambio y me daban siete mil dólares. Desperté, hice la cuenta y me quedé pendeja. Diecisiete vuelos redondos a New York.
Me pasé el día entero en la biblioteca. No me habían firmado las calificaciones, pésimas como siempre, y la puta maestra no me dejaba entrar a clases. ¿Sabes qué había en la dizque biblioteca? Puros libritos de superación personal. Ya sabrás, me pasaba yo el día leyendo instructivos para gente ñoña. Que si había que estar no sé cuántas horas al día con la familia, y todas las mañanas ponerse una meta, y las arañas. Me ganaba la risa ahí solita cada vez que pensaba: Violetta, te pasas el día entre la biblioteca y el hogar, hoy en la mañana te levantaste con la meta de ganar muchos miles de dólares, estás pensando positivo ahorita mismo: qué superada tan chingona te estás dando. Habría que hacer un manual de superación para tramposos.
A la salida ya no andaba positiva. Al contrario. Hasta pensé en pedir perdón desde antes y echarle como tres cuartos de la culpa al hijo del jardinero. Putadas, ¿si? A todo el mundo se le ocurren, pero luego hay que ser muy núerda para hacerlas. Me subí al coche tan tranquila, con las piernas quebrándoseme pero acá, serenísima, besito hola mami, sonrisa lindo día, y mi mamá del color de la pared. Digo, claro que estábamos en el coche, pero imagínate una pared recién cubierta de cal. O sea con la cara chupada, ¿ajá? Hazte cuenta La Chica del Pastel recién salida de un festín en Transilvania. Así que haciéndome la muy normal que agarro y le pregunto: ¿Pues quién se murió? Y que me dice: Tu tía Josefa. Y yo: ¿Mi tía no? Resultó que se había muerto la esposa de un primo de mi papá de Zacatecas, que hacía como veinte años que vivía en no sé qué colonia espantosa de la ciudad, en la que por supuesto mis padres no se habían ni parado. Pensé: Hijos, qué ridícula. Lo de siempre. Es fuerte la menopausia, ¿ajá? Y en ésas se me ocurre: ¿Cómo estaría yo sí me hubieran bajado el dinero de diecisiete viajes a New York? Puta. Putísima, ¿me entiendes? Creo que la señora esa, la dizque tía Josefa, se había muerto la semana anterior.
O sea que si mi madre traía esa cara y no quería habíar, seguro ya la habían dejado limpiecita. Igual iban a sospechar de mí, o hasta me descubrían. Pero si eso pasaba también salía ganando, porque de cualquier forma no pensaba devolverles un quinto. Tenía dinero suficiente para mantenerme por no sé, diez meses, un año. Y con agua caliente.
Llegamos a la casa y me llamó a su cuarto. Dije: Ya me jodí, pero igual yo ya estaba convencida de moscamuertear a muerte. Que me llevaran a la cárcel si querían, yo no iba a confesar. Y entonces mi mamá que me dice: Rosa del Alba, dime la verdad Puta madre, ¿me entiendes? Horrible. Y yo: Sí, mami. Pensando: Estúpida, no seas tan lambiscona que te van a cachar. Y mi mamá: ¿Dejaste abierta la puerta del coche? ¿No cerraste el seguro cuando te bajaste? Y yo: ¿Ahorita? Y mi mamá que se desespera y me empieza a gritar que no, que en la mañana. Y yo: No sé, mamá, ¿por qué? Y ella: Ibas sentada atrás, ¿verdad? Y en eso que me acuerdo que no, que iba adelante. Como estaba nerviosa por lo del atraco, me levanté desde antes de las seis, of course que llegué al coche antes que nadie. Y claro, me senté adelante. Nomás de recordar ese detalle dije: Gúau. No dije nada, pues, pero me vino una seguridad maravillosa cuando le conté con pelos y señales que me había bajado en la esquina de la escuela porque ella traía prisa y bla bla bla. Entonces que me dice: Vete, y que llama a mis hermanos. Salí de ahí sintiendo que flotaba. Todavía me regresé, ya muy tranquilita, a preguntarle si le había pasado algo. Nada, hijita, las prisas, me dijo, como siempre que no quería hacer el esfuerzo de inventar entera la mentira. Pensé: Soy inocente, ahora ya sólo falta saber si soy rica. Estaba preparada para hacerle al niño las peores extorsiones, ¿me entiendes?, las más sucias. Vas a pensar que salí exacta a mis papás. Aunque igual no tendría nada de raro.
Que lo pensarás, que lo fuera, qué más da. Además ni siquiera tuve que hacer putadas. Como a las cuatro llegó el niño, con el cuento de que había dejado una herramienta en el jardín. Le abrí la puerta, me miró muy serio y yo pensé: Lo mato. Pero traía todo. Muchísimo dinero. Como para ponerme a bailar. Y yo pensando: Va a venir mi mamá y nosotros contando su lana en el garaje. Y el niñito mirándome. Hasta que ya le dije: Vete por tu herramienta, la semana que viene se te va a hacer ver a una niña rica encuerada.
En la casa había miles de lugares para esconder cosas pero nunca es lo mismo un billete que una billetiza. No podía quedarse debajo de la cama. Es más, prefería llevarme el botín a la escuela que dejarlo en mi casa. Peor todavía con el olfato natural que tiene mi mamá para el dinero, aunque creo que sólo huele los billetes chicos. Me gustaría preguntarte si me parezco a mi mamá. Deberías de saberlo, si es que pretendes escribir mi vida. El día del atraco me di cuenta de que las dos teníamos la mismita lógica. Cuando ellos se ponían a hablar de mí, yo me metía al clóset y los oía perfecto. ¿Sabes qué es lo que separaba nuestras dos recámaras? Una tablita de medio centímetro de grueso. Más las puertas de los dos clósets, que ya en la noche estaban casi siempre abiertas. Me acomodaba encima de las bolsas de ropa vieja, y así como los escuchaba hablar de mí, sabía todo lo que decían de mis hermanos, y hasta me había enterado de rollos bien no sé, privados. ¿Nunca viste a mi papá de cerca? Creo que fue a la agencia una vez. O dos, no sé. Bueno, pues tú lo ves y te imaginas que hace mucho deporte, ¿ajá? Igual hasta creerías que es boxeador, o jugador de americano. Depende si se pinta el pelo o no. Oye, ¿sabías que mi papá es impotente? Cómo vas a saber, si igual no lo has ni visto. Pero no se le para, así le toques el Himno Nacional. La primera vez que lo oí no sabía lo que era la impotencia. Yo juraba que era algo así como escasez de vitaminas. Luego ya me enteré y hasta me preguntaba cómo habíamos nacido nosotros tres. Pero según esto mi papá tuvo una enfermedad, y al final mi mamá terminó pagando la factura. O los dos, pues. Creo que luego se calentaban y se decían cosas, pero siempre en voz baja y con la tele prendida.
¿Dónde iba yo a esconder toda esa lana? Pues en el clóset, claro. Pero lo más curioso fue que me encerré primero en mi cuarto, luego en el clóset, y entonces me di cuenta de que no estaba sola. O sea, si estaba sola, pero del otro lado estaba mi mamá. Y te juro que yo la oía respirar. O más bien resollar, como que había estado llorando un poquito antes. Me quedé quieta, casi sin respirar. Y ella siguió sacando los cajones. Sacó tres, yo la oía como si estuviera en mi recámara. Luego no sé qué hizo, sólo la oí gritarles a mis hermanos que dejaran de hacer ruido porque estaba tratando de dormirse. Y ellos le contestaron desde el jardín. Yo no quería saber qué estaba haciendo mi mamá, ni me importaba lo que hicieran mis hermanos, creo que me bastaba con saber que no podían fastidiarme. Por eso me di el gusto de contar el dinero, acomodarlo con toda calma en el mero centro de una de las bolsas, cerrar el clóset con muchísimo cuidado y ponerme a brincar como loca en mi cama. Media hora después, mi mamá abrió la puerta y me descubrió haciendo multiplicaciones. Traía los ojos rojos, los pómulos hinchados. Parecía más borracha que chillona. No es que me esté burlando; me molesta sentir piedad por ella. De la lástima al desprecio te puedes ir a pie, ¿me entiendes? Igual yo no quería ser como ella, ni me sentía mal por estafarla con todo y Cruz Roja, pero eso no quería decir que me agradara despreciarla, ¿ajá? En mi familia éramos como monumentos. Nunca nos decíamos nada muy importante, pero contábamos con nuestra honorable y decorativa presencia. La Madre. La Hija. El Padre. El Más Pequeño. Cada uno con su espacio en el paisaje. Si mi mamá iba a ser La Madre, yo no podía sentir lástima por ella. Seria como apiadarse de la Santa Madre Iglesia. O no sé, del Monumento a la Madre. Me hizo adiós con la mano y yo en ese momento regresé a mis cálculos. Si al día siguiente el dólar amanecía igual, me iban a dar doce mil novecientos cuarenta y tres dólares. Un coche nuevo. Nueve viajes a Europa con todo pagado. Treinta meses de renta de la casa en que vivíamos. Once años de colegiaturas en la Secundaria Ejecutiva.
