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El marido de lady Victoria era totalmente opuesto al mayor Hurley. Yo no le había conocido hasta aquella noche y simpaticé con él de inmediato. Llegué a las seis menos cinco minutos y la doncella me invitó a pasar a la biblioteca donde estaba lord Richard James, nieto de aquel lord Paul James que había fichado a Amelia como agente del Almirantazgo.
Lord Richard James, un sesentón con el cabello cano y rostro rubicundo, me recibió con una sonrisa mientras me estrechaba la mano.
– Así que está usted escribiendo sobre Amelia Garayoa… Bien hecho, tengo entendido que fue una mujer notable.
– ¿La conoció usted? -pregunté curioso.
– No, no, pero tenga en cuenta que un pariente mío, un sobrino de mi abuelo, Albert James, estuvo enamorado de ella, todo un escándalo en aquella época, y ya sabe usted que todo aquello que rompe la rutina de una familia termina siendo conocido incluso por los descendientes. De manera que todos los James hemos oído historias sobre el desdichado amor de nuestro antepasado Albert James por una bella española.
Richard James me ofreció un jerez que no rechacé, pero que a decir verdad me sentó como un tiro en el estómago. Nunca he entendido la afición de los ingleses por el jerez, supongo que es porque a mí se me sube a la cabeza al primer sorbo.
A las seis en punto llegó el mayor Hurley seguido por lady Victoria. Al igual que nosotros, ellos también tomaron jerez. Cuando lord Richard ofreció otra copa pensé que difícilmente aquélla podía ser una velada de trabajo puesto que ya me sentía mareado, e imaginé el efecto que tendría en ellos tomar un segundo jerez. Pero me equivoqué. Lady Victoria caminaba igual de erguida que siempre y el mayor Hurley no cambió el gesto ceñudo durante toda la cena.
Escuché pacientemente cómo la conversación transcurría por derroteros que nada tenían que ver con el objeto de la velada. Hasta los postres lady Victoria no le pidió al mayor Hurley que nos recordara aquel viaje de Amelia a Alemania. Él comenzó entonces su relato…
«Amelia llegó a Berlín el 3 de abril de 1941. Había preparado meticulosamente el plan a seguir y decidió volver a alojarse en casa de Helmut y Greta Keller.
– Me alegro de volver a tenerla en nuestra casa, mi esposa la echaba de menos y eso que ahora tenemos a Frank con nosotros. Está de permiso. Pero las mujeres siempre quieren alguna presencia femenina cerca de ellas, supongo que hay cosas que sólo las hablan entre ustedes. Greta ya no guarda cama, lleva unos días levantada, parece que se está recuperando, a Dios gracias.
– Les agradezco tanto que me acojan en su casa…
Greta Keller se emocionó al recibir los pañuelos bordados que Amelia la había traído como regalo.
Frank, el hijo de los Keller, era un mocetón alto, de cabello castaño y ojos azules, que pareció encantado con Amelia.
– Pues sí que ha crecido usted, la recuerdo cuando era pequeña, creo que al menos las vi en un par de ocasiones a usted y a su hermana Antonietta. Siento lo de sus padres… don Juan siempre fue muy bueno con mi familia. ¿Se quedará muchos días en Berlín?
– Me gusta Berlín. Su padre le habrá contado que me estoy haciendo cargo de lo que él mismo ha podido salvar del negocio de mi padre y herr Itzhak… No imaginan cómo está España después de la guerra… allí no hay muchas posibilidades. Y usted, ¿se quedará mucho tiempo?
– Tengo unos días de permiso, luego he de volver a Varsovia.
– Y nosotros, querida, vamos a pasar una temporada en el campo con mi hermana. El médico dice que me sentará bien salir de la ciudad y respirar aire puro -anunció Greta.
– ¡Oh! Entonces buscaré otro alojamiento para estar…
– ¡No, no, de ninguna de las maneras! Puede quedarse aquí, y así cuidará de la casa. No estaremos mucho tiempo fuera, sólo unos días -aseguró Greta.
– Pero es que no quiero ser un problema…
– Y no lo es, de lo contrario no la habríamos invitado a quedarse -añadió herr Helmut.
Berlín seguía viviendo la euforia de la victoria. El ejército alemán parecía no tener que emplearse a fondo para lograr sus objetivos, y la ciudad intentaba mostrarse ajena a la guerra.
Amelia se presentó en casa de Karl Schatzhauser al día siguiente de su llegada a la ciudad. El profesor no ocultó su sorpresa al verla.
– Vaya, no esperaba que regresara. Hacía mucho tiempo que no teníamos noticias de usted ni de su amigo el periodista, tampoco de sus amigos británicos.
– Lo siento, le aseguro que les hice llegar cuanto me pidieron.
– Pero al parecer no nos toman en serio. Tampoco lo hicieron cuando les advertimos que no continuaran con la política de apaciguamiento con Hitler porque no conduciría a buen puerto, corno usted bien sabe, antes de la guerra, Max se lo explicó a lord Paul James sin ningún resultado.
– Profesor, ya conoce que mi única relación con lord James os a través de su sobrino Albert. Siento no poder serles más útil, sobre todo en este momento.
– ¿Por qué ha vuelto? -preguntó el profesor.
– He de serle sincera, mi relación personal con Albert ha terminado. Por eso estoy aquí… yo… en fin, no sabía adonde ir. Quizá no ha sido una buena idea pero… bueno, me he hecho la ilusión de que aquí a lo mejor puedo ser útil. Como le expliqué, el contable de mi padre salvó algunas máquinas del negocio y… al fin y al cabo, eso me reporta algún dinero que me es imprescindible para ayudar a mi familia. Pero si puedo ayudarles también a ustedes… no sé, en lo que sea…
– ¿Y qué podría hacer usted? No es alemana y ésta no es su guerra. Alemania y España son aliadas. ¿Por qué no regresa a su país?
– No puedo, aún no puedo vivir allí. No soporto la ausencia de mis padres.
– Max está en Varsovia, pero puede que dentro de unos días le tengamos en Berlín. Su esposa, la baronesa Ludovica, se lo ha comentado a algunos amigos, parece que está organizándole una fiesta para recibirle -comentó el profesor mirándola fijamente a los ojos.
– ¿Y el padre Müller? ¿Y los Kasten? -preguntó Amelia.
– Más activos que nunca colaborando con el pastor Schmidt. Helga y Manfred tienen mucho valor y nos prestan una gran ayuda. Manfred es un hombre muy respetado por sus colegas de la diplomacia que aún le consultan, pero sobre todo tiene abiertas las puertas de las casas importantes. Lleva una frenética vida social y no imagina usted la cantidad de información que es capaz de recoger en cócteles y cenas.
– ¿Cuándo les podré ver?
– Dentro de un par de días nos reuniremos aquí para celebrar una velada literaria, naturalmente ya sabe usted para qué. Venga, a ellos también les gustará verla.
La siguiente visita que Amelia hizo fue a Dorothy y Jan, que se habían instalado en un discreto inmueble de la Unter den Linden. Sus vecinos eran personas acomodadas y afines al III Reich, y no parecieron extrañados por la presencia de la pareja que había alquilado un apartamento.
Dorothy se mostró encantada de volver a ver a Amelia. Para ella no había resultado fácil hacerse pasar por la esposa de un hombre que hasta unos meses atrás era un total desconocido. Tanto ella como Jan eran viudos y tenían esa edad en la que se ha logrado domeñar todas las pasiones, pero aun así, al principio se sintieron incómodos teniendo que compartir la casa, aunque cada uno ocupaba un dormitorio.
Jan resultó ser un hombre de mediana estatura, cabello castaño claro lo mismo que sus ojos, era metódico y desconfiado, tanto que preguntó varias veces a Amelia si la habían seguido, y a pesar de sus negativas no pareció quedar satisfecho.
Sus nombres en clave eran «Madre» y «Padre», así se referían a ellos en Londres.
– Es un buen hombre -le dijo Dorothy aprovechando que Jan había salido un momento de la sala de estar.
– Y muy desconfiado.
– Hazte cargo de nuestra situación, tenemos que ser prudentes, cualquier fallo nos costaría la vida, a nosotros, a ti y a los otros agentes de campo.
– El comandante Murray no me dijo quiénes son los «otros»…
– Ni yo tampoco te lo diré: cuanto menos sepamos los unos de los otros, mejor; así reducimos las posibilidades de peligro. Si le detiene la Gestapo y te tortura sólo podrás hablarles dejan y de mí, pero no de los otros.
– Pero si os detienen a vosotros sería peor porque conocéis el nombre de todos nosotros.
– Si eso sucede, Amelia, no viviremos lo suficiente para contar nada. Hemos asumido que… bueno, supongo que a ti también te habrán dado una pastilla de cianuro. Es mejor morir que caer en manos de la Gestapo.
– ¡Por Dios, no digas eso!
– Cuando aceptamos hacer este trabajo aceptamos también la posibilidad de morir. Nadie nos está obligando a hacer lo que hacemos. Nuestra misión es ayudar a ganar la guerra, y en todas las guerras hay bajas, no sólo en el campo de batalla.
Jan entró en la sala llevando una bandeja con una tetera y tres tazas.
– No es como nuestro té, pero le gustará -dijo mirando a Amelia.
– Desde luego que sí… no tenía que haberse molestado.
– No es ninguna molestia, además, tener visita siempre es una buena excusa para tomar una taza de té. Y ahora establezcamos ciertas normas de seguridad pensando en futuros encuentros. No es conveniente que nos visite con demasiada frecuencia, salvo que tenga información que no pueda esperar. La Gestapo tiene ojos y oídos en todas partes, y cada vez que transmitimos corremos un claro peligro.
– Lo sé, lo sé, el comandante Murray me dio instrucciones de cómo debíamos trabajar.
– Es mejor que nos visite a horas normales, nadie sospechará si viene usted a la hora del té, pero sí despertaría sospechas que se presentara por la noche o muy de mañana.
– El comandante Murray creía que también podía encontrarme con ustedes en otros lugares.
– Aun así deberemos tener mucha precaución y elegir cuidadosamente el lugar de encuentro. Propongo el Prater, allí pasaremos inadvertidos.
– ¿El Prater? No sé dónde está -respondió Amelia.
– En la Kastanienallee-Mite, es una cervecería muy popular; en verano está a rebosar de clientes, los bocadillos de carne son excelentes y tiene también un teatro.
– Pero ¿no llamaremos la atención?
– Hay tanta gente, que no se fijarán en nosotros. Naturalmente será preciso pasar lo más desapercibidos posible, y vestir sin ostentación.
– Nunca he vestido con ostentación -respondió Amelia, molesta por la advertencia.
– Mejor así.
Jan explicó cómo preparar los encuentros y lo que debían hacer para indicar si sospechaban que estaban siendo seguidos.
– Si llevamos un periódico en la mano es que nadie nos sigue y se puede producir el contacto; si no estamos seguros, entonces sacaremos un pañuelo blanco del bolso y nos sonaremos la nariz. Esa será la señal de que no debemos establecer contacto y que, en cuanto sea posible, hay que abandonar el lugar intentando no llamar la atención.
Amelia sentía una íntima satisfacción por haber vuelto a ver a Dorothy, pero sobre todo por haber reanudado el contacto con el grupo de oposición liderado por el profesor Schatzhauser. Se decía a sí misma que hasta el momento había tenido suerte en su trabajo como agente. En Londres habían valorado positivamente el informe sobre la «Operación Madagascar», y mucho más su trabajo en Italia al haber podido aporta información sobre la invasión de Grecia por parte de Mussolini. Confiaba en que la suerte continuara de su parte, aunque era consciente de que según avanzaba la guerra su situación era cada vez más peligrosa.
Dos días después Amelia volvió a presentarse en casa del profesor Karl Schatzhauser. Lo encontró nervioso, temía que la Gestapo estuviera vigilando. Sabía que amigos suyos habían desaparecido sin dejar ningún rastro después de que la Gestapo se presentara en sus casas. Amigos que no eran judíos o militantes de izquierdas, sino gente como él, profesores, abogados, comerciantes, a los que les repugnaba ver a Alemania bajo el dominio de Hitler.
Helga y Manfred Kasten abrazaron con afecto a Amelia, lo mismo que el pastor Ludwig Schmidt. Amelia se preocupó al no ver al padre Müller.
– No tema, vendrá -aseguró el pastor Schmidt-. Esta reunión se ha convocado precisamente para que él nos cuente lo que sucede en Hadamar.
– ¿Hadamar? ¿Qué es Hadamar? -preguntó Amelia.
– Es un manicomio que está en el noroeste de Frankfurt. Un amigo nos avisó de que allí están ocurriendo cosas horribles. El padre Müller se ofreció a ir para intentar averiguar si lo que nos contaban es cierto -le explicó el pastor Schmidt.
– Pero ¿qué es eso tan horrible que les han contado? -preguntó Amelia con curiosidad.
– Es tal barbaridad que no puede ser verdad, ni siquiera Hitler puede atreverse a tanto. Pero el padre Müller es un joven muy apasionado y su intención es, si se confirma lo que nos han dicho, informar de inmediato al Vaticano.
Amelia insistió al pastor para que le dijera a qué barbaridad se refería.
– Nos han contado que matan a los enfermos mentales, que les quitan la vida para que no supongan una carga para el Estado.
– ¡Dios mío, qué horror!
– Sí, hija, sí, eso sería aplicar la eutanasia a unos pobres infelices que no se pueden defender. La persona que nos lo contó ha trabajado allí; dice que enfermó porque no soportaba que se les diera ese final a los disminuidos psíquicos y a los locos. Yo aún me resisto a creerlo, quien nos lo ha dicho simpatiza con los socialistas, y puede que esté exagerando -concluyó el pastor Ludwig Schmidt.
Mientras esperaban al padre Müller, Manfred Kasten informó que Max von Schumann estaría en Berlín a más tardar en una semana. Así se lo había asegurado la baronesa Ludovica, a la que se habían encontrado en el teatro. La baronesa parecía añorar a su marido y les había anunciado que en cuanto Max estuviera en casa pensaba organizar una cena de celebración. Ludovica se lamentaba de que a su marido le hubieran destinado a Polonia.
Por fin llegó el padre Müller; lo acompañaba una mujer, era su hermana Hanna.
Amelia lo encontró cambiado, más delgado y con un rictus de amargura en la comisura de los labios. Apenas le prestó atención, tal era su necesidad de explicar a sus amigos lo que había visto en Hadamar, donde había pasado las dos últimas semanas.
– Todo el pueblo sabe lo que sucede en el manicomio, hasta los niños. He sido testigo de cómo en plena calle un chiquillo que se peleaba con su hermano le decía: «Voy a contar a todo el mundo que estás loco y te enviarán a cocerte a Hadamar».
– Vamos, hijo, cuéntenoslo paso a paso -le pidió el pastor Schmidt intentando que el padre Müller recuperara la calma que parecía haber perdido en su viaje a Frankfurt.
– El hombre que nos dio la información nos dijo la verdad. Fui a la dirección que me había dado, la de la casa de su hermano, un caballero de nombre Heinrich, que vive con su esposa y dos hijos. Heinrich también trabaja en Hadamar, es enfermero. El corroboró punto por punto cuanto nos había contado su hermano. Me dijo que, si pudiera, él también se marcharía, pero que tenía una familia a la que mantener, de manera que por más que le costaba vencer sus escrúpulos continuaba trabajando en Hadamar. No resultó fácil, pero gracias a él pude entrar en el manicomio. Me presentó como a un amigo que necesitaba trabajo. El director del manicomio parecía desconfiar, pero Heinrich le explicó que nuestras familias eran viejas conocidas y que él me había hablado de su trabajo en el manicomio. Tuve que interpretar el papel más odioso que os podáis imaginar: el de un hombre del partido convencido de la superioridad de la raza aria y de la necesidad de deshacernos de todos aquellos que mancharan nuestra raza. Seguramente la mía fue una gran actuación porque el director de Hadamar fue cogiendo confianza y me aseguró que lo que hacían allí era por el bien de Alemania. Supongo que también le pareció buena idea contar con un par de manos más para hacerse cargo de los locos. La gente del pueblo evita el manicomio, tampoco les gusta tratar a los que trabajan allí. Al terminar la jornada, Heinrich solía acudir a un bar para tomar unos tragos antes de regresar a casa, decía que de lo contrario no podía dormir. Necesitaba perder la conciencia para poder mirar a sus hijos a la cara. En el bar, la gente nos evitaba como si tuviéramos La peste. Mientras tanto, Heinrich no paraba de beber. Lo que vi en Hadamar… ¡es horrible! -El padre Müller se quedó en silencio.
– Vamos, hijo, haga un esfuerzo, es importante que nos diga lo que ha visto allí -insistió el pastor Schmidt.
– ¿Quieren saber cuántos locos han pasado por Hadamar? Heinrich calcula que unos siete u ocho mil. No, allí no hay espacio para tantos, los llevan desde otros hospitales psiquiátricos de Alemania. Llegan en vagones de ganado, como si fueran animales. Los pobres inocentes no saben cuál va a ser su destino. Cuando llegan los conducen dentro del manicomio sin siquiera darles agua ni comida. Si los vieran… exhaustos, nerviosos, desorientados. Los conducen a los sótanos del manicomio. Allí han habilitado unas habitaciones con las paredes desnudas, no hay bancos donde sentarse. A través del techo han metido unos tubos. Los enfermeros los obligan a desnudarse y luego los encierran. Sus gritos son aterradores…
El padre Müller interrumpió su relato. Se tapó la cara con las manos como si quisiera evitar una visión horrible que llevara prendida en los ojos. Ninguna de las personas que allí estaban se atrevió a preguntar, ni siquiera el pastor Schmidt le volvió a instar para que hablara. Fue Hanna, la hermana del sacerdote, quien le puso la mano sobre el hombro y luego le acarició el cabello haciéndole volver a la realidad. El padre Müller tenía los ojos arrasados en lágrimas, suspiró y, haciendo un gran esfuerzo, continuó con aquel terrible relato.
– En esas habitaciones no hay nada, salvo unas rejillas en el techo. Mientras los enfermos gritan asustados, comienza a salir un humo espeso por las rejillas, un humo que los va cubriendo hasta ocultar su desnudez, un humo que al respirarlo les va provocando un ahogo, un humo asesino que acaba segando sus vidas. Sí, en los sótanos de Hadamar han construido unas cámaras de gas y hasta allí llevan a los enfermos psíquicos de toda Alemania para acabar con ellos. Después transportan los cuerpos a un horno y los queman.
– ¡Dios mío! ¡Y cómo es que nadie dice nada, cómo lo permiten los del pueblo! -exclamó Amelia.
– Oficialmente nadie sabe nada, aunque para la gente de allí no es un secreto lo que sucede, el humo del crematorio se ve por encima de los tejados. Heinrich cree que después de acabar con los locos asesinarán a los ancianos y a todos aquellos que crean inútiles. Se lo ha oído decir al director del manicomio.
– ¡Tenemos que hacer algo! -exclamó indignado el profesor Schatzhauser-. ¡No podemos permitir semejante infamia!
– He comunicado al obispo de Limburg, a cuya diócesis pertenece Hadamar, lo que he visto. Ya había escuchado rumores, pero yo se lo he podido confirmar. Y ha prometido hablar con las autoridades. Dirá que hasta él habían llegado varios comentarios que le preocupaban y pedirá una investigación oficial -continuó el padre Müller.
– Puede que eso les haga parar -dijo Helga Kasten.
– ¡Ojalá tuvieras razón! -respondió su marido.
– ¿Y tú… tú… qué has hecho allí? -La pregunta de Amelia provocó un efecto devastador en el padre Müller, que la miró con ojos desorbitados.
– El director del manicomio no quería que me encargara de ayudar a los otros enfermeros a trasladar a los pobres enfermos a esas cámaras siniestras. La primera semana me encargaba otros quehaceres, pero luego pareció fiarse de mí, y… bueno, un día llegó un contingente de enfermos, había mujeres, incluso algunos niños. Heinrich me buscó para decirme que el director le había ordenado que me dijera que ayudara a trasladar a los enfermos hasta la cámara de gas. No podía negarme ya que era necesario que siguiera interpretando mi papel, pero no pude resistirlo; cuando empezaron a empujarlos para meterlos en la cámara, intenté impedirlo, empecé a gritar como si yo también fuera un demente. Los pobres se pusieron más nerviosos por mis gritos… Heinrich me miraba asustado, yo… yo gritaba que aquello era un crimen, que los dejaran salir… Alguien me dio con una porra en la cabeza, quedé inconsciente. Cuando desperté, estaba en el cuarto donde los enfermeros se cambian de ropa. Heinrich me había arrastrado hasta allí y me indicó que no dijera ni una palabra. El director quería interrogarme; a él ya lo habían amenazado con entregarlo a la Gestapo acusándole de haber introducido en el hospital a un enemigo del Reich. Heinrich juró que yo era un buen nazi, pero demasiado sensible para aquel trabajo, y juró y perjuró que no representaba ningún peligro, pero el director le conminó a llevarme a su despacho. No lo hizo. Me sacó del manicomio por las carboneras y me pidió que no fuera ni siquiera a su casa a recoger mis pertenencias. «Huye, yo me las arreglaré. Si eres amigo de mi hermano, seguro que entre los dos podréis hacer algo para acabar con esto. Yo no tengo valor.» Y huí, sí, huí de aquel lugar maldito; busqué refugio, acudí al obispo, y gracias a él estoy aquí.
– ¿Y Heinrich? ¿Qué le ha sucedido? -preguntó alarmado el profesor Schatzhauser.
El padre Müller rompió a llorar. Dio rienda suelta al sufrimiento que a duras penas lograba domeñar.
– Cuando calculó que yo estaba lo suficientemente lejos del manicomio, subió al despacho del director, y desde allí mismo se tiró al vacío.
– ¡Dios mío! -gritaron casi al unísono el profesor Schatzhauser, el pastor Ludwig Schmidt y los Kasten.
– Mi hermano ha sufrido mucho -susurró Hanna, volviendo a colocar su brazo alrededor de los hombros del sacerdote-, quizá deberíamos volver Necesita recuperarse.
– Padre Müller, es usted muy valiente y ha prestado un gran servicio a la causa de Dios. Sólo sabiendo lo que sucede podremos combatirlo -dijo el pastor Schmidt.
– Está en el ideario del nazismo la eliminación de los enfermos y de los débiles, no es la primera vez que sabemos del asesinato de enfermos mentales. Hubo un plan similar antes de que estallara la guerra -recordó Manfred Kasten.
– La única manera de parar esos asesinatos es darlos a conocer -murmuró el profesor Schatzhauser.
– El obispo va a denunciar a las autoridades lo que sucede en Hadamar -musitó el padre Mullen-¡Pero no le harán caso! ¿De qué sirve denunciar el crimen a los propios verdugos? -dijo Amelia, que a duras penas podía controlar el sentimiento de horror provocado por el relato del sacerdote.
– Pero eso les obligará a suspender, aunque sea temporalmente, los asesinatos en Hadamar. Todos nosotros tenemos el deber de contar lo que sucede allí -sentenció Schmidt.
– Me preocupa su seguridad -dijo el profesor Schatzhauser.
– También a nosotros -terció Hanna, la hermana del padre Müller-, pero el obispo ha decidido enviar a Rudolf a Roma.
– De manera que se va usted… -dedujo el pastor Schmidt.
– Es lo más conveniente -concedió Manfred Kasten-, la Gestapo averiguará quién es ese trabajador desaparecido de Hadamar. Y si lo encuentran… esa gente no respeta a nadie.
– ¿Cuándo te vas? -quiso saber Amelia.
– Dentro de unas semanas -respondió el sacerdote.
El padre Müller no fue el único que no logró conciliar el sueño por lo que había visto en Hadamar. Ninguno de los asistentes a la reunión en casa del profesor Schatzhauser podía dejar de pensar en lo que les había contado el sacerdote. Les resultaba dolorosa su impotencia frente a aquel régimen criminal.
Amelia regresó a casa de los Keller con una decisión tomada: haría cualquier cosa con tal de contribuir a la derrota del Reich, fuera lo que fuese.
Aquella misma noche, en la soledad de su cuarto, escribió un mensaje para Londres relatando lo que sucedía en Hadamar.
El señor Keller le insistió para que tomara una taza de té con su esposa Greta y con su hijo Frank, pero Amelia no se veía capaz de fingir normalidad, de manera que se disculpó alegando que se sentía indispuesta por un fuerte dolor de cabeza.
– Es una joven simpática, pero un poco rara, ¿verdad? -dijo Frank a sus padres.
– No es para menos, ha perdido a su familia en la guerra civil. Creo que si está aquí es porque le resulta difícil vivir en España rodeada del recuerdo de sus padres -explicó el señor Keller a su hijo.
– Para mí resulta una grata compañía -añadió Greta.
Amelia se presentó tan temprano en casa de Dorothy y Jan, que ambos se alarmaron.
– Pero ¿qué sucede? -preguntó Dorothy al abrir la puerta y encontrarse a Amelia.
La mujer aún tenía la bata puesta y en los ojos los restos del sueño de la noche.
– ¡Por Dios, Amelia, son las siete! ¡Dime qué sucede!
– Es urgente que envíes un informe a Londres, lo tengo redactado en clave. No es muy largo, pero cuanto antes lo tengan, mejor.
Jan apareció en el umbral de la puerta del salón. También llevaba puesta una bata.
– Le dije que viniera a horas en que no llamara la atención -le reprochó a Amelia.
– Lo sé, pero tengo una información de gran importancia, si no fuese así no me habría arriesgado.
Les repitió palabra por palabra lo que había contado el padre Müller, y aunque Jan parecía igual de impresionado que Dorothy, le recriminó a Amelia su imprudencia.
– Todo esto podría habérnoslo contado dentro de un par de horas o incluso esta misma tarde. Sin duda es terrible lo que sucede en el manicomio de Hadamar, pero insisto en que no debería haberse presentado a estas horas.
– ¡Cómo puede decir eso! ¡Los nazis están matando a miles de inocentes! El padre Müller dijo que Heinrich calculaba que ya han asesinado a cerca de ocho mil personas -respondió Amelia con un timbre de histeria en la voz.
– ¡Claro que es horrible! Pero debemos actuar con precaución, sin llamar la atención. ¿Cree que si nos hacemos notar podremos ayudar más a esos inocentes? Terminaremos despertando sospechas entre los vecinos, alguien puede dejar caer una palabra sobre nosotros en la Gestapo, ¿sabe lo que eso significaría?
Dorothy miró a Jan como pidiéndole que no fuera tan duro con Amelia. Luego salió de la sala para preparar café.
A Amelia le costó recobrar la tranquilidad. Jan la intimidaba, se sentía como una colegiala ante su presencia. El agente le volvió a recordar las medidas de seguridad acordadas.
– Bien, ahora debe quedarse aquí un buen rato. Puede que alguien más que la portera la haya visto entrar. Lo mejor es que salga a una hora razonable.
– ¿Cuándo enviará este informe a Londres?
– En cuanto pueda.
– Pero ¿cuándo será? -insistió Amelia.
– Usted hace su trabajo y yo el mío, cada uno sabe cómo hacerlo. No me presione, soy yo quien decido el momento.
– Vamos, Jan, Amelia está conmocionada, y no es para menos -intervino Dorothy.
– ¿Y crees que yo no? ¿Qué clase de persona sería si no sintiera espanto al oír lo que ese sacerdote ha contado sobre el manicomio de Hadamar? Pero hemos de actuar con cabeza, sin dar pasos en falso. Naturalmente que transmitiré cuanto antes esa información, pero ya sabes que debemos tomar todo tipo de precauciones para establecer contacto con Londres. Y no lo haré antes de ver a otra persona que también nos tiene que suministrar información. Una vez que le haya visto, enviaré lo que me diga junto al informe de Amelia, pero no debo arriesgarme a ponerme en comunicación con Londres dos veces el mismo día salvo en caso de emergencia.
– Tienes razón -concedió Dorothy.
– Claro que la tengo. Perder los nervios no nos llevaría a ninguna parte.
Aquel mismo día, Manfred Kasten y su esposa reunieron a un grupo de personas. El profesor Karl Schatzhauser les había pedido que convocaran esa reunión para aclarar algo sobre Amelia. No sabía por qué, pero no terminaba de creerla. Para él no tenía sentido que Amelia hubiera aparecido de repente ofreciéndose a ayudarles en lo que fuera.
– Puede que hayamos sido un tanto imprudentes aceptándola entre nosotros, en realidad no sabemos nada de ella -explicó el profesor.
– ¿Cree que puede ser una espía de Franco y que la información que obtenga de nosotros terminará sobre la mesa del mismo Hitler? -preguntó un hombre con el cabello cano y el aspecto de alguien acostumbrado a mandar.
– No lo sé, general… no lo sé… Max von Schumann parece confiar en ella, y prestó una gran ayuda al padre Müller sacando a una joven judía del país. Pero ¿por qué ha vuelto? No me creo su explicación de que está intentando recuperar el negocio paterno, o porque ha terminado su relación sentimental con ese periodista norteamericano y no tenía otro lugar mejor al que ir -respondió el profesor.
– A no ser que tenga un motivo personal para estar aquí -le interrumpió Helga Kasten.
– ¿Qué es lo que se te está pasando por la cabeza? -dijo su marido, mirándola con suspicacia.
– La hemos conocido a través de Max, y por lo que sabemos, ambos se conocieron hace años en Buenos Aires. No hace falta ser muy perspicaz para ver que Amelia es una persona especial para Max y que él también lo es para ella. Si Amelia ha roto su relación con Albert James, no es extraño que haya venido a Alemania en busca de Max.
– ¡Qué cosas se te ocurren! -le reprochó su marido.
– Puede que Helga tenga razón -intervino el hombre al que llamaban «general»-. Aun así no podemos confiar del todo en ella.
– No es conveniente que sepa cuántos jefes del Ejército estamos contra el Führer -repuso un coronel.
– En efecto, sería una temeridad -asintió el general.
– Sí, pero quizá ya sabe más de lo que nos conviene -respondió el profesor Schatzhauser-, por eso le he pedido a Manfred que convocara esta reunión.
– Bien, creo que la decisión que debemos adoptar es la de mantener una cierta distancia con la señorita Garayoa, pero sin dejar de verla; puede que nos convenga utilizarla dada su relación con los británicos -opinó Manfred.
– No creo que los británicos la escuchen ahora que ha roto con Albert James, al fin y al cabo su conexión con el Almirantazgo era de tipo personal -afirmó el profesor.
La preocupación del profesor y de sus amigos estaba justificada. Corrían un gran riesgo confiando en aquella española de la que tan poco sabían. Aunque el Ejército había jurado lealtad a Hitler, algunos jefes militares conspiraban contra el Führer y era lógico que desconfiaran.
La baronesa Ludovica estaba decidida a recuperar a su marido. No estaba dispuesta a seguir aceptando la indiferencia de Max porque a él sus diferencias políticas le resultaran irreconciliables. Ella era nazi, sí, y se sentía orgullosa de serlo. ¿Acaso el Führer no estaba devolviendo la grandeza perdida a Alemania? Le irritaba que Max estuviera ciego ante la evidencia de que Hitler era el hombre del destino. A ella le conmovía escucharle hablar, aquellos discursos del líder despertaban su orgullo de alemana. Pero Max era un romántico empedernido que despreciaba a Hitler y decía que era una vergüenza que el Ejército alemán estuviera bajo las órdenes de aquel cabo austríaco, así era como se refería al Führer. Ella le haría ver que debían ser prácticos; por lo pronto, las industrias de su propia familia en el Ruhr se habían visto favorecidas por el despegue económico de Alemania.
Pero Max anteponía su sentido del honor a cualquier consideración, de manera que nunca aceptaría la prosperidad familiar como motivo suficiente para aceptar el III Reich. Así pues, Ludovica sólo encontró una manera de que Max no terminara abandonándola, y ésta era quedándose embarazada. No resultaría fácil, puesto que hacía tiempo que sólo compartían casa, pero ella estaba dispuesta a cualquier cosa por tener un hijo, un hijo que haría que Max estuviera a su lado para siempre. Era el único varón de la familia; sus dos hermanas tenían hijos, pero sólo a través de él podía perpetuarse el apellido Von Schumann.
De manera que Ludovica se prometió a sí misma evitar cualquier discusión política con su marido, incluso aceptaría mansamente todos los comentarios que él hiciera contra el Führer, también simularía simpatizar con aquellos amigos de Max que tanto la irritaban.
Pensando en su regreso, Ludovica había mandado preparar una cena con los platos preferidos de su marido.
Max llegó a media tarde del 15 de mayo desde Varsovia, y en su rostro se reflejaba el cansancio y algo más que Ludovica no alcanzaba a comprender.
Apenas la besó en la mejilla y no parecía darse cuenta ni de su cambio de peinado ni de su vestido nuevo, tampoco pareció apreciar la copa de champán con la que su esposa le dio la bienvenida. Ludovica disimuló la irritación que le había provocado la frialdad de su marido, pero no pensaba rendirse ante la primera dificultad.
– Me alegro de tenerte aquí. Descansa un poco, luego cenaremos, quiero que me cuentes todo lo sucedido en estos meses en Polonia. Aquí todo continúa igual, bueno, salvo que la RAF nos visita de vez en cuando. Afortunadamente nosotros no hemos sufrido ningún contratiempo. Por cierto, tus hermanas y tus sobrinos están bien, deseando verte. Les dije que les avisaría en cuanto llegaras a Berlín.
– ¿Están en la ciudad? -se interesó Max.
– Sí, aunque tu hermana mayor me dijo que en cuanto mejore el tiempo se irán a Mecklenburg.
Max asintió mientras evocaba la vieja mansión familiar situada en la región de los lagos, no lejos de Berlín. Allí había pasado los veranos más felices de su infancia montando en bicicleta y pescando.
Apenas se bañó y se afeitó, Max se reunió con Ludovica. Los meses pasados en Varsovia le habían hecho reflexionar sobre la anómala situación de su matrimonio y había decidido poner punto final a lo que sólo era una unión de conveniencia.
– ¿Cómo te las has arreglado en estos meses? -le preguntó por cortesía mientras cenaban.
– Mal, muy mal -respondió ella bajando la mirada.
– ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
– He pensado mucho en nosotros, Max…
– Yo también, Ludovica.
– Entonces comprenderás que lo haya pasado mal. Te quiero, Max, te he echado de menos, me he dado cuenta de que no sabría vivir sin ti. No digas nada, escúchame… Sé que en ocasiones te he irritado con mis comentarios sobre política, y te aseguro que estoy convencida de que nada ni nadie merece lo suficiente la pena como para interponerse entre nosotros. ¿Recuerdas el día que nos casamos? Yo era la novia más feliz del mundo… No me casé contigo porque así lo quisieran mis padres, y sé que tú también me querías más allá del deseo de tus padres por unir nuestras familias.
– Ludovica, eso es el pasado -respondió Max en tono de protesta.
– No, no es así, por lo menos no lo es para mí. Si no he sido una buena esposa, te pido perdón. Siempre me has dicho que era demasiado temperamental, y tienes razón, pongo demasiado de mí en todo lo que digo y en todo lo que hago. Y… lo que quiero decirte, Max, es que no permitiré que ni Hitler ni el III Reich se interpongan entre nosotros, soy católica como tú y nuestro matrimonio es para siempre.
Max se quedó abrumado por la confesión de Ludovica. ¿Cómo podía decirle que había pensado en una separación amistosa? Miró a su esposa sorprendido y a pesar de la sonrisa implorante de ella, creyó descubrir en sus ojos la dureza de antaño.
– Lo intentaremos, ¿verdad, Max? -dijo ella instándole a una respuesta.
– Quizá es demasiado tarde…
– ¡No, no lo es! ¿Cómo va a serlo? Hice unos votos ante el altar y estoy dispuesta a cumplirlos. Perdona mi comportamiento si tanto te ofendía mi defensa del Führer, pero te aseguro que no volverá a suceder.
Volvió a clavar su mirada en los ojos de Ludovica. Le costaba reconocer a su esposa en aquella mujer aparentemente sumisa y comprendió que todo era una impostura y que ella no aceptaría nunca la separación.
Terminaron de cenar en silencio, luego él se excusó aduciendo que estaba cansado del viaje y que por eso se retiraba a su habitación. Ludovica asintió solícita. Media hora más tarde, cuando Max estaba a punto de dormirse, oyó abrirse la puerta de su habitación y vio a Ludovica envuelta en un vaporoso camisón blanco acercándose. Antes de que pudiera decir nada, la mujer se había metido en la cama.
Las sirenas rompieron el silencio de la noche.
– Puede que la RAF haya decidido devolver la visita a la Luftwaffe. He escuchado en la BBC que nuestros aviones han causado daños en el Museo Británico y en la Abadía de Westminster -dijo Helga Kasten a sus invitados.
Los Kasten celebraban una cena en honor de Max von Schumann.
Amelia llevaba toda la velada intentando sin éxito poder hablar a solas con Max, pero Ludovica no se apartaba del lado de su marido, y para todos se hizo evidente que la relación en el matrimonio parecía haber mejorado. Además, para sorpresa de todos, aquella noche Ludovica no hizo ninguna de sus proclamas a favor del III Reich.
Amelia se acercó a Manfred Kasten.
– ¿Cree que podría ayudarme para que pudiera hablar un minuto con Max?
El diplomático asintió. Pensó que quizá su esposa Helga tuviera razón y Amelia hubiera regresado a Berlín en busca de Max.
– Le diré a Max que me acompañe a la biblioteca, usted vaya ahora y espérenos allí. Mi esposa intentará entretener a la baronesa, pero ya ve que esta noche Ludovica apenas se ha separado del lado de su marido.
Amelia salió con paso decidido del salón y se dirigió a la biblioteca. Max y Manfred Kasten no tardaron en llegar.
– ¿Qué es eso tan importante que debe decirme a solas? -le preguntó Max al diplomático.
– Hay una persona que desea hablar con usted.
Max se paró en el umbral de la puerta cuando vio la figura de Amelia recortarse en el interior de la biblioteca; la rigidez de su gesto indicaba su incomodidad.
– Quería hablar contigo -le dijo ella esbozando una sonrisa.
– ¿Qué sucede? -preguntó él con cierta sequedad.
Manfred Kasten salió de la estancia dejándolos solos.
– ¿He hecho algo que te moleste? Si le he pedido a herr Kasten que te trajera aquí es porque sé que no te gusta hablar de ciertas cosas delante de Ludovica… -se excusó Amelia.
– Dejemos a Ludovica y dime qué es eso tan urgente que quieres hablar conmigo.
– Me gustaría saber qué está pasando en Polonia…
– Así que se trata de eso, ¿tienes que informar a tus amigos británicos?
– ¡Por favor, Max! ¿Qué te sucede?
– ¿Por qué he decirte qué sucede en Polonia? ¿Servirá para parar la guerra?
– ¿Dejará Hitler de enviar a Londres los aviones de la Luftwaffe? ¡Pero qué cosas dices, Max! No te entiendo…
– Estoy cansado de todo, de lo que hago, de ver cuán inútil ha sido mi confianza en Gran Bretaña, yo era de los que creían que se podía evitar la guerra, pero ni Chamberlain ni Halifax quisieron escucharnos. ¿Y ahora qué pretendes? ¿Que traicione a mi país?
– ¡Jamás te pediría eso!
– Entonces, ¿para qué quieres saber lo que sucede en Polonia? ¿Por curiosidad o para contárselo a Albert James para que escriba un reportaje?
– Creía que querías parar esta guerra…
– Eso es lo que quiero, sí, pero nunca dije que quería que la perdiera Alemania. ¿Pretendes que no me importe la vida de mis compatriotas?
– No te entiendo, Max…
– Eso ya lo supongo… Dejémoslo, Amelia, estoy cansado, hoy he recibido la orden de incorporarme de nuevo. ¿Puedo ayudarte en algo más?
– No, gracias, siento haberte molestado.
Amelia salió de la biblioteca con gesto airado y de camino al salón se topó con Ludovica.
– Supongo, querida, que sabe dónde está mi esposo… -le preguntó Ludovica.
– Lo encontrará en la biblioteca -respondió Amelia sin disimular su contrariedad.
A duras penas logró conciliar el sueño aquella noche. Se preguntaba qué le habría sucedido a Max para tratarla de aquella manera. Los Keller se habían marchado el día anterior al campo y la soledad le pesaba, aunque se alegraba de que Greta estuviera mejor, tan animada como para emprender el viaje a casa de su hermana en Neuruppin.
El timbre de la puerta la sobresaltó. Miró el reloj. Las diez de la mañana. Por un momento se puso a temblar pensando que podía ser la Gestapo. Luego abrió la puerta.
– ¡Max!… pero ¿qué haces aquí?
– Quería disculparme por lo de anoche. Me comporté de manera poco caballerosa.
– ¿Quieres que prepare un té? -propuso ella para ocultar su nerviosismo.
– Una taza de té me vendría muy bien, pero no quiero molestar…
– ¡Oh, no te preocupes, no tardaré ni un minuto!
Mientras Amelia servía el té, Max comenzó a hablar.
– Quiero ser sincero contigo. Sabes lo que siento por ti, y… eso me perturba, sobre todo en estos momentos en que Ludovica y yo estamos intentando salvar nuestro matrimonio.
Amelia se quedó callada durante unos segundos, luego intentó sonreír al tiempo que respondía.
– Me alegro por ti, sé que sufrías por los problemas con Ludovica -musitó Amelia, sorprendida por aquella inesperada confesión.
– Ella cree que aún es posible recuperar lo que sentimos en el pasado…
– Seguro que merece la pena que lo intentéis. Deseo lo mejor para ti.
– Dentro de un par de días regreso a Varsovia, y me preguntaste qué sucedía allí…
– Sí, pero era una excusa para verte a solas. En realidad no quiero saber nada sobre Varsovia.
Pero Max no pareció escucharla y comenzó a hablar con la mirada perdida.
– ¡Pobres polacos! No sabes lo que han hecho allí los Einsatzgruppen…
– ¿Los Einsatzgruppen?
– Son unidades especiales, «Grupos de Acción», las SS son su corazón y su cabeza. ¿Sabes cuál ha sido su cometido? Limpiar Polonia de elementos antialemanes. ¿Imaginas cómo lo han hecho? Yo no lo supe al principio, pero los Einsatzgruppen llegaron a Polonia con una lista de treinta mil personas consideradas peligrosas para el III Reich, personas que han sido detenidas y ejecutadas. Abogados, médicos, miembros de la aristocracia, incluso sacerdotes…
– ¿Y tú… tú… participas de todo eso? -preguntó Amelia.
– Son ellos quienes hacen ese trabajo. Llegan a los pueblos, agrupan a la gente, les hacen cavar una fosa y luego los fusilan. Algunos tienen mejor suerte y sólo se les confiscan las tierras y los desplazan hacia otros lugares. Apenas les dan unos minutos para coger lo imprescindible y abandonar sus hogares. La peor parte se la llevan los judíos, ya sabes el odio que les tiene Hitler. Sé de matanzas en Poznán, en Blonie…
– ¿El Ejército mata campesinos?
– No, aún no hemos llegado a eso. Ya te he dicho que de ello se encargan las SS y sus Grupos de Acción. Algunos oficiales de la Wehrmacht aún intentamos conservar nuestro honor.
– Pero ¿por qué asesinan a tantos inocentes, a sacerdotes, a abogados, médicos…?
– Piensan que si acaban con la «inteligencia» del país, con quienes tienen capacidad de oponérseles, los demás no se atreverán a protestar, y tienen razón. Han convertido Varsovia en un cementerio viviente.
– ¿Y tú qué haces en Polonia, Max?
– Cuido de la salud de nuestros soldados, organizo hospitales de campaña, procuro que no falten medicamentos ni enfermeros… Visito a las tropas donde quiera que estén desplegadas. Hay que procurar que los hombres no contraigan enfermedades venéreas… Si lo que me preguntas es si me he manchado las manos de sangre, la respuesta es no, pero eso no me hace sentir mejor.
– ¿Volverás a Varsovia?
– Sí, pero no por mucho tiempo. El Cuartel General quiere que me traslade para visitar nuestras unidades desplegadas por Holanda, Bélgica y Francia. Después me enviarán a Grecia. Hace unos días nuestros soldados desfilaron junto a los soldados italianos por Atenas.
– He roto con Albert -exclamó de pronto Amelia.
Max se quedó en silencio, mirándola con dolor.
– Lo siento… pensaba que erais felices.
Amelia se encogió de hombros y, para ocultar su nerviosismo, bebió un sorbo de té y se encendió un cigarrillo.
– Es un hombre bueno y leal, le quiero mucho pero no estoy enamorada de él. Siempre seremos amigos, pase lo que pase, sé que podré contar con él, pero no estoy enamorada.
– ¿Qué piensas hacer?
– Vine a Berlín para verte, para estar contigo -respondió fijando su mirada en la de él.
Max no supo qué responder. Se sentía atraído por ella desde que se conocieron en Buenos Aires, y de no haber estado comprometido con Ludovica, habría iniciado una relación con la joven española. Pero ahora no sólo estaba casado, sino que además su esposa le había rogado que dieran una nueva oportunidad a su matrimonio y él se había comprometido a ello. No quería traicionar a Ludovica por mucho que deseara pedirle a Amelia que lo acompañara a Varsovia o adonde quiera que lo destinaran.
– Me voy dentro de unos días.
– Ya… lo entiendo, en ese caso…
Max se puso en pie y Amelia lo acompañó a la puerta, pero no llegó a abrirla. Max la estaba abrazando con fuerza y ella se abandonó. Aquella mañana, en la soledad de la casa de los Keller, se convirtió en su amante.
El padre Müller no lograba borrar las pesadillas que le acompañaban desde que había regresado del manicomio de Hadamar. Se había vuelto huraño y el viejo sacerdote al que ayudaba no sabía qué hacer para sacarle de aquel infierno.
Tampoco su madre ni su hermana lograban devolverle el buen ánimo del que siempre había hecho gala. Por eso aquel domingo recibieron con alegría la visita de Amelia, pensando que la joven española quizá lograría ayudarlo a distraerse. Al día siguiente, lunes, el padre Müller tenía previsto partir hacia Roma. El obispo había organizado el viaje temiendo que en cualquier momento la Gestapo diera con el joven sacerdote.
Irene insistió a su hijo para que fuera a pasear con Amelia.
– Te vendrá bien que te dé el aire, hoy hace un día precioso, y seguro que Amelia prefiere pasear, ¿verdad, hija?
– Claro que sí, nos vendrá bien a los dos.
Caminaron hasta el zoológico sin apenas hablar. Una vez que llegaron, se sentaron en un banco desde el que veían una jaula llena de monos.
– Tenía ganas de hablar contigo antes de que te fueras -dijo Amelia.
– Me temo que ahora no soy una buena compañía para nadie -respondió el padre Mullen.
– Somos amigos, de manera que quiero compartir contigo tu angustia.
– Nadie puede hacerse una idea del horror de lo que he vivido -respondió él con desesperación.
– Rudolf, ¿por qué no permites a tus amigos que te ayudemos?
El padre Müller dio un respingo al escuchar su nombre. Nadie le llamaba así excepto su madre y su hermana, y de repente la joven española obviaba su condición de sacerdote tratándole por su nombre de pila.
– Comprendo lo que has debido de sufrir al sentirte impotente por no poder ayudar a esos pobres desgraciados, pero no es bueno que sigas recreándote en el dolor, lo importante es que pienses qué podemos hacer para acabar con esos asesinatos. Y tú ya has hecho algo, el obispo ha protestado ante las autoridades. No tendrán más remedio que parar esos asesinatos. Ahora lo que debemos hacer es seguir luchando, sabiendo a qué clase de gente nos enfrentamos. He pensado en ponerme en contacto con Albert; él es periodista, le puede interesar contar lo que pasa en Hadamar, y ni siquiera Hitler podrá seguir haciendo lo que hace si la prensa norteamericana y la británica denuncian que en Alemania se asesina a los dementes.
El sacerdote la observó convencido. Ella mostraba una gran firmeza en sus planteamientos.
– Lo que no puedes hacer es rendirte. Ya has visto con tus propios ojos el mal, bueno pues tu deber como sacerdote y como ser humano es hacer frente a estos criminales.
– ¿Crees que puedes hacer llegar a tu amigo Albert James la información sobre lo que pasa en Hadamar?
– Por lo menos voy a intentarlo. Tengo que encontrar el medio porque no puedo escribir una carta que caería en manos de la Gestapo. En realidad tú podrías llevar la carta a Roma.
– ¿A Roma?
– A Carla Alessandrini. Ella nos ayudará, sabrá cómo hacer llegar mi carta a Albert.
– ¡Tienes soluciones para todo!
– No creas, se me ha ocurrido mientras hablábamos. Y ahora tengo una cosa que contarte.
Le confesó que su relación con Albert James había terminado.
– Lo siento… y a la vez me alegro -dijo el sacerdote.
– ¡Te alegras!
– Sí, porque… bueno… tú estás casada y… en fin… no estaba bien que vivierais juntos.
– ¿Crees que eso tiene importancia?
– ¡Claro que sí! Nunca podrás casarte con él, y si tuvierais hijos, imagina cuál sería su situación… Aunque te duela, es lo mejor. Y no creas que no siento simpatía por Albert, me parece un hombre sensato y valiente que se merece encontrar una buena mujer con la que compartir su vida.
Lo que Amelia no contó al padre Müller es que se había convertido en la amante en Max von Schumann y que, aprovechando la ausencia de los Keller, se veían todos los días. En ese momento, mientras ellos estaban en el zoológico, Max estaría comunicándole a Ludovica que no podía dar una oportunidad a su matrimonio. Lo había intentado sinceramente, pero eso había sido antes de convertir a Amelia en su amante. En ese instante sólo ansiaba estar con la joven española y no estaba dispuesto a que nadie lo separara de ella, ni siquiera Ludovica.
Al caer la tarde, el padre Müller y Amelia se dirigieron a casa del profesor Schatzhauser. El sacerdote quería despedirse de sus amigos antes de partir Roma.
Cuando llegaron, Manfred Kasten estaba contando a los allí reunidos que algo gordo se estaba preparando. Dijo que había mucho movimiento en el Cuartel General del Ejército, y que en los últimos días Hitler parecía eufórico.
– ¿A quién más vamos a invadir ahora? -preguntó el pastor Schmidt.
– No creo que vayan a llevar a cabo un asalto contra Inglaterra… la RAF está frenando a la Luftwaffe -comentó el profesor Schatzhauser.
– Pero ustedes no imaginan cómo está Londres -se lamentó Amelia.
– Supongo que lo mismo que Berlín, hija, lo mismo que Berlín… así es la guerra -respondió Helga Kasten.
No era la primera vez que Manfred Kasten insistía en que Hitler estaba preparando una gran sorpresa; pero cuando Amelia pedía a Jan y a Dorothy que transmitieran esos rumores imprecisos, Jan protestaba:
– ¿No puedes conseguir algo más de información? Mandar un mensaje diciendo que hay movimiento en el Cuartel General del Ejército alemán en plena guerra es una obviedad; que los generales andan muy ocupados, es lo lógico, en cuanto a que Hitler está contento, no me parece relevante.
– Ya, pero mis fuentes creen que va a pasar algo importante, y aunque no sepamos qué, es mejor que en Londres estén informados.
A Amelia no le resultó fácil confesar a Dorothy y a Jan que se había convertido en la amante de Max y que lo acompañaría a Polonia, y que por tanto necesitaba nuevas órdenes del comandante Murray.
Ninguno de los dos pareció sorprenderse y Jan se limitó a decirle que regresara en un par de días, para entonces él ya se habría puesto en contacto con Londres.
Las órdenes de Murray fueron precisas: Amelia debía acompañar al barón Von Schumann y obtener a través de él toda la información que pudiera, referida al despliegue de las tropas en el Este. También le daba un nombre, «Grazyna», una dirección en Varsovia a la que debía acudir para transmitir la información que fuera recabando, y una contraseña para ser bien recibida en aquella dirección: «El mar está en calma después de la tormenta».
Jan entregó a Amelia una pequeña cámara.
– La puedes necesitar.
– No me será fácil ocultarla. -Tendrás que hacerlo.
El 2 de junio Max y Amelia se fueron a Varsovia. Para entonces, a los ojos de todos sus amigos, Amelia se había convertido en la amante de Max. Ella misma se lo comunicó al profesor Schatzhauser diciéndole que no tenía sentido ocultar por más tiempo lo que había entre ella y Max. El profesor a duras penas pudo ocultarle su disgusto. No simpatizaba con la baronesa Ludovica, y compadecía en silencio a Max por estar casado con una nazi, pero eso no le justificaba para convertir en su amante a aquella extraña joven española.
La noticia dio lugar a todo tipo de comentarios entre los amigos de Max, pero en general a ninguno les satisfizo. No fueron los únicos: para los Keller fue una sorpresa inesperada. Amelia les contó que se marchaba con el barón a Varsovia. No hacía falta explicar más. Herr Helmut le dijo que podría contar con ellos y que las puertas de su casa siempre estarían abiertas para ella. Sin embargo, Greta miró a su esposo con gesto adusto: no podía aprobar que Amelia le robara el marido a otra y que se fuera con él. No, eso no estaba bien.
Max y Amelia fueron en tren hasta Varsovia donde les esperaba el capitán Hans Henke, ayudante de Max. Desde allí se trasladaron al sur, a Cracovia, donde había establecido su residencia Hans Frank, un bávaro al que Hitler había convertido en el gobernador general de Polonia.
– Es una de las ciudades más bellas del mundo -le dijo Max refiriéndose a Cracovia.
Ella le dio la razón en cuanto llegaron a la ciudad, pero le impresionó la tristeza que imperaba en el rostro de los polacos.
No estarían muchos días en Cracovia, Max tenía que despachar con Hans Frank y sus jefes militares algunos asuntos relativos a la intendencia médica, después regresarían a Varsovia.
Amelia sintió una antipatía profunda cuando conoció a Hans Frank, quien se había instalado en el castillo de Wawel y se comportaba como un reyezuelo.
Le gustaba organizar cenas que presidía como si de un monarca se tratara, luciendo las vajillas de porcelana y cristalerías de Bohemia.
Fue en uno de esos eventos cuando a Amelia, flanqueada por Max y el capitán Hans Henke, le presentaron a Hans Frank y a su esposa, que en ese momento se dirigían a la mesa para la cena mientras departían con otros invitados.
La mesa estaba excesivamente decorada para el gusto de Amelia; Max se encontraba frente a ella y a su lado tenía a un oficial de las SS. Los ojos azules de aquel hombre eran fríos como el hielo. Era rubio, alto y atlético, pero a pesar de su apostura, Amelia lo encontró repulsivo.
– Soy el comandante Jürgens -le dijo, tendiéndole la mano.
– Amelia Garayoa -respondió ella.
Jürgens esbozó una mueca mientras asentía. Naturalmente no se le había pasado por alto la llegada a Cracovia del comandante Von Schumann, aquel engreído aristócrata, acompañado de una joven española que a todas luces era su amante. Pensaba investigar quién era la joven, a la que no podía dejar de admirar por su belleza. No parecía española, tan rubia y tan frágil y tan delgada, convencido como estaba que todas las españolas eran morenas de carnes rotundas.
– Comandante Schumann, ¿ha disfrutado de su estancia en Berlín? -preguntó dirigiéndose a Max.
– Desde luego que sí -respondió el barón con desgana.
– Ha regresado usted muy bien acompañado por esta bella señorita… -dijo el comandante mirando a Amelia.
– Amelia, te presento al comandante Ulrich Jürgens, cuídate de él.
La advertencia de Von Schumann provocó una risotada de Jürgens.
– ¡Vamos, comandante, no asuste a la señorita! Los aristócratas de la Wehrmacht siempre se muestran displicentes con quienes no hemos nacido en un castillo como ellos. Por cierto, ¿cómo se encuentra su encantadora esposa, la baronesa Ludovica?
Max se puso tenso y Amelia palideció. Las palabras del comandante Ulrich Jürgens sonaban como una ofensa.
Una mujer entrada en años que estaba sentada al lado de Max intervino en la conversación.
– ¡Los jóvenes siempre tan impulsivos e indiscretos! Dígame, comandante Jürgens, ¿está usted casado?
– No, condesa, no lo estoy.
– ¡Ah! Entonces no disfruta usted de las ventajas del matrimonio. Debería casarse, ya tiene usted edad para ello, ¿no cree? Eso le restaría interés por los matrimonios de los demás. Y usted, querida, ¿de dónde es? Tiene un acento que no sé distinguir…
– Española, soy española -respondió Amelia, agradecida por la irrupción de la dama.
– Soy la condesa Lublin.
– ¿Es usted polaca? -preguntó Amelia con curiosidad.
– Sí, soy polaca, aunque he vivido la mayor parte de mi vida en París. Mi esposo era francés, pero enviudé y decidí regresar a mi país. Ya ve que no acerté al elegir el momento. -Las palabras de la condesa dejaron traslucir una fina ironía.
La condesa consiguió que la conversación transcurriera por derroteros mundanos. Les habló de París, de un reciente viaje a Estados Unidos donde residía su hijo mayor, y del tiempo, de la primavera en Cracovia.
El comandante Jürgens pareció concentrarse en la cena haciendo ver que no les prestaba atención, pero Amelia podía sentir cómo la escudriñaba con la mirada y el destello de ira de sus ojos cuando miraba a Max.
Dos días después volvieron a Varsovia y se instalaron en el hotel Europejski, donde el eficiente ayudante de Max, el capitán Hans Henke, había logrado reservar para Amelia una habitación contigua a la de Max.
– Me alegra tanto tenerte aquí… pero temo que te aburras y prefieras regresar a Berlín -le dijo Max.
– Sólo quiero estar contigo; además, conocer una ciudad siempre es una aventura. Pronto conoceré gente, no te preocupes por mí.
– Pero debes ser prudente, esta ciudad no es segura, la Gestapo y las SS están por todas partes.
– No puede ser peor que en Berlín.
– Aquí no hay en quien confiar salvo en el capitán Henke.
– Lo sé, lo sé…
Lo que Max no podía ni imaginar es que tampoco podía confiar en la mujer de la que estaba perdidamente enamorado. Amelia ya había comenzado a fotografiar los documentos que él guardaba en la cartera.
Ella fotografiaba todo, esperando que en el Almirantazgo supieran encontrar lo que les interesaba.
Amelia solía aprovechar para fotografiar los documentos cuando Max dormía o se duchaba. Temblaba pensando el daño irreparable que le haría si un día la descubría. Porque Max estaba enamorado de ella como nunca lo había estado de ninguna mujer. Amelia le correspondía aunque no con tanta intensidad, se decía a sí misma que había gastado lo mejor de su amor entregándoselo a Pierre.
Unos días después de su llegada a Varsovia, Max ya había establecido su rutina de trabajo y Amelia se sintió con libertad para buscar la dirección de contacto que Jan y Dorothy le habían facilitado por orden del comandante Murray.
Era un edificio situado en el corazón de Varsovia. La casa tenía tres plantas, y una de sus esquinas asomaba a la plaza del Mercado. Subió hasta el tercer piso y pulsó el timbre, aguardando con impaciencia.
Una joven abrió la puerta y la miró de arriba abajo mientras le preguntaba:
– ¿Qué desea usted?
– Perdone, no hablo polaco -se excusó Amelia en alemán.
– ¿Sólo habla alemán? -respondió la joven.
– Inglés, francés y español…
– Hablaremos en alemán. ¿Qué quiere?
– «El mar está en calma después de la tormenta» -pronunció Amelia.
– Pase, por favor -contestó la joven, que dijo llamarse Grazyna.
La casa era amplia y luminosa. Desde sus ventanales se contemplaba la plaza y una de las calles adyacentes. Se notaba que era una casa burguesa, con muebles y cuadros de calidad.
Grazyna la invitó a sentarse.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Amelia Garayoa y creo que tenemos amigos en común…
– Sí, eso parece. ¿Qué quiere?
– Me dijeron que viniera aquí para entregar unas fotos…
– Me avisaron que vendría usted, pero no cuándo. ¿Qué tiene?
– He podido hacer unas cuantas fotografías a unos documentos, pueden ser importantes.
– Démelas, yo las haré llegar a su destino.
– ¿Cómo consigue que el material llegue a Londres?
– No puedo decírselo. Corremos mucho peligro, y si la detienen no podrá contar lo que no sepa.
– ¿La oposición está bien organizada?
– ¿La oposición? -Grazyna soltó una carcajada amarga-. No imagina lo que hicieron los alemanes cuando nos invadieron. Llegaron con listas interminables de gente, de todos aquellos que pudieran formar la más mínima resistencia. Los Einsatzgruppen han asesinado a miles de personas: médicos, artistas, abogados, funcionarios… Sí, han asesinado a todos aquellos que podían haber intentado oponérseles aunque sólo hubiese sido con la fuerza de la palabra.
– Lo siento.
– Nadie hizo nada por detenerlos -se lamentó Grazyna.
– Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania por la invasión de Polonia -respondió Amelia en tono de protesta.
– Demasiado tarde. Estuvieron contemporizando con Hitler y se negaron a ver lo que iba a pasar, y los polacos hemos sido las primeras víctimas. ¡Ojalá Churchill sea capaz de hacer algo! Por lo menos él nunca fue partidario de la política de apaciguamiento. ¿Cómo han podido estar tan ciegos?
Mientras Grazyna hablaba, Amelia la observaba. Calculó que no debía de tener más de veinticinco años, aunque los surcos alrededor de la boca la hacían parecer mayor. De estatura media, con el cabello castaño claro y los ojos de un azul oscuro, entrada en carnes, aunque no era guapa, en conjunto resultaba agradable. Amelia pensó que Grazyna pasaría inadvertida en cualquier lugar.
– ¿Vive sola? -se atrevió a preguntar.
– Sí, aunque mis padres viven cerca de aquí. ¿Y usted? ¿Cuál es su cobertura?
– Soy la amante de un oficial médico de la Wehrmacht.
Grazyna apretó los dientes para evitar una mueca de asco.
– ¿De dónde es usted?
– Española.
– Ha venido de muy lejos… ¿Por qué no está en su país?
– A mi padre lo fusilaron después de nuestra guerra civil, mi madre murió, y… bueno, digamos que la vida me ha ido empujando hasta aquí. ¡Ah!, y aunque no lo crea, el oficial con el que vivo es una buena persona, no es un nazi.
– ¡Ya! Me dirá que se limita a cumplir órdenes.
– Así es. Pertenecía al Ejército antes de la llegada de Hitler.
– Pero naturalmente no sabe que usted le espía.
– No, no lo sabe.
– ¿Y usted por qué lo hace?
– Espero que una vez que Hitler sea derrotado liberen a mi país de Franco.
La carcajada de Grazyna irritó a Amelia. Ella confiaba ciegamente en que tarde o temprano Franco sería desplazado del poder, se aferraba a ese sueño porque era lo que le daba fuerzas para vivir.
– A mí no me hace gracia -afirmó secamente.
– Me sorprende su ingenuidad, pero naturalmente no quiero ofenderla. Bien, déme el material.
Amelia sacó un pañuelo donde llevaba envuelto el carrete fotográfico y se lo entregó.
– Creo que esta casa aún es segura, pero no debemos confiarnos. En la ventana tengo una maceta; si está colocada del lado derecho significa que puede usted visitarme sin problemas, pero si está en el lado izquierdo, o bien es que no estoy o puede haber peligro, y entonces, pase lo que pase, no debe subir a mi casa. ¿Lo ha entendido?
– Desde luego.
– ¿Qué piensa de los judíos?
La pregunta desconcertó a Amelia y se quedó callada, lo que fue malinterpretado por Grazyna.
– Ya veo que es usted una de esas personas cuyas convicciones se ablandan cuando se trata de los judíos.
– ¡Pero qué dice! Mi mejor amiga era judía, el socio de mi padre era judío… Es que no sé qué responder sobre qué pienso de ellos, ¿debo pensar algo especial? Ése es el problema de los que creen que hay que pensar «algo» sobre los judíos.
– No se enfade, sólo era una pregunta. Mi novio es judío. Está en el gueto.
– Lo siento. Sé que los han confinado en unas cuantas calles y que no les permiten salir.
– Las condiciones del gueto son cada día peores.
– ¿Puede ver a su novio?
– No se puede entrar ni salir del gueto sin permiso, pero logramos burlar la vigilancia, aunque no siempre es posible.
– Si puedo hacer algo…
– Quizá, puesto que su amante es nazi.
– Max es un soldado, un comandante de intendencia médica de la Wehrmacht, y ya le he dicho que no es un nazi.
– Tendrá que decirle que nos conocemos.
– Bueno, le diré que la he conocido casualmente en la calle, que me perdí y que usted amablemente se ofreció a acompañarme al hotel, y para agradecérselo la invité a tomar el té y simpatizamos, ¿le parece bien?
– Sí, es creíble. ¿En qué hotel se alojan?
– En el Europejski.
– Más o menos tenemos la misma edad, y usted aquí no conoce a nadie, de manera que a su amante le gustará saber que mientras él se dedica a matar polacos, usted tiene alguien con quien conversar.
– Le ruego que no insista en su valoración sobre Max. No le conoce, por lo tanto no debería juzgarle. Entiendo que para usted todos los alemanes son el enemigo, pero él no lo es.
– Supongo que usted tiene que creérselo para no sentirse tan mal al hacer su trabajo -concedió Grazyna.
– No, no es por eso. Le conozco desde hace tiempo y le aseguro que no es un nazi.
Grazyna se encogió de hombros. No estaba dispuesta a hacer más concesiones respecto a lo que opinaba sobre los alemanes. Los odiaba demasiado para hacer distinciones. Algunos de sus mejores amigos habían desaparecido a manos de los Einsatzgruppen, a dos de sus tíos los habían ahorcado, y su novio estaba en el gueto. No, la española no podía pedirle que fuera capaz de ver más allá del dolor y del odio.
– La acompañaré de vuelta al hotel, así podrá hacer creíble lo que va a contarle a su amante.
Salieron de la casa en silencio. Amelia analizando si llegaría a entenderse con Grazyna. Y ésta, por su parte, no sabiendo qué pensar sobre Amelia. Por lo que acababa de decirle era una agente británica que tenía una misión que cumplir y para ello seguramente debía utilizar a aquel oficial de la Wehrmacht, pero aun así despreciaba a cualquiera que tuviera un trato amable con el enemigo.
Grazyna le explicó que era enfermera y trabajaba en el Hospital de San Estanislao. Cuando podía robaba medicinas para llevarlas al gueto.
No le resultaba fácil, pero contaba con la complicidad de una monja, la hermana Maria.
– Es una mujer extraordinaria, y muy valiente a pesar de su edad.
– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Amelia.
– Creo que ha cumplido los sesenta; está un poco gorda y es algo protestona, pero no le importa arriesgarse. Tiene acceso al cajón donde se guardan las llaves de la farmacia del hospital, y es ella quien me ayuda a robar los medicamentos.
– Una monja robando… -susurró Amelia, sonriendo.
– Una monja ayudando a salvar vidas -respondió Grazyna enfadada.
– ¡Por supuesto! No me malinterprete. Me parece admirable lo que hace la hermana María, sólo que pienso que ella nunca habría imaginado que iba a robar.
– ¿Y usted había imaginado que se convertiría en la amante de un nazi?
– No soy la amante de ningún nazi.
Volvieron a guardar silencio hasta llegar al hotel. Allí Amelia la invitó a tomar el té. Grazyna tenía razón: era preciso dar verosimilitud a la mentira que Amelia iba a contarle a Max.
Este no llegó al hotel hasta bien entrada la tarde. Estaba cansado e irritado, pero cambió de humor en cuanto se encontró con Amelia. Ella le contó que había conocido a una joven enfermera polaca y que habían congeniado, y él la animó a que volvieran a verse.
– Así no estarás tan sola; sé que soy un egoísta por haberte traído aquí, pero no querría por nada del mundo separarme de ti.
Aquella noche, al igual que las siguientes, Amelia continuó fotografiando los documentos que contenía la cartera de Max. Sentía un miedo increíble cada vez que hacía aquello, y se preguntaba si él la perdonaría en caso de que la descubriera.
El 20 por la tarde Amelia volvió a presentarse en casa de Grazyna. No la había vuelto a visitar desde el día en que se conocieron. Vio que la maceta estaba colocada en el lado derecho y subió con paso rápido hasta el tercer piso.
Llamó al timbre y Grazyna no tardó en abrir la puerta.
– ¡Oh, eres tú! -dijo sin ocultar su sorpresa.
– Sí… he visto la maceta situada en el lado derecho y por eso he subido… -se excusó Amelia.
– Pasa, te presentaré a algunos amigos.
En la sala había dos hombres y otra joven. Los tres la miraron con curiosidad.
– Te presento a Piotr y a Tomasz, y ésta es mi prima Ewa, la mejor pastelera de Varsovia. Algún día deberías pasarte por la pastelería de mis tíos, te aseguro que merece la pena.
Piotr parecía estar más cerca de los cuarenta que de los treinta; era alto, fuerte, con el cabello rubio oscuro y los ojos castaños casi verdes, y unas manos fuertes y callosas; todo lo contrario de Tomasz, que no parecía haber llegado a los treinta, delgado, estatura media, con el cabello rubio casi blanco, y el color de los ojos azul intenso. Sin duda Ewa era la más joven del grupo. Amelia calculó que podía tener aproximadamente unos veinte años: alta, esbelta, con el cabello castaño claro y los ojos azul oscuro como los de Grazyna.
– ¿Traes más información? -preguntó ésta.
Amelia se puso tensa y no respondió. No sabía quiénes eran los invitados de Grazyna y le sorprendió la indiscreción de la joven.
– ¡Vamos, no te preocupes! Son amigos, de lo contrario no te habría invitado a pasar. ¿No me preguntaste por la Resistencia? Bien, pues aquí tienes a tres de ellos. Estamos preparando una incursión en el gueto.
– ¿Y cómo lo hacéis? -preguntó Amelia con curiosidad.
– La casa de la condesa Lublin se encuentra situada en una calle adyacente al muro que cierra el gueto. En la parte de atrás de la casa está la puerta de servicio; allí hay una alcantarilla, Piotr ha encontrado el camino que conduce al otro lado. Las alcantarillas suelen estar vigiladas, pero en ocasiones podemos burlar la vigilancia, ¿verdad, Piotr?
El hombre asintió. Grazyna hablaba en alemán, idioma que, para alivio de Amelia, parecían conocer sus amigos.
– Piotr es el chófer de la condesa. Una mujer singular, parece amiga de los nazis, pero Piotr cree que es sólo apariencia -aclaró Grazyna.
– La conocí en Cracovia durante una cena ofrecida por el gobernador general, Hans Frank.
– ¡Ese cerdo! -exclamó Grazyna.
– No imagina cómo están sufriendo en el gueto -la interrumpió Ewa-, sobre todo los niños. Necesitan medicinas con urgencia, muchos sufren de fiebre tifoidea.
– ¿Cuándo será la incursión? -preguntó Amelia.
– Esperamos poder hacerlo dentro de un par de días -respondió Ewa.
– Bueno, ¿has traído más material o no? -se impacientó Grazyna.
– Sí, aquí lo tienes. Creo que puede haber algo importante, están desplazando gran cantidad de tropas a la frontera.
Grazyna intercambió una rápida mirada con Tomasz y éste movió la cabeza como asintiendo a lo que ella le preguntaba calladamente.
– Lo enviaré de inmediato, puede que esta misma noche -se comprometió Grazyna.
– Sí, hazlo. Max se marcha mañana, me ha dicho que estará unos días fuera, que se va al norte justo donde va a haber un mayor despliegue de tropas. Tienen muchas divisiones en Polonia…
– Bueno, al menos durante unos días te librarás de la presencia de ese hombre -concluyó Grazyna.
– ¿Crees que podría pasar con vosotros al gueto?
– ¡No! -respondieron todos a la vez.
– Bueno… sólo preguntaba… me gustaría ayudar…
– Tú haz tu trabajo, nosotros haremos el nuestro. ¿Te imaginas que nos detuvieran? No quieras correr más riesgos de los necesarios -le reprochó Grazyna.
El 22 de junio la «Operación Barbarroja» se puso en marcha: la Wehrmacht invadió la Unión Soviética. La noticia no cogió desprevenida a Gran Bretaña. A través de sus agentes, la Inteligencia británica contaba con información sobre el movimiento de tropas alemanas. La que aportó Amelia Garayoa fue una de las tantas que corroboraron lo que ya sabían en Londres. Para entonces ya habían logrado descifrar el código de Enigma con el que el Ejército y la Marina alemanas cifraban sus mensajes. Para Churchill fue una buena noticia. Estaba convencido de que Hitler, a pesar de parecer invencible, no podría combatir con la misma intensidad en dos frentes a la vez.
Stalin, pese a que había recibido numerosas informaciones alertándole de la invasión, nunca les dio crédito. Es más, mandó fusilar a algunos de los que se atrevieron a advertirle.
Las purgas en el Ejército Rojo habían sido de tal envergadura, que sus mejores generales murieron fusilados. El ataque alemán fue brutal: 153 divisiones, 600.000 vehículos, 3.580 tanques, 2.740 aviones, divididos en tres grupos participaron en la invasión.
El jefe del Estado Mayor soviético, el mariscal Georgui Zhukov, telefoneó a Stalin, que se encontraba en su dacha de Kuntsevo, situada a 20 kilómetros de Moscú, para informarle de que las tropas alemanas habían traspasado la «raya» de la Polonia soviética. Stalin se quedó mudo, no podía creer lo que le decía Zhukov. Había confiado en Hitler hasta el extremo de haber descuidado la frontera polaca.
Amelia convirtió en costumbre visitar a Grazyna. No tenía nada mejor que hacer puesto que Max avanzaba con las tropas alemanas y ya no estaba en Varsovia. Poco a poco consiguió rebajar la antipatía que Grazyna parecía sentir por ella.
Una tarde acudió a buscarla al hospital donde conoció a la hermana Maria, que se encontraba en la enfermería con la mirada fija en unos papeles.
– Así que es usted la española… Grazyna me ha hablado de usted. Venga, la acompañaré a donde está, aunque no creo que tarde porque a las cinco termina su turno.
Grazyna se encontraba en una sala llena de mujeres; le estaba tomando la temperatura a una anciana que parecía estar al borde de la muerte. A Amelia le sorprendió la dulzura con la que trataba a la anciana. Cuando vio a Amelia y a la hermana Maria, se dirigió hacia ellas.
– Amelia, ¿qué haces aquí? ¿Qué ha sucedido? -preguntó Grazyna.
– Nada, perdona si te he asustado, es que pasaba cerca y he entrado a verte…
– ¡Qué susto me has dado! Veo que ya conoces a mi ángel protector -dijo sonriendo a la hermana Maria.
– No seas zalamera, que ya sabes que los elogios a mí no me hacen mella.
– Es mi amiga -dijo Grazyna, levantando la voz y tranquilizando a las mujeres, asustadas al oír que la recién llegada hablaba en alemán.
Mientras Grazyna se cambiaba de ropa, la hermana Maria invitó a Amelia a tomar el té en la enfermería. Las dos mujeres congeniaron de inmediato. La monja supo ver el tormento que reflejaban los ojos de Amelia.
– Hermana, necesitamos medicinas -le susurró al oído Grazyna.
– No puedo darte más, nos descubrirán -respondió la monja.
– Hay niños en un estado muy precario… es difícil contener la fiebre tifoidea en el gueto -respondió Grazyna.
– Si nos descubren será peor, porque ya no podrás llevarles nada más -replicó la hermana Maria.
– Lo sé, pero necesito esas medicinas…
– Voy a salir de la enfermería con Amelia para enseñarle el pabellón de los niños, tardaremos diez minutos.
– Gracias -murmuró Grazyna, agradecida.
En cuanto Amelia y la hermana Maria salieron de la enfermería, Grazyna abrió el cajón donde la monja guardaba las llaves y buscó la de la farmacia. Al regresar, la hermana Maria miró con preocupación la abultada bolsa que Grazyna llevaba en la mano.
– ¡Pero qué te llevas! Mañana tenemos inspección y ya sabes cómo se las gastan aquí, tienen inventariado hasta el último esparadrapo, ¿qué voy a decir?
– Diga que estaba mal el inventario.
– Eso ya lo dije la última vez… terminarán trasladándome a otro lugar por no ser diligente y permitir que desaparezcan medicinas de la farmacia.
– Pero la madre superiora nunca se lo ha reprochado…
– Sí, pero no quiere saber nada de lo que hago, dice que cuanto menos sepa, mejor. Además, la pobre no sabe mentir.
– ¡Venga un día al gueto y verá cómo necesitan lo que les llevamos! Allí hay médicos, pero no tienen con qué curar y lloran de impotencia al ver cómo se les muere la gente.
– Iros, iros, antes de que me arrepienta. Ahora tendré que pensar en una mentira para justificar la desaparición de todo lo que te has llevado.
Salieron a la calle donde olía a verano y el sol lucía sobre un cielo azul.
– Vamos a mi casa, Piotr vendrá a buscarme en cuanto anochezca. Si Dios nos ayuda, esta noche pasaremos al gueto a llevar esto -dijo Grazyna señalando el bolso.
– Déjame que os acompañe -pidió Amelia.
– ¡Estás loca! No puede ser. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
– Puede ser útil que envíe a Londres un informe sobre el gueto, creo que no acaban de comprender hasta dónde llevan los nazis su odio hacia los judíos.
Grazyna se quedó en silencio meditando las palabras de Amelia. Dudó un momento antes de responder.
– Te llevaré sólo si los demás están de acuerdo.
Piotr se mostró reticente lo mismo que Tomasz, pero entre Ewa y Grazyna vencieron sus resistencias.
– Los británicos no saben con exactitud lo que es el gueto, obtendremos alguna ventaja si Amelia se lo cuenta -argumentó Grazyna.
– Por lo menos tendrán información de primera mano -añadió Ewa.
Cuando empezaba a caer la noche Piotr ya había cedido y antes de que comenzara la hora del toque de queda se dirigieron por separado y con paso decidido hacia la casa de la condesa Lublin. Grazyna llevaba la bolsa con las medicinas y Tomasz y Ewa también cargaban con otras bolsas que parecían pesar más que la de Grazyna.
Piotr les hizo entrar por la puerta de servicio que daba a un vestíbulo donde una puerta batiente se abría a la cocina. Al otro lado había tres habitaciones para el servicio. Piotr tenía la suerte de contar con un dormitorio para él solo puesto que era el único varón de la casa; las otras dos habitaciones las ocupaban la cocinera y la doncella de la condesa.
– No hace falta que os recuerde que no debéis hacer ningún ruido y mucho menos salir de mi habitación. Las criadas dicen que odian a los nazis, pero prefiero no correr riesgos -les advirtió.
Grazyna, Tomasz y Ewa se dirigieron a la habitación de Piotr seguidos por Amelia. El cuarto era pequeño, apenas cabía la cama, una mesilla y un armario. Se sentaron en la cama a la espera del regreso de Piotr.
Amelia iba a preguntar algo, pero Tomasz le hizo un gesto para que guardara silencio.
Tras un buen rato esperando en la habitación, Piotr regresó. Traía cara de cansado.
– La condesa tenía invitados y no me ha quedado más remedio que esperar a que todos se marcharan. Ahora aguardaremos un rato más y luego saldremos en silencio. Ya sabéis lo que hay que hacer -dijo dirigiéndose a sus amigos-, y usted, Amelia, haga lo que nosotros; pero por lo que más quiera, no se le ocurra tropezar o decir una sola palabra.
La noche estaba cuajada de estrellas. Restos de luz parecían estar retenidos en el cielo de Varsovia, lo que no favorecía que se pudieran mover con tranquilidad, pero lo hicieron con presteza. Piotr levantó la tapa de la alcantarilla invitando con la mano a sus amigos a que se sumergieran en el subsuelo de la ciudad. Tomasz fue el primero en bajar por las estrechas escaleras de hierro que conducían a las cloacas. Le siguió Ewa, Grazyna y, por último, Amelia.
Piotr colocó la tapa encima de la alcantarilla y regresó a su habitación. Aquella noche no podía acompañarles. La condesa era imprevisible y podía llamarle en cualquier momento. Desde que había enviudado le había elegido para hacer menos largas sus noches, y él había aceptado sabiendo que eso le colocaba en una situación de ventaja respecto de los otros sirvientes. Nunca le avisaba con tiempo, pero él sabía leer en su mirada cuándo se iba a producir la llamada.
Sin embargo, aquella noche, pasara lo que pasase, debía arreglárselas para destapar la alcantarilla cuatro horas más tarde, justo el tiempo que sus amigos permanecerían en el gueto.
Amelia tuvo que contener el vómito que le subía por la garganta. El olor le resultaba insoportable. Caminaba sobre la podredumbre de Varsovia, esquivando ratas, hundiendo los pies en el agua sucia que bañaba la acequia subterránea que cruzaba la ciudad de un lado a otro.
Tomasz encabezaba la marcha seguido por Grazyna y Ewa, Amelia iba en último lugar. Una rata se cruzó entre sus piernas y gritó, asustada. Ewa se volvió hacia ella, vio al roedor correr y cogió a Amelia de la mano.
– No las mires -le recomendó.
– Pero ¿y si nos muerden?… -alcanzó a decir Amelia.
Ewa se encogió de hombros tirando de la mano de Amelia.
Tomasz había acelerado el paso, lo mismo que Grazyna, y Ewa no quería perderles de vista.
No caminaron mucho; acaso sólo fueron quince minutos, pero a Amelia le pareció una eternidad. Luego Tomasz se detuvo y les señaló unas viejas escaleras de hierro. Fue el primero en subir. Golpeó dos veces la tapa de la alcantarilla y alguien la levantó. Una mano cogió la de Tomasz y tiró de él hacia arriba. Luego les llegó el turno al resto.
– Deprisa, los soldados no tardarán -dijo un hombre al que apenas se le veía el rostro envuelto como estaba por las sombras de la noche.
Les guió hasta un edificio cercano donde otro hombre aguardaba impaciente en el portal.
– Os habéis retrasado.
Subieron por las escaleras hasta el cuarto y último piso donde otro hombre aguardaba en el descansillo flanqueando una puerta abierta que daba a una estancia apenas iluminada.
– ¡Gracias a Dios que estáis aquí! -exclamó una mujer que salió a recibirles-. ¿Y ésta quién es? -preguntó al ver a Amelia.
– Es amiga mía y nos puede ser útil. Habla alemán pero es española -explicó Grazyna.
– ¿Has traído medicinas? -preguntó la mujer.
– Sí, aquí están, no es mucho, pero me ha sido imposible robar más.
La mujer abrió con impaciencia la bolsa que le entregaba Grazyna. Amelia se fijó en ella. Debía de tener cerca de sesenta años o quizá más, estaba muy delgada, con el rostro demacrado lleno de arrugas, las canas surcaban el cabello que en tiempos debió de ser negro y que ahora llevaba recogido en un moño; su mirada era de un azul muy vivo.
– No es suficiente -se quejó la mujer cuando examinó el contenido de la bolsa.
– Lo siento, intentaré traer más la próxima vez -se disculpó Grazyna.
Amelia buscó con la mirada a Tomasz y a Ewa, que se encontraban al fondo de la habitación hablando con el hombre de la escalera y con el que les había guiado hasta allí.
– ¿Dónde está Szymon? -preguntó Grazyna con tono impaciente.
– Mi hijo vendrá de un momento a otro. Está en el hospital.
– ¿Tienen un hospital aquí? -preguntó Amelia.
– No es exactamente un hospital, sino un recinto donde cuidamos a los que están más enfermos. Mi hijo es médico -respondió la mujer en alemán.
– Sarah es la madre de Szymon -dijo Grazyna a modo de presentación de la mujer que les había recibido.
– Ya ves, tengo un hijo loco enamorado de una gentil -rió Sarah mientras cogía la mano de Grazyna con afecto y se acercaban al grupo donde estaban Tomasz y Ewa con los otros hombres.
– Éste es Barak, el hermano de Szymon, y éste es Rafal -le presentó Grazyna a Amelia-. Ellos se encargan de que, pese a la guerra, nuestros niños sigan estudiando.
Ewa había abierto la bolsa en la que traía caramelos y dulces.
– A los niños les gustan los caramelos que haces -dijo Rafal.
– Siento no haber traído más, pero es difícil andar cargada con una bolsa sin llamar la atención de los soldados.
– Deberíamos atrevernos a traer más bolsas -se quejó Tomasz.
– Llamarías demasiado la atención, prefiero traer lo justo y evitar que os detengan -sentenció Sarah.
La bolsa de Tomasz estaba repleta de material escolar: cuadernos, lápices, sacapuntas, gomas… Era maestro y algunos de los niños del gueto habían sido alumnos suyos. Rafal había sido profesor de música en la misma escuela en la que Tomasz continuaba impartiendo clases. Eran amigos desde hacía demasiados años como para que los invasores alemanes pudieran romper su amistad.
– Les estoy explicando a Tomasz y a Ewa que han vuelto a reducir los alimentos que entran en el gueto. Dicen que con ciento ochenta y cuatro calorías al día tenemos suficiente. Nos están matando de hambre. Hemos organizado cantinas donde cocinamos algo de sopa con lo poco que tenemos para distribuirla entre los más necesitados. Pero lo peor es la falta de medicamentos, tienes que conseguirnos más. -El tono de Rafal era de súplica.
– Lo haré, aunque temo que me descubran. La hermana Mana es muy buena y hace la vista gorda, pero un día de estos la interrogarán, y aunque sé que no me delatará le quitarán la llave de la farmacia -respondió Grazyna.
– Szymon está desesperado, dice que no soporta ver cómo se le mueren los niños sin poder hacer nada por ellos porque carece de las medicinas adecuadas -continuó diciendo Rafal.
Unos golpes suaves en la puerta les puso en alerta. Sarah se adelantó a abrir y besó al hombre que acababa de llegar.
– Madre, ¿ha venido Grazyna?
– Pasa, hijo, está allí al fondo de la sala.
Szymon entró en la sala y se dirigió sin dudar hacia Grazyna, a la que abrazó con fuerza. Permanecieron abrazados durante unos segundos, luego se sentaron junto a los demás. Grazyna le presentó a Amelia, y a ella le sorprendió el gran parecido de los dos hermanos, Szymon y Barak, con su madre. Morenos, huesudos, delgados y el mismo color azul intenso en la mirada.
– Debemos hacer algo, no podemos continuar así- se quejó Szymon.
– Pero ¿qué podemos hacer? Vigilan noche y día el gueto, no hay manera de salir salvo para los que se llevan a trabajar -le contestó su hermano Barak.
– El otro día un oficial de las SS dio una fiesta e hizo que le trajeran del gueto a algunos de nuestros mejores músicos -añadió Rafal.
– Tenemos que conseguir víveres y medicinas. Quizá nuestros hermanos de Palestina puedan ayudarnos. Necesitamos ponernos en contacto con las delegaciones que tienen en Ginebra o en Constantinopla. Con dinero se puede comprar a alguno de estos cerdos nazis para que nos permitan adquirir alimentos y traerlos al gueto -insistió Szymon.
– ¡Estás loco! Nos denunciarían y se quedarían con el dinero. No, no es buena idea. Pero tienes razón en que debemos ponernos en contacto con la comunidad judía de Palestina o con la de Norteamérica para ver si pueden ayudarnos -intervino Rafal.
– Nuestra organización hace lo que puede, Szymon, ya lo sabes -dijo Barak.
– No me interesa la política, hermano, sólo salvar a los nuestros.
– Por más que te empeñes en lo contrario, la política lo es todo, Szymon. La situación del gueto sería más desesperada aún si nosotros no hiciéramos nada -reiteró Barak.
– Sin el Judenrat el gueto estaría en peores condiciones, al menos admítelo -dijo Sarah mirando fijamente a Szymon.
– Creo que perdéis el tiempo intentando que la vida en el gueto transcurra con normalidad en vez de intentar organizarnos para enfrentarnos a los nazis -protestó Szymon.
– Aun dentro de los muros y de la alambrada de espinos debemos seguir siendo personas, y las personas necesitan algo más que pan para serlo -le regañó Sarah.
– Debemos entretener a los niños -añadió Rafal.
– Pobrecillos, me da pena verles acudir a esas escuelas en las que simuláis normalidad -continuó protestando Szymon.
– ¿Qué debemos decirles? ¿Que no hay esperanza? -A Barak se le notaba irritado con su hermano.
Szymon iba a responder pero se le adelantó Grazyna.
– Entiendo tu pesimismo, pero no tienes razón; la vida sigue, también aquí en el gueto, y la obligación de todos nosotros es que siga así, como si no sucediera nada a pesar de las dificultades y del sufrimiento. El Judenrat hace lo que puede, y gracias a ellos las cosas funcionan y la gente se siente amparada.
– Esta tarde he visto morir a cinco personas, dos de ellas niños, y sus madres me increpaban llorando: me pedían que hiciera algo para salvarles. Podéis imaginar cómo me siento -susurró Szymon.
Grazyna le abrazó conteniendo las lágrimas. Amelia no se atrevía a decir palabra, impresionada por la escena que estaba presenciando.
De nuevo, unos golpes secos en la puerta les volvió a poner en alerta. Sarah se levantó con paso decidido y fue a abrir. Escucharon la voz de una mujer que entre sollozos preguntaba por Szymon.
– ¿Qué sucede? -preguntó Szymon a la mujer.
– Tienes que venir, mi marido se muere, tienes que darle algo, los paños con agua fría no le bajan la fiebre -suplicó la mujer.
– Te acompaño, veré lo que puedo hacer.
– Tened cuidado, hace rato que estamos bajo el toque de queda y los soldados disparan sin preguntar -les recomendó Sarah.
Szymon y Grazyna se fundieron de nuevo en un breve abrazo. Luego Szymon salió siguiendo a la mujer, que insistía en que se diese prisa.
– Las quejas no sirven de nada. ¿Podréis seguir trayéndonos algo de lo que necesitamos? -preguntó Barak a Tomasz.
– Sabes que nuestra organización hace lo que puede, dentro de dos días intentaremos regresar con unos sacos de harina y.algo de arroz.
– Dentro de dos días… ¡Qué remedio! Tendremos que esperar. Ya no nos queda nada de lo que trajisteis la última vez -contesto Rafal.
– No es fácil pasearse con sacos de harina por Varsovia -le interrumpió Ewa.
– Lo sabemos y os agradecemos cuanto hacéis. Nos resulta un incompresible lo que sucede… nos tienen aquí confinados, como si fuéramos animales apestosos, y como esto continúe así mucho tiempo, terminaremos siéndolo -respondió Rafal con un deje de amargura.
– ¡Qué cosas dices, Rafal! -le reprendió Sarah-. No quiero oírte hablar así. Saldremos de aquí, los nazis no pueden confinarnos para siempre; mientras tanto, debemos organizamos lo mejor que podamos.
– Madre, tú naciste en Palestina y viviste allí antes de conocer a mi padre. Si uno de nosotros se escapara y lograra llegar allí, ¿a quién debería acudir? -preguntó Barak.
– Escapar… ¡Ojalá pudiéramos escapar y llegar a Palestina! Pero creo que lo mejor sería intentar hacer llegar noticias de nuestra situación a la oficina de la comunidad judía en Ginebra… es lo que deberíamos hacer.
– Quizá yo podría salir del gueto por las cloacas… -sugirió Barak.
– ¡Te cogerían! -exclamó Grazyna-. No, no creo que sea buena idea. A lo mejor podría ir yo a Ginebra, o Ewa…
– ¿Qué están diciendo? -preguntó Amelia.
Grazyna la puso al tanto de la desesperación de sus amigos y de aquella descabellada idea de ir a Ginebra para contar lo que estaba pasando en el gueto de Varsovia.
– Yo podría ir -dijo Amelia con apenas un hilo de voz.
– ¿Tú? Sí… quizá tú puedas llegar a Ginebra con más facilidad que nosotros -respondió Grazyna.
Hablaron de ello durante un buen rato. Cuando apenas faltaba una hora para salir del gueto, regresó Szymon. Se le notaba agotado, con un rictus de dolor dibujado en los labios.
– No he podido hacer nada, el pobre hombre ha muerto -dijo. Luego cogió la mano a Grazyna y la miró con ternura. La amaba y admiraba su valentía. Era una mujer a la que no le importaba arriesgar su vida para ayudarle, y no sólo a él, también los suyos, a todos los judíos del gueto.
Grazyna era el alma de aquel pequeño grupo de resistencia contra los nazis en el que participaban otros jóvenes como ellos. Ella restaba importancia a lo que hacía, pero la realidad era que se jugaba la vida, sobre todo porque, como bien sabía Szymon, el grupo de Grazyna estaba pasando información a los británicos.
– Es la hora -les recordó Ewa, que miraba con impaciencia el reloj.
Se pusieron en pie con lentitud. A ninguno les gustaban las despedidas.
– Os esperamos dentro de un par de días -les recordó Sarah.
– Lo intentaremos -respondió Tomasz.
Barak fue el encargado de acompañarles entre las sombras de la noche hasta la alcantarilla. Tuvieron que esperar a que pasara una patrulla, luego levantaron la tapa y con rapidez se perdieron en las profundidades del subsuelo, rezando para que al otro lado les aguardara Piotr.
Amelia caminaba compungida, esta vez sin prestar atención a las ratas que corrían al escuchar sus pasos de intrusos en el reino de las cloacas. No es que no sintiera miedo, sólo que estaba demasiado conmocionada para prestar atención a sus propios temores.
El camino se les hizo más corto, aunque hubo un momento en que en mitad de aquella oscuridad Tomasz pareció dudar sobre la ruta a seguir; finalmente llegaron a la hora prevista a la entrada de la alcantarilla donde esperaban que estuviera Piotr.
Tomasz dio dos golpes secos en la tapa de la alcantarilla y unas manos la levantaron. Allí estaba Piotr, impaciente.
– Os habéis retrasado diez minutos -les reprochó.
– Lo siento -se excusó Tomasz.
– Tengo que volver con la condesa. Le dije que iba al baño y no va a creerse que he estado allí todo este tiempo -dijo nervioso-. Además, no sé por qué, pero esta noche parece haber más patrullas que nunca.
Los condujo en silencio hasta la casa y les indicó con un gesto que no salieran de su habitación ni hicieran ningún ruido. Piotr regresó al lecho de la condesa, donde estuvo un rato más, justo hasta la hora de amanecer en que ella le despedía instándole a que regresara a su cuarto. Hasta ese momento, Tomasz, Grazyne, Ewa y Amelia estuvieron sentados en la cama, apretados entre sí, sin moverse, intentando mantenerse despiertos, aunque de vez en cuando no pudieron evitar dar una cabezada.
Estaba amaneciendo cuando Piotr entró en el cuarto.
– Debéis esperar un rato más antes de salir. Es mejor que se haga de día, así las patrullas no sospecharán cuando os vean.
– Yo debo irme cuanto antes, a las ocho tengo que estar en el hospital -dijo Grazyna.
– De acuerdo, te irás la primera; que Amelia vaya contigo: si la paran, no sabrá explicar por qué está tan temprano en la calle -respondió Piotr.
Como si todos repitieran un ritual al que estaban acostumbrados, Tomasz se sentó en el suelo, lo mismo que Ewa y Grazyna; Amelia los imitó, y Piotr se tumbó sobre la estrecha cama quedándose dormido de inmediato. Permanecieron en silencio perdidos en sus propios pensamientos. Un rato después empezaron a escuchar los primeros ruidos del día y Piotr se despertó sobresaltado. Pero pronto recuperó la tranquilidad cuando vio a sus amigos sentados en el suelo casi en la misma postura en que estaban cuando había cerrado los ojos. Se levantó y salió al pasillo sin decir palabra. No vio a nadie, de manera que entró de nuevo en el cuarto e hizo una seña a Grazyna, que salió rápidamente seguida de Amelia. Unos minutos más tarde lo hicieron Tomasz y Ewa.
Aunque estaba muy cansada, Amelia disfrutaba del aire limpio de la mañana. El sol parecía querer filtrarse entre unas nubes altas que corrían a través del cielo de Varsovia. Grazyna parecía preocupada.
– Voy a llegar tarde -le dijo-. La hermana Maria se enfadará.
– Aún falta media hora para las ocho -respondió Amelia, intentando calmarla.
– Pero desde aquí al hospital hay una buena caminata. Deberías irte al hotel, ¿sabrás llegar?
– Prefiero acompañarte al hospital, desde allí me oriento mejor.
– ¿Les contarás a tus jefes de Londres lo que has visto? -quiso saber Grazyna.
– Preparé un mensaje y te lo llevaré más tarde -se comprometió Amelia.
– No es que no sepan lo que pasa en el gueto, pero creo que la política británica pasa por ganar la guerra, creen que ganándola se resolverá el problema judío.
– ¿Y no es una posición lógica?
– No, no lo es, la situación de los judíos es aún peor que la guerra misma. Eso es lo que quiero que les digas.
– Lo haré. ¿Crees que puedo hacer algo más?
– Con eso será suficiente. Bueno, me imagino que continuarás espiando a tu nazi.
– Ya te he dicho que le han trasladado al frente. No sé cuándo regresará, de manera que no tengo a quien espiar.
– Pero en el hotel se alojan otros oficiales.
– De los que procuro mantenerme alejada. Prefiero ser prudente, mi situación en Varsovia no es fácil. Soy la amante de un oficial médico, es mejor no llamar la atención.
– Quizá deberías arriesgarte un poco más. Los oficiales se sienten muy solos lejos de casa, seguro que alguno de ellos se rendiría ante una mujer como tú. Eres guapa y educada, y además española, una aliada. De ti no desconfiarán.
– Creo que tienes una opinión equivocada sobre mí. Ser la amante de Max es algo más que un trabajo, ya te dije que nos conocimos hace tiempo y le tengo en gran estima. No soy una prostituta.
– No he dicho que lo seas, sólo que saques partido a tu situación actual. Algunos hombres sólo hablan en la cama.
Amelia se sentía incomprendida por Grazyna. Admiraba a la ¡oven polaca, pero ésta seguía tratándola con desdén; aun así, se veía obligada a confiar en ella.
Se separaron en la puerta del hospital y Amelia aceleró el paso en dirección al hotel. Sentía la necesidad de darse un baño; cada poro de su piel olía a cloaca.
Estaba en recepción recogiendo la llave de su habitación cuando sintió el aliento de un hombre en su espalda. Se dio la vuelta y se encontró al comandante de las SS Ulrich Jürgens.
– ¡Vaya! ¡La distinguida señorita amiga del comandante Von Schumann! Tiene usted muy mala cara, ¿acaso ha dormido mal? Por el aspecto de su ropa parece que ni siquiera ha dormido. Veo que no ha tardado mucho en olvidar a Von Schumann.
– ¡Cómo se atreve! -Amelia tenía ganas de abofetear a aquel hombre que la miraba de arriba abajo de manera impertinente y la trataba como a una cualquiera.
– ¿Cómo me atrevo? No sé a qué se refiere, ¿acaso he dicho algo inconveniente? Quizá no he sido muy caballeroso al no disimular mi asombro por su aspecto. ¿Cómo habría actuado su barón en una situación así? ¿Cree que Von Schumann se habría hecho el distraído? No soy un aristócrata, dígamelo usted: ¿qué habría dicho él en mi lugar? -El tono burlón de Jürgens continuaba siendo grosero.
– Es evidente que usted no es un aristócrata, ni siquiera un caballero -dijo Amelia dándole la espalda para dirigirse al ascensor.
Ulrich Jürgens la siguió con ánimo de seguir ofendiéndola.
– Ya que no guarda las ausencias, no tendrá inconveniente en cenar conmigo esta noche. ¿A las siete le parece bien?
Amelia entró en el ascensor sin responder. Cuando las puertas se cerraron suspiró aliviada.
Después de un largo baño se metió en la cama. Se quedó dormida pensando en cómo esquivar al comandante Jürgens.
Cuando se despertó comenzaba a anochecer. Se había comprometido con Grazyna en llevarle un mensaje para Londres, pero decidió que sería más prudente permanecer en la habitación habida cuenta de que con toda probabilidad el comandante Jürgens rondaría por el vestíbulo esperándola. No quería darle la oportunidad de montar una escena en público y mucho menos llevando en el bolsillo un mensaje cifrado.
Buscó un libro e intentó distraerse leyendo hasta que unos golpes secos en la puerta la sobresaltaron.
– ¿Quién es? -preguntó a través de la puerta.
– ¿Acaso ha olvidado que la estoy esperando? -Era el comandante Jürgens.
– Haga el favor de no molestarme -respondió intentando que no le temblara la voz.
– No se haga la inocente conmigo, conozco a las mujeres como usted. Sus ademanes de gran señora no me engañan. No es más que una prostituta cara.
Amelia contuvo el deseo de abrir la puerta y abofetearle, pero no lo hizo. Temía a aquel hombre.
– ¡Márchese o presentaré una queja a sus jefes!
Le escuchó reír mientras volvía a aporrear la puerta. Amelia permaneció en silencio, sin responder a la ristra de insultos de Jürgens, quien al cabo de un rato, cansado de la escena, decidió retirarse.
Amelia aún permaneció un buen rato tras la puerta, sin atreverse a mover un músculo, temiendo que aquel energúmeno regresara. Luego colocó una butaca delante de la puerta y se sentó. No hubiese podido descansar en la cama sabiendo que podía volver. Pero Jürgens no regresó.
Al día siguiente Amelia se dirigió a casa de Grazyna. Lo hizo dando varias vueltas por la ciudad, temiendo que el comandante Jürgens la pudiera seguir a pesar de que no le había visto en el vestíbulo del hotel.
Grazyna parecía cansada, tenía ojeras y estaba de pésimo humor.
– ¿Por qué no viniste ayer? -le reprochó nada más verla.
– Por culpa de un comandante de las SS al que no le caigo demasiado bien.
– ¡Vaya, ahora resulta que también tienes amigos en las SS!
– No, no es un amigo, es un cerdo. Cada vez que me ve me ofende, aunque supongo que a quien realmente odia es a Max. Cuando regresé al hotel me lo encontré en el vestíbulo y empezó a mofarse de mi aspecto, como si me hubiera pillado regresando de una juerga. Se me insinuó y me invitó a cenar. Estuvo llamando a mi puerta durante un buen rato. Apenas he dormido esta noche temiendo que intentara entrar por la fuerza. Me pareció más prudente no salir de la habitación.
Grazyna asintió, luego cogió el papel que Amelia sacaba del bolso.
– ¿Es lo que tengo que mandar a Londres?
– Sí.
– Procuraré que les llegue esta misma noche.
– Quiero volver al gueto -le pidió Amelia.
– ¿Por qué?
– A lo mejor puedo seros útil, no sé, quizá a Sarah se le ocurra algo.
– No debemos correr peligros innecesarios.
– Lo sé, Grazyna, lo sé, pero puedo ayudar, aunque sea a cargar un saco de arroz.
Durante los dos meses siguientes, Amelia volvió al gueto en varias ocasiones ayudando a transportar la magra ayuda conseguida por aquel grupo de resistencia liderado por Grazyna.
La joven polaca continuaba robando medicinas del hospital gracias a la benevolencia de la hermana Maria. La monja protestaba, pero la dejaba hacer.
Ewa le susurró en una ocasión que había varios estudiantes en el grupo y un par de abogados jóvenes, así como maestros, pero Amelia nunca los llegó a conocer. Grazyna se mostraba muy celosa de la seguridad de su grupo, pese a saber que Amelia trabajaba para los británicos.
En aquellas incursiones al gueto, Amelia se convirtió en testigo de las agrias discusiones entre Szymon y su hermano Barak, por más que la madre de ambos se esforzaba por instaurar la paz entre sus dos hijos.
– ¡Cómo podéis estar tan ciegos! ¡Los del Judenrat os conformáis con lo que está pasando! -le gritó Szymon a su hermano.
– ¡Cómo te atreves a decir eso! -Barak parecía a punto de darle un puñetazo a Szymon.
– ¡Porque es la verdad! ¡Creéis que os permitirán administrar las migajas que nos dan! Y yo digo que tenemos que luchar, que lo que necesitamos son armas.
– ¡No lo sabes todo, Szymon! ¡Claro que necesitamos armas! Pero mientras no estemos preparados, ¿con qué quieres que nos enfrentemos al Ejército alemán? -replicó Barak conteniendo a duras penas la ira que le provocaban los reproches de su hermano.
Era Sarah quien les obligaba a callar recordándoles que debían estar unidos para hacer frente a la adversidad.
– ¡Es que me repugna ver a los Judenrat tratando con los nazis para conseguir que nos den unas migajas de pan! -protestaba Szymon.
– ¡Sin duda tú lo podrías hacer mejor! -respondió irónico Barak.
Amelia escuchaba en silencio. En su tiempo libre estudiaba polaco y empezaba a comprender algo de lo que oía. Pero era Grazyna la que ponía a Amelia al tanto de las discusiones que se traían los dos hermanos, y estaba más de acuerdo con Szymon. Más tarde le preguntó a Tomasz por qué, además de medicinas y libros, no intentaban llevar armas al gueto.
– No es fácil encontrar armas. ¿Dónde crees que podemos obtenerlas? Aun así, lo intentaremos. Szymon es muy vehemente, pero puede que tenga razón. Aunque yo opino como Barak y mi amigo Rafal: lo importante es aliviar la situación del gueto. ¿Crees que de verdad los judíos de allí tendrían una sola posibilidad si se enfrentaran a los soldados? Los matarían a todos.
– Pero al menos morirían intentando hacer algo -respondió Amelia.
– La muerte no sirve para nada. Te matan y ya está. No me parece buena idea decir a la gente que se deje matar -insistió Tomasz.
– Yo no digo que se dejen matar -protestó Amelia.
– ¿Y qué otra cosa pasaría? Con unas cuantas pistolas, ¿crees que se puede derrotar al Ejército alemán? Por favor, Amelia, ¡seamos realistas! Sería un suicidio. Claro que debemos luchar, pero cuando llegue el momento. Los líderes jóvenes del gueto no han renunciado a luchar, pero necesitan armas y munición para resistir algún tiempo.
Grazyna no participaba en las discusiones y por eso Amelia se sorprendió cuando una tarde, al ir a visitarla, la encontró junto a Piotr despidiendo a un hombre a quien no conocía.
– No te esperaba -dijo Grazyna al verla.
– Siento presentarme sin avisar -se excusó Amelia.
El hombre no dijo nada y se encaminó a las escaleras sin despedirse. Grazyna se metió en su apartamento seguida de Piotr y Amelia.
– No deberías presentarte de improviso. Yo tengo mi vida, ¿sabes?
– Lo siento, vendré en otro momento -respondió Amelia haciendo ademán de marcharse.
– Ya que estás aquí… en fin, quédate. Estamos esperando a Tomasz y a Ewa para ir al gueto.
– Ya te he dicho que hay demasiadas patrullas y que la condesa me ha mandado decir que me espera esta noche -le dijo Piotr a Grazyna, ignorando la presencia de Amelia.
– Lo sé, pero ¿quieres que me quede con las armas en casa? Sería una locura. Cuanto antes las llevemos, mejor.
– Sí, pero hoy no. Sabes que será difícil que pueda ayudaros. La condesa no está con los nazis pero procura no tener problemas con ellos. Y cuando me reclama en su habitación no me resulta fácil librarme de ella. Además, esta noche le ha dado libre a las criadas, y estaremos solos.
– Pues tendrás que inventar algo, Piotr, pero debemos llevar las armas esta misma noche.
– ¿Qué armas? -se atrevió a preguntar Amelia.
– Hemos conseguido unas cuantas pistolas y algunas escopetas de caza. No es que valgan para mucho pero al menos servirán para que la gente del gueto no se sienta tan indefensa -explicó Grazyna.
– ¿Armas? ¿Y cómo las habéis conseguido? -El asombro se reflejaba en la voz de Amelia.
– Las escopetas nos las han dado amigos aficionados a la caza, en cuanto a las pistolas… mejor no te lo decimos. Cuanto menos sepas de algunas cosas, más segura estarás -respondió Grazyna, a la que no se le había escapado la mirada de alerta de Piotr.
– Puedo ayudaros a transportarlas al gueto -se ofreció Amelia.
– Sí, ya que estás aquí nos serás útil.
Apenas anochecía, cuando Ewa y Tomasz se presentaron en casa de Grazyna. Ewa traía una cesta repleta de dulces.
– Ya llevaremos los dulces otro día -dijo Grazyna-, las armas pesan, y no podremos cargar con todo.
– Intentémoslo, los niños se ponen tan contentos…
Piotr les guió entre las sombras de la noche hasta la casa de la condesa. Abrió la puerta trasera que daba a la cocina y les empujó hacia su habitación al escuchar un ruido en las escaleras que daban al piso principal.
– Piotr, ¿estás ahí…?
La voz de la condesa alertó a Piotr.
– Sí, señora, ahora mismo subo.
– No, no lo hagas, bajaré yo. Puede ser divertido cambiar de habitación.
Piotr se puso tenso y comenzó a subir las escaleras deprisa. Tenía que evitar que la condesa descubriera a sus amigos.
– Señora, no me parece conveniente que bajéis a mi cuarto, no está en condiciones para vos.
– ¡Vamos, vamos!, no seas tan remilgado. Hazte a la idea de que no soy una condesa sino una de las criadas, será divertido.
– No, de ninguna manera -insistió Piotr, intentando evitar que la mujer continuara bajando las escaleras.
Grazyna cerró los ojos temiéndose lo peor. Ewa y Tomasz apenas se atrevían a respirar, mientras que Amelia parecía rezar en silencio.
Respiraron aliviados cuando escucharon alejarse los pasos de Piotr y de la condesa y aguardaron cerca de dos horas sin atreverse a mover un músculo, hablando entre susurros. Por fin Piotr regresó. Se le notaba sudoroso y a medio vestir.
– Tenemos cinco minutos. La condesa está empeñada en bajara mi habitación. Daros prisa, si no regreso pronto vendrá a buscarme ella.
Salieron a la calle y Piotr levantó la tapa de la alcantarilla y les ayudó a deslizarse hacia las cloacas de la ciudad. Apenas había vuelto a colocar la tapa cuando, al volverse, vio la figura de la condesa en la puerta trasera. Se miraron sin decir palabra, la condesa dio la media vuelta y regresó a su habitación. Piotr la siguió pero ella había cerrado con llave la puerta del cuarto y no respondió a su llamada.
A la hora prevista, las cuatro de la madrugada, Piotr volvió al callejón para abrir de nuevo la tapa de la alcantarilla. La primera en salir fue Grazyna, que de inmediato notó el gesto preocupado de Piotr.
– ¿Qué ha sucedido? -le preguntó.
– Creo que nos ha visto.
– ¡Dios mío! ¿Y qué te ha dicho? -quiso saber Grazyna.
– Nada, me ha cerrado la puerta de su cuarto. Puede que me despida. No lo sé. Ya hablaremos más tarde, ahora debéis iros.
– ¡Pero no podemos ir por la calle a estas horas! Hay toque de queda -le recordó Tomasz.
– ¿Y qué sucedería si ella bajase a mi habitación? ¿Qué le diría? ¿Que sois un grupo de amigos que me habéis venido a visitar a través de las alcantarillas? Sé que corremos todos un gran peligro, pero no podéis quedaros aquí.
– Pero es lo que haremos -afirmó Grazyna, sorprendiéndoles a todos por su firmeza.
– No… no puede ser… -protestó Piotr.
– Puede que tu condesa nos denuncie si nos encuentra aquí, pero lo que es seguro es que nos ahorcarán a todos si nos detienen andando por la ciudad durante el toque de queda. Entre ambos riesgos, prefiero correr el de la condesa.
Piotr se encogió de hombros. Estaba demasiado preocupado para oponerse a Grazyna, y los demás no dijeron nada. Tenían claro que era Grazyna quien daba las órdenes.
A las siete y media Grazyna salió de la casa acompañada de Amelia, dos minutos más tarde lo hicieron Ewa y Tomasz. Apenas salieron, la condesa se presentó en la habitación de Piotr.
– ¿Ya se han ido? -preguntó.
Él no respondió pero se acercó a ella y la abrazó mientras la acompañaba hacia su propio cuarto. Las criadas regresarían a las ocho, pero si la condesa quería sentirse como una criada, él la complacería.
El comandante Jürgens seguía hostigando a Amelia con insinuaciones procaces, y ella hacía cuanto podía por evitarle, aunque en ocasiones se lo encontraba en el vestíbulo o en el comedor del hotel.
De vez en cuando le llegaba alguna carta de Max desde el frente. Eran cartas formales, como las que se escriben a una buena amiga, pero nada más. A Amelia no le sorprendía no encontrar ninguna expresión amorosa, sabiendo que cualquier carta que salía del frente pasaba por la censura militar.
Para lo que no estaba preparada fue para lo que sucedió a mediados de noviembre. Una tarde en la que regresaba de ver a Grazyna se tropezó en la recepción del hotel con la última persona con la que habría deseado encontrarse.
La mujer, de porte aristocrático, departía con el comandante Jürgens y otros dos oficiales de las SS, y al volverse, reconoció a Amelia.
– ¡Vaya si está aquí la española! -dijo el comandante Jürgens levantando la voz y provocando la atención de la mujer y la de los oficiales que la acompañaban.
La baronesa Ludovica clavó su mirada en Amelia recorriéndola de arriba abajo. Sus ojos destilaban odio y traicionaban la sonrisa que dibujaban sus labios.
– ¡Amelia, qué sorpresa! No sabía que estaba usted en Varsovia. ¡Cuánto me alegro de verla! -dijo la alemana.
Ludovica se acercó a Amelia e hizo ademán de besarla en la mejilla, disfrutando con su nerviosismo.
– Baronesa… no sabía que vendría usted a Varsovia.
– ¡Claro que no! ¿Cómo podría saberlo? Es una sorpresa… quiero darle una sorpresa a mi marido, que tampoco sabrá usted que llega mañana de permiso. Disfrutaremos de unos días en los que vamos a estar juntos tras estos meses que se me han hecho eternos… Además, querida, le traigo un regalo que no me importa que usted conozca antes que él: ¡vamos a tener un hijo! Convendrá conmigo en que es el mejor regalo que se le puede hacer a un hombre.
Amelia sentía que le temblaban las piernas y notaba que el rostro le estaba ardiendo. La sonrisa burlona de la condesa la humillaba aún más que las carcajadas del comandante Jürgens, quien no ocultaba lo mucho que disfrutaba con la escena.
– ¿No me dice nada, Amelia? ¿No me felicita por la buena nueva? -oyó decir a la baronesa.
– Desde luego. La felicito -respondió a duras penas.
– Únase a nosotros, Amelia. La baronesa honrará nuestra mesa con su presencia -dijo el comandante Jürgens.
– Lo siento, estoy… estoy muy cansada… en otra ocasión… -se excusó ella.
– ¡Claro, querida, en otra ocasión! Seguro que a Max le gustará que la invitemos a celebrar la buena noticia -dijo la baronesa.
Amelia se dirigió al ascensor intentando controlar el temblor que sentía por todo el cuerpo. Su habitación estaba justo al lado de la de Max, y aunque permanecía cerrada desde que él se había ido al frente, temía estar tan cerca de Ludovica, que no habría dudado en instalarse en la habitación de Max.
Desde luego aquél no era su día de suerte. Una hora después de haber llegado al hotel y de dar vueltas por la habitación sintió unos golpes en la puerta. Temió que fuera el comandante Jürgens, pero la sorpresa fue mayor al escuchar la voz de Grazyna.
– ¡Por Dios, Amelia, abre la puerta!
Grazyna tenía el rostro desencajado, y prácticamente le costaba hablar.
– Se han llevado a la hermana… -alcanzó a decir.
– ¿A la hermana? ¿A quién te refieres?
– Se han llevado a la hermana Maria… Alguien ha denunciado la falta de medicamentos en la farmacia del hospital. Al parecer habían hecho un inventario sin que ella supiera nada, y desde hace tiempo tenían un listado completo de lo que faltaba. Esta tarde el director la ha mandado llamar al despacho; la hermana Maria le ha asegurado que ella no sabía nada de esas desapariciones, pero no la han creído y se la han llevado.
– ¡Dios mío! ¿Y cómo has sabido todo esto?
– Cuando me he enterado de que el director la había llamado, he ido a ver a la madre superiora. Estaba muy nerviosa, me ha asegurado que ella no ha dicho nada porque nunca ha querido saber nada, pero que temía que la policía obligara a hablar a la hermana Maria. No he ido a mi casa, es el primer lugar donde irán a buscarme.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Amelia, angustiada.
– No lo sé… Pero si la hermana Maria habla… me van a detener, Amelia… estoy segura.
– ¡Y has venido aquí! ¡Qué locura! En este hotel se alojan la mayoría de los oficiales alemanes y un buen número de oficiales de las SS.
– Precisamente por eso he venido, me ha parecido el lugar más seguro, aquí no me buscarán. He de quedarme aquí… debes permitir que me quede. -En el tono de Grazyna había una mezcla de orden y de súplica.
– De acuerdo, puedes quedarte, aunque yo también tengo problemas. Esta tarde me he encontrado en el vestíbulo a la esposa de Max, y estaba junto a ese comandante de las SS que me odia tanto. No sé… no me parece que la presencia de Ludovica sea casual…
– Eso no es importante. Debes ir a avisar a Ewa, ella sabrá cómo dar la voz de alarma a los demás. Esta noche íbamos a llevar más armas al gueto…
– ¿Esta noche? No me habías avisado -se quejó Amelia.
– No… no pensaba hacerlo -admitió Grazyna-, las personas que nos han facilitado las armas se habrían puesto nerviosas al ver a una extraña. Esta vez el cargamento es importante, y… bueno, otros integrantes del grupo iban a ayudarnos a trasladarlas. El problema es que pensaban hacerlo directamente a casa de Piotr. Ewa y yo los íbamos a acompañar hasta allí. Tenemos que evitar que les detengan.
– Pero la hermana María no sabe nada sobre tu grupo, de manera que no puede delatarlos.
– Pero si la hacen hablar, confesará que las medicinas me las llevo yo. Puede que a estas horas ya lo haya dicho, y si es así, sabrán mi dirección y me estarán buscando. Y tirando del hilo, no les resultará tan difícil seguir la pista a mis amigos y detenerlos.
– Sólo son suposiciones -intentó calmarla Amelia.
– ¡Vamos, no seas ingenua! ¿Crees que a la Gestapo le costará mucho hacer hablar a un monja? Estamos en peligro y hay que actuar con rapidez, o de lo contrario, caerá todo el grupo. Acércate hasta la pastelería de Ewa como si fueras a comprar dulces. Tienes que decir una frase, apréndetela porque es importante: «Me encantan los dulces, pero a veces me atraganto con ellos». ¿Te acordarás?
– Claro que sí. ¿Y con esa frase, ¿crees que Ewa sabrá lo que sucede?
– Sí, y avisará a los demás. Vete ya, sólo queda media hora para que cierren la pastelería.
– ¿Y si no encuentro a Ewa?
– Entonces regresa cuanto antes, significará que la han detenido.
– Pero… bueno… ¿y si me detienen a mí?
– ¿A ti? Es una posibilidad, pero creo que antes que a ti nos detendrán a nosotros, al fin y al cabo tú eres la amante de un oficial alemán.
Amelia siguió las instrucciones de Grazyna y salió con paso rápido camino de la pastelería de Ewa, que no se encontraba muy lejos del hotel. Grazyna esperaría en la habitación su regreso.
Amelia no tardó más de diez minutos en llegar. La pastelería estaba precintada, así que preguntó al portero de la casa de al lado si sabía qué había sucedido.
– ¡Oh!, la policía vino hace un rato. No me pregunte por qué, no lo sé, ni lo quiero saber.
– Pero algo habrá pasado… -insistió Amelia, intentando hacerse entender con su precario conocimiento del polaco.
– Sí, seguramente. No sea curiosa y déjeme en paz.
El portero le dio la espalda y Amelia se sintió perdida. ¿Qué podía hacer? Tomó una decisión: iría a avisar a Piotr, seguramente él sabría cómo dar la voz de alarma entre el grupo de Grazyna. Sabía que era una decisión arriesgada, pero no tenía otra opción: a los únicos miembros que conocía del grupo eran, además de Grazyna y Ewa, a Piotr y a Tomasz, y no sabía dónde encontrar a este último.
Subió a un autobús que la dejó cerca de la casa de la condesa Lublin. Caminó con rapidez mirando a derecha e izquierda por si acaso veía algo sospechoso, pero nada de lo que veía parecía fuera de lo habitual. Se acercó a la parte de atrás de la casa situada en el callejón que también conocía, y golpeó suavemente la puerta de servicio conteniendo la respiración.
Una de las criadas de la condesa abrió la puerta y, con gesto adusto, le preguntó qué quería.
– Soy amiga de Piotr y necesito verle con urgencia… es… es por un asunto familiar -suplicó Amelia, esperando que la entendiera.
La criada la miró de arriba abajo antes de ordenarle que esperara fuera de la casa mientras ella iba a avisar al chófer de la condesa.
Piotr apenas tardó unos minutos en acudir acompañado de la criada. Al ver a Amelia, contrajo el gesto, pero no dijo nada, la agarró del brazo y la metió en su habitación.
– ¿Estás loca? ¿Cómo te atreves a presentarte aquí?
– Han detenido a la hermana María, también a Ewa. Grazyna está escondida en mi habitación. Tienes que avisar a tu grupo para que no vengan esta noche con las armas, u os detendrán a todos.
Consciente del peligro, Piotr pareció envejecer de repente. Le costaba pensar qué era lo que debía hacer.
– Puede que Ewa haya hablado y les hayan detenido a todos y estén a punto de venir a por mí -respondió después de unos segundos de silencio.
– No lo sé, pero aún podrías intentar hacer algo… Si Ewa no ha hablado, al menos existe la posibilidad de que tú y tus amigos podáis huir. Yo debo regresar con Grazyna.
– No, no te vayas. A ti te costará menos ir de un lado a otro… Te daré una dirección, en la plaza Zamkowy, allí encontrarás a uno de los nuestros, Grzegorz, él es quien tiene las armas que iban a traer esta noche aquí.
– ¿Y tú qué harás?
– Intentar huir.
– ¿Y si a tu amigo Grzegorz lo han detenido?
– Entonces es cuestión de tiempo que nos detengan a todos, incluso a ti -respondió Piotr, encogiéndose de hombros-, pero ahora vete.
Piotr abrió la puerta y miró a ambos lados del callejón, pero no vio nada que le llamara la atención. A modo de despedida, ambos se desearon suerte.
Amelia volvió a buscar un autobús para llegar hasta la plaza Zamkowy. Consultaba el reloj con impaciencia y rezaba pidiendo encontrar al tal Grzegorz.
Se bajó una parada antes de llegar a su destino y caminó deprisa buscando la dirección que le había indicado Piotr. Subió las escaleras y apretó el timbre con ansia. La puerta se abrió y en la penumbra vio dibujada la silueta de un hombre.
– ¿Grzegorz? Usted no me conoce, vengo de parte de Piotr para advertirle…
No pudo terminar la frase: el hombre la agarró del brazo y tiró de ella con fuerza al interior de la vivienda, arrastrándola hasta un amplio salón, también en la penumbra. Cuando los ojos de Amelia se acostumbraron a la falta de luz, pudo distinguir a un hombre tirado en el suelo sobre un charco de sangre. Apenas pudo esbozar un grito cuando el hombre que le sujetaba el brazo la empujó tirándola al suelo.
Desde allí pudo distinguir la figura de otro hombre que contemplaba la escena sentado cómodamente en un sillón.
– ¿Quién es usted? -le preguntó el hombre sentado.
Amelia estaba demasiado asustada para responder. El hombre le dio un puntapié en medio de la cara, y Amelia sintió el sabor metálico de la sangre en los labios.
– Más vale que hable, de lo contrario puede terminar como su amigo.
Ella continuó sin responder, estaba demasiado conmocionada para hacerlo.
– Jefe -dijo el hombre que había abierto la puerta-, mejor nos la llevamos a la central, allí hablará.
– Su nombre -insistió el hombre del sofá.
– Amelia Garayoa.
– Usted no es polaca.
– Soy española.
– ¿Española?
Los dos hombres parecían perplejos ante la afirmación de Amelia.
– ¿Qué hace una española combatiendo al pueblo alemán? ¿Acaso nuestros países no son amigos? ¿O es usted una puta comunista? ¿O acaso es judía? -insistió el hombre.
Le dio otro puntapié, pero esta vez Amelia alcanzó a cubrirse la cara. Luego sintió cómo la tiraban del brazo obligándola a ponerse en pie. Sintió un líquido pegajoso en las manos, en las piernas, y se dio cuenta de que era la sangre de Grzegorz.
– Así que forma usted parte del grupo de esa tal Grazyna, como este desgraciado. Pues ya ve cómo terminan nuestros enemigos -dijo el hombre mientras la empujaba hacia la puerta.
La metieron en un coche y la llevaron hasta Aleja Szucha, la sede central de la Gestapo.
Durante el trayecto se dijo a sí misma que, por duro que fuera lo que le esperaba, tenía que aguantar. Si les contaba que Grazyna estaba en su hotel, la detendrían de inmediato, y Amelia sólo tenía una cosa en mente: Ludovica le había asegurado que Max llegaría al día siguiente. Si era así, aunque no fuera fácil quizá Grazyna podría encontrar una oportunidad para acercarse a Max y explicarle lo que sucedía. Sólo él podía salvarla. Era su única oportunidad.
La condujeron a un sótano húmedo y la empujaron al interior de una celda. Inmediatamente se fijó en que en las paredes había rastros de sangre y se puso a temblar. Nunca nadie la había maltratado y no sabía si sería capaz de aguantar que la pegaran.
La tuvieron a oscuras, sin darle de comer ni de beber, hasta que perdió la noción del tiempo. Pensó en Pierre e imaginó que la Lubianka no sería demasiado diferente a aquel calabozo nazi. Repasó los avatares de su vida, arrepintiéndose profundamente del camino emprendido hasta llegar a aquella celda. Y se dijo que ella sola se había metido allí. Luego comenzó a rezar con la misma fe de cuando era niña. No es que hubiera dejado de hacerlo, a menudo musitaba una oración cuando afrontaba cualquier dificultad, pero lo hacía de manera casi automática, recordando que desde niña su madre le decía que nadie mejor que Dios para ayudarla. Ahora más que nunca necesitaba que fuera verdad lo que su madre le decía. Rezó todas las oraciones que recordaba: el Padrenuestro, el Avemaria, el Credo, y se lamentó de no saber más.
Cuando por fin se abrió la puerta, entró una mujer de aspecto temible que a empujones la llevó hasta una planta superior donde le anunció que iba a ser interrogada.
Amelia se sentía sucia, tenía hambre y sed y rezaba pidiéndole a Dios que le diera fuerzas para enfrentarse a lo que la esperaba.
La carcelera le ordenó que se desnudara, mientras varios hombres entraban en la sala. Uno de ellos era un capitán de las SS, los otros dos iban vestidos de paisano, y sin siquiera mirarla se quitaron las chaquetas, las colgaron en unos clavos que había en la pared y sin mediar palabra primero le arrancaron la ropa, y a continuación comenzaron a golpearla. El primer puñetazo lo recibió en el estómago, el segundo en las costillas y el tercero en el bajo vientre, con el cuarto se desmayó. Volvió en sí al sentir que se ahogaba. Los dos hombres le estaban metiendo la cabeza en una bañera llena de agua sucia. La metían y sacaban sin darle tiempo a coger aire. Cuando se cansaron de aquello, le ataron las manos con una soga que le despellejaba la piel y la colgaron de un gancho que pendía del techo. Con los brazos hacia arriba, desnuda, y sujeta sólo por aquella cuerda que encadenaba sus manos, Amelia sentía el crujir de sus huesos y el dolor de todos y cada uno de sus músculos. Notaba el sabor salado de sus lágrimas abriéndose paso por la comisura de los labios, y a lo lejos escuchaba sus propios gritos de dolor.
– Bien, señorita Garayoa -escuchó decir al oficial de las SS que hasta ese momento había esperado en silencio fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras contemplaba impasible cómo la torturaban-. Creo que ahora podremos hablar. ¿Le parece bien? Quiero que responda a unas cuantas preguntas; si lo hace, no sufrirá más, por lo menos hasta que la juzguen. Y ahora, dígame: ¿dónde está su amiga Grazyna?
– No lo sé -alcanzó a decir Amelia.
Uno de los torturadores le propinó un puñetazo en el vientre y Amelia volvió a aullar de dolor.
– Vamos… vamos… empecemos otra vez. ¿Dónde está Grazyna Kaczynsky? La pregunta es muy sencilla. ¡Responda! -gritó el oficial.
– No lo sé, hace días que no la veo.
– De manera que admite conocer a la señorita Kaczynsky, eso está muy bien. Y como buenas amigas que son, ahora debe decirme dónde se encuentra.
– No lo sé… se lo aseguro. Ella… ella trabaja… nos vemos muy de vez en cuando…
– Sobre todo en las noches sin luna llena, ¿verdad?
– No sé de qué me habla -respondió ella mientras de nuevo le golpeaban las piernas, esta vez con un palo.
– Le habló de armas… Sí, quién iba a decir que una señorita tan delicada como usted se dedicaba a ayudar a un grupo de delincuentes peligrosos que amontonan armas para matar alemanes. Porque las armas eran para matar alemanes, ¿verdad?
– Yo… no sé… no sé nada de armas.
– ¡Claro que sí! Usted y sus amigos forman parte de un grupo criminal que ayuda a esos sucios judíos, y además preparaban acciones contra nuestro Ejército. ¡Pobres desgraciados!
El capitán le hizo un gesto a uno de los hombres de paisano y éste le propinó un golpe cerca de la sien. Volvió a perder el conocimiento y lo recuperó, al sentir un chorro de agua fría sobre el rostro. La carcelera tenía un cubo en la mano, la mujer le había arrojado el agua y parecía disfrutar viéndola sufrir. Amelia se dio cuenta de que apenas veía, las figuras eran borrosas y rompió a llorar con las pocas fuerzas que le quedaban.
– Puedo mandarla a su celda solamente con que me diga dónde está su amiga Grazyna Kaczynsky; pero si se empeña en sufrir, le aseguro que aún no ha llegado lo peor -dijo el capitán de las SS.
– ¡Por favor, déjeme! -suplicó Amelia.
– ¿Me dirá dónde está su amiga?
– ¡No lo sé! ¡No lo sé!
Uno de los hombres se acercó con algo en las manos. Amelia apenas alcanzaba a verle entre brumas, luego gritó como un animal malherido al sentir dos pinzas apretando sus pezones. Sus propios gritos la espantaban, pero aquellos hombres la contemplaban con un silencio indiferente. No supo cuántos minutos tuvo aquellas pinzas sobre sus pezones porque volvió a desmayarse. Cuando despertó estaba sobre el suelo de su celda. No tenía fuerzas para moverse, y además no quería hacerlo, no fuera que si la veían despierta volvieran a subirla a la sala de torturas.
Permaneció allí encogida, sintiendo el frío del suelo sobre un charco formado por la sangre de sus propias heridas.
Temía moverse, ni siquiera se atrevía a llorar aunque el dolor le resultaba insoportable. El pecho le ardía y se preguntó si aún conservaba los pezones.
Perdió la noción del tiempo y tembló de miedo cuando de nuevo escuchó abrirse la puerta de la celda. Tenía los ojos cerrados, pero pudo sentir la presencia de la carcelera.
– Está hecha un guiñapo, no creo que dure mucho -le dijo a un hombre que la acompañaba.
– Da igual, el capitán ha dicho que hagamos lo que sea para que esta perra hable.
Amelia lloró pensando que si la volvían a torturar no tendría fuerzas para seguir negándose a confesar.
El capitán aguardaba en la sala de torturas y la miró con gesto cansado, con desprecio por hacerle perder su valioso tiempo.
De nuevo le colocaron la soga alrededor de las manos y la colgaron del gancho del techo. Primero sintió los puños de aquellos hombres estrellarse contra sus costillas, el vientre, el pecho, luego la golpearon con una barra en las plantas de los pies. Tenía la boca tan hinchada que apenas podía gritar, ni mucho menos pedir que la dejaran, que estaba dispuesta a hablar. No pudo hacerlo, de nuevo le metieron la cabeza en la bañera de agua sucia, sin apenas dejarle tiempo para que pudiera respirar, hasta que al final le dieron una tregua: oía cómo se reían mientras la obligaban a tragarse sus propios vómitos.
Cuando se cansaron de golpearla, el capitán se acercó a ella.
– Hemos detenido a todos sus amigos, sólo nos queda encontrar a Grazyna Kaczynsky, y le aseguro que lo haremos. No sea estúpida y dígame dónde está.
Uno de los hombres se acercaba con las pinzas en las manos, o eso creyó ella, y entonces gritó con todas sus fuerzas. Apenas las pinzas apretaron los pezones, Amelia se desmayó.
Cuando volvió en sí se encontró sentada en una silla en la sala de torturas. El capitán hablaba por teléfono y parecía muy excitado.
– ¡Deprisa, vamos al hotel Europejsky! Han detenido a una mujer, parece que es la Kaczynsky.
Amelia le miró a través de la bruma que cubría sus ojos. Estaba segura de no haber dicho nada, ¿o acaso sí?
– Está volviendo en sí -dijo la carcelera-, lo mismo dice algo.
– No, ahora iremos al hotel -ordenó el capitán-. Después continuaremos con ella.
Al pasar junto a Amelia uno de los torturadores no resistió la tentación de volver a golpearla.
Grazyna llevaba dos días sin salir de la habitación. Se ocultaba en el armario cada vez que escuchaba girar la llave y entrar a la camarera, quien observaba extrañada la ausencia de Amelia. En realidad sabía que la camarera sospechaba que seguía allí. La había visto la tarde en que se marchó Amelia. Ella le dijo que era amiga de la señorita Garayoa y que ésta le había pedido que la esperara hasta su regreso. Pero Amelia llevaba dos días sin aparecer. Además de por la camarera, también se asustó cuando desde su escondite en el fondo del armario vio entrar a un oficial alemán mirando preocupado la habitación vacía. El oficial salió casi de inmediato y pensó que aquel hombre podía ser el amante de Amelia. A veces le escuchaba hablar con una mujer a través de las rendijas de la puerta que separaba su habitación de la de aquel hombre. No parecía muy feliz con su mujer, porque se les oía discutir.
En el fondo del armario, disimulada entre la ropa, había encontrado escondida la cámara con la que Amelia fotografiaba los documentos de su amante.
Según pasaban las horas, más segura estaba de que habían detenido a Amelia, de lo contrario habría regresado. Le daba vueltas a cómo escapar y al final decidió hacerlo a la mañana siguiente, cuando hubiera gente en el vestíbulo del hotel, de este modo podría pasar inadvertida. Lo peor es que no tenía dónde ir, porque la ausencia de Amelia significaba que no había llegado a tiempo de avisar para que se salvara el grupo. Sólo le quedaba intentar llegar a Ciechanov, donde vivía su tía Agnieszka; siempre había sido su sobrina favorita y estaba segura de que la ayudaría.
Se había quedado dormida cuando sintió abrirse la puerta y no le dio tiempo a correr para esconderse en el armario.
Varios hombres entraron seguidos por la camarera y un conserje. La camarera señaló a Grazyna.
– Ésta es la mujer que lleva tres días aquí, en la habitación de fräulein Garayoa… Supongo que la está esperando… yo… ya le he dicho al señor director que me parecía muy sospechoso.
– Márchense -les conminó a la camarera y al conserje uno de los hombres de la Gestapo. Ambos obedecieron de mala gana, deseosos de saber qué iba a pasar.
Grazyna se había quedado inmóvil. Sabía que no podía escapar. La sujetaron por los brazos al tiempo que le ordenaban que dijera su nombre.
– Me llamo Grazyna Kaczynsky -musitó.
Uno de los hombres comenzó a registrar la habitación. No tardó en encontrar la cámara que Amelia había escondido en el armario.
No supo por qué lo hizo, pero comenzó a gritar con todas sus fuerzas, mientras se resistía a ser sacada de la habitación por aquellos hombres de la Gestapo. Y tan fuertes fueron sus gritos que los inquilinos de las habitaciones cercanas salieron al pasillo.
Grazyna pudo leer el asombro en los ojos de aquel oficial que un día antes había entrado apenas unos segundos en la habitación.
Max von Schumann intentó hacer valer su autoridad como oficial para intentar que aquellos hombres le dieran una explicación de lo que sucedía, a pesar de que Ludovica le instaba a regresar a la habitación.
– Métase en sus asuntos, comandante -le dijo con desprecio uno de los hombres de la Gestapo.
– Le ordeno que me explique qué sucede aquí y por qué se llevan a esta señorita…
– Usted no puede ordenarnos nada- respondió el hombre.
Una risa sardónica alertó a Max y al volverse se encontró con el comandante Ulrich Jürgens.
– Baronesa. -El comandante Jürgens hizo una exagerada reverencia a Ludovica, que ésta correspondió con una amplia sonrisa.
– ¿Qué está pasando Jürgens? -le preguntó Max al comandante de las SS.
– Como puede ver, están deteniendo a esta señorita. ¿Me equivoco si no es ésta la habitación de su buena amiga fräulein Garayoa? ¡Qué lamentable casualidad, una criminal en la habitación de una amiga suya!
Ludovica torció el gesto y clavó sus ojos airados en el comandante Jürgens, que esquivó la mirada.
Max miró con odio a Jürgens pero no perdió tiempo sabiendo que aquella mujer que se llevaban era la única que podía decirle dónde estaba Amelia.
– ¿Quién es usted? -le preguntó a Grazyna.
– Usted no tiene autoridad para preguntar a la detenida -le cortó el comandante Jürgens.
– ¡Ni usted para darme órdenes! ¡Cómo se atreve!
– ¡La han detenido! ¡Han detenido a Amelia! Yo la esperaba aquí. ¡La han detenido! -gritó Grazyna.
– Pero ¿por qué? ¿Quién es usted?
– Trabajo en el hospital… conocí a Amelia… ella… ella…
No pudo decir más. Los hombres de la Gestapo la golpearon y se la llevaron arrastrando por las escaleras. Cuando Max se disponía a ir tras ellos, Ludovica le cogió del brazo.
– ¡Por favor, Max, no seas imprudente!
– Como siempre, tiene usted razón, baronesa, parece que su marido necesita que le recomienden prudencia o de lo contrario… quién sabe lo que le puede suceder… tiene usted amigos muy peligrosos, barón Von Schumann… amigos que pueden reportarle muchas incomodidades.
– No se atreva a amenazarme, Jürgens -le advirtió Max von Schumann.
– ¿Amenazarle? ¡No me atrevería a tanto! ¿Quién puede amenazar a un oficial aristócrata de la Wehrmacht? -rió Jürgens.
– ¡No sea impertinente! -le reprendió Ludovica.
– Perdón, baronesa, bien sabe que nada más lejos de mi intención que contrariarla, los amigos no suelen contrariar a sus buenos amigos.
– Usted no es nuestro amigo, Jürgens -aseveró Max.
– Soy un devoto servidor de la baronesa -dijo mirando a Ludovica.
Esta tiró del brazo de Max hasta hacerle entrar en la habitación. Los huéspedes de las otras habitaciones continuaban en el pasillo observando con curiosidad la escena, y a ella le horrorizaba convertirse en la comidilla de aquella gente a la que despreciaba.
– Voy a salir, Ludovica -dijo Max apenas cerraron la puerta-. He de saber qué le ha sucedido a Amelia.
– Se me olvidó decirte que la vi hace un par de días en el vestíbulo. Fue una sorpresa encontrarla aquí, iba acompañada por un joven muy apuesto -mintió Ludovica-. Yo que tú no me preocuparía por ella.
– ¿No has escuchado lo que ha dicho esa mujer a la que se llevaban detenida?
– ¡Por Dios, Max, no sabemos quién es esa mujer! Y si es una criminal que estaba en la habitación de Amelia, no nos conviene curiosear. Al fin y al cabo tampoco sabemos demasiado de esa española. Llegó a Berlín como amante de ese periodista norteamericano… Una mujer así… en fin… no creo que tengamos que mezclarnos con sus problemas.
Pero Max no parecía escuchar a Ludovica. Daba vueltas por la habitación resuelto a ir en busca de Amelia. ¿Quién sería aquella chica que se llevaban detenida? Quizá esa nueva amiga de la que Amelia le había hablado en alguna ocasión… pero ¿qué había hecho? ¿Por qué se la llevaban detenida?
– Max, en mi estado no me convienen los sobresaltos ni los disgustos. -Ludovica se había acercado a su marido y, agarrándole la mano, se la había colocado sobre su vientre-. ¿No sientes a nuestro hijo? Tienes una responsabilidad, Max, conmigo, con nuestro hijo, con tu apellido…
De repente Max parecía comprender lo que hasta el momento le había parecido natural: Ludovica se había quedado embarazada antes de que a él le enviaran a Varsovia; ella había buscado aquel embarazo por temor a perderlo y había acudido hasta allí para reclamarle que actuara como quien era, un Von Schumann, un aristócrata, un oficial del Ejército que no podía escapar de su lazo matrimonial sin deshonrar a su familia.
Pero Ludovica debía de saber que Amelia estaba en Varsovia, que había ido con él.
Hacía dos días que había regresado del frente y soñaba reencontrarse con Amelia, pero para su sorpresa se encontró con Ludovica, y por más que había preguntado en recepción, no habían sabido darle noticias de Amelia.
Ludovica se deshacía en carantoñas y él mismo había tenido un sentimiento encontrado al saber que iba a tener un hijo; un hijo que continuara con las tradiciones, que llevara con orgullo el apellido Von Schumann. Aun así, sentía un íntimo remordimiento, porque con aquel hijo sentía estar traicionando a Amelia.
No le cabía la menor duda de que Amelia estaba en peligro y que el comandante Ulrich Jürgens no era ajeno a ello. Pero ¿ocurría lo mismo con Ludovica? Le había extrañado la familiaridad que parecía haber entre su esposa y aquel comandante de las SS.
– Lo siento, querida, pero voy a buscar a Amelia donde quiera que esté.