Lo bueno de mi madre es que salía mucho. Por ejemplo, esa tarde se fue con mis hermanos. Pensé en ir a su cuarto y meterme en su clóset, pero como que me sonó una alarma. Vi la hora: cuatro y media. Podía escaparme un ratito, pero no sabía si me iban a cerrar la casa de cambio. Y de repente sentía una no sé, comezón por cambiarlo. Si me encontraban muchos miles de dólares podían sospechar lo que quisieran, pero si veían pesos: Toma, pinche ratera. No sé, me entró la paranoia. En diez minutos me arreglé con pura ropa de mi mamá, y hasta unos anteojitos de no sé cuál de mis abuelas muertas. No sabía si me veía de verdad más grande, pero me salí así. Tomé un taxi del sitio de la esquina y en no más de veinte minutos ya tenía los dólares: doce mil exactos, más un montón de pesos para gastarme. Llegué hablando en inglés, y ya sabrás que había un tlahuica de cajero: Yo Janey tú Tarzán, pinche nativo. Ni mi nombre me preguntó, el güey. Camino de regreso me compré no sé cuántas revistas, un pastel poca madre para mi solita y hasta le di propina al ruletero. Niña rica, ¿me entiendes?
Tendrías que haber oído el escándalo que armaron en la noche. Mis hermanos ya se habían dormido y ellos estaban solos en su cuarto, pegándose de gritos en secreto. Mi papá casi casi no creía que le hubieran robado la lana de la Cruz Roja. Pero también le dijo algo chistoso: Ni modo de anunciarlo. ¿Qué pedo? ¿Cómo que ni modo? De plano tuve que meterme al clóset y sentarme a escuchar con toda calma. Y así file como supe dónde estaba la bronca. Resulta que de todo lo que había recolectado mi mamá, sólo llevaba la mitad a depositar al banco. Y como ya le habían chingado esa mitad, tenía que entregar la otra. O sea su ganancia. O sea que yo no era quien le robaba a la Cruz Roja. Mi mamá era la voluntaria, la piadosa, la misericordiosa, la verdadera pinche ladrona. Yo nada más era la mano de la justicia. ¿Tú sabes cuántas veces había hecho lo mismo’ Hice cuentas y vi que ya iban por lo menos dos años de comiditas cada mes. Y ahora la muy mezquina estaba inconsolable no porque le hubieran robado, sino sólo porque le habían frustrado uno entre veintitantos robos. Y mi papá cobrándome por gastar mucho gas.
Me habría indignado, pero antes oí un dato que me dejó helada. Mi mamá dijo: Tuve que venir en la tarde a sacar el dinero que apenas había guardado en la mañana. Algo así, ¿ajá? Pero dijo venir. Venir en la tarde. ¿Ves por qué te pregunto si me parezco mucho a mi mamá? ¿No crees que sea muy chistoso que tanto ella como yo escondiéramos nuestros robos en el clóset? Me preguntaba: ¿Cuánto habrá en ese clóset? Apenas había perdido el sueño por trece mil y ya lo estaba perdiendo otra vez por no sabía cuánto. Al final me dormí, pero hasta dormidita seguí acechando el clóset. De verdad que así andaba, como fiera. Acechando. No me cabía en la cabeza que mis papás guardaran una cantidad de ese tamaño, mientras en nuestra casa no había ni chocolates. ¿Te conté que los pránganas nos compraban recortes? Igual ni sabes que existen los recortes de chocolate, y que hay alguien que los vende y otros que se los tragan: el prángana y sus hambreados.
Luego también pensé: ¿Y si mejor me fugo con lo que ya tengo? Pero como seguía haciendo cálculos, me di cuenta de que el sueldo de mi papá, ya en dólares, con trabajos pasaba de dos mil. No podía vivir sola con medio año de sueldo de mi papá. Iba a acabar robando, igual que ellos. Tenía que haber un modo de quitarles más. Aunque me descubrieran. Total, yo iba a estar lejos. ¿Qué era lo peor que iban a poder hacer? ¿Maldecirme? ¿Desheredarme? Antes de que eso sucediera, mis papacitos me iban a heredar en vida. De todos modos iban a seguir desfalcando a la Cruz Roja, ¿ajá? Aunque tampoco lo tenía tan fácil. Había que inventar un plan, hallar el escondite, prepararlo todo. Nunca me imaginé que el chiste me iba a llevar un año. Ni que en ese solo año me iba a botar enteros mis ahorros. Poco más de mil dólares por mes, sin que nadie jamás se diera cuenta. Además, tú ya sabes cómo somos las niñas ricas de verdad. No lo cuentes: nos gusta ser discretas.
Me compraba casetes y los lijaba. Tiraba las portadas y dejaba hojas blancas con mi letra. Llegué a tener muchísimos, pero ninguno parecía nuevo. Si acaso las portadas de Iggy Pop y Siouxsie las pegué en mis cuadernos. Me compraba pinturas, sombras, todo. Ropa muy pocas veces. Tenía que esconderla con los vestidos viejos y se arrugaba. Luego esperaba meses para poder lavarla cuando no hubiera nadie. Además todo el día andaba con el uniforme de la Secundaria Ejecutiva. Niña rica, hija de padres ricos, disfrazada de jodida por motivos estratégicos. O quién sabe: dicen que lo jodido no se quita. O sea que no depende del dinero, ¿ajá? ¿Para qué quieres un millón de dólares guardados en el clóset? ¿Cuándo has visto a una niña rica llenando cochinitos?
Mis compañeras eran un poco más grandes. Yo había perdido un año y medio, pero había doctoras en Secundaria. Nacas inadaptadas, ya sabrás. Me acuerdo que sufrían muchísimo con el inglés. Mientras, yo me pasaba las tardes copiando en mis cuadernos letras de canciones. Con decirte que al terminar primero ya era la favorita del profesor de inglés. Y las otras furiosas, porque el tipo además no estaba nada mal. Después entré a segundo y hasta él me reprobó, porque como era niña rica ya no tomaba apuntes, ni hacia las tareas. Ni siquiera me molestaba en llenar los exámenes. Creo que andaba en busca de motivos, o coartadas, cualquier cosa que me obligara a largarme de una vez, aunque se me acabara el dinero en dos semanas.
Me había comprado un walkman increíble. Tuve que rayonearlo con una navajita, y en mi casa les dije que me lo habían prestado. No sabía si me iban a creer, pero mi papá estaba tan de buenas que me dijo: La que te lo prestó es una bruta, pero más bruta vas a ser tú si se lo devuelves. Quien más me sorprendió fue mi mamá. Cuéntale que te lo robaron, me dijo. Así, con la frescura. Como aceptando: Ajá, somos ladrones. Y salió bien, porque con ese mismo método legalicé tres suéteres, dos faldas y unos pantalones. Me iba mal en la escuela, claro, y en mi casa vivía castigada, pero ser niña rica me ayudaba muchísimo a aguantarlo. Yo decía: Mi escuela está en el walkman, y cantaba en inglés el día entero. Mis papás nunca preguntaban de dónde salía el patrocinio para tantas pilas. Como que se tranquilizaban nada más con decir: Está castigada. Si había fiestas, campamentos, lo que fuera, yo estaba castigada y en mi cuarto. ¿Tú sabes cuánta libertad había en mi cuarto? No, no lo sabes. Nadie nunca lo supo. Y si tú lo supieras empezarías a odiarme. Una no aprende a ser puta en los bares, ni en las fiestas, ni en la calle. La putería se aprende en soledad. Yo, por ejemplo, emputecí de noche, con el walkman puesto y una sábana encima. ¿Entiendes lo que dije? Dormía desnuda. Y a veces en los sueños también estaba así, encueradita. No sabía dar besos ni de cariño, pero ya había aprendido a acariciarme.
¿Te dije que no sé ni cómo se llamaba el hijo del jardinero? Creo que si, pero igual está bien recordarlo. Mínimo por allí no tendrás celos, ¿ajá? Es que es horrible cada vez que te hablo porque tengo que estar pensando qué decir, y cómo. Y luego no me aguanto. Me entra la tentación de echarme un round ¿Tú nunca disfrutaste mis berrinches? Porque yo a veces con los tuyos me divertía muchísimo. Sin que te enojes, pues. Te digo que me divertía, pero igual era más que eso. A veces divertirte es llorar con toda tu alma. Tú me decías cosas de lo más hirientes, pero camufladitas para que ni siquiera pudiera contestarte. Por eso un día te dije que tenías cuchillos en la lengua. ¿Cómo se llaman esas armas antiguas que según esto podías enterrarlas sin sacar sangre? Tú eres de los que matan y se asustan de ver al muerto. Porque no hay sangre, ¿ajá? ¿Por qué somos así, carajo? Iba a decirte que te había aprendido mucho con… Verduguillos, así se llaman los cuchillos que tienes, o en fin, tenemos en la lengua. Pero yo cuando menos no finjo algún candor. En cambio tú me vas poniendo trampas, te escondes, te acomodas, preparas, apuntas, toma.
Nunca te lo dije, pero me gustaba. Me gusta que hagas eso. Nadie se toma el trabajo de armar esas ofensivas asesinas sin un perol de pasiones quemándosele dentro. ¿Me equivoco? Tal vez. Pero no me equivocaba cuando sentía a mi ego crecer con cada una de tus cuchilladas. Y para que veas que soy pareja, he de reconocer que mis represalias también eran terribles. Porque a mi ya ves que no me asusta nada ver la sangre. Total, tú elegiste el arma. ¿Sabes que te ves guapo desangrándote? Hirviendo del berrinche, aventando las cosas al piso, rompiendo vasos, cortándote los dedos. Y yo callada, ¿ajá? ¿Tú qué pensabas? ¿Ésta ya se asustó? Hubieras visto un día a Nefastófeles haciéndose el chistoso con su navaja, dándome piquetitos entre las piernas, echándome su aliento a rata muerta. Eso era miedo, y asco, y puta madre; lo tuyo era lindo. Te dije que me divertía porque en ese momento me dieron ganas de joderte. No quería decirte así tan fácil que la verdad era que yo necesitaba muchísimo de tus entripados, aunque me castigaras diciendo cosas espantosas. Toda mi vida he odiado a los que tienen razón. En todas las películas yo les iba a los malos. No sé, los buenos me parecían de lo más vulgares. Hipócritas, pendejos, persignados. Y Nefastófeles era tan verdaderamente mierda que yo pasaba a ser la víctima, la buena. La que tenía razón, qué horror. En cambio ya contigo me quedaba el consuelo de ser una piruja aborrecible. ¿Nunca pensaste en mi con ese insulto, piruja aborrecible?
Supongo que prefieres que te cuente del dinero. Yo veía en los periódicos que había tipos a los que metían diez años a la cárcel por robarse no sé, cinco mil dólares, y en el clóset de mis papás había mucho más. Decía: Soy lo peor. Y eso que no me había propuesto así que digas dejarlos en la calle. Por más que lo he pensado, y que lo sé, y que lo viví, no puedo creer que yo a los quince años me robé ese dinero de su clóset, ni que después estuvo tantas semanas escondido en el mío. Menos creí que mi mamá iba a ir a parar al hospital. Según ella le dio un infarto, pero tuvo que ser algo más leve porque salió perfecta al día siguiente. Perfecta drogadísima, pero igual caminando y hasta haciéndole bromas a mi papá. ¿Me vas a seguir queriendo pobre?, le decía. Todo siempre en inglés, como si hablara enfrente de la sirvienta.
El niño ya me había ayudado a hacer dos robos, el segundo chiquito: le bailamos la bolsa a mi mamá y la muy miserable traía dos mil pesos. Te digo que en un año ya no tenía un clavo del primer atraco, y la Operación Clóset se había ido retrasando. Me daba como miedo, había que hacer cosas de ladrones de verdad. Ni modo de robarme la caja fuerte, con lo que debía de pesar. Imagínate si el hijo del jardinero y yo íbamos a poder solitos. Además que me daba no sé qué volver a encuerármele, porque el maldito escuincle ya se había acostumbrado a espiarme. Luego hasta me seguía cuando iba a la tiendita. Y dónde que ya tenía como trece años y, ¿cómo te lo explico?, él no tenía las broncas de mi papá. No sabes lo que me cagaba verlo en el jardín con la mano en el bulto, mirando para arriba. Vivía como prisionera en mi recámara, eran las vacaciones y yo que no salía ni al jardín.
No sé si ya checaste dónde estaba mi miedo. Todo lo que te dije es cierto, pero como que había algo más cierto. Piensa que yo tenía casi quince años. Ok, ya iban dos veces que el niño me veía desnuda, pero con menos busto. No me hacía a la idea, ¿ajá? Nunca es lo mismo que se te hagan dos bultitos muy tiernos en el pecho a que en cosa de meses seas la envidia de tu mamá.
Me sentía rara. Pensaba: Las tengo como de caricatura. Ni siquiera sabía la cara que iba a poner el escuincle cuando me las viera. Él, que las había visto casi casi nacer. Pensaba: Una de dos, se va a morir de risa o va a querer sobármelas, y no sabía cuál de las dos cosas me daba más terror. Qué bruta. El escuincle se escapaba en las tardes de su casa nomás para esperar a verme caminar dos cuadras, ¿tú crees que no se había dado cuenta? Por eso un día pensé: Si no tengo el valor para encuerármele al hijo del Jardinero, menos voy a tenerlo para ser otra vez niña rica. Porque te digo, ya era pobre. No me había comprado ni un cassette como en un mes.
Tenía unas compañeras que se iban a robar pinturas en el súper, y yo decía: Eso que lo hagan las jodidas. Además, yo en el fondo quería poner mi cuerpo a prueba. Y el niño era mucho menos peligroso que mis vecinos: seis o siete pendejos que se pasaban las tardes jugando fútbol en el parque. Yo ni siquiera les hablaba, aparte. De repente les daba por gritarme cosas, pero yo traía el walkman a todo volumen. No te digo que no me interesaran los hombres, pero como que entonces el tema era mi cuerpo. Te digo que tenía que ponerlo a prueba con alguien. Pero tenía que ser alguien que no abriera la boca, y que si un día llegaba a abrirla nadie pudiera creerle. ¿Ves por qué el jardinerito era mi hombre?
Una noche que estaba sola en la casa les vacié los cajones de la cómoda, más el buró de mi papá, y el tocador de mi mamá, y en ningún lado apareció la puta combinación. Además, yo no sabía cómo era una combinación. Y ni modo que el papel dijera: Combinación. Tampoco iba a encontrar el papelito en los cajones del clóset, ahí junto a la caja. Todas las noches me metía en mi closet a oír las conversaciones de mis papás, pero de la maldita caja fuerte nunca hablaban. Te estoy haciendo bolas otra vez, ¿verdad? Todavía ni te explico qué hice con la caja fuerte y ya sabes que a mi mamá le dio el ataque. Cuando escribas mi vida lo pones todo en orden, ¿si? Es que mi vida no ha pasado así, del uno al cien; no sé, como que el mundo no lleva mi ritmo.