– No lo hagas, Max, no lo hagas, no tienes derecho a ponerme en evidencia.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Crees que en Varsovia es un secreto que tienes una amante? ¿Cuánto crees que tardé en enterarme que esta habitación se comunica con la de una joven española de nombre Amelia Garayoa? -le dijo, y un poco más calmada, prosiguió-: Vamos a tener un hijo Max, y nuestra obligación es que pueda llevar con orgullo el nombre de sus padres. El tuyo, Max, será un Von Schumann pero también llevara el mío, será un Von Waldhein; nuestro hijo será la síntesis de lo mejor de nuestra raza. ¿Vas a ensuciar su futuro yendo tras esa aventurera española? ¿Hasta cuándo crees que voy a aguantar más humillaciones? He callado ante algunas evidencias, no he querido ver lo que los demás veían. ¿Y sabes por qué lo he hecho, Max? Por ser quienes somos, por cumplir con el sagrado compromiso que adquirimos ante el altar, pero que mucho antes que nosotros adquirieron nuestros padres. No podemos escapar de quienes somos, Max, no podemos.
– Voy a buscar a Amelia. Lo siento, Ludovica.
– ¡Max!
Salió de la habitación sin saber muy bien adónde ir, temiendo que Amelia también estuviera en manos de la Gestapo al igual que la joven a la que acababan de detener. Pero ¿por qué? ¿Qué había hecho Amelia durante el tiempo en el que él había estado en el frente?
De repente recordó las relaciones de su amante con los británicos y se preguntó si ésa sería la causa de su detención. Pero de inmediato se dijo que no, que Amelia no era una agente, tan sólo había hecho de correo para los británicos por su relación con aquel periodista Albert James, sobrino de lord Paul James, uno de los jefes del Almirantazgo.
Se dirigió al Cuartel General sin saber a quién pedir ayuda, alguien con suficiente autoridad ante los hombres de los Einsatzgruppen, de la Gestapo, de las SS, de quienes fuera que tuvieran a Amelia.
Buscó a su ayudante, el capitán de intendencia Hans Henke; necesitaba hablar con alguien.
– Usted conoce al general Von Tresckow -le recordó el capitán Henke.
– ¿Cree que el general puede hacer algo?
– Quizá…
– Póngame con su ayudante… al menos puedo intentarlo.
– También puede recurrir a Hans Oster e incluso a Canaris, quizá ellos tengan más posibilidades de actuar.
– Sí… sí… tiene usted razón, tengo un amigo que trabaja con Oster, la Abwehr tiene oídos en todas partes… Hablaré con él e incluso con el mismísimo Hitler si fuera necesario.
A Grazyna la torturaron durante varios días con más saña aún de lo que habían atormentado a Amelia. Sospechaban que era quien dirigía aquel grupo de resistencia y necesitaban saber qué operaciones tenían en marcha. Algunos de los miembros del grupo a los que habían detenido, entre ellos a su prima Ewa y Tomasz, habían asegurado que no hacían más que intentar ayudar a algunos amigos del gueto, pero no les creyeron.
La operación contra aquel grupo había comenzado por la indiscreción de una de las secretarias del director del hospital donde trabajaba Grazyna. La mujer mantenía una relación sentimental con un soldado del Ejército alemán y en una ocasión, sin darse cuenta, le había comentado que su jefe sospechaba que alguien se estaba llevando medicinas del hospital, pero por más que éste preguntaba a la hermana Maria, la responsable de la farmacia, no lograban encontrar al culpable de los hurtos. La hermana Maria le aseguraba al director que ella no sabía nada, pero era evidente que alguien se llevaba las medicinas con la complicidad de la monja.
El director del hospital había dado cuenta a la policía y se había organizado una discreta y eficaz vigilancia sobre la hermana Maria, quien no había sospechado de un celador nuevo, en realidad un policía, al que colocaron a trabajar bajo sus órdenes. El celador parecía un buen hombre, siempre dispuesto a trabajar más horas de las que le correspondían.
No le fue difícil escuchar algunas conversaciones entre la monja y Grazyna, y llegar a la conclusión de que era ella quien se llevaba las medicinas con la complicidad de la hermana Maria.
La policía organizó un operativo para seguir a Grazyna noche y día, y con paciencia fueron conociendo a la mayoría de los miembros de la red. De esa manera supieron que preparaban algo importante y decidieron actuar deteniendo en primer lugar a la hermana Maria, a quien otorgaban una responsabilidad mayor de la que verdaderamente tenía. La detuvieron un sábado, después de que Grazyna saliera del hospital para que ésta no sospechara, y la torturaron con saña, pero la monja no pudo contar nada porque nada sabía. Cuando Grazyna regresó al hospital el lunes, le dijeron que la hermana Maria estaba enferma, y ella lo creyó, hasta que dos días después una enfermera que le tenía simpatía, le murmuró que había oído que la policía había detenido a la monja. Grazyna decidió huir y avisar a los miembros de la red, ya que para esa noche habían previsto llevar armas al gueto.
De todo esto se enteró Max von Schumann gracias a un contacto que le facilitó el amigo que trabajaba cerca de Hans Oster, el ayudante de Canaris. Ese contacto, de nombre Karl Kleist, era un oficial que trabajaba en el departamento de transmisiones y nadie habría dudado de que era un buen nacionalsocialista, aunque en realidad disentía de Hitler y de cuanto representaba.
Gracias a las presiones de sus amigos, Max logró sacar a Amelia de las garras de la Gestapo, pero no pudo obtener su liberación, y tuvo que conformarse con que la trasladaran a Pawiak, la prisión donde se hacinaban hombres y mujeres por igual.
Max intentó verla sin éxito; el comandante de las SS Ulrich Jürgens se había encargado de que Amelia tuviera la consideración de presa peligrosa; por tanto estaba en régimen de aislamiento, lo mismo que Grazyna.
A pesar de eso, Max continuó insistiendo a sus amigos situados en el Alto Mando del Ejército, interesándose por la situación de Amelia. Lo que no sabía era que la baronesa Ludovica hizo valer sus influencias políticas para impedir que su marido lograra liberar a su rival.
Unos días después de estos sucesos, Max recibió la orden de regresar al frente. Para Ludovica fue un alivio que dejara Varsovia.
– Te esperaré en Berlín, tengo que ir preparando el nacimiento de nuestro hijo. Aún no hemos hablado de qué nombre le pondremos, aunque hay algunos que quiero proponerte. Si es niño, que rezo a Dios para que lo sea, le llamaremos Friedrich, como tu padre, y si es niña, Irene, como mi madre.
Puede que si Ludovica no hubiera estado embarazada Max se habría separado de ella para siempre, pero a pesar de la aversión que sentía hacia ella, no podía dejar de alegrarse por la idea de tener un hijo, un hijo legítimo que daría continuidad a su apellido.
Karl Kleist, el oficial que trabajaba cerca del coronel Oster, le aseguró a Max que haría lo imposible por tenerle informado sobre Amelia.
Para Amelia supuso un alivio que la enviaran a la cárcel. Al menos allí no la torturaban sistemáticamente como habían hecho los hombres de la Gestapo.
A la sección de mujeres la llamaban «Serbia». Allí compartía una celda húmeda y llena de pulgas con varias mujeres, algunas de ellas condenadas a muerte por asesinato. Mujeres que aguardaban su fatal destino con aparente resignación. Una había matado con un cuchillo de cocina a su marido harta de que éste la maltratara. Otra era prostituta y había asesinado a un cliente para robarle. La más joven aseguraba que ella no había matado a nadie, que la habían detenido por error. Junto a ellas estaban las presas políticas: diez mujeres cuyo único delito era no ser nazis.
Estaban hacinadas, pero ése era el menor de los problemas. A los pocos días de llegar a Serbia, Amelia empezó a sentir picores por todo el cuerpo, no podía dejar de rascarse la cabeza. Una de las presas le dijo con indiferencia:
– Tienes piojos, pero terminarás por acostumbrarte. No sé qué son peores, si los piojos o las pulgas, ¿Tú qué crees?
Cuando Amelia llegó a la cárcel apenas podía moverse. Los torturadores le habían dejado señales en todo su cuerpo, además estaba muy débil ya que apenas le habían dado de comer ni de beber. Pasaron semanas antes de que tuviera fuerzas para hablar con aquellas mujeres que la trataban con una mezcla de curiosidad y de indiferencia.
Un día la trasladaron a la enfermería de la cárcel a causa de un desmayo. Cuando volvió en sí alcanzó a escuchar a la enfermera y al médico que la atendía referirse a Grazyna.
– ¿Por qué se habrá metido en líos esta española? Y aún tiene suerte de estar viva, a la tal Grazyna la ahorcaron hace unos días -dijo el médico.
– Pero a ésta también la condenarán a muerte, cualquier día llegará la orden de ejecución -respondió la enfermera.
– Al parecer ha sido amante de un oficial y éste está moviendo cielo y tierra para al menos salvarle la vida, aunque tiene neumonía y lo mismo no sobrevive -contestó el médico.
Amelia se sintió reconfortada al saber que Max no la había abandonado, que luchaba por su vida.
Poco a poco se fue recuperando y se amoldó a la rutina de la cárcel. En algunas ocasiones permitían a las presas pasear por el patio, pero la mayor parte del tiempo lo pasaban hacinadas en las celdas. No sabía nada de Max, pero si seguía viva era gracias a él. Casi todos los días se llevaban a alguien para ejecutarlo. Las mujeres repartían sus escasos bienes entre las compañeras de celda antes de ser conducidas al patio donde eran ahorcadas.
Como Amelia había llegado en muy mal estado, tardó en poder salir de la celda, y por eso no supo hasta pasado algún tiempo que allí se encontraba Ewa, la prima de Grazyna.
Se vieron en la primera ocasión en que Amelia pudo caminar sola hasta la sala que les servía de comedor. Al principio no reconoció a Ewa: le habían cortado su hermosa melena castaña, el azul de sus ojos se había vuelto sombrío y cojeaba al andar.
– ¡Ewa!
– ¡Dios mío, Amelia, estás viva!
Hicieron ademán de abrazarse pero una celadora se lo impidió golpeándolas con una porra.
– ¡Quietas! ¡Aquí no se permiten guarrerías!
Las dos jóvenes la miraron con temor reprimiendo el abrazo, pero al menos nadie les impidió sentarse juntas en una de las mesas donde se disponían a comer unos trozos de patatas nadando en un caldo negruzco.
– ¿Qué ha sido de Tomasz? ¿Y de Piotr? -preguntó Amelia.
– A Tomasz le han ahorcado -respondió Ewa con una mueca de dolor.
– Grazyna… he oído que Grazyna… -Amelia no se atrevía a decir lo que había escuchado al médico y a la enfermera.
– La han ahorcado, lo sé -dijo Ewa.
– ¿Y la hermana Maria? -quiso saber Amelia.
– No pudo soportar las vejaciones y la tortura -respondió Ewa bajando la voz porque la celadora no apartaba la vista de ella.
– Pobrecita… ¿Y tú?
– No sé cómo aún estoy viva. Cada vez que me golpeaban me desmayaba… me hicieron tantas cosas… ¿Has visto mi pierna? Me la rompieron durante uno de los interrogatorios y no ha soldado bien… pero al menos estoy viva. Mis padres hablaron con unos conocidos bien relacionados con los alemanes, son proveedores de carne. Estoy condenada a muerte aunque han pedido clemencia al mismo Führer, y estoy a la espera de que llegue la respuesta de Berlín -contó Ewa.
– Creo que yo estoy viva gracias a Max -admitió Amelia.
– ¿Tu amante alemán?
– Sí.
– Yo confío en salvar la vida -le confesó Ewa.
– Ojalá -respondió Amelia.
No les resultaba fácil estar juntas porque las guardianas procuraban que estuvieran separadas, pero aun así encontraban ocasiones para hablar. Las guardianas estaban demasiado ocupadas maltratando a las presas políticas e intentando mantener el orden en aquel recinto donde era tal el hacinamiento que las mujeres apenas disponían de espacio para ponerse en pie y caminar algunos pasos.
– ¡Aquí no se permiten conspiraciones! -les decían mientras las golpeaban con las porras de goma obligándolas a sentarse, lejos la una de la otra.
Una mañana Ewa y Amelia coincidieron en el patio. Hacía frío, había llovido durante la noche y el cielo lucía su peor color. Las mujeres tiritaban porque apenas tenían ropa de abrigo con que cubrirse, pero preferían pasar frío que renunciar a esos minutos al aire libre.
Ewa se acercó a Amelia, parecía contenta.
– Piotr está aquí -le susurró al oído.
– ¿Dónde?
– Aquí, en Pawiak.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por una mujer que acaban de trasladar a mi celda. Se llama Justyna. Ha estado en la sección VIII, la llevaron allí cuando la detuvieron. Dice que en algunas celdas meten a las mujeres con los hombres. Conoce a Piotr, me ha dicho que fueron novios tiempo atrás; ella es comunista, y Piotr también lo fue, pero al parecer dejó el partido.
– No sabía que Piotr fuera comunista…
– Yo tampoco, no creo que ni siquiera lo supiera Grazyna. Esa mujer, Justyna, dice que Piotr dejó el partido por un enfrentamiento con uno de los jefes, pero de eso hace tiempo. Piotr le ha pedido que buscara a Grazyna o a mí, y que si nos encontraba nos dijera que estaba vivo y que algunos amigos han logrado huir, pero no le dijo quiénes. A él también lo han condenado a muerte. Parece que la condesa Lublin ha logrado visitarle en un par de ocasiones y le ha traído ropa de abrigo y algo de comida.
– ¿Cómo podemos decirle que estamos aquí? -preguntó Amelia.
– No podemos, no se me ocurre la manera de hacerlo…
– A lo mejor coincidimos el día en que nos ahorquen.
– ¡No digas eso, Amelia! Sé que es difícil salir de aquí, pero no quiero perder la esperanza, yo… yo soy creyente, y le pido a Dios que no me abandone, que no permita que me ahorquen.
– Yo también rezo, Ewa, pero ya no sé si creo en Dios.
– ¡Qué cosas dices! ¡Claro que crees en Dios. ¡Le necesitamos más que nunca.
– Nosotras a Él sí, pero ¿y Él a nosotras?
La fe de Ewa la ayudaba a soportar todo el sufrimiento que se cernía sobre ella en la prisión de Pawiak. Amelia, por su parte, confiaba más en que Max von Schumann fuera capaz de sacarla de allí.
Tanto para Amelia como para Ewa, estar cerca la una de la otra suponía un consuelo. Apenas habían llegado a conocerse durante el tiempo en que entraban clandestinamente en el gueto, ya que Grazyna no daba lugar a que se crearan relaciones personales. Amelia pensaba que Ewa era una gran chica llena de buenas intenciones, y que si iba al gueto era por seguir a su prima Grazyna. No había tenido tiempo de valorar a Ewa por sí misma, y no fue hasta que la encontró en Pawiak cuando descubrió la grandeza moral de la joven pastelera. De manera que cada vez que se lo permitían estaban juntas e intercambiaban anhelos y confidencias. Amelia no se permitía hacer planes, pero Ewa no dejaba de soñar con lo que haría cuando saliera de Pawiak.
– Tenemos que reconstruir el grupo y continuar con la labor de Grazyna. No podemos rendirnos. No hago más que pensar en los niños, seguro que echan de menos mis caramelos.
Pasaron los meses sin que Amelia supiera nada de Max. Ni una carta. Ni un mensaje. Nada. En un par de ocasiones la habían vuelto a llevar a la enfermería. Apenas le daban de comer. Había enfermado de anemia, tosía y se desmayaba con frecuencia. Al principio sus compañeras de celda llamaban a las carceleras para avisar que la española había perdido el conocimiento, pero pronto dejaron de hacerlo. Las carceleras antes de trasladarla a la enfermería solían darle patadas mientras la insultaban.
– ¡Levántate, zángana! ¡No te hagas la dormida! ¡Ya te voy a dar para que despiertes! ¡Vaya con la señorita delicada!
Cuando volvía en sí sentía en la boca el sabor de la sangre. A las carceleras les complacía especialmente golpearle el rostro, era como si no pudieran soportar la belleza de Amelia.
Muchas noches Amelia se despertaba por los gritos de otras presas.
– ¿Qué sucede? -preguntó a una de sus compañeras de celda.
– Parece que han llegado nuevas órdenes para ahorcar a algunas de las que estamos aquí. Quién sabe si mañana nos tocará a nosotras.
Amelia se incorporó y apoyó la cabeza contra las paredes de piedra mientras murmuraba una oración pidiendo a Dios que no se abriera la puerta de la celda. Escuchaban el ir y venir de los pasos, los gritos de algunas mujeres a las que arrastraban hasta el patíbulo, las súplicas de algunas de sus compañeras pidiendo que se pusieran en contacto con sus familias aun sabiendo que era imposible. Otras en cambio caminaban en silencio, con la cabeza alta, intentando mantener la dignidad en lo que sabían eran los últimos minutos de su vida.
Todos los días ejecutaban a decenas de presos en la calle Smocza, al lado de Pawiak. Hombres, mujeres, incluso adolescentes… a los nazis tanto les daba. Llegaban las órdenes a la prisión y las ejecutaban de inmediato; y ese trasiego de pasos, de gritos, de suspiros les alteraba el ánimo hasta llegar a desear que se acabara cuanto antes aquel suplicio.
No fue hasta finales de mayo de 1942 cuando Karl Kleist le dijo a Max von Schumann, que ya había alcanzado el grado de coronel, que todas las gestiones hechas para la liberación de Amelia estaban a punto de dar sus frutos.
– Aún no puedo asegurártelo, pero la gente de Oster está a punto de conseguir que liberen a fräulein Garayoa. Puede ser cuestión de días.
– ¡Gracias a Dios! Estaré siempre en deuda contigo, con Hans Oster y con el Almirante Canaris -exclamó Max.
– Todos estamos en deuda con Alemania -le respondió Kleist.
Aún habrían de pasar un par de meses para que Amelia recuperara la libertad. Mientras tanto, Max logró un permiso para ir a Berlín: Ludovica había dado a luz a un niño hacía tres meses.
A Max coger en brazos a su hijo le emocionó más de lo que le hubiera gustado admitir.
Ludovica guardaba reposo como si el hecho de haber parido hubiera constituido una grandiosa hazaña. Se dejaba mimar por su familia y por la familia de su marido, y sentía crecer su influencia en el entorno familiar tras haber logrado prolongar la estirpe de los Von Schumann.
– Nuestro Friedrich es precioso, un ario puro -le dijo Ludovica a Max.
La baronesa estaba recostada sobre una chaise longue situada junto al ventanal de su habitación, y observaba con un destello de perversidad lo que para su marido significaba aquel bebé de piel rosada.
– Sí, es precioso -asintió Max.
– Tus tías dicen que se parece a ti, y tienen razón. Me alegro tanto de que estés aquí… Bautizaremos a nuestro hijo como se merece. Haremos una gran fiesta e invitaremos a Hitler, a Goebels, y a todos los buenos amigos.
– Estamos en guerra, Ludovica, y no debemos hacer exhibiciones innecesarias. La gente sufre, está perdiendo a sus hijos, a sus maridos, a sus hermanos… Bautizaremos a Friedrich, pero sólo invitaremos a la familia y a nuestros amigos más íntimos.
– Bueno, eso no descarta que invitemos al Führer; sé que me tiene en gran estima, no sabes cómo me distingue cuando me ve. Incluso podríamos pedirle que apadrine a Friedrich…
– ¡Jamás ¡No, eso no lo consentiré. A mi hijo no le apadrinara ese… ese… ese demente.
– ¡Max! ¡Cómo te atreves!
– ¡Basta, Ludovica! No quiero discutir. Olvídate de esa idea descabellada. No me obligues a desautorizarte. Mi hermana mayor será la madrina de Friedrich, y el padrino, si te parece, puede ser uno de tus hermanos.
– Pero, Max, ¡no puedes negarme que organice un gran bautizo para Friedrich!
– Nuestro hijo tendrá el bautizo que merece, con su familia, y nadie más.
Ludovica no insistió. Sabía que el nacimiento de Friedrich era la causa de que Max no la hubiese abandonado, pero le conocía demasiado bien para saber que si le acorralaba, su marido terminaría marchándose de nuevo.
– De acuerdo, querido, lo haremos como tú quieres. Y ahora, siéntate a mi lado, tengo muchas cosas que contarte.
Max aprovechó su estancia en Berlín para reunirse con el grupo de amigos que formaban parte de la resistencia al régimen, El profesor Schatzhauser parecía más pesimista que nunca y le sorprendió que le preguntara por Amelia.
– Está en la cárcel de Pawiak, en Varsovia. La detuvo la Gestapo.
– ¡Pobrecilla! Habíamos oído rumores…
– Estoy haciendo lo indecible por sacarla de allí.
– Sí, algo hemos sabido. Sé prudente, Max, tienes enemigos.
– Lo sé, profesor.
– Ha estado en Berlín ese periodista norteamericano, Albert James. Me telefoneó y vino a verme; en el transcurso de la conversación se interesó por Amelia.
– Bueno, usted sabe que James y Amelia… en fin, tenían una buena relación.
– Le dije la verdad, que se había marchado contigo a Varsovia y que no habíamos vuelto a saber nada de ella, pero que imaginaba que estaba bien.
Max no respondió. Le incomodaba que el profesor hubiera mencionado al anterior amante de Amelia. No es que le reprochara nada, sólo que, aunque le costaba admitirlo, sentía celos.
– Hábleme de cómo están las cosas aquí, si hay novedades en nuestro pequeño grupo.
– Somos muy pocos, Max, y no estamos bien organizados -se quejó el doctor.
– Nuestro problema -añadió Manfred Kasten, el viejo diplomático- es que quienes estamos en contra del Reich no somos capaces de unir nuestras fuerzas. Los comunistas van por su lado, los socialistas por otro, los cristianos tampoco nos ponemos de acuerdo, y los oficiales del Ejército no llegáis a saber que en realidad hay muchos alemanes deseosos de que hagáis algo.
– De esto último no estoy tan seguro -admitió Max-. Además, no es tan fácil, si ni siquiera los que estamos en contra de esto logramos ponernos de acuerdo en qué es lo que realmente hay que hacer.
– Si descabezáis al Reich todo será más fácil -insistía el profesor Schatzhauser.
– El Führer exigió que el Ejército le jurara lealtad, muchos oficiales se sienten maniatados por ese juramento -argumentó Max.
– ¿Tú también? -le preguntó Manfred Kasten.
– La lealtad del Ejército debe ser para con Alemania -intervino el profesor sin dar tiempo a que Max pudiera responder.
– Han detenido a algunos amigos -añadió el pastor Ludwig Schmidt-. La Gestapo detiene a la gente y desaparecen para siempre.
– Y tú, Max, ¿qué crees que debemos hacer? -preguntaba Helga Kasten.
Max von Schumann no tenía respuesta para aquella pregunta. Sólo podía explicarles que en el seno del Ejército había oficiales que, como él, creían que debían hacer algo para oponerse a Hitler y que incluso alguno de sus compañeros de armas había llegado a sugerir que sería imposible acabar con el III Reich si antes no acababan con el Führer, pero no habían pasado de ahí.
Cuatro días antes de regresar al frente, Max y Ludovica bautizaron al pequeño Friedrich; a la ceremonia sólo asistió la familia. Ludovica había cedido a los deseos de su marido, pero tenía prevista otra celebración para cuando Max regresara al frente. Estaba decidida a convocar en su casa a sus amigos de la jerarquía nazi para celebrar el nacimiento y bautizo de Friedrich.
Por su parte, Max tenía sus propios planes. Antes de regresar al frente ruso había dispuesto pasar por Varsovia. Karl Kleist, el oficial que trabajaba cerca del coronel Oster, le había asegurado que Amelia estaba a punto de ser liberada y él quería estar en el momento de la liberación o al menos intentar que le permitieran visitarla en la cárcel de Pawiak y explicarle los planes que había hecho para ella en el momento en que recuperara la libertad.
Lo que no sabía es que Amelia estaba enferma; cuando tosía, escupía sangre, y además padecía anemia.
Pero para Amelia lo peor que le pudo pasar no fue luchar contra la fiebre, ni contra las pulgas que martirizaban su cuerpo o los piojos que aún encontraban acomodo entre los pocos cabellos que le quedaban. Lo peor para Amelia fue sobrevivir al asesinato de Ewa.
– ¿Sabes que mis padres han venido a verme? -le dijo Ewa una mañana mientras estaban en el patio de Serbia inspirando todo el aire puro que llegaba hasta la prisión.
– ¿Les has podido ver? -preguntó Amelia.
– No, no me han permitido verles, pero sé que han estado porque me lo ha dicho una compañera de mi celda que la emplean de vez en cuando para limpiar el despacho del director de Pawiak. Es una buena mujer y me fío de ella. ¿Sabes? creo que mis padres traían buenas noticias, seguro que están a punto de conseguir que me indulten. Tengo una corazonada.
Ewa sonreía ilusionada convencida de su buena suerte, que sólo ensombrecía el pensar que iba a dejar a Amelia entre los muros de Pawiak.
– En cuanto salga, te prometo que buscaré a Max donde quiera que esté y le instaré a que haga lo imposible por sacarte. Confía en mí.
– Si no hubiera sido por ti, no sé cómo habría resistido tanto…
– ¡Pero si eres más fuerte que yo! Además, tienes un hijo por el que vivir. Algún día iré contigo a España.
– España… mi hijo… ¡Cuánto daría por dar marcha atrás! Yo soy la única culpable de lo que me pasa y a veces pienso que estoy aquí porque tengo que pagar por todo el mal que he hecho a quienes me querían: mi hijo, mis padres, mi hermana, mi marido, mis tíos y mis primas; a todos les he fallado…
– No te atormentes, Amelia, saldrás de aquí y podrás regresar a España y enmendar las cosas.
– No puedo devolver la vida a mis padres.
– Tú no eres la culpable de su muerte, fueron víctimas de vuestra guerra civil.
– Pero yo no estaba con ellos. No estaba cuando fusilaron a mi padre ni asistí a mi madre en su enfermedad. Ahora no estoy cuidando a mi hermana enferma. Siempre dejo mis responsabilidades en manos de otros, ahora en manos de mis pobres tíos y de mi prima Laura. Y mi hijo… no puedo lamentarme de haberme convertido en una extraña para mi pequeño Javier. Lo abandoné y no pasa ni un solo día en que no me arrepienta de haberlo hecho.
– Saldremos de aquí, ya verás, y será muy pronto, lo sé, confía en mí. Siento que la libertad está muy cerca.
Aquella tarde, como todas las tardes, mientras las presas estaban en las celdas escucharon los pasos de las guardianas. Iban a leer los nombres de las condenadas, que serían ahorcadas al amanecer.
Amelia tenía fiebre y apenas prestaba atención, de manera que tardó unos segundos en reaccionar y preguntarse si había escuchado bien.
– Van a ahorcar a esa amiga tuya. Acaban de decir su nombre. Pobrecilla -le susurró al oído una de sus compañeras.
El grito de Amelia se escuchó a lo largo y ancho de aquel pasillo húmedo que daba entrada a las celdas. Pero el grito se perdió entre los llantos y los lamentos de quienes iban a ser ahorcadas. Era el mismo sonido de llantos y lamentos que escuchaban a diario, pero aquel día a Amelia se le hizo insoportable.
Una de las guardianas entró en la celda y la golpeó con un palo obligándola a callar.
– ¡Para de gritar, extranjera de mierda! Espero que muy pronto llegue la orden para que te ahorquen, así no gastarás más dinero nuestro en comida. ¡Desagradecida!
Era tal el dolor que sentía en el alma que apenas se dio cuenta de que en uno de los golpes le había roto la muñeca izquierda.
– ¡Quiero verla! ¡Quiero verla! -suplicó Amelia agarrada a la falda de la guardiana que la golpeaba sin piedad.
– No, no verás a esa zorra de tu amiga que va a recibir lo que se merece por traidora. Es una asquerosa amiga de los judíos, como tú. ¡Cerdas! ¡Sois unas cerdas! -gritó la guardiana mientras continuaba apaleándola.
Estaba amaneciendo cuando de nuevo las guardianas se presentaron ante las celdas para llevarse a las condenadas. Algunas lloraban y suplicaban, otras permanecían en silencio intentando concentrarse en aquellos últimos minutos de vida en que sólo podían despedirse de ellas mismas.
Ayudada por otras dos presas, Amelia se colocó delante del ventanuco de la puerta desde el que se veía el pasillo por donde caminaban las condenadas. Vio a Ewa caminar renqueando, con la mirada serena y desgranando las cuentas de un rosario de tela que se había hecho con un trozo de su enagua. Encontraba fuerza en la oración y sonrió a Amelia cuando pasó delante de su puerta.
– Saldrás de aquí, ya verás, reza por mí, yo cuidaré de ti cuando llegue al cielo.
La guardiana empujó a Ewa con violencia.
– ¡Cállate, santurrona, y camina! ¡Muy pronto tu amiga se reunirá contigo! ¡A ella también la ahorcarán!
Amelia intentó decirle algo a Ewa, pero no pudo. Tenía los ojos anegados de lágrimas y fue incapaz de pronunciar una sola palabra.
Después se dejó llevar por la desesperación y se negó a comer aquel caldo negruzco donde abundaban los parásitos pero que las mantenía vivas.
Durante varios días estuvo entre la vida y la muerte. Se había rendido, ya no quería luchar.
Así la encontró Max cuando fue a buscarla a Pawiak. Había llegado a Varsovia ese mismo día acompañado por su ayudante, el ya comandante Hans Henke, y con la garantía de Karl Kleist de que todos los papeles para la liberación de Amelia habían sido firmados.
Acudió de inmediato a Pawiak, donde no parecieron demasiado impresionados porque un coronel del Ejército mostrara tal preocupación por aquella presa que habían recibido orden de liberar.
El director de la prisión se mostró adusto con él, y le conminó a aguardar en su despacho a que subieran desde los sótanos a la reclusa.
– Se la puede llevar, aunque yo de usted tendría cuidado, esa chica está mal de los pulmones y quién sabe lo que le puede contagiar. Yo en su caso me mantendría lejos de ella.
Max a duras penas logró contenerse. Sentía un desprecio instintivo por aquel hombre y sólo ansiaba salir de allí cuanto antes llevándose a Amelia.
Cuando la vio no pudo contener una exclamación de dolor.
– ¡Dios mío, qué te han hecho!
Le costaba reconocer a Amelia en aquella figura famélica que apenas podía tenerse de pie, con el cabello tan corto que se le veía la piel del cráneo, vestida con ropa mísera y sucia y la mirada perdida.
Entre Max y su ayudante Hans Henke cogieron a Amelia y, una vez firmados todos los papeles, salieron de Pawiak.
Los dos hombres estaban impresionados y casi no se atrevían a hablar con la mujer.
– Vamos al hotel, allí la examinaré -dijo Max a su ayudante.
– Creo que deberíamos llevarla a un hospital, yo no soy médico como usted, pero veo que la señorita está muy enferma.
– Sí, lo está, lo está, pero prefiero llevarla al hotel, y una vez que la haya examinado decidiré qué hacer, no quiero volver a dejarla en manos extrañas.
El comandante Henke no insistió. Conocía la testarudez de su superior y le había visto sufrir durante aquel año haciendo lo imposible por conseguir la liberación de la joven española. Henke se preguntaba si aquella mujer volvería a recuperar algún día parte de aquella sutil belleza ante cuya presencia era imposible permanecer indiferente.
Cuando llegaron al hotel se produjo una cierta conmoción al ver entrar a dos jefes de la Wehrmacht llevando en brazos a una mujer que parecía una mendiga apaleada. El director del hotel, que en ese momento se encontraba departiendo con un grupo de oficiales, se acercó hasta ellos.
– Coronel Von Schumann… esta mujer… en fin… no sé cómo decirles que no me parece oportuno que la traigan a este hotel. Si quiere, le puedo decir dónde llevarla.
– La señorita Garayoa se alojará en mi habitación -respondió Max.
El director vaciló ante la mirada iracunda de aquel militar aristócrata que cargaba en sus brazos con aquella mujer que más parecía una mendiga.
– Desde luego, desde luego…
– Envíeme una camarera a la habitación -ordenó Max.
Cuando llegaron a la estancia pidió a su ayudante que preparara el baño.
– Lo primero que haré será bañarla y desparasitarla, luego la examinaré. Me parece que podría tener una mano rota, necesitaré que se acerque hasta el hospital y me traiga todo lo necesario para vendársela. Pero antes le agradecería que se acercara a la tienda más cercana y comprara algo de ropa para Amelia.
La camarera se presentó de inmediato y no pudo evitar un gesto de repugnancia cuando Max le pidió que le ayudara a bañar a Amelia.
– Le pagaré su sueldo de todo un mes.
– Desde luego, señor -aceptó la mujer, venciendo sus escrúpulos.
Amelia mantenía los ojos cerrados. Apenas tenía fuerzas para hablar, para moverse. Creía escuchar la voz de Max, pero se decía a sí misma que era un sueño, uno de aquellos sueños en los que la visitaba la gente a la que amaba: su hijo Javier, sus padres, su prima Laura, su hermana Antonietta… Sí, tenía que ser un sueño. No parecía darse cuenta de que la introducían en el agua, ni que le frotaban con fuerza la cabeza que tanto le dolía, ni siquiera se dio cuenta cuando Max la sacó de la bañera ayudado por la camarera y la envolvió en una toalla. Luego la vistieron con un pijama de él, en el que Amelia parecía perdida.
– Gracias por su ayuda -le dijo Max a la camarera.
– Para servirle, señor -respondió mientras cogía apresuradamente el dinero que le daba el militar.
Max la auscultó, le puso el termómetro y examinó todo el cuerpo comprobando las huellas de las torturas sufridas. A duras penas lograba contener las lágrimas y la ira que le producía ver en aquel estado a la mujer que tanto amaba.
– Tiene tuberculosis -murmuró para sus adentros.
Cuando Hans Henke regresó con unas cuantas bolsas, encontró a Amelia durmiendo. Max le había hecho tomar una taza de leche y un calmante.
– He comprado unas cuantas cosas, espero que sirvan, es la primera vez que compro ropa para una mujer. La verdad es que nunca he acompañado a mi esposa a hacer compras.
– Gracias, comandante, le estoy muy agradecido.
– ¡Vamos, coronel, no tiene nada que agradecerme! Usted sabe cuánto le aprecio y que comparto su misma inquietud por Alemania. En cuanto a la señorita Garayoa, siempre he sentido simpatía por ella y me duele ver lo que le han hecho.
– Tiene tuberculosis.
– Entonces debería llevarla a un hospital donde la cuiden.
– No, no quiero dejarla sola en un hospital, sin amigos, sin nadie que la cuide. Quién sabe lo que podría pasarle.
– Pero debemos volver a Rusia…
– Sí, pero creo que podré conseguir unos cuantos días más de permiso. Usted regresará al frente, yo le seguiré en cuanto pueda.
– ¿Y si no se lo permiten?
– Ya se me ocurrirá algo. Ahora le pido que se acerque a nuestro hospital y me traiga todo lo que he escrito en esta lista. Lo necesito para curarla.
Amelia tardó dos días en despertar del letargo en el que estaba sumida, y cuando lo hizo se sorprendió al comprobar que, efectivamente, allí estaba Max.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó él, apretándole la mano.
– Entonces… es verdad… eres tú…
– ¿Y quién creías que era? -respondió él riendo.
– Creía que estaba soñando.
Pese a que Max le insistía para que descansara, no le hizo caso porque ella necesitaba hablar, recobrar parte de lo que había sido su vida. Hablaron durante horas.
– No me has preguntado si soy culpable -le dijo ella.
– ¿Culpable? ¿De qué ibas a ser culpable?
– Me detuvieron, me acusaron de conspirar contra el Reich, de ayudar a los judíos…
– Espero que todo eso sea verdad -respondió él riendo.
– No te lo dije para no implicarte, pero Grazyna… bueno… ella ayudaba a los judíos, íbamos al gueto a llevar comida, y algunas otras cosas.
– No te reprocho nada, Amelia, lo que hicieras bien hecho está.
– Pero… yo necesito decírtelo.
– Ya me lo contarás todo cuando estés mejor, ahora tienes que descansar.
– Quiero hablar, necesito hablar, no sabes cuánto te he echado de menos. Pensé que nunca volvería a verte, ni a ti ni… ni a mi hijo, ni a mi familia. Pawiak es un infierno, Max, un infierno.
Tres días después Max le explicó a Amelia que había conseguido un salvoconducto para que llegara hasta Lisboa y desde allí pudiera ir a España.
– Aún estás enferma, pero hemos de correr ese riesgo. Yo debo volver al frente, no me permiten quedarme más tiempo en Varsovia y aquí no estarías segura. ¿Crees que podrás valerte por ti misma? Yo te daré las medicinas que debes tomar.
– Otra vez nos separamos -se lamentó ella.
– Muy a mi pesar. Pero además de médico soy un soldado y debo cumplir órdenes. Mis amigos han conseguido que pudiera quedarme unos días en Varsovia, pero no pueden cubrirme más.
– Lo sé y no debo quejarme. ¡Has hecho tanto por mí! Sí, iré a España, no querría ir a ninguna otra parte. Puede que me permitan ver a mi hijo. Hace tantos meses que no sé nada de mi familia, deben de pensar que me he muerto.
– ¡No digas eso! Claro que verás a tu hijo y… he de decirte algo, que sé te va a doler.
Amelia miró asustada a Max. Temía lo que pudiera decirle.
– He tenido un hijo. Ludovica me ha dado un varón.
– Lo sé, Max, tu mujer me dijo que estaba embarazada. No sabía que tú y Ludovica… en realidad creía que…
– No te engañé. Entre Ludovica y yo hacía tiempo que todo había terminado. Tú no estabas, Amelia, y no sabía qué iba a pasar entre nosotros. En realidad en aquel momento tú estabas con Albert James o eso creía yo. Ella me pidió que le diéramos una oportunidad a nuestro matrimonio y… no me negué. Ahora tengo un hijo, se llama Friedrich, y le quiero, Amelia, le quiero al igual que tú quieres a tu hijo. No puedo evitar quererle. Es parte de mí, lo mejor de mí.
Se hizo un silencio tenso y Amelia sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. No tenía derecho a reprocharle nada, pero se sentía herida.
– No puedo pedirte perdón por Friedrich -le dijo el barón.
– Me duele, Max, claro que me duele, pero no tengo derecho a hacerte ningún reproche. Nunca me has engañado, siempre supe que Ludovica estaba ahí y que tu sentido del honor para con tu familia te impediría separarte de ella. También sabía, aunque nunca me lo dijiste, que añorabas tener un hijo que continuara tu estirpe, y eso sé que yo no te lo podía dar porque al fin y al cabo sigo estando casada. Pero me duele, Max, me duele mucho.
El la abrazó y notó cómo ella temblaba ahogando un sollozo. La sintió más frágil por su extrema delgadez, pero no quiso engañarla diciendo que le hubiera gustado que Friedrich no existiera porque no era cierto. Se sentía orgulloso de aquel niño diminuto al que añoraba tener en sus brazos.
Amaba a Amelia pero también a Friedrich y no quería renunciar a ninguno de los dos.
No les resultó nada fácil separarse de nuevo. Max acompañó a Amelia al aeropuerto. Ella apenas lograba sostenerse en pie. Estaba muy débil.
Se despidieron sin saber cuándo se volverían a ver, pero prometiéndose que no permitirían que nadie les separase.
– Si no pudieras ponerte directamente en contacto conmigo, inténtalo con mi ayudante, el comandante Henke.
– Los dos habéis ascendido, tú ahora eres coronel y él comandante…
– Así es la guerra, Amelia. Pero atiéndeme: si tampoco lograras ponerte en contacto con el comandante Henke, siempre podrías recurrir al profesor Schatzhauser, a él no le resultará difícil saber dónde estoy.
A Amelia le costó reprimir las lágrimas cuando se dirigía al avión y se volvió varias veces agitando la mano mientras Max la contemplaba conteniendo la emoción.
Muchas horas después, y tras una larga escala en Berlín, Amelia miraba por la ventanilla del avión intentando divisar el perfil de Lisboa.
Estaba impaciente por pisar tierra portuguesa porque era el preludio de su vuelta a casa. No pensaba quedarse más tiempo del imprescindible. Primero iría al hotel Oriente. Aquél era el lugar de contacto donde la Inteligencia británica la había dirigido en ocasiones anteriores. En Londres debían de estar preguntándose qué le había sucedido después de tantos meses de silencio. Posiblemente la habrían dado por muerta.
El hotel Oriente parecía languidecer. Su propietario, el británico John Brown, la reconoció nada más verla.
– ¡Vaya, la señorita Garayoa! No esperaba verla por aquí… No tiene usted muy buen aspecto. Le daré la habitación de siempre, ¿le parece bien?
Sin darle tiempo a responder, comenzó a llamar a su esposa portuguesa, doña Mencia.
– ¡Mencia, Mencia! ¿Dónde te metes? Tenemos una huésped.
– No voy a quedarme, señor Brown, sólo quiero saber si puedo contactar con alguno de sus amigos…
– Así que está interesada en hablar con alguno de mis compatriotas.
– ¿Puede arreglarlo?
– Naturalmente; mientras, suba a la habitación y descanse, perdone que insista en su mal aspecto. Mencia le traerá algo de comer.
– Quiero ir a España cuanto antes, en el primer tren que salga.
– Entonces tendrá que esperar a mañana por la mañana. No se preocupe, me encargaré de conseguirle un billete.
Mencia golpeó con suavidad la puerta de la habitación.
– ¡Pero qué cambiada está usted! -exclamó Mencia al reconocer a Amelia.
– Me alegro de verla -respondió Amelia haciendo caso omiso del comentario.
– Mi marido me ha dicho que parece usted un espectro y tiene razón. ¡Está en los huesos! ¿Dónde se ha metido? Realmente tiene usted un aspecto terrible.
– Son tiempos difíciles.
– Sí, sí que lo son, y yo tengo miedo de que un día de estos alguien venga a por mi marido, hay demasiados ojos y oídos pendientes de lo que pasa, y siendo él inglés… claro que yo soy portuguesa y eso le salva, o al menos es lo que quiero creer. ¿Qué necesita? Creo que le traeré algo de comer. ¿Un poco de bacalao? Sí, le vendrá bien para coger fuerzas.
– No, Mencia, no tengo hambre.
– Si cambia de opinión, llámeme. Mi marido me ha dicho que le diga que no salga de la habitación y que descanse, dentro de un rato vendrá alguien a verla. Imagino quién… pero es mejor estar callada.
Amelia se tumbó en la cama y se quedó dormida. Al rato se sobresaltó por unos golpes en la puerta. Cuando abrió, vio a John Brown acompañado por un hombre de gesto adusto que la miraba con arrogancia.
– Señorita Garayoa, le presento a este buen amigo. Les dejo para que hablen. Si necesitan algo les enviaré a Mencia.
– ¿De dónde sale usted? -le preguntó el hombre sin ningún preámbulo.
– De Pawiak.
– ¿Pawiak?
– Es una cárcel, en Varsovia. Me detuvieron.
– ¿Y por qué la han dejado salir?
– Es una larga historia. Creo que lo más práctico es que le cuente lo sucedido y usted lo transmita a Londres. Mañana me voy a casa, vuelvo a Madrid.
Durante una hora larga Amelia narró minuciosamente a aquel hombre todo lo sucedido: desde el día de su detención hasta el de su liberación, incluyendo la participación de Max von Schumann. El agente la escuchaba sin dejar de mirarla, escudriñando sin disimulo su rostro.
Cuando Amelia terminó su relato se quedaron unos segundos en silencio. Fue él quien lo rompió.
– Debería quedarse aquí hasta recibir órdenes de Londres.
– No, no lo haré. Quiero ir a mi casa, necesito estar con los míos. No tengo fuerzas para continuar, al menos por ahora.
– ¿Me está diciendo que abandona el servicio?
– Le estoy diciendo que acabo de regresar del infierno y necesito un respiro.
– Estamos en guerra, no hay tiempo para descansar.
– Si no me da otra alternativa, entonces dígale a lord James que dejo el trabajo.
El hombre se puso de pie. No parecía sorprendido por nada de cuanto Amelia le había contado, o si lo estaba, no lo demostró. A ella le sorprendió que no le hubiera dicho ni una sola frase apiadándose por lo que había sufrido. Amelia ignoraba que aquel hombre había perdido a su esposa y a sus tres hijos en un bombardeo de la Luftwaffe sobre Londres, y que ya no le quedaban ni lágrimas ni piedad para los demás.»
– Bien, esto es todo, Guillermo -sentenció el mayor Hurley. Di un respingo en el asiento. Sus últimas palabras me sobresaltaron. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que el mayor comenzara a relatar aquel episodio de la vida de mi bisabuela. Miré el reloj y, para mi sorpresa, era ya medianoche.
Lady Victoria sonreía encantada al ver mi sorpresa. Ella también había salpicado la narración del mayor Hurley con algunas aportaciones. Su esposo lord Richard cabeceaba con una copa de oporto en la mano. Me había abstraído tanto con aquella historia que había llegado a olvidar dónde y con quién estaba.
Con su minucioso relato el mayor Hurley había logrado trasladarme a Varsovia. Me parecía haber visto a Amelia Garayoa caminar por la ciudad y casi compartir con ella el sufrimiento de los meses pasados en Pawiak.
– No esperaba una cosa así -dije por decir algo.
– ¿Qué es lo que no esperaba? -preguntó con curiosidad lady Victoria.
– No sé… tanto sufrimiento.
– Ya ve que la vida de su bisabuela no fue fácil -respondió lady Victoria.
– Creo que ella tampoco ponía demasiado de su parte -y nada más decir esta frase me arrepentí. ¿Quién era yo para juzgar a Amelia?
– Es muy tarde y ya hemos abusado demasiado de la hospitalidad de nuestros anfitriones -dijo el mayor Hurley, levantándose para dar por terminada la velada.
– Desde luego… desde luego -respondí yo.
– Usted mañana tiene que madrugar, ¿me equivoco, querido amigo? -preguntó lord Richard.
– Mi obligación es estar mañana a las siete en punto en el Archivo Militar -comentó el mayor Hurley.
Mientras lady Victoria y lord Richard nos acompañaban hasta la puerta, caí en la cuenta de que el mayor no había hecho ningún comentario sobre los siguientes pasos de Amelia.
– Sé que es mucho abusar de su amabilidad, pero ¿qué hizo después Amelia? ¿Fue a Madrid? ¿Continuó trabajando para ustedes?
– No pretenderá que hablemos ahora de eso… -se quejó el mayor Hurley.
– ¡Oh, querido amigo, deberá usted seguir ayudando a Guillermo! Me temo que aún queda mucho por contar -terció lady Victoria dirigiéndose al mayor.
El mayor William Hurley se avino a que nos volviéramos a ver al cabo de unos días. No me atreví a insistir por temor a enfadarle.
– Tengo mucho trabajo, no puedo dedicar todo mi tiempo a buscar sobre su bisabuela en los archivos. En realidad creo que ella pasó una larga temporada en España… -añadió a modo de despedida.
Decidí regresar a España al día siguiente. Si Amelia había vuelto a Madrid en aquel mes de julio de 1942, las respuestas las tenía que encontrar, o bien en Edurne, o bien en el profesor Soler. También podía pedirle a doña Laura que me guiara.
Mi madre me colgó el teléfono cuando la llamé al llegar al aeropuerto de Barajas.
– Eres un desastre, Guillermo, y he decidido dejarte por imposible, cuando decidas dejar de hacer el idiota, me llamas.
Sabía que el enfado se le pasaría a la tercera llamada.
Mi apartamento tenía varios dedos de polvo y olía a cerrado.
Entre la correspondencia encontré varías cartas del banco que me recordaban que tenía una hipoteca que pagar. Prácticamente la totalidad de mis ingresos los estaba invirtiendo en mis viajes, por lo que era evidente que tenía que congraciarme con mi madre cuanto antes o si no ya me veía acudiendo a Ruth para que, en caso de desahucio, me diera cobijo en su casa.
Al día siguiente de mi llegada telefoneé a doña Laura y le pedí permiso para ir a ver a Edurne.
– Se cansa mucho cuando habla con usted. ¿Es necesario?
– Sí, doña Laura, lo es. Bueno, hablaré primero con el profesor Soler, y si veo que puedo evitar tener que hablar con Edurne, no la molestaré.
– ¿Cómo va la investigación? -me preguntó curiosa.
– Muy bien, aunque debo decirle que la vida de su prima es una caja de sorpresas. Si quiere que le explique lo que he ido averiguando…
– Ya le dije que lo que queremos es que haga una investigación exhaustiva, y cuando lo sepa todo, lo escriba y nos lo traiga, hasta entonces no es necesario que me cuente nada. Pero dese prisa, nosotras ya somos muy mayores y no disponemos de mucho tiempo.
– Le aseguro que intento investigar lo más rápidamente que puedo, pero es que las cosas se complican…
– Bien, Guillermo, llámeme si finalmente necesita hablar con Edurne. ¡Ah!, y ya que hablo con usted, ¿necesita dinero?
Dudé unos segundos. No me atrevía a decirle que sí. Creí escuchar una risita a través del teléfono.
– Naturalmente usted no vive del aire, y tanto ir y venir cuesta dinero. Puede que nos hayamos quedado cortas con la última transferencia. Hoy mismo le diré a mi sobrina Amelia que le mande dinero.
– ¿Qué tal está su sobrina? ¿Y doña Melita?
– Bien, bien, estamos todas bien. Bueno, no perdamos el tiempo y póngase a trabajar. Recuerde que tenemos ya muchos años…
El profesor Soler me pidió que fuera a visitarle a Barcelona.
– Estoy escribiendo un libro y no tengo demasiado tiempo, pero venga usted y veré qué puedo contarle. Creo recordar bastante bien cuando Amelia se presentó de improviso aquel verano del cuarenta y dos.
Ya estaba yo otra vez en el aeropuerto dispuesto a pasar el día con el profesor y con el firme propósito de presentarme en casa de mi madre aquella misma noche cuando regresara de Barcelona. La conocía muy bien, y por más que estuviera enfadada, sabía que no me daría con la puerta en las narices.
Charlotte, la esposa del profesor Soler, me comentó nada más verme que no le entretuviera mucho.
– Está terminando de escribir un libro muy importante y su editor está nervioso porque se ha retrasado con la entrega.
– Le prometo que no le quitaré mucho tiempo, pero es que sin la ayuda de su marido no puedo dar un paso.
Encontré al profesor resfriado y con aspecto cansado, aunque de buen humor.
– Doña Laura me telefoneó anoche pidiéndome que continúe guiándole. Le preocupa tener que molestar a Edurne, la pobre anda muy floja de salud.
– Sin usted la investigación sobre mi bisabuela resultaría inútil. Por cierto que el mayor William Hurley, el archivero del Ejército, es una mina de información. Si usted supiera todo lo que me ha contado… Y aún hay más: dentro de unos días debo regresar a Londres, no imagina usted las cosas que hizo mi bisabuela…
– No quiero saber nada, ya se lo he dicho en otras ocasiones. Lo que Amelia Garayoa hiciera o dejara de hacer no me corresponde a mí saberlo.
– Usted es historiador y me resulta chocante que no sienta curiosidad por saber qué hizo Amelia.
– ¡Qué testarudo es usted, Guillermo! Ya le he dicho unas cuantas veces que aunque la tuviera no la dejaría aflorar. No tengo ningún derecho a entrometerme en la vida de una mujer y de una familia a la que tanto debo. Si ellas hubieran querido que fuera yo el que investigara me lo habrían pedido, pero no lo han hecho, se lo han encargado a usted, a usted que es el bisnieto de Amelia.
No insistí. Me irritaba la firmeza y la honradez del profesor. Yo, en su caso, no me habría resignado a no saber.
– ¿Puede contarme qué sucedió cuando Amelia llegó aquel verano del cuarenta y dos?
– Ponga en marcha el magnetofón.
«Cuando la vio llegar arrastrando una maleta, el portero de la casa no la reconoció.
– ¿Dónde va usted? -le preguntó.
– A casa de don Armando Garayoa, ¿es que no me conoce? Soy Amelia.
– ¡Señorita Amelia! ¡Vaya si está cambiada! ¡Tiene cara de enferma! Lo siento, señorita, pero no la he reconocido. Déme, déme la maleta, se la subiré yo.
Flanqueada por el portero, pulsó el timbre de la casa de sus tíos. Fue Edurne quien abrió la puerta. Ella sí que la reconoció.
– ¡Señorita Amelia! -gritó mientras la abrazaba con fuerza.
Envuelta en los brazos de Edurne, Amelia se sintió en casa y rompió a llorar.
Edurne no quiso que el portero viera más de lo que debía, y tras darle las gracias cerró la puerta. Doña Elena y Antonietta habían acudido al recibidor alertadas por los gritos de Edurne. Las dos hermanas se abrazaron llorando. Amelia estaba aún más delgada que Antonietta, parecía tan frágil que se podía romper. O eso al menos es lo que nos pareció a Jesús y a mí cuando la vimos.
Después de abrazar a Antonietta, Amelia hizo lo propio con su prima Laura y a continuación con su primo Jesús; también me abrazó a mí y a su tía, doña Elena.
– ¿Y el tío? ¿Dónde está el tío? -preguntó impaciente.
– Papá llega más tarde del trabajo -respondió Jesús-, pero no tardará.
Doña Elena se lamentaba del estado de Amelia.
– Pero, hija, ¡dónde has estado! Estábamos tan preocupados por ti… Estás enferma, ¿verdad? Sí, no lo niegues, se te ve tan delgada, con tan mala cara, y esas ojeras…
– ¡Vamos, mamá, déjala! -le pidió Laura-. La estás agobiando. La prima Amelia está cansada, en cuanto descanse volverá a ser la de siempre.
Pero Laura sabía que Amelia ya no era la de siempre y que su aspecto no se recuperaría simplemente por descansar.
– Cuéntanos, cuéntanos dónde has estado… No sabíamos nada de ti y estábamos preocupadas. Laura llamó a Albert James y él le dijo que estabas de viaje -dijo Antonietta.
– ¿Has hablado con Albert? -preguntó Amelia a su prima Laura con un ligero temblor en la voz.
– Sí, hace meses. No fue sencillo… Es difícil conseguir una conferencia con Burgos para hablar con Melita, imagínate llamar a Londres… Albert estuvo muy amable, pero no quiso precisar dónde estabas viajando ni por qué, aunque insistió en tranquilizarme al decirme que estabas bien. Me contó que habíais estado en Nueva York… -explicó Laura.
– Así es -respondió Amelia.
– ¿Albert ya no es tu novio? -preguntó doña Elena, sin andarse por las ramas.
– No, no lo es -susurró Amelia.
– Pues es una pena porque es un hombre de bien -replicó su tía.
– Por favor, mamá, ¡no te metas en los asuntos de Amelia! -le reprochó Laura.
– No te preocupes, no me importa. Sé que la tía se preocupa por mí -dijo Amelia.
Durante el resto de la tarde, Amelia se mostró ávida de noticias, nos pedía detalles de cuanto había sucedido desde su última visita, y no dejaba de ponderar lo bien que encontraba a Antonietta y lo crecidos que nos encontraba a Jesús y a mí.
– Seguimos sin saber nada de Lola, ni tampoco de su padre. Su pobre abuela murió -contó doña Elena.
– Lo siento, Pablo, siento que haya muerto tu abuela -me dijo Amelia.
– Pero no está solo, Pablo es uno más de la familia, no sabríamos estar sin él; además, Jesús y él son tal para cual, más que hermanos -afirmó Laura.
– Las mujeres de esta casa sois muy mandonas, menos mal que está Pablo -dijo Jesús riendo.
La mirada de Amelia se ensombreció cuando, al preguntar por su hijo, Laura le explicó que Águeda seguía permitiéndoles ver al pequeño Javier.
– De vez en cuando Edurne va a hacer guardia cerca del portal de la casa de Santiago y espera para ver salir a Águeda con los niños y le pregunta cuándo podemos acercarnos para ver a Javier. Tu hijo está precioso y se parece mucho a ti, tiene tu mismo pelo rubio, y es delgado como tú.
– ¿Es feliz? -preguntó Amelia.
– ¡Claro que sí! De eso no tienes ni que preocuparte. Tu marido… bueno, Santiago quiere con locura al niño y Águeda se porta muy bien con él. El niño la quiere… sé que te duele, pero es mejor que la quiera porque eso significa que es buena con él. -Laura intentaba apaciguar las emociones de Amelia.
– Quiero ir a verle, si pudiera ir hoy…
– No, no, hoy no, tienes que descansar. Mañana irá Edurne a preguntar a Águeda, ella nos dirá si puedes verle y cuándo, y te acompañaremos -respondió Laura, temiendo que su prima decidiera intentarlo en aquel mismo momento.
– ¡No soporto que esa mujer decida cuándo puedo ver a mi hijo! -explotó Amelia.
– Hija mía, a eso te tienes que resignar. Santiago no quiere saber nada de nosotros, mira que tu tío lo viene intentando. Incluso llegó a hablar con don Manuel, el padre de Santiago. Pero el hombre se mostró inflexible; no sólo respetaba la decisión de su hijo sino que además le parecía muy bien. Nunca te perdonaran, Amelia -dijo doña Elena sin medir el daño que con sus palabras le hacía a su sobrina.
– Toda mi vida pagaré el error cometido y, ¿sabes, tía?, a veces pienso que aún no he recibido suficiente castigo, que debo sufrir más, que todo lo que me pase de malo lo tengo merecido. ¡Qué loca fui abandonando a mi hijo!
– Amelia, no sufras, ya verás cómo algún día se arregla todo -intervino Antonietta sin poder reprimir el llanto.
Era tarde cuando llegó don Armando. El buen hombre hacía horas extra en el despacho para poder mantener a toda la familia.
Amelia no lo dijo, pero su expresión denotaba que encontraba envejecido a su tío. También don Armando se preocupó al ver el lamentable estado físico de su sobrina. La abrazó largo rato conteniendo las lágrimas.
– Tienes que prometerme que nunca más estarás tanto tiempo sin darnos noticias de ti, nos tenías muy preocupados. No nos hagas esto, hija, piensa en lo mucho que sufrimos por ti. Tu hermana Antonietta padece crisis de ansiedad, ¿no te lo han dicho? Y el médico asegura que se debe a que está muy preocupada por ti. Desde luego que mañana iremos a ver a don Eusebio para que te vea, me preocupa tu aspecto, hija.
Amelia se incorporó a la rutina familiar. Doña Elena era quien hacía y deshacía en la familia y todos la obedecíamos, incluido don Armando. La buena mujer se había convertido en una segunda madre tanto para Antonietta como para mí.
También se convirtió en rutina que Amelia, acompañada de Edurne, fuera a merodear cerca del que había sido su hogar de casada y donde seguía viviendo su marido, Santiago, amancebado con Águeda. Doña Elena no dejaba de repetir que sabía por sus amigas que Santiago hacía distingos entre sus dos hijos, que no permitía que nadie olvidara que Javier era el legítimo, mientras que la niña, a la que habían puesto de nombre Paloma, era la hija de su amante.
Era curiosa la reacción de Águeda respecto a Amelia. Pese a ocupar su cama, la mujer la seguía considerando «su» señora, y eso que sabía que Santiago no quería ni oír hablar de Amelia. Pero instintivamente Águeda adoptaba una actitud subordinada en cuanto se topaba con ella. Se ponía nerviosa; temía lo que pudiera hacer Santiago si se enteraba de que le permitía ver a Javier.
A través de Edurne acordaron que Amelia no se acercaría al niño, pues Javier ya tenía edad suficiente para contar a su padre los pormenores de los paseos que daba con Águeda y su hermanita, Paloma.
Para Amelia resultaba desgarrador ver de lejos a su hijo, seguirle en su paseo por el Retiro, verle jugar con otros niños y reír feliz, llamando a Águeda «mamá». Durante todo aquel verano se convirtió en la sombra de Javier sin que el niño se diera cuenta de nada. Todas las tardes al caer el sol, Águeda solía acudir al Retiro para pasear a los niños. Allí se paraba a hablar con otras mujeres, casi todas sirvientas; nunca se atrevió a frecuentar a otras madres que también llevaban a sus hijos de paseo.
Amelia se sentaba en un banco cercano y veía jugar a Javier; sufría cuando el niño se caía y se hacía algún rasguño en la rodilla, lo contemplaba embobada, disfrutando de aquella suerte de maternidad clandestina.
Don Armando no permitía que Antonietta trabajara. Ni tampoco quería oír hablar de que yo me pusiera a hacerlo. Por más que yo me ofrecía a buscar algún trabajo con el que ayudar, quería que estudiara como su hijo Jesús. En cuanto a Laura, continuaba dando clases en el colegio y además cosía. Las monjas le habían encontrado el segundo trabajo. Muchas familias necesitaban de una costurera que diera la vuelta a los abrigos o sacara el bajo de unos pantalones, o arreglara un vestido para que pareciera diferente. Laura aceptaba estos encargos y, con ayuda de su madre, sacaba la faena adelante. Doña Elena se sentía satisfecha de aportar su granito de arena a la economía familiar y eso que la buena mujer no paraba con las tareas de la casa. Edurne y ella se repartían las labores sin permitir que Antonietta hiciera nada, salvo enseñar piano a las hijas de unos vecinos venidos a más. Al padre, un falangista, lo habían colocado de oficinista en el Ministerio de Exteriores, y el hombre se daba ínfulas de señorito. El caso es que antes de la guerra vivían en una buhardilla, en la misma casa en que su mujer se encargaba de la portería. Pero ahora habían decidido convertir a sus hijas en unas niñas refinadas como aquellas que vivían en su mismo portal. Vivían a tres manzanas de la casa de don Armando, y dos días a la semana venían a que Antonietta les enseñara a tocar el piano. Antonietta se enorgullecía de aquellos céntimos que ganaba.
En cuanto a Amelia, era evidente que su salud estaba muy deteriorada, y tanto doña Elena como don Armando le prohibieron que buscara un trabajo.
– Cuando estés bien trabajarás, ahora haznos un favor a todos y recupérate -le insistió su tío.
Amelia sufría al ver a su tío convertido en pasante del despacho de abogados. En realidad abusaban de él, puesto que era quien preparaba concienzudamente los casos más difíciles, pero el mérito y el dinero se lo llevaban otros.
– Tío, ¿por qué no intentas volver a poner tu propio despacho?
– ¿Y quién crees que confiaría en mí? Hija, no olvides que me salvaste de que me fusilaran. Doy gracias por estar vivo, y no me atrevo a desear nada más que poder mantener esta familia.
– Pero, tío, ¡tú les estás haciendo todo el trabajo! ¡Se aprovechan de ti!
– Nadie contrataría a un abogado republicano que estuvo condenado a muerte. No tengo influencias, y todos desconfiarían de mí. Dejemos las cosas así.
– Tienes que aceptar que tu tío perdió la guerra -terció doña Elena.
– La hemos perdido todos -respondió Amelia.
– Las consecuencias las pagamos todos, pero son los rojos y los republicanos los que la perdieron. Franco no lo está haciendo tan mal, y parece que por ahí fuera le respetan -insistió doña Elena.
– ¿Quién le respeta? ¿Hitler? ¿Mussolini? ¡Esos dos son como él! Pero los países europeos no le respetan, ya veréis lo que sucede cuando Inglaterra gane la guerra -contestó Amelia.
– Yo ya no espero nada de nadie, ya dejaron sola a la República -se quejó don Armando.
– Además, las cosas no están tan mal aquí. Sí, es cierto que pasamos necesidades, pero al menos hay orden, y algún día las cosas nos irán mejor, ya verás. -Doña Elena se estaba acomodando a la nueva situación.
– ¿Y la libertad? ¿Dónde te dejas la libertad, tía?
– ¿Qué libertad? Mira, Amelia, aquí si no hablas de política no te pasa nada, de manera que lo más inteligente es no decir ni pío. En esta familia ya hemos tenido bastante de política, y yo quiero que vivamos en paz. Europa entera está en guerra y no sabemos cómo va a acabar, y por lo pronto Franco ha sido tan hábil que ha evitado meternos en ella.
– ¡Por Dios, tía!
– Sí, Amelia, reconócelo, todo el mundo sabe que Hitler vino a pedirle que le ayudara en la guerra, y Franco se lo quitó de encima sin decirle ni que sí, ni que no, como es gallego…
– ¿Y con qué le iba a ayudar? ¿A quién le iba a mandar? ¡Pero si este país está arruinado, tía! ¡Si los hombres no tienen fuerzas para seguir luchando! No, no es que no haya querido ayudar a Hitler, es que no puede porque no tiene con qué. Además, ha mandado a la División Azul a Rusia.
– Amelia, te pido que dejes la política. Ya hemos sufrido demasiado por la política, hija, y tú has pagado un precio muy alto por esas ideas comunistas… Dejémoslo, Amelia, con trabajo y esfuerzo saldremos adelante. Y lo mismo que se lo he dicho a mis hijos, te lo digo a ti: en esta casa no quiero que nadie nunca más se meta en política. Bastante tenemos con que todo el mundo sepa que estábamos en el bando republicano. No debemos hacernos notar. Las cosas no nos van tan mal -insistió doña Elena.
Don Armando hablaba con su sobrina de política cuando no estaba su mujer. No quería disgustarla. Además, sabía que doña Elena tenía miedo de que los vecinos les pudieran escuchar criticando a Franco.
– Tu tía es una buena mujer -la disculpó don Armando.
– Lo sé, tío, lo sé, y yo la quiero mucho y le estoy muy agradecida por lo que está haciendo por nosotras y por Pablo, pero me sorprende que acepte de buena gana la nueva situación.
– Es ella quien hace posible el milagro de esta casa, y al contrario que nosotros, tiene los pies en la tierra. No sueña con que nadie venga a salvarnos, de manera que ha optado por adaptarse al Régimen, sabe que no hay otra solución.
– ¿Y tú, tío? ¿Qué piensas tú? -preguntó Amelia.
– ¡Qué voy a pensar! Que Franco es un maldito, pero ha ganado la guerra y no podemos hacer nada más. ¿Con qué vamos a luchar? No tenemos armas, ni dinero, ni esperanza. Nadie va a ayudarnos, Amelia; Francia e Inglaterra nos dejaron solos, y solos continuamos. Lo siento, hija, pero no creo que si Churchill gana la guerra le queden fuerzas para ayudarnos después a nosotros.
– ¡Claro que lo hará! Ya verás, sé lo que digo -afirmó ella.
Para todos nosotros era un misterio el porqué del aspecto de Amelia. Por más que doña Elena intentaba sonsacarla, ella se resistía a contarles el origen de su deterioro físico.
Laura continuaba siendo su confidente, su mejor amiga, pero aun así Amelia no se sinceró con ella. Un domingo, pocas semanas después de su llegada, a la hora de la siesta, las dos estaban en la sala de estar mientras el resto de la familia descansaba. Ya sabes que agosto en Madrid es como estar en un horno, de manera que a primera hora de la tarde no hay nada mejor que hacer que dormitar. Yo me levanté a por un vaso de agua y al pasar por delante de la sala oí que estaban hablando. Entonces era más curioso que ahora, y me quedé a escuchar.
– ¿De verdad has dejado a Albert para siempre? -preguntó Laura.
– Sí, es mejor para él, nunca le he querido lo suficiente. Bueno, quererle sí, pero sin estar enamorada, o al menos no como él se merece.
– Es tan buena persona… ¿Por qué no te gustan los hombres buenos?
– ¿Crees que me interesan los malvados? -preguntó Amelia sorprendida por la pregunta de su prima.
– No, no digo eso, pero… reconocerás que tu marido es una buena persona y que Albert también lo es, y sin embargo los has dejado plantados.
– Aunque me duela decirlo, tengo que reconocer que, en efecto, Santiago es un buen hombre, pero yo no estaba preparada para el matrimonio, y puede que tampoco lo estuviera él.
– ¿Y qué es lo que no te gusta de Albert?
– No es que tenga nada que me disguste, es que… cómo te lo explicaría… le quiero, sí, pero no siento ninguna emoción cuando estoy con él.
– Yo sé por qué.
– ¿Ah, sí? Pues dime por qué.
– Porque te gustan los retos, te gusta conquistar lo imposible y tanto Santiago como Albert te querían, te lo daban todo y por tanto no tienen ningún interés para ti. Háblame de ese alemán.
– ¿De Max? No hay mucho que decir, es valiente, inteligente y guapo.
– Y está casado.
– Sí, Laura, sí, está casado.
– ¿Has estado con él todo este tiempo? ¿Por qué no me dices dónde has estado y qué es lo que te ha pasado?
Amelia se levantó nerviosa y comenzó a pasear por la sala sin responder a su prima.
– Vamos, no te molestes, sólo quiero saber qué te ha pasado. Antes confiabas en mí.
– Y sigues siendo la persona en quien más confío del mundo, pero prefiero no mezclarte en mis cosas. Es mejor así. Ya te he contado que he dejado a Albert por Max, y eso no lo sabe nadie.
– A mamá le daría un pasmo si supiera que tienes un amante que además está casado.
– Y tu padre tampoco comprendería que además fuera alemán.
– Mi padre te quiere mucho, Amelia, y nunca te juzgaría.
– Pero no lo comprendería y le causaría un gran dolor. Por eso prefiero que no sepan nada. Y a mi pobre hermana tampoco la quiero preocupar con mis cosas.
– ¿Cuándo volverás a ver a ese Max?
– No lo sé, Laura, quizá nunca más. Es un soldado y estamos en guerra.
– ¿No sabes dónde está?
– No, no lo sé.
En la casa seguían con preocupación las noticias sobre la guerra. La radio informaba que Hitler iba de victoria en victoria, lo mismo que Mussolini, y los locutores henchidos de entusiasmo aseguraban que Franco era igual de «grande» que el Führer y el Duce.
– Ganarán los aliados -auguró Amelia con tozudez.
– ¡Dios te oiga, hija! -respondió don Armando, más escéptico que ella respecto al resultado de la contienda.
– ¿A nosotros qué más nos da que ganen unos u otros? -preguntó doña Elena, temerosa de que ya fuera la codicia de los alemanes o el deseo de los británicos de restablecer la República provocara otra guerra en España.
Había sufrido tanto, que doña Elena lo único que ansiaba era sobrevivir y soñaba con que su familia volviera algún día a tener lo que tuvo en el pasado, cuando eran unos burgueses acomodados y en aquella casa relucían las fuentes de plata y la cristalería fina.
A mediados de septiembre, Jesús y yo comenzamos el nuevo curso en el colegio. Estudiábamos con beca en los Salesianos. Laura también se reincorporó a su trabajo con las monjas y Antonietta volvió a dar clases a las hijas de aquel vecino falangista. Amelia era la única que no trabajaba y eso la enfurecía. Un día se plantó ante su tío y le pidió que la ayudara a buscar un trabajo.
– Aún no estás bien, sigues muy delgada y el médico dice que tienes que descansar.
– Pero no soporto ser una carga para vosotros.
– La mejor ayuda es que te recuperes y no quiero oírte nunca más diciendo que eres una carga. Eres como una hija más, lo mismo que Antonietta, una hija más. Ten paciencia y espera a estar mejor para poder trabajar.
Pero Amelia no le hizo caso, de manera que empezó a buscar un empleo sin decir nada en casa. Un día nos sorprendió anunciando que había encontrado uno no lejos de casa, de dependienta en una mercería.
– ¡Por Dios, hija, eso sí que no! -exclamó doña Elena.
– ¿Por qué no? Es un trabajo honrado.
– Pero en esa mercería hemos comprado toda la vida y… no… no quiero que trabajes allí, nos criticarán.
– ¿Y qué nos importa lo que digan los demás? Precisamente tú, tía, eres la que más nos recomiendas que nos adaptemos a la nueva situación. Pues bien, ya no tenemos dinero y por lo tanto tenemos que trabajar. No veo nada malo en hacerlo en la mercería.
– Menuda pécora está hecha la dueña. A mí nunca me gustó. Todo el mundo sabe que antes fue cantante de cuplé, pero muy mediocre, la pobre; eso sí, tuvo el talento de liarse con su representante. Se quedó embarazada y como el hombre estaba casado, no tuvo más remedio que hacerse cargo de ella y de su hija y llegaron a un acuerdo: le pondría la mercería y ella no montaría un escándalo.
– Siempre hemos comprado en esa mercería -apuntó Laura para apoyar a su prima Amelia.
– Es que siempre ha tenido buen género, las mejores puntillas y encajes… Pero esa mujer es lo que es -insistió doña Elena.
– Pues yo le estoy agradecida de que me dé trabajo. Su hija está casada con un teniente destinado en Ceuta, tienen cuatro chiquillos y no puede echarle una mano, y ella ya es muy mayor y necesita a alguien para ayudarla. Sólo serán unas horas por la mañana, pero al menos ganaré algún dinero -argumentó Amelia.
– ¡Qué van a decir de nosotras en el barrio! -gimoteó doña Elena.
– ¿Es que alguien nos da de comer? Entonces, ¿por qué debemos preocuparnos por lo que digan los vecinos? -replicó Amelia.
No hubo manera de que diera su brazo a torcer, y a pesar de las súplicas de doña Elena y de la preocupación de don Armando, Amelia comenzó a ir todas las mañanas a la mercería.
– Doña Rosa es muy amable -nos contó Amelia.
– ¿Doña Rosa? Desde cuándo se hace llamar doña Rosa esa mujer. Siempre la hemos llamado Rosita -se quejó doña Elena.
– Ya, pero no me parece bien tutear a una señora que casi podría ser mi abuela. Soy yo quien ha decidido tratarla de usted y está encantada.
– ¡No me extraña! Una señorita como tú tratando a una cupletista como si fuera una señora. No lo apruebo, y me da rabia.
– Pero, tía, no seas tan dura con ella. ¿Qué sabemos de las circunstancias de su vida? A mí me parece que es una buena mujer que ha sabido luchar para sacar adelante a su hija.
– Gracias a la mercería que le puso su representante -insistió doña Elena.
– Pues mira, eso demuestra que es lista -terció Laura-. Normalmente a las mujeres nos engañan, nos utilizan y luego nos dejan como zapatillas inservibles.
– ¡Lo que tengo que oír! Si tu padre te oyera, le darías un disgusto. ¿Cómo puedes justificar que esa mujer se fuera con aquel hombre y… y… bueno, tuvieran una hija estando él casado? ¿Os parece decente? ¿Es eso lo que os he enseñado?
– Pero ¿qué sabemos nosotras de sus circunstancias? Yo estoy con Amelia, no debemos juzgarla -insistió Laura.
– Tía, ¿qué supones que dicen de mí? -preguntó Amelia.
– ¿De ti? ¿Qué han de decir de ti? Eres una joven de buena familia y puedes llevar la cabeza muy alta por los padres que has tenido.
– Sí, pero me casé y abandoné a mi hijo y a mi marido para irme con otro. ¿Crees que soy mejor que doña Rosa?
– ¡No te compares con ésa! -respondió, ofendida, doña Elena.
– Sabes que tus amigas, cuando me ven, murmuran y me tratan con una condescendencia que resulta ofensiva. Para ellas soy una perdida.
– ¡No digas eso! Yo no consentiría que nadie te faltara al respeto.
– Vamos, tía, no te enfades y acepta de buena gana que trabaje en la mercería. Doña Rosa ha prometido pagarme treinta pesetas al mes.
Aquel dinero era una gran ayuda para la economía familiar. Don Armando ganaba cuatrocientas pesetas trabajando catorce horas al día, y entre Antonietta con sus clases de piano, Laura con lo que ganaba en las monjas además de los extras que le aportaba coser con la ayuda de doña Elena, la familia apenas llegaba a las seiscientas pesetas. A pesar de eso, éramos unos afortunados y no nos veíamos en la tesitura de tantas familias cuyo menú consistía en guisos de castañas o gachas de algarroba. Pero he de confesar que nunca he comido más arroz y patatas que entonces. Doña Elena hacía el arroz con un refrito de ajo y laurel y a las patatas cocidas les echaba pimentón para darles algo más de sabor, además del consabido laurel.
Aun a regañadientes, doña Elena terminó aceptando que Amelia trabajara en la mercería de doña Rosa, aunque ella nunca más volvió a comprar en la tienda.
Una noche en la que estábamos todos reunidos alrededor de la radio, nos enteramos de que se estaban librando violentos combates en torno a Stalingrado. Y a pesar de lo jactancioso que se mostraba el locutor asegurando que Alemania no dejaría un solo bolchevique con vida, lo cierto es que no era lo que realmente estaba pasando en el frente ruso.
Amelia parecía muy inquieta. Nunca reconoció por qué. Jesús decía que era porque, como su prima se había fugado con un comunista, ella estaba a favor de los rusos y le preocupaba que los alemanes pudieran ganar.
Una tarde Laura regresó y nos anunció que le iban a subir el sueldo.
– La madre superiora me ha dicho que está muy contenta con mi trabajo.
Doña Elena decidió celebrarlo preparando un pastel de patata con un poco de mantequilla que guardaba como si de un tesoro se tratase. La había traído Melita desde Burgos. No es que Melita nos visitara con frecuencia, pero había querido ver a su prima Amelia y presentarla a su marido y a su hijita Isabel.
Hacía muchos años que no se veían las dos primas y Amelia se sorprendió del cambio operado en Melita; la vio convertida en una matrona subordinada en todo a su marido. No es que Rodrigo Losada, el marido de Melita, no fuera un buen hombre, lo era, y la quería, pero tenía ideas rotundas sobre el papel que debían desempeñar las mujeres, sobre todo la suya. Melita asentía a cuanto él decía, haciendo suyas todas sus opiniones. Rodrigo, por su parte, observaba con desconfianza a Amelia, la díscola de la familia, la que había huido abandonando a su marido y a su hijo, la que aparecía y desaparecía sin dar cuentas a nadie como si de un hombre se tratase.
Rodrigo Losada se mostraba amable y educado con Amelia, pero apenas lograba fingir sus recelos respecto de ella. En las pocas ocasiones que discutía con Melita era cuando ella defendía a su prima diciéndole que siempre había sido una mujer especial y que era muy buena. Pero él no admitía sus razonamientos, lo cual la entristecía.
Debo confesar que Jesús y yo disfrutábamos de las visitas de Melita y de su cuñado Rodrigo, no sólo por el cariño hacia ellos sino también porque llegaban cargados de comida.
Cuando íbamos a recogerles a la estación, hacíamos apuestas sobre cuántas cestas traerían. Los padres de Rodrigo eran gente acomodada antes de la guerra civil, y sin ser millonarios, vivían mejor que nosotros; la madre era de un pueblo de Cantabria y tenía tierras y algo de ganado, de manera que hambre no pasaban.
En aquellas cestas voluminosas Melita solía llevar chorizo en aceite, mantequilla, costillas y lomo de cerdo adobado. También nos traía garbanzos y frascas de miel y mermelada de ciruelas y dulces hechos por su suegra. Todo aquello eran manjares en aquel Madrid de la posguerra.
Melita estaba de nuevo embarazada y Rodrigo aseguraba que esta vez sería un niño. En cuanto a la pequeña Isabel, era una chiquilla regordeta y tranquila a la que doña Elena y don Armando mimaban cuanto podían habida cuenta de lo poco que veían a su nieta.
A doña Elena, como a todas las madres de todas las épocas, le preocupaba el futuro de sus hijos. Se sentía satisfecha de la boda de Melita, pero tenía pendiente encontrar marido para Laura y para su sobrina Antonietta; de Jesús y de mí ya se ocuparía más adelante, pues aún éramos adolescentes.
La buena mujer, ignorando el sufrimiento de su marido, procuraba congraciarse con las esposas de algunos jerarcas del Régimen a los que teníamos por vecinos. De vez en cuando las invitaba a merendar y obligaba a Laura y a Antonietta a estar presentes para que las mujeres las vieran y las tuvieran en cuenta a la hora de elegir esposa para sus vástagos.
Aquellas sesiones ponían de malhumor a Laura y discutía con su madre.
– ¡Pero tú te has creído que soy un animal de feria! Me niego a que esas amigas tuyas me examinen cada vez que vienen a casa. ¡Son odiosas! Antes de la guerra nunca las habrías invitado.
– ¿Es que te quieres quedar soltera? Estas señoras están bien situadas y tienen hijos de vuestra edad; de seguir así, a Antonietta y a ti se os va a pasar el arroz.
– ¡Pero es que yo no quiero casarme! -replicó Laura.
– ¡Pero qué dices! ¡Claro que te casarás! ¿Quieres convertirte en una solterona? No voy a consentirlo.
Antonietta se mostraba más dócil a los deseos de su tía. Yo la veía sufrir en aquellas meriendas, pero ella no decía nada y procuraba comportarse con la corrección que le habían enseñado.
Doña Elena enseñaba a sus nuevas amigas las labores de punto de cruz de Antonietta y aseguraba que el pastel que les servía había salido de las manos de Laura.
Una noche, a la hora de la cena, anunció solemnemente que el sábado irían a una merienda-baile organizada por una de aquellas vecinas.
– El marido de la señora de García de Vigo es la mano derecha del subsecretario de Agricultura y me ha asegurado que acudirán muchos jóvenes interesantes, algunos con buenos cargos en la Falange, y otros hijos de buenas familias, creo que hay uno que es hijo de un conde o un marqués. Los señores de García de Vigo tienen una hija, Maruchi, que ya es un poco mayorcita; ha cumplido los veintisiete, y le pasa lo que a vosotras, que aún no ha encontrado marido.
– Pues yo no pienso ir -respondió Laura.
– ¡Pues claro que irás! Lo mismo que Antonietta y Amelia, iremos todos. Tu padre nos acompañará, es una buena ocasión para presentarle al señor García de Vigo.
– Tía, ¿y yo qué he de hacer en ese baile? Al fin y al cabo ya estoy casada -apuntó Amelia, deseando librarse de la merienda.
– Estarás conmigo, le he dicho a la señora de García de Vigo que me quedaré con ella para echar un ojo a la fiesta. Tú nos acompañarás.
– No creo que sea una buena idea, ya sabes lo que piensan de mí esas señoras, para ellas soy una perdida, no creo que mi presencia favorezca a Laura y a Antonietta- continuó argumentando Amelia.
– ¡Pero qué dices! Tú eres mi sobrina, nadie dirá una palabra incorrecta, ya has visto que cuando vienen aquí son muy amables contigo.
– Pero ésta es tu casa y no se atreverían a ser groseras. No, yo no iré -replicó Amelia.
– Tiene razón Amelia -terció don Armando-. Esas señoras son capaces de decir cualquier inconveniencia, y no es que me importe que eso os obligara a marcharos, pero sí el mal rato que pasaría Amelia. Mira, lo mejor es que ella y yo nos vayamos a dar un paseo con Jesús y con Pablo.
Con paciencia y persuasión, don Armando casi se salió con la suya, porque doña Elena tuvo una ocurrencia: que Jesús y yo nos quedáramos en la fiesta.
– Vosotros no tenéis edad para bailar, pero sí para merendar, así que no vamos a desaprovechar la oportunidad. Siempre queda bien que los hermanos pequeños estén cerca de las hermanas mayores haciendo de «carabinas». Está decidido, se lo diré a la señora de García de Vigo.
Jesús y yo protestamos, pero sin éxito. Amelia se había librado de ir pero la moneda de cambio fuimos nosotros.
El sábado a las seis en punto nos presentamos en la casa de los señores de García de Vigo en la calle Serrano. Doña Paquita, que así se llamaba la señora de García de Vigo, nos recibió sonriente y nos invitó a pasar a un amplísimo salón que había dispuesto como sala de baile.
– Pasad, pasad, sois los primeros -dijo doña Paquita.
– Ya te dije que llegaría a tiempo para ayudarte -respondió doña Elena.
– He invitado en total a treinta jóvenes, ya verás qué bien lo van a pasar. Y vosotros -dijo refiriéndose a Jesús y a mí- debéis estar atentos a que nadie se propase con las señoritas, cualquier cosa rara que veáis nos lo decís. Nosotras estaremos atentas, pero por si acaso nos distrajésemos estaréis ahí vigilantes, y os encargaréis de poner música, tenemos unos pasodobles muy animados.
Jesús y yo habíamos acordado ir a lo nuestro, que no era otra cosa que merendar. No teníamos la más mínima intención de hacer de vigilantes de las chicas, salvo que alguno de los jóvenes se propasara con Laura o con Antonietta, las demás nos daban igual.
No tardaron en llegar los primeros invitados. A Jesús y a mí nos parecieron todos iguales: ellos con traje y corbata, muy repeinados, y ellas con faldas almidonadas.
Doña Paquita había dispuesto una mesa con una enorme sopera llena de ponche; al lado, platos con croquetas, tortilla de patata y embutidos dispuestos primorosamente.
Después de beber una primera copa de ponche, los jóvenes se dispusieron a bailar. Y como era de prever, en cuanto doña Elena y doña Paquita se distraían, a ellos les ocurría lo mismo con las manos que se perdían por las espaldas de las chicas. Algunas les empujaban azoradas, otras sonreían pícaramente haciendo un ademán de rechazo pero sin demasiada contundencia.
No perdíamos de vista a Laura y a Antonietta, y en cuanto alguno intentaba propasarse, nos acercábamos de manera que los chicos entendieran que con ellas era mejor no intentar nada. Laura, por su cuenta, había encontrado la manera de poner distancias: en cuanto alguno se le acercaba más de lo debido, le propinaba un fuerte pisotón.
Nosotros nos divertimos. Creo que yo me comí todas las croquetas de bacalao que, según había comentado doña Paquita, las había preparado su hija Maruchi, quien por cierto se hacía la distraída cuando algún joven se le acercaba más de lo conveniente.
Mientras, doña Paquita informaba a doña Elena de quiénes eran aquellos jóvenes.
– Mira -decía-, ése de la chaqueta gris y con bigote es el hijo del subsecretario, y, el que está al lado tiene mucho porvenir, es de Falange y tiene un puestazo en el Mercado de Abastos. Ese medio rubio se llama Pedro Molina; fíjate bien, es un buen chico, aunque huérfano de padre: al pobre hombre lo mataron en la guerra, en Paracuellos. Su madre es prima de un militar muy vinculado al Caudillo. Creo que le tienen en gran estima, y dicen que es de los pocos que le tutea. A su madre le han dado un estanco y a él le han colocado en un buen puesto en el Ministerio de Hacienda. Mira, mira cómo se fija en Laura… ¡Uy, qué suerte! Si tu hija le «pesca», os podréis sentir afortunados. ¡Menuda boda!
Antonietta vino a sentarse con nosotros. Estaba un poco cansada y aquellos muchachos la abrumaban con sus bromas y su vitalidad.
– Hija, ¿no te diviertes? -le preguntaron al alimón doña Paquita y doña Elena.
– Sí, sí, mucho, pero es que estoy un poco cansada -se disculpó ella.
– Descansa un poco, pero no mucho rato porque de lo contrario alguna chica te quitará a tus admiradores -le advirtió doña Paquita, sin darse cuenta de que para Antonietta suponía un alivio que la ignoraran.
A las diez en punto, doña Paquita dio por finalizada la merienda-baile. Regresamos a casa amenizados por la charla entusiasta de doña Elena. Para ella la velada había sido un éxito. El sobrino del militar cercano al Caudillo, que dijo llamarse Pedro, se había acercado para presentarle sus respetos y pedirle permiso para visitar a Laura. Doña Elena ignoró la mirada de espanto de su hija y le respondió al muchacho que estarían encantados en recibirle el próximo jueves por la tarde.
Laura se quejaba a su madre.
– No tenías que haberle invitado, es un repelente.
– Es un buen chico, a su padre lo mataron en Paracuellos, y ya ves… él está estudiando Comercio y su madre tiene un estanco. No es un partido que podamos desechar.
– Pues a mí no me gusta, así que no le des alas porque no pienso salir con él. Es un fascista.
– ¡Pero habrase visto! No quiero que vuelvas a decir esa palabra ¡nunca, nunca! ¿Me oyes? En España ya no hay partidos, ahora somos todos españoles.
– Sí, españoles fascistas porque al resto los han matado o están en el exilio.
– ¡Pero qué habré hecho yo en la vida para merecer esto! ¿No te das cuenta de nuestra situación? Hasta tu padre se ha dado cuenta de que no hay otro remedio que acostumbrarnos a Franco; además, digáis lo que digáis, está haciendo las cosas bien, por lo menos tenemos paz.
– ¿Paz? ¿Qué paz? ¿Llamas paz a matar a todos los que no están con el Régimen? -protestaba Laura.
– Lograrás que nos metan a todos en la cárcel, ya verás… -gimoteó doña Elena.
A pesar de las protestas de Laura, Pedro Molina comenzó a frecuentar la casa. Doña Elena se mostraba solícita con él, pero Laura no le ocultaba su antipatía. El muchacho parecía no querer darse por enterado del desdén de Laura, y cuanto peor le trataba más interesado parecía él.
– ¡Es un remilgado! No le soporto.
– Es un caballero y un buen partido. ¿Es que quieres quedarte para vestir santos?
– Lo prefiero. Te aseguro, madre, que lo prefiero, cualquier cosa mejor que estar al lado de ese estirado.
Doña Elena hacía caso omiso de las protestas de Laura, y un día, cuando Pedro Molina estaba en casa merendando, dejó caer que le gustaría conocer a su madre.
– Un día tiene usted que traer a su señora madre a merendar, nos haría un gran honor poder conocerla.
– ¡Desde luego, doña Elena! Pero somos nosotros quienes debemos invitarlas. No sabe cuánto desea mi madre conocer a Laura.
– Pues no hay más que hablar, el próximo jueves vienen unas amigas a pasar la tarde y su madre será bien recibida en esta casa.
Mientras tú hablas con Laura, nosotras la entretendremos un rato. Pobre mujer, ¡cuántas desgracias ha soportado!
– Si no fuera por su primo no sé qué habría sido de nosotros… Pero el primo de mamá es un militar muy afecto al Caudillo y ha cuidado de que nada nos falte. Ya sabe usted que tengo un buen trabajo, donde estoy muy considerado.
– ¡Claro, claro! Es que tú eres un joven de valía, llegarás muy lejos.
– Yo sólo quiero llegar a ser digno de Laura -suspiró Pedro Molina.
La visita de la madre de Pedro trajo de cabeza a toda la familia. Doña Elena pidió a don Armando que procurara llegar a tiempo del trabajo para conocer a la viuda.
– Pero, mujer, cómo voy a irme antes de mi hora.
– Es un buen partido para Laura, así que debemos hacer todo lo posible para que el noviazgo salga adelante.
– Pero ¿qué noviazgo? Laura no quiere saber nada de ese tal Pedro Molina. Tú te estás metiendo a casamentera y esto va a terminar mal. Ese chico se hace ilusiones, no por lo que le dice Laura sino por lo que le dices tú.
– Armando, deberías ayudarme en vez de ponerme chinitas en el zapato.
– No, Elena, no pienso ayudarte a forzar una boda que a nuestra hija le repele. Déjala en paz, ya encontrará novio, y si no lo encuentra será porque no quiere.
– Pero ¿no te importa que Laura se convierta en una solterona? ¡Qué le espera a una mujer sola en la vida!… No, no lo voy a consentir, aunque no estés de mi parte.
La madre de Pedro Molina resultó ser una señora entrada en carnes y nada dispuesta a que su hijo se casara con alguien que no hubiera sido elegida por ella. Laura hizo lo imposible por caerle mal, pero aunque se hubiera mostrado encantadora, tampoco le habría gustado a la buena señora.
Se notaba que era una «quiero y no puedo», es decir, que hasta que no había tenido el estanco no había dispuesto de un duro para gastar y miraba con recelo a doña Elena, cuyo porte y ademanes elegantes ella nunca alcanzaría a tener.
Doña Elena se mostró encantadora, le presentó a sus amigas y procuró que se sintiera a gusto, pero no lo consiguió. La viuda de Molina se sentó muy tiesa en el borde de la silla y no hizo ni un solo elogio a las magdalenas «hechas» por Laura (en realidad las había preparado Antonietta) ni al chocolate con leche que tanto había costado conseguir (la tableta de chocolate era un regalo de doña Rosa la mercera). En cuanto a la leche, Edurne la había conseguido en el mercado negro. Por cierto que, para la ocasión, Edurne había almidonado su uniforme. Pero ni por esas parecía conmovida. Una hora después de llegar acompañada de su hijo adujo que debía marcharse, y a pesar de la mirada silenciosa y suplicante de Pedro, se mostró inflexible. Dijo que se iban y se fueron. Después, para alivio de Laura, Pedro Molina empezó a espaciar las visitas. Estaba claro que no contaba con la aprobación de la viuda.
Pocos días antes de Navidad se presentó una extraña mujer en casa preguntando por Amelia. Fui yo quien le abrió la puerta.
– ¿La señorita Amelia Garayoa?
– Sí, es aquí- dije yo mirando asombrado a aquella mujer de cabello rubio encanecido, delgada y resuelta. El abrigo era de buen paño, y el collar de perlas relucía tanto como los botines de piel que calzaba. Me pareció que tenía un ligero acento extranjero, pero debió de ser una impresión.
– ¿Quiere decirle que estoy aquí?, soy la señora Rodríguez.
Fui a avisar a Amelia. Ella pareció sorprenderse cuando le anuncie a la señora Rodríguez.
– ¿Quién es? -quiso saber doña Elena.
– Una persona que conocí por Albert, creo que era amiga de sus padres -respondió Amelia.
Amelia condujo al salón a la señora Rodríguez y le ofreció una infusión de malta que ella rechazó, luego se quedaron durante largo rato hablando en voz baja. Cuando la señora Rodríguez se fue, Amelia parecía preocupada. Pero no dijo nada y esquivó con vaguedades las preguntas de su tía; ni siquiera a su tío le quiso decir más.
Recuerdo que aquella Navidad fue especial porque vinieron a pasarla con nosotros Melita, su marido y su hija, la pequeña Isabel. Melita ya estaba muy avanzada en su embarazo y le había dicho a su marido que tenía el antojo de pasar las Navidades en Madrid. Él se había resistido, no quería pasarlas lejos de su familia en Burgos, pero fuera porque Melita se puso enferma del disgusto o porque él temiera que le pasara algo al niño, el caso es que llegaron a Madrid el mismo día 24 por la mañana trayendo consigo un cesto en el que guardaban dos gallinas ya peladas, además de dos docenas de huevos, la consabida mantequilla y un buen pedazo de lomo de cerdo adobado, amén de pimientos, cebollas y perejil. Incluso trajeron dos botellas de vino.
Hacía tiempo que no pasábamos una Navidad tan alegre. Doña Elena y don Armando se sentían felices de tener a sus tres hijos con ellos, además de a sus dos sobrinas; en cuanto a mí, ya era uno más de la familia. Mi madre, Lola, continuaba sin dar señales de vida, lo mismo que mi padre. Yo aún aguardaba a que un día aparecieran, que vinieran a por mí, pero mientras tanto mi único horizonte era el de aquella familia que tan generosamente me había acogido.
El día de Navidad nos levantamos tarde y desayunamos en pijama en la cocina, pese a las protestas de doña Elena, que nos decía que no debíamos sentarnos nunca a la mesa sin antes habernos aseado y vestido, pero don Armando intervino diciendo que por un día no pasaba nada. No habíamos terminado de desayunar cuando Melita comenzó a sentirse mal.
Entre don Armando y Rodrigo la llevaron de nuevo a la cama, y doña Elena llamó al médico de la familia.
– Te habrá sentado algo mal, quizá cenaste demasiado -le dijo Rodrigo.
Ninguno pensábamos que pudiese ser otra cosa que una indigestión puesto que aún le faltaban un par de meses para cumplir con el embarazo. Pero Melita se quejaba y aseguraba que tenía contracciones.
– Os digo que estoy de parto, me acuerdo muy bien de cómo fue cuando nació Isabel.
– Que no, mujer, cálmate -le insistió su marido.
Don Eusebio, el médico, no tardó en llegar con aspecto somnoliento. Nos echó a todos de la habitación, salvo a doña Elena.
Cuando don Eusebio salió del cuarto, no dejó lugar a dudas:
– Melita está de parto, imposible trasladarla a ningún hospital, no llegaríamos. A ver, Laura, pon agua a calentar, y tú, Amelia, trae unas toallas y algo de ropa blanca.
Rodrigo se puso pálido, temeroso de que le sucediese algo a Melita.
– Doctor, ¿está usted seguro de que no llegamos a un hospital? No vaya a ser que el parto se complique…
– Claro que es un parto complicado, el niño es sietemesino, así que póngase a rezar, es lo mejor que puede hacer. ¡Ah!, y llame a este número, que es el de una comadrona que conozco; una buena mujer y puede que esté dispuesta a venir a ayudarme.
Rodrigo telefoneó de inmediato a la comadrona y le prometió una buena paga si venía a ayudar en el parto.
Antonietta nos dijo que todos debíamos ayudar a Melita, y que en el caso de Jesús y mío el mejor servicio que podíamos hacer era el de estar quietos y no alborotar.
La matrona tardó casi una hora en llegar, hasta entonces Melita no había dejado de gritar. Cuando la mujer llegó, el médico mandó salir de la habitación a Amelia y a Laura.
Recuerdo a Rodrigo llorando en silencio. Se había sentado en la sala de estar fumando un cigarro tras otro mientras las lágrimas le empapaban el rostro.
– Pues sí que la quiere -me dijo Jesús asombrado. Nunca antes había visto llorar a un hombre.
– ¿Cómo no ha de quererla si es su mujer? -respondí yo.
– ¡Pobrecita! -murmuró Rodrigo, lamentándose de haber accedido a su deseo de viajar a Madrid estando embarazada de siete meses.
El niño no nació hasta bien entrada la tarde, y gracias a Dios, pese a las complicaciones del parto, tanto él como Melita superaron el trance.
– Ha perdido mucha sangre y está muy débil, pero es una muchacha fuerte y se recuperará. Su hijo es muy pequeño, dadas las circunstancias, pero espero que salga adelante -le dijo don Eusebio a Rodrigo, que no sabía cómo agradecerle que hubiera salvado a su mujer y a su hijo.
– Estaré siempre en deuda con usted. Dígame qué le debo, no importa cuánto, lo que sea, después de lo que ha hecho usted…
– Joven, hay cosas que no se hacen por dinero. ¿Sabe cuánto hace que conozco a Melita? Pues desde que era poco mayor que su hija Isabel. No estoy aquí por dinero, sino por amistad con la familia, sólo por eso.
Aun así, al igual que lo hizo la comadrona, aceptó la generosa dádiva de Rodrigo.
– Tiene que descansar una buena temporada. En cuanto al niño, necesitará muchos cuidados habida cuenta de que es prematuro y de que corre algunos peligros -advirtió don Eusebio.
– Los llevaré de inmediato al hospital -afirmó Rodrigo.
– No, no, ni se le ocurra moverlos de casa. Lo mejor es que se queden aquí. Hágame caso. Yo volveré esta noche a verles, y si me necesitan, no duden en llamarme.
– Contrataré a una enfermera. ¿Puede usted recomendarme a alguien?
– Sí, a doña Elena, es quien mejor puede cuidar de Melita, nadie mejor que su madre.
Doña Elena permitió a Rodrigo entrar en la habitación durante unos minutos advirtiéndole de que no debía fatigar a Melita.
– Y sobre todo nada de reproches. La pobrecita cree que estarás enfadado por haber venido a Madrid cediendo a sus súplicas.
– ¡Cómo voy a reprocharle nada! Doy gracias a Dios porque esté viva.
Melita le pidió a Rodrigo que permitiera ponerle al niño el nombre de Juan.
– Quiero que se llame como mi tío.
El aceptó sin resistencias. Estaba demasiado asustado para negarle nada.
A mediados de enero Rodrigo tuvo que regresar a Burgos, dejándonos en casa a Melita, quien aún guardaba cama. Don Eusebio no le hubiera permitido viajar, y mucho menos al niño, al que todos llamábamos Juanito.
Doña Elena se sentía feliz de tener a Melita y a sus dos nietos. No estaba dispuesta a dejarles ir hasta estar segura de que tanto su hija como su nieto estuvieran en perfecto estado. Don Eusebio bromeaba diciendo que sería doña Elena la que decidiría cuándo les daba el alta, aunque él recomendaba que al menos se quedaran en Madrid hasta el verano.
Rodrigo aceptaba sin protestar cuanto le decían. Se sentía agradecido por tener a Melita y a su hijo vivos, de manera que decidió venirse a Madrid todas las semanas a verles. El sábado a primera hora cogía el tren desde Burgos y regresaba el domingo. Sólo podía estar unas horas con su mujer y sus hijos, pero mejor eso que nada.
A Melita tampoco pareció importarle quedarse al abrigo de su familia. No es que no fuera feliz en Burgos, donde tenía una buena casa y la familia de su marido la apreciaba sinceramente, pero Melita extrañaba a sus padres y a su hermano Jesús, que siempre había sido su favorito, aunque también quería mucho a su hermana Laura. Pero Laura siempre había hecho mejores migas con su prima Amelia, y Melita respetaba la complicidad que había entre ellas.
Don Armando, por su parte, mimaba cuanto podía a sus dos nietos. Isabel era una niña muy cariñosa siempre dispuesta a regalar sus mejores sonrisas al abuelo. En cuanto al pequeño Juanito, todos rezábamos para que se recuperara lo antes posible, pero al pequeñín le costaba coger peso y tenía frecuentes diarreas que preocupaban mucho a don Eusebio.
En mayo de 1943 Javier se rompió una pierna. El niño ya había cumplido los siete añitos y era muy guapo. Rubio, espigado, con ojos verdes, era un trasto que llevaba a mal traer a la pobre Águeda. La mujer se veía impotente para impedirle subir a los árboles del Retiro, demasiado grandes y altos para él. Pero Javier se las arreglaba para gatear como una ardilla ante la mirada horrorizada de Águeda, que le suplicaba que bajase porque si no se lo diría a su papá. Pero Javier había heredado el temperamento rebelde de Amelia y no se amedrentaba por una amenaza que sabía que la buena de Águeda no cumpliría, de manera que trepaba hasta donde podía por los árboles.
Un sábado por la mañana acompañamos a Amelia al Retiro para que, como en otras ocasiones, pudiera ver a Javier. El día anterior Amelia había mandado a Edurne a merodear por la casa de Santiago a la espera de que saliera Águeda para preguntarle cuándo podría ver al niño. Quedaron a las diez del día siguiente. Jesús y yo solíamos acompañarla porque a doña Elena no le gustaba que Amelia estuviera sola por si aparecía Santiago y se veía en un apuro. Aprovechábamos para llevarnos un balón y jugar al fútbol, mientras que Antonietta solía llevarse un libro, aunque desde que estaba con nosotros Melita, le gustaba encargarse de Isabel, que disfrutaba de lo lindo correteando por los jardines del parque.
Nos sentamos en un banco no lejos de donde Águeda estaba con Javier y su hija Paloma.
Amelia seguía los movimientos de Javier sin perderle de vista. Aquel día Javier estaba especialmente rebelde y se negaba a obedecer a Águeda. El niño había elegido un árbol frondoso con muchas ramas para su habitual escalada, y, ajeno a los ruegos de Águeda, comenzó la subida.
– Debe de tener las manitas desolladas de tanto trepar, quizá deberían ponerle unos guantes, no sé cómo Águeda no piensa en eso -protestó Amelia.
Jesús y yo nos pusimos a jugar con el balón sin prestar atención a Javier, mientras Antonietta estaba atenta a Isabel que se entretenía con una muñeca de trapo que le había hecho doña Elena.
De repente Amelia gritó y salió corriendo. Nos asustamos y corrimos tras ella.
Javier se había caído del árbol y gimoteaba de dolor mientras Águeda gritaba asustada sin saber qué hacer.
Amelia apartó a Águeda sin contemplaciones y cogió al niño en brazos.
– ¿Qué te duele? Dime, hijo, ¿qué te duele? -le preguntó con los ojos llenos de lágrimas.
– La pierna… me duele mucho la pierna, no la puedo mover… y el brazo, también me duele, pero sobre todo la pierna…
Javier lloraba mientras la rodilla se le hinchaba rápidamente. Amelia no hacía caso de los requerimientos de Águeda, y con el niño en brazos, salió corriendo dispuesta a llevarlo al hospital.
No sé de dónde sacó fuerzas, porque estaba más delgada que un suspiro, pero corría a tal velocidad que nos costó alcanzarla. Águeda llevaba en brazos a su hija Paloma y también corría tras ellas, lo mismo que Antonietta, que apenas podía con Isabel, a la que terminó cogiendo en brazos Jesús.
Llegamos hasta un hospital cerca del Retiro y allí se hicieron cargo de Javier.
– Pero ¿qué le ha pasado? -preguntó el médico.
– Se ha caído de un árbol, es muy inquieto y con él no hay manera -respondió Amelia.
– Usted es su madre, ¿verdad? No hace falta ni que lo diga, se parece a usted.
– Sí, es mi hijo -respondió Amelia mientras apretaba la mano de Javier.
– No, no… mi mamá es esa otra señora -dijo Javier señalando a Águeda, que acababa de entrar sudorosa con Paloma en los brazos.
– ¿Esa señora? -El médico miró con incredulidad a Águeda.
– Sí, ésa es mi mamá.
Amelia y Águeda se miraron sin saber qué hacer ni qué decir, lo cual sorprendió al médico.
– Pero bueno, ¿cuál de las dos es su madre? -preguntó enfadado.
– Yo, yo soy su madre, ella es… bueno, es como una madre para él porque lo cuida desde pequeño -respondió Amelia señalando a Águeda.
– ¡Que no, que tú no eres mi mamá! -chilló Javier.
– ¿Y su padre? ¿Dónde está?
– En el trabajo -respondió Águeda.
– Pues llámenle -ordenó el médico mientras le escayolaba la pierna y le ponía un vendaje en el brazo, que afortunadamente no estaba roto.
– Bueno, jovencito, ahora no vas a poder trepar por los árboles en una temporada, y espero que esto te sirva de lección y obedezcas a tu madre cuando te dice que tengas cuidado y no te subas tan alto.
– Sí, señor -respondió Javier, cabizbajo.
Justo cuando íbamos a salir del hospital llegó Santiago, al que Águeda había avisado por indicación del médico.
Nada más ver a Amelia se le crispó el rostro y le arrebató a Javier de los brazos. El médico le miró extrañado.
– El niño está bien, ya le he dicho a su esposa que tiene que guardar reposo y llevar la escayola cuarenta días. Pero no se preocupe, el hueso soldará bien.
– Le estoy muy agradecido, doctor, gracias -respondió secamente.
Águeda se retorcía las manos nerviosa y Amelia estaba pálida como si fuera de cera. Antonietta dijo sentirse mareada e Isabel lloraba asustada en brazos de Jesús, mientras yo estaba noqueado sin saber qué hacer.
– Águeda, explícame qué ha pasado -le ordenó Santiago.
– El niño estaba subiendo a un árbol y de repente se cayó… yo… lo siento… no pude evita… evitarlo -respondió Águeda tartamudeando.
Amelia lo miró, y su mirada era una súplica. Durante unos segundos los ojos de Santiago parecieron calmarse, pero volvió la vista, ignorándola.
– Santiago, quiero hablar contigo -le rogó Amelia.
– Esta señora le ha dicho al médico que es mi mamá -dijo de repente Javier.
Santiago apretó a su hijo con fuerza mientras se plantaba ante Amelia.
– No quiero que te acerques a Javier. No lo hagas o te arrepentirás.
– Por Dios, Santiago, estamos en la calle, ¿no podríamos hablar? No puedes negarte a que vea a mi hijo, no puedes engañarle diciéndole que tiene otra madre, no tienes derecho a hacernos esto a ninguno de los dos.
Creo que si Santiago no hubiera tenido a Javier en brazos la habría abofeteado, tal era la furia con que la miraba. Yo me coloqué al lado de Amelia intentando protegerla, aunque reconozco que temblaba ante la ira de Santiago.
– Tú no tienes hijos, no tienes nada.
– Javier es mi hijo y algún día se lo tendrás que decir. Lleva también mi apellido y eso no lo puedes cambiar. Tendrás que explicarle quién es su madre, y aunque le digas que soy lo peor de lo peor, lo que jamás le podrás decir es que no le quiero, porque le quiero con toda mi alma y estoy dispuesta a lo que sea por él.
– Papá…
– Calla, hijo. Y tú… tú no tienes vergüenza, te lo vuelvo a repetir: no te acerques a Javier, o te arrepentirás.
– Papá…
– ¡Cállate!
– ¡No le grites! El niño no tiene la culpa de nada.
– ¿Te atreves a decirme lo que puedo o no puedo hacer?
– Sí, me atrevo a decirte que no grites al niño y también a suplicarte que hables conmigo, que lleguemos a un acuerdo que le permita a Javier saber quién soy y cuánto le quiero.
– Márchate, Amelia, y no vuelvas a acercarte a nosotros o lo pagarás.
– ¿Qué más puedes hacerme? No tienes derecho a negarle a Javier su verdadera madre engañándole al hacerle creer que Águeda es lo que no es.
– ¡Cómo te atreves a decir lo que debo hacer! ¿Quién estaba con Javier cuando estaba enfermo? ¿Quién le ponía paños con vinagre en la frente para bajarle la fiebre? ¿Quién le ha limpiado los pañales, le ha vestido, bañado y le ha dado de comer? ¿Quién ha estado al lado de su cuna cuando se desvelaba por la noche? Yo te diré quién lo ha hecho: esta mujer, sí, porque tú estabas con tu amante revoleándote quién sabe dónde. Y ahora te atreves a venir aquí como si nada hubiera pasado para reclamar y decir que tú eres su madre. ¿Qué clase de madre abandonaría a su hijo por seguir a un desgraciado?
Vi que Amelia estaba a punto de llorar, herida en lo más profundo, sintiendo una vergüenza infinita por lo que Santiago le decía en presencia de su hijo.
– Necesitas destruirme para que el niño no me quiera, necesitas que me aborrezca, que piense de mí lo peor. ¿Crees que así le favoreces? Me odias y lo entiendo, pero ese odio te impide pensar que Javier tiene derecho a su madre, aunque sea una madre tan… tan imperfecta como yo.
– Pero tú no eres mi mamá -dijo Javier, irritado ante la insistencia de Amelia.
– Sí, sí soy tu mamá, claro que soy tu mamá y te quiero más que a nadie en el mundo.
– Entonces, ¿por qué no estás conmigo? No, no eres mi mamá, ella es mi mamá. -Javier señalaba con la mano a Águeda, que permanecía muy quieta sin atrever a moverse ni a decir una palabra.
– La maternidad no consiste sólo en parir, tú has parido a Javier, pero ese instante no te convierte en su madre.
Santiago dio media vuelta y comenzó a caminar con paso rápido sin esperar siquiera a Águeda, que le seguía llorosa con su hija en brazos temiendo la tempestad que se le avecinaba en cuanto llegara a casa.
Amelia se quedó muy quieta, parecía una muerta tan pálida como estaba. Antonietta le hablaba pero ella no contestaba, tampoco parecía oírnos ni a Jesús ni a mí. Antonietta la sacudió del brazo intentando que volviera a la realidad.
– Vámonos, Amelia, vámonos a casa.
Regresamos en silencio; nosotros, apesadumbrados; ella, con el alma desgarrada por el dolor.
Cuando Antonietta le contó a doña Elena lo sucedido, la buena mujer se indignó.
– ¡Parece mentira que se comporte así! Santiago olvida que es un caballero y que como madre de su hijo te debe un respeto.
– Un instante… ha dicho que Javier es sólo un instante de mi vida… y que ese instante no me convierte en su madre… -sollozaba Amelia.
– Pues le guste o no, eres la madre de Javier -le dijo Laura, muy afectada por el dolor de su prima.
Melita cogía la mano de Amelia y la apretaba intentando consolarla.
Don Armando regresó del trabajo a la hora del almuerzo y se encontró a todas las mujeres de la familia hechas un mar de lágrimas.
– Tenemos que arreglar esta situación, Santiago no puede negarte a Javier.
– ¿Y si le reclamamos en los tribunales? -propuso doña Elena.
– No, en los tribunales no, ahí tenemos las de perder. Don Manuel es un hombre influyente, y además… no podemos justificar algunas cosas… -explicó don Armando.
– Lo sé, tío, lo sé, no podemos justificar que abandonara a mi hijo y a mi marido para irme con otro hombre, que además era un comunista -dijo Amelia.
– No digas esas cosas, hija. Déjame pensar, encontraremos una solución.
– No, tío, no hay ninguna solución. Santiago me odia y no me perdonará jamás. Su venganza es negarme a nuestro hijo.
Dos días más tarde, Edurne encontró a Águeda cerca de nuestra casa.
– Dile a la señora Amelia que no se preocupe por nada, que Javier está bien, aunque anda triste por lo que pasó.
– Se lo diré.
– Yo… yo… lo siento, siento lo que está pasando la señora. Dile que don Santiago quiere al niño con toda su alma, que no le falta de nada, y yo… yo quiero mucho a Javier, es… es como si fuera mi hijo. El niño le ha preguntado a su padre por qué la señora del parque que le llevó al hospital decía que era su madre, y me ha preguntado a mí también si soy su mamá. No sabía qué decirle.
– ¿Y qué le has dicho?
– Que es mi hijo del alma, y él me ha preguntado que eso qué es. Don Santiago le ha pedido que se olvide de la señora, que no tiene más madre que yo, pero Javier no se ha quedado conforme.
Aunque es muy pequeño, es inteligente y sé que le da vueltas a la cabeza. Edurne, ¿tú crees que la señora Amelia me perdonará? No fui capaz de resistirme a… bueno, ya sabes cómo son los hombres, y tratándose de don Santiago, no supe negarme cuando él…
– ¿Le quieres, Águeda?
– ¡Cómo no he de quererle! Es un caballero ¡y tan buen mozo!… Las mujeres como nosotras no podemos negarnos a los caballeros. Tengo una hija de don Santiago, Paloma, y él la quiere a su manera. Sé que nunca será para él lo mismo que Javier, pero la quiere y no permitirá que le falte de nada. No la niega como hija y ya me ha dicho que la enviaremos a estudiar a un buen colegio de monjas, y que tendrá una buena dote cuando se tenga que casar, y que a él mismo no le dolerán prendas para acompañarla al altar.
– Para eso falta mucho, tu hija es muy pequeña. ¿Te fías tanto de don Santiago?
– Es un hombre de palabra, preferiría morirse antes que no cumplir. Sé que cumplirá y que no nos abandonará ni a mí ni a mi Paloma. Edurne, dile a la señora Amelia que me perdone y que haré todo lo posible para que pueda volver a ver a su hijo, aunque será mejor que no lo intente en una buena temporada.
– Se lo diré, descuida que se lo diré.
A todos nos conmovió el gesto de Águeda, a todos menos a Amelia. Ella la seguía considerando una intrusa en su casa, alguien que le estaba arrebatando el afecto de su hijo.
– Ella no tiene la culpa de lo que pasa. -Laura intentaba aplacar el malhumor de Amelia.
– Es una buena mujer, mejor que Javier esté con ella que con otra -le dijo doña Elena.
– Yo creo que Santiago te sigue queriendo -aseguró Antonietta ante el estupor de todos nosotros.
– Pero ¿qué dices? ¿Cómo puedes creer eso? Me odia, me odia con toda su alma.
– Pues yo pienso que te quiere pero que no te puede perdonar porque su orgullo se lo impide. Si tú pudieras vencer su orgullo, volveríais a ser felices.
– ¿Felices? ¿Sabes, Antonietta?, puede que nunca lo fuéramos.
Un mes más tarde, la señora Rodríguez, aquella que se había presentado de improviso por Navidad, volvió preguntando por Amelia, pero ella no estaba en casa, de manera que dejó una tarjeta de visita con el encargo de que se la entregásemos cuando regresara.
Los siguientes días noté que Amelia estaba intranquila. Doña Elena lo achacaba al calor, era junio y en Madrid hacía mucho calor; por las noches costaba dormir, de manera que cualquier cosa que nos pasaba lo achacábamos a los efectos del calor. Yo sin embargo me di cuenta de que la visita de la señora Rodríguez debía de tener algo que ver con el nerviosismo de Amelia.
Una tarde en la que Amelia se retrasó más de lo acostumbrado nos dijo que había ido a devolver la visita a la señora Rodríguez.
– ¿Te ha dado alguna noticia de Albert James? -le preguntó doña Elena a Amelia, recordando que nos había dicho que aquella señora era amiga del periodista norteamericano.
– Sí, me ha dicho que Albert está bien -respondió secamente Amelia.
– ¿Dónde está ahora? ¿En Londres o en Nueva York? -quiso saber Laura, que parecía sentir una especial devoción por el norteamericano.
– En Londres, creo que sigue en Londres… al menos, es lo que me ha dicho la señora Rodríguez.
La familia seguía viviendo pendiente de la radio. Todas las noches después de la cena nos sentábamos en la sala a escuchar las noticias. Seguimos con atención el derrocamiento de Mussolini y su posterior liberación por un comando alemán y la proclamación de la República Social Fascista de Saló, un ente político fantasma creado por el Duce en el norte de Italia alrededor de unos pocos fascistas fanáticos.
El otoño del año 1943 se instaló en nuestras vidas sin que pareciera capaz de cambiar nuestra rutina.
Una tarde de finales del mes de octubre en la que yo me había quedado en casa por culpa de un resfriado llamó a la puerta un visitante inesperado.
Amelia, Laura y Antonietta habían acompañado a doña Elena a hacer una visita a casa de una amiga, y Jesús se había ido a buscar a su padre al despacho donde trabajaba para acompañarle de regreso a casa. Así que, salvo Edurne y yo, no había nadie más en la casa.
Yo dormitaba en mi habitación y Edurne cosía en la cocina cuando escuchamos el timbre.
Edurne abrió la puerta y soltó un grito que me despertó. Salí de inmediato de mi habitación y me quedé sin habla al encontrar en el vestíbulo a un alemán vestido de uniforme: alto, rubio, de ojos azules, bien parecido. Tenía una cicatriz en forma de media luna que le cruzaba desde la ceja derecha hasta la nariz.
– Quisiera ver a la señorita Garayoa.
– ¿Cuál de ellas? -preguntó Edurne con un hilo de voz.
– La señorita Amelia Garayoa, soy… soy un viejo amigo suyo.
– Lo siento, pero en este momento no está en casa. ¿Quiere dejar su tarjeta?
– Preferiría esperarla. ¿Cree que tardará mucho?
– No lo sé -respondió secamente Edurne, que empezaba a encontrar fuerzas para hablar con aquel hombre cuyo uniforme la intimidaba.
– Lo mismo tarda en volver -intervine yo, asustado, pensando que aquel hombre lo mismo pretendía hacer algo malo a Amelia.
El oficial alemán se volvió hacia mí mirándome con simpatía.
– ¿Eres su primo Jesús o eres Pablo? Tienes que ser uno de los dos.
Me quedé petrificado. Aquel oficial sabía de nuestra existencia. Y de repente pensé que nos iba a detener a todos. Me quedé callado, sin responder, cuando oímos girar la llave de la puerta y la voz de doña Elena. Cuando entró seguida por Laura, Antonietta y Amelia, doña Elena dio un grito asustada al ver al militar alemán.
– Pero ¿quién es usted? -preguntó doña Elena.
– Siento molestarla, busco a la señorita Amelia Garayoa…
No continuó al distinguir a Amelia: ambos se miraron a los ojos con emoción, y sin mediar palabra se abrazaron. A doña Elena casi le dio un síncope, y tuvo que ser atendida por Laura y Antonietta, que la llevaron de inmediato a la sala de estar.
Yo seguía observando al oficial y a Amelia fascinado por la escena. Amelia lloraba, y él a duras penas podía contener las lágrimas. De repente Amelia pareció reaccionar.
– Ven, te presentaré a mi familia.
– Quizá no ha sido buena idea presentarme de improviso… creo que se han llevado un buen susto.
Amelia le cogió de la mano y lo llevó a la sala de estar, donde doña Elena se recuperaba bebiendo un vaso de agua.
– Tía, quiero presentarte al barón Von Schumann, un viejo amigo muy querido por mí.
El oficial se cuadró ante doña Elena, inclinándose para besarle la mano, lo que sirvió para disipar algunos temores de la mujer, incapaz de permanecer insensible ante cualquier demostración de buenos modales.
Laura y Amelia intercambiaron una mirada cómplice que no nos pasó inadvertida a ninguno de los que estábamos allí.
Doña Elena le invitó a sentarse a la espera que de Amelia explicara más detalladamente quién era aquel oficial. En aquella casa todos odiábamos a los alemanes, queríamos que perdieran la guerra, y más que nadie Amelia, quien defendía que si así fuera, Inglaterra y las potencias aliadas nos librarían de Franco. De manera que difícilmente podíamos aceptar de buen grado a un oficial alemán que para todos nosotros representaba el lado más oscuro de la contienda. Era el enemigo y lo teníamos sentado en la sala de estar.
Pero Amelia no parecía dispuesta a decirnos ni una palabra de más sobre quién era aquel hombre. Reiteró que era un viejo amigo al que había conocido años atrás. Todos nos preguntábamos que dónde, pero nadie dijo nada. Hablamos de generalidades y a ninguno se nos ocurrió mencionar la guerra. Explicó que era la tercera ocasión que visitaba Madrid, que años atrás había viajado por España con su padre, mencionando visitas a Barcelona, Bilbao y Sevilla. Doña Elena respondió que teníamos un otoño muy frío y lluvioso, pero que aun en invierno salía el sol en Madrid. Poco después, él preguntó cortésmente si en esas fechas había corridas de toros, a lo que respondimos que no, y doña Elena aprovechó para mostrarse contraria a la fiesta.
– No soporto que se derrame sangre innecesariamente.
Esta afirmación originó que Laura interviniera a favor de la fiesta reprochándole a su madre que no entendiera la grandeza de la lucha entre el torero y el toro. Y así, entre trivialidades, transcurrió cerca de media hora, tiempo en que llegaron don Armando y Jesús.
En el rostro de don Armando el estupor y la preocupación se reflejaron a partes iguales.
Amelia los presentó sin dar más detalles sobre su amistad con el alemán, y nos sorprendió a todos al decir que saldría con él a dar un paseo.
– Es un poco tarde, hija -le reprochó don Armando, muy serio.
– No tardaré mucho, tío, es que el barón no conoce muy bien Madrid, le acompañaré hasta su hotel, se aloja en el Ritz, de manera que regresaré pronto.
– Quizá sería mejor que fueran con él Jesús y Pablo.
– No, no, de ninguna manera. Además, tenemos que hablar, hace mucho que no nos vemos.
Don Armando sabía que Amelia estaba dispuesta a acompañar al alemán con o sin su consentimiento, de manera que prefirió no enfrentarse en aquel momento con su sobrina.
– Está bien, pero no tardes.
Nos despedimos del oficial alemán, al que nunca más volvimos a ver.
Amelia regresó dos horas más tarde y toda la familia la esperaba en la sala de estar.
– Bien, hija, cuéntanos, ¿quién es ese hombre? -preguntó don Armando.
– Le conocí hace muchos años cuando yo aún vivía con Pierre. Luego le volví a encontrar en Berlín cuando trabajé como ayudante de Albert James. Fuimos a Berlín a hacer unos reportajes y allí coincidí con él por casualidad.
– ¿Y no le habías vuelto a ver? -quiso saber doña Elena.
– Sí, nos hemos cruzado en alguna que otra ocasión.
– Es un nazi -sentenció don Armando, sin ocultar su disgusto.
– No, no lo es. Es un alemán que se ha visto atrapado en la guerra, como aquí tantos hombres se vieron atrapados en uno u otro bando.
– Es un nazi -repitió don Armando.
– No tío, no lo es. Te aseguro que es una gran persona a la que debo mucho.
– ¿Qué le debes Amelia?
– Permíteme, tío, que no te lo diga. Hay cosas de las que no quiero hablar. Lo siento. No puedo hacerlo.
– Los nazis arruinaron a tu padre, ¿es que lo has olvidado? Y tú misma nos has contado que cuando estuviste en Berlín te fue imposible averiguar qué había sido de herr Itzhak y su familia.
– ¡Cómo puedes decirme esto! -Amelia parecía a punto de llorar.
– ¡Porque no puedo comprender que tengas amistad con un hombre que viste ese uniforme y que seas capaz de olvidar lo que tu padre sufrió a causa de los nazis! Además, ¿te parece poco lo que están haciendo en la guerra? No, Amelia, no puedo aceptar a un oficial nazi en nuestra casa. Es algo que no voy a tolerar. Por la memoria de mi hermano y por nuestra propia dignidad.
Nunca habíamos visto a don Armando tan serio, tan firme. Nos quedamos todos callados sin saber qué hacer ni qué decir. Amelia se tapó la cara con las manos.
– Piensa en lo que te acabo de decir, hija, pero ten claro que no consentiré que ese hombre vuelva a poner los pies en esta casa.
Amelia miró fijamente a su tío antes de responder.
– Y sin embargo aceptas a Franco, no mueves un dedo contra el nuevo régimen.
– ¡Amelia! -Laura se había levantado de un salto de la silla plantándose ante su prima y conteniendo la ira.
– Es la verdad, todos nos hemos plegado a Franco, ninguno hacemos nada, ¿Creéis que es mejor que Mussolini o que Hitler? Pues yo no lo creo, y sin embargo aquí estamos, sin mover un dedo.
– Hemos perdido la guerra, Amelia, pero no la dignidad -dijo en voz casi inaudible don Armando.
– ¿Qué pretendes que hagamos? ¿No hemos pagado ya con creces? -dijo Laura.
– ¿Por qué juzgáis a Max si no sabéis nada de él? -protestó Amelia.
– Porque pudiendo elegir bando, ha elegido luchar para Hitler -respondió Laura con dureza.
– Es un soldado, no puede elegir -protestó Amelia.
– Sí, Amelia, sí puede hacerlo, aquí lo hicieron muchos soldados, aunque luego perdiéramos -sentenció su tío.
– No podéis comprender… no sabéis… lo siento, pero no sois capaces de ver lo que está pasando.
– Sí, claro que lo vemos, eres tú la que necesita autoengañarse por lo que significa para ti ese hombre -afirmó Laura sin piedad.
Las dos primas se miraron conteniendo las lágrimas. Era la primera vez en su vida que discutían, que se enfrentaban.
Nos quedamos en silencio. Doña Elena rompió la tensión mandándonos a la cama.
– Mañana tenemos que madrugar, dejemos las cosas desagradables para hablarlas a la luz del día, siempre es mejor que hacerlo por la noche. En la noche sólo hay oscuridad.
Nos fuimos a la cama, pero yo no tardé en levantarme; estaba convencido de que Amelia y Laura estarían hablando. Y así fue. Estaban en el salón, y más que hablar, susurraban. Me quedé muy quieto en la puerta, escuchando.
– ¡Qué cosas me has dicho, Laura! Precisamente tú…
– Pero, Amelia, ¿por qué no me quieres decir ni siquiera a mí lo que te une a ese hombre?
– Por tu bien, Laura, no te lo digo por tu bien. Hay cosas que es mejor que no sepáis por ahora, algún día te las contaré, te lo juro, pero tienes que confiar en mí.
– Me he dado un buen susto al entrar en casa y ver a un nazi. Por un momento he pensado que nos iban a detener.
– ¡Pobre Max!
– ¿Qué significa para ti?
– Ya te lo dije, es una persona muy importante, tanto como para haberme distanciado de Albert James. Si no hubiera conocido a Max seguramente seguiría con él.
– ¡No puedo creer que estés enamorada de un nazi!
– No es un nazi, Laura, te juro que no lo es. No tiene más remedio que luchar con su Ejército; es un oficial, un aristócrata, no podía desertar.
– Es mejor ser un desertor que luchar por Hitler.
– Él no lucha por Hitler.
– Sí, sí que lo hace, no te engañes, Amelia. Dime, ¿qué quiere, a qué ha venido?
– Está aquí por un asunto oficial y se le ha ocurrido venir a verme.
– No me engañes, Amelia, sé que no me dices la verdad.
– Entonces no me preguntes, Laura, no me preguntes hasta que no te pueda contar toda la verdad.
Oí que se movían y me dirigí deprisa a mi habitación. Si Amelia no se sinceraba con Laura, difícilmente lo haría con los demás, de manera que me dije que nunca sabríamos quién era aquel hombre. Y así ha sido, nunca lo hemos sabido, o al menos yo nunca lo he sabido. Puede que doña Laura lo sepa, no lo sé, no se lo he preguntado.
Amelia y el oficial alemán continuaron viéndose. Él acudía a buscarla a la mercería de doña Rosa y la llevaba a almorzar, luego ella le enseñaba sus rincones preferidos de Madrid. Incluso un domingo fueron al Escorial. Pero nunca más volvió a subir a nuestra casa, ni Amelia hizo comentario alguno sobre él. Don Armando prefería ignorar el ir y venir de Amelia y sólo doña Elena se atrevió un día a preguntarle por él.
– Hija, deja que te dé un consejo: no te enamores de ese hombre, que sólo puede traerte problemas; bastantes has tenido ya. Albert James era una buena persona, no sé por qué no continúas con él. Era un caballero. Es una pena que no os podáis casar, pero aun así… si tienes que estar con un hombre, que sea con alguien que merezca la pena.
Al cabo de unos días, una noche, a la hora de la cena, Amelia nos comunicó que se iba.
– Pero ¿adónde? -preguntó preocupado don Armando.
– A Roma, he decidido aceptar la invitación de mi amiga Carla Alessandrini. Ya os he hablado de ella, y como bien sabéis nos escribimos con frecuencia. Insiste en sus cartas para que vaya a verla, y ahora tengo la oportunidad.
– ¿Oportunidad? Pero así, tan de repente… ¿Y tu trabajo? -quiso saber doña Elena.
– He hablado con doña Rosa y me ha asegurado que no le importa que me tome unas pequeñas vacaciones, no estaré fuera más de un mes.
– ¿Te vas con ese hombre, Amelia? -le preguntó directamente don Armando.
– Tío…
– Aún no estás bien; has mejorado, sí, pero estás tan delgada… No deberías irte, Amelia. Me dijiste que nunca más lo harías, que te ibas a quedar con la familia para siempre.
– No me voy, tío, es solamente un viaje que no durará mucho, confía en mí. Carla me insiste tanto en sus cartas, me dice que me necesita y no imagináis lo buena y generosa que ha sido conmigo.
– Amelia, no me parece bien que te vayas con ese hombre, es un oficial nazi -le cortó don Armando.
– ¡Por Dios, tío, no hables así! Max es un amigo muy querido, que también conoce a Carla, y estos días hemos hablado de ella. Puesto que él tiene que ir a Roma, se ha ofrecido a hacerme compañía durante el viaje. Iré con él hasta Roma, sí, pero me alojaré en casa de Carla Alessandrini, te lo prometo. No debes preocuparte.
– Italia está en guerra, no es el mejor lugar para unas vacaciones.
– No me pasará nada, voy con Max y allí está Carla.
– No me convences, Amelia, no me convences. Solamente sé que desde que se ha presentado ese oficial no pareces la misma. No entiendo cómo te dejas embarcar en esa aventura para ir a Italia. Quiero confiar en ti, Amelia, te debo mucho, pero me asustas.
– Confía en mí, no voy a hacer nada malo, te lo aseguro. Serán sólo unos días, cuando te quieras dar cuenta, ya estaré aquí para pasar las Navidades. Por nada del mundo querría estar fuera de casa en esas fechas.
Edurne, mientras ayudaba a Amelia a hacer las maletas, también le reprochó el viaje anunciado.
– ¿Cómo puedes dejar otra vez a Antonietta? ¿Es que no te das cuenta de lo que sufre tu hermana? No es bueno que los hermanos estén separados.
– ¿Cuánto hace que tú no ves a Aitor? -replicó Amelia.
– Mucho, años.
– Y es tu hermano y le quieres, ¿verdad?
– Sí, y me duele no verle. Ya tiene tres niños. Ya ves, tengo sobrinos a los que no conozco. Mi madre sufre por él -respondió Edurne.
– Mi querida Amaya… cuánto la echo de menos -respondió Amelia.
– A mi hermano le ha perdido la política, y a ti también. Menos mal que se casó con esa chica de Biarritz. Es una desgracia que tenga que vivir allí por la política. ¡Maldita política!
– ¡Vaya, te creía una buena comunista!
– Eso era antes de la guerra… después de lo que ha pasado y de todas las desgracias que hemos vivido, ¿crees que todavía me quedan ganas de política? Sólo quiero vivir en paz, en eso coincido con tu tía.
– Entonces, ¿ya no eres comunista…? -bromeó Amelia.
– ¡Pero qué voy a ser! Ni tú ni yo sabíamos qué era eso, éramos muy jóvenes y nos entusiasmamos… entre Lola, Pierre, Josep Soler, y toda aquella gente que parecía tan resuelta, tan apasionada, nos embaucaron… iban a cambiar el mundo… ¡y vaya lo que ha pasado!
– Lo que ha pasado es que los fascistas han ganado la guerra, pero eso no les da la razón.
– Ni a nosotros tampoco. No, ya no soy comunista y no creo que tú todavía lo sigas siendo.
El día en que Amelia se marchó fue muy triste. Doña Elena hasta sufrió un desmayo y hubo que darle Agua del Carmen, Antonietta no dejaba de hipar, Laura lloraba a moco tendido, y Jesús y yo nos contagiamos de tanta emoción y también acabamos llorando. Sólo don Armando fue capaz de contener las lágrimas.
– Amelia, escríbenos, por favor, dame tu palabra de que lo harás.
– Te doy mi palabra, tío, os escribiré y regresaré pronto.
Amelia se negó a que la acompañáramos hasta el portal. Dijo que la venían a buscar, pero nosotros sabíamos que la esperaba el oficial alemán. Nos asomamos a uno de los balcones y lo vimos llegar en un coche negro del que se bajó para ayudar a Amelia con la maleta. Antes de meterse en el coche ella miró hacia arriba y agitó la mano sonriéndonos. Estaba feliz y eso es lo que más nos desconcertaba, pero era así. No volvimos a verla en mucho tiempo…»-Bien -concluyó el profesor Soler-, esto es todo, al menos todo lo que le puedo contar de lo que sucedió entre la primavera de 1942 y el otoño de 1943, un año largo en el que Amelia estuvo con nosotros.
El profesor se restregó los ojos con el dorso de la mano. Parecía cansado. A mí me asombraba su prodigiosa memoria y más aún la capacidad para contar las cosas de manera que no sólo las revivía él sino que también hacía que yo las sintiera como propias. Le insistí en que me dijera si Amelia había vuelto y cuándo, pero no quiso contarme nada más.
– Vamos, Guillermo, sabe que no voy a contarle más. Al menos por ahora. Es usted quien tiene que ir rellenando los huecos vacíos. Habíamos quedado en que no daría saltos en el tiempo. Para que su investigación tenga sentido debe ir paso a paso; si da saltos hacia delante, podría confundirse e incluso considerar que no merece la pena volver atrás, y no es eso lo que quieren las señoras Garayoa.
– Ya, pero ¿dónde busco ahora? -pregunté preocupado.
– No sé, ¿quizá en Roma? Amelia nos dijo que se iba a Roma. Puede ir a ver a Francesca Venezziani. Si Amelia, tal y como nos dijo, estuvo con Carla Alessandrini en aquellas fechas, entonces Francesca debe de saberlo, ¿no cree?
– Verá, a veces pienso que usted sabe más de lo que parece sobre Amelia pero por alguna razón que se me escapa no quiere tirar del hilo.
La risa del profesor Soler me desconcertó, pero me reafirmó en mi intuición.
– No sea tan desconfiado, ¿no le estoy ayudando cuanto puedo?
– Y le estoy muy agradecido; solo, sin usted, no habría dado ni un paso.
– Sí, sí que los habría dado, pero con mayor dificultad; no se subestime, tengo la mejor opinión de usted.
– ¡Uf! Eso sí que es una responsabilidad.
– ¿Y qué hay de su trabajo? ¿Continúa escribiendo todavía en ese periódico de internet para el que me hizo aquella entrevista?
– Me despidieron. Mi único trabajo es esta investigación; menos mal que las señoras Garayoa son generosas con los honorarios, de lo contrario, hace tiempo que me habrían desahuciado de mi apartamento. Y mi madre casi no me habla, cree que estoy perdiendo el tiempo.
– Y tiene razón.
– ¡Cómo! ¿De manera que usted cree que estoy perdiendo el tiempo?
– Verá, está ganando tiempo para la familia Garayoa, y su trabajo en este sentido es valiosísimo para las señoras; pero en lo que se refiere a usted, esto no le va a aportar nada a su profesión, al revés, le está distrayendo.
– Vaya, profesor, me sorprende su ecuanimidad.
– Si usted fuera mi hijo, yo estaría igual de enfadado como lo está su madre. No le diré que se dé prisa en terminar este trabajo porque es imposible saber cuánto tiempo más le llevará, pero sí que debería pensar qué va hacer cuando termine.
– Tengo un defecto gravísimo para el ejercicio de mi profesión.
– ¿Qué defecto es ése? -preguntó el profesor Soler.
– Pues que creo que el periodismo es un servicio público donde debe primar la verdad y no los intereses de los políticos, de los empresarios, de los banqueros, de los sindicatos o del que me paga.
– Pues tiene usted un problema.
– Y no imagina de qué tamaño.
Cuando me despedí del profesor Soler iba pensando en Francesca Venezziani. La verdad es que me alegraba la idea de volver a verla, aquellas cenas en su ático a las que me invitaba era divertidas. Claro que mi madre se enfurecería cuando le dijera que de nuevo me marchaba de viaje. Quizá tendría que sentarme con ella y contarle algo de lo que iba averiguando de nuestra antepasada, puede que así me perdonara. Tan pronto como lo pensé me arrepentí. No era ético darle una información que ni siquiera a mí me pertenecía. Pero algo debía decir a mi madre para convencerla de que confiara en mí. El problema era que no se me ocurría qué podía ser.
Tuve suerte porque nada más llegar al aeropuerto del Prat encontré un avión del puente aéreo que estaba a punto de volar hacia Madrid. Cuando llegué me fui directamente a casa de mi madre.
– ¡Sorpresa! -dije cuando me abrió la puerta.
– ¿Es que no te he enseñado que no debes presentarte en ninguna casa sin avisar? -me contestó a modo de saludo.
– Sí, pero no sabía que tenía restringido venir a darte un beso en cualquier momento -le dije mientras la abrazaba, intentando vencer su malhumor.
Mi madre cedió y me invitó a cenar, y para sorpresa mía discutimos menos de lo previsto, no sé si porque estaba cansada o sencillamente porque estaba asumiendo que era mejor dejarme por imposible.
Al día siguiente, antes de irme a Roma decidí telefonear al mayor William Hurley, el muy ilustre archivero del Ejército británico. Quería que él me aclarara algo de lo que había explicado el profesor Soler: me intrigaban aquellas dos misteriosas visitas de la señora Rodríguez. Yo conocía algo que creo que ignoraba el profesor Soler: que aquella mujer en realidad era una agente de la Inteligencia británica. Necesitaba saber si en las dos ocasiones en las que había visitado a Amelia era por cuestiones de «trabajo».
Al mayor Hurley no le hizo ni pizca de gracia que le llamara tan pronto. Pensaba que después de haberme contado todas las peripecias de Amelia en Varsovia se libraría de mí una buena temporada, pero allí estaba yo tan solo una semana después Hernando a su puerta, o mejor dicho, a su teléfono.
El mayor me quiso dar largas: estaba muy ocupado con un campeonato de bolos organizado por los veteranos de su antigua unidad y no tenía tiempo para explicarme por qué la señora Rodríguez visitó a Amelia en Madrid.
– Es usted muy impaciente ¿no puede aguardar tan siquiera una semana?
– No sabe cuánto siento distraerle de su campeonato, pero sin usted no puedo avanzar.
– Joven, es usted quien tiene que investigar el pasado de su bisabuela, no yo.
– Ya, pero parece que ese pasado se esconde en sus archivos, de manera, mayor, que no tengo más opción que molestarle. Pero le aseguro que no le entretendré mucho.
– He de confesarle que me esperaba esta llamada, aunque no tan pronto. Pero insisto en que no puedo atenderle, mañana por la tarde salgo en dirección a Bath, y ni usted ni nadie me impedirá participar en el evento.
– Nada más lejos de mi intención…
– Bien, lo único que le puedo adelantar es que su bisabuela volvió a colaborar con el Servicio Secreto británico.
– Así que la señora Rodríguez la convenció de que volviera a la acción.
– En realidad no fue la capacidad de convicción de la señora Rodríguez sino a causa de Carla Alessandrini.
– Ahora sí que me deja usted sorprendido. ¿No puede contarme algo más? Tenía pensado ir a Roma y era por saber hacia dónde tirar.
– Llámeme por la mañana -me ordenó, malhumorado, antes de colgar el teléfono.
Con puntualidad británica, le telefoneé al día siguiente.
– Efectivamente, a finales del cuarenta y dos, y posteriormente en el cuarenta y tres, el Servicio de Inteligencia se puso en contacto con su bisabuela en Madrid. No era la primera vez que lo hacía, pero ella no parecía querer volver a saber nada ni de la guerra ni del espionaje, y así se lo hizo saber a la señora Rodríguez.
»Después de haber logrado salvar la vida en Polonia, había mandado un extenso informe a lord Paul James en el que le contaba todo lo sucedido y, al final, le indicaba que no contaran más con ella. Lord James no era de los que admitían una negativa a sus planes, de manera que no se dio por vencido: sabía que sólo era cuestión de esperar una ocasión propicia para que Amelia volviera a colaborar. Y esa ocasión llegó precisamente en Roma, donde tanto ella como el coronel Von Schumann iban a llevarse una sorpresa desagradable.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que pasó?
– La señora Rodríguez se había puesto en contacto con Amelia Garayoa para informarle de que su amiga Carla Alessandrini estaba colaborando con los servicios secretos aliados y que tenía algunas dificultades. No, no voy a contarle nada más. Ya le dije que esta tarde salgo de viaje y tengo mucho que hacer. Llámeme dentro de una semana y entonces le atenderé con mucho gusto.
Fui inútil insistir. El mayor Hurley se mostró irreductible. Habíamos quedado que nos volveríamos a ver al cabo de unos días, así que mientras podía pasar ese tiempo de espera en Roma indagando junto a Francesca. El plan se me antojaba perfecto.
Me fui a Roma sin avisar a Francesca, dando por sentado que se alegraría al verme. La llamé nada más llegar al hotel.
– ¡Cara!, estoy en Roma! ¿Qué te parece si te invito a cenar esta noche?