Preferiría contarte de mis piernas. Además es tu tema favorito, ¿ajá? No creas que mis piernas me gustaban tanto. Pero si mis rodillas, que se pusieron redondísimas. Yo no sé si el niñito se fijaba en ellas. Igual estaba más interesado en verme los calzones, pero a mi me encantaba pensar que era por las rodillas. Le enseñaba las piernas y a veces los calzones, para que se acordara que íbamos a ser cómplices de nuevo.
Me reventaba medio himen ir al ginecólogo. Era un viejo muy bruto, te trataba como si fueras vaca. Un día me dejó sola y se fue al baño. La enfermera no sé por qué no estaba. Vas a decir: Qué imbécil. ¿Cómo ves que me robé un estetoscopio? Cuando volvió el doctor, ya lo tenía escondido en el guardarropa. Por eso te decía que no me explico que esa escuincla babosa, o sea yo, pudiera luego tener todo ese dinero. ¿Qué carajo iba a hacer con el estetoscopio, yo que a las cajas fuertes no las sabía abrir ni con combinación? Pero para que veas que si hay justicia en este mundo, gracias a ese estetoscopio volví a ser niña rica.
Recuerdo que era Halloween. Mis papás se llevaron a mis hermanos a una fiesta, yo por supuesto estaba castigada. Entonces dije: Manos a la obra, y saqué los cajones ya sabrás, con todos mis cuidados. Me puse muy profesional el estetoscopio y agarré firmemente la manija. Tanto que de repente zas: se abrió la puerta. ¿Creerás que los muy míseros tenían ese dineral en una caja fuerte descompuesta? Abrí y cerré, le di vueltas y nada: la chapa no servía. Me entraron unos nervios nefastos, porque ya ni siquiera revisé lo que había dentro. Se veían muchos fajos de billetes, amarrados con ligas de las dos orillas. ¿Cómo ves que ni me di cuenta de que eran dólares? Eso sólo lo supe hasta que la lana ya era mía, ¿aja? ¿Checas cuál es la bronca de mi familia? Nos encantan los dólares. A lo mejor por eso no nos duran. ¿No crees que a mi me gustan más que a mi mamá? Te apostaría mi alma a que en mi corta vida me he gastado más dólares que ella. La pobrecita sabe cómo robárselos, pero no hubo quien le enseñara el gusto de tirarlos.
Según yo había dejado todo en su lugar, aunque igual mi mamá era muy desordenada. Muchos años después del robo, de hecho hace poco tiempo, mi papá me gritó que era yo una ladrona de alta escuela. No podía pedirle que me lo explicara. Ni siquiera que me dejara explicárselo. Se va a morir creyendo que engendró a una violadora profesional de cajas fuertes. Y así fue como me enteré de que la number one prángana era mi mamá, que tenía a mi papá creidazo en su sistema de seguridad: tres cajones y una puerta de lo más pinche amistosa. Además mi mamá era la del negocio. Me acuerdo que decía a veces, antes de acostarse, que en unos años más iban a guardar esa lana en un banco sin problemas (yo metida en el clóset, pensando: I love New York). O sea que no pensaban ni gastársela. La tragedia de todos los ojetes es que sus hijos salen más ojetes que ellos.
Me acuerdo que pensé en volver a abrir el closet y robármelo todo y escaparme en un taxi. Que era una idea buenísima, nada más me habría ahorrado tres semanas de lágrimas. Pero entonces tenía miedo. Estaba encima de mi cama, con las piernas abiertas y los brazos en cruz y la vista perdida en el techo, y hasta me daban ganas de chillar porque ya sabía que yo me iba a robar toda esa lana, ¿ajá? No podía ser de otra manera, cómo crees. Y ya sabía que iba a ser bien pronto, antes de que arreglaran esa caja, o encontraran cualquier otro escondite menos chafa, que debía haber miles. Más que chafa era igual que mis papás: cheesy. Como un bilé de tianguis. ¿Te acuerdas de los labios rojísimos de Cuqui, la recepcionista? Nunca te pregunté si conocías la palabra cheesy. El caso es que yo vengo de una familia cheesy. Plasticosa. Baratona. Rascuache. Prófuga del pinche Woolworth. Luego tú preguntabas por qué era yo tan delicada con el tema de la vida social. ¿Qué querías que te dijera? ¿Soy la mona del pastel? ¿Es que ahí donde me ves vengo de una familia rete corriente? ¿Esos tres de aquella mesa ya me vieron encuerada? ¿A aquél no se le para? ¿De menos te imaginas cuántos hombres me conocen desnuda? Tú que tanto te diviertes haciendo numeritos, si en cada fiesta había no sé, seis, ocho, doce tipos, ponle nueve en promedio, y yo he ido a más de treinta, pero menos de cien, ¿cuántos ejecutivos y directores y señores respetables crees que me reconozcan y piensen: Yo a ésa la vi encuerada?
¿Y tú qué dijiste? Ya me enteré de todo, ¿ajá? Pues no porque nomás te estoy haciendo repelar. A lo mejor me excita pensar que mientras yo hablo tú dices: Pincheputa.
O igual también te excitas, porque en el fondo eres bastante cerdillo. A ver quién va a creerte que te pusieron Pig cuando eras niño. Como dice mi mamá: Sabrá Dios en qué pinche burdel te zorrajaron ese nombre. Bueno, lo del burdel lo digo yo. Mi mamá siempre dice: Sabrá Dios. ¿Dónde anda tu papá?¿Qué hicieron tus hermanos?¿Por qué no quieres contestarme,”Luego ella se contesta sola: Sabrá Dios. Como si Dios tuviera tiempo para desperdiciarlo en gente cheesy.
Pero tú no eres cheesy, ¿o si? Yo creo que de repente, pero no se te nota de lo pedante que eres. A una siempre le pudren los mamones como tú. Hasta que se da cuenta que no es que sean así, sino que es timidez. O sea, no es que una se dé cuenta. Igual tú sigues siendo un mamón impresionante, pero como resulta que a mi me habías y me buscas y hasta me persigues, entonces lo que yo hago es convencerme de que eres como ya sé que no eres. Porque en el fondo a mi también me gusta echar a andar esos desplantes de indiferencia por el mundo de mierda. Y porque me conviene que sea yo la excepción. ¿Me conviene? Quién sabe. Sabrá Dios. Mi mamá le contaba a sus hermanas, un par de cacatúas espantosas, que lo único bueno de mi carácter majadero (así decía ella, majadero, vulgar) era que las amigas eran iguales a mi. Cuando tendría que haber dicho que yo no tenía amigas, punto. Y mis tías movían la cabeza y decían: Ay, Pupis, esa muchachita va a ser tu calvario. Luego también les daba por consolarla porque bueno, qué bendición que no me había yo encontrado un pretendiente con mis mismos alcances. Ni lo quiera Dios, manita. Cuando supe que las putas viejas se decían así, manita me tuve que sentar a llorar de la risa. ¿Te acuerdas de tu amable comentario, imbecilazo? Dijiste que seguro ellas también eran unas nacas. Ese también nunca se me olvidó. Pero igual todo te lo perdonaba porque tú eras todo eso que según mis tías no debía querer Dios. O sea que se me hace que fue por eso que no te vi como un mamón, sino como la parte mamona de mí. Por eso un día dije: Tengo que comprarlo.
No estoy segura de querer contarte del dinero. Preferiría que esa parte la inventaras tú. Ya te di todo lo importante, ¿ajá? Tienes la ubicación de la caja fuerte, el dato de que estaba descompuesta, todo lo que pasó antes. ¿Qué te voy a contar? Además, no me estoy confesando. Ni siquiera voy a enterarme si me perdonaste todos mis pecados. Supongo que lo más seguro es de una vez decepcionarte hasta el final. Igual no necesito decir más para que me consigas lugar en el Infierno. Desfalqué a mi familia, ¿no te basta? Podrías ir pensando que si eso hago con los de mi sangre, qué no haría cualquier día contigo. Y ya que creas eso no te va a costar ningún trabajo completar la historia de la hija ladrona y malagradecida.