– Pero, bueno, ¿se puede saber qué haces aquí?
– He venido a verte… bueno, y a que me ayudes con la investigación sobre mi bisabuela. Ya te contaré esta noche. Al parecer Amelia Garayoa vino a Roma en el otoño de 1943 a encontrarse con tu diva, con Carla Alessandrini. Seguro que me puedes echar una mano. Pero ya hablaremos de los detalles durante la cena. ¿Te apetece que vayamos al Il Bolognese?
– Lo siento, Guillermo, pero no puedo cenar contigo, tengo un compromiso.
– ¡Vaya, sí que es mala suerte! Bueno, ¿almorzamos mañana?
– No… tampoco puedo. Mejor que me expliques que es lo que buscas para ponerme con ello, y si encuentro algo te llamo, ¿dónde te alojas?
– Muy cerca de tu casa, en el hotel d'Inghilterra. Lo que quiero saber es si Amelia estuvo con Carla aquí, en Roma, en el invierno del cuarenta y tres.
– Te llamaré -y colgó el teléfono.
Me llevé un buen chasco. La verdad es que no contaba con aquella manifestación de indiferencia por parte de Francesca. Estaba seguro de que habíamos congeniado y, sobre todo, de que lo habíamos pasado bien en las dos ocasiones en que nos habíamos visto; y de repente se mostraba esquiva, incluso antipática. Estaba desconcertado.
Durante dos días me dediqué a vagabundear por Roma, decidido a no llamarla. Quería que se enterara de que no pensaba seguirla como un perro faldero. Pero terminé poniéndome nervioso y al tercer día decidí que no podía seguir perdiendo el tiempo.
– Francesca, cara, ¿te has olvidado de mí? -le dije con mi mejor tono de voz.
– ¡Ah, eres tú! Precisamente pensaba llamarte para que vinieras a cenar esta noche a casa.
– ¡Estupendo! No imaginas las ganas que tengo de verte. Yo llevaré el vino, ¿te parece bien?
– Sí, trae lo que quieras. Ven a las nueve.
¡Menudo peso me quité de encima! No es que Francesca hubiera estado cariñosa, pero al menos me invitaba a cenar a su precioso ático, de manera que no me podía quejar. Me convencí de que seguramente estaba pasando por algún bache profesional y la preocupación hacía que no estuviera de tan buen humor como en las ocasiones anteriores. Nada mejor que una buena cena y un buen vino para arreglar las cosas.
Salí de inmediato del hotel en busca de una vinoteca donde adquirir una botella del mejor barolo. Tan animado estaba que decidí llevar también un pastel de postre.
Cuando llegué a casa de Francesca, la encontré un poco distante. Me abrió la puerta y apenas me permitió que le diera un beso en la mejilla.
– No sabes cuántas ganas tenía de verte -le dije con mi voz más seductora.
– Pasa y siéntate, así puedo ir explicándote algunas cosas antes de cenar.
– Bueno, no tenemos prisa.
– Depende de para qué.
– Si quieres, primero podemos cenar y luego hablamos -le propuse yo.
– No, tenemos que esperar a Paolo; hasta que él no venga no podemos cenar.
– ¿Paolo? ¿Quién es Paolo?
– ¿No te lo he dicho?
– Pues no -respondí mosqueado.
– ¡Qué raro! Juraría que te dije que venía Paolo.
– Bueno, pero ¿quién es Paolo? -insistí.
– Paolo Plattini es una autoridad en todo lo referente a la Segunda Guerra Mundial en Italia. No hay nada que él no sepa. Lleva años trabajando con archivos y documentos clasificados. No imaginas cuánto me está ayudando. Y a ti también. Porque si no fuera por él, difícilmente podrías saber lo que vas a saber sobre la estancia de Amelia en Roma a finales de 1943.
Sonó el timbre y Paolo entró directamente en el apartamento de Francesca.
– ¡Hola a todos! -dijo mientras se acercaba a Francesca y le daba un beso en los labios. Luego me tendió la mano con la mejor de sus sonrisas.
Nada más verle, me dije a mí mismo que no sería yo quien aquella madrugada viera amanecer contemplando la piazza di Spagna.
Para mi desgracia, Paolo Plattini resultó ser un tipo encantador. Uno de esos romanos extrovertidos con gran capacidad de comunicación, lo que le convertía de inmediato en el centro de atención. Era demasiado listo y atractivo como para competir con él, y además tenía esa edad madura que a muchas mujeres les hace perder la cabeza. Me rendí al instante diciendo mentalmente adiós a Francesca.
– No sé si lo sabe, pero hay un libro de memorias de un partisano que se editó a los pocos años de terminar la guerra en el que trata sobre su bisabuela. En realidad es la fuente de información más fiable y directa sobre las peripecias de Amelia Garayoa en Italia, porque se trata de una persona que la conoció y tuvo una relación estrecha con ella. Se llamaba Mateo Marchetti y era el profesor de canto de Carla Alessandrini, un viejo comunista al que la diva reverenciaba.
– No tenía ni idea de que existiera ese libro -respondí, interesado.
– No es de extrañar, fue una edición muy reducida, vamos, que no se editaron más de dos mil ejemplares. En realidad fue un favor que el dueño de una pequeña editorial, comunista también, le hizo a Marchetti. El libro pasó sin pena ni gloria, pero tiene cierto valor histórico. En realidad yo me acordé de este librito cuando Francesca me dijo que le costaba encontrar documentación sobre Carla Alessandrini durante la guerra. ¿Puede usted leer en italiano? -me dijo al tiempo que me entregaba un viejo libro editado en rústica.
– Puedo intentarlo.
– Bien, creo que le servirá. En cualquier caso, si quiere grabar o si toma notas, creo que puedo reconstruir con bastante fidelidad algunas de las cosas que hizo su bisabuela cuando llegó a Roma en el invierno de 1943.
Paolo empezó a hablar y he de confesar que no abrí la boca hasta que terminó.
«Amelia llegó a Roma acompañada por un coronel del Ejército alemán, el barón Von Schumann, a quien Carla había conocido años atrás en Berlín. Según cuenta Marchetti, Von Schumann no era partidario de Hitler, pero, como buen prusiano, obedecía órdenes sin rechistar.
El coronel Von Schumann se alojó en el Excelsior, un hotel muy elegante, y acompañó a Amelia hasta la casa de Carla Alessandrini. La diva no le habría perdonado a Amelia que se alojara en ningún otro lugar. Carla le había pedido en reiteradas ocasiones que fuera a verla, ya sabe que la quería como a una hija. Pero Amelia y el barón se llevaron una sorpresa cuando, en vez de a Carla, a quien se encontraron fue a su desolado esposo, Vittorio Leonardi.
– ¡Amelia, qué alegría que estés aquí! -le dijo abrazándola.
Luego saludó cortésmente, pero con frialdad, al barón Von Schumann, lo que extrañó a Amelia. Vittorio había conocido también al barón en Berlín y habían compartido varias veladas, y aquella frialdad no se correspondía con la pasada relación. Amelia notaba el nerviosismo de Vittorio sin entender el porqué de su hostilidad hacia Max von Schumann. Ni siquiera le invitó a pasar. Von Schumann se despidió. Tenía que presentarse ante sus superiores. En cuanto Amelia y Vittorio se quedaron a solas, ella le preguntó:
– Vittorio, ¿qué sucede? ¿Dónde está Carla?
– Está detenida.
– ¿Detenida? Pero ¿por qué motivo? -preguntó Amelia, alarmada.
– Por colaborar con los partisanos. En realidad la culpa es mía.
– ¡Dios mío! ¡Cuéntame todo lo que ha pasado!
– La tienen los de las SS.
– ¡Pero por qué!
– Ya te lo he dicho, Carla colabora con la Resistencia y creo que… bueno, creo que también mantenía relaciones secretas con los aliados.
– ¿Y tú?
– Yo soy el culpable de todo por habérselo permitido. Incluso nos enfadamos, pero ya sabes la influencia que tiene sobre ella su profesor de canto, Mateo Marchetti. Carla siempre ha ayudado a los amigos de Marchetti, en realidad estuvo contra Mussolini desde el mismo día en el que llegó al Gobierno de Italia y, como bien sabes, nunca se recató de demostrarlo. Pero era la gran Carla Alessandrini, y todo el mundo hacía la vista gorda, como si su oposición fuera una excentricidad. Sin embargo, la colaboración de Carla con los partisanos fue gradualmente en aumento. Nuestra casa de Milán se convirtió en el refugio de los fugitivos, y otro tanto ocurrió aquí en Roma. Luego empezó a ayudar a sacar gente a través de la frontera, gente que iba a ser detenida por la policía o por las SS. Gente que Marchetti le pedía a Carla que salvara. Y no solamente él, también ese cura alemán amigo tuyo, el padre Müller. No sabes cuántas veces ha venido hasta aquí suplicando que ayudáramos a escapar a alguna familia judía.
– ¿El padre Müller sigue aquí? -preguntó Amelia, sorprendida.
– Sí, vive en el Vaticano, y está con ellos.
– ¿Con quién?
– Con los partisanos, colabora con los partisanos. Carla le puso en contacto con Mateo Marchetti. El padre Müller es un funcionario menor de la Secretaría de Estado, y no me preguntes cómo lo hace, pero el caso es que de vez en cuando roba pasaportes vaticanos para sacar a alguna gente.
– Aún no me has dicho por qué detuvieron a Carla.
– Yo no estaba aquí. Nos habíamos peleado por primera vez en todo el tiempo que llevamos juntos. Tenía miedo de lo que le pudiera suceder porque, sin importarle las consecuencias, cada día se volvía más audaz. Se arriesgaba mucho. Yo intentaba hacerla entrar en razón, que entendiera que no debía exponerse tanto, pero no me escuchaba. Ya apenas ensayaba, parecía haber perdido todo interés por cantar, por lo que había sido la razón de su vida, por lo que hasta entonces lo había sacrificado todo. Sólo vivía para reunirse con Mateo Marchetti, para cruzar la frontera, para conspirar con ese padre Müller amigo tuyo. Era evidente que empezaban a sospechar de ella, pero no quiso darse cuenta ni atender a razones. Se lo dije, yo se lo dije: ese coronel Jürgens sospechaba de ella, pero no quiso escucharme, creía tenerle rendido a sus pies, como siempre le ha ocurrido con todos los hombres.
– ¿El coronel Jürgens? -preguntó Amelia, alarmada.
– Sí, el coronel Ulrich Jürgens. Al parecer le han ascendido recientemente por haber sido herido en el frente del Este. En Roma todos le temen.
– Dime cómo es ese hombre.
– Alto, rubio, bien parecido, aunque sin ninguna clase. Tiene éxito con las mujeres. Creo que estuvo en el frente ruso y antes en Polonia. Aquí es muy popular, no hay fiesta en la que no esté invitado.
Amelia sentía que no podía respirar y se puso a temblar. Su destino volvía a cruzarse con el de Ulrich Jürgens, el hombre que había desmantelado la red de Grazyna Kaczynsky en Varsovia, que había ordenado torturar a Grazyna, a todos sus amigos y también a ella. El hombre que la había condenado a pasar un largo año en el infierno de Pawiak, aquella inmunda prisión donde la habían torturado, de donde se habían llevado a su amiga Ewa para asesinarla. Durante unos segundos revivió todo lo que había sufrido en Polonia, lloró por Grazyna y por aquel grupo de jóvenes con los que, a través del alcantarillado, burlaban a los nazis con tal de llegar al corazón del gueto de Varsovia y llevar un poco de ayuda a sus amigos judíos. Acudieron a su memoria los rostros de Grazyna, de Ewa, de Piotr, de Tomasz, de Szymon el novio de Grazyna, de su hermano Barak, de Sarah, su madre, de la hermana María, de la condesa Lublin… Rememoraba lo vivido en Varsovia con tal nitidez que sentía los golpes de los interrogadores de las SS, la risa helada del entonces comandante Ulrich Jürgens, el suelo frío de su celda en Pawiak, los piojos recorriéndole el cabello y cebándose en su cabeza hasta hacerla sangrar… Y ahora Vittorio le decía que el demonio volvía a hacerse presente, porque Ulrich Jürgens estaba allí, en Roma.
– Amelia… Amelia… pero ¿qué te pasa?-Vittorio le apretó la mano intentando que volviera a la realidad.
– ¿Cómo conocisteis al coronel Jürgens?
– En una fiesta. Él se interesó de inmediato por Carla, dijo recordarla de su estancia en Berlín. Se deshizo en halagos sobre su voz y su belleza. La cortejó descaradamente. Pero Carla le ignoraba, en realidad no le ocultaba cuánto le despreciaba. Empezamos a coincidir con él en todas partes. Yo le decía a Carla que aquel hombre tenía un interés malsano por ella, pero creyó que yo tenía celos, ¡imagínate! No quería ver lo que era evidente, que aquel hombre ansiaba poseerla, sí, pero también destruirla. Un día le preguntó por ti. Carla se sorprendió de que te conociera y él se rió: «¡Oh, no sabe lo mucho que la he llegado a conocer!», respondió. Pero ella no le creyó, y de manera poco diplomática le dijo que era imposible que tú te hubieras fijado en un hombre como él.
– Le conozco, Vittorio, le conozco -dijo Amelia-. El… me mandó detener en Varsovia y… no, no voy a contarte por lo que he pasado, eso no importa ahora, lo que importa es Carla. Dime, ¿desde cuándo está detenida?
– Desde hace cinco días. Yo no estaba aquí. Ya te he contado que nos habíamos enfadado y me marché a Suiza. Quería presionarla para que dejara toda esa actividad política o al menos para que no se comprometiera tanto. Esperaba verla en Suiza porque sabía que Marchetti le había pedido que ayudara a pasar la frontera a un hombre que los comunistas habían tenido infiltrado muy cerca de Mussolini. Al parecer trabajaba como camarero al servicio del Duce y conocía bien a la familia. Durante años se había hecho pasar por fascista, pero creía que empezaban a sospechar de él. Creo que se había hecho con documentos importantes del Duce relativos a los planes alemanes para Italia y otros lugares de Europa. Sus camaradas decidieron que había llegado el momento de sacarle de Italia. Como puedes suponer, era un hombre con una información privilegiada al que los servicios secretos de los aliados estaban ansiosos por conocer.
»Marchetti le pidió ayuda a Carla y ella se reunió con el padre Müller, solicitándole uno de sus pasaportes vaticanos. El padre Müller se comprometió a conseguir uno de esos pasaportes, pero el cura estaba tardando más de lo previsto y Carla se impacientó. Decidió ser ella quien llevara al hombre a Suiza. Se encargó de elaborar el plan: irían solos y le liaría pasar por su chófer. Si les preguntaban, dirían que iban a reunirse conmigo en Zurich. No acababa de ser una buena idea, pero al parecer habían descartado pasarle por las montañas porque el hombre pasaba ya de los sesenta años y no estaba bien de salud; además, hay alemanes por toda la frontera con Suiza.
»La noche anterior a la fuga, Carla asistió a una cena en casa de unos amigos y allí se encontró con el comandante Jürgens. Parece que él estuvo especialmente irónico llegándole a decir en público que muy pronto pasarían mucho más tiempo juntos del que ella podía imaginar. Incluso insinuó a Carla que estaba seguro de que iba a poder conocer centímetro a centímetro su cuerpo. Carla se rió de él, y se mostró más sarcástica y despreciativa de lo habitual. Incluso le soltó que a los hombres como él ella no les permitía ni siquiera descalzarla. Jürgens le aseguró que muy pronto él haría algo más que eso.
»La noche siguiente, Carla y el camarero del Duce salieron en dirección a Suiza. Se puso ella al volante, porque a pesar de que el hombre iba a pasar por su chófer, en realidad no sabía conducir. En caso de que la policía los detuviera, él fingiría un dolor muscular como causa para impedirle manejar el coche. Carla condujo casi toda la noche hasta llegar a la frontera. Pararon en el puesto de control y les pidieron la documentación. Todo parecía ir bien, hasta que apareció de entre las sombras el coronel Jürgens. Les ordenó bajar del coche y se rió del pasaporte del camarero del Duce.
– De manera que dice usted ser chófer de esta señora, ¿no es así? -dijo Jürgens, mirando fijamente al hombre.
– Sí… sí… -logró balbucear el anciano.
– Ya, verá usted, tengo entendido que el Duce ha echado en falta a uno de sus camareros, un hombre fiel que le sirve desde hace muchos años. Mussolini está muy preocupado; como italiano, debe de saber lo mucho que el Duce se preocupa por quienes le rodean, y quienes le sirven son para él como de la familia. De manera que, ¿dónde cree usted que puede estar el camarero del Duce? ¿No lo sabe? ¿Y la gran Alessandrini?
– ¿Por qué habría de saberlo? -replicó Carla, desafiante.
– ¡Es usted tan lista! En realidad es única. Bien, creo que voy a tener que refrescarles la memoria a ambos.
Les rodearon unos cuantos policías y los metieron en un coche. Los trajeron a Roma y están en las dependencias de las SS.
– ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Vittorio? -dijo Amelia alarmada.
– Como puedes imaginar, he pedido a todos nuestros amigos que hagan cuanto puedan, pero nadie tiene influencia sobre las SS, ni siquiera gente del entorno del Duce. Estoy desesperado.
Vittorio se restregó los ojos con el dorso de la mano, intentando borrar las lágrimas que no había podido reprimir.
– Haremos lo que sea, no dejaremos a Carla en manos de ese asesino… Le pediremos a Max que se interese por ella, quizá pueda hacer algo…
– ¿El barón?
– Sí, al menos podrá averiguar cómo se encuentra Carla y qué piensan hacer con ella. Y una cosa más, ¿podrás arreglarme un encuentro con Marchetti?
– ¡Con ese hombre! No te mezcles con él, Amelia, mira dónde está Carla por su culpa… No, no quiero saber nada de Marchetti. Vino a verme pero no quise recibirle, ya nos ha traído bastantes desgracias. Ha sido el culpable de meter todas esas ideas políticas en la cabeza de Carla.
– Pero a lo mejor puede ayudarnos.
– ¿Ayudarnos? ¡Y cómo va a ayudarnos! Era él quien pedía ayuda a Carla, quien la manejaba a su antojo haciendo que se arriesgara más de lo necesario. No, no quiero volver a ver a ese hombre en toda mi vida.
– No hace falta que tú le veas, sólo dime dónde puedo encontrarle.
– No lo sé, no duerme nunca en el mismo lugar y tan pronto está en Roma como en Milán, se mueve por todas partes. Quizá tu amigo, el cura alemán, sepa cómo encontrarle.
– ¿El padre Müller?
– Sí, a ése sí que sé cómo encontrarle. Suele confesar dos días a la semana en San Clemente, ¿sabes dónde está?
– No.
– En la via di San Giovanni in Laterano. Los martes y los jueves está allí de cinco a siete. También puedes llamarle a la Secretaría de Estado. Pero, vigila, Amelia, porque ese cura sólo te traerá problemas, lo mismo que Marchetti.
– Qué me dices de aquel diplomático amigo tuyo que trabajaba codo con codo con el yerno del Duce, ¿no puede hacer nada?
– Te refieres a Guido Gallotti. No, no ha podido hacer demasiado. Para él es difícil dar la cara por Carla teniendo en cuenta que ella estaba ayudando a evadirse a un empleado del Duce. Aun así, se interesó por ella ante el coronel Jürgens, pero éste le dijo que si de verdad era un buen patriota italiano, debería sentirse satisfecho de que las SS hubieran detenido a una traidora.
– Vittorio, sé que te puede resultar difícil, pero te ruego que se lo cuentes todo a Max.
– ¡Pero es un alemán! ¡Un nazi!
– No, no es un nazi. Tú le conociste en Buenos Aires antes de la guerra, luego le volviste a ver en Berlín, sabes cómo es y cómo piensa. Por favor, ¡créeme si te digo que puedes confiar en él!
Vittorio se quedó en silencio mirando fijamente a Amelia. Lo que veía era a una joven enamorada de aquel alemán que posiblemente también lo estuviera de ella, pero ¿confiar a un nazi que su mujer colaboraba con los partisanos? No, eso no lo haría jamás.
– No, Amelia, no voy a poner la vida de Carla en manos de ningún alemán.
– Su vida está en manos de las SS.
– Comprendo que tú confíes en él… pero yo… yo no puedo hacerlo.
Amelia asintió, pensativa. Comprendía a Vittorio. Su tío también sentía aquella misma aversión hacia el barón y nada de lo que ella le había dicho sobre él había servido para disipar su desconfianza.
– Yo no dudaría en poner mi vida en manos de Max. Él me rescató de Pawiak en Varsovia, un lugar en el que… algún día te contaré por lo que tuve que pasar. Por eso haré cualquier cosa con tal de que sacar a Carla de donde quiera que la tengan las SS. Fue el coronel Ulrich Jürgens quien hizo que me detuvieran, de manera que conozco bien de lo que es capaz. Si no hubiese sido por Max, no sé qué habría sido de mí.
– El barón y tú… bueno, él te aprecia, pero ¿por qué habría de hacer nada por Carla?
– Porque no es un nazi y porque aborrece tanto como nosotros a los hombres de las SS.
– Amelia, ¡eres tan ingenua! No dudo de que el barón Von Schumann sea un buen hombre y que, por su origen aristocrático, sienta aversión por esos brutos de las SS, pero combate con ellos, hombro con hombro, por los mismos fines, y, como ellos, ha jurado lealtad a Hitler. A veces la conciencia va por un lado y la conveniencia por otro.
– Te equivocas con respecto a Max, pero sé que no puedo convencerte. Al menos déjame pedirle que se interese por Carla, no le diré ni una palabra de su colaboración con los partisanos.
– Si te limitas a explicarle que la han detenido para ver si puede hacer algo…, está bien.
Vittorio la invitó a cenar en un restaurante cercano a la piazza del Popolo. Se interesó por su estancia en Madrid y por cómo estaba gobernando Franco, y ella se explayó contándole cuánto le dolía no poder estar con su pequeño hijo.
Max fue a visitarla dos días más tarde. Era domingo y a pesar de que el invierno pujaba por abrirse paso, lucía un tibio sol. El militar parecía feliz de estar en Roma y fueron paseando hasta la piazza Venecia.
– Mira, desde esa ventana el Duce enardecía a sus partidarios -le explicó Amelia a Max-. Si quieres, podemos continuar hasta los Foros.
– ¿Qué te preocupa, Amelia? -preguntó Max.
– Han detenido a Carla.
– ¿Y no me lo has dicho hasta ahora? Llevamos una hora andando hablando de banalidades.
– No sabía cómo decírtelo.
– Es muy sencillo, ¿es que ahora no sabes cómo hablar conmigo?
– Perdona, Max es que… Vittorio… en fin… él no quería que te dijera nada. Desconfía de todos los alemanes.
– No le puedo culpar por eso, pero él me conoce.
– Aun así… tiene miedo. El coronel Ulrich Jürgens tiene a Carla.
– Ayer supe que Jürgens estaba aquí… de haberlo sabido no te habría insistido para que vinieras, y ahora me dices que ha detenido a Carla…
Max se quedó callado. Temía por Amelia y más aún ahora que le había dicho que habían detenido a Carla.
– ¿Por qué la han detenido?
– Ella se dirigía a Suiza y la pararon cerca de la frontera. Iba con su chófer, un hombre mayor, no llevaba mucho tiempo con ella. Le había dado trabajo por mediación de unos amigos. Al parecer, el hombre había estado al servicio del Duce. Pero tuvo miedo después de la detención de Mussolini y aunque regresó con él cuando el Duce volvió para proclamar la República Social Fascista de Saló, prefería jubilarse y tener una vida más tranquila. El hombre temía que si las cosas le volvían a ir mal al Duce en Italia, él podría ser acusado de fascista por haber trabajado con Mussolini; de manera que, como tenía algún dinero ahorrado quería ir a Suiza a emprender una nueva vida. Y Carla era un medio idóneo para llegar hasta allí.
– ¿Quieres hacerme creer que Carla ayudaba de buen grado a un fascista? ¿Por qué me engañas, Amelia? ¿Acaso no merezco tu confianza? Prefiero el silencio a que me mientas.
Ella bajó la cabeza, avergonzada. Confiaba en Max y sabía que era incapaz de un comportamiento indigno.
– Vittorio no confía en ti.
– Eso ya me lo has dicho, pero ¿y tú?
– No sé mucho más de lo que me ha dicho Vittorio. Al parecer, ese hombre no era tan afecto al Duce como aparentaba y quería ir a Suiza porque tenía cierta información.
– Y por eso Carla le ayudó. ¿Tanto te costaba decirme la verdad?
– Lo siento, Max.
– Soy yo quien siente el que no confíes en mí -respondió él con un rictus de amargura.
– No trataba de engañarte -insistió ella.
– No te excuses, Amelia, comprendo que tienes un conflicto de lealtades.
– Por Dios, Max, yo confío en ti, ¡te debo la vida!
– Pero ni tu familia ni tus amigos creen que yo sea una persona decente y no tienes manera de convencerles de lo contrario.
Amelia comenzó a llorar. Se sentía mezquina por no haberle dicho la verdad.
– ¡Vamos, no llores!
– ¡Es que me avergüenzo de no haberte contado toda la verdad! Tienes razón al reprocharme mi comportamiento.
Le secó las lágrimas con su pañuelo, luego la miró fijamente antes de hablar.
– Quiero que me prometas una cosa, Amelia; piénsatela bien antes de responder.
– Sí… sí… lo que quieras…
– No, piénsalo, porque yo no soporto la doblez. Y si me prometes cumplir lo que te voy a pedir, deberás hacerlo sean cuales sean las circunstancias.
– Lo que tú quieras. Dime qué quieres que te prometa.
– Que nunca más me vas a mentir, que antes te quedarás en silencio que traicionarme, que me dirás con la mirada que no me puedes decir más, pero que no me engañarás.
– Te doy mi palabra, Max.
– Está bien, te creo. Y ahora cuéntame cuanto puedas sobre lo que le ha pasado a Carla.
Salvo que Carla colaboraba abiertamente con los partisanos y que su profesor de música era un dirigente comunista, Amelia le contó a Max buena parte de lo que le había explicado Vittorio, y le pidió que hiciera lo posible por obtener noticias sobre su amiga.
– No será fácil, ya sabes cuánto me odia Ulrich Jürgens. Además, temo por ti; ahora me arrepiento de haberte traído a Roma. Deberías regresar a España antes de que Jürgens decida hacer algo contra ti.
– ¿Más de lo que me hizo en Varsovia?
– Para él aquello fue una derrota, no me ha perdonado que yo te pudiera sacar de Pawiak. No quería que te ahorcaran, se regodeaba pensando en cuánto sufrías en aquella prisión. Hará cualquier cosa con tal de hacernos daño.
– ¿Sabes por qué te odia Jürgens?
– El sabe que no me gustan las SS, y que no comparto lo que está haciendo Hitler -respondió Max.
– No, no te odia por eso. Te odia porque eres todo lo que él no es. Un caballero, un aristócrata, un miembro de una familia poderosa, educado en los mejores colegios de Europa, convertido en un médico importante.
– Y también me odia porque te tengo a ti, Amelia, eso es lo que realmente me envidia, que jamás podrá tenerte. Por eso debes regresar a España, o hará lo imposible por destruirnos.
– No puedo hacerlo, Max, no antes de hacer algo por Carla.
– Me será más fácil actuar si tú no estás aquí.
– Carla ha sido como una segunda madre para mí y no puedo abandonarla. Además, Vittorio está deshecho y me necesita.
– Si te quedas, Jürgens intentará algo contra ti… Por Dios, Amelia, ¡no te pongas en peligro!
– Tengo que quedarme, Max, no puedo dejar a Carla. Ella no me abandonaría.
Max prometió indagar discretamente sobre el paradero de Carla Alessandrini.
– Aunque puedo empeorar su suerte cuando el coronel Jürgens sepa que me intereso por ella.
– ¿Sabe que estás aquí?
– Sin duda, y lo que temo es que sepa que tú también estás en Roma.
Amelia aguardó hasta el martes para acercarse a la iglesia de San Clemente. Vittorio le explicó cómo llegar, y ella optó por ir caminando.
En el interior de la iglesia había varias mujeres rezando. No se fijaron en la recién llegada y ella tampoco les prestó atención. Buscó los confesionarios; como no había nadie en ellos, se sentó a esperar intentando rezar. Pero no podía, estaba demasiado nerviosa y ansiaba ver al padre Müller.
Aún tuvo que esperar media hora más hasta que le vio aparecer conversando con otro sacerdote, que también se dirigió a uno de los confesionarios.
Iba a levantarse cuando una mujer se le adelantó arrodillándose frente el confesionario donde estaba el padre Müller. Amelia aguardó impaciente hasta que la mujer terminó su confesión.
– Ave María Purísima.
– Sin pecado concebida.
– Rudolf, soy Amelia.
– ¡Amelia! ¡Dios santo, qué haces aquí!
Ella le contó lo que había sido de su vida desde la última ocasión en que se vieron, así como el motivo de su viaje a Roma. Él le puso al tanto de la situación de Carla.
– Es una mujer extraordinaria, muy valiente, no imaginas a cuántas personas ha ayudado a salir de Roma. Sobre todo judíos.
– ¿Qué podemos hacer? Tenemos que ayudarla.
– No es posible hacer nada, la tienen presa las SS. Lo único que sé es que está viva. Las SS no dejan que los sacerdotes visiten a los presos, salvo cuando los van a ahorcar. Un amigo estuvo en la prisión la semana pasada asistiendo en sus últimos momentos a varios condenados. Por él he sabido que Carla continúa viva, aunque al parecer está en muy mal estado, la han torturado con saña.
– Tenemos que sacarla de allí.
– ¡Imposible! Ya te he dicho que la tienen las SS.
– ¿Conoces a Marchetti?
– ¿El profesor de canto de Carla? Sí, le conozco, Carla nos presentó. Nos hemos ayudado mutuamente. Yo le he conseguido algunos pasaportes y él ha colaborado sacando de Roma a pequeños grupos de judíos.
– ¿Sabes dónde puedo encontrarle?
– Siempre contactábamos a través de Carla, aunque en alguna ocasión, si se veía muy apurado, venía directamente aquí, a San Clemente. Una vez me dio una dirección donde escondió a una familia judía hasta poder sacarlos de Italia. Pero no sé si continuará siendo un lugar seguro. Allí vivía una mujer con la que ni siquiera intercambié una palabra. Nos abrió la puerta, hizo pasar a los fugitivos y casi me empujó para que me fuera. Pero ¿y Vittorio? El marido de Carla tiene que saber cómo localizar a Marchetti.
– No, no lo sabe. Marchetti no ha vuelto por su casa, ni nadie responde al teléfono de su academia de canto en Milán. Vive en la clandestinidad.
– Entonces, probemos en esa dirección de la que te he hablado, aunque no creo que ni Marchetti ni nadie pueda hacer nada por Carla.
– ¡No digas eso, Rudolf!
– ¿Crees que no siento tanto como tú lo que le pueda pasar? Yo también la quiero.
Acordaron ir juntos a la dirección donde quizá pudieran decirles algo sobre el paradero de Marchetti.
– Pero ahora, vete, vete y regresa a las siete.
La casa estaba situada en via dei Coronan, justo al lado de la piazza Navona. Subieron las escaleras con paso rápido, temiendo encontrarse con algún vecino que les preguntara adónde iban.
El padre Müller golpeó con los nudillos suavemente la puerta, tal como le habían indicado que lo hiciera la vez que acompañó a aquella familia judía. Aguardaron impacientes sin escuchar un solo ruido, y ya se iban a marchar cuando la puerta se entreabrió. Un rostro de mujer se dibujó en la penumbra.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó al padre Müller.
– Permítanos pasar.
– No tendría que estar aquí.
– Lo sé, pero… ¡por favor, déjenos pasar y se lo explicaré!
La mujer pareció dudar, luego quitó la cadena que le servía de cerrojo y abrió la puerta.
La siguieron por un pasillo oscuro que daba a un salón donde no cabía un mueble más. Una lámpara de pie apenas iluminaba la estancia y Amelia tardó en ver el rostro de la mujer. Tendría unos cincuenta años. Morena, de mediana estatura, con el cabello recogido en un moño. Vestía una falda negra y un jersey gris, y no llevaba ningún adorno.
– Me ha puesto en peligro viniendo aquí -reprochó la mujer al sacerdote.
– Lo siento, pero tengo que encontrar a Marchetti y no sé cómo hacerlo.
– ¿Y pretende que yo le diga dónde encontrarle? -respondió con ironía.
– Si no puede decirnos cómo hacerlo, al menos podrá ponerse en contacto con él y decirle que necesito verle con urgencia.
– Ya me lo ha dicho, ahora márchense.
– Necesitamos que nos ayude a…
La mujer levantó la mano para que el padre Müller no continuara hablando.
– No quiero saberlo. Cuanto menos sepamos los unos de los otros y de las operaciones que tenemos encomendadas, menos peligro correremos. Usted ya ha roto una regla presentándose aquí. No sabía si esta casa continuaba siendo segura o había sido descubierta por las SS. Ha corrido un riesgo innecesario.
– No tenía otra opción.
– En todo caso, no vuelva por aquí. Procuraré que llegue su mensaje, pero no le aseguro cómo ni cuándo, ni si querrán responder. De manera que si no recibe noticias no se impaciente, y sobre todo no vuelva, ¿me ha entendido?
– Sí, desde luego.
Salieron de la casa con paso apresurado y no intercambiaron palabra hasta llegar a la calle.
– Ni siquiera me ha mirado -dijo Amelia.
– Prefiere no ver ni oír lo que no le han ordenado que vea u oiga. No es fácil vivir en la clandestinidad, Amelia.
– Dime, Rudolf, ¿cuánta gente sois en tu organización?
– ¿Mi organización? ¡Ojalá tuviera una organización! No me has entendido bien. Llegué a Roma con la recomendación de mi obispo para trabajar en la Secretaría de Estado. El hecho de que además de alemán, hablo inglés, francés, algo de polaco y un poco de ruso, supongo que me ayudó a que me dieran un puesto de rango menor. Soy un simple oficinista. No tengo ninguna responsabilidad. Por mis manos no pasan secretos, ni documentos importantes. Al poco de llegar me enviaron a San Clemente dos días por semana a confesar. De eso nos encargamos dos sacerdotes, a veces termino yo antes, y otras él. Un día, confesando, me dieron más de las ocho, y cuando terminé y fui a la sacristía, me encontré allí escondidos a un hombre acompañando a una mujer y dos niños pequeños. El hombre se presentó como el doctor Ferratti, médico cirujano, y me explicó que había tenido refugiados en su casa a aquella mujer y a sus dos hijos, a su marido hacía tiempo que lo habían deportado a Alemania.
»Me dijo que esa tarde se había producido una redada en su barrio y me suplicó ayuda. Y les ayudé. No sabía dónde esconderles, así que se me ocurrió abrir el portillo que da al subterráneo de la iglesia. Es del siglo i y no está en buen estado, pero ¿qué podía hacer? El párroco de San Clemente me había advertido de que no se me ocurriera meterme por el pasadizo porque cualquiera sabía con qué nos podíamos encontrar. Al parecer, en la Antigüedad hubo un templo dedicado al dios persa Mitra. Y no ha sido hasta el siglo pasado cuando un dominico irlandés, el padre Mullooly, descubrió que abajo había otra iglesia y comenzó a desescombrar. Hasta allí conduje a la mujer y a sus dos hijos. Temblaban de miedo y de frío. Al caminar oímos el sonido del agua, porque hay un manantial en el subsuelo. Los acomodé lo mejor que pude; afortunadamente el doctor Ferretti llevaba una bolsa con comida y un par de mantas, yo aporté unas cuantas velas.
»"Quédense aquí hasta que encuentre la manera de sacarles de Roma y enviarles a Lisboa, desde allí pueden intentar llegar a América. No será fácil, pero quizá lo logren", les dije. Los niños comenzaron a llorar y su madre no sabía qué hacer para calmarles.
»El doctor Ferretti me explicó que vivía muy cerca de San Clemente, en la esquina de la piazza di San Giovanni in Laterano, y que se sentía en la obligación de ayudar a sus semejantes. Entre sus vecinos había algunas familias de judíos; algunos habían sido detenidos por las SS y trasladados a Alemania; otros sobrevivían escondidos en las casas de buenos cristianos que no estaban dispuestos a colaborar con los nazis.
»Ferretti y dos médicos más se habían organizado para ayudar y prestar asistencia a los judíos que permanecían ocultos. Les cambiaban de casa para no comprometer demasiado a las familias que los acogían, incluso habían logrado pasar a algunos de ellos a Suiza.
»Como puedes suponer, me comprometí de inmediato a ayudarles en cuanto hiciera falta. Carla nos echó una mano siempre que pudo escondiendo a gente en su casa y ayudando a trasladar a alguna familia hasta Suiza.
– ¡Pero era una temeridad pasar la frontera en coche! -exclamó Amelia.
– No, no les trasladaba en su coche, eso habría sido muy peligroso. La relación de Carla con los partisanos nos ha permitido trasladar a algunas familias a través de la montaña. Sólo en primavera y verano, pues en invierno hubiera resultado imposible. Aun así, esa opción siempre ha sido la más peligrosa porque se trataba de familias, de mujeres y niños. La verdad es que la mayoría de las familias a las que estamos ayudando continúan en Roma; ya te he dicho que les trasladamos de casa en casa, a veces utilizamos los sótanos y los subterráneos olvidados como los de San Clemente. También utilizamos las catacumbas que hace veinte siglos cobijaron a los cristianos.
– ¿Las catacumbas? Pero no serán un lugar seguro, todo el mundo sabe dónde están.
– No, no lo creas. Tengo un buen amigo en el Vaticano, Domenico, es un jesuita que trabaja en los Archivos; es arqueólogo y conoce bien el subsuelo de esta ciudad. Roma aún guarda muchos secretos. Te lo presentaré, estoy seguro de que te gustará.
– ¿El Vaticano no puede hacer nada por Carla?
– Las relaciones con Alemania no son precisamente buenas. No sabes cuántas dificultades tiene que afrontar el Papa.
– De manera que tu grupo lo forman tres médicos y dos curas, no es mucho -se lamentó Amelia.
– No imaginas lo activas y valientes que son algunas monjas. El doctor Ferretti también tiene amigos que en ocasiones nos echan una mano, pero no podemos pedir a la gente que sean héroes, porque si las SS los detuvieran… no hace falta que te diga lo que les sucedería.
– Tenemos que salvar a Carla -insistió de nuevo ella.
Vittorio estaba preocupado por Amelia. Había pasado toda la tarde fuera y cuando llegó acompañada por el padre Müller, ya era la hora de cenar.
– Avísame cuando te retrases, he llegado a pensar que te había pasado cualquier cosa.
Sin embargo era Amelia quien estaba cada día más preocupada por Vittorio. El marido de Carla apenas comía, padecía insomnio y su actividad era frenética: llamaba a la puerta de cuantos amigos influyentes habían tenido en el pasado para suplicarles que hicieran algo por Carla. Pero nadie quería comprometerse; algunos incluso empezaron a evitarle. Se rumoreaba que Carla Alessandrini iba a ser juzgada por alta traición.
Si no hubiera sido por su preocupación por Carla, Amelia se habría sentido feliz en Roma. Max pasaba con ella todo su tiempo libre, y ambos se sentían enamorados como en sus mejores días de Berlín y Varsovia.
El barón se interesó por Carla Alessandrini ante sus superiores, quienes le recomendaron olvidarse de la diva puesto que estaba en manos de las SS. Aun así, logró que le confirmaran que aún estaba viva.
Una noche en la que el gobernador militar de Roma ofrecía una recepción a los oficiales del Alto Mando alemán, a los miembros del Cuerpo Diplomático y a todo aquel que era alguien en la Roma ocupada, Max insistió a Amelia para que le acompañara. Ella dudó, le repugnaba tener que estrechar las manos de aquellos hombres que a su paso sembraban miseria, muerte y destrucción, pero pensó que a lo mejor tenía la oportunidad de saber algo sobre Carla.
Aquella noche de diciembre llovía y hacía frío. De camino a la fiesta, Amelia pensó en que pronto sería Navidad y en que había prometido a su familia que para esa fecha estaría en España, pero sabía que ya no podría cumplir su palabra, no mientras pudiera hacer algo por Carla.
Se alegró de volver a ver al comandante Hans Henke, el ayudante de Max.
– Coronel, creo que no ha sido una buena idea traer aquí a la señorita Garayoa -dijo el comandante Henke nada más verla.
– Pues yo creo que ha sido una gran idea -respondió Max, contento de tener a Amelia a su lado.
– Fíjese en quién está -susurró Hans Henke señalando discretamente a un grupo de oficiales de las SS que hablaban al fondo del salón.
Aunque estaba de espaldas, Amelia reconoció en el acto a Ulrich Jürgens y sintió una oleada de odio que la hizo enrojecer.
– Lo siento, Amelia, no pensaba que coincidiríamos con él, de ser así no habríamos venido. Me aseguraron que Jürgens llevaba unos días en Milán.
– Ha adelantado su regreso esta misma noche -respondió el comandante Henke.
– Lo mejor es que nos marchemos discretamente. Hans tiene razón, sería una temeridad que Jürgens te viera.
Iban a salir del salón cuando el coronel Ulrich Jürgens se dirigió hacia ellos. Momentos antes, otro oficial de las SS había alertado a Jürgens sobre la presencia de Max von Schumann y Amelia Garayoa.
Jürgens les cortó el paso con un par de copas de champán en la mano.
– ¡Vaya, vaya, mi vieja amiga la señorita Garayoa! ¿No pensará irse sin brindar conmigo por este feliz reencuentro? -dijo, tendiendo una copa a Amelia e ignorando a Von Schumann.
– Apártese, Jürgens -le conminó Max mientras cogía el brazo de Amelia.
– Pero, barón, ¡si acaban de llegar a la fiesta! ¿Un caballero como usted va a desairar a los anfitriones marchándose antes de la cena?
– Déjenos en paz, Jürgens -insistió Max.
De repente se vieron rodeados por un grupo de jefes y oficiales de las SS.
– Barón, ¿nos presenta a esta bella señorita? -pidió uno de los militares con una sonrisa irónica.
– No puede reservársela para usted solo, al menos permítanos intentar que nos conceda algún baile -continuó diciendo otro.
– Hemos oído hablar mucho sobre la señorita Garayoa, tenemos entendido que es una vieja conocida del coronel Jürgens -apuntó otro.
Amelia sentía todo su cuerpo rígido y notaba que la voz se le había paralizado en la garganta. No había pensado que el destino la volviera a colocar ante aquel hombre que la había torturado personalmente. Aún retumbaban en sus oídos las risotadas del coronel Jürgens cuando ella se retorcía de dolor y de vergüenza cuando él se complacía en arrancarle la ropa para contemplar su desnudez antes de torturarla.
Max apartó a uno de los oficiales tirando de Amelia hacia la salida, pero la suerte no estaba de su parte aquella noche, ya que en ese preciso momento el jefe de su división se acercó al grupo acompañado de otros dos generales y le pidió a Max que les acompañara un momento.
– No le distraeremos mucho tiempo, sólo será una consulta, coronel. Dejemos a estos caballeros al cuidado de la señorita.
– Lo siento, general, pero ya nos íbamos, la señorita no se encuentra bien -respondió Max.
– ¡Vamos, sólo será un momento! Coronel, encárguese de atender a esta señorita mientras conversamos con el barón Von Schumann.
Amelia se quedó frente a frente con su verdugo, y cuando Jürgens le tendió la mano, ella se la apartó con brusquedad.
– ¡No se atreva a rozarme!
– Pero, querida, ¡si en el pasado he hecho algo más que rozarla! ¿A qué vienen tantos remilgos?
Sus compañeros de las SS rieron la respuesta de Jürgens y a una señal suya se retiraron dejándole solo con Amelia.
– No debería ser tan arisca conmigo, ya sabe que los hombres despechados son capaces de cualquier cosa -declaró el oficial con sarcasmo.
– ¿Qué quiere, Jürgens?
– ¡Oh, usted ya lo sabe! ¿Hace falta que le diga que quiero tener lo mismo que tiene el barón Von Schumann? ¿Por qué no se muestra igual de cariñosa conmigo que con él? Le aseguro que yo sería más generoso con usted de lo que lo es el barón Von Schumann. El sólo le ofrece amor, yo le ofrezco el mundo entero, compartir conmigo la gloria del Reich.
– ¡Si supiera cuánto me repugna su mera presencia!
– Su resistencia hacia mí la hace más atractiva.
– ¡Nunca, Jürgens! ¡Nunca me tendrá, aunque me volviera a torturar!
– Si usted hubiese sido más complaciente, yo habría pasado por alto su pecadillo: ¡ayudar a aquellos pobres desgraciados! ¡Nunca entenderé por qué se unió a aquel grupo de polacos empeñados en ayudar a los judíos!
– No, claro que no puede entenderlo, está fuera de su alcance poder entenderlo.
– ¿Sabe?, no sé por qué, pero me siento tan atraído por usted… nunca me han gustado las mujeres tan delgadas. Es más atractiva su amiga Carla Alessandrini, al menos tiene formas de mujer, usted sin embargo tiene un aspecto tan frágil…
– ¡Es usted repugnante! ¿Qué le ha hecho a Carla?
– ¡Ah! ¡Su amiga es una traidora! Debería tener cuidado de no tener tratos con traidores, ya sabe lo que les pasa cuando les alcanza la justicia del Reich.
El coronel Ulrich Jürgens la miró con dureza. Luego la agarró de la mano y se la apretó hasta hacerle daño.
– Si se resiste a mí, ya sabe las consecuencias. ¿Por qué no se evita problemas? Esta vez no seré tan benévolo como en Varsovia.
Amelia no pudo contenerse y le dio una patada en la espinilla intentando escapar. Pero no lo consiguió. Jürgens la sujetó con fuerza del brazo y se lo retorció.
– Si se empeña en declararme la guerra, ¡así sea! -respondió él con los ojos llenos de furia y una sonrisa maligna.
Al final consiguió soltarse y corrió en busca de Max.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó el barón.
Amelia le contó la escena y las amenazas de Jürgens.
– ¡Es un miserables, un canalla!
De regreso a casa Amelia no dejaba de temblar. Temía las amenazas de aquel sádico.
– Tranquilízate. Está decidido, regresas a España. No quiero que permanezcas en Roma estando Jürgens aquí. Mañana me encargaré de buscarte un billete de avión para Madrid. Procura no salir de casa de Vittorio a no ser que yo vaya a buscarte, incluso sería mejor que no vieras ni siquiera al padre Müller.
– No quiero irme, no puedo dejar solo a Vittorio.
– Amelia, no permitiré que te quedes en Roma, dentro de dos días tengo que marcharme a visitar nuestras tropas; estaré en el norte, y no quiero ni pensar de lo que sería capaz Jürgens.
Pero Amelia sí sabía de lo que era capaz el coronel Jürgens, aunque no se lo dijo. No quería recordar los meses pasados en Pawiak, a pesar de que cada noche regresaban en forma de pesadillas.
Vittorio se mostró de acuerdo con el barón Von Schumann y pidió a Amelia que regresara a España.
– Querida, aquí no puedes hacer nada salvo acompañarme. Tienes una familia que te espera y dentro de unos días es Navidad.
No hubo forma de convencerla, de manera que Max von Schumann se fue a Milán, temiendo lo que pudiera suceder en su ausencia.
Dos días antes de Nochebuena, el padre Müller se presentó de improviso en casa de Vittorio para ver a Amelia.
– Marchetti me ha mandado recado de que está dispuesto a verte -dijo en voz baja.
– ¿Cuándo? -preguntó nerviosa.
– En Nochebuena, durante la Misa del Gallo, en San Clemente. Se confundirá con los fieles. Corre un gran peligro porque han puesto precio a su cabeza.
Amelia no durmió aquella noche pensando en lo que le diría a Matteo Marchetti, aquel hombre que cuando le conoció le pareció un profesor de canto inofensivo, pero que había resultado ser uno de los jefes de la Resistencia.
El 24 de diciembre amaneció frío y nublado, al igual que su estado de ánimo. Pensaba en su familia, los imaginaba preparando la cena de Nochebuena. Quizá el marido de Melita les habría llevado una buena cesta con comida con la que aliviar la precaria situación de la familia.
Decidió escribirles una carta; aún no había terminado cuando Vittorio entró sin llamar a la puerta, pálido y temblando.
– ¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? -Amelia se puso de pie agarrando a Vittorio, que parecía estar a punto de caerse.
– La radio… lo acaba de decir la radio. -El hombre comenzó a llorar abrazándose a Amelia.
– ¡Vittorio, cálmate! ¡Dime qué has escuchado en la radio!
Pero él no podía hablar, y los sollozos se convirtieron en gritos desgarrados.
– ¡Dime qué sucede! ¡Por favor, dímelo! -suplicó Amelia, que apenas podía sostener el cuerpo desmadejado de Vittorio, que permanecía abrazado a ella.
– La han matado -alcanzó a decir él.
Amelia quiso chillar, pero de su garganta sólo salió un grito ahogado. Sintió el sabor salado de las lágrimas en la comisura de los labios y abrazó a Vittorio con toda la fuerza que fue capaz de encontrar.
– ¡La han matado! ¡La han matado! -gritó Vittorio.
Logró llevarle hasta una silla y llamar a una criada para que trajera un vaso de agua. Para entonces la casa entera ya se había enterado de la desgracia. Todos lo habían escuchado en la radio. El locutor no había dejado lugar a dudas: «Esta madrugada ha sido ahorcada en la cárcel de mujeres, por delito de alta traición, la diva del bel canto Carla Alessandrini».
Los criados cuchicheaban nerviosos mientras Amelia intentaba tomar las riendas de aquella situación.
No podía quedarse sentada y llorar hasta que se le acabasen las lágrimas, no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por el dolor. Tenía que encargarse de Vittorio y tenía que decidir qué hacer.
¿Se presentarían las SS en la casa? ¿Debería acompañar a Vittorio a reclamar el cuerpo de Carla? No sabía qué hacer. Pero la llegada del padre Müller la alivió algo.
– ¡Lo siento tanto! -dijo el sacerdote al abrazar a Vittorio, que no dejaba de llorar y sufría convulsiones.
– ¿Qué debemos hacer? -le preguntó ella con un hilo de voz.
– No lo sé, preguntaré. La familia tiene derecho a que le entreguen el cuerpo. Pero ni siquiera os avisaron de que la habían juzgado y condenado a muerte.
– ¿Juzgado? Aquí no hay justicia, las SS no saben lo que es justicia, sólo asesinan. Y han asesinado a Carla.
– ¡No sé cómo han podido hacerlo precisamente el día de Nochebuena! -se lamentó el padre Müller.
– ¿Crees que para ellos significa algo la Nochebuena? No seas ingenuo, Rudolf, los nazis no creen en nada, lo sabes bien. Carecen de piedad, de compasión. No son humanos.
– ¡No digas eso, Amelia!
– ¿Crees que lo son? -respondió ella con dureza.
Fueron muy pocos los amigos de Carla que llamaron por teléfono para dar el pésame, y muchos menos los que se atrevieron a presentarse en la casa para dar consuelo a Vittorio. Todos tenían miedo de ser señalados como amigos de una mujer ahorcada por alta traición.
Todos aquellos que meses antes mendigaban una mirada de la diva, ahora temblaban en sus casas rezando para que las SS no les relacionaran con ella. Si se habían atrevido a ahorcar a la mujer más querida de Italia, ¡qué no serían capaces de hacer!
Vittorio estaba hundido, incapaz de tomar ninguna decisión, de manera que fueron Amelia y el padre Müller quienes decidieron telefonear al abogado de Carla para preguntarle qué debían hacer. El hombre se mostraba remiso a dar ninguna recomendación, pero Amelia no le dejó opción.
– Usted debería haber informado a don Vittorio de que se había celebrado un juicio y… y de lo que iba a pasar.
– Le aseguro que no lo sabía. Don Vittorio Leonardi sabe que he cumplido con mi obligación como abogado, no he dejado de interesarme por la situación de su esposa, de Carla Alessandrini. Pero ¿es que cree usted que las SS se atienen a los procedimientos legales? No me han permitido verla durante todo el tiempo que ha estado detenida. Se negaban a decirme cuáles eran los cargos por los que la retenían. Yo… yo me he enterado de lo sucedido por la radio, y le aseguro que estoy desolado.
– Bien, pues acuda a la cárcel y hágase cargo de todos los trámites para recuperar el cuerpo de Carla y para que la podamos enterrar cristianamente.
– ¿Yo? No… no lo creo oportuno. Debería ser el esposo, don Vittorio Leonardi, quien fuera a reclamar el cuerpo.
– Usted viene percibiendo una remuneración importante por llevar los asuntos de la familia.
El abogado se quedó en silencio. Quería desvincularse de Carla, de Vittorio, de cualquiera que pudiera relacionarle con ellos. Se olvidó de que era un recién licenciado en leyes cuando conoció a Carla en el despacho de un gran abogado donde él hacía de pasante, y cómo le cayó en gracia a la diva y terminó siendo su abogado, su hombre de confianza. En un segundo renegó de todos aquellos años compartidos con la diva y su marido, de aquellas fiestas de Carla donde se codeaba con la alta sociedad italiana, con todas aquellas principessas arrogantes, algunas de las cuales se habían convertido en sus clientas, de las oportunidades de negocios a través de aquellos empresarios entusiastas del bel canto que nada le negaban a su musa.
Sí, él se había enriquecido gracias a Carla Alessandrini, ella le había sacado de la nada convirtiéndolo en un abogado importante; pero ahora ella estaba muerta, la habían ahorcado por alta traición y él sentía que su lealtad debía ser para consigo mismo y para con su familia. ¿A quién serviría si a él también lo ahorcaran?
– Le esperamos, no tarde -le ordenó Amelia, intentando imprimir a su voz una firmeza que no sentía.
– Un día de estos me pasaré a dar el pésame a don Vittorio; en cuanto al testamento, bueno, él sabe lo que hay que hacer.
– No vendrá -anunció Amelia al padre Müller.
– Iré yo -se ofreció el sacerdote.
– ¿Tú? ¿En calidad de qué?
– De confesor de Carla, de representante de la familia, del cura que quiere darle cristiana sepultura.
– Ten cuidado, Rudolf.
Él se encogió de hombros. No es que no tuviera miedo, lo tenía, pero sentía que su ministerio le obligaba a plantar cara al mal y el nazismo se le antojaba que era la personificación del mal; de manera que decidió actuar según los dictados de su conciencia aunque eso pudiera costarle la vida.
Vittorio insistió en que le llevara el chófer de la familia, y él aceptó.
El padre Müller regresó a mediodía con el cuerpo de Carla. No les explicó cuánto se había tenido que humillar para conseguir el cadáver de Carla, que él mismo subió en brazos hasta la casa.
Vittorio se desmayó cuando vio aquel bulto envuelto en un pedazo de lona, sabiendo que era el cuerpo de su esposa. Amelia no le permitió verla, y con la ayuda de Pasqualina, la modista de Carla, una de las pocas personas que habían acudido a mostrar su pesar, preparó el cadáver de su amiga para que recibiera cristiana sepultura.
La vistieron con uno de sus mejores trajes, y la envolvieron con el chal de visón blanco que tanto le gustaba. Cuando la colocaron en la caja, no dejaron que nadie la viera. No querían que recordaran el rostro de una ahorcada sino el de la mujer hermosa que había sido. Ni siquiera se lo permitieron a Vittorio.
Tendrían que esperar hasta el 26 de diciembre para enterrarla, no era posible hacerlo en Navidad.
Caída la tarde, el padre Müller regresó al Vaticano.
– No creo que debas ir esta noche a San Clemente. Marchetti habrá escuchado la noticia por la radio y no irá.
– Puede que sí vaya, y yo necesito hablar con él.
– ¿Para qué? Ya no podemos hacer nada por Carla.
– Sí, yo sí que puedo.
El sacerdote la miró preocupado pensando qué se le habría podido ocurrir a Amelia.
– Está muerta, sólo podemos rezar por ella.
– Reza tú, yo ya lo haré.
– Aún no has llorado.
– ¿De verdad lo crees? No me has visto las lágrimas, pero no he dejado de hacerlo.
– Amelia, velemos a Carla, recemos por ella y démosle sepultura. Es lo único que podemos hacer, lo único que Vittorio quiere que hagamos. Después, vete a casa, aquí no estás segura. Max tiene razón, el coronel Jürgens es capaz de todo.
– ¿Sabes?, pienso que ha ordenado que la ahorcaran para hacerme daño, para demostrarme cuan poderoso es. Viviré con esa culpa el resto de mi vida.
– ¡Qué cosas dices! A Carla la habían detenido mucho antes de que tú vinieras a Roma. Y todos sabemos lo que hacen las SS con sus prisioneros. Han querido dar una lección, que los italianos sepan que nadie tiene inmunidad, ni siquiera sus símbolos más queridos. Su asesinato no tiene nada que ver contigo.
– Pues yo creo que sí, que es la manera que tiene el coronel Jürgens de hacerme daño.
– La habría matado aunque tú no existieras. Carla era un mito y las SS han querido dar una lección a los italianos.
Pero Amelia estaba convencida de que el asesinato de Carla tenía que ver con el deseo innoble que Jürgens sentía por ella. Por eso a lo largo de todo el día, mientras lavaba el cadáver de Carla, fue trazando un plan que estaba decidida a llevar hasta el final.
El doctor Ferratti, el médico amigo del padre Müller, acudió a la casa a instancias de Amelia para que le diera a Vittorio algo que le permitiera dormir.
– Quiero velarla toda la noche, no quiero que se quede sola -dijo Vittorio, entre lágrimas.
– No estará sola, estaré yo -le aseguró Amelia-, pero tú tienes que dormir, lo necesitas.
Amelia le convenció para que se quedara hasta pasada la medianoche y luego ella le relevaría hasta la madrugada.
– Quiero ir a misa, Vittorio, necesito rezar; cuando regrese de la Misa del Gallo, te irás a la cama, prométemelo.
El doctor Ferratti le entregó a Amelia un somnífero para Vittorio.
– Mañana vendré a verle -se comprometió el médico, desolado por la tragedia de aquella casa.
Los pocos amigos que habían acudido se fueron marchando. Era Nochebuena y a pesar de la pena que sentían por la pérdida de Carla, tenían familias, hijos a los que cuidar y ayudar a ser felices en una noche como aquélla.
Vittorio y Amelia se quedaron con la sola compañía de la modista de Carla. La mujer estaba viuda y sólo tenía una hija, casada tiempo atrás con un maestro de Florencia; de manera que disponía de todo su tiempo para llorar a la diva, con quien la había unido una amistad sincera.
Habían colocado el ataúd en medio del salón grande, aquel donde en tantas ocasiones Carla había organizado sus mejores fiestas.
A las once, Amelia se despidió de Vittorio y de Pasqualina, la modista.
– Cuide de don Vittorio, yo regresaré en cuanto termine la misa. Y si quieres, Pasqualina, puedes quedarte a dormir aquí, es tarde para que te vayas a casa.
– Me gustaría velar a la señora.
– De acuerdo, entonces quédate.
Al salir del portal sintió un escalofrío. Caminó despacio, intentando no llamar la atención de las pocas personas con las que se cruzaba y que, al igual que ella, llevaban los misales en la mano camino de alguna iglesia para participar en la Misa del Gallo.
Llegó a San Clemente a las doce en punto, cuando las campanas estaban dejando de sonar para llamar a los feligreses.
Se sentó en el último banco de la iglesia con todo el cuerpo en tensión intentando localizar a Mateo Marchetti. El padre Müller sólo le había dicho que el profesor de canto estaría en la iglesia. Esperaba que fuera él quien se acercara a ella o que alguien le diera alguna indicación. Siguió la misa como una autómata. Rezaba sin prestar atención, desviando la mirada por los bancos de la iglesia en busca de Marchetti.
Observaba a los feligreses intentando imaginar quiénes de ellos estarían con el partisano, pero todos le parecieron apacibles padres de familia celebrando la Nochebuena. La misa terminó y los fieles comenzaron a salir de la iglesia. Dudaba sobre qué debía hacer cuando sintió una presión en el brazo. Una mujer se había colocado a su lado, y sin decirle una palabra le indicó con la mirada que la siguiera. Salieron de la iglesia caminando la una junto a la otra, como si se conocieran, y Amelia la siguió durante un buen rato sin atreverse a preguntar. Luego la mujer se paró ante un portal que abrió con rapidez. Subieron sin hacer ruido hasta el primer piso.
Mateo Marchetti había envejecido, pero le seguían brillando los ojos con la misma intensidad que cuando le conoció en casa de Carla. Estaba sentado en la penumbra acompañado por tres hombres que parecían en estado de alerta.
– ¿Para qué quería verme? -le preguntó sin ningún preámbulo.
– Lo que quería era que me ayudara a salvar a Carla.
– Eso era imposible. Estaba condenada desde el mismo día en que la detuvieron.
– ¿Y fue usted quien la sometió a ese peligro?
– Usted la conocía, ¿cree que era capaz de asistir como espectadora a lo que está sucediendo? Ella quería tener un papel y lo tuvo, el más difícil y arriesgado de su vida. Fue muy valiente v salvó muchas vidas. La última misión era difícil. En realidad no tenía demasiadas posibilidades de éxito. Ella sabía lo que podía suceder.
– Fue una locura mandarla a Suiza para que llevara a ese criado del Duce.
– En realidad ella no llevaba a ese hombre, sino que sirvió de cebo.
– ¿Qué quiere decir? -Amelia sintió que todos sus músculos se contraían.
– Los aliados necesitaban la información que pudiera darles ese hombre, de manera que montamos un operativo de distracción. Ella sabía que las SS la tenían en su punto de mira, sobre todo ese coronel Jürgens, que parecía obsesionado con ella. Organizamos el viaje de Carla con un hombre que se parecía mucho al criado del Duce, mientras que al verdadero lo sacamos del país por otra vía.
– ¡La mandaron directa a la boca del lobo!
– Carla estuvo de acuerdo. Incluso se reía pensando en el chasco que se llevaría Jürgens al comprobar que el hombre que la acompañaba era un pobre zapatero. Un comunista, sí, pero no el hombre que buscaban. Jürgens se enfureció al comprobar el engaño y… bueno, el resto ya lo sabe.
– Todo el mundo cree que Carla llevaba al sirviente del Duce.
– Sí, eso hicieron creer los de las SS, y como comprenderá, no íbamos a desmentirles.
– La utilizaron -murmuró Amelia.
– No, no se engañe. Carla nunca hizo nada que no quisiera hacer. Nos ayudaba, sí, como también ayudaba a ese cura, al padre Müller, y negociaba con él y con nosotros para que colaboráramos. En fin, ya no hay nada que hacer.
– Sí, sí hay algo que hacer. -El tono de voz de Amelia despertó la curiosidad de Marchetti.
– Dígame qué es.
– Voy a matar al coronel Jürgens y necesito su ayuda.
El profesor de canto se quedó callado mirándola fijamente. Jamás había imaginado oír tales palabras de aquella joven delgada y frágil.
– ¿Y cómo piensa matarle?
– Él… él quiere… quiere…
– … quiere acostarse con usted -dijo Marchetti, que había llegado a esa conclusión por el sonrojo de Amelia.
– Sí.
– ¿Y no cree que desconfiará de usted precisamente ahora que acaba de ahorcar a su amiga? Jürgens puede desearla mucho, no lo dudo, pero es un hombre frío e inteligente. Sospechará de usted si de repente decide caer en sus brazos.
– Pero no dirá que no. Desconfiará, pensará que pretendo algo, incluso matarle, pero no me dirá que no. Necesito una pistola, es todo lo que necesito de usted.
– ¿Una pistola? Lo primero que hará será mirar en su bolso.
– Quiero una pistola que pueda esconder entre mi ropa interior.
– La matará. Es imposible que no se dé cuenta.
– Sí, es probable, pero puede que tenga suerte y acabe yo con él antes.
– ¿De qué servirá que le mate?
– Merece morir, es un asesino.
– ¿Sabe cuántos asesinos hay como él?
– Si sale mal, el fracaso será mío; si sale bien, la Resistencia podrá decir que eso es lo que les sucede a quienes asesinan a los inocentes.
– Aunque llegara a conseguirlo, la detendrían. No podría escapar.
– Tengo un plan.
– Dígame cuál.
– Prefiero no decírselo. Sólo le pido una pistola, nada más.
– No puede salir bien.
Amelia se encogió de hombros. Estaba decidida a arriesgar su vida para acabar con la de Jürgens. Era una cuenta pendiente que tenía que saldar; se lo debía a Grazyna, a Justyna, a Tomasz, a Ewa, a Piotr, a todos sus amigos polacos, a Carla y también a ella misma.
– Vaya a confesarse a San Clemente dentro de tres días. Y ahora márchese. Olvídese de esta casa y de que me ha visto.
Marchetti hizo una seña a uno de los hombres que vigilaba la calle desde la ventana.
– No hay nadie, jefe.
Temblando de miedo, Amelia se enfrentó a la negrura de la noche, y caminando pegada a la pared y parándose cada vez que escuchaba algún ruido, llegó hasta la casa de Vittorio.
– ¡Estaba preocupado por ti! Son las dos. Te podían haber detenido.
– Me perdí. Me quedé rezando después de la misa.
– ¡No me engañes, Amelia! Sé que después de la Misa del Gallo cierran la iglesia.
– No te engaño, Vittorio, confía en mí. Y ahora déjame relevarte. Yo velaré a Carla.
– No, no puedo dejarla sola aquí.
– No estará sola. Necesitas descansar, mañana será un día muy largo.
– Es Navidad.
Amelia mandó a Pasqualina a por agua y luego le insistió a Vittorio para que tomara la píldora que le había traído el doctor Ferratti.
– Te ayudará a descansar.
– No quiero que Carla esté sola -insistió él.
– Yo estaré con ella, te lo prometo.
Luego también mandó a dormir a Pasqualina y se quedó sola en el salón. Fue entonces cuando rompió a llorar.
Enterraron a Carla la tarde del 26 de diciembre. Apenas veinte personas acudieron al sepelio. Si Carla hubiera fallecido de muerte natural antes de que comenzara la guerra, toda Italia se habría echado a la calle para llorarla. Pero la habían ahorcado por alta traición.
– Ella hubiera preferido que la enterraran en Milán. Allí tenemos un panteón.
– Algún día, cuando acabe esta guerra, la llevarás allí; ahora dejémosla descansar aquí -le consoló el padre Mullen.
Mientras tanto, Max continuaba en Milán. Llamó a Amelia y le rogó que regresara a España.
– Siento tanto lo de Carla, sé lo que significaba para ti; pero, por favor, no te quedes en Roma. Ya sabemos de lo que es capaz ese maldito Jürgens.
– Te esperaré, Max.
– Es que… lo siento, Amelia, pero una vez que termine la inspección sanitaria de nuestras tropas aquí, he de ir a Grecia, me lo han comunicado esta mañana.
– ¿A Grecia?
– Sí.
– ¿Puedo ir contigo?
– ¿De verdad querrías acompañarme?
– No me siento con ánimo de regresar a España.
– Primero puedes ir a ver a tu familia y después reunirte conmigo en Atenas.
– No, prefiero acompañarte.
– Corres peligro, Amelia. He hablado con algunos amigos y me aseguran que Jürgens está obsesionado contigo.
– No haré nada que me pueda poner en peligro.
– Prométemelo.
– Te lo prometo.
Naturalmente no pensaba cumplir la promesa. No le había dicho a Max que había recibido una invitación para asistir a un baile de Año Nuevo. Había llegado el mismo día en que ahorcaron a Carla, y Amelia ni siquiera se había fijado en ella. Era de Guido y Cecilia Gallotti, los conocidos de Vittorio que tan cercanos habían sido del yerno del Duce, y que tan amables habían sido con ella cuando Carla la invitó por primera vez a Roma. Incluso habían sido una excelente fuente de información; aún recordaba los informes que, gracias a las indiscreciones de la pareja, pudo enviar a Londres.
Además, Cecilia Gallotti había acudido al entierro de Carla para sorpresa de Amelia y del propio Vittorio.
El 28 de diciembre Amelia acudió a San Clemente y se dirigió al confesionario donde solía estar el padre Müller. En su lugar había otro sacerdote al que no llegó a ver la cara.
– Ave María Purísima.
– Sin pecado concebida. ¿Continúas decidida a seguir adelante?
La frase del sacerdote la sobresaltó. No era la voz de Marchetti. ¿Sería una trampa?
– Sí -respondió temerosa.
– En el suelo, a tu derecha, hay un paquete, cógelo. Espera, no te vayas todavía, sería una confesión muy corta. La pistola es pequeña, como habías pedido, también hay balas. Ten cuidado no te detengan camino de tu casa. Te cabe en el bolsillo del abrigo. Y ahora vete.
Amelia telefoneó a Cecilia Gallotti para confirmar su asistencia a la fiesta.
– ¡Oh, querida, cuánto me alegro! La verdad es que no pensé que vinieras. Enviamos la invitación unos días antes de lo de Carla… pensábamos que a Vittorio le sentaría bien distraerse, pero ahora…
– No, él no irá, pero yo sí.
– Claro, claro, debes distraerte. ¡Lo de Carla ha sido tan terrible!
Amelia pensó en cómo Cecilia se refería al asesinato de Carla con el eufemismo de «lo de Carla». Sabía que Cecilia se había sorprendido al saber que iría a la fiesta y que lo comentaría con todas sus amigas. Esperaba que llegara a oídos del coronel Jürgens y que éste se presentara o se hiciera invitar por Guido Gallotti y su esposa.
Vittorio no se enfadó con ella cuando le dijo que asistiría a la fiesta de Año Nuevo.
– Ve y procura distraerte, no tiene sentido que te quedes aquí.
– Cuando… en fin… pronto comprenderás por qué he ido.
– ¡Por favor, Amelia, no hagas nada que te ponga en peligro! -respondió él, alertado por las palabras de la joven.
– No quiero que pienses que soy una frívola capaz de ir a una fiesta cuando acabamos de enterrar a Carla.
– Si en algo me aprecias, prométeme que no vas a hacer nada que te ponga en peligro. No lo soportaría, no pude impedir lo de Carla, no me hagas vivir con más culpas de las que ya tengo.
Pasqualina la ayudó a arreglar uno de los trajes de fiesta de Carla. Era más delgada de lo que lo había sido la diva y no era tan alta como ella. La modista no tardó en amoldar a su figura un traje color negro. Al menos quería mantener el luto por su amiga.
El chófer de Vittorio la llevó a la casa de los Gallotti. Cecilia le susurró que el anuncio de su asistencia había despertado mucha expectación y que algunos oficiales habían pedido ser invitados a la fiesta. Amelia hizo como si no le importara.
Guido y Cecilia la presentaron a algunos amigos, aunque a Guido se le veía incómodo por la presencia de Amelia. Algunos invitados le preguntaban quién era la joven española y él evitaba explicar que les había sido presentada por Carla.
– Has sido una insensata -le dijo al oído de su esposa-; además, me sorprende que estando de luto haya venido a una fiesta. Esa mujer no es de fiar, lo mismo que Carla.
– No seas ridículo, ella es española, fascista como nosotros, y está igual de sorprendida por la traición de Carla. Si ha venido es para que todos lo sepan, lo que pasa es que no entiendes a las mujeres -se defendió Cecilia.