No se te olvide lo de mi mamá en el hospital. Aunque yo en tu lugar pondría que le dieron dos infartos. Y que ella todavía estaba en coma cuando yo me escapé con todo y coche. Aunque igual eso sí quiero contártelo. ¿Ya te dije que les robé todo el botín y lo metí en las bolsas de mi clóset? Claro que habría sido facilísimo agarrarme, pero acuérdate que esa lana era robada. Por eso mis papás no hicieron tangos. Ni modo de llamar a la policía, porque entonces lo peor que podía pasarles era que agarraran a los rateros. Un domingo en la tarde había ido el hijo del jardinero a romper vidrios en mi casa, aprovechando que no estábamos. Enviado por mi, of course. La idea era que se llevara por delante un par de vidrios, sacara los cajones del clóset y dejara la caja fuerte abierta. Yo desde la mañana ya había atacado, y al niño le había dado un par de guantes de hule para que no dejara sus huellotas. Pero ni falta que hizo tanta precaución: llegamos en la noche y a mi mamá le dio el soponcio. O lo fingió, no sé. Finalmente la culpa era suya, yo no había descompuesto su caja fuerte. Yo estaba muerta del terror en mi recámara, luego en el hospital, en la escuela, en la casa, no sabes: big leaguin mother fuckin random paranoia. Vuelta loca pesadillando pendejadas, aunque igual sin quebrarme. El caso es que en dos días mi papá mandó poner los vidrios, llegaron a cenar las putas tías y mi mamá les aventó la versión light. O sea la oficial: Quiso Dios que los ladrones no se llevaran nada. Dios mío, qué descanso. Ya en la noche, en mi clóset, la oí cómo chillaba del coraje con mi papá: Lo que más me da rabia es la impotencia. Eso decía, la perra, como para de paso joder a su marido. Siempre que las mujeres nos sentimos culpables nos da por repartir. El cuerpo de Judas: Amén.
Mi mamá era la típica ñora piadosa: si había inundaciones, o temblores, o muertos, o damnificados, o las arafías, ella se iba de voluntaria con la Cruz Roja. Organizaba albergues y colectas, se hacia amiga de los curas, hablaba con burócratas, reclutaba vecinos, el caso es que salía con muchísima ropa. Nueva o usada, igual nos la poníamos. Y lo mismo hacían mis tías, pero fue mi mamá la que mejor se aprendió los trucos para metérsele a la gente. Hasta que se hizo amiga de un doctor, y no sé cómo le hizo pero le sacó el negocito de las comidas. Claro que ella decía: No lo hago por dinero, es que quiero ayudar. Y mi papá también hacía su parte. Recolectaba ropa en la oficina, que luego mi mamá teñía y repartía entre la familia. Mi esposa es una santa, juraba mi papá. Y cómo no iba a ser una santa, si se las arreglaba para hacerle el milagro de no gastar en ropal y a veces ni en comida porque un día llegaba con la cajuela llena de latas de sardinas para la Cruz Roja. Ya te imaginarás lo que tragábamos en todo el mes siguiente. No es que yo me asustara, pero eso de que era la hija de una santa me daba como náusea, tú me entiendes. Yo creo que también eso influyó en que a los quince años todavía siguiera deseando ser putita. Quería estar del otro lado de las santas, ¿Si? Las tías que te conté pedían siempre que les dijeran señorita, Cada vez que veía a la santa ratera y a las putas señoritas repartiéndose los vestidos y las latas de sardinas de los pobres, me daban ganas de ponerme a rezar. Pero ni modo de pedir: Dios mío, hazme puta. Aparte ya sabrás que con todo ese dinero no iba a necesitar ayuda para emputecer. Porque una cosa si: yo quería ser lo peor, pero por gusto. Eso de hacerme puta por necesidad me parecía no sé, inaceptable. Entre el año que estuve sofiando con el atraco y las semanas que pasaron hasta que me escapé, con los dólares refundidos en el clóset y mi mamá chillando el día entero en su cuarto, no hice más que pensar en toda la ropa que pensaba comprarme, y en que cuando anduviera por la Quinta Avenida la gente me iba a ver el escote y las joyas y el coche y el chofer y las piernas cubiertas de encaje negro, y nunca iba a faltar alguien que comentara: Mira una puta rica.
No era muy diferente a sofiar con volverme Wonderwoman. Porque cuando cumplí quince años no había visto nada, ni sabía muy bien cómo eran los hombres. Un día, en casa de una amiga de mi mamá, me robé un libro de anatomía que seguro había sido de la vieja o del marido. Y ahí venían diagramas del cuerpo humano. Cosas que en la Secundaria Ejecutiva casi ni veíamos. Y como yo era ahí la niña retraída que reprobaba las materias de cinco en cinco o de diez en diez, nadie hablaba conmigo. Quiero decir, de temas importantes. No la tarea de taquigrafía ni el examen de cálculo mercantil. Temas como las gónadas, los penes, los meatos, las uretras, las próstatas. Cosas ejecutivas.
Eso último no es cierto. Bueno, lo de que nadie quería hablar conmigo. Lo que pasa es que yo siempre llevaba mucho más dinero que ellas. Inventaba que mi papá era el tesorero de un banco, que ya me iba a comprar un coche nuevo, que en mi casa no me dejaban tener amigas pobretas. No eres tú el único arrogante, ¿ajá? Pensaba que si me llevaba con amigas como ésas iba a ser para siempre una jodida. Porque bueno, eso si, lo jodido se pega. Desde que me metieron en esa escuela yo había jurado que me iba a escapar. Cada que entraba a clases me decía: Estás de paso. Aparte nunca descartaba la idea de fugarme desde esa misma noche. Hoy sí me voy a atrever, pensaba. Con los ojos cerrados, imaginándome el camión que iba a tomar para Acapulco. Luego ya fui aprendiendo a manejar, gracias a un tío que a veces nos invitaba a su rancho. Sus dos hijos eran unas lacras. Fumaban mariguana desde los doce años y los muy míerdas me cobraban de a mil pesos por vuelta en la camioneta de su papá. Y como yo siempre traía billetes escondidos, me robaba con ellos la camioneta y me moría de ganas de volverme su amiga. Pero querían mi dinero, nada más. Yo creo que eran putitos. Y en realidad a mí lo que me interesaba era aprender a manejar. Me imaginaba paseándome por la Costera en el coche de mi papá, llegando al hotel más caro de Acapulco, metiéndome en un barco y huyendo del país. Puros sueños, ¿verdad? Por eso cuando me escapé hice tantas pendejadas. Por eso me agarraron en tres días. Por eso me querían internar en el hospital. Por eso todo, ¿ajá? Como que llegó un día en que toda mi vida era soñar. Es más, tenía ya el dineral escondido en mi clóset y seguía soñando. Con más ganas, porque otra vez era una niña rica. Voy a decirlo bien: Porque ya había dejado pobres a mis papás, Checa que los veía y hasta me preguntaba: ¿De dónde salen estos tristes jodidos? Odiaba que trataran de darme órdenes. Que me llamaran Rosalba. Que me siguieran llevando en las mañanas a esa escuela mugrosa en la que no hacia más que reprobar. Aparte, no me habían hecho fiesta, me quitaron el chance de escaparme a lo grande. Y para colmo me tenía que esperar, no fuera que pensaran que yo estaba metida en el robo del dinero. Tú dime, ¿qué iba a hacer la Violetta que conoces para soportar tanta humillación?
Otra vez ya te estoy nublando la cabeza. Lo que pasa es que me fui dos veces de mi casa. La primera porque, como me sentía muy rica y los veía muy pobres, decidí pintarme el pelo de negro. Me dieron una cachetiza que corrí hasta mi cuarto y me encerré. Mi papá me gritó, me ordenó, me amenazó, pero yo no le abrí. Así que fue corriendo por la llave, y yo ya no alcancé a agarrar ni una sola de las bolsas. Abrí y cerré la puerta despacito, y me escurrí por la escalera como endemoniada.
Podría decirte que ese día conocí a mi familia, pero como te digo: pasó todo muy rápido. No dio tiempo ni de checar las jetas que ponían, me tuve que escapar en ese instante. Iba para la calle cuando vi que el coche tenia las llaves puestas: bingo, me lo llevé. Y como ya venían tras de mí, hasta me di el lujito de gritarles: ¡Pínches nacos! O sea enfrente de medio vecindario. Fraccionamiento, pues, no me vayan a oír. Pero ese día bien que me escucharon, a mí y al rechinón de llantas: Bye-bye, bola de putos. Hasta hubo una vecina que también me oyó, y estaba corno al doble de distancia. Lo sé porque después me anduvo haciendo fama de malagradecida. Eso si, a todo el mundo le contó lo que grité. Para mí que desde ese día los vecinos conocen a mi familia como Los Pinches Nacos. Después que me agarraron les grité todavía más bonito. ¿Sabes cómo les dije? Pinches nacos pintados muertos de hambre. Lástima que esa vez no había testigos. Policías, solamente, y ésos no cuentan.
¿En cuántas horas crees que me agarraron? Soy una imbécil: En setentaiuna. Y después me tuvieron encerrada bajo llave, mientras veían dónde me acababan de embodegar. Según ellos no iba a ser más que un tratamiento, para ver si con eso entraba en razón. Yo planeaba volver para sacar la lana de mi clóset, pero ya no se me hizo porque antes me encontraron. Igual nadie se había molestado en registrar el closet; o sea que mis papás no sabían del robo, ni de los shows con el jardinerito, ni de nada. Lo único que sabían era que reprobaba y no quería ser rubia. Con eso les bastó para diagnosticar que estaba loca.
Nunca me lo dijeron de ese modo. Más bien decían: Hijita, ¿cómo amaneciste? Pero luego en su cuarto soltaban en secreto las verdades. No se me olvidan las palabras de mi papá: Tu hija está mal de la cabeza si cree que va a traer el cabello como prostituta. Ellos decían así: El cabello. Todas las noches discutían de lo mismo, era obvio que me iban a encerrar. Así que todo el día lloraba en mi recámara. Cómo sería la cosa que hasta un día les pedí que me llevaran a la escuela. Claro que tan estúpidos no eran. Como que mi papá se las olía que yo me iba a escapar a la primera. Que al final fue lo que pasó. Porque una cosa era que mi papá tuviera la única llave de la puerta de mi cuarto, y otra muy diferente que adivinara la existencia de un duplicado de las llaves de su coche. Lo tenía en mi buró, era mi trofeo. Si con una de esas llaves había sido niña rica por un año, con todas juntas iba a ser cualquier cosa que yo quisiera. Libre. Pelirroja. Gringa. Rica. Puta. No sabía bien cómo, y por eso lloraba a toda hora. Pero en algún momento se iban a equivocar, no podían ser tan buenos celadores. El día que me anunciaron que me iban a internar por unos días, ni siquiera dudé. A la noche vacié casi toda la maleta y metí los billetes como pude. Total, si me los descubrían en el hospital, yo estaba preparada para contarle a quien me preguntara de dónde había salido esa lanísima.
No soy como mi madre, que no suelta a Dios ni cuando va a robarle a la Cruz Roja. Creo que por eso Dios me ha ayudado más a mí. Porque yo no presumo de ser amiga suya, ¿ajá? No me acuerdo ni cuánto tiempo pasé entre que me agarraron y me volví a escapar. Según yo tres semanas, pero igual fue menos. No podía salir ni a la azotea. Mi papá puso chapas especiales hasta en la cocina. Y como ni siquiera les pedí perdón por los insultos, tampoco se dignaban dirigirme la palabra. Digo, ni mis hermanos me querían hablar. Aunque ésos por lo menos se acercaban a la puerta de mi cuarto y me gritaban cosas. Las susurraban, pues, pero siempre tan fuerte que parecían gritos. Pinche naca, decían, y yo hasta me reía de pensar: Les dolió. Cada vez que se iban me dejaban en mi recámara, encerrada por fuera. Y para mi mejor, porque así cuando menos podía consolarme contando mis riquezas. Imagínate el nervio en la mañana, cuando ya me llevaban para el hospital. Casi toda mi ropa se había quedado en el clóset, hecha bola en las bolsas. Y el botín iba envuelto en una sábana. Pensaba: Igual me sirve para sobornar a un enfermero. Figúrate las jetas que iban a plantar cuando vieran que en lugar de equipaje traía puros fajos de billetes. De repente pensaba: ¿Y qué tal si se quedan con la lana, me atascan de pastillas y luego me declaran loca furiosa? El caso es que en el coche yo estaba que abría la puerta y me bajaba en el semáforo. Y en eso zas. Que viene Dios y me rescata.
Yo iba rezando, ¿ajá? Venía en el asiento de adelante. Atrás estaba mi mamá, con mis hermanos. Lo más horrible fue que se bajaran en su escuela y mi papá dijera, ya sabes, solemnísimo: Denle un beso a su hermana. No les dijo despídanse, pero hazte cuenta. Y me solté llorando como loca, ¿ajá? Total que ni pudieron darme el beso. Luego oí que uno de ellos, no sé cual, preguntó si en el manicomio me iban a seguir pintando el pelo. Manicomio, ¿me entiendes? Por mucho que dijeran que la clínica y la rehabilitación y la terapia, ya habían decidido encerrarme como loca. Por no querer ser rubia de mentiras. Y pues yo ya sabía que loca no estaba. Aja, porque la loca traía la maleta hasta el culo de dólares. Y algo muy importante: mis llaves del coche. Era el último chance, ¿ajá? Pensé: Dios, si me salvas te prometo que no vuelvo a robar. Claro que pude haber prometido no volver a hacer trampas, pero una cosa de ésas no puede prometerse nunca. Sobre todo si tienes quince años y te andas escapando de tu casa. O más bien de tu familia, porque las casas nunca van y te buscan, ni te meten al manicomio porque no eres como ellas.
La última vez, o sea la primera, la única en realidad, me agarraron por cometer errores obvios. Qué importa cuáles, si vas a escribir mi vida lo menos que puedes hacer es quitarle las peores partes. O sea, donde de plano me veo muy mal, ¿ajá?, como tarada. El problema era que me había fugado a lo estúpido, sin pensarlo, ¿verdad?, entonces por supuesto que no podía ir a ningún lado. Dormía en el coche de mis papás, mientras hallaba el modo de clavarme a su casa y agarrar mi dinero. Porque, 0 sea, ya era mío, ¿ajá? Ni modo de largarme sin él. En todo el día no hacía otra cosa que vigilar mi casa de lejitos y regresar al coche. Hasta que me agarraron. Horrible, puta madre. Pero eso ya te lo conté. Tampoco importa mucho, a la hora de escribirlo vas a acabar inventando y cambiando y quitando todo lo que se te antoje, ¿ajá? Igual y hasta es una de las razones por las que te lo cuento, para que me deformes y me tuerzas y no sé, me hagas más interesante. Pon que me fui de puta y que agarraba el coche de mis papás de hotel de paso, y que la policía me atrapó gracias a que mi papi era habitual de no sé qué burdel. Nada más no me dejes durmiendo otra vez sola en ese coche feo, como muerta de hambre. ¿Te has fijado en lo poco decorativa que llega a ser la verdad?
En cambio lo que si está interesante, y es la pura verdad, es lo que me pasó camino al manicomio. Te digo que empecé a rezar, y que le ofrecí a Dios un catálogo de sacrificios. Que si después iba a pagarles el dinero, que quería donar una parte a la Cruz Roja, que pensaba ir a misa todos los domingos del mes, o hasta del año. Porque en esos momentos una ofrece hasta la cabeza de su gato para que se le cumpla lo que pide. Claro que yo nunca he tenido gato. Mi mamá nos decía que era alérgica a los animales. Puro cuento, a lo que era alérgica era a que un perro, un gato o un ratón le ensuciaran o le rompieran o le orinaran los muebles de su sala. Por cierto, una de las promesas que le hice a Dios era que iba a ir a una buena mueblería y les iba a mandar la mejor sala. Tuve tiempo de prometer cantidad de mamadas, porque eran cerca de las ocho y media y había un tráfico de súper mierda. Se me salían las lágrimas cada vez que tenía que decir: Hágase tu voluntad porque yo no sabía cuál era Su voluntad. Ni ganas de enterarme, aparte. ¿Qué tal que me quería en la pinche Casa de la Risa?