Pasada la medianoche, Ulrich Jürgens llegó acompañado de varios oficiales de las SS. Hizo notar su presencia no sólo llegando tarde sino también por las risotadas de sus acompañantes. Habían bebido y parecían eufóricos.
No perdió el tiempo en cumplidos con los anfitriones y se dirigió de inmediato hacia donde estaba Amelia.
– La suponía llorando.
Ella le miró y se dio la vuelta, pero él no se lo permitió y le sujetó el brazo.
– ¡Vamos, no volvamos a las andadas! Y guárdese de darme una patada como la última vez. Responda, ¿qué hace aquí?
– No tengo por qué darle explicaciones de lo que hago.
– ¿Tan poco le ha durado el duelo por su amiga Carla Alessandrini? Ya veo que usted no pierde el tiempo.
– Déjeme en paz. -Esta vez logró soltarse y le dio la espalda.
– ¿Por qué se empeña en enfrentarse a mí? Le iría mejor si no lo hiciera. Yo podría haber salvado a su amiga si se hubiera mostrado amable conmigo -dijo él, mientras la sujetaba de nuevo impidiéndole marchar.
– ¿Cree posible ser amable con una hiena? -respondió ella con altivez.
– ¿Así me ve? ¿Como una hiena? Vaya, me habría gustado que hubiera hecho otra comparación.
– Pues, mírese al espejo.
El la observó con dureza sin soltarle el brazo pero manteniéndola a distancia. Y ella pudo leer en sus ojos que le aguardaba alguna sorpresa.
– Su amigo el barón debería cuidar sus amistades.
Se puso rígida, no entendía lo que quería decirle pero sonaba a amenaza.
– ¡Vaya, no sabía que también se ocupaba de las amistades de los jefes de la "Wehrmacht! -respondió Amelia, intentando imprimir desdén en el tono de voz.
– Hay muchos traidores hoy en día, incluso en el corazón de Alemania. Gente incapaz de comprender el sueño de nuestro Führer. Muchos de los amigos del barón han sido detenidos por la Gestapo, ¿no lo sabía? ¿No se lo ha dicho? Creía que tenía más confianza en usted.
No, Max no le había dicho nada, seguramente para no asustarla, pero ¿a quién se referiría? Tampoco el padre Müller le había comentado nada. ¿No lo sabría o simplemente no quería preocuparla?
– Guárdese sus insidias y ¡suélteme!, me da asco -respondió ella, sabiendo que cuanto más le mostraba su desprecio, más ansiaba él tenerla.
– Debe de ser duro que tus amigos sean traidores. Primero aquellos jóvenes polacos, ¿cómo se llamaba su amiga? ¿Grazyna? Sí, así se llamaba, y también la pequeña Ewa, ¿las recuerda? Ahora Carla Alessandrini. ¡Cuidado, a su alrededor hay demasiados traidores!
– ¡Usted es capaz de las mayores infamias!
– Tuvo usted la oportunidad de salvar a su amiga Carla Alessandrini, pero la desaprovechó y ahora… bien, yo podría desviar la atención de quienes sospechan del barón. Y, por cierto, ¡de nada le servirá correr para avisarle!
– ¿Qué es lo que quiere?
– Lo sabe bien. ¿Hace falta que se lo diga? Si tanto le importa el barón, no tendrá problemas en sacrificarse por él. ¿O le abandonará a su suerte lo mismo que hizo con su amiga Carla?
– Usted me repugna -respondió ella, pero su tono de voz indicaba que se había rendido.
– Le haré superar su repugnancia.
– ¿Dejar» en paz al barón Von Schumann?
– Tiene mi palabra.
– ¿Su palabra? No me vale de nada. Quiero un documento que exonere al barón de cualquier sospecha.
Se rió de ella mientras le retorcía el brazo.
– Tendrá que aceptar mi palabra o prepararse para llorar al barón. No se haga de rogar más y acompáñeme.
Amelia bajó los ojos y pareció dudar. Luego le miró fijamente alzando el mentón.
– No será esta noche. Será mañana -respondió ella.
– De acuerdo. Que sea mañana. Primero iremos a cenar.
– No, nada de preámbulos, entre usted y yo son innecesarios. Dígame dónde y yo iré.
– Una mujer como usted es digna del Excelsior, ¿le parece bien?
– ¿El Excelsior?
– Es el hotel donde se alojaba el barón, lo conocerá usted bien… -respondió él riendo.
– Está bien. ¿A qué hora?
– A las nueve. Brindaremos con champán por nuestro negocio.
– Envíeme recado de a qué habitación debo ir. Es más, prefiero que me envíe la llave para ir directamente a la habitación. No pienso exhibirme con usted en el hotel.
La soltó riendo y ella escapó con paso rápido buscando a Cecilia Gallotti para despedirse de ella. Ya había conseguido su objetivo, o al menos el que se había fijado para aquella noche. La parte más difícil era la que tendría que superar al día siguiente.
– ¡Pero si la fiesta está en lo mejor, no puedes irte! -exclamó Cecilia intentando persuadirla para que no se marchara.
– No me siento bien, no he debido venir, creí que me distraería, pero no puedo dejar de pensar en Carla, lo siento y te agradezco tu amabilidad.
Cuando llegó, Vittorio seguía despierto.
– No podía dormir, estaba preocupado por ti.
– No debes preocuparte, estoy bien.
– ¿Te han tratado bien?
– A Guido le incomodaba tenerme allí, pero Cecilia se ha mostrado encantadora.
– Me sorprendió que viniera al entierro de Carla. Siempre la tuve por una idiota -afirmó Vittorio.
– A mí también me sorprendió. Quizá la juzgamos con dureza y en el fondo no es mala persona.
– Ahora quiero que me digas la verdad. ¿Por qué has ido a esa fiesta? Sé lo mucho que querías a Carla y que no tienes ánimos para divertirte.
– No, no los tengo, pero debo hacer algo que no te puedo decir. Confía en mí.
En la soledad de su habitación se puso a llorar. La amenaza del coronel Jürgens contra Max había sido clara, no podía llevar a engaños: las SS sospechaban del barón. También sabía que hiciera lo que hiciese, Jürgens no cumpliría su palabra. Si Max estaba en peligro debía decírselo cuanto antes.
Apenas durmió repasando el plan para matar a Jürgens. Se levantó muy pronto para telefonear a Max antes de que partiera a visitar los hospitales de campaña. Sabía que las comunicaciones estaban interceptadas, pero prefería avisarle.
– Max, anoche estuve en casa de Guido y Cecilia Gallotti, hubo alguien que me dijo que algunos de tus amigos habían tenido problemas en Alemania.
– No debes preocuparte, ya te lo contaré en cuanto regrese a Roma.
– Ten cuidado -le advirtió ella.
– Nos veremos en unos días -respondió él.
Pasó el día con Vittorio, intentando animarle y contando las horas que faltaban para que llegara la noche. A las ocho le dijo que estaba cansada y se retiraba a dormir.
Amelia se había puesto el camisón y bostezaba mientras la criada le abría la cama.
– Está usted cansada, señorita. No me extraña, estos días son difíciles para todos, ha sido terrible lo que le ha sucedido a la señora Carla -dijo la mujer.
– Sí, estoy cansada. ¡Ojalá pueda dormir de un tirón!
Bebió el vaso de leche que la mujer le había colocado en la mesilla mientras la veía salir. Luego, cuando la puerta se cerró, se quitó el camisón y comenzó a vestirse. Había elegido una blusa vaporosa de color blanco y una falda negra. Una vez vestida, sujetó la pequeña pistola en el liguero. Tenía que procurar no andar como un pato por la incomodidad de llevarla ahí, pero era el único lugar donde nadie sospecharía en caso de que la pararan en la calle o en el mismo hotel.
Ulrich Jürgens le había enviado una nota a primera hora de la tarde que iba acompañada de una llave que parecía ser la copia de la que utilizaban los huéspedes del Excelsior. Seguramente habría amenazado al director del hotel para que le entregara aquella copia de la llave de la habitación 307, que era donde la esperaría.
Cuando terminó de vestirse y estuvo segura de que la pistola estaba bien sujeta, se sentó y se hizo un moño. Luego se colocó una peluca de Carla, de las que la diva utilizaba en sus representaciones. Era una peluca de cabello de color negro con reflejos caoba. Le estaba grande pero llevaba dos días preparándola para ajustaría a su cabeza, y, aunque con mucha dificultad, lo había logrado. No parecía de ella. El cabello negro le daba un aspecto distinto, parecía más mayor, y si no fuera por los reflejos caoba, podría haber pasado más inadvertida. Pero ésa nunca había sido la pretensión de Carla, de manera que tenía que conformarse con la menos llamativa de sus pelucas. La melena lisa le caía a ambos lados de la cara y el flequillo le tapaba la frente. Aun así, se cubrió la cabeza con un pañuelo que anudó al cuello. A continuación se puso un abrigo negro que había encontrado en un armario del cuarto de invitados. Era un abrigo pasado de moda que le estaba un poco ancho.
No se despidió de Vittorio y salió evitando a los criados. Eran cerca de las nueve y aquella noche el portero no estaba, puesto que era el primer día de 1944, festivo a pesar de la guerra. Nadie la vio salir. En las calles se confundió con la gente y se tranquilizó al comprobar que nadie parecía fijarse en ella. Caminó despacio para no llamar la atención.
El vestíbulo del Excelsior estaba repleto de oficiales y jefes de la Wehrmacht y de las SS. Se dirigió al ascensor con paso rápido, cuando de pronto un capitán le cortó el paso.
– ¿Adónde va usted, bella señorita? ¿Tiene algún compromiso para esta noche?
Amelia no le contestó y entró en el ascensor temiendo que la siguiera. Apretó el botón de la cuarta planta por si alguien más se había fijado en ella. Una vez en la cuarta planta, descendió por las escaleras temiendo encontrarse a algún huésped o a las camareras del turno de noche. Pero la suerte parecía estar con ella. Abrió la puerta de la habitación 307 y se sobresaltó al encontrarla a oscuras. Sintió que se le aceleraba el corazón cuando de repente una mano se posó sobre su espalda y la hizo girar bruscamente.
– Has venido -susurró con tono de voz lascivo el coronel Jürgens.
Había bebido. Amelia lo notó por el tono pastoso de la voz y porque olía a alcohol. Se volvió hacia él venciendo la repugnancia que le provocaban su presencia y su olor. No pudo esquivar su abrazo, ni que la besara. La apretaba con fuerza, y después del beso le mordió los labios hasta hacerlos sangrar.
– Debes querer mucho al barón para haber venido.
– Hemos hecho un trato -respondió ella.
El aflojó el abrazo y se rió.
– Tu problema, querida, es que estás acostumbrada a tratar con hombres como el barón. Pero te aseguro que no te desagradará la experiencia que vivirás esta noche. Quítate el abrigo.
Ella obedeció. Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad y pudo verle el rostro. Se le antojó más brutal que nunca mientras la manoseaba.
– No has querido que te tratara como una dama invitándote a cenar, de manera que te trataré como lo que eres. ¿Qué es eso?
Jürgens la empujó contra la pared al comprobar que el cabello de Amelia no era el de siempre.
– Me he vestido para ti, para estar a la altura de lo que esperabas -respondió ella.
Él fue a encender la luz pero ella se apretó contra su cuerpo y le besó. Mientras Jürgens la continuaba manoseando intentando arrancarle la blusa, Amelia deslizó una de sus manos entre las piernas y le acarició, lo que pareció excitarle como a un perro en celo. Con la mano que le quedaba libre aprovechó para buscar la pistola que llevaba escondida.
– ¿Quieres que te posea ya? ¿Te estás preparando tú sola? -dijo él soltando una carcajada al observar que la mujer tenía una mano debajo de la falda. Amelia le sonrió y le pidió que la besara. Iba a hacerlo, pero no le dio tiempo. Fue un segundo lo que tardó en darse cuenta del frío cañón de la pistola que se apretaba contra su vientre y del dolor agudo que le desgarró las entrañas. Cayó al suelo arrastrando a Amelia, apretando su cuerpo como si quisiera llevársela con él.
Amelia consiguió zafarse y buscó un interruptor de la luz. Cuando lo encendió, vio a Jürgens tendido sobre la alfombra con una mueca de sorpresa dibujada en el rostro. Se sujetaba las entrañas pero aún no había muerto.
– Te mataré -alcanzó a decir con un hilo de voz.
Ella se asustó pensando que aún tendría fuerzas para cumplir su amenaza y buscó con qué rematarle, porque temía disparar de nuevo. Aunque el sonido seco del primer disparo podía confundirse con el descorche de una botella de champán, no podría justificar el segundo en caso de que alguna camarera se presentara allí preguntando si pasaba algo. Se acercó a la cama y cogió la almohada, luego se arrodilló junto a él viendo cómo se le escapaba la vida, y le tapó la cabeza apretándole con todas sus fuerzas para impedirle respirar. Durante unos minutos que le parecieron eternos, él forcejeó en vano intentando quitarse aquella mordaza. Después todo esfuerzo cesó. Cuando Amelia estuvo segura de que había muerto, levantó la almohada y contempló el rostro de Jürgens. Pasó una mano cerca de su boca para comprobar sí aún respiraba. Pero estaba muerto. Entonces escuchó unos golpes secos en la puerta. Se puso en pie y se acercó para preguntar desde detrás de la puerta. Era la camarera.
– ¿Está todo bien? -preguntó-. Un huésped ha llamado diciendo que ha escuchado un ruido fuerte -dijo la mujer.
Amelia forzó una carcajada.
– Se nota que ese huésped no es aficionado al champán, ¿verdad, cariño? -dijo mirando al cadáver de Jürgens.
– Lo siento, señora, no quería molestarles.
– Pues lo ha hecho, lo ha hecho, y hay situaciones que no deben interrumpirse -y volvió a reír.
Escuchó los pasos de la camarera alejándose de la puerta de la habitación. Luego revisó la estancia hasta el último rincón. Recogió un par de horquillas con las que se había sujetado la peluca, se puso unos guantes y con un pañuelo limpió todo lo que había tocado. Después quitó la funda de la almohada y se la metió en el bolso. Volvió a revisar toda la habitación, hasta estar segura de que no dejaba nada que la pudiera delatar. Se volvió a colocar la peluca y sujetó la pistola con el liguero.
Esperó una hora antes de decidirse a salir. Pasó todo el tiempo mirando fijamente al cadáver de Ulrich Jürgens, diciéndole en voz baja cuánto le había odiado y cómo se sentía de satisfecha por haber hecho justicia. Le sorprendía no sentir remordimientos, no sabía si la acecharían más tarde, pero en aquel momento lo único que sentía era una gran satisfacción.
Cuando salió de allí un oficial acompañado de una rubia entraban en una habitación situada una puerta más adelante. Ella no les miró y ellos tampoco parecieron prestarle demasiada atención. Estaban bebidos y parecían contentos.
Aguardó impaciente el ascensor y no respiró hasta llegar a la calle.
Caminó con paso tranquilo, diciéndose que nadie podría relacionarla con aquel asesinato. Llegó a casa de Vittorio cerca de la una y entró muy despacio, intentando no despertar ni a Vittorio ni a los criados.
Se metió en la cama y durmió de un tirón hasta bien entrada la mañana siguiente. Fue el propio Vittorio quien la despertó; parecía muy alterado.
– Se ha cometido un asesinato en el Excelsior. Un oficial de las SS.
– ¿Y a nosotros qué más nos da? -respondió ella con suficiente aplomo.
– Están haciendo una gran redada por todo Roma. No sabes a cuánta gente han detenido. Hace un momento ha llamado Cecilia para preguntar por ti, quería comentar contigo la noticia.
– La llamaré en cuanto me vista. Hoy había quedado para ir a almorzar a su casa.
– Sería mejor que te quedaras aquí.
– No debes preocuparte tanto por mí. Cecilia me dijo que me enviaría su propio coche.
– Amelia, te digo que están haciendo una redada y deteniendo a mucha gente, no es conveniente que salgas a la calle.
Pero Amelia insistió en que aquel suceso nada tenía que ver con ellos, de manera que llamó a Cecilia para confirmar que iría a almorzar con ella.
Cuando Amelia llegó, Guido estaba a punto de salir.
– No es conveniente que salgáis -les aconsejó-, están buscando a una mujer morena, parece que ha sido quien ha matado al coronel Ulrich Jürgens.
– ¿A Jürgens? -preguntó Amelia, sorprendida.
– Sí, es el oficial de las SS que ha aparecido muerto. La policía cree que ha sido una prostituta, pero al parecer no le robaron nada, de manera que ¿para qué iba a matarle? Una pareja vio a una mujer morena salir de la habitación de Jürgens a eso de las doce.
– ¡Pero quién se va a atrever a asesinar a un oficial de las SS! -exclamó Amelia como si, además de asustada, estuviera sorprendida.
– Bueno, a lo mejor no ha sido una prostituta. Un amigo de Jürgens ha dado otra pista; al parecer, el coronel tenía una cita con una dama, alguien que no le tenía en mucha estima pero que aun así estaba dispuesta a reunirse con él.
– ¿Quién podría ser, entonces? -preguntó Cecilia con curiosidad.
– Dudo que el coronel Jürgens tuviera muchos amigos -sentenció Amelia.
– Tú le conocías, el día de la fiesta de Año Nuevo os vi hablando muy animadamente. Te diré que cuando os vi juntos pensé que al coronel le gustabas.
– ¡Qué tontería! Hablábamos de la marcha de la guerra, nada más.
Guido las dejó hablando sobre quién podría ser la dama misteriosa, aunque él se inclinaba por la versión de la policía: a Jürgens lo había asesinado una prostituta. Quizá se había mostrado violento con ella; aquel hombre resultaba temible, incluso a él le ponía nervioso.
Cuando Amelia llegó a casa de Vittorio, se encontró al padre Mullen.
– No te esperaba, Rudolf- le dijo sonriendo.
– ¿Sabes lo que ha ocurrido?
– Supongo que me vas a contar lo que sabe todo el mundo, que han matado al coronel Jürgens.
– Así es… Amelia, perdona que te pregunte, pero…
Ella soltó una carcajada que al padre Müller le sonó a falsa puesto que la conocía demasiado bien.
– Rudolf, me alegro de que esté muerto, en eso no te voy a engañar.
– He venido porque Marchetti me ha enviado un recado, quiere verte.
– ¿A mí? ¿Por qué?
– Tú sabrás de lo que hablasteis cuando os visteis.
– Le pregunté si podía colaborar con la Resistencia, si podía ocupar el lugar de Carla -mintió.
– Puede que haya decidido aceptar tu oferta. Quiere verte mañana, en San Clemente. Ven poco antes de que cierren la iglesia.
– Allí estaré. Pero no debes preocuparte por mí.
– ¡Cómo no voy a preocuparme! He perdido ya demasiados amigos.
– Precisamente quería preguntarte por eso…
– Amelia, no te lo quise decir para no angustiarte. En realidad Max me pidió que no lo hiciera. Hace unos meses la Gestapo detuvo al profesor Schatzhauser. Estaba en la universidad, irrumpieron en su clase y se lo llevaron. No hemos vuelto a saber de él. También han detenido al pastor Schmidt.
– ¿Y los Kasten?
– No, ellos aún están en Berlín, aunque la Gestapo debe de seguirles los pasos. Todo el mundo sabe que eran amigos del doctor Schatzhauser. Si yo volviera… posiblemente me detendrían.
– Debiste decírmelo.
– Entiéndelo… Max no quiere que sufras.
La policía se presentó en casa de Vittorio cuatro días más tarde coincidiendo con el regreso de Max von Schumann a Roma.
Obligaron a Amelia a acompañarles para una rueda de identificación. Un oficial de las SS amigo del coronel Jürgens aseguraba que éste iba a reunirse con la amante del barón.
Amelia protestó e incluso lloró, parecía asustada; y aunque Vittorio gritaba que la dejaran en paz, al final se la llevaron.
En la comisaría se encontró con aquella pareja que ocupaba una habitación cercana a la de Jürgens. La miraron de arriba abajo pero enseguida aseguraron que ella no era la mujer con la que se habían cruzado la noche del asesinato.
– No, no es ella -aseguró el oficial-. Aquélla era morena.
– Con reflejos caoba y los ojos negros, y ésta los tiene claros -añadió su acompañante.
– Era más alta -dijo el oficial-, y un poco más gruesa.
La interrogaron por rutina sobre dónde había estado aquella noche. Y ella aseguró que se había quedado en casa con Vittorio y que los criados lo podían corroborar. No negó conocer al coronel Jürgens, ni siquiera que sentía aversión hacia él. Sabía que ellos contaban con toda la información sobre lo sucedido en Varsovia, así que era mejor decir toda la verdad, o más bien casi toda.
Durante dos días y dos noches la estuvieron interrogando sin que cayera en ninguna contradicción. Al tercer día, Max acudió a buscarla a la comisaría. Había suplicado a su general que moviera todos los hilos para evitar que no la entregaran a las SS. El general sólo había puesto una condición: que el informe de la policía descartara que ella fuera la asesina.
La policía tenía la descripción hecha por la pareja de la habitación de al lado, de manera que concluyeron que difícilmente Amelia podía ser la asesina. La dejaron en libertad. Max la estaba esperando.
– Nos vamos a Atenas -le dijo Max camino de la casa de Vittorio.
Amelia suspiró aliviada.»
– Bien, eso es todo.
Paolo Plattini sonreía satisfecho, consciente de que durante más de dos horas tanto Francesca como yo le habíamos escuchado con tanto interés que ni siquiera habíamos despegado los labios.
– ¡Qué historia! -exclamó, asombrada, Francesca.
– Mi bisabuela es una caja de sorpresas; cuanto más voy averiguando sobre ella, más me asombra -dije.
– Tengo algo para usted. -Paolo me entregó unas cuantas carpetas.
– ¿Qué es?
– Son fotocopias de las portadas de los periódicos de la época en que se da la noticia del asesinato del coronel de las SS Ulrich Jürgens. Como podrá ver, los primeros días los periódicos informan de que el asesinato fue obra de una prostituta, pero posteriormente se achaca la acción a los partisanos. Mire aquí -dijo señalando una página fotocopiada de un periódico-. Observe que en varios barrios de Roma aparecieron pasquines en los que los partisanos reivindicaban el asesinato del coronel Jürgens como respuesta al ahorcamiento de varios de los suyos y de la diva del bel canto Carla Alessandrini.
No tuve más remedio que agradecer a Paolo Plattini toda la información que me había suministrado, por más que me fastidió que me despidiera en la puerta agarrado de la cintura de Francesca. Seguro que iban a terminarse la botella de barolo y amanecerían los dos juntos contemplando los reflejos tornasolados de la vieja Roma.
A pesar de la hora, decidí caminar un rato por la ciudad. Necesitaba pensar en todo lo que había escuchado aquella noche. Mi bisabuela estaba resultando ser una mujer fuerte e imprevisible. Nada de lo que hacía parecía tener que ver con su verdadera naturaleza. ¿Era una romántica chica burguesa que se dejaba llevar por los acontecimientos, o realmente tenía una personalidad más compleja? Me sorprendía que hubiera sido capaz de matar a un hombre con tanta sangre fría por más que éste fuera una nazi repugnante. Decidí regresar al hotel. Cuando estuve en la habitación, abrí la maleta y busqué la copia de la fotografía de Amelia Garayoa que me había dado la tía Marta. De vez en cuando la miraba intentando comprender cómo podía ser que aquella joven rubia, de aspecto etéreo y aparentemente despreocupada, hubiera vivido con tanta intensidad y tan peligrosamente.
Aquella noche me costó dormir, no sólo porque me fastidiaba saber que Paolo y Francesca estaban juntos, sino también porque me sentía conmocionado por el asesinato perpetrado por mi bisabuela.
Paolo me había regalado el librito del partisano, así que decidí echarle una ojeada, y acabé dormido con él en la mano.
Al día siguiente llamé a Francesca para darle las gracias por la cena y por las revelaciones de Paolo. Se mostró amable y cariñosa, como si se hubiese quitado un peso de encima al haberme dejado claro que nunca más amaneceríamos juntos en su ático.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– He reservado un vuelo para Londres.
– ¿Vas a reunirte con el mayor William Hurley?
– Eso pretendo. Ya te conté que el mayor es muy británico y hay que pedirle cita con mucho adelanto. Pero yo voy a intentarlo.
– Paolo me ha encargado que te diga que continuará buscando, puede que encuentre alguna otra pista sobre tu bisabuela; si es así, te llamaré.
– Dile que se lo agradezco, se mostró molto gentile, como decís los italianos.
– Sí, sí que lo es. Bueno, llámame si crees que te podemos ayudar en alguna otra cosa más. Ciao, caro!
Después telefoneé al mayor William Hurley, y para mi sorpresa, no se mostró tan tenso y distante como en las ocasiones anteriores.
– ¡Ah, Guillermo, es usted! Ya me extrañaba que no me llamara. Lady Victoria me ha preguntado por usted.
– Quería saber si podría recibirme.
– ¿Le ha ido bien en Roma? -Sí, ya le contaré lo que he averiguado. Me citó para dos días después, lo cual tratándose de él, era tanto como si me hubiera recibido aquella misma tarde.
Llovía cuando llegué a Londres. Menos mal que no hacía demasiado frío. Me instalé en el pequeño hotel de siempre y telefoneé a mi madre.
– ¿Dónde estás?
– En Londres.
– ¡Pero me dijiste que te ibas a Roma!
– Y he estado en Roma, pero he tenido que volver a Londres.
– Guillermo, estoy harta de repetirte que estás haciendo una tontería, que esta investigación no lleva a ninguna parte. Si a mí, y eso que era mi abuela, no me importa lo que hizo o dejó de hacer, no sé por qué te tiene que importar a ti. ¡Sólo a mi querida hermana Marta se le podía ocurrir liar la que ha liado a cuenta de nuestra abuela!
– Y yo estoy harto de tus sermones. No es que me importe lo que hiciera tu abuela, o sea, mi bisabuela, no se trata de un interés familiar. Es un trabajo que me han encargado, me pagan para que investigue y es lo que estoy haciendo, y afortunadamente la tía Marta ya no es la que lleva la batuta.
– Te estás obsesionando con este asunto.
– Que no, mamá, que sólo es trabajo.
No me atreví a decirle a mi madre que su abuela había sido capaz de liquidar a un hombre sin pestañear. Le habría dado un disgusto, o quizá no; conociendo a mi madre, sería capaz de decirme que el coronel Ulrich Jürgens se lo tenía bien merecido.
Dos días más tarde, a la hora prevista, las ocho de la mañana, el mayor Hurley me recibió en su despacho del Archivo Militar. Su humor era mejor que el mío, dada la hora. Aquel hombre se empezaba a marchitar a partir de las nueve de la noche, mientras que yo a las ocho de la mañana apenas era capaz de hablar.
– Verá, he perdido la pista de mi bisabuela en Grecia.
– ¿En Grecia? ¡Ah, sí claro! Después de su estancia en Roma Amelia acompañó al barón Von Schumann a Grecia, donde volvió a trabajar para nosotros. Como ya sabrá, la pérdida de una gran amiga suya, la gran diva del bel canto, Carla Alessandrini, la marcó tan profundamente que su bisabuela ya nunca volvió a ser la misma.
Estuve a punto de enfadarme con el mayor: sabía de las andanzas de mi bisabuela en Roma y no había querido ayudarme. Se lo reproché.
– En realidad, no sé mucho de lo que sucedió en Roma. La muerte del coronel Jürgens no fue algo que planeáramos nosotros. Lo supimos a través de la Resistencia, ellos fueron quienes lo organizaron.
Me vengué dándole una lección sobre lo sucedido en Roma, y le dejé bien claro que aquélla no había sido una acción de la Resistencia, sino obra de mi bisabuela.
– En nuestros archivos consta que la agente libre Amelia Garayoa, a petición de la Resistencia, ejecutó a uno de los oficiales más sanguinarios de las SS, el coronel Ulrich Jürgens.
– Pues si quiere ser fiel a la historia, hágame caso, mi bisabuela mató a Jürgens por su cuenta y riesgo. La Resistencia lo único que hizo fue conseguirle una pistola.
Estaba claro que, por mucho que se lo repitiera, el mayor Hurley no iba a modificar lo que estaba escrito en sus archivos.
– Amelia Garayoa dejó Roma a comienzos de 1944. Por aquellos días se celebraba en Verona el proceso contra los que habían intentado derrocar a Mussolini. Los condenaron a todos a muerte, incluido su yerno, el conde Ciano. Sólo se salvó a Tullio Cianetti. El 17 de enero tuvo lugar la batalla de Montecassino. ¿Ha oído hablar alguna vez de esa batalla? El día 22, los aliados desembarcaron en las playas de Anzio, al sur de Roma. A ver… a ver… sí, aquí está, su bisabuela llegó a Atenas el 16 de enero, justo un día antes de lo de Montecassino. Nosotros supimos, a través de la Resistencia, de la ejecución del coronel Jürgens y ya no tuvimos dudas de que Amelia Garayoa estaba dispuesta a volver a la acción. De manera que en Atenas contactamos con ella.
– Así de fácil.
– ¿Quién ha dicho que fuera fácil? -respondió, malhumorado, el mayor Hurley-. Joven, debería ser menos impaciente y escuchar, porque yo no tengo tiempo que perder.
Me callé, temiendo haber torcido el buen humor del mayor, que se dispuso a iniciar su relato.
«El comandante Murray recibió un informe en el que se detallaba que Amelia Garayoa, que en aquellos momentos colaboraba con la Resistencia italiana, había ejecutado en Roma a un coronel de las SS. Murray se sorprendió de la acción de Amelia, porque aunque la habían entrenado para matar en caso de ser necesario, no creía que fuera capaz de hacerlo. El aspecto frágil de Amelia resultaba engañoso.
Murray decidió volver a solicitar la colaboración de la joven española. En Atenas podía ser muy útil colaborando con la Resistencia y suministrando informes sobre la situación de las tropas alemanas en las islas griegas.
El barón Von Schumann tomó dos habitaciones comunicadas en el hotel Gran Bretaña. Para nadie era un secreto que la señorita Garayoa era su amante, pero Schumann era demasiado caballero para hacer una exhibición grosera de su relación. El hotel Gran Bretaña está situado en el corazón de Atenas, muy cerca de la Acrópolis.
Amelia disfrutaba con la visita a las ruinas arqueológicas y lamentaba en silencio que la bandera nazi ondeara en la Acrópolis.
Max von Schumann dedicaba su tiempo a visitar los distintos batallones comprobando el estado de los heridos y las necesidades médicas. Luego redactaba larguísimos informes que enviaba a Berlín sabiendo que muy pocas de sus demandas se verían satisfechas.
Lo que no sospechaba Amelia, ni tampoco ninguno de los altos oficiales que se alojaban en el Gran Bretaña es que uno de los camareros que les atendía servilmente en el bar, era un agente británico.
Su nombre en clave era «Dion». Aún hoy sigue clasificado su verdadero nombre.
Dion hablaba perfectamente inglés y alemán. Su padre era griego y trabajó para la embajada británica. Allí conoció a una joven criada, la doncella personal de la mujer del embajador. Se enamoraron, se casaron y tuvieron un hijo. Cuando aquel embajador inglés fue cambiado de destino, la joven doncella se quedó con su marido en Atenas. Era una criada competente, de manera que encontró trabajo en casa de un historiador alemán que pasaba largas temporadas en Atenas. Debió de ser un buen hombre porque le permitía llevar a la casa al pequeño Dion, a quien en sus ratos libres se complacía enseñándole el alemán. Es así como Dion llegó a dominar unos idiomas tan necesarios para su profesión. Escuchaba las conversaciones que los huéspedes mantenían ante él sin dar señal de entenderles. Y ellos hablaban con la confianza de que nadie sabía qué decían.
Al poco de llegar Amelia y el barón, Dion envió en uno de sus informes una de las conversaciones que les escuchó. -La guerra no va bien -le dijo Max a Amelia.
– ¿Ganarán los aliados? -preguntó ella sin ocultar que ése era su deseo.
– ¿No te das cuenta de lo que eso puede suponer?
– Sí, el fin del III Reich.
– Los británicos deberían empezar a preocuparse por los rusos. Nosotros somos sus aliados naturales contra Stalin. Tenemos que entendernos.
– ¡Qué cosas dices! Ya sabes lo que pienso de Stalin, pero en esta guerra… al final ha tomado el camino correcto enfrentándose a Alemania.
– Quiere extender el comunismo a toda Europa, ¿es eso lo que quieres?
– Lo que no quiero es el III Reich, eso es lo que no quiero.
– Hay que pensar en el día de mañana. Hitler es sólo una circunstancia, lograremos deshacernos de él.
– ¿Cuándo, Max? ¿Cuándo? Ni tú ni tus amigos os decidís a hacer algo para conseguirlo.
– ¡No es verdad! Tú sabes que no es verdad. Pero no podemos dar un paso sin contar con el apoyo de ciertos generales o de lo contrario provocaríamos un desastre mayor.
– Y algunos de esos generales tienen miedo a comprometerse, y otros en cambio son nazis fanáticos; y mientras tanto, tú te preocupas por lo que en el futuro pueda hacer Stalin. ¿Sabes lo que te digo? Que con lo poco que me gusta Stalin ahora mismo, le considero una bendición.
– ¡No digas eso, Amelia! No lo digas, por favor.
Una tarde, mientras aguardaba en el bar la llegada del barón Von Schumann, Dion se acercó a ella y solicitó atenderla.
– Un amigo suyo de Londres querría que fuera usted a visitar la catedral.
Amelia se puso nerviosa, pero enseguida se contuvo.
– ¿Cómo dice? No sé de qué me habla.
– Confíe en mí. Le traigo noticias del comandante Murray.
Al oír aquel nombre, Amelia se tranquilizó.
– ¿Cuándo debo ir? -preguntó al camarero.
– Mañana, a eso de las once.
– Usted…
– Ya hemos hablado bastante.
Al día siguiente, fue a visitar la catedral ortodoxa de Atenas. Caminaba despacio, observando a su alrededor. Los griegos se mostraban huraños con los ocupantes, y donde quiera que mirara sólo veía caras hostiles.
Muchos oficiales habían sido alojados en casas de atenienses que se habían visto obligados a convertirse en anfitriones de sus ocupantes.
Estaba contemplando los iconos de la catedral cuando sintió tras ella el aliento de un hombre.
– Buenos días, ¿le interesan nuestros iconos? -dijo alguien en inglés.
Se volvió y se encontró a un pope, un hombre alto, con barba negra y ojos brillantes, y el largo cabello recogido en una coleta.
– Buenos días. Sí, me sorprenden y me gustan, son muy distintos de las pinturas religiosas católicas.
– Éste es san Nicolás -dijo, señalando una de las imágenes-. Lo encontrará en todas nuestras iglesias. Y ése es un icono de san Jorge; pero fíjese en aquél, el de la Virgen y el niño, es una joya.
Apenas había gente en la catedral, salvo unas cuantas mujeres que se santiguaban antes de encender una vela y colocarla en una de las plataformas colocadas debajo de los iconos.
– Además del arte, ¿está interesada en la Justicia y en la Verdad? -le preguntó el pope con voz ronca.
Amelia procuró disimular la sorpresa que le había provocado la pregunta.
– Desde luego -respondió.
– Entonces, puede que tengamos amigos comunes.
– No lo sé -musitó ella.
– Acompáñeme y hablaremos.
Le siguió y salieron de la catedral. Hacía frío, pero el pope no parecía sentirlo. Amelia se estremeció.
– Colaboramos con amigos suyos de Londres, y sus amigos me preguntan si está interesada en volver a trabajar. El comandante Murray la felicita por lo de Roma.
– ¿Lo de Roma? -Amelia se sobresaltó.
– Es el mensaje que le tenía que dar, no sé más.
– ¿Quién es usted?
– Llámeme Yorgos. No nos gusta tener a los alemanes aquí. Los griegos siempre hemos luchado contra quienes nos han invadido. Pregúntele a Jerjes o a Darío por nosotros.
– ¿Cómo dice?
El pope rió por haberla sorprendido.
– Derrotamos a los persas cuando eran un gran imperio. ¿Conoce lo que sucedió en las Termopilas? Un pequeño ejército al frente de un rey espartano, Leónidas, plantó cara a un ejército inmenso de persas. El rey persa mandó recado a Leónidas para que se rindiera, pero gracias a la negativa del espartano y a que aguantó aquella embestida, los griegos pudieron derrotarlo después en Salamina. No sobrevivió ningún espartano. Si nosotros no hubiéramos ganado en Maratón o sin el sacrificio de las Termopilas, hoy iría usted envuelta en un velo negro y rezaría mirando a la Meca.
– Veo que se siente orgulloso de ser griego.
– Occidente le debe a Grecia lo que es.
– No lo había pensado.
– Quizá es que no lo sabía. Y ahora dígame, ¿está dispuesta a volver a trabajar para sus amigos y para nosotros?
– Sí.
Amelia se sorprendió de la determinación con la que contestó a la pregunta. Quizá sabía que después de haber matado al coronel Jürgens había dado un paso hacia una dirección desconocida. Aún se preguntaba por qué no sentía ningún remordimiento, por qué el rostro de Jürgens no le atormentaba, y por qué tenía ganas de reír cuando recordaba cómo le había matado.
– Puede que no nos volvamos a ver, o puede que sí. Vaya mañana a Monastiraki; busque un pequeño café, que se llama Acrópolis; la estarán esperando.
– ¿Quién?
– Un hombre, se llama Agamenón. Él le dará instrucciones. Ahora nos despediremos, yo gesticularé como si le estuviera indicando una dirección. Si necesita verme, venga a la catedral, suelo pasar algunas mañanas, aunque no siempre, pero no se le ocurra preguntar a nadie por mí.
– Pero… ¿es usted un pope de verdad?
– Un hombre que dedica su vida a Dios tiene que combatir al Diablo. Y ahora márchese.
Sintió una secreta alegría de que el comandante Murray no le guardara rencor por haber abandonado el servicio después de lo de Polonia. Ella le había asegurado a la señora Rodríguez, la agente de Murray en Madrid, que nunca más volvería a dedicarse a las labores de espionaje. Pero haber matado al coronel Jürgens le había infundido valor para continuar combatiendo en la sombra. Se decía a sí misma que no podía dejar de hacerlo ante la maldad que veía a su alrededor. Si recordaba lo sucedido en Polonia o el asesinato de Carla, entonces sentía una rabia profunda y deseaba matar a todos aquellos que estaban sembrando el mal.
Aquella tarde el barón Von Schumann la encontró distraída, como si nada de lo que él le contaba la interesara realmente.
Amelia procuraba evitar mirar a Dion, pero no podía dejar de observarle de reojo. Era evidente que trabajaba para el comandante Murray. Y se rió de sí misma al darse cuenta de que el comandante nunca tuvo intención de dejarla ir: no sólo le había mandado en Madrid a la señora Rodríguez para saber cómo estaba, sino que sabía perfectamente los pasos que daba.
– Mañana iré a pasear por el Plaka -le anunció al barón.
– Siento no poder estar más tiempo contigo, pero mañana tengo que viajar a Salónica, estaré tres o cuatro días, ¿te las reglarás sola?
– ¡Claro que sí!
– Por favor, Amelia, sé discreta; después de lo de Roma, estoy seguro de que desconfían de ti.
– No tuve nada que ver con lo de Jürgens, la policía me dejó libre de toda sospecha.
– Pero ese amigo de Jürgens insiste en que el coronel tenía una cita contigo.
– ¿Crees que yo me habría citado con ese hombre?
– No, no lo creo, pero…
– Eres tú quien tiene que confiar en mí.
– También tengo otra cosa que decirte… espero que no te enfades.
– ¿Se trata de Ludovica?
– Sí… ¿Cómo lo sabes?
Amelia guardó silencio esperando que él hablara. No sentía celos de Ludovica, sabía que Max von Schumann la quería solo a ella.
– En cuanto ha sabido que estaba en Grecia ha decidido venir. Le he pedido que no lo haga, que no someta a mi hijo a los rigores de un viaje en tiempos de guerra, pero no sé si me hará caso.
– Tratándose de Ludovica, llegará en cualquier momento.
– Le he prometido que si no viene, iré a verles a Friedrich y a ella a Berlín.
– Extrañas a tu hijo, ¿verdad? Friedrich ya tiene tres años, ¿no?
– Casi cuatro, y apenas le he visto desde que nació, pero le quiero con toda mi alma, como tú al tuyo.
– Sí, no hay un solo día en que no me acuerde de Javier.
– No nos pongamos melancólicos, pero quiero que estés alerta por si aparece Ludovica.
– La última vez que la vi fue con Ulrich Jürgens en el vestíbulo del hotel de Varsovia. Hacían buenas migas.
– No pensemos en Ludovica. Hoy cenaremos fuera del hotel, ¿qué te parece?
Amelia sonrió para no preocuparle, pero hablar de los hijos, y recordar a Javier, la había entristecido.
No se atrevió a preguntar a Dion dónde se encontraba el café que el pope le había indicado. Sabía que no debía mostrar ninguna familiaridad con aquel hombre porque se pondrían en peligro los dos, de manera que salió del hotel con tiempo suficiente para ir caminando hasta el Plaka y dejar perder la mirada hacia el Partenón, que se dibujaba majestuoso en lo alto de la Acrópolis. La esvástica ondeaba en lo alto pese a que todos los días algún patriota griego emprendía la misión suicida de escalar la roca sagrada para intentar sustituirla por la bandera de Grecia. Alguno lo había conseguido, pagando su hazaña con la vida.
A Amelia le sorprendía tanto patriotismo en los griegos, y por un momento les envidió. Recordó con ira cómo, en España, Franco calificaba de antipatriotas a todos los que habían defendido la República, y se dijo que prefería ser antipatriota antes que una patriota a la manera como entendía Franco el patriotismo. Con estos pensamientos llegó hasta Monastiraki y callejeando, sin preguntar a nadie, encontró el viejo café.
Detrás de una barra minúscula atendía un hombre que en aquel momento estaba sirviendo un espeso café a un parroquiano. La miró sin mostrar ninguna curiosidad, y ella esperó a que terminara de servir el café.
– ¿Éste es el café de Agamenón? -le preguntó cuando él quiso saber qué quería tomar.
– Sí.
– Un pope amigo mío me pidió que viniera aquí.
El hombre le hizo una seña para que le siguiera, y ella le siguió detrás del mostrador donde una cortina negra separaba en dos la pequeña estancia donde se apilaban cajas y botellas. Apenas cabían en el sitio.
– Sus amigos de Londres -dijo el hombre hablando en inglés- quieren que les envíe todos los documentos con los que pueda hacerse: planes, movimientos de tropas, cualquier cosa susceptible de ser de interés.
– ¿Nada más?
– Eso es lo que quieren por ahora. Tenga, me han dado esto para usted. Es una microcámara. Y en este sobre tiene las claves para cifrar los mensajes. Tenga cuidado.
– ¿Dónde he de hacer las entregas?
– Aquí sólo ha de venir en caso de que no pueda dárselo a Dion. También puede acercarse a la catedral, el pope suele ir de vez en cuando.
– ¿Qué más quieren en Londres?
– Que colabore con nosotros. Dada su relación con ese alemán, puede sernos muy útil.
– De acuerdo.
– Puede que la necesitemos muy pronto para una operación.
– Vuélvase -le pidió al hombre.
El obedeció y ella ocultó la cámara dentro de su sostén. Después se despidieron.
Cuando llegó al hotel, entró en la habitación de Max. Se comunicaba con la suya, de manera que no tuvo ningún problema para hacerlo. Rebuscó en su armario sin encontrar nada más que la ropa del barón; también miró en el escritorio, donde tampoco halló nada de interés. Tendría que esperar a que él regresara para fotografiar los documentos que llevara en la cartera. Ya lo había hecho en Varsovia. Pero como ansiaba comenzar a trabajar, escribió un resumen con todas las conversaciones que había tenido con el barón sobre la marcha de la guerra, con algunos datos que pensaba podían ser de interés estratégico para Londres. Ansiaba volver a sentirse útil.
Max la telefoneó desde Salónica y le anunció que se iría dos días a Berlín.
– Lo siento, pero me han ordenado presentarme en el Cuartel General. Al parecer no les gustan mis informes, dicen que soy pesimista. Supongo que tendré que edulcorar la realidad para no resultar incómodo. Procura conducirte con prudencia.
Empezaba a molestarle que Max le insistiera tanto en lo de ser prudente. Aunque no se lo podía reprochar. Él siempre la creía, jamás desconfiaba de ella pese a las evidencias.
Hasta que regresó el barón, Amelia dedicó su tiempo a familiarizarse con la ciudad. Andaba sin descanso, perdiéndose por las intrincadas calles de Atenas.
Una tarde, cuando regresaba de uno de sus paseos, el conserje la avisó de que el barón Von Schumann se encontraba en el bar del hotel con otros dos caballeros.
Amelia acudió de inmediato, le había echado de menos. Max conversaba alegremente con su ayudante el comandante Hans Henke y con otro oficial al que ella no conocía. Llevaba el uniforme de la Marina.
– ¡Ah, querida, por fin estás aquí! -Max no ocultaba su satisfacción al verla-. Ya conoces a nuestro querido amigo el comandante Henke, pero permíteme que te presente al capitán de corbeta Karl Kleist.
El marino se cuadró ante ella y le besó la mano. Amelia no pudo por menos de reconocer que era un hombre muy atractivo.
– Tenía muchas ganas de conocerla, señorita Garayoa.
– El capitán Kleist nos ayudó mucho en Varsovia. Hizo lo imposible para… bueno, para que pudiéramos sacarte de Pawiak -dijo Max con cierta incomodidad.
– ¡Nada de recordar cosas desagradables! ¡Estamos en Atenas! Disfrutemos del privilegio que supone contemplar el Partenón -interrumpió el capitán Kleist- y, por favor, llámeme Karl, espero que seamos amigos.
– Muchas gracias -respondió Amelia, sonriendo.
Enseguida volvieron a enfrascarse en la conversación que mantenían antes de la llegada de Amelia. Por lo que pudo colegir, el marino viajaba con cierta frecuencia a Sudamérica. En un momento determinado se refirió a un viaje reciente a España, concretamente a Bilbao, y ella no pudo dejar de mostrarse interesada.
– ¿Conoce España?
– Sí, conozco su país y me gusta mucho. Su apellido es vasco, ¿verdad?
– Sí, mi padre era vasco.
– Tengo buenos amigos allí.
Amelia no preguntó nada más. Sabía que la mejor manera de obtener información era escuchar, dejar que los hombres se explayaran olvidándose de su presencia. Pero Kleist era un profesional demasiado avezado para cometer errores y confiar en una extraña, por mucho que ella estuviera en deuda con él por haber ayudado al barón Von Schumann a sacarla de Pawiak.
Tuvo que esperar a estar a solas con Max, en la intimidad de la noche, para conocer de manera más precisa las actividades del capitán Kleist.
– Es un buen soldado. No comparte lo que está pasando, él… bueno, él siempre se ha mostrado leal al almirante Canaris y al capitán Oster.
– Pero, como todos, obedece órdenes, ¿no es así?
– Ya hemos discutido sobre eso en otras ocasiones -respondió él con gesto cansado.
Amelia rectificó. Lo que menos le interesaba en ese momento era una discusión con Max. Necesitaba información.
– Tienes razón, perdóname. ¿Qué es lo que hace exactamente el capitán Kleist?
– ¡Vamos, Amelia,! ¡No puedo creerme que no te hayas dado cuenta!
– ¿Trabaja para el servicio secreto?
– Tiene como misión conseguir materias primas desde Sudamérica sin las cuales a Alemania le costaría más librar esta guerra, platino, cinc, cobre, madera, mica…
– No sabía que Alemania necesitara cosas de Sudamérica, siempre pensé que aquellos países eran muy pobres.
– No, no son pobres, pero tienen la mala suerte de tener gobiernos corruptos. No creo que hayan salido ganando al haber dejado de ser colonias.
– Pues tendrán muchas materias primas como dices, pero para España las colonias suponían un gran coste -dijo Amelia por decir algo.
– Pues son ricos, Amelia, muy ricos. Tienen cobre, petróleo, piedras preciosas, madera, cinc, quinina, antimonio, platino, mica, cuarzo, incluso hígado.
– ¿Hígado? No te entiendo…
– Precisamente le estaba pidiendo a Kleist que hiciera lo imposible por mandarnos más. ¿Nunca te lo he contado? Con extractos de hígado fabricamos un tónico, un vigorizante especial para las tropas de choque y los submarinistas. Quizá debería de traerte un frasco para ti.
– ¡Qué asco! No me gustaría nada beber tónico de hígado.
– Sin embargo es un vigorizante muy efectivo, ¡ojalá pudiéramos disponer de los suficientes extractos de hígado para fabricar el tónico para todo el Ejército! Te aseguro que es muy eficaz para combatir el cansancio y dar fuerzas a los hombres.
– ¿Y el platino? ¿Para qué queréis el platino? No puedo imaginar que en tiempos de guerra os preocupéis de suministrar platino a los joyeros. ¿Quién tiene dinero para comprar joyas ahora?
– El platino sirve para algo más que para hacer sortijas o collares -respondió Max riendo-. Se utiliza para fabricar ácido nítrico, para realizar calefactores, fabricación de fibras, vidrios ópticos… No voy a aburrirte con una lección de química sobre las propiedades del platino. Karl Kleist nos ha contado algo muy gracioso sobre el contrabando de platino. Algunos marineros que trabajan para nosotros en los mercantes españoles fabrican flejes, que son unas tiras de metal con las que refuerzan los cofres de madera, muebles y baúles. Pero en vez de metal utilizan platino, que después pintan de negro para disimularlo; de manera que cuando el barco pasa la inspección británica en Trinidad, nadie se da cuenta de que esos herrajes en realidad son de platino.
– ¡Qué ingeniosos son mis compatriotas!
– Sí, sí que lo son.
– Y el capitán Kleist se dedica a organizar todo ese contrabando.
– Exacto, pero Kleist también ejerce como un afortunado hombre de negocios. Ha montado empresas en Sudamérica para garantizar el envío de estos suministros. Es un hombre muy valioso, muchas vidas dependen de él.
De repente Max se quedó en silencio y se plantó delante de Amelia, mirándola con cierta turbación.
– ¿Qué pasa, Max? ¿Por qué me miras así?
– Quiero que… te pido que no me mientas…
– ¿Mentirte? ¿Por qué habría de hacerlo? No sé qué quieres decir…
– ¿Sigues teniendo contacto con… con… los británicos?
– ¡Por Dios, Max! Sabes que mi contacto con los británicos se debía a mi relación con Albert James, y lo único que hice fue trasladarles las inquietudes del grupo del que formabas parte antes de la guerra. Y por si quieres saberlo, no he vuelto a ver a Albert James.
– Tenías buena relación con lord Paul, y él es un hombre clave en el Almirantazgo.
– Me sorprendes, Max. Un hombre inteligente como tú debería saber que la confianza de lord Paul en mí estaba basada en mi relación con Albert. En todo caso tu desconfianza me ofende.
Amelia se dio la vuelta esperando haberse mostrado convincente. Le costaba mentir a Max von Schumann porque estaba enamorada de él, y si actuaba a sus espaldas era por su convencimiento de que Max anhelaba lo mismo que ella, el fin de la guerra, la derrota del III Reich y una Europa nueva en la que los aliados derrocarían a Franco y en España volvería a instaurarse la República. Se dijo que le engañaba por su bien, como si de un niño se tratara. Max se atenía con rigidez a su código de honor, y por más que despreciara a Hitler, jamás haría nada que pudiera suponer una herida para Alemania. Ella no pensaba como él: traicionaría mil veces aquella España de Franco si con ello pudiera acabar con el dictador. Era su manera de entender la lealtad a su país y a las ideas que habían llevado a su padre al paredón.
– Lo siento, Amelia, no he querido ofenderte.
– Nunca he trabajado para los británicos, Max, nunca. Fui una simple recadera, aprovechando mi relación con Albert para ayudaros a ti y a tus amigos en los meses previos a la guerra. Incluso tú fuiste a Inglaterra a entrevistarte con lord Paul. No tienes nada que reprocharme.
El la abrazó y le pidió perdón. Estaba tan profundamente enamorado de ella que era incapaz de leer la mentira en los ojos de Amelia.
En los días sucesivos, Amelia fue obteniendo más información provocando conversaciones con Max, incluso con su ayudante el comandante Hans Henke, que parecía admirar profundamente al capitán Karl Kleist, quien había dejado Grecia para trasladarse a España, y contaba con numerosos colaboradores entre los marineros de los mercantes españoles.
– ¿Y los españoles se prestan a colaborar abiertamente con… con el espionaje alemán? -le preguntó con cierta ingenuidad.
– Muchos lo hacen por dinero; otros, por afinidad ideológica alimentada con una buena retribución. No creas que es fácil; entre la tripulación de los mercantes españoles hay muchos vascos que trabajan para su lehendakari Aguirre, que está exiliado en Nueva York.
– ¿Y qué hacen esos marineros que trabajan para Aguirre?
– Lo mismo que los otros: espiar, pasar información a los aliados sobre la carga del barco, los pasajeros, y señalar a los miembros de la tripulación que creen que trabajan para nosotros; cualquier cosa que pueda resultar de interés.
– De manera que los mercantes españoles son un nido de espías -resumió Amelia.
– Más o menos.
– Y los marineros vascos trabajan para el lehendakari Aguirre.
– No todos, otros lo hacen para nosotros. Vuestro lehendakari ha puesto el servicio de información de su partido, el PNV, a las órdenes de los aliados con la esperanza de que, si ganan la guerra, se lo paguen reconociendo la independencia del País Vasco.
A través de Dion, Amelia envió varios informes a Londres. No le resultaba fácil entregárselos puesto que el hotel Gran Bretaña alojaba a todo el Estado Mayor alemán. En una ocasión en que Dion faltó a su trabajo durante tres días a causa de una gripe, no tuvo más remedio que acudir a la catedral en busca del pope que se hacía llamar Yorgos. El primer día no tuvo suerte, pero al segundo pudo entregarle un extenso informe además de fotos de documentos referentes a la situación de las tropas alemanas en Creta que obraban en poder de Max.
Para lo que no estaba preparada era para el nuevo encargo que había ideado el comandante Murray.
Dion le comunicó que debía reunirse inmediatamente con Agamenón: Londres había enviado instrucciones precisas para ella.
No había vuelto por el Acrópolis; el propio Agamenón le había recomendado que no lo hiciera salvo que fuera estrictamente necesario, pero al parecer la ocasión había llegado.
Hacía frío y lloviznaba, de manera que se enfundó en el abrigo y se cubrió la cabeza con un pañuelo.
– ¿Va a salir, señorita? -se interesó el portero del hotel-. ¿Con este tiempo?
– Estoy harta de ver caer la lluvia a través del cristal de mi ventana. Un paseo me vendrá bien.
– Se mojará… -insistió el portero.
– No se preocupe, no me pasará nada.
No fue directamente hacia Monastiraki, sino que paseó sin rumbo por Atenas por si alguien la seguía. Cuando estuvo segura de que nadie lo hacía, encaminó sus pasos hacia el Plaka y bajó por sus callejuelas hasta llegar a Monastiraki. Llovía con intensidad, de manera que a nadie le sorprendería verla buscar refugio en aquel cafetucho minúsculo.
Agamenón estaba tras la barra y la miró sin dar muestras de conocerla. Un par de hombres estaban sentados en una de las mesas jugando al backgamon, y otro que se apoyaba en la barra parecía ensimismado bebiendo un vaso de ouzo, el anís local.
– ¿Qué desea? -preguntó Agamenón.
– Un café me vendrá bien, está lloviendo con fuerza y me he empapado.
– Hay días en que es mejor no salir de casa, y éste es uno de esos días -respondió Agamenón.
Amelia bebió el café y aguardó a que el camarero hiciera alguna señal para hablar con ella. Pero el hombre parecía enfrascado en alinear vasos y tazas detrás de la barra y no le prestó atención.
– Parece que está dejando de llover -dijo Amelia al tiempo que pagaba el café.
– Sí, pero hará bien en irse a su casa, volverá a llover- respondió el hombre.
Ella salió sin pedirle ninguna explicación. Si Agamenón no había dado señales de conocerla sería por una buena razón. Regresó al hotel y encontró a Max malhumorado.
– Tengo que ir a Creta.
– ¿Cuándo? -preguntó Amelia con cara de contrariedad-. ¿Podré ir yo? -añadió.
– Aún no lo sé, pero no es conveniente que me acompañes. La Resistencia griega nos está ganando la partida. Hay muchas bajas. Además reciben el apoyo de los ingleses; les envían armas y cuanto necesitan. Las cosas no van bien.
– Me gustaría tanto ir a Creta… -Amelia compuso la mejor de sus sonrisas y se mostró zalamera.
– Y a mí me gustaría que pudieras acompañarme, pero no sé si obtendré permiso, ya veremos. Quizá, quien sí me acompañará será el capitán Kleist.
– ¿Kleist? ¿No me dijiste que estaba en España?
– Pero puede que regrese en unos días a Atenas. Es un experto en información naval y el Alto Mando le requiere en Creta. Parece imposible, pero los submarinos británicos se acercan a las costas cretenses con total impunidad.
Amelia le escuchó paciente sin dejar de pensar en por qué Agamenón no había dado muestras de conocerla. No fue hasta el día siguiente cuando Dion, murmurando entre dientes, le dio una explicación.
– Uno de los hombres que estaba en el bar era un alemán.
– ¿Sospechan de Agamenón?
– Quién sabe si de usted. Debemos tener cuidado. Tiene que ir mañana a una ceremonia religiosa que se celebra en la catedral; habrá mucha gente, y allí se encontrará con el pope, él le transmitirá las órdenes de Londres.
– ¿Y por qué no usted?
– Cada cual cumple con su papel. Usted cumpla con el suyo.
Max se mostró extrañado cuando Amelia le dijo que se iba a acercar a la catedral.
– ¿Otra vez? ¿Es que piensas convertirte?
– ¿Convertirme?
– Sí, dejar el catolicismo y hacerte ortodoxa.
– ¡Claro que no! Pero te confieso que me fascinan sus ceremonias, el olor intenso a incienso, los iconos… no sé, me siento bien en sus iglesias.
– Sé prudente, Amelia, ha llegado a Atenas alguien que no te quiere bien.
Amelia se sobresaltó aunque procuró no mostrar ningún nerviosismo.
– ¿A mí? ¿Por qué? No sé quién puede ser…
– Es el coronel Winkler, un oficial de las SS, era amigo del coronel Ulrich Jürgens. Aún sigue convencido de que tuviste algo que ver con el asesinato de Jürgens.
– Tú mismo me contaste que los partisanos italianos reivindicaron la acción, y como bien sabes, en Roma no me codeaba con los partisanos -dijo en tono de broma.
– Winkler cree que fuiste la mujer que asesinó a Jürgens y nadie le convencerá de lo contrario.
– ¿Desde cuándo está en Atenas?
– Desde hace unos días, pero yo no lo he sabido hasta ayer.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– No quería preocuparte, aunque en realidad deberíamos preocuparnos los dos. He tenido algún enfrentamiento con las SS a causa de su escasa colaboración en algunos asuntos que tienen que ver con la intendencia, en este caso, con los suministros médicos que necesitan nuestros hombres. Los confiscan para ellos. No permiten que nuestros médicos den medicinas a los prisioneros. Procuremos pasar desapercibidos, te lo ruego, por tu bien y por el mío.
– No creo que ir a la catedral pueda comprometernos. ¿Qué mal hay en eso?
– Ten cuidado, Amelia, cualquier excusa le servirá a Winkler para mandar que te arresten.
Se marchó preocupada y asustada por lo que acababa de oír. ¿Acaso era Winkler quien estaba en el café? ¿La había mandado seguir?
Cuando llegó a la catedral encontró tanta gente que le costó abrirse paso al interior. Se preguntó si Winkler habría enviado tras ella a alguno de sus hombres. Se refugió detrás de una columna y esperó a que fuera el pope Yorgos quien la buscara. Un grupo de mujeres intentaba hacerse un lugar donde ella estaba, se sintió así mucho más segura. Concentradas y ensimismadas, rezaban con gran devoción. ¿Habría alguna traidora? Descartó de inmediato la idea al recordar lo que le había dicho el pope el día en que se conocieron: los griegos siempre vencen a los invasores por fuertes y poderosos que éstos sean.
La ceremonia transcurría sin que ella prestara atención. Se sentía mareada por el olor a incienso. No supo cómo, pero de repente se encontró con el pope a su lado.
– No tenemos mucho tiempo, aunque estas buenas almas nos están cubriendo -dijo señalando a las mujeres que formaban pina a su alrededor.
– ¿Qué sucede?
– Londres quiere al capitán Kleist.
– ¿Que lo quiere? No le entiendo.
– Sí, quieren hacerse con el capitán Kleist y usted debe ayudarles.
– Pero ¿cómo?
– Él la conoce y confiará en usted. Servirá de gancho para que nuestros amigos británicos puedan hacerse con él. Es un hombre inteligente y desconfiado, sabe demasiado, de manera que no sólo cuida de su seguridad sino que la Abwehr también cuida de él. Tendrá que ir a España.
– ¿A España? Pero… ¿qué excusa voy a dar?
– Tiene allí a su familia, ¿no? Pues ya tiene una excusa. Será más fácil hacerlo allí que aquí. Pero es preciso actuar con rapidez; al parecer, el capitán va a regresar a Grecia, le quieren en Creta. Los alemanes están sufriendo muchas bajas en la isla y no son capaces de acabar con los submarinos y los barcos que transportan armas a la Resistencia.
– ¿Cuándo tendría que ir?
– A ser posible, mañana. Pídaselo al barón, él lo podrá arreglar.
Esperó a que terminara la ceremonia, aunque mucho antes el pope ya había desaparecido de su lado con el mismo sigilo con que había llegado.
Regresó caminando, pensando en cómo pedirle a Max que la enviara a Madrid. No tardó en darse cuenta de que un hombre la seguía, pero pudo llegar al hotel sin más complicaciones.
– Le he estado dando vueltas a lo que me has dicho de ese coronel Winkler y me ha entrado miedo -le dijo a Max nada más llegar.
– ¿Miedo? No sabía que tú tuvieras miedo -respondió, bromeando.
– Max, he pensado en irme a España. Déjame ir un par de semanas, veré a mi familia y a lo mejor ese Winkler se olvida de mí. Puede que esté confundida, pero creo que me han seguido a la catedral; desde luego, durante el camino de vuelta un hombre lo ha hecho hasta las mismas escaleras del hotel.
Max, no pudo evitar un gesto de preocupación. Temía a Winkler. No había sido fácil salvarla de él en Roma, y seguramente desearía vengarse.
– Me cuesta mucho separarme de ti, Amelia. Eres todo cuanto tengo.
– Si prefieres que me quede…
– No, tienes razón, quizá sea mejor que te vayas durante algún tiempo. Pero prométeme que regresarás pronto.
– Sólo estaré unos días en Madrid, yo tampoco quiero estar lejos de ti.
– De acuerdo.
A ella le sorprendía la facilidad con la que el barón von Schumann accedía a lo que le pedía, y su fe en ella.
Él lo arregló todo y tres días más tarde Amelia dejó Atenas para regresar a Madrid en un avión que hizo escala en Roma y en Barcelona.
Por el informe que ella misma envió a Londres al término de la operación, sabemos que fue a su casa. Era su coartada para justificar la estancia en Madrid. Pero el mismo día de su llegada se puso en contacto con la señora Rodríguez, que era quien tenía las órdenes de cómo llevar a cabo la operación.
Amparito, la doncella de la señora Rodríguez, se sorprendió al verla al abrir la puerta.
– La señora ya no recibe hoy, está descansando -le soltó como buena cancerbera.
– Siento presentarme sin avisar, pero estoy segura de que la señora me recibirá. Estoy de paso por Madrid y no he querido dejar de venir a saludarla.
La doncella dudó unos segundos antes de flanquearle el paso y conducirla hasta el salón.
– Espere aquí -le ordenó.
La señora Rodríguez salió de inmediato.
– ¡Qué alegría verla, querida Amelia!
Hablaron de generalidades hasta que Amparito las dejó a solas después de servir dos tazas de té y unas pastas.
– ¿Le han dicho en qué consiste la misión?
– Sólo que en Londres quieren al capitán Kleist.
– Por lo que sé, ese hombre hizo gestiones para lograr que la sacaran de Pawiak. ¿Le supone algún problema?
– No, aunque no me gustaría que sufriera ningún daño.
– Creemos que es «Albatros», el mejor espía alemán en Sudamérica. Llevamos dos años tras él. No sabíamos quién era. Utiliza nombres distintos. Es un espía muy competente.
– ¿Qué van a hacer con él?
– Interrogarle, conseguir toda la información que podamos y nada más.
– ¿Nada más?
– Está en Madrid. Naturalmente no va solo a ninguna parte; se cubre las espaldas y se las cubren, siempre le acompañan dos hombres.
– Pensaba que aquí los alemanes estaban tranquilos.
– España es oficialmente neutral, pero a nadie se le escapa que es un país aliado de Hitler, y precisamente parte del éxito de las actividades del capitán Kleist se debe a esa colaboración de los españoles con los alemanes.
– ¿Qué es lo que Kleist hace exactamente?
– Usted ya lo sabe, dirige una red de informadores en Sudamérica. Tiene hombres en todas partes: Venezuela, Argentina, Perú, México… Pero no sólo eso, también ha puesto en marcha diversas sociedades de importación y exportación de materiales que son vitales para Alemania. Y tiene espías en todos los barcos mercantes españoles y portugueses; marineros que de buena gana colaboran con el III Reich: unos porque son franquistas convencidos y otros simplemente por dinero. En realidad nosotros hacemos lo mismo. Contamos con la colaboración de marineros, sobre todo vascos, que nos aportan información de lo que transportan los buques mercantes, y si también hay algún pasajero especial. Usted misma lo contó en sus informes.
– Se espían los unos a los otros, y ambos lados lo saben -concluyó Amelia.
– Así es, es como un partido en el que ambos equipos juegan a marcarse tantos. Muchos de estos barcos españoles transportan materiales muy valiosos que son recogidos en alta mar por submarinos alemanes. El capitán Kleist ha reclutado personalmente a todos sus hombres. Conoce nombres, códigos, cuentas bancarias…
– ¿Y por qué no han intentado secuestrarlo antes? Porque de eso se trata, ¿verdad?
– No es fácil acercarse a él, es un profesional, no se fía de nadie.
– Pero ¿qué puedo hacer?
– Se encontrará casualmente con él.
– ¿No se extrañará?
– ¿Por qué? Usted es española, su familia vive en Madrid, ha venido a verles, no hay nada extraño en ello.
– Pero ¿qué he de hacer? -insistió Amelia.
– Lograr que confíe en usted, ofrézcase a ser su guía, a enseñarle lo que no conoce de Madrid, coquetee con él, es un hombre muy atractivo y usted también lo es.
– El es amigo del barón Von Schumann y yo tengo una relación seria con Max- respondió Amelia con incomodidad.
– Sólo he dicho que flirtee con él, nada más. Y ahora hablemos de los detalles de la operación.
Durante dos horas la señora Rodríguez detalló a Amelia los pasos que debía dar hasta que ella memorizó todos los detalles. Después se despidieron.
– Cuando termine la misión, regresará usted a Atenas. -Sonó más a una orden que a una sugerencia.
– Eso espero -dijo Amelia, suspirando.
– Entonces más vale despedirnos ahora, puede que no volvamos a vernos en mucho tiempo. Cuídese.
Su regreso a Madrid en marzo de 1944 había llenado de alegría a la familia, que ya no se sorprendía por sus repentinas apariciones y desapariciones.
Al día siguiente de su reunión con la señora Rodríguez salió a caminar acompañada por su prima Laura y su hermana Antonietta. Las había convencido para salir a merendar y dar un paseo por una ciudad que parecía querer despertarse a la primavera.
Las tres jóvenes charlaban animadamente y parecían ajenas a todo lo que no fueran ellas mismas. Ni siquiera prestaron atención a que unos metros más adelante una bandera con la esvástica anunciaba la presencia de la embajada alemana. Amelia miró distraídamente su reloj antes de responder un comentario de su hermana.
Unos hombres salían de la embajada y uno de ellos las miró con curiosidad. Ellas parecieron no darse cuenta. De repente, uno de los hombres avanzó hacia donde estaban las jóvenes.
– ¡Amelia!
Ésta le miró sorprendida, parecía no reconocer a aquel hombre enfundado en un traje y un abrigo gris y con el cabello cubierto por un sombrero del mismo color. Él se acercó con paso rápido seguido por otros dos hombres.
– ¡Cuánto me alegro de verla! Pero ¿qué hace aquí? La creía en Atenas.
Ella pareció dudar, como si intentara buscar en su memoria quién era aquel hombre que le hablaba con tanta familiaridad, y él, quitándose el sombrero, se echó a reír.
– ¿No me reconoce?
– ¡Kleist! Lo siento, capitán, no le había reconocido -respondió con timidez.
– Claro, vestido de civil… supongo que cuesta reconocerme. Pero dígame ¿qué hace aquí?
– Estoy con mi familia, permítame que le presente a mi prima Laura y a mi hermana Antonietta.
– No sabía que iba a viajar a España.
– Bueno, lo hago cuando puedo.
Se quedaron unos segundos en silencio sin saber qué decir. Luego él recuperó la iniciativa.
– ¿Puedo invitarla a dar un paseo y a merendar cualquier tarde que esté disponible?
Ella pareció dudar, luego sonrió.
– Mejor venga a visitarnos, le presentaré al resto de la familia.
– ¡Estupendo¡¿Cuándo puedo ir?
– ¿Mañana? Si puede, le esperamos a las seis.
– Allí estaré.
Se despidieron, y cuando comenzaron a caminar, él pudo escuchar el comentario de la prima de Amelia:
– No ha sido buena idea el invitarle, sabes que papá no soporta a los nazis.
A las seis de la tarde del día siguiente, Edurne, la criada de la familia, abrió la puerta de la casa y se encontró a un joven alto y muy atractivo que preguntaba por la señorita Amelia Garayoa.
– Pase, le están esperando.
– No, prefiero quedarme aquí, dígaselo a la señorita. Amelia salió seguida de su tía, doña Elena, y de su prima Laura, además de su hermana Antonietta.
– Karl, pase, le estábamos esperando. Le presento a mi tía.
El hombre besó galantemente la mano de doña Elena y le entregó un paquete envuelto en papel de una conocida confitería.
– ¡No tenía que haberse molestado! -dijo doña Elena.
– No es molestia, es un honor conocerla. Pero no quiero importunarles, de manera que, con su permiso, me gustaría dar un paseo con Amelia. No tardaré mucho en devolvérsela. ¿Le parece bien a las ocho?
Doña Elena insistió cortésmente en que aceptara una taza de té, pero él declinó el ofrecimiento.
Cuando salieron a la calle, Amelia le preguntó por qué había rechazado la hospitalidad de su tía.
– Perdona, pero no pude evitar escuchar el comentario de tu prima. En vuestra casa no tenéis simpatía a los alemanes.
– Lo siento, no sabía que habías escuchado a Laura.
– Yo creo que lo dijo con intención de que la escuchara -respondió con aparente enfado.
– A mi padre lo fusilaron los fascistas. Mi tío Armando estuvo en la cárcel y se salvó de milagro.
– No te disculpes, lo entiendo. No sé cómo pensaría yo si hubieran fusilado a mi padre.
– Mi familia nunca fue fascista, somos republicanos. Así me educaron.
– Cuesta entender tu relación con Max… él es un oficial alemán.
– ¿Por qué? Nos conocimos en Buenos Aires, luego nos encontramos en Londres, más tarde en Berlín… y… yo confío en Max, sé cómo es, y lo que piensa.
– Aun así, es un oficial, que debe su lealtad a Alemania.
– Lo mismo que tú.
– Así es.
– Yo nunca he engañado a Max sobre lo que pienso, él conoce a mi familia, sabe por lo que hemos pasado.
– No te juzgo, Amelia, no te juzgo. En Alemania hay muchas personas que no comparten las ideas del nazismo.
– ¿Muchas? Entonces por qué han permitido… -Se calló temiendo incomodarle. Max le había asegurado que Kleist no era partidario del nazismo y que obedecía como oficial, pero ¿sería cierto?
– No tengas miedo, no tengo intención de perjudicarte. Ya te ayudé en el pasado sin conocerte. Hiciste algo muy arriesgado ayudando a esos polacos que entraban furtivamente en el gueto.
– Cuando era pequeña mi mejor amiga era judía, su padre era socio de mi padre. Desaparecieron.
– No vas a escandalizarme por decirme que eres amiga de los judíos. Yo no tengo nada contra ellos.
– Entonces, ¿por qué habéis permitido que les quiten cuanto tienen y que los lleven a campos de trabajo, o que tengan que ir con esas estrellas cosidas en la ropa? ¿Por qué de repente han dejado de ser alemanes y no tienen ningún derecho?
Karl Kleist admiró el valor de Amelia para decirle eso a él, que era un oficial alemán. O bien era una ingenua, o bien Max había logrado convencerla para que confiara en él. En todo caso, su actitud le pareció imprudente.
– No deberías hablar así con desconocidos; no sabes quién puede estar escuchando, ni las consecuencias que eso te puede traer.
Ella le miró asustada y a él le conmovió su mirada desvalida y desvió la conversación a otros asuntos menos comprometidos.
La invitó a un chocolate y fue en ese momento cuando Amelia se dio cuenta de la presencia de aquellos hombres que eran los mismos que acompañaban a Kleist cuando le encontró delante de la embajada.
– Esos hombres… -dijo, señalándoles.
– Son buenos amigos.
– ¡No tendrás miedo de los españoles! Franco se precia de que con él nuestro país es seguro. En realidad nadie se atreve a hacer nada por temor a las consecuencias. No creo que nadie intente robarte. Aunque seas extranjero.
– Nunca está de más tener cuidado.
Ella no insistió para evitar hacerle sentirse incómodo. Poco antes de las ocho Kleist la dejó en el portal de su casa.
– Me ha alegrado mucho verte.
– A mí también.
Karl Kleist pareció dudar; después, sonriendo, la invitó a almorzar dos días más tarde.
Comenzaron a verse con cierta regularidad. Amelia había decidido no seguir la recomendación de la señora Rodríguez para que flirteara con él. Estaba segura de que si lo hacía conseguiría alejarle. Kleist tenía un código de honor que le hubiera llevado a rechazar las insinuaciones de la mujer de un amigo. Eso no significaba que no se sintiera atraído por ella y cada día que pasaba anhelaba más su compañía. Amelia le gustaba y eso le atormentaba; pero si ella hubiera insinuado su disponibilidad, él habría encontrado la excusa para alejarse.
Pocos días después de su primer encuentro, Kleist le dijo que tenía que ir a Bilbao y le propuso que lo acompañase.
– No, te lo agradezco, pero no me parece correcto -rechazó Amelia.
– No me malinterpretes, se trata de un viaje breve, y como tú eres medio vasca, pensé que te gustaría ir a la tierra de tu padre.
– Sí, me gustaría, pero eso no justifica que vaya contigo. Lo siento.
Kleist se sintió decepcionado, pero al mismo tiempo eso avivó su interés por ella. En realidad se debatía entre la lealtad a Max von Schumann y su atracción por Amelia. Si ella se dejara seducir, él podría despreciarla, pero sus negativas sinceras aumentaban su interés.
A su regreso de Bilbao, fue a visitarla.
– Cuéntame cómo está la ciudad.
Kleist se explayó describiendo cuanto había visto. Amelia le escuchaba con tanta atención que parecía que nada pudiera importarle más que lo que él le decía.
Aquel día ella se atrevió a quejarse por la presencia continua de aquellos dos hombres que siempre les seguían, aunque de tal manera que la mayor parte de las ocasiones resultaban invisibles, aun así ella sabía que estaban ahí.
– ¿No te fías de mí? -le dijo de pronto cuando vislumbró cerca de ellos a uno de los hombres.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó él, extrañado.
– Siempre nos siguen esos dos hombres, como si yo fuera a hacerte algo.
– ¿Te molesta su presencia?
Amelia se encogió de hombros sin responder, y él quiso entender que la presencia de sus hombres la cohibía, que tal vez si ellos no estuvieran…
– Les diré que se marchen.
– No, no lo hagas, ha sido una tontería mía.
Continuaron hablando de banalidades y ella se mostró entusiasmada por la llegada de la primavera, recordando los días de su infancia.
– En cuanto hacía buen tiempo, mi padre y mi tío Armando organizaban una excursión con toda la familia; íbamos a los montes del Pardo, un lugar precioso, donde te encuentras con ciervos y conejos corriendo en libertad. Íbamos cargados de cestas para pasar el día. Podíamos correr, saltar, gritar… bueno, en realidad era yo quien hacía todo eso, mi hermana Antonietta se quedaba sentada junto a mi madre mientras yo jugaba con mi prima Laura y con Melita, la mayor. Jesús aún era pequeño y mi tía no le permitía despegarse de sus faldas.
– ¿Desde cuándo no vas?
– Desde antes de la guerra, de nuestra guerra. Algún día me gustaría ir, pero ya no tenemos coche. Mi padre y mi tío tenían coche, pero ahora…
– Te llevaré.
– ¡Ojala pudiéramos ir! Pero sabes que el próximo lunes regreso a Atenas, Max me espera, sólo me quedan unos días en Madrid.
– Pues iremos este domingo. Prepara una de esas cestas, o mejor, la prepararé yo. Iremos solos, sin «ángeles custodios». -Así llamaba Amelia a los guardaespaldas.
– No, no, eso no -protestó ella-; no me importa, ya me he acostumbrado.
– Aun así, iremos solos.
Aquella noche Amelia le pidió a Edurne que al día siguiente llevara una nota a casa de la señora Rodríguez.
– Dentro de poco regreso a Atenas y me gustaría despedirme de ella.
Esa noche Albatros, nombre en clave de Karl Kleist, también recibió una nota, pero más extensa que la que Amelia había enviado a la señora Rodríguez. En realidad era un informe exhaustivo sobre Amelia y su familia. Uno de sus «ángeles custodios» se lo entregó diciéndole que tuviera cuidado:
Abandonó a su marido y a su hijo para huir con otro hombre. Después tuvo relaciones con un periodista norteamericano, que es sobrino de lord Paul James, uno de los jefes del Almirantazgo británico; y ahora comparte su vida con el barón Von Schumann. Es una mujer…
El guardaespaldas no pudo continuar la frase. Kleist le cortó en seco y le ordenó que le dejara a solas para leer el informe.
Parte de la información que contenía la conocía por el propio Max, incluso figuraba que ella había hecho alusión a su vida pasada contándole lo mucho que sufría por no poder ver a su hijo.
Su «ángel custodio» tenía razón; el informe mostraba lagunas en la vida de Amelia, como el incidente de Roma, donde la habían relacionado con el asesinato de un oficial de las SS, pero rechazó todas las sombras, se preciaba de conocer bien a las personas, y ella se había sincerado con él reconociendo que no era fascista y que aborrecía el nazismo. Le había confesado que era republicana y liberal, incluso que pensaba que si los aliados ganaban la guerra eso significaría el fin de Franco puesto que éste perdería a su principal aliado, Hitler, ahora que Mussolini no contaba.
El domingo Kleist acudió a buscarla a las once en punto. Llevaba una cesta con comida suficiente para dos días, además de vino y pasteles. Amelia apareció radiante.
Tal y como había prometido, no les seguían los «ángeles custodios».
Ella le indicó el lugar donde iba con su familia, y corrió por el monte seguida por él, que disfrutaba de su entusiasmo.
Después de comer se tumbaron en la hierba a una distancia prudencial el uno del otro. Amelia marcaba sutilmente las distancias, y él, rendido ante ella, lo aceptaba. No había pasado mucho tiempo cuando Amelia dijo sentirse indispuesta.
– No sé, algo me ha sentado mal, quizá es que no estoy acostumbrada a beber vino.
– Pero si apenas has tomado un sorbo, quizá haya sido el paté.
– No lo sé, pero el caso es que me duele mucho el estómago.
Habían previsto regresar a media tarde, pero Kleist de inmediato se ofreció caballerosamente a llevarla a su casa.
Cuando llegaron, él aparcó el coche para acompañarla hasta el piso, pero ella sólo le permitió que lo hiciera hasta el ascensor. Allí se despidió de él, en presencia del portero, que había salido a saludarla.
– Sus tíos están en casa, pero creo que la señorita Laura y la señorita Antonietta han salido y aún no han regresado -le informó el portero.
Ella se metió en el ascensor y antes de cerrar la puerta le apretó con afecto la mano.
– Te deseo un buen viaje, saluda a Max.
– Cuídate -le dijo ella.
Amelia subió a su casa y entró directamente a su habitación sin apenas saludar a sus tíos, que escuchaban la radio en el salón. Corrió hacia la ventana y, al asomarse, vio arrancar el coche de Karl Kleist. Sabía que no lo conducía él, que un hombre había aprovechado para entrar en el coche y, estirado en la parte de atrás, aguardar a que regresara el alemán. Cuando éste iba a poner el coche en marcha, vio aparecer por el espejo retrovisor el rostro de un hombre al tiempo que sentía en la nuca el cañón frío de una pistola. Otro hombre abrió la puerta del coche y se sentó a su lado. También llevaba un arma. Sólo le dio una orden:
– Conduzca.
Albatros estaba ahora en poder de los agentes del Servicio de Inteligencia británico. El Gobierno británico aceptaba la ficción de la neutralidad de Franco, pero tenía agentes en España, que principalmente se dedicaban a recoger información. En el mar, el Servicio Secreto británico actuaba sin contemplaciones: no había barco español con destino a Sudamérica que no fuera obligado a desviarse a Trinidad para examinar su carga y su pasaje; sin embargo, hasta el momento no había desarrollado ninguna acción tan arriesgada en suelo español.
Amelia viajó al día siguiente a Atenas para reunirse con Max. Y fue allí donde unos días más tarde Max le comunicó la desaparición de Karl Kleist.
– Amelia, ha sucedido algo terrible. Karl ha desaparecido.
– ¿Karl? -preguntó ella sorprendida como si no entendiera de qué le hablaba.
– Sí, nuestra embajada en Madrid no sabe nada de él desde hace unos días. Le han buscado por todas partes pero no hay señales de él. Se ha abierto una investigación. La última persona con la que se le vio fue contigo. -Max no pudo evitar un rictus de dolor.
– Pero Karl viajaba con frecuencia a Sudamérica, puede que se haya ido.
– Sí, también existe esa posibilidad, pero habría dejado algún mensaje. Pero tú fuiste la última persona que estuvo con Karl -insistió Max.
– No lo sé… ya te conté que estuve con él el domingo antes de regresar a Atenas. Estuvimos en el campo. ¿Desde cuándo no saben nada de él?
– Ese día no regresó a la embajada. Sus hombres creyeron que… bueno, que estaba contigo. El había insistido en ir solo a la excursión. No empezaron a preocuparse hasta bien entrada la mañana del lunes. Fueron a casa de tus tíos…
– ¡Dios santo, les habrán dado un buen susto!
– El portero ha declarado que Karl te acompañó hasta la puerta del ascensor y que allí os despedisteis, y que vio cómo regresaba al coche. También ha declarado que tú no volviste a salir hasta la mañana siguiente, y que lo hiciste acompañada por tu tío con una maleta.
– No entiendo lo que ha pasado -se quejó ella, aparentando estupor-. Él era muy discreto y no hablaba de su trabajo, de manera que no me dijo si pensaba ir a algún lugar. ¿Crees que le habrá pasado algo? -Amelia intentaba parecer ingenua.
– No lo sé, pero nadie desaparece así como así. La policía le está buscando. Ya te he dicho que han interrogado a tu familia, y al portero.
– ¡Pero mi familia no tiene nada que ver con Karl! -gritó ella con angustia.
– Amelia, la Gestapo quiere interrogarte aquí. El coronel Winkler también ha solicitado que se reabra el caso del asesinato de Jürgens. No cree en las casualidades.
– ¿Casualidades? ¿Qué casualidades? -preguntó ella sin ocultar su temor.
– El coronel Winkler insiste en que su amigo, el coronel Jürgens, se había citado contigo la noche de su asesinato, y Kleist ha desaparecido justo después de haber pasado una jornada campestre contigo. Para él son evidencias irrefutables de que estás detrás de ambos casos. Cree que eres una espía.
– ¡Está loco! ¡No soy ninguna espía! ¡Por favor, Max, pon freno a ese hombre!
– Es lo que intento, Amelia.
Estaba realmente asustada. Maldecía en silencio al comandante Murray. La «Operación Albatros» había sido un éxito para el Servicio Secreto británico, pero se preguntaba si el comandante Murray habría decidido que bien merecía sacrificarla con tal de tener en su poder al espía alemán. Se sintió una pieza insignificante en el tablero del juego secreto de la guerra.
Comenzó a llorar. Llevaba días conteniendo las lágrimas y sin apenas conciliar el sueño. Había entregado a Kleist, que ya estaría siendo interrogado en Londres por el comandante Murray, y aunque no tenía dudas de con quién estaba su lealtad política, su conciencia la atormentaba.
Karl Kleist había intercedido por ella cuando estaba encarcelada en Varsovia, había ayudado a Max a sacarla de la prisión, se había mostrado caballeroso y encantador los días pasados en Madrid, pero ella le había engañado y le había entregado para que se lo llevaran a Londres, donde, en el mejor de los casos, estaría en la cárcel hasta que terminara la guerra. Había sido capaz de hacer eso con un hombre que sólo la había favorecido y se sintió miserable pensando en la facilidad que tenía para dañar a quienes eran leales con ella. Primero fue Santiago, al que abandonó por Pierre; luego comenzó a engañar a Max sirviéndose de él para espiar al servicio de los británicos; y ahora había sido capaz de entregar a Kleist.
Sintió desprecio por sí misma, y más aún cuando Max la abrazó intentando que se calmara.
– Por favor, no llores, sabes que daría mi vida por ti, que haré lo imposible para que no caigas en manos de Winkler, pero debes contarme toda la verdad, debes confiar en mí, sólo así te podré ayudar. Y no temas por tu familia, no sufrirán ningún daño, es evidente que no saben nada de la desaparición de Kleist.
– ¡Pero qué quieres que te cuente! -gritó Amelia-. Te lo he contado todo: fuimos al campo, después de comer me sentí indispuesta y me acompañó a casa, nos despedimos en la puerta del ascensor y ya no sé nada más. Al día siguiente regresé aquí. No sé lo que ha pasado, no lo sé.
– Tienes la mala fortuna de estar siempre en el lugar equivocado.
– El coronel Winkler quiere culparme de lo de Jürgens porque vio cómo yo le rechazaba en la fiesta de Fin de Año, y Jürgens juró que me lo haría pagar. Es su oportunidad para pasarme factura, la que no pudo pasarme su amigo el coronel Jürgens.
– Está bien, te creo y haré lo imposible por salvarte de Winkler, confía en mí.
Pero Max no pudo evitar que la «invitaran» a visitar el cuartel de la Gestapo en Atenas. Estaba muy cerca del hotel Gran Bretaña, en la que había sido la mansión del arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya y de las tumbas de Micenas.
Max la acompañó y soportó con ella la humillación de esperar dos largas horas hasta que un hombre, que se identificó como Hoth, les recibió en un despacho de la segunda planta. Les sorprendió ver al coronel Winkler sentado al otro lado de la mesa. No había ninguna otra silla en la que sentarse, de manera que Hoth les tuvo de pie.
– Espero que no les moleste la presencia del coronel Winkler, ha venido a visitarme y creo que la conoce a usted, señorita Garayoa.
Ella asintió sin palabras.
– ¡Y viene acompañada por el coronel Von Schumann! ¡Cuánto honor! -dijo el SS con sarcasmo.
– Me une una gran amistad con la señorita Garayoa.
– Sí, lo sé yo y lo sabe todo el Estado Mayor. Su amistad no es un secreto para nadie, ni siquiera para su distinguida esposa la baronesa Ludovica -respondió Hoth con una sonrisa sardónica.
Max no respondió a la provocación. Su único objetivo era salir de aquel edificio con Amelia y sabía que un enfrentamiento con Hoth delante de Winkler sólo empeoraría las cosas.
– Señorita Garayoa, tenemos un informe de Madrid en el que se asegura que usted fue la última persona con la que se vio al capitán Kleist. Pasaron el día juntos en el campo, disfrutaron de una jornada de picnic y después el capitán desapareció.
– El capitán Kleist es un estimado amigo nuestro con el que, efectivamente, compartí una jornada campestre y después me acompañó a mi casa, donde nos despedimos. No le volví a ver, y lamento profundamente su desaparición.
– En la que naturalmente usted no tiene nada que ver. -Hoth jugaba al ratón y al gato.
– Desde luego que no. Le repito que el capitán Kleist es amigo del barón Von Schumann, que es quien nos presentó, y por tanto también es una persona apreciada por mí.
– ¿El capitán no le dijo dónde pensaba pasar el resto de la tarde?
– No, no me lo dijo. Yo estaba indispuesta y no hablamos demasiado en el camino de regreso a mi casa.
– ¿Y el capitán no regresó para interesarse por su salud?
– No, no lo hizo. Pasé el resto de la tarde con mis tíos, y me acosté pronto, puesto que al día siguiente debía iniciar mi regreso a Atenas. Creo que el portero ya le dijo a la policía que vio cómo el capitán Kleist y yo nos despedíamos en la puerta del ascensor y que ya no volví a salir de casa.
– Ya, ya, señorita, ¡pero los porteros también duermen! A las diez se retiró, de manera que si usted volvió a salir, o si el capitán regresó, es algo que él ignora.
– Mi familia puede corroborar lo que acabo de decir.
– ¿Y cómo podrían decir otra cosa? El testimonio de la familia no es concluyente, señorita.
– Le aseguro que no sé dónde está el capitán Kleist.
– Y tampoco estuvo con el coronel Jürgens la noche en que le asesinaron en Roma.
– Hubo dos testigos que descartaron que fuera yo quien estuvo aquella noche en la habitación del coronel Jürgens -respondió Amelia, conteniendo su indignación.
– Sí, dos testigos que habían bebido y que se cruzaron con una mujer por el pasillo del hotel; a mi juicio, no se debía haber considerado la declaración de esos testigos.
Amelia no contestó, sentía la mirada airada del coronel Winkler, que permanecía en silencio. Notaba la tensión de Max, su sufrimiento por no poder defenderla.
– Tendrá que quedarse aquí durante unos días. Necesito seguir el interrogatorio, pero ahora tengo otras cosas que hacer.
– La señorita Garayoa puede venir en el momento en el que usted disponga de ese tiempo; como sabe, se aloja en el hotel Gran Bretaña. Es innecesario que se quede aquí. -El alegato de Max no hizo mella en Hoth.
– Lo siento, coronel, pero soy yo quien decide el lugar en el que deben permanecer los sospechosos.
– ¿Sospechosos? ¿De qué se acusa a la señorita Garayoa? ¿De haber compartido una comida campestre con el capitán Kleist? Kleist es amigo mío, amigo nuestro, una persona muy querida por ambos. No tiene nada de qué acusar a la señorita Garayoa. Si necesita alguna aclaración, vuélvala a llamar y vendrá gustosamente.
Amelia estaba pálida, sin atreverse a intervenir. Sabía que dijera lo que dijese Max, Hoth no la dejaría marchar.
– Lo lamento, coronel, he de hacer mi trabajo. La señorita se quedará aquí.
Max se sintió impotente cuando dos subordinados de Hoth entraron en el despacho y se llevaron a Amelia.
– Le hago responsable de la seguridad de Amelia Garayoa -advirtió a Hoth.
– ¿Me hace responsable? Señor, esta mujer es sospechosa de la desaparición del capitán Kleist y mi obligación es hacerla hablar. Si interfiere en mi trabajo, seré yo quien le haga responsable de no permitir que la Gestapo descubra a una criminal.
– La señorita Garayoa no es una criminal y usted lo sabe.
– No, no lo sé, cuando lo sepa se lo haré saber. Ahora si me permite, tengo mucho trabajo. Desgraciadamente debo luchar contra los enemigos del Reich.
Amelia fue conducida al sótano de la mansión, donde la encerraron en una celda sin ventanas. Aquel lugar parecía haber sido un almacén.
Uno de los subordinados de Hoth la encadenó de pies y manos y la empujó a un rincón de la habitación.
– Así, quietecita, no tendrá tiempo para distraerse -le dijo, dejando al descubierto una dentadura en la que destacaban varios dientes de oro.
Ella ni siquiera protestó. Sabía lo que le esperaba, el horror de Varsovia se le hizo presente.
Allí, encerrada, perdió la noción del tiempo; no sabía si era de noche o ya había amanecido, no tenía modo de saberlo. Tampoco escuchó ningún ruido. Le dolían las manos y los tobillos por los grilletes. Sentía que los dedos se le hinchaban y tuvo ganas de gritar. Decidió no hacerlo, sabiendo que eso no era nada comparado con lo que le esperaba.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando abrieron la puerta y el mismo hombre que la había encerrado le quitó los grilletes de los pies y le ordenó que le siguiera.
Apenas podía caminar. La hinchazón de los pies se había extendido a las piernas. Sentía un dolor agudo, pero volvió a decirse que lo peor estaba por llegar.
De nuevo la condujeron a la segunda planta, al despacho de Hoth. Estaba solo, y ordenó que se sentase en la silla que había ocupado el coronel Winkler.
– ¿Ha reflexionado? -le preguntó con un tono de voz neutro, como si no le importara la respuesta.
– Ayer le dije todo lo que sé -respondió ella.
– De modo que no quiere colaborar…
– No puedo decirle lo que no sé.
Él se encogió de hombros y apretó un timbre que tenía sobre la mesa. Entró el ayudante de Hoth seguido por Max. Amelia sintió un profundo alivio.
– Llévesela -dijo Hoth, dirigiéndose a Max von Schumann-. Le hago a usted responsable de que la señorita Garayoa no salga de Atenas sin la autorización de la Gestapo.
Max asintió, sosteniendo la mirada de hiena de Hoth.
– Nos volveremos a ver, la investigación no ha terminado.
Ayudada por Max, Amelia intentó mover los pies. Un paso, dos, tres pasos… cada paso le provocaba dolor en los pies deformados por la hinchazón.
Al salir del despacho se encontraron con el coronel Winkler, quien situándose delante de ellos, les obligó a pararse.
– Aún no ha ganado la partida, barón. Ha sido usted muy hábil pidiendo ayuda al médico del Reichsführer Himmler. Pero le aseguro que ni siquiera el Reichsführer podrá evitar que esta mujer pague por sus crímenes.
– ¡Apártese, Winkler! Y no se le ocurra volver a amenazarme.
Amelia no pudo evitar llorar cuando estuvieron en la calle.
– ¿Podrás caminar hasta el hotel? Sólo tenemos que cruzar la calle.
– Sí, creo que podré.
Cuando por fin llegaron a la habitación de Amelia, Max la ayudó a tumbarse sobre la cama y examinó cuidadosamente sus manos y tobillos.
– ¿Te han esposado?
– Sí, me colocaron unos grilletes en los pies y en las muñecas. No he podido moverme en todo el tiempo que he estado allí, no sé cuánto…
– Una tarde y una noche, Amelia, una eternidad.
– Te estoy inmensamente agradecida; temía volver a pasar por lo de Varsovia y no sabía si sería capaz de aguantarlo: habría terminado declarándome culpable de lo que hubieran querido.
– En realidad te ha salvado Kleist, indirectamente.
– ¿Kleist? ¡Ha aparecido! -gritó Amelia, sorprendida.
– No, no exactamente. Mi ayudante Hans recordó que, cuando lo de Varsovia, Kleist había hablado de presentar tu caso a Félix Kersten.
– ¿Quién es Félix Kersten? ¿Es el médico al que se ha referido Hoth?
– No, no es médico, aunque le tratan como tal. Es… es un hombre peculiar, nació en Estonia y tiene fama de ser muy hábil en la terapia manual.
– No entiendo…
– Masajes, simples masajes. Kersten es un hombre amable, que sabe escuchar a sus pacientes, y antes de la guerra tenía clientes muy importantes en toda Europa. Al parecer, Himmler sufre fuertes dolores de vientre y sólo Kersten es capaz de aliviarle. Tiene una gran influencia sobre él. El jefe del servicio de información del Reichsführer, el Brigadeführer Walter Schellenberg, es el segundo hombre que influye sobre él.
– ¿Y has hablado con ellos?
– Tengo amigos que les conocen bien.
– Gracias, Max, gracias.
Mientras extendía una pomada sobre las piernas de Amelia, Max le advirtió:
– No creo que nos vuelvan a ayudar, de manera que… por favor, Amelia, ¡ten cuidado!
– Pero si no he hecho nada, Max…
– El coronel Winkler no parará hasta vengar la muerte de su amigo el coronel Jürgens y ha decidido que su muerte has de pagarla tú. Las SS se están haciendo cargo de los casos de espionaje y… bueno, Winkler está convencido de que eres una espía de los aliados.
– ¿Y tú te lo crees, Max?
– Cuando estuve en Berlín vi a Ludovica y a mi hijo Friedrich.
Quiero a mi hijo con toda mi alma, daría mi vida por él, sin embargo… sacrificaré poder estar con él el resto de mi vida con tal de no separarme de ti. Se lo dije a Ludovica.
Amelia rompió a llorar. Se avergonzaba por engañarle, por no poder serle totalmente leal y contarle su colaboración con los británicos. Max abominaba de aquella guerra pero no a costa de traicionar a Alemania. Por eso no podía explicarle lo que estaba haciendo.
– No llores, Amelia, no te sientas responsable.
– Lo soy, Max, lo soy; no debí dejarme llevar por mi amor por ti, sé mejor que nadie lo que significa renunciar a un hijo.
– Ludovica no podrá impedirme que le vea y participe en su educación. Pero eso será cuando termine la guerra.
– ¿Y tu familia, Max? ¿Y tus hermanas? Nunca me has dicho qué piensan ellas de que estés conmigo.
– Lo reprueban y jamás te aceptarán. Pero eso no debería preocuparnos ahora. Nuestro problema se llama Winkler.
– Y Hoth.
– Ése es sólo un policía ansioso por conseguir que las SS le den palmaditas en la espalda demostrando que puede ser igual de brutal que ellos.
Durante unos días Amelia no salió de la habitación. Apenas podía caminar, y Max la obligaba a estar sentada. Luego él mismo la ayudaba a dar sus primeros pasos por el vestíbulo del hotel. Amelia deseaba hablar con Dion, pero no encontraba la ocasión. Max no se separaba de su lado. La oportunidad llegó una tarde en la que entró en el bar su ayudante, el comandante Hans Henke, para anunciarle que le reclamaban con urgencia en el Estado Mayor.
– Te acompañaré a la habitación.
– ¡Por favor, Max, permíteme quedarme un rato! Aún es pronto, sólo el tiempo de terminar el té… -pidió ella con una sonrisa.
– No quiero que estés sola…
– Pero no me moveré de aquí, y estaré sólo unos minutos más. ¡Paso tanto tiempo en la habitación!
– De acuerdo, pero prométeme que te irás derecha a tu habitación.
– Te lo prometo.
Dion se acercó a ella nada más ver salir al barón.
– ¿Desea algo la señora?
– No… no… pero tengo algo para usted -dijo ella en voz baja, mientras él se inclinaba para recoger el servicio de té y, disimuladamente, recibía de la mano de Amelia un carrete fotográfico.
– Muy bien, señora, le traeré una jarra de agua.
Regresó y se inclinó para servirle el agua de la jarra.
– El pope quiere verla. Es urgente.
– ¿Urgente? Pero ya ve cómo estoy… y el barón no me permite salir…
– Tendrá que hacerlo. Pasado mañana, en la catedral. Ha habido una redada, y han detenido a Agamenón y a otros patriotas.
Amelia regresó a su habitación dándole vueltas a cómo actuar. Tenía que convencer a Max de que le permitiera salir. Ya se encontraba mejor, podía andar, y la hinchazón de las piernas había desaparecido. Sí, debía convencerle para que le permitiera volver a la normalidad.
Cuando Max regresó aquella noche, Amelia se deshizo en carantoñas.
– ¡Vamos, dime ya qué es lo que quieres! -dijo Max riendo.
– Salir, necesito salir, me ahogo en esta habitación. Permíteme pasear, ir a la catedral, ya sabes lo que me gusta ir a recogerme allí, volver a visitar los restos arqueológicos; cualquier cosa menos estar aquí.
Al principio él se resistió, pero acabó cediendo.
– Tienes que prometerme que no hablarás con ningún desconocido y que me dirás siempre adónde vas.
– Te lo prometo -aseguró ella, rodeándole el cuello con sus brazos.
No vio al pope al entrar en la catedral. Varias mujeres encendían velas y otras, sentadas, parecían ensimismadas en sus oraciones. Buscó un lugar oscuro y discreto para sentarse. Sin darse cuenta comenzó a rezar. Dio gracias a Dios por haberla salvado de las garras de la Gestapo, por contar con el amor inmenso de Max, por estar viva. La voz profunda del pope la devolvió a la realidad.
– Han llegado órdenes para usted desde Londres. La felicitan por lo de Madrid, sea lo que sea lo que usted haya hecho allí; pero necesitan saber el despliegue de las tropas alemanas en la frontera con Yugoslavia.
– Haré lo que pueda -dijo Amelia.
– Nosotros también necesitamos su ayuda, ¿está dispuesta? Han detenido a Agamenón y a algunos amigos, pero resistirán, no hablarán aunque eso implique la muerte.
– ¿Qué he de hacer?
– ¿Sabe conducir?
– Sí, aunque no lo hago muy bien porque apenas he tenido tiempo de practicar.
– Es suficiente. Tenemos que recoger armas que nos envían sus amigos británicos. Las trajo un pesquero hace unos días de un submarino cerca de Creta. El pesquero viene hacía aquí, llegará mañana. Necesitamos esas armas para la Resistencia. Dentro de unos días saldrá hacia el norte un convoy alemán con tanques y armas pesadas, van a reforzar la frontera de Yugoslavia con Italia. Nosotros haremos que no lleguen a su destino. Por eso es importante el cargamento de los británicos, nos envían un buen paquete de explosivos y detonadores, con ellos atacaremos ese convoy. Será un golpe para los alemanes, y nuestra respuesta a las detenciones de los patriotas.
– ¿Dónde llegará el pesquero?
– Al norte de Atenas, iremos con barcas a descargar al mar.
– ¿Saben en Londres que me han pedido que les ayude en esta misión?
– No, Londres no tiene nada que ver, se lo estoy pidiendo yo.
– Será muy peligroso.
– Todo lo es. ¿Está dispuesta?
– Sí, pero aún no me ha dicho qué he de hacer.
– Unirse a nuestro grupo. Nos falta gente, necesitamos otro conductor.
– De acuerdo, pero… no sé si podré escaparme por la noche. No es fácil salir del hotel.
– No tendrá que escaparse por la noche. Nosotros desembarcaremos las armas y las esconderemos en un lugar seguro cerca de la playa. Las armas serán distribuidas a pequeños grupos. Usted debe conducir a dos amigos hasta allí y luego regresar con ellos a Atenas. Nada más. Ellos la guiarán.
– ¿Ninguno de esos dos hombres sabe conducir?
– No, no saben. No todo el mundo sabe. Ya le he dicho que ha habido detenciones, tenemos bajas.
– Muy bien. ¿Y qué más?
– Ya le diré el día y el lugar al que debe acudir para ayudarnos.
Amelia salió a pasear cerca de la Acrópolis tal y como le había ordenado el pope. No sabía ni quién ni en qué momento se pondrían en contacto con ella, sólo que debía caminar.
Un coche se paró a su lado y vio el rostro de una mujer y escuchó una voz instándola a subir. Lo hizo instintivamente.
– Échese al suelo -ordenó la mujer que iba junto al conductor.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Amelia.
– A buscar el coche que usted debe conducir.
No pudo ver hacia dónde iban, sólo sintió que se le revolvía el estómago por culpa de los vaivenes del vehículo. Media hora más tarde se pararon. Se sorprendió al ver que estaban dentro de un garaje.
– Salga, es aquí -dijo la mujer.
Pistola en cinto, se les acercó un hombre que caminaba renqueando.
– Habéis tardado -les reprochó en griego.
– Hemos tenido que evitar los controles -respondió el conductor; y luego, señalando a Amelia, añadió en inglés-: Ella te llevará.
– ¿Sabe conducir? -le preguntó el hombre que renqueaba mirándola por primera vez.
– Sí, algo sé.
– Tendrá que esmerarse -afirmó el hombre malhumorado.
– ¿Te duele? -le preguntó la otra mujer mirando la pierna vendada de la que cojeaba.
– Eso no importa, el problema es que no puedo conducir.
Le señalaron a Amelia un viejo coche negro que estaba aparcado, y ella sintió temor de no ser capaz de manejarlo. Le había enseñado Albert James en Londres y había pasado el examen para obtener el permiso de conducir, pero en realidad no había conducido nunca.
– Nos vamos -dijo el cojo.
La pareja volvió a su coche y salieron los primeros del garaje. Amelia sufrió la humillación de que se le calara el motor antes de lograr poner en marcha el coche.
– ¿Sabe o no sabe conducir? -preguntó, irritado, el hombre.
– Ya le he dicho que un poco.
– Pues, entonces, vámonos.
Él le iba indicando el camino. Parecía preocupado y no hacía ningún esfuerzo por ser amable.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó Amelia.
– ¿Y a usted qué le importa? Cuanto menos sepa, mejor.
Ella se quedó en silencio pero sus mejillas se pusieron rojas por la irritación. El hombre pareció lamentar su brusquedad.
– Es por su seguridad, lo que no se sabe no podrá decirlo en caso de que la detengan. Pero tiene razón, tiene derecho a que le dé un nombre, el que sea, con el que dirigirse a mí. ¿Le parece bien Costas?
– Me da igual -respondió ella con irritación a aquel hombre alto y moreno, con un poblado bigote.
– Es usted agente británica, debe de ser muy buena para vivir con un nazi y que él no se haya dado cuenta.
Iba a defender a Max, a repetir que no era nazi, sólo un soldado que debía cumplir con su deber. Pero sabía que Costas no lo entendería, que no querría entenderlo. Para él todos los alemanes eran lo mismo, y además Max llevaba un uniforme.
– ¿Nos llevaremos todo el material? -preguntó.
– Todo no, sólo una parte. Ya se habrán llevado la otra otros miembros del grupo. Anoche mismo. A nosotros nos han dejado los explosivos y los detonadores. Vamos a volar un convoy con unos cuantos tanques. Usted será mi chófer, no lo hace tan mal.
Cuando llegaron al almacén donde habían escondido las armas, ya estaban allí la pareja del otro coche. El hombre trasladaba las cajas a su vehículo, mientras la mujer vigilaba con una pistola en la mano.
– Usted también vigilará. Súbase allí, a aquella roca, y avísenos si ve algo raro. Tenga -le dijo entregándole un arma.
– No la necesito -afirmó Amelia sin atreverse a cogerla.
– ¡Cójala! ¿Qué hará si nos descubren? ¿Echarse a llorar? -le gritó Costas.
Amelia cogió el arma y sin decir palabra se encaramó a la roca.
Aguardó impaciente a que los dos hombres camuflaran las armas en ambos coches, lo que les llevó cerca de una hora. Cuando terminaron, hicieron una señal a las mujeres.
De regreso a Atenas, Amelia iba en silencio; fue Costas quien comenzó a hablar.
– La operación tendrá lugar dentro de tres días. Las cargas las pondremos pronto, por la mañana. Luego esperaremos a que pasen y ¡bum!
– Bien -respondió ella sin demasiado entusiasmo.
– ¿Tiene miedo?
– Si no lo tuviera sería una estúpida. Usted también lo debería tener.
– No, yo no tengo miedo. Cuando mato alemanes siento un cosquilleo que me baja por el vientre, como si estuviera… ¡bah!, usted es una mujer.
– Una mujer que conduce su coche y que va a ayudarle a volar un convoy. -Amelia no soportaba el desprecio con que Costas la trataba.
– Sí, las mujeres también son valientes, nuestras camaradas de la Resistencia no se quejan, saben obedecer y no les tiembla el pulso cuando disparan. Veremos de lo que es capaz de hacer usted.
– ¿Por qué no recurre a sus camaradas? -preguntó irritada.
– Nos han diezmado en la última redada. Lo de mi pierna es un recuerdo, tuve que saltar una tapia con un tiro en la rodilla. Muchos de los nuestros están en manos de la Gestapo. No saldrán vivos de allí.
– ¿Y si hablan?
– ¡Jamás! Somos griegos.
– Supongo que además son seres humanos.
– De manera que usted hablaría -afirmó él con desconfianza.
– ¿Cuántas veces le han detenido? ¿Cuántas le ha interrogado la Gestapo? -quiso saber Amelia.
– Nunca, nunca han podido detenerme.
– Entonces no dé nada por hecho.
– ¿Y a usted? ¿Acaso a usted la han detenido? -respondió él con un tono de burla que la ofendió.
Estuvo a punto de parar el coche y subirse las mangas para que viera las huellas de las esposas en sus muñecas, de bajarse las medias para que viera sus piernas, pero no lo hizo, comprendió que aquel hombre era así, que hablaba sin ánimo de ofenderla.
– Dentro de tres días -recordó él cuando se despidieron.
Max estaba sumergido en la bañera cuando ella llegó al hotel.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó desde el baño.
– Dando una vuelta. He ido a la catedral -respondió Amelia poniéndose en guardia.
Luego le dejó seguir disfrutando del baño y salió de la habitación para aprovechar los minutos hasta que Max terminara y fotografiar algunos de los documentos que él tenía esparcidos sobre el escritorio.
Ni siquiera se fijó en lo que fotografiaba. No tenía tiempo. Se lo daría a Dion en cuanto tuviera la primera oportunidad.
La noche anterior a la operación de la Resistencia, Max le dijo que estaría unos días fuera porque tenía que acercarse a un pueblo donde algunos soldados habían caído enfermos.
– No sé de qué se trata, pero tengo que ir a echar un vistazo.
– ¿Cuándo te irás?
– Mañana muy temprano. Antes de que amanezca me vendrá a buscar mi ayudante.
– Estás preocupado…
– Lo estoy, por la marcha de la guerra. En Berlín se niegan a ver lo que está pasando.
– ¿Qué está pasando, Max?
– Que podemos perder. Fue un error atacar a los rusos y lo estamos pagando.
Amelia suspiró aliviada. Deseaba fervientemente que Alemania perdiera la contienda, aunque en ese momento su mayor preocupación era cómo salir de su habitación sin que Max la viera. Llevaban un día sin dormir juntos, porque ella le había dicho que estaba indispuesta y se encontraba mal. El había aceptado a regañadientes que ella durmiera en su habitación, pero mantenían abiertas las puertas que comunicaban los cuartos.
Ahora no habría problema. Max se iría al amanecer y ella a continuación. Tenía que acudir a la casa de Costas, de allí irían al lugar por donde tenía que pasar el convoy para colocar los explosivos. Se tranquilizaba diciéndose que ella sólo tenía que conducir.
Max se acercó a su cama para despedirse, la besó en la frente creyéndola dormida. Cuando salió de la habitación, ella se levantó de un salto. No tardó más de quince minutos en estar lista. Dion le había dado un plano del hotel indicándole las salidas de servicio por donde poder escabullirse, además de haberle proporcionado un uniforme de doncella. Se lo había puesto, ocultando su cabello en una cofia y colocándose unas gafas que la ayudaban a disimular su rostro.
Salió de la habitación y buscó la puerta que daba a un cuarto que comunicaba con las escaleras de servicio. Tuvo suerte, sólo se tropezó con un camarero malhumorado por tener que servir un desayuno a esa hora tan temprana. Ni siquiera respondió a su saludo.
Salió del hotel y con paso decidido se fue alejando hasta llegar a la plaza Omonia, donde la esperaba el coche de la pareja.
– Se ha retrasado -le recriminó la mujer.
– He venido tan deprisa como he podido.
La llevaron hasta la casa de Costas. El hombre aguardaba impaciente en el garaje.
– Nuestros amigos estarán preguntándose por qué no llegamos. Nosotros tenemos los explosivos -dijo refunfuñando.
Amelia no sabía adónde iba, sólo seguía las indicaciones de Costas. Al cabo de un buen rato dejaron la ciudad y se alegró al ver los brotes de la primavera a ambos lados del camino.
– Sigue por ahí… fíjate, a lo lejos verás unas casas, allí viven los ricos… aquí no hace calor en verano.
Luego le indicó una cuesta, un camino de tierra; Amelia temió que el coche no pudiera subir. Pero lo hizo, y al cabo de un rato de conducir por aquel sendero llegaron hasta una construcción que parecía un lugar donde guardar los aperos de trabajar el campo. Costas la mandó parar, y sin saber de dónde, aparecieron cinco hombres armados.
El cojo los saludó efusivamente y les presentó a Amelia. Los hombres les ayudaron a descargar los explosivos y las armas que llevaba el coche de la pareja.
– No está mal -dijo uno de los hombres, el que parecía mandar a aquel pequeño grupo.
– ¡Que no está mal! -gruñó Costas-. Los ingleses han cumplido, Dimitri; ese Churchill no es de los nuestros, pero quiere lo mismo que nosotros.
Costas volvió a darle una pistola a Amelia y le indicó a ella y a la otra mujer que cogieran unas bicicletas que estaban apoyadas junto a uno de los muros de la casa. Ellas obedecieron sin preguntar; llevando las bicicletas de la mano, fueron caminando escondiéndose entre los pinos hasta llegar al borde de otra carretera.
No pasaba nadie por allí, pero Costas mandó a tres hombres que se colocaran en lugares estratégicos para vigilar, y ordenó a Amelia y a la otra mujer que cada una fuera en una dirección de la carretera montadas en sus bicicletas, y si veían algún coche, debían avisarles de inmediato.
Todos le obedecieron; mientras se alejaba, Amelia vio cómo iban disimulando los explosivos a ambos lados de la carretera.
Creyó escuchar un ruido de camiones a lo lejos y salió de la carretera para, escondida entre los árboles, vislumbrar el convoy militar que lentamente se iba acercando. Pedaleó con ganas hasta llegar donde estaban Costas y sus hombres.
– ¡Ya vienen!
– ¡Daos prisa! Tenemos que terminar, los cerdos ya están aquí.
Se fueron escondiendo entre los árboles y Costas le hizo una señal a Amelia.
– Hemos puesto cargas en distintos lugares, y cada uno de nosotros se encargará de un detonador. Así es más seguro: si falla uno, no fallará el otro. Acompáñame, ya te diré cuál es el tuyo.
– ¿Yo? No sé nada de explosivos…
– Sólo tienes que apretar aquí cuando escuches mi silbido.
Sólo eso. Podrás hacerlo. Es más fácil que conducir. Luego ya sabes lo que has de hacer. Correr hacia donde hemos dejado el coche; si no he llegado, espérame, si tardo más de cinco minutos desde que se produzca la explosión, entonces vete.
– ¿Sin ti?
– Yo no puedo correr, ya sabes cómo tengo la pierna. Subiré como pueda.
– No deberías haber participado en esto -dijo Dimitri-, pero quieres estar en todo, nos las podríamos haber arreglado sin ti.
– Calla, y procura que llegue al coche.
– El médico te dijo que si continuabas andando perderías la pierna.
– ¡Los médicos no saben nada! -respondió Costas con desprecio.
El ruido de los coches y camiones se escuchaba cada vez más cerca. Amelia ocupó su posición. Tenía todos los músculos en tensión y no quería pensar en lo que estaba a punto de hacer. Sabía que muchos hombres morirían.
Costas había organizado el sabotaje de manera que el convoy se viera atrapado por varias explosiones a lo largo de la carretera.
Amelia vio pasar camiones y carros de combate seguidos de varios coches en que viajaban oficiales de la Wehrmacht. Justo a su paso era cuando ella debía detonar el explosivo. Asió con fuerza la llave del mecanismo. Fijó la mirada en el detonador esperando un silbido de Costas y cuando lo escuchó, bajó el detonador. La carretera se convirtió en un infierno. Varios vehículos saltaron por los aires, otros se incendiaron, un tanque reventó al explotar la munición. Los cuerpos desmembrados de algunos soldados habían sido proyectados a decenas de metros de distancia. Las llamas devoraban los restos de los camiones y los gritos desgarradores de los heridos se confundían con el sonido rabioso de las órdenes que impartía un oficial desde lo alto de la torreta de un tanque. Sentía el silbido de las balas al rasgar el aire puro de la mañana mezclándose con los gritos desesperados de los heridos. Sabía que era el momento de salir corriendo hacia la casa de los aperos, pero se quedó paralizada al mirar hacia el coche donde iban los oficiales. Un grito aterrador salió de su garganta.
– ¡Max! ¡Max! -gritó enloquecida, dirigiéndose hacia el infierno. No pensaba, sólo sabía que debía acercarse hasta la orilla de la carretera donde Max estaba tirado en el suelo empapado de sangre y envuelto en llamas que Amelia intentaba apagar con sus propias manos.
Costas vio a Amelia correr hacia la carretera. «Está loca -pensó-, la cogerán y hablará, entonces nos detendrán a todos.» Le apuntó con su arma y la vio caer cerca de donde estaba uno de los oficiales. Después, ayudado por uno de sus camaradas, huyó monte arriba.
Amelia cayó a pocos metros de donde estaba Max gritando: «¡Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho!».
En medio del dolor, Max creyó escuchar un grito de Amelia, y pensó que se estaba muriendo puesto que escuchaba su voz.
Aquél no fue un buen día para los alemanes: era el 6 de junio de 1944, y horas antes, en las playas de Normandía, los aliados habían iniciado la invasión.
Cuando Amelia empezó a recuperar el conocimiento estaba en un hospital, y el primer rostro que vio fue el del coronel de las SS Winkler. Quiso gritar, pero la voz se negaba a salir de su garganta.
– Despiértela, tengo que interrogarla -ordenó Winkler al médico que estaba junto a él asistido por una enfermera.
– No puede interrogarla, lleva en coma desde hace más de un mes.
– ¡La seguridad de Alemania está por encima de lo que le pueda suceder a esta mujer! ¡Es una terrorista, una espía!
– Sea lo que sea, ha estado en coma, le he avisado tal y como me ordenó porque en las últimas horas parece haber evolucionado. Pero tendrá que esperar a que sepamos si su cerebro ha sufrido daños. Déjeme hacer mi trabajo, coronel -pidió el médico.
– Es de suma importancia que pueda interrogar a esta mujer.
– Para poder hacerlo con éxito, debe permitir que haga mi trabajo; en cuanto ella pueda hablar, le avisaré.
A pesar de su estado, Amelia pudo captar la mirada de odio de Winkler y cerró los ojos.
– Ahora debe irse, coronel, puede que la paciente vuelva a caer en coma.
Las palabras le llegaban desde lejos. Había varios hombres hablando a su alrededor, pero no quería abrir los ojos temiendo encontrar los de Winkler.
Aún pasaron varias semanas hasta que Amelia recuperó completamente la conciencia. Cada minuto de lucidez sentía que se le quebraba el alma recordando a Max. No soportaba pensar que lo había matado. Porque había sido ella quien había apretado el detonador al paso del coche de los oficiales. El cuerpo ensangrentado de Max luchando contra las llamas le impedía encontrar la paz, y sólo ansiaba sumirse en un sueño que fuera eterno.
Pero, a pesar de su deseo de morir, comenzó a recuperarse y mientras lo hacía pensaba en el momento en que el coronel Winkler volvería a aparecer para interrogarla. Se decía a sí misma que la habían rescatado de la muerte para volver a entregarla a la muerte, pues eso era lo que le esperaba a manos del coronel, pero no le importaba. Se decía a sí misma que merecía morir.
Tenía que hacer un esfuerzo para pensar, pero su intuición le dijo que era mejor anclarse en el silencio, que creyeran que no podía hablar a causa de la conmoción que había sufrido; mejor aún, que creyeran que había perdido la memoria.
El médico la examinaba todos los días y consultó con otros colegas el tratamiento más adecuado para sacarla de ese estado vegetativo en que parecía estar. Sospechaba que ella le oía, que le entendía cuando él le hablaba, pero que no quería responder, aunque tampoco podía asegurarlo.
Amelia procuraba tener la mirada perdida, como si estuviera ensimismada en su propio mundo.
– ¿Alguna novedad, enfermera Lenk?
– Ninguna, doctor Groener. Se pasa el día mirando al frente. Tanto le da estar en la cama como que la pasee; no parece enterarse de nada.
– Sin embargo… déjeme con ella, el doctor Bach necesita refuerzos en su sección, vaya a echarles una mano.
El doctor Groener se sentó en una silla frente a la cama de Amelia y la miró fijamente. Se dio cuenta de que imperceptiblemente los ojos de ella se movían intentando mantener su mirada vacía.
– Sé que está aquí, Amelia, que aunque parezca que no nos entiende, no vaga en la inconsciencia. El coronel Winkler llegará esta tarde para interrogarla. Yo tengo que darle el alta porque no puedo hacer más por usted. Recomendaré su ingreso en alguna institución, aunque su futuro no depende de mí, sino del coronel.
Amelia se pasó el resto del día rezando mentalmente para encontrar fuerzas con las que enfrentarse a Winkler. Sabía que el coronel la llevaría al límite del dolor para hacerla hablar, y que, lo consiguiera o no, la mataría.
Cuando recobró por completo el conocimiento, la sometieron a terapia para intentar que hablara. El doctor Groener decidió contarle cómo la habían encontrado desangrándose en aquella carretera donde un grupo de terroristas había atacado a un convoy del Ejército alemán.
La llevaron al hospital junto al resto de los soldados heridos, y allí la operaron. Una bala le había atravesado un pulmón. Pensaron que no sobreviviría, pero sobrevivió. Fue el coronel Winkler quien pidió a los médicos que hicieran lo imposible por salvarla, pues era de vital importancia poder interrogarla. De manera que se dejaron la piel por arrastrarla desde la orilla de la muerte hasta la de la vida.
Por la tarde, cuando el coronel Winkler se presentó en el hospital, el doctor Groener le acompañó a la habitación de Amelia y le aconsejó que no la presionara mucho puesto que aún estaba convaleciente.
– Usted haga su trabajo, doctor, que yo haré el mío. Esta mujer es una asesina, una terrorista, una espía.
El doctor Groener no se atrevió a pronunciar una palabra más.
Dos hombres de Winkler la trasladaron hasta los sótanos del hospital, a una sala donde aguardaban otros dos hombres uniformados. En una mesa alineada junto a la pared, había varios instrumentos de tortura colocados en perfecto orden.
Sentaron a Amelia en el centro de la estancia y el coronel Winkler cerró la puerta; se sentó detrás de una mesa al tiempo que la habitación quedaba a oscuras, salvo por un potente haz de luz que iluminaba a la prisionera.
Primero la desnudaron, a continuación le preguntaron por los nombres de los miembros de la Resistencia a los que había ayudado, luego por sus contactos en Londres, incluso la instaron a denunciar a Max por traidor. Cada pregunta venía seguida de un golpe, y tanto la golpearon, que en varias ocasiones perdió el conocimiento.
Amelia deseaba que la pegaran fuerte para caer así en la penumbra y no hablar. Pero no pudo resistirse al dolor y gritó, gritó a cada golpe, y más cuando uno de sus torturadores, con un bisturí, comenzó a levantarle la piel del cuello, despellejándola como si de un animal se tratara. Le levantaba las tiras de piel y la rociaba con sal y vinagre, mientras ella gritaba. Pero no habló, sólo gritó y gritó hasta quedarse ronca y perder la voz.
Llegó a perder el sentido del tiempo, no sabía si era de noche o de día, si llevaban muchas horas torturándola o le habían dado algún respiro. El dolor era tan potente que no lo podía soportar; sólo deseaba morir, y rezaba para que así fuera.
La única palabra que Winkler sacó de Amelia fue cuando gritó «¡mamá!».
Cuando se la devolvieron al doctor Groener, éste no pareció asombrarse al verla en un estado de nuevo más cercano a la muerte que a la vida.
– Ya le dije que sufre una conmoción cerebral y que pasará tiempo antes de que se recupere y vuelva a hablar. Si cree que lo que puede decirle es importante, déle ese tiempo.
– No se quedará aquí.
– ¿Y dónde piensa enviarla? ¿A Alemania?
– Sí.
– ¿A un campo?
– Estará con gente de su especie, criminales como ella, hasta que esté en condiciones de hablar.
– ¿Y si no habla nunca?
– Entonces la ahorcaremos por espía y terrorista. Dígame cuánto tiempo tardará en volver a hablar.
– No lo sé, puede que con el tratamiento adecuado… quizá unos meses, quizá nunca.
– Entonces esta asesina no dispone de mucho tiempo de vida.
Al día siguiente la metieron en un tren de ganado. Winkler se ocupó personalmente de que la enviaran al campo de Ravensbrück, que estaba situado a 90 kilómetros al norte de Berlín. Las instrucciones del coronel respecto a su prisionera fueron muy precisas: si en seis meses el médico del campo no le enviaba aviso de que Amelia estaba en disposición de hablar, entonces la prisionera debía ser ahorcada.»
El mayor William Hurley hizo una pausa en su relato para encender su pipa.
– Por favor, continúe -le rogué.
– En nuestros archivos figura que a Amelia la llevaron a aquel lager y que allí estuvo hasta el final de la guerra.
– Entonces sobrevivió -respondí, aliviado.
– Sí, sobrevivió.
– Exactamente, ¿cuándo llegó al campo?
– A finales de agosto de 1944.
– ¿Puede usted aportarme documentación sobre Ravensbrück?
– En detalle no, para eso tendría que ir usted a Jerusalén.
– ¿A Jerusalén? ¿Por qué a Jerusalén?
– Porque allí está el Museo del Holocausto y allí es donde tienen la información más precisa sobre lo que sucedió en aquellos años horribles en Alemania. En sus archivos cuentan con una base de datos sobre los supervivientes, quiénes estuvieron y en qué campo; gracias a ellos se ha podido reconstruir lo que fue el infierno de cada campo.
– Pero mi bisabuela no era judía.
– Eso no tiene nada que ver, en el Museo del Holocausto tienen información de todos los campos y de cuantos estuvieron allí.
– ¿Qué pasó cuando terminó la guerra?
Mi pregunta incomodó al mayor Hurley, que carraspeó.
– Todavía hay mucha información clasificada, a la que no hay acceso.
– Pero podría darme alguna pista, no sé, al menos saber dónde fue mi bisabuela.
– Intentaré ayudarle cuanto pueda. Pero he de hablar con mis superiores y ver si la información que ha sido desclasificada se puede poner a disposición de un particular como es su caso, que encima resulta que es periodista.
– Usted sabe que no tengo ningún interés periodístico en esta historia, se trata de mi bisabuela.
– De todas formas, tengo que consultar a mis superiores. Llámeme dentro de unos días.
Acepté sin rechistar. Estaba conmocionado por el relato del mayor Hurley. Imaginaba lo que para mi bisabuela debía de haber supuesto terminar con la vida del hombre que quería.
Regresé al hotel y telefoneé a doña Laura.
– Siento molestarle, pero me temo que la investigación se complica, cuando parece que estoy llegando al final, me encuentro con algo que me obliga a continuar.
– Continúe.
– ¿Continúo?
– Sí. ¿Tiene algún problema para hacerlo? ¿Necesita que le envíe más dinero? Hoy mismo daré orden al banco para que le hagan un nuevo ingreso en su cuenta.
– No, no se trata sólo de eso, sino de… no sé, tengo la sensación de que cuanto más voy conociendo sobre Amelia Garayoa, menos avanzo.
– Haga su trabajo, Guillermo, aunque… bueno, somos muy mayores y quizá nosotras no disponemos de demasiado tiempo.
– Haré todo lo que pueda, se lo prometo.
Después telefoneé al profesor Soler, pero no le encontré en casa. Su esposa dijo que su marido se hallaba en un congreso en Salamanca.
– Llámele al móvil, no le importará; pero hágalo por la noche; no le gusta que le distraigan durante las jornadas de trabajo.
Cuando por fin pude hablar con el profesor Soler, le transmití mi preocupación.
– Creo que no voy a terminar nunca, la vida de Amelia es una tragedia sin fin. Cuando crees haber llegado al final resulta que le ha pasado algo más. Tengo que ir a Jerusalén. ¿Conoce usted a alguien en el Museo del Holocausto?
Creo que el profesor Soler sintió curiosidad por saber qué era lo que me iba a llevar a Jerusalén, pero se abstuvo de preguntármelo. No conocía a nadie del Museo del Holocausto pero me dio el teléfono de un amigo, un profesor de historia de la Universidad de Jerusalén.
– Avi Meir es polaco, sobrevivió a Auschwitz. En realidad está jubilado, pero es profesor emérito, él le podrá guiar en lo que sea que esté buscando.
– A Amelia, continúo buscando a Amelia -respondí resignado.
– ¿En Jerusalén?
– No, pero creo que allí pueden darme noticias suyas.
Pablo Soler no preguntó más. Se había impuesto a sí mismo no conocer más de lo que las Garayoa quisieran que supiese. Les debía mucho, en realidad les debía todo lo que era.
Decidí no telefonear a mi madre para decirle que me iba a Jerusalén, ya la llamaría desde allí. No tenía ánimos para otra de las broncas maternas. Pero pensé en ir ablandándola enviándole unas flores. Las encargué desde la recepción del hotel. Ya no podría quejarse de que me olvidaba de ella.
Mi llegada a Tel Aviv no comenzó con buen pie. El interrogatorio al que me sometió el policía de la aduana me irritó.
– ¿A qué ha venido a Israel?
– A hacer turismo.
– ¿Conoce a alguien aquí?
– No, no conozco a nadie.
– ¿Le han entregado algún regalo para alguna persona de Israel o de los Territorios?
– No, nadie me ha dado nada ni yo traigo ningún regalo.
Luego tuve que detallar dónde me iba a alojar y qué recorrido pensaba hacer por el país.
Ya de malhumor, alquilé un coche para ir hasta Jerusalén mientras pensaba que, en relación con la seguridad, los israelíes eran un poco paranoicos, incluso más que los norteamericanos.
El Sheraton de Jerusalén, situado en un lugar céntrico, se hallaba no muy lejos del King David, el hotel histórico de la ciudad, aunque si quería ir a la ciudad vieja tenía que dar un paseo. Aunque me dije que no estaba allí para hacer turismo, decidí que cuando terminara de trabajar, buscaría un momento para visitar los Santos Lugares y llevar un recuerdo a mi madre. Pensé en lo contradictoria que era, tan moderna para algunas cosas, pero tan católica y tradicional en otras.
El profesor Avi Meir resultó ser un aciano encantador que se mostró dispuesto a recibirme de inmediato.
– Ayer me telefoneó el profesor Soler anunciándome su llegada. Si no tiene ningún otro compromiso, le espero para cenar a las ocho.
Acepté de buen grado. Salvo tres cafés, no había tomado nada en todo el día, y estaba hambriento. Después de darme una ducha, le pedí al conserje del hotel que me explicara cómo llegar a la dirección que me había dado el profesor Meir.
El profesor vivía en la segunda planta de una casa de sólo tres pisos. Él mismo abrió la puerta y me dio un apretón de manos que me sorprendió por su firmeza, teniendo en cuenta que era la mano de un hombre de edad avanzada. Calculé que estaría cerca de los noventa, pero se movía como si tuviera muchos menos.
La casa era sencilla, con estanterías en todas las paredes y libros apilados por el suelo. En la sala de estar había una mesa redonda perfectamente dispuesta para la cena.
– Siéntese, estará hambriento después del viaje. No sé usted, pero yo nunca como en los aviones.
Cenamos con apetito. Además de un pescado cocinado al horno, el profesor había dispuesto varias ensaladas, hummus y una cesta de pan ácimo.
– Le gustará el pescado, se llama Pilatia Galilea, aunque creo que ustedes lo llaman San Pedro; es del mar de Galilea, un amigo me lo ha traído hoy.
Dimos buena cuenta de la cena mientras le contaba que necesitaba información sobre el campo de Ravensbrück y la confirmación de si allí habían tenido prisionera a mi bisabuela.
– No somos judíos, pero mi bisabuela estuvo muy implicada en la guerra, trabajó para los aliados. Si usted pudiera arreglarme una cita con alguien del Museo del Holocausto, se lo agradecería mucho. Tanto como esta magnífica cena -bromeé.
El profesor se quedó en silencio mirándome fijamente, como si quisiera leer mis pensamientos más íntimos. Luego, antes de responder, me sonrió.
– Haré algo mejor, le presentaré a alguien que estuvo en Ravensbrück.
– ¡No es posible! ¿Aún quedan supervivientes de ese campo de prisioneros?
– Cada vez somos menos, pero aún no nos hemos muerto todos. ¿Sabe?, a veces pienso que cuando el último de nosotros desaparezca, no quedará ningún testimonio de lo que fue aquello, porque el mundo tiende a olvidar, no quiere recordar.
– Hay libros, documentales, el Museo del Holocausto… Nunca se perderá la memoria de lo que sucedió -intenté animarle.
– ¡Bah! Todos esos testimonios no dejan de ser una gota en el inmenso mar. Los hombres necesitan olvidar sus crímenes… Volviendo a lo que nos ocupa, mañana le presentaré a alguien que le puede ayudar, alguien que sobrevivió a Ravensbrück lo mismo que yo sobreviví a Auschwitz.
– Muchas gracias, profesor, en realidad es mucho más de lo que yo esperaba.
– Iré a buscarle a las doce a su hotel, pero antes quiero que haga algo. Visite el Museo del Holocausto, acuda usted a primera hora de la mañana. Luego le será más fácil comprender.
Ya en el hotel, sentí la necesidad de hablar con alguien para contarle que había conocido a un hombre excepcional. La larga conversación con Avi Meir me había impresionado. Apenas me habló de su peripecia vital en Auschwitz, en cambio me explicó cómo era la Europa de antes de la guerra, hasta que nos metimos de lleno en una discusión sobre la existencia del Estado de Israel; aquella velada me hizo sentir tan cómodo, que incluso me permití el lujo de criticar abiertamente la política de Israel con los palestinos.
Avi Meir no se amilanó ante mis críticas y polemizamos con la confianza con que sólo lo hacen los buenos amigos. Me sentí muy a gusto.
A la mañana siguiente me levanté temprano. Quería aprovechar el día, así que cogí un mapa de Jerusalén y, gracias también a las indicaciones del recepcionista del hotel, me planté en el Museo del Holocausto con bastante rapidez.
Cuando llegué, me encontré esperando a un grupo de judíos norteamericanos y a los alumnos de un colegio. También había un grupo de turistas españoles que aguardaban a que llegara su guía. Me pegué a ellos para escuchar sus explicaciones.
Salí del museo sobrecogido, con el estómago revuelto y una sensación de náusea. ¿Cómo era posible que toda una nación hubiera enloquecido hasta el punto de haber asesinado masivamente a millones de personas por ser de una raza distinta o por tener otra religión? ¿Por qué no se habían revelado? Me acordé de Max von Schumann y de sus amigos; ellos no estaban de acuerdo con Hitler, pero su oposición era únicamente intelectual. ¿Cuántos alemanes de verdad se jugaron la vida combatiendo a Hitler?
Llegué al hotel al mismo tiempo que el profesor Meir, que sorprendentemente conducía él mismo una vieja camioneta.
– Suba. ¿Viene del museo? El lugar donde vamos no está muy lejos, sólo a doce kilómetros de aquí, ya verá.
Salimos de la ciudad sin que el profesor me dijera adonde me llevaba, tampoco le pregunté. Me pareció que nos estábamos internando por el desierto hasta que de pronto me pareció vislumbrar un oasis verde en el horizonte. Parecía un pueblo, un pequeño pueblo con una cerca de protección y hombres y mujeres armados que vigilaban el perímetro de la población. No eran soldados, sino que parecían gente corriente, vestidos con ropa cómoda, sin ningún distintivo militar.
– Esto es Kiryat Anavim, un kibutz, aquí viven sobre todo judíos rusos. Lo fundaron unos judíos que llegaron de Rusia en 1919. En Israel cada vez quedan menos kibutz; vivir aquí es muy duro, es comunismo puro.
– ¿Comunismo?
– No existe la propiedad, todo es de todos y la comunidad provee según las necesidades de cada cual; los niños se educan en la casa comunal, y todos se reparten el trabajo, pero haciendo de todo; usted puede ser ingeniero o médico, pero también le tocará estar en la cocina, o arar. La única diferencia con el comunismo soviético es que aquí hay libertad: cuando alguien se quiere ir, se va; todo cuanto hacen es voluntario. Vivir en el kibutz es muy duro, sobre todo para las nuevas generaciones, los jóvenes de ahora están demasiado mimados y no aguantan una vida espartana.
– No me extraña -respondí en un ataque de sinceridad.
– Yo viví unos cuantos años en un kibutz cuando llegué a Israel, allí conocí a mi esposa y pasé los años más felices de mi vida.
– ¿Su esposa?
– Mi esposa murió hace años. Desgraciadamente el cáncer se la llevó. Era rusa, una rusa judía. Vino con sus padres siendo una niña. Fueron de los primeros pioneros, y se asentaron aquí, en Kiryat Anavim.
– ¿Tiene hijos?
– Sí, cuatro hijos. Dos han muerto. Daniel, el mayor, en la guerra del sesenta y siete, y Esther en un ataque terrorista al kibutz en el que vivía en el norte del país, cerca de la frontera con Líbano. Me quedan dos: Gedeón vive en Tel Aviv, está a punto de jubilarse, es productor de televisión, tiene tres hijos y dos nietos, así que soy bisabuelo; Ariel, el pequeño, vive en Nueva York. Se casó con una norteamericana y se marchó. Tengo dos nietos neoyorquinos que en su momento cumplieron con su obligación y vinieron a hacer el servicio militar. Buenos chicos, se han casado y también tienen hijos.
Detuvo la camioneta en la puerta de una casa baja y modesta. Todas las casas eran iguales: de piedra, alineadas unas junto a las otras, sin nada que las distinguiera.
La puerta de la casa estaba abierta y Avi Meir entró como si se tratara de su propia casa.
– ¡Sofía! ¡Sofía! ¡Estoy aquí!
Una mujer mayor apareció sonriendo y nos tendió la mano.
– ¡Avi! ¡Pasa, pasa! Me diste una gran alegría cuando me llamaste esta mañana. Hacía tiempo que no venías. ¿Y tus hijos? ¿Sabes algo de Ariel? Nunca entenderé por qué a los chicos les gusta tanto irse a Norteamérica. ¿Y este joven es…?
– Guillermo, el joven español del que te he hablado. Es periodista, pero está aquí escribiendo un libro sobre su bisabuela.
– Cuando me llamaste para preguntarme si Ravensbrück había conocido a una española llamada Amelia Garayoa, me dio un vuelco el corazón. Amelia, ¡pobrecilla!
Sofía nos invitó a tomar asiento y trajo una jarra de limonada aromatizada con hojas de menta, luego me miró de arriba abajo como intentando encontrar en mí alguna huella de Amelia, pero no pareció encontrarla.
– Cuéntanos todo lo que sepas, a mí también me gustará saberlo -le pidió el profesor Meir.
Sofía no se hizo de rogar y comenzó su relato.
«Yo tenía dieciocho años cuando me llevaron a Ravensbrück, en mayo de 1944. Mi madre era comisaria política y yo ansiaba serlo. También era una jovencísima comunista que adoraba al padrecito Stalin, y que había destacado en las Juventudes Comunistas, ayudada por la influencia de mi padre, comisario político como mi madre.
No voy a contar lo que los alemanes nos hicieron cuando invadieron Rusia, sólo que mi madre y yo tuvimos suerte, mejor suerte que otras muchas mujeres, a las que además de violarlas, después las destriparon en presencia de sus maridos y de sus hijos, u otras que tuvieron que soportar ver cómo descuartizaban en pedazos a sus hijos delante de sus ojos.
Estábamos en un pueblo, organizando a los campesinos, cuando de repente llegaron los nazis… Estaban furiosos porque iban perdiendo la guerra. Asesinaron a los ancianos y a los niños y nos hicieron prisioneros a todos los que llevábamos un uniforme; en mi caso, el de comisaria de las Juventudes Comunistas. Aún hoy siento miedo cuando recuerdo cómo nos subieron a aquellos camiones golpeándonos con las culatas de los fusiles. A mi madre y a mí, al descubrir que éramos judías, nos separaron del resto. Para ellos éramos lo peor: judías, comunistas y rusas. Y nos enviaron a Ravensbrück, un campo de prisioneros situado cerca de Berlín.
Allí dormíamos en barracones, amontonadas las unas encima de las otras sobre unos colchones duros, sin apenas espacio para respirar, aunque bastante teníamos con combatir a los piojos y a las chinches que corrían por los colchones y por nuestra ropa.
Uno de los jefes del campo era un comandante de las SS que se llamaba Schaefer; era un hombre brutal, bajo, gordo, moreno, todo lo contrario del ideal ario. Pero allí estaba él hablándonos de la superioridad de su raza mientras nos torturaba. A Schaefer le gustaba participar personalmente en los interrogatorios y poner en práctica cuanto de macabro ideaba con ayuda del doctor Kiefner.
El doctor Kiefner era un sádico que, al igual que Schaefer, violó a muchas mujeres del campo.
Le gustaba llevar a cabo lo que él calificaba como «sus experimentos» para comprobar cuánto dolor podía soportar un ser humano, pero sin causarle la muerte.
La mayoría de las mujeres eran mutiladas. «¿Se puede vivir sin pezones?», se preguntaba el doctor Kiefner mientras se disponía a cortar los pezones a alguna de las presas. Lo hacía con un bisturí, sin ningún tipo de calmante que pudiera aliviar el dolor de sus víctimas.
Era un sádico y disfrutaba mutilando los genitales de las mujeres de Ravensbrück. A otras las destripaba porque decía que eso le ayudaba a tener un conocimiento más preciso del cuerpo humano.
– Vamos, querida, no te resistas, es por el bien de la ciencia. Yo estudié con cadáveres, pero no es lo mismo que poder contemplar cómo se mueven tus órganos mientras se van apagando -le decía a la mujer que había elegido como víctima.