Hasta que Dios habló, sólo que por los labios de Mi Santa Madre. ¿Por qué no nos paramos un ratito en la iglesia para que la niña se confiese? Sirve que se despida un poco el tráfico. Eso fue exactamente lo que dijo. Cómo quieres que se me olvide, si como decía el sacerdote era Palabra de Dios. De pronto me dio miedo que mi papá dijera que no, pero cayó enterito. Hasta le pareció muy buena idea. Digo era obvio que les daba algún remordimiento, ¿ajá? Porque ya cuando entramos ellos también quisieron confesarse. Y si uno se confiesa es porque le hace falta. ¿O no, Diablo Guardián?
Nos sentamos a un lado del confesionario. ¿Qué edad tendría entonces mi papá? Unos cuarentaicinco, cincuenta años. Por mucho que corriera no iba a llegar al coche, abrirlo y arrancarlo sin que antes me cayera encima y me reventara el hocico, ¿ajá? A mi mamá le enferma que hable así. Hocico. Hocico. Hocico. Hocico. Hocico. En fin, que cuando mi papá entró a confesarse me dejó sentada junto a mi mama, y hasta el final dejaron que pasara yo. Así que entré pensando en lo que calculaba que le habían confesado mis papás al cura.
Hubiera preferido ir yo primero. Porque te juro que yo sí pensaba confesarme de verdad. Después del súper paro que me estaba haciendo Dios, ya no podía andarme con mentiras, ni callarme, ni nada. La hija de ese piadoso matrimonio iba a confesar que era ratera. Que había desfalcado a los padres. Y el cura me iba a estar oyendo mientras los miraba a ellos, ¿te imaginas? Vas a decir que hasta ese momento Dios no me había hecho ningún paro, pero desde que entramos a la iglesia, es más, desde que mi papá aceptó pararse, yo tuve súper claro que algo iba a pasar. Pero igual antes si tenía que confesarme. No por lo que iba a hacer, sino de menos por todo lo que ya había hecho. Además una nunca le confiesa al padre los pecados que piensa cometer. Me acuso, padre, de que el año que entra voy a matar a un hijo de puta. O sea, ve a matarlo y vienes, ¿ajá? Si acaso vas y dices que te acusas de haber tenido malos pensamientos, luego te los perdonan y ya: sales con la conciencia limpia a convertirlos en pecados.
Podía intentar algún operativo desesperado y en una de ésas Dios se decidía a completarme el milagrito. La otra opción era dejar que me encerraran en el locario y me quitaran el dinero, y además mi familia terminara de odiarme por ratera. No tienes una idea el trabajo que me costó contarle al sacerdote de mis enjuagues con el hijo del jardinero, más los tres espectáculos, incluyendo los dos que no quise contarte, más lo peor, que era lo del desfalco. Pero como te digo, el padre tenía a mis papás a un metro de distancia, entonces yo pensé: Ave María Purísima. Voy a decirle todos, todos, todos mis pecados, y de paso me entero si mis queridos padres también se confesaron de verdad Así que decidí soltarle lo de la Cruz Roja. O sea las comiditas, ¿ajá? Le platiqué con pelos y señales de los atracos míos y los de mis papás, y hasta le pregunté que si era cierto eso de los cien años de perdón para el ladrón que roba a otro ladrón. Pero no vayas a creer que se lo pregunté por ingenuota. Lo que pasa es que el padre me decía: ¿Me estás diciendo la verdad? y yo me hacia la niña pendejita. Y ahí tienes que le pregunto, ya sabrás, con voz de muñequito de caricatura: Oiga, padre, ¿a quién debería devolverte el dinero, a mis papás o a la Cruz Roja? Se quedó calladísimo. Yo creo que más bien veía a mis papás y pensaba: Cabrones. Porque era obvio que ninguno de los dos había confesado lo de las comiditas. Por eso me costó que me creyera, ¿ajá? Yo hasta pensé que me iba a aconsejar que les devolviera el dinero a mis papás y que luego, no sé, intentara convencerlos de también regresarlo. Y entonces que me dice: Dáselo a los pobres. ¿Y a qué pobres? 0 sea qué quería que hiciera, ¿si?, ¿aventar los billetes al aire desde un balcón? Ya te figurarás la sugerencia del padrecito: Dónalos a la Iglesia, y nosotros los repartimos entre los pobres. Pensé: Sí, cómo no, mañana vengo a hacerte rico, hijo de puta. Pero en fin, me absolvió de todos mis pecados y me dejó un rosario de penitencia. Además del encargo de la lana, claro. Y yo chillando, en parte para que me oyeran mis papás, pero más que eso para que el padre me creyera que iba a volver al día siguiente con su tambache. Aja, si, córlio no: que esperara sentado el Fray Cabrón. No íbamos mucho a misa, pero igual mi mamá lo conocía por las misiones de caridad. Y yo acababa de quemarla durísimo con él. Hasta entonces pensé: Pues sí, ni modo que mis ratas padres le hablen de esas cosas al mismo sacerdote que les junta gente para sus colectas. O sea que no decía: Cabrones. Decía: Hijos de puta, y en latín.
De cualquier forma, no pensaba llevarle ni un centavo. Según yo fue la señal que Dios me envió para quedarme con el botín entero. Qué cómodo, ¿verdad? Pero tú no eres cura, así que olvídalo. Salí de confesarme justo a la hora de la comunión, con los ojos hinchados de llorar. Cómo sería la cosa que mi papá me dio un abrazo, y hasta me acarició las manos. Pero ya supondrás que no estaba la cosa para ternuritas. Cuando vi a mis papás adelantárseme para ir a comulgar, dije: Bingo, carajo, ésta es la mía. No porque fuera yo a salir corriendo en ese momento. Me habrían agarrado en diez segundos, ¿ajá? Lo que pasó fue que, como estábamos los tres recién absueltos, y yo recién chillada, se les hizo muy fácil pararse a comulgar por delante de mi, con la confianza de que ya me habían sacado el diablo. O mínimo que estaba arrepentida, ¿ajá? Volví a pedirle a Dios que me ayudara y me paré detrás de mi papá. Luego le devolví sus cariñitos. En el hombro, no más, para que comulgara sin remordimientos y se fuera rezando a su lugar. Comulgó, comulgué, caminé detrás de él unos pasitos, y mi mamá adelante: los dos con la cabeza inclinadita, muy devotos. Y yo que en lugar de darme vuelta con ellos me sigo de frente, todavía con pasitos. Habíamos entrado por la puerta del fondo, la más grande, y a lo mejor por eso mis papás no pensaron en las de los lados. Menos se imaginaron que yo traía llaves de su coche. Y menos todavía que en la cajuela de ese coche iban todos sus dólares robados. Y aquí me tocaría contarte de las vueltas que di, de cómo dejé el coche en un supermercado, agarré mi maleta y me escapé en un taxi, del miedo que me dio cuando ya iba en el taxi, de todos los lugares a los que pensé en ir y de un montón de cosas que recuerdo a medias porque ya supondrás que estaba como loca. De nervios, de emoción, del miedo, de la prisa. Pero mejor te digo de una vez la cantidad y así lo entiendes todo de un jalón: Ciento catorce mil seiscientos noventa dólares. Exactamente mil ciento dieciocho billetes de cien, cuareintaidós de cincuenta, treintaiocho de veinte y tres de diez. Sólo hay algo mejor que gastar el dinero: contarlo. Porque sólo lo gastas una vez, pero puedes contarlo todas las que quieras, y decir: Es mío.