Si a alguna de nosotras nos enviaban al hospital, íbamos aterrorizadas sabiendo que aunque consiguiéramos regresar vivas, ya nunca seríamos las mismas. A mí me amputó los dos pechos… estuve varios días entre la vida y la muerte. Me salvó que una enfermera que le ayudaba también era una prisionera. No era judía, a la pobre mujer la obligaban a asistirle en aquellas carnicerías. Creo que era checa, no lo recuerdo bien; hablaba muy poco y había sido enfermera antes de caer prisionera. No sé por qué estaba allí, pero el caso es que el doctor Kiefner no la utilizó para sus experimentos. Ella nos ayudaba cuanto podía, que no era mucho, pero a veces lograba sustraer pequeñas cantidades de antisépticos y analgésicos que se los entregaba a alguna presa para que cuidara a quienes habían pasado por la «camilla» del doctor.
Supongo que sobreviví porque era joven y quería vivir, y además contaba con mi madre; sin ella no lo habría logrado.
Pero estoy contando lo que me sucedió a mí, y no es eso lo que ha venido a buscar; usted lo que quiere es que le hable de la española. Llegó a principios de septiembre del cuarenta y cuatro, estaba enferma y la destinaron a nuestro barracón. La recuerdo muy bien. Apenas podía andar, se notaba que no hacía mucho que la habían torturado. Casi no podía abrir el ojo derecho y tenía la cara amoratada por los golpes recibidos. Estaba extremadamente delgada y tenía el cuello y la espalda surcada por las huellas de los instrumentos de tortura.
Recuerdo como si fuera ayer aquel primer día en que la vi…
– ¡Ponte donde puedas, cerda! -El guardia le dio un empujón para que entrara en nuestro barracón.
Amelia apenas dio unos pasos y se sentó en el suelo sin mirar a ninguna parte, como si no nos viera o no le importara quienes estábamos allí. Mi madre se acercó a ella y le habló, pero no obtuvo respuesta.
– No sabemos de dónde es, no parece rusa -dijo una mujer.
No sé por qué a mi madre le conmovió la española, pero el caso es que la arrastró hasta nuestro lado, y la acomodó sobre una esquina del colchón. Ella se dejaba hacer sin mostrar ninguna emoción.
– La ropa que lleva está muy sucia, pero es buena -comentó otra de las presas.
Desde aquella noche Amelia durmió a nuestro lado. Mi madre parecía haberla adoptado.
Creíamos que no nos hablaba por no entender el ruso, pero a los dos días de haber llegado mi madre me dijo al oído que la había sorprendido mirándola cuando hablaba con otra mujer acerca de ella, como si las entendiera.
Pasaron varios días antes de que el comandante Schaefer la llamara a su presencia.
Como apenas se sostenía de pie, mi madre decidió ayudarla a caminar para que llegara hasta el despacho de Schaefer.
Mi madre regresó pero a la española no la volvimos a ver hasta dos días más tarde, cuando se abrió la puerta y uno de los guardias tiró al centro del barracón lo que parecía un fardo de ropa vieja.
La habían violado. Era lo habitual cuando llegaba una prisionera. Si era joven, el primero en violarla era Schaefer, o en ocasiones el propio doctor Kiefner. Pero incluso las más viejas sufrían esa humillación ya que Kiefner disfrutaba metiéndoles por la vagina todo tipo de objetos.
– Aquí ninguna os podréis quejar, todas recibís vuestra ración para calmar los ardores femeninos -decía, riéndose.
Cuando la trajeron estaba en muy mal estado, pero no dijo nada, continuaba sin hablar, incluso lloraba en silencio. Le caían las lágrimas y apretaba las mandíbulas como si quisiera reprimir el grito que anudaba su garganta.
Mi madre le limpió como pudo las heridas, y al hacerlo, comprobó que en algunos lugares le habían arrancado la piel.
Vinieron a por ella en más ocasiones para interrogarla. Pronto supimos que un coronel de las SS había ordenado a Schaefer que la hiciera hablar utilizando los métodos que quisiera. La enfermera del doctor Kiefner contó a otra presa que había oído decir al doctor que Amelia era una asesina, una terrorista. Al parecer la acusaban del asesinato de un oficial de las SS y de participar en secuestros y atentados.
Parecía imposible que aquella joven de aspecto tan frágil pudiera haber hecho nada de todo aquello. Era un saco de huesos y creo que aunque hubiera estado en mejor estado, mucha carne no le habría sobrado. Mi madre la llamaba «la muñeca rota».
Pero a pesar de su estado, sobrevivió. Fue un milagro. Y eso que un día se presentó en el campo aquel coronel que tenía cuentas pendientes con ella. Aún recuerdo su nombre: Winkler; Schaefer se puso muy nervioso cuando le anunciaron su visita. Todas pensamos que si Schaefer temblaba ante Winkler, eso significaba que éste era aún peor, y todas sentimos más miedo.
Winkler se marchó y pensamos que la española habría muerto. La enfermera nos dijo que el coronel Winkler se había encerrado en una habitación con ella y que los chillidos de Amelia no parecían los de un ser humano.
Cuando volvimos a verla era un amasijo de carne ensangrentada donde era difícil distinguir si tenía rostro. Durante varios días luchó entre la vida y la muerte, y mi madre pensó que no sobreviviría. Tenía las piernas y los brazos rotos, los pies aplastados y no había un solo centímetro de su piel sin huellas de quemaduras de cigarrillos. Escondiéndose entre las sombra la enfermera vino aquella noche a nuestro pabellón. Le limpió con cuidado las heridas y extendió una pomada por todas las quemaduras. Después, con ayuda de mi madre, intentó colocarle los huesos que tenía rotos. También trajo un frasco que contenía un calmante fuerte.
– No he podido hacerme con más -dijo-, pero es muy potente, debéis dárselo poco a poco. Y que no se mueva, es la única manera de que los huesos no se suelden del todo mal.
Supimos por ella que el coronel Winkler se había marchado sin conseguir su objetivo.
– Esta mujer tiene la mente en el más allá, no está aquí, y por eso, aunque la torturen hasta matarla, nunca hablará.
Aquella noche escuchamos su voz por primera vez. Mi madre creyó oír un sonido y acercó su oído a la boca de Amelia.
– Dice «mamá», llama a su madre.
Yo me acurruqué en brazos de la mía; tenerla allí conmigo me hacía más fuerte. De otra manera no habría podido soportar las torturas y las humillaciones a las que me sometían.
Cada día aumentaba el número de prisioneras que morían en la «camilla» de experimentos del doctor Kiefner. Su última canallada consistió en coser parte de la vagina de las prisioneras más jóvenes, tal como había leído que hacían en algunas tribus africanas para evitar que pudieran sentir ningún placer en las relaciones sexuales.
– No, aquí no habéis venido a gozar, sino a pagar por vuestros crímenes, de manera que evitaré que sintáis placer -decía mientras preparaba el material con el que nos cosía.
Nos mutiló a todas, también a Amelia, y algunas murieron por la infección.
Luego, cuando él o alguno de los guardias nos violaban, el dolor resultaba insoportable. No sé cómo sobrevivimos a ello.
Antes de que llegara la primavera, hablo de febrero de 1945, nos llegó la noticia de que los rusos estaban cerca. Escuchamos cómo hablaban de ello nuestros guardias, y la enfermera checa nos lo confirmó. Estábamos expectantes, ansiosas de que el rumor fuera cierto.
Los alemanes temían a los rusos. Sí, nos temían porque nosotros respondíamos con la misma brutalidad que habían mostrado los alemanes al invadirnos.
No había soldado ruso que no hubiera perdido a un hermano o un padre, que no supiera de un amigo al que los alemanes no hubieran violado a su madre o a su hermana. De manera que en cada palmo de terreno que el Ejército soviético reconquistaba, los soldados se vengaban de los alemanes sin contemplaciones ni remordimientos. Creo que fue a principios de marzo cuando llegó al campo aquel hombre, un alemán mutilado vestido de oficial. Estábamos en el patio cuando nos apartaron del camino para que un coche negro circulara sin obstáculos hasta el pabellón de Schaefer.
Mi madre dijo que el comandante estaba nervioso; yo no lo recuerdo bien.
Vimos a Schaefer abrir la puerta y saludar intentando parecer marcial ante aquel hombre al que otro oficial ayudaba a salir del coche. Antes había sacado una silla de ruedas donde depositó al hombre ante el que se cuadraba Schaefer.
Era un oficial de la Wehrmacht que llevaba la gran cruz de hierro y otras condecoraciones prendidas en la guerrera. A pesar de ir en silla de ruedas, el porte aristocrático de aquel militar imponía. Bajo la manta que le tapaba se ocultaban los muñones de lo que habían sido sus piernas. Era poco más que un tronco.
Lo condujeron al despacho de Schaefer y todos nos preguntamos por el motivo de la visita de aquel general mutilado.
Nos encerraron en nuestros barracones. Al cabo de una hora, un guardia vino en busca de Amelia y le ordenó que recogiera todas sus cosas. ¡Qué ironía! Allí carecíamos de todo, no había nada que recoger. Mi madre se puso a llorar temiendo que se la llevaran a algún otro campo, o con aquel coronel Winkler que tanto parecía odiarla. Salimos tras ella, y vimos cómo el guardia la acompañaba hacia la explanada. Allí estaba el comandante Schaefer junto al general que iba en silla de ruedas. Amelia caminaba indiferente, con la vista perdida, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara; así había sido desde el primer día en que llegó a Ravensbrück.
De repente se puso alerta, había algo en el general inválido que parecía atraer su atención. Recuerdo verla correr hacia él gritando «¡Max, Max, Max!» y que se cayó al suelo. El ayudante del general corrió hacia ella y la ayudó a levantarse.
Todas nosotras mirábamos asombradas la escena, no entendíamos nada. La española no había dicho ni una palabra desde su llegada a Ravensbrück. Cuando la torturaban por la noche, la oíamos llorar en silencio llamando a su madre, «mamá» fue la única palabra que pronunció en todo el tiempo que estuvo allí, y de repente gritaba repitiendo aquel nombre: «¡Max, Max, Max!».
El ayudante del general la condujo hasta donde estaba el oficial y ella se puso de rodillas suplicándole que la perdonara.
– ¡Perdóname, Max, perdóname! Yo no sabía… ¡Perdóname!
El oficial hizo una señal a su ayudante y éste la levantó del suelo y la llevó hasta el coche. Vimos a Schaefer cuadrarse de nuevo ante el general. Su ayudante regresó a por él, y con ayuda del chófer, la metieron en el coche. Se marcharon y nunca más la volvimos a ver.
Como podrá suponer, durante muchos días no hubo otro tema de conversación en el campo. No entendíamos quién era aquel militar mutilado, ni por qué la española se había arrodillado ante él pidiéndole perdón. Ni tampoco sabíamos adonde se la habían llevado.
Ni siquiera la enfermera pudo esta vez darnos razón de lo que había sucedido, sólo que el general traía una orden escrita para que la pusieran en libertad y que Schaefer no había tenido más remedio que entregársela. Supimos por la enfermera que, cuando se fueron, Schaefer llamó al coronel Winkler para explicarle lo sucedido, pero no pudo hablar con él.
Lo que paso después lo puede suponer. Poco antes de caer Berlín, mis compatriotas nos liberaron. La guerra llegaba a su fin. Nunca volvimos a saber nada de la española, de su bisabuela. Espero que sobreviviera, aunque en aquellos días…»Sofía se quedó callada y dejó vagar la mirada por sus recuerdos olvidándose de nosotros. Avi carraspeó para devolverla al presente.
– Muchas gracias, Sofía -le dijo mientras cogía su mano y se la apretaba cariñosamente.
– Señora, no sabe cuánto se lo agradezco, y… bueno, siento mucho por todo lo que tuvo que pasar -dije por decir algo, ya que estaba impresionado por el relato.
– ¿Señora? ¿Qué es eso de llamarme señora? Llámeme Sofía, todos me llaman así. ¿Sabe?, nunca imaginé que volvería a saber nada de la española, y de repente me llama Avi para decirme que un joven español busca información sobre Ravensbrück, que es el bisnieto de una prisionera española que estuvo allí… Nunca imaginé que pudiera suceder algo así. ¿Le ha servido de algo lo que le he contado? -Sofía ya había recuperado la firmeza en la voz.
– Me ha ayudado muchísimo; sin su relato, mi investigación no podría seguir. Usted me ha desvelado que Max estaba vivo, yo ya le creía muerto.
– ¿Quién era Max? -me preguntó con curiosidad.
– Un oficial que había sido opositor a Hitler antes de la guerra, un aristócrata prusiano al que le repugnaba el nazismo -expliqué intentando dejar a Max en buen lugar.
– No le debió de repugnar lo suficiente, porque vistió el uniforme alemán y mató defendiendo aquellos horribles ideales.
– Era médico, así que no creo que matara a nadie -continué exculpándole, pero Sofía había conocido al doctor Keifner, de manera que el que un oficial alemán fuera médico no significaba nada para ella. Su cuerpo mutilado era la prueba de lo que habían sido capaces de hacer algunos médicos alemanes.
– ¿Y qué pasó después? -preguntó para no seguir discutiendo.
– No lo sé, es lo que tendré que averiguar ahora, qué pasó después. La historia de mi bisabuela es como una de esas muñecas rusas, cuando uno cree haber llegado a la última, aún hay otra por descubrir. No sé qué pasó, ni si sobrevivieron. No lo sé.
– Él era general; busque en los archivos, puede que le juzgaran en Nuremberg -sugirió Sofía.
– Lo haré.
– O puede que muriera tranquilamente en la cama, como tantos otros militares alemanes -apuntó Avi Meir.
Sofía se empeñó en que almorzáramos con ella, aunque en realidad lo hicimos con todos los que vivían en el kibutz, en un comedor comunitario. La comida era sencilla pero sabrosa y todos se mostraron amables conmigo. Avi tenía razón, decía que era una síntesis del sueño comunista, de un comunismo utópico. Si en algún lugar el comunismo se había hecho realidad era en los kibutz. Pensé que mis amigos se sorprenderían si conocieran ese lugar y me pregunté cuántos de ellos, incluso yo mismo, serían capaces de vivir allí compartiéndolo todo, aceptando participar en todas las tareas, sin poseer nada que la comunidad no decidiera que era necesario comprar en función del dinero que hubiera en la caja y que había que gastar equitativamente. Allí nadie tenía más que nadie.
¿Vivir así? No, no sería capaz; era más cómodo hablar de igualdad en el plano teórico.
En un momento determinado Sofía me dijo al oído que si mi bisabuela hubiera sobrevivido, le habrían quedado secuelas de su paso por Ravensbrück.
– Después de que nos liberaran me tuvieron que operar. La Cruz Roja se hizo cargo de todas nosotras intentando remediar algunas de las barbaridades que nos hizo Kiefner. ¿Sabe?, nunca volví a ser una mujer normal… las secuelas de no tener pechos, o la vagina cosida… Usted no imagina lo que supone eso. Y su pobre bisabuela pasó por lo mismo… No sé si tuvo la suerte que yo. Claro que gracias a esas operaciones estuve hospitalizada durante mucho tiempo. Mi madre se recuperó antes que yo, y antes de regresar a Rusia le pidió a un médico estadounidense judío que me ayudara a venir a Israel. Ella estaba convencida que sería lo mejor para mí. Me sorprendió; yo creía que éramos felices en la Unión Soviética, que debíamos luchar por la revolución, y mi madre también lo creía así, de manera que nunca entendí por qué me pidió que intentara venir aquí. «Sofía», me decía, «que al menos una de las dos pueda ver Jerusalén». Yo le contesté que no teníamos Dios y que no había más patria que Rusia, pero ella insistió. Me lo hizo prometer. Lo conseguí… y nunca más volví a verla.
Eran más de las cuatro cuando regresamos al hotel. Avi se mostró igual de amable y comunicativo que la noche anterior.
– ¿Sabe por dónde continuar buscando? -me preguntó.
– En realidad, no; quizá el mayor Hurley pueda desvelarme lo que haya en sus archivos sobre Amelia.
Le expliqué quién era el mayor Hurley y cómo me había ayudado hasta el momento.
– En mi opinión, si su bisabuela trabajó para los británicos durante la guerra, puede que éstos le volvieran a dar trabajo… si es que sobrevivió. Tengo un amigo, es norteamericano aunque de origen alemán. Es historiador y lo sabe todo sobre lo que sucedió después de la guerra. Quiso alistarse para ir a luchar pero no se lo permitieron porque no tenía la edad, de manera que cuando pudo hacerlo, la guerra ya había terminado, pero aun así consiguió que le destinaran a Berlín. Sentía una rabia inmensa de que Hitler y sus secuaces hubieran manchado Alemania. Solía decirme: «Avi, por culpa de Hitler, la humanidad entera cree que todos los alemanes somos igual que ellos; llevaremos esa culpa como si se tratara del pecado original».
»É1 había nacido en Nueva York, pero sus padres eran alemanes, y le educaron como tal. Era católico, y mucho; tanto, que terminó haciéndose sacerdote. Ya lo era cuando le conocí en Jerusalén, donde vivió durante un tiempo y se doctoró en estudios bíblicos en la universidad. Nos hicimos muy amigos, y solía contarme muchas cosas sobre el Berlín que conoció cuando llegó en el cuarenta y seis. Si quiere, puedo llamarle, quizá le ayude; aunque, claro, vive en Nueva York y no sé si…
– Se lo agradezco, Avi, necesito cualquier ayuda, alguien que me guíe; de manera que si usted habla con él y le dice quién soy… puede que en algún momento precise de su consejo.
Nos despedimos en la puerta del hotel con el compromiso de que me telefonearía en cuanto hablara con su amigo, el cura norteamericano.
Reservé un billete para regresar al día siguiente a Londres y aproveché el tiempo que me quedaba para visitar Jerusalén. Avi me había recomendado que entrara en la ciudad vieja por la Puerta de Damasco y fue lo que hice. Paseé orientándome con el plano que traía conmigo; acabé comprando un rosario para mi madre que estaba hecho de madera de olivo, y también le compré una Biblia con las tapas del mismo material. Luego me hice con varios kefyas, los típicos pañuelos palestinos, que pensaba repartir entre mis amigos, y no sé por qué pero me dejé engatusar por un viejo comerciante que se empeñó en venderme una tetera de cobre bruñido. No es que me gustara especialmente la tetera, pero no fui capaz de resistirme a los requerimientos del viejo. Regresé al hotel satisfecho con mis compras.
Creo que al mayor William Hurley le habría gustado que hubiera permanecido más tiempo en Jerusalén, porque cuando le telefoneé y le dije que estaba en Londres, no pareció alegrarse mucho.
– Usted hace todo muy deprisa, Guillermo -me reprochó.
– En realidad he tenido mucha suerte y di con las personas adecuadas y eso me evitó perder el tiempo -me defendí, pensando en que si el mayor Hurley no fuera tan ordenancista y decidiera contarme de una vez por todas lo que sabía de Amelia Garayoa, yo podría terminar mi trabajo y él no tendría que soportarme más tiempo. Pero era británico y de clase acomodada, así que la parsimonia era parte de su naturaleza.
– Y bien, ¿qué es lo que ha averiguado? -me preguntó, como si de ello dependiera que me volviera a recibir o no.
Cuando terminé de contárselo pareció dudar, pero a continuación me ordenó que aguardara a que se pusiera en contacto conmigo.
– ¿Y eso cuándo será, mayor?
– Dentro de un día o dos -respondió, antes de colgar el teléfono.
Tratándose del mayor, agotó el plazo, es decir, que me telefoneó dos días más tarde, cuando yo ya estaba pensando en marcharme a Nueva York a ver al amigo de Avi, más que nada porque me carcomía el estar sin tener nada que hacer. Antes de despedirse añadió:
– Lady Victoria tiene la amabilidad de invitarnos a almorzar mañana. En su casa a las doce.
Celebré la noticia invitándome a cenar en un restaurante. Lady Victoria me caía bien; al igual que el mayor, era genuinamente británica. El hecho de estar casada con un nieto de lord Paul James, el tío de Albert James, la convertía en una autoridad en todo lo que se refería a Amelia Garayoa.
Compré una botella del mejor oporto en una tienda de licores de Bond Street. El dependiente dudó de si debía atenderme o llamar al guardia de seguridad porque mi aspecto no se correspondía al de sus distinguidos clientes. No entendí por qué me miraba con tanta desconfianza hasta que regresé al hotel y me di cuenta de que llevaba un pañuelo palestino alrededor del cuello. Debió de pensar que, como poco, yo debía de ser primo de Bin Laden.
Tuve la tentación de comprarme una corbata en alguna de las exclusivas tiendas de Bond Street puesto que sólo tenía una y era la que siempre llevaba cuando visitaba a lady Victoria, pero los precios hicieron que desechase mi buena intención: las corbatas no bajaban de los trescientos euros, así que decidí que era mejor invertir el dinero de la corbata en whisky escocés.
Cuando llegué eran las doce en punto. De nuevo me pareció que lady Victoria tenía más pecas que de costumbre, y su blanquísima piel estaba enrojecida como si hubiera tomado el sol.
– ¡Ah, querido Guillermo! ¡Qué alegría volver a verle! -Tan caluroso recibimiento parecía sincero.
– No sabe cuánto le agradezco su invitación -respondí yo, intentando estar a su altura.
– Es emocionante, verdaderamente emocionante, su investigación. Mi esposo piensa lo mismo que yo, ¿verdad, querido?
Lord Richard asintió mientras me estrechaba la mano. Tenía la nariz colorada, no sé si porque, al igual que su esposa, había tomado el sol o era consecuencia de su gusto por el jerez.
Me arrepentí de mis malos pensamientos. Lady Victoria y lord Richard habían pasado unos días de vacaciones en las Barbados, en casa de unos amigos, de ahí aquella piel tan enrojecida.
Sabía que antes de que lady Victoria y el mayor Hurley decidieran ir al grano tendríamos que hablar de generalidades, y que no sería hasta los postres cuando ambos se metieran en materia; así que, armándome de paciencia, me dispuse a disfrutar del almuerzo.
– Querido Guillermo, hemos tenido suerte; cuando el mayor Hurley me explicó lo que usted había averiguado en Jerusalén me sentí horrorizada… pensar en el sufrimiento de todas esas mujeres… Pero ya le digo que hemos tenido suerte. Verá, he encontrado en nuestros archivos un cuaderno de Albert James, son reflexiones personales que escribió sobre los últimos días de la guerra, la capitulación, la división de Berlín y también sobre su encuentro con Amelia. ¡Imagínese qué momento! Yo recordaba haber leído por encima esos cuadernos ¡pero es tanto lo que aún me queda por clasificar! Así que me puse a buscarlos; recordaba que Albert se refería a Amelia, aunque la verdad es que no sabía por qué. Creo que con los cuadernos y con lo que pueda contarnos el mayor Hurley, podrá hacerse una idea de lo que le sucedió a su bisabuela después de la guerra.
– Puede que necesite otras fuentes -apostilló el mayor Hurley.
– Me están ayudando mucho y les estoy muy agradecido -intervine yo con la mejor de mis sonrisas.
Lady Victoria y el mayor Hurley intercambiaron una rápida mirada en la que él le cedió la palabra a nuestra anfitriona.
«Debe usted saber que Albert James decidió trabajar para la OSS, el Servicio Secreto estadounidense. Lord Paul no consiguió que su sobrino colaborara con los Servicios de Inteligencia británicos, pero sí lo consiguió un buen amigo suyo, William Donovan, un importante abogado de Nueva York, veterano de la Primera Guerra Mundial, que recibió el encargo del presidente Roosevelt de organizar una red de espionaje adaptada a las necesidades de la guerra y que colaborara con la Inteligencia británica.
Donovan convenció a los mejores para que se enrolaran en la OSS, y Albert era uno de ellos, aunque su incorporación no se produjo hasta bien entrado el año 1943. Su idea romántica del periodismo le impedía dar el paso, hasta que comprendió que en aquella guerra no se podía ser neutral, que debía implicarse, y así lo hizo.
Por su conocimiento del francés, su campo de operaciones fue sobre todo Francia y Bélgica. Había vivido muchos años como corresponsal en París y tenía buenos contactos. También operó en Holanda.
Al finalizar la guerra, Donovan le envió a Berlín. Sabía que en aquella ciudad era donde iba a comenzar una «nueva guerra», una guerra silenciosa y nunca declarada con uno de los antiguos aliados, la Unión Soviética. De manera que se estableció en Berlín con la cobertura de periodista. Fue allí donde poco después se encontró con Amelia; en sus cuadernos dice que el encuentro se produjo en noviembre de 1945, unos meses después del final de la guerra.
Amelia caminaba con un niño agarrado de su mano. Al principio le costó reconocerla. Siempre había sido delgada, pero en aquel momento su delgadez era extrema.
– ¡Amelia!
Ella se volvió al escuchar su nombre y durante unos segundos también dudó, luego se quedó quieta aguardando a que él se acercara.
– Albert… me alegro de verte -dijo, tendiéndole una mano.
– Yo también. ¿Qué haces aquí?
– Vivo aquí -respondió ella.
– ¿Aquí, en Berlín? ¿Desde cuándo?
– Como siempre, preguntándolo todo… -sonrió Amelia.
– Perdona, no he querido molestarte. En varias ocasiones pregunté por ti en Londres; mi tío lord Paul no quiso ser muy preciso, de manera que no he podido saber qué ha sido de ti desde… bueno, desde que nos separamos.
– He sobrevivido, que es más de lo que muchos pueden decir. Pero cuéntame tú, ¿dónde has estado? Supongo que habrás contado la guerra a tus lectores norteamericanos, ¿me equivoco?
– No, no te equivocas, sigo trabajando en lo mismo, ya me conoces. ¿Y este niño? -preguntó, señalando al pequeño que asistía en silencio al encuentro.
– Friedrich, saluda a este amigo mío. Es el hijo de Max.
Se quedaron en silencio sin saber qué decirse. Además de la guerra también Max von Schumann se había interpuesto entre ellos.
– También él ha sobrevivido, me alegro por los dos -respondió sin mucha convicción.
– Sí, ha sobrevivido. ¿Quieres venir a verle? Le gustará hablar con alguien a quien conoció en los buenos tiempos.
En realidad Albert no sentía ningún deseo de ver al barón Von Schumann, pero no se atrevió a decir que no.
– Acompáñanos, vivimos muy cerca de aquí, a dos calles, en el sector soviético.
– No es el mejor lugar.
– Es la única casa en pie que le queda a Max. El edificio pertenecía a su familia, tenían alquilados los pisos; ahora vivimos en uno de ellos, en el resto aún quedan algunos inquilinos, aunque en estos tiempos nadie paga el alquiler.
Subieron andando hasta el tercer piso. Amelia abrió la puerta y Friedrich se soltó de su mano y salió corriendo.
– ¡Papá, papá! ¡Venimos con un amigo tuyo! -gritó el niño.
Entraron en una sala con las paredes cubiertas por estanterías llenas de libros. El antiguo inquilino debía de ser un lector empedernido, o acaso un profesor.
Max estaba en la penumbra, sentado en un sillón cubierto por una fina manta.
Amelia se acercó a él y le besó, acariciándole el cabello.
– Max, me he encontrado con un viejo amigo, Albert James, le he traído aquí.
Albert no entendía por qué Max no se levantaba para saludarle, y cuando acomodó sus ojos a la penumbra tuvo que hacer un gran esfuerzo para que su expresión no lo delatara. El otrora orgulloso y atractivo barón Von Schumann tenía el rostro deformado por las cicatrices provocadas por quemaduras y metralla.
– Acércate -le pidió Amelia a Albert.
– Albert, amigo mío, me alegro de que estés aquí. -Max extendió la mano sin levantarse, y el periodista se dio cuenta de que no debía de ver bien porque tenía un ojo medio cerrado y un tremendo costurón le recorría la frente hasta el párpado-. Perdona que no me levante, no lo consideres una descortesía.
– Desde luego que no, me alegro de verte, Max. Tu hijo es un hombrecito -dijo por decir algo.
– Sí, Friedrich es un sueño.
Amelia, que había salido de la estancia, volvió con una bandeja en la que llevaba tres tazas y una tetera.
– No es el mejor té del mundo pero es el único que he podido conseguir en el mercado negro.
Hablaron del Berlín que conocieron, de las veladas en el Adlon y en casa del profesor Schatzhauser, de la ciudad alegre y transgresora que había sido. Max le hizo prometer que volvería a charlar con él. Amelia le acompañó a la puerta.
– Siento verle así. ¿Dónde pasó? ¿En el frente ruso?
– Se lo hice yo -respondió Amelia.
Albert la miró incrédulo. Amelia le resultaba una extraña, no encontraba en ella rastro de la mujer que había sido. En aquellos días debía de tener veintisiete o veintiocho años, pero sus ojos delataban que había bajado a los infiernos. No supo qué responder a la afirmación de Amelia.
– Ya sé que puede resultar pretencioso, pero ¿puedo ayudar en algo?
Ella pareció dudar antes de responder.
– Que le dejen en paz. Los soviéticos detienen a la gente, buscan nazis por todas partes. No sé cuántos comités han examinado el expediente de Max: le han interrogado, han solicitado testigos… Hasta ahora no han encontrado a nadie que pueda decir que Max es un criminal. Tú sabes que él no era nazi, que acudió a tu propio tío a pedir que Inglaterra acabara con esa política de apaciguamiento que sólo daba alas a Hitler. Si puedes conseguir que nos dejen en paz…
– Lo intentaré. Dame las requisitorias que os hayan enviado, los papeles, lo que tengas; no te prometo nada, éste es el sector ruso y no permiten que nadie meta las narices en sus asuntos.
– Dime, ¿dónde quieres que los lleve?
Le dio la dirección de un pequeño hotel situado en el lado norteamericano.
– Mañana temprano te lo llevaré.
– Estupendo, tomaremos un café juntos, ¿te parece bien?
Al día siguiente la vio llegar caminando erguida, absorta en sus pensamientos. Le sonrió al verle esperar en la puerta del hotel. -¿Tienes que irte ya?
– No, te estaba esperando. Pasa, la patrona hace un buen café.
– ¿Auténtico?
– Sí, se lo proporciono yo -respondió él, riendo.
Le entregó los papeles y él le pidió que le contara qué había sido de ella durante la guerra.
– Trabajé para tu tío.
– ¿Todo el tiempo?
– Todo el tiempo menos cuando estuve en Pawiak y en Ravensbrück.
– ¿Pawiak? ¿Estuviste detenida en Varsovia…?
– Sí, fue la primera vez. Colaboraba con un grupo de polacos que ayudaban a la gente del gueto. Nos detuvieron a todos; yo tuve suerte, Max evitó que me ahorcaran. Creí que habiendo estado en Pawiak ya había conocido lo que era el infierno, pero estaba muy equivocada. El verdadero infierno fue Ravensbrück, sólo que a mí ya no me importaba lo que pudieran hacerme, solamente quería morir.
– Ayer me dijiste que Max estaba así por tu causa…
– ¿No te lo ha contado tu tío?
– No, nunca me habría desvelado ninguna operación de inteligencia.
– Ayudaba a un grupo de la Resistencia griega. Teníamos que volar un convoy cargado de armamento que salía de Atenas hacia la frontera yugoslava. Ese mismo día Max iba a inspeccionar un batallón no lejos de Atenas. Decidió hacer parte del camino con el convoy porque el oficial que lo mandaba era amigo suyo. Yo no lo sabía. Apreté el detonador al paso del coche de los oficiales y le vi saltar de su asiento envuelto en llamas. Perdió las piernas, y ya ves cómo le ha quedado la cara, pero aún tiene peor el resto del cuerpo. A pesar de lo que le he hecho, Max me ha perdonado, fue él quien hace unos meses me sacó de Ravensbrück. Me ha devuelto a la vida en dos ocasiones, y ya ves… yo se la he quitado. Estuvo muchos meses entre la vida y la muerte, pero sobrevivió; sin embargo, cuando se vio así… dice que preferiría haber muerto. Me lo dice todos los días.
– Es un soldado, Amelia, y médico; él sabe que esto ocurría todos los días, que a cualquiera podía habernos sucedido.
– ¿Estás seguro? ¿Crees que a cualquiera podría haberle dejado así la mujer en quien confiaba?
– ¿Ya no trabajas para lord Paul?
– No, no quiero saber nada de guerra, ni de muertes, ni de servicios de inteligencia. Además, tampoco podría; todo mi tiempo es para Max, se lo debo, él me necesita.
– ¿Y el niño?
– Friedrich es lo único que mantiene vivo a Max. Le adora.
– ¿Y la baronesa Ludovica?
– Murió durante uno de los bombardeos británicos contra Berlín. Friedrich sobrevivió de milagro. Sólo se tienen el uno al otro.
– Te tienen a ti.
– ¡Oh, yo sólo trato de hacerles más fácil la existencia! Lo han perdido todo.
– Y tú te sientes culpable y has decidido sacrificar el resto de tu vida dedicándosela a ellos. ¿Y tu hijo? ¿Y tu familia?
– A Javier le he perdido para siempre. Mi marido no me ha permitido acercarme al niño. Mi familia me echa de menos, seguro que sí, pero no me necesitan como me necesitan Max y Friedrich.
– ¿Saben que estás aquí y por lo que has pasado?
– No, no lo saben, ni quiero que lo sepan, es mejor así, sólo les provocaría sufrimiento.
– No crees que no saber nada de ti es lo que realmente les estará haciendo sufrir.
– Seguro que sí, pero por ahora no puedo hacer otra cosa que lo que estoy haciendo.
– ¿Los soviéticos no te han molestado?
– Tengo buenas credenciales, he estado dos veces prisionera de los nazis, primero en Varsovia, en Pawiak, y después en Ravensbrück, ¿qué más quieren?
– Además, siempre puedes exhibir tu carnet del Partido Comunista de Francia -dijo él con una sonrisa, intentando relajar la tensión de Amelia.
– ¿Crees que si se lo enseño a Walter Ulbricht me dará un buen puesto? ¿O quizá debería acercarme a Wilhelm Pieck? Son los que mandan aquí ahora, además de los soviéticos -respondió Amelia siguiendo la broma.
– Bueno, Ulbricht ha sido el jefe de los comunistas alemanes en el exilio, y Pieck es un hombre muy considerado por Moscú, es lógico que sean los hombres del presente. Pero dime, ¿cómo os las arregláis? Me refiero a si tenéis medios para vivir, estando Max así…
– Hacemos lo que podemos. Las posesiones familiares ya no existen, son escombros. En cuanto a los valores y el dinero, de poco valen. Hemos ido vendiendo algunas cosas, y si algún inquilino nos da algo, pues ese día es fiesta. A veces nos pagan en especies: una barra de pan, unas bolsitas de té, un trozo de carne de origen dudoso… lo que tienen.
– ¿Has hablado con los británicos?
– Sólo para arreglar mis papeles, y no creas que se han mostrado muy dispuestos a ayudarme. No entienden por qué quiero permanecer aquí. Pero cuéntame de ti, ¿te has casado?
– No, no he tenido tiempo de hacerlo, la guerra no es el mejor momento para hacerlo.
Albert se impuso como tarea cuidar de Amelia, de Max y del pequeño. Los visitaba a menudo; resolvió el papeleo para que no molestaran al barón, y además les solía llevar comida.
Le impresionaba ver a Amelia en actitud tan sumisa respecto a Max. Le trataba con reverencia y mimaba cuanto podía a Friedrich. Pero había cambiado, no era la joven llena de vida que había conocido, idealista, bella. Aquella mujer tenía poco que ver con la que él había amado, y sin embargo era la misma Amelia.
Albert habló con su tío y le informó de la presencia de Amelia en Berlín. Pero lord Paul le explicó que la mujer no estaba en disposición de volver a trabajar para ellos. No sólo había rechazado esa posibilidad, sino que además los hombres que habían contactado con ella escribieron en su informe que no parecía dueña de sí misma.
– ¿Y cómo estarías tú si te hubieran torturado durante meses? -preguntó, airado, Albert a su tío-. No tienes ni idea de lo que le hicieron en Ravensbrück.
Ella nunca le contó por lo que había pasado, pero Albert había leído informes con los testimonios de algunas supervivientes, y se estremecía al pensar que a ella le pudieron hacer lo mismo que a las otras mujeres. Todas habían sufrido mutilaciones, a todas las habían violado, y suponía que Amelia no había sido una excepción; pero ella no hablaba de lo que había pasado, como si su sufrimiento lo tuviera bien merecido, como si fuera parte del pago por lo que le había sucedido a Max.
Era tan grande su remordimiento por aquella operación en Atenas, que Albert le recomendó que hablara con algún sacerdote.
– Necesitas que te perdonen, sólo así podrás recobrar la paz.
– Max me ha perdonado, es un ser excepcional.
– No es suficiente con su perdón, necesitas que te perdone Dios.
Nunca supo si acabó siguiendo su consejo, y tampoco volvió a insistir. Mientras tanto, en Berlín aumentaba la tensión entre los vencedores de la guerra. Las relaciones de las potencias occidentales con los rusos cada día eran más tensas. Habían combatido juntos pero ya no estaban en la misma trinchera.
En la OSS encargaron a Albert que buscara el rastro de un científico nazi que había huido antes de acabar la guerra. Muchos de los científicos que habían trabajado para Hitler habían aceptado gustosos trabajar para los norteamericanos o los rusos ya que con ello se garantizaban la impunidad. Pero no fue el caso de Fritz Winkler.
Albert no le había confesado a Amelia que trabajaba para la OSS; mantenía la farsa de que sólo era un periodista norteamericano deseoso de noticias, por eso decidió probar suerte con Max, quizá él había conocido o sabía de la existencia de Fritz Winkler. Al fin y al cabo, la familia de Max había estado muy bien relacionada y conocía a todo aquel que era alguien en Alemania. Quizá le diera una pista.
– Me han encargado un reportaje sobre científicos que trabajaban para Hitler. Algunos se han escapado y nadie sabe dónde están.
– Dicen que algunos se han pasado a vuestro bando y otros a los rusos -respondió Amelia.
– Puede ser que sea así, pero no todos. Al parecer el doctor Winkler logró salir de Alemania con la ayuda de su hijo, creo que era coronel de las SS y organizó su fuga; lo que no sé es dónde.
– ¿Winkler? -Max se puso tenso.
– ¿Estás seguro de que te han dicho «Winkler»? -quiso saber Amelia.
– Sí, al parecer es un científico que a pesar de haber sido reprobado por la Convención de Ginebra, trabajaba en un proyecto secreto de armas con gases. Su hijo era un coronel de las SS muy bien relacionado. A él tampoco le hemos encontrado. Han desaparecido los dos.
Por el silencio opresivo que se hizo en la sala, Albert dedujo que ambos debían de conocer a uno de los Winkler, o quizá a los dos. Max había vuelto el rostro, pero Amelia estaba pálida y quieta como si se hubiera muerto en ese instante.
– ¿Qué sucede? -preguntó sin dirigirse a ninguno de los dos en concreto.
Fue Max quien rompió el silencio.
– El coronel Winkler envió a Amelia a Ravensbrück. La odiaba por creer que asesinó en Roma a un oficial de las SS amigo suyo.
Albert no supo qué decir, pero pensó que su intuición había dado en la diana.
– ¿Dónde puede estar ahora? -preguntó haciendo caso omiso de la tensión.
– ¡Quién sabe! Se habla de que muchos jefes nazis han logrado huir, que tenían rutas de escape previstas en caso de que Alemania perdiera la guerra -fue la respuesta de Max.
– ¿Conociste a Fritz Winkler, Max? Cuentan que estaba muy bien relacionado y era recibido por algunas de las grandes familias alemanas que incluso antes de la guerra financiaban sus experimentos.
– No, no lo conocí. Desgraciadamente sí conocí en Roma a su hijo, el coronel Winkler, ya te he dicho que quería que ahorcaran a Amelia. Lo siento, no te puedo ayudar, no sabría cómo.
Albert estuvo a punto de preguntarle si lo haría en caso de que supiera dónde estaba Fritz Winkler, pero no lo hizo. Max vivía atormentado por haberse convertido en un inválido, pero a pesar de lo sufrido, mantenía una lealtad inquebrantable a sus compatriotas pese a las barbaridades cometidas por muchos de ellos.
Pensó en las contradicciones de Max, en su empeño para que Gran Bretaña frenara a Hitler antes de la guerra, en la repugnancia y el desprecio que sentía por el nazismo, pero aun así, había luchado junto a ellos porque en aquel momento representaban a Alemania y él nunca habría traicionado a su patria, como si el nazismo no hubiera sido la peor traición. Pero Albert no dijo nada, no quería discutir con el barón, y mucho menos con Amelia. Les veía a ambos como dos seres perdidos, sin futuro ni esperanza, atados el uno al otro como si de una condena se tratase. Sólo Friedrich, el pequeño Friedrich, reía en aquella casa silenciosa y triste. Albert se daba cuenta de que el hecho deque tanto Max como Amelia conocieran al coronel Winkler le podía resultar útil; aún no sabía cómo, pero lo pensaría.
Salió de la casa y decidió dar un paseo antes de regresar al sector norteamericano del dividido Berlín.
Más tarde Albert se reunió con Charles Turner, un miembro de los Servicios de Inteligencia británicos que, como él, estaba destinado en la antigua capital alemana. Se conocían de los duros días de la guerra, y ambos habían simpatizado más allá de haber llevado a cabo algunas acciones conjuntas.
– Necesito que me dejes echar un vistazo al expediente de Amelia Garayoa.
– ¿Y quién es Amelia Garayoa?
– ¡Vamos, Charles, estoy seguro de que sabes quién es Amelia Garayoa!
– No la conozco, pero creo que tú sí -respondió Charles Turner con ironía.
– Ha trabajado para vosotros, la captó mi propio tío, lord James, de manera que no perdamos el tiempo en duelos dialécticos.
– ¿Y se puede saber para qué quieres el expediente de Garayoa? En primer lugar, yo no tengo acceso a los expedientes de los agentes, que, como supondrás, están bien guardados en Londres. En segundo lugar, Garayoa ya no trabaja para nosotros. Uno de nuestros hombres la localizó en Berlín al poco de acabar la guerra, y en su opinión, no estaba muy bien de la cabeza, lo que no es de extrañar teniendo en cuenta que la tuvieron prisionera en Ravensbrück. Ninguna mujer que haya pasado por allí volverá a ser la misma.
– Vaya, veo que te empiezan a funcionar las neuronas y ya sabes algo de Amelia Garayoa.
– No puedo darte su expediente, pero quizá pueda ayudarte si me dices qué quieres saber sobre ella que no sepas ya.
– Necesito saber qué pasó en Roma; al parecer, la acusaron de haber asesinado a un oficial de las SS, pero no se pudo probar. Quiero saber si lo hizo o no.
– Veré lo que puedo hacer.
Charles Turner lo llamó al día siguiente para ir a tomar una copa.
– Tu amiga española se cargó al coronel Ulrich Jürgens de las SS; al parecer, lo hizo en colaboración con partisanos del Partido Comunista Italiano. Jürgens había ordenado ahorcar a una amiga de Garayoa, a Carla Alessandrini, una diva del bel canto, Esta mujer colaboraba con los comunistas y con un sacerdote alemán de la Secretaría de Estado del Vaticano, que ayudaba a sacar judíos de Roma. Por lo que he podido averiguar, tu amiga fue una agente muy eficaz. Lástima que ahora no esté bien de la cabeza. Como bien sabes, vive con un ex oficial alemán, el hombre que durante la guerra le sirvió de coartada.
– Está perfectamente de la cabeza, pero no quiere volver a saber nada de guerras ni de violencia. No es tan extraño, ha sufrido mucho.
Turner asintió con indiferencia, pero en realidad estaba deseando saber por qué su colega norteamericano estaba tan interesado en lo que había sucedido en Roma años atrás.
– Charles, tú sabes que tanto nosotros como vosotros, y desde luego los rusos, estamos interesados en los científicos alemanes que trabajaban en proyectos de armas secretas. Algunos se han escapado, entre ellos un tal doctor Fritz Winkler, un nazi fanático, con un hijo coronel en las SS, que fue el principal acusador de Amelia en Roma. Ese tal Jürgens al que Amelia ejecutó era amigo de Winkler, y éste juró vengarse de ella; por eso, años más tarde, logró enviarla a Ravensbrück.
– Y tú andas en busca de ese Fritz Winkler.
– Sí, pero se lo ha tragado la tierra, a él y a su hijo el coronel. No figura en ninguna de las listas de oficiales de las SS detenidos, ni tampoco en la de fallecidos. Ha desaparecido junto a su padre como tantos otros jefes nazis. Se me ocurrió preguntarle al barón Von Schumann si le conocía, y tanto Max como Amelia se pusieron lívidos.
– Si supieran dónde están te lo dirían, al menos Amelia Garayoa lo haría, sólo tiene razones para odiarle si él fue el causante de que la encerraran en el campo de Ravensbrück.
– Sí, Amelia me lo diría, pero no lo sabe. He comprado alguna información, pero ya sabes que hoy en día nos venden de todo y muchas veces intentan engañarnos, pero mi informante me asegura que los Winkier se marcharon el mismo día en que Hitler se suicidó. Mi informante asegura que huyeron a Egipto, donde se han refugiado algunos de sus amigos.
– Así que te vas a El Cairo.
– Antes tengo que saber algo más de los Winkier; no he encontrado ninguna fotografía, salvo una de Fritz Winkier saludando al Führer. En cuanto a su hijo, el coronel, intentó borrar su rastro en los archivos de las SS.
– Hubo muchas fugas antes de que terminara la guerra: a Siria, Egipto, Irak, Sudamérica… Tu hombre puede estar en cualquier sitio.
Hablaron durante un buen rato y cuando se iban a despedir Turner pareció dudar en si darle un consejo.
– Creo que tienes una manera de encontrar a Winkier.
– ¿Ah, sí? Pues dime cómo -respondió Albert con ironía.
– Ponle un cebo, un cebo ante el que no pueda resistirse.
– ¿Un cebo? -Albert empezaba a vislumbrar lo que le iba a proponer Turner, y no quería oírlo.
– Si el coronel Winkier ha huido junto a su padre como parece, y si odia tanto a Amelia Garayoa como también parece, sólo se hará visible si tiene la oportunidad de acabar con ella. Hay muchos alemanes viviendo en El Cairo, algunos con su propia identidad, otros con identidad falsa. A nadie le extrañaría que el barón Von Schumann se uniera en El Cairo a esa corte de expatriados. Una vez que Winkier sepa de Garayoa la intentará matar; pero no improvisará, tendrá que elaborar un plan, y para ello se hará visible; será el momento de seguirle la pista y, a través de él, llegar a su padre, a ese Fritz Winkier que es a quien tú buscas.
– ¡Es un plan disparatado! -exclamó Albert.
– No, no lo es; es un buen plan y tú mismo lo pondrías en práctica si no estuvieras implicado sentimentalmente. En nuestro oficio sólo hay una manera de sobrevivir y hacer bien el trabajo, y, como sabes, consiste en despojarnos de sentimentalismos personales. El consejo es gratis, pero la copa la pagas tú. La OSS tiene más fondos que la Inteligencia Británica.
Albert sabía que Charles Turner tenía razón. Era el único plan viable para encontrar a Fritz Winkler, pero para llevarlo a cabo tendría que contar con el consentimiento de Amelia; ella por nada del mundo se separaría de Max, y éste no estaría dispuesto a permitir que ella se fuera; tanto él como Friedrich dependían de la atormentada española.
Pese a sus dudas, Albert expuso la estrategia de Turner a sus jefes y les pidió carta blanca para utilizar cualquier medio que fuera necesario para convencer a Amelia.
Luego decidió que lo mejor era hablar con ella a solas, de manera que una mañana se encaminó hacia la casa de Max y esperó hasta que la vio salir.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella sorprendida de verlo.
– Te invito a un buen desayuno, necesito hablar contigo.
Fueron a un café y, pese a la negativa de Amelia, él pidió un desayuno opíparo. La obligó a comer. En Berlín escaseaba todo, y mucho más para quienes apenas tenían nada, como era el caso de la familia que formaban Max, Amelia y Friedrich.
Albert le contó que en realidad trabajaba para la OSS, que el periodismo era ahora una tapadera y que tenía la misión de encontrar a Fritz Winkler. Ella le escuchó en silencio, y sólo frunció el ceño, sorprendida, cuando él le confesó que era un agente, pero no dijo nada. Albert le expuso el plan de Turner y aguardó a que ella hablara.
– De manera que al final… en fin, lo entiendo, si yo me convertí en una espía, por qué no ibas a hacerlo tú.
– Mi país entró en la guerra y ya no podía ser un mero observador.
– Hiciste bien, me alegro de que dieras el paso.
– ¿Me ayudarás?
– No, no lo haré. Yo ya he terminado con todo eso, ya he tenido bastante, ¿no crees?
– Dime sólo si hay algo por lo que lo harías.
– No hay nada en el mundo por lo que yo pueda abandonar a Max, ni siquiera lo haría por mi propio hijo. ¿Te vale con esta respuesta?
– De manera que sólo lo harías por Max.
Amelia iba a responder pero se calló. Albert tenía razón, ella haría cualquier cosa por Max, pero buscar a un científico nazi nada tenía que ver con ellos.
– Amelia, Max y tú malvivís. Él lo ha perdido todo y tú no tienes nada. Friedrich carece de lo más esencial. Ha perdido a su madre, su padre es un inválido y hay días que se acuesta sólo con un té en el estómago.
– Lo mismo les sucede a otros muchos miles de niños alemanes -respondió ella, malhumorada.
– Te pagaremos bien, lo suficiente para que podáis vivir con desahogo al menos durante un tiempo. No te pido que lo hagas en nombre de ninguna idea, ni para salvar el mundo, te ofrezco un trabajo con el que ayudar a Max y a Friedrich, nada más.
– Así que me ofreces dinero… ¡Vaya! ¡Yo nunca he hecho nada por dinero!
– Lo sé, pero ya has vivido lo suficiente como para saber que el dinero es necesario. Tú lo necesitas ahora. ¿Qué harás cuando termines de vender lo poco que le queda a Max? Apenas os queda nada que vender, ¿una lámpara, los colchones en los que dormís, la ropa que llevas puesta? Enséñame lo que llevas para vender hoy en el mercado negro.
Amelia sacó del bolso media docena de servilleteros plateados.
– No son de plata -afirmó él.
– No, no lo son, pero son bonitos, supongo que algo me darán.
– Y cuando ya no quede nada, ¿qué harás? Ni siquiera… -se calló temiendo lo que iba a decir.
– Ni siquiera puedo prostituirme puesto que me han mutilado, ¿y quién querría pagar por una mujer mutilada? ¿Ibas a decir eso, Albert?
– Lo siento, Amelia, no quería ofenderte.
– Y no lo has hecho. Muchas mujeres se prostituyen en Berlín para poder dar de comer a sus familias. ¿Por qué iba a ser yo la excepción? Sólo que yo no tengo un cuerpo que ofrecer, porque Winkler se encargó de que me lo destrozaran.
– Entonces responde: ¿con qué darás de comer a Max y a Friedrich?
– ¿Crees que no lo pienso? No duermo por las noches preguntándomelo. Ya no sé qué cuento contar a Friedrich para que se duerma mientras en voz baja me dice que tiene hambre.
– Entonces piensa en mi oferta. Vienes a El Cairo conmigo, te dejas ver; si Winkler está allí, querrá matarte y saldrá de su escondrijo. Nosotros nos encargaremos de él, luego cogeremos a su padre, y asunto terminado.
– Así de fácil.
– Así de fácil.
– Max y Friedrich no pueden quedarse solos.
Albert reprimió una sonrisa. Veía que Amelia empezaba a no rechazar tan rotundamente la posibilidad de trabajar para él.
– Podemos buscar una mujer que se encargue de ellos, que cocine, que arregle la casa, que se haga cargo de Friedrich y de Max.
– No, Max no lo consentiría. No soportaría que una persona extraña le pusiera la mano encima. Sólo permite que le ayude yo. Es imposible, Albert; por mucho que me hayas tentado con el dinero, es imposible. Además, le juré que nunca le volvería a mentir, y que no trabajaría para ningún servicio de inteligencia bajo ninguna circunstancia.
– Entonces, déjame que hable con él, se lo propondré, que decida él.
– No, por favor, no lo hagas, pensaría que hemos estado conspirando a sus espaldas. Las cosas no son fáciles entre nosotros… nos queremos, pero no sé si alguna vez me podrá perdonar lo que le he hecho.
– Eres tú la que no te puedes perdonar, él ya lo ha hecho. ¿Crees que te hubiera sacado de Ravensbrück si no te hubiera perdonado?
– Ojalá tuvieras razón.
– Vete a vender tus servilleteros, yo iré a ver a Max, no le diré que hemos hablado.
– Sí, sí se lo dirás, no quiero engañarle nunca más.
– Iré a verle ahora mismo.
Max le escuchó sin interrumpirle, pero Albert podía sentir la furia que se iba acumulando en aquel cuerpo mutilado.
– ¿Te parece poca la contribución de Amelia para que vosotros ganarais esta guerra? ¿Aún queréis más? ¿Qué pretendes, Albert? ¿Recuperarla para ti? -Max no podía ocultar su rabia.
– No, no intento recuperar a Amelia. Tú sabes que ella nunca me quiso lo suficiente y no dudó en dejarme por ti. No te negaré que me costó olvidarla, que durante semanas y meses sufrí el dolor de su ausencia, pero lo logré, y ahora el amor que sentí por ella es sólo un lejano recuerdo, ni siquiera quedan brasas de aquel sentimiento.
Se quedaron en silencio midiéndose el uno al otro. Albert sentía que la furia del barón se iba apaciguando lentamente y esperó hasta que su respiración se calmó.
– Pero hablemos de ti, Max. ¿De verdad la quieres? ¿Acaso le estás haciendo pagar lo que hizo? Tú eras un soldado y los soldados saben que pueden morir o que les puede pasar lo que a tite pasó. La culpa no es de quien dispara la bala o coloca el explosivo, la culpa es de quien ha provocado la maldita guerra, de quien no va al frente pero envía los hombres a morir. No le hagas pagar a Amelia por la guerra, tú sabes que el culpable fue Hitler, y sólo él, aunque puede que el resto del mundo debió de pararle los pies mucho antes, como pedías tú y aquellos amigos tuyos de la oposición. No, Max, tú no estás en esa silla de ruedas porque Amelia fuera una agente británica que colaboraba con la Resistencia griega; el culpable de que tú estés así fue tu Führer, Adolf Hitler, que espero que Dios no perdone por los crímenes que cometió.
Volvieron a quedarse en silencio. Max rumiando las palabras de Albert, y Albert sintiendo el dolor del alemán.
– Iré con ella, ésa es la condición. Friedrich y yo iremos con ella a El Cairo.
Albert no supo qué decir. De repente Max había aceptado que Amelia sirviera de anzuelo para encontrar a Fritz Winkler a través de su hijo, pero ponía una condición que difícilmente aceptarían sus jefes de la OSS, aunque no se atrevió a contrariarle.
– Hablaré con mi gente; si aceptan tu condición, te lo diré.
– Si no la aceptan, no habrá trato. Iré con Amelia donde quiera que vaya. Y si vamos a El Cairo vosotros nos proporcionaréis una casa y un colegio para Friedrich mientras estemos allí. En cuanto al dinero, háblalo con Amelia.
Justo en aquel momento llegó Amelia con gesto contrariado, pues apenas había logrado unas monedas por los servilleteros, y con ellas había comprado media barra de pan.
Miró a los dos hombres esperando a que le dijeran algo, notaba la tensión entre ambos.
– Max te explicará. Ahora me voy, puede que regrese más tarde, o si no mañana. ¿Eso es todo lo que has conseguido? -dijo señalando la media barra de pan.
– Esto es todo, sí -respondió ella, conteniendo la rabia.
Cuando Albert salió, Max le pidió a Amelia que se sentara a su lado. Hablaron mucho tiempo y ella lloró al reconocer que necesitaban desesperadamente dinero, que Friedrich le suplicaba que le diera algo de comer, pero que sólo lo hacía cuando su padre no podía escucharle, para así no entristecerle.
– Si acepta mis condiciones, iremos a El Cairo; sé que no seré de gran ayuda, pero al menos estaré tranquilo si estoy cerca de ti. Winkler es un asesino, y si puede, te matará.
– Sólo iremos si tú quieres; nunca, nunca más haré nada a tus espaldas y nunca me separaré de ti.
El le acarició el cabello, le reconfortaba su presencia. Eran dos perdedores que no tenían más futuro que estar el uno junto al otro.
Max estaba muy agradecido a Amelia por cómo cuidaba de Friedrich.
El pequeño nunca hablaba de su madre, como si el hecho de nombrarla le provocara un dolor insoportable, y buscaba en Amelia el afecto materno que necesitaba. Ella, por su parte, cuidaba de aquel niño como no había podido hacer con su propio hijo, y era a Friedrich a quien velaba cuando tenía fiebre, al que enseñaba a leer y escribir, al que bañaba y vestía, y para quien reservaba los escasos alimentos que conseguía.
Amelia y el niño se querían, y aquel afecto nada tenía que ver con Max: era fruto de la necesidad, de la ausencia de Ludovica, la madre perdida, y la del hijo abandonado, Javier.
Albert expuso el plan al jefe de la oficina de la OSS en Berlín, quien decidió aceptar en vista de que era la única opción viable a su alcance para poder encontrar a Fritz Winkler.
– Pero habla con nuestros primos los británicos, al fin y al cabo la chica era suya, no quiero que el Almirantazgo vaya con el cuento a Donovan de que les quitamos los agentes.
– Amelia ya no trabaja para los británicos, hará esto porque necesita desesperadamente el dinero. Y no te preocupes por nuestros primos, el plan es de Charles Turner, es a él a quien se le ha ocurrido.
– Entonces dile que hacemos nuestro su plan y que informe a Londres. Ahora me toca a mí convencer a Nueva York de que desembolsen el dinero que te has comprometido a pagar a Amelia Garayoa. Menos mal que en El Cairo es todo más barato, tendré que llamar a nuestra gente para que busquen un lugar donde puedan vivir Amelia, ese hombre y su hijo.
Cuando tres días más tarde Albert se presentó en casa de Max, ya estaba montado todo el dispositivo de El Cairo.
Friedrich parecía contento de dejar Berlín, incluso Max se mostró animado; sólo Amelia parecía indiferente.
Albert viajó con ellos hasta El Cairo y les ayudó a instalarse en un apartamento en la cornisa del Nilo. La vivienda, amplia y soleada, estaba situada en un edificio de tres alturas. Los vecinos habían sido investigados por la OSS, y parecían inofensivos: en el segundo piso vivía un matrimonio entrado en años en compañía de una hija viuda y de tres nietos; el tercer piso lo ocupaba un profesor que tenía esposa y cinco hijos. El primero era el que ocupaban ellos.
– Estaréis bien aquí, descansad un par de días y luego nos pondremos manos a la obra. Nuestra oficina asegura que hay una discreta colonia de alemanes; unos llegaron aquí nada más acabar la guerra, otros han llegado recientemente, muchos ni siquiera entran en contacto con sus compatriotas. Este es un refugio seguro para muchos ex oficiales de las SS que lograron huir, además de ciertos hombres de negocios que en su día colaboraron con entusiasmo con Hitler.
»E1 plan es sencillo: tendréis que dejaros ver, que sepan que estáis aquí. No será difícil, no desconfiarán de Max y le abrirán las puertas. Es sólo cuestión de esperar; si Winkler está aquí, aparecerá.
– ¿Y si no está? -preguntó Amelia.
– Eso ya me lo preguntaste en Berlín. Esperaremos un tiempo; si no aparece o no encontramos una pista que pueda conducirnos hasta él, regresaréis a Alemania. Por cierto, nuestra oficina nos ha recomendado una escuela para Friedrich. Es una escuela particular donde acuden niños alemanes, le gustará.
– Prefiero que Friedrich se quede aquí, es muy pequeño -respondió Amelia.
– Le vendrá bien estar con otros niños.
– No, Friedrich no te servirá de gancho -le aseguró Amelia mirándole fijamente a los ojos.
– No lo he pretendido.
– En cualquier caso seremos nosotros los que decidamos qué es lo que le conviene a Friedrich -le cortó.
De repente oyeron unos golpes secos en la puerta, y Albert, sonriendo, fue a abrir. Regresó a la sala de estar seguido por una joven que llevaba una maleta pequeña en la mano.
– Os presento a Fátima, ella os cuidará. Sabe cocinar, limpiar, planchar, y un poco de alemán, de manera que os ayudará hasta que podáis manejaros con el idioma. No creo que a Friedrich le cueste mucho aprenderlo, y vosotros dos sois políglotas, de manera que tampoco significará un gran esfuerzo.
Fátima debía de tener unos treinta años. Se había quedado viuda, no tenía hijos, y la familia de su marido prefería desprenderse de ella.
Había servido en casa de un matrimonio alemán y allí había aprendido a chapurrear el idioma, pero un buen día la pareja había desaparecido sin siquiera despedirse de ella.
Amelia la acomodó en un cuarto junto a la cocina y Fátima pareció sentirse satisfecha.
Amelia también se dejó contagiar por el buen humor de Max y Friedrich. Por primera vez en mucho tiempo tenían comida. En realidad tenían dinero para comprarla, y eso les producía un gran alivio. Friedrich comía tanto que Amelia se preocupaba por él temiendo que pudiera sentarle mal. Tal era la falta de costumbre.
Durante unos días, Amelia se dejó llevar por Fátima, quien camino del mercado le enseñaba la ciudad.
Disfrutó de las compras en Jan el-Jalili, con su calles estrechas y misteriosas, donde los comerciantes ofrecían todo tipo de mercancías: lo mismo un cordero que piedras preciosas, un cacharro para cocinar o una pieza robada en una tumba.
Una mañana, acompañada de Fátima, llevaron a Max a pasear por la ciudad.
Los vecinos resultaron ser amables y serviciales, y por muy poco dinero el profesor del tercero se ofreció a enseñarles el árabe. Incluso sugirió la posibilidad de que llevaran a Friedrich a la escuela donde enseñaba.
– Si está con niños egipcios aprenderá antes el idioma. Al principio le costará, pero yo estaré allí para protegerle.
Albert les informó de que había un café, el Saladino, donde solían reunirse algunos alemanes.
– Debéis ir allí mañana por la tarde. Los tres sois una familia que ha huido de Berlín, temerosos de las represalias y, sobre todo, porque queréis olvidar el horror de la guerra. Regresaréis, claro, cuando las cosas vayan mejor. Es lo que tenéis que decir.
El Café de Saladino estaba regentado por un alemán que les recibió encantado y les buscó un buen lugar donde colocar la silla de ruedas de Max para que éste se sintiera cómodo; después les sometió a un interrogatorio aparentemente inofensivo.
– Vaya, de manera que vienen a ampliar nuestra pequeña colonia.
Max estuvo en su papel; en realidad fue él mismo, un oficial prusiano, un aristócrata, que se refugiaba en El Cairo tras la guerra. Fue cortés pero manteniendo las distancias con el dueño del café, al fin y al cabo un desconocido.
Saludaron a otros alemanes que se sentaron en mesas cercanas, pero sin entablar conversación con ninguno ellos.
Convirtieron en costumbre el ir todos los días al Café de Saladino. Max era el que hablaba, mientras que Amelia se mantenía en un discreto segundo plano; tanto, que llamaba la atención frente a las expansivas mujeres alemanas que acudían al lugar.
Una tarde en la que se hallaban en el café, donde su presencia ya era habitual, un hombre entrado en años que fumaba un puro en la mesa de al lado se dirigió al barón.
– Si a la señora le molesta el humo del puro, gustosamente lo fumaré más tarde.
– ¿Te molesta, querida? -preguntó Max a Amelia.
– No, en absoluto; por favor, no se preocupe por mí.
– Se lo agradezco, mi esposa no me permite fumar estos puros en casa, de manera que suelo venir aquí.
– Es un lugar agradable -respondió Max.
– ¿Llevan mucho tiempo en El Cairo?
– No mucho -volvió a contestar él.
– Mi esposa y yo llegamos poco antes de que acabara la guerra. Yo ya estaba jubilado, de manera que pensé que éste sería un buen lugar para seguir los acontecimientos. ¿Saben que la próxima semana comienza en Nuremberg un proceso contra todos los que colaboraron con el Gobierno de Hitler? Será una tarea difícil, no pueden juzgar a todos los alemanes, porque ¿quién no estaba con el Führer?
– Desde luego será una tarea difícil -dijo Max, mientras Amelia seguía callada a su lado, vigilando a Friedrich, que se había puesto a jugar con otros niños en la puerta del café.
– Perdone mi indiscreción, pero ¿está así por la guerra? -preguntó con curiosidad el hombre.
– Soy el barón Von Schumann, fui oficial de la Wehrmacht -se presentó tendiéndole la mano.
– Es un honor, barón, a su disposición. Soy Ernst Schneider, propietario de una casa de cambio, aquí en El Cairo. Estaré muy honrado si puedo invitarle con su esposa y su hijo a mi casa.
– Bueno… -Max pareció dudar-, quizá más adelante.
– Entiendo, le parece muy precipitado aceptar la invitación de un desconocido. Y tiene razón, pero cuando uno está lejos de la patria, a veces se olvida de las formalidades.
– No he querido ofenderle -se excusó Max.
– ¡Y no lo ha hecho! Soy yo el que ha actuado incorrectamente. Le diré a mi esposa que me acompañe una tarde de estas y así podrá conocer a su encantadora esposa, ¿le parece bien? Hemos perdido a nuestros dos hijos en la guerra, y a nuestros nietos. Estamos solos, por eso venimos aquí, en el Café de Saladino sentimos que aún late el corazón de Alemania.
La tarde siguiente el señor Schneider acudió al café acompañado de su esposa, que resultó ser una agradable matrona que hablaba sin parar. Amelia se dio cuenta de que la señora Schneider podía constituir una inagotable fuente de información. Parecía conocer a todos los alemanes que vivían en El Cairo, y aunque no se tratara con todos ellos, tenía un conocimiento exhaustivo de sus vidas y actividades.
– Fíjese, querida, ese hombre que acaba de entrar con esa mujer tan llamativa fue un importante funcionario en Baviera. Huyó antes de que finalizara la guerra. Hombre listo. Y ella, bueno, es evidente que no es su esposa, cantaba en un cabaret de Munich. El no tuvo inconveniente en abandonar a su esposa y a sus tres hijos para huir con esta mujer. Como comprenderá, no son bien recibidos en algunas casas; en otras… bueno, ya sabe usted lo que significa estar expatriado, aquí se pierde el sentido de la categoría y lo mismo tratas a un tendero que a un hombre de negocios.
Amelia la escuchaba mientras memorizaba los nombres y oficios de todos los que le señalaba.
Dos semanas después de compartir algunas tardes en el Café de Saladino, Amelia y Max aceptaron la invitación de los Schneider para cenar el sábado siguiente en su casa.
– Será una velada con amigos, les parecerá que están en Berlín, ya verá.
Precisamente ese mismo día, Albert les anunció que no podía alargar más su estancia en El Cairo y que debía regresar a Berlín.
– Volveré más adelante, pero si necesitas ponerte en contacto con nuestra gente, llama a este número y pregunta por Bob Robinson, es un buen hombre y es quien se encarga de este asunto. Por ahora las cosas van sobre ruedas, os estáis dando a conocer, sin llamar demasiado la atención, y eso está bien. En el informe que Bob me ha pasado sobre los Schneider se cuenta que eran unos nazis fanáticos. Él era contable de una empresa que servía de tapadera a los tejemanejes de las SS. Sus dos hijos fueron movilizados y murieron en el frente. Uno de ellos, el mayor, era oficial de las SS. En cuanto al propietario del Café de Saladino, Martin Wulff, debéis estar atentos, llegó aquí hace poco más de un año, compró el café y lo arregló. Tiene buenos contactos entre las autoridades egipcias. Al parecer le hirieron gravemente en la guerra, con eso justifica que le enviaran a casa y que él decidiera venir aquí. Era sargento de las SS. Si le hubieran herido de gravedad, tendría alguna secuela, pero parece sano. Sorprende que un sargento de las SS llegara aquí con dinero suficiente para montar un negocio… Id con cuidado y no os fiéis de él. Nuestra oficina de la OSS cree que Wulff pertenece a una organización que ayuda a los miembros de las SS que logran huir de Alemania a que consigan una nueva identidad. Se trata de una organización secreta que algunos miembros de las SS decidieron poner en marcha en vista de la deriva de la guerra. Sabían que si ganaban los aliados, todos ellos serían juzgados por criminales, de manera que decidieron buscar una vía de escape para tener garantizado el futuro. Puede que él nos lleve hasta Winkler.
Las instrucciones de Albert fueron precisas: debían hacer vida social con la colonia alemana, hasta que Winkler se confiara y apareciera para intentar matar a Amelia.
Los Schneider habían invitado a cuatro parejas más; eran diez a la mesa, entre ellos Martin Wulff, el propietario del Café de Saladino, que iba acompañado de una mujer egipcia de mediana edad.
La casa de los Schneider era casi una mansión. Estaba situada en una zona tranquila de la ciudad, Heliopolis, un lugar cercano a El Cairo, donde vivían los principales mandatarios egipcios. Contaban con varias personas de servicio.
A Amelia le sorprendió que, siendo sólo dos personas, vivieran en una casa tan grande.
– ¿No se siente muy sola en una casa tan espaciosa? -preguntó Amelia a la señora Schneider.
– Cuando la compramos pensábamos que aquí pasarían temporadas nuestros hijos, pero la guerra ha destrozado todos nuestros sueños.
La señora Schneider insistió a Amelia para que la llamara por su nombre, Agnete, y para distinguirlos de los demás invitados, colocó a Max a su derecha y a Amelia entre el señor Schneider y Martin Wulff.
– De manera que han decidido juntarse con los demás -dijo Wulff.
– ¿Cómo dice? -preguntó ella, sorprendida.
– Supongo que el hecho de ser aristócratas les hace vernos como si fuéramos poca cosa, pero la gente como nosotros somos quienes hemos luchado por hacer grande a Alemania. Nuestro Führer ha muerto, pero todos nosotros llevamos su legado, y algún día lo haremos realidad. No, aún no hemos perdido, señora Von Schumann, ¿o debo llamarla baronesa?
– La guerra ha terminado, señor Wulff, y comienza una era distinta, cuanto antes lo aceptemos todos, mejor- respondió secamente Amelia, intentando vencer la repugnancia que le producía aquel sargento de las SS.
– En algo tiene razón, vivimos tiempos distintos, de lo contrario un aristócrata como su esposo jamás se habría sentado en la misma mesa que nosotros. Pero aquí nos tiene, todos iguales, viviendo como expatriados mientras los aliados destrozan nuestra patria. Se atreven a juzgarnos, ¿y quiénes son ellos para juzgar a nadie? ¿Acaso no han matado lo mismo que nosotros? El proceso de Nuremberg es una nueva humillación al pueblo alemán.
Amelia contuvo su deseo de responderle. Si estaba allí era para hacer salir a Winkler de su escondrijo, y para ello necesitaba que él supiera que estaba allí. Desvió la conversación preguntando a Wulff por sus «hazañas» durante la guerra y después interesándose por la buena marcha del Café de Saladino.
– No creo que haya un solo alemán