De repente me pongo en tu lugar y me da pánico, porque digo: No sabe casi nada, ¿sí? Igual ni le interesa enterarse cómo le hizo la pendejita ratera de quince años para que no volvieran a agarrarla. Como si mi vida solamente existiera en los momentos tensos, cuando ni pensar puedo porque la situación afuera se ha puesto de lo más rasposa, no sé, el descontrol total y todo puede pasar y andas de aquí pa allá con el paranoión de que ahora sí van a alcanzarte y hasta al bote vas a ir a dar, o al manicomio que es igual o peor, o no sé, como que todo eso es lo que una no deja de pensar, pero te digo que eso no es pensar. Claro, yo te lo cuento porque si no ni me creerías cómo llegué hasta aquí. Pero no sé si sea tan importante. A lo mejor tú vas a estar oyendo este cassette mientras te comes una pierna de pollo, y te enteras de cosas de mí que nadie sabe. Pero ¿qué tal el pollo? ¿Te interesa, también? ¿Sabes cómo fue su vida, cuándo nació, quién lo mató, qué día, qué hora era? No sabes nada, ¿ajá? ¿Y si te confesara que por más que conozcas la historia de mi vida, sigo opinando que conoces más al pollo? Nadie conoce a nadie, vampirito. Por más que intentes, ¿cómo digo?, succionarme la vida. Como al pollo, ¿verdad?
No me hagas mucho caso. Te dije que pensaba contarte la verdad, y eso estoy intentando. Sólo que ni yo sé dónde está la verdad. Como dirías tú, ¿quién soy yo para saber quién soy yo? lo primero que dije fue: Van a buscar el coche. Por eso lo dejé en un estacionamiento. Luego me fui a un salón de belleza, pensando en no ser rubia ni un minuto más. Aunque viéndolo bien mi pelo era castaño, entre opaco y cenizo porque después de habérmelo entintado negro ya no volvió a quedar igual. Finalmente yo seguía sin saber de qué color tenía el pelo. Tampoco tenía idea de si mis papás mandarían buscar a la morena o a la castaña. Lo más probable era que fueran tras las dos. Cuando andas por la vida con cola que te pisen lo mejor es tomar decisiones radicales. Algo completamente inesperado, ¿ajá? Le pedí a la señora: Rápeme. Como diciendo: órale ya, antes que me arrepienta. Y ella muy maternal: No, hijita, cómo crees, mejor te pongo un acondicionador y una ampolleta y las arañas, y yo: No, gracias, rápeme. Y ya para callarla le pregunté los precios de las pelucas. Tenía muy poquitas, horrorosas todas, pero había una pelirroja que me iba a servir, mientras iba a una buena tienda de pelucas y me compraba cuatro o cinco distintas. Mi único problema era tener quince años, ¿ajá? Eso pensaba mientras me rapaban y cerraba los ojos para ver a la quinceañera pelirroja escondida debajo de una coladera. Anyway, si ya había tomado la decisión de ser al mismo tiempo pelona y pelirroja, tenía que seguir no sé, buscando los extremos. Y digo, me sentía extremadamente rica. Pero igual no tenía pasaporte, ni acta de nacimiento, ni nada más que la maleta con dos suéteres, un par de pantalones, unos pocos cassettes y ni siquiera el walkman, que se me había olvidado en el buró. Total, ya luego iba a poder comprarme los que se me antojara, sin tener que esconderlos ni rasparlos ni ninguna mierda. No tenía ni que mentir. O casi, porque había que encontrar un modo de cruzar la frontera. Eso me quedó claro cuando me vi al espejo, ya con la peluca. Dije: Esa pelirroja se va para New York.
Me moví rápido. Del salón de belleza tomé un taxi a la tienda de pelucas. El taxista podía haber sido mi abuelo; le pregunté si me aceptaba dólares y no tienes idea de lo lindo que sonrió. Volví a pensar: Podría ser mi abuelo. Y yo necesitaba algo así como un abuelo. O sea, no estaba tan segura que me fueran siquiera a vender el boleto de avión.
Tenía cara de niña, ¿ajá? Aunque igual con el cuerpo ya me veía más grande: pregúntame la cara del niñito la última vez que le hice show. El caso es que el taxista me traía nomás a lo pendejo por Insurgentes, y le digo: Señor… ¿cuánto me cobraría por llevarme de aquí hasta Monterrey? Entonces se me queda viendo y dice: Híjole, señorita, le sale como al doble que el avión. La tienda de pelucas todavía estaba cerrada y yo seguía pensando ya sabrás: rapidísimo, como en un videojuego donde ya te robaste las frutitas y ahora toca salir del laberinto. Señoras y señores, salvemos al pacman.
Le dije: ¿Me acompañaría en avión? Se quedó mudo pero yo seguí. Que dejara su coche en el estacionamiento. Luego nomás compraba los boletos de los dos y ya. ¿Quién no se iba a tragar que era su nieta? Me miraba moviendo la cabeza, yo no sabía si para compadecerme o para decir: Chín, se me hace que no le entro, y entonces que le enseño el caramelo: Usted va de mi abuelo a Monterrey y yo le doy trescientos dólares, mire. Y que se los enseño, ¿ajá? Figúrate la cara de abuelito que me puso el cabrón. Y como me sonreía sin contestarme, que le digo: Ya vámonos. Total, él iba a estar de vuelta en la tardecita.
No habían dado ni las once cuando ya estábamos trepados en el avión. Y los dos nerviosísimos, porque ni él ni yo habíamos volado nunca a ninguna parte. Puta madre, qué nervio. Aunque no te imaginas lo bien que jaló el cuento del abuelo. Porque él me decía niña, y yo abuelito, abue, papá grande, o sea exagerada, pero ya ves que el show de la linda nietecita nunca parece demasiado cursi, ¿ajá? Tanto que hasta el taxista terminó creyéndoselo, porque luego me acompañó a Laredo.
Agarramos un taxi en Monterrey. Carísimo, por cierto: casi doscientos dólares. Después hice la cuenta y vi que solamente en llegar a Laredo me había gastado lo de cuatro viajes a New York. Más lo que luego me costó cruzar el río. El abuelo ya hasta quería acompañarme al otro lado, pero yo dije no, y no, y no, hasta que le pagué al taxista y me bajé en el centro de Laredo: no podía seguir alquilando abuelito, y además a las seis salía su avión de Monterrey. Eran casi las tres, o las dos, no me acuerdo. Apenas se fue el taxi me arrepentí perrísimo. Sentía hasta coraje porque estaba en una calle como apestosa, entre pura gente que me miraba no sé, raro, y te digo que yo me maldecía porque no podía evitar que se me salieran las lágrimas, porque pues mal que mal me hacia falta el abuelito, ¿ajá? Con el trabajo que me había costado convencerlo de que me acompañara hasta Laredo. Decía el pobre: Nadie me lo va a creer, niña. Y yo: Pues mejor ni se los cuente, gástese ese dinero sin que se enteren. ¿Creerás que ni siquiera preguntó quién era yo, ni en qué movida andaba? Aunque igual ya con lana todo el mundo es discreto. Más la aventura, ¿ok? Porque a ninguno de los dos se nos iba a olvidar el susto de subirnos a ese avión. Me da pena acordarme. La gente nos veía como con ternurita porque nos abrazamos a la hora del despegue. Aunque en mi caso no era el puro avión, sino todo, carajo. Me estaba escapando de mi familia con más de cien mil dólares y no traía ni la credencial del club. Por un lado había sido La Más Eficiente, y por el otro no sabía dónde estaba parada. Luego pasaban tipos que me decían cosas en un inglés que yo ya no entendía. Como si me estuvieran hablando de una bocina rota. Pensaba: Necesito encontrar a otro ángel de la guarda. Pero veía las caras de los taxistas y decía: No, ése me va a hacer algo. Hasta en la carretera iba pensando: Me van a agarrar. Y luego cómo iba a explicar todos esos billetes en la maleta. Tenía que haber un modo de cruzar al otro lado, aunque tuviera que pagar no sé, dos, tres mil dólares. Hasta diez, tú me entiendes. Porque claro que ya había llegado muy lejos, pero todavía no lo suficiente, ¿ajá? Lo único que medio me tranquilizaba era meterme en cualquier tienda, plantarme enfrente del primer espejo y pensar: Im a tramp
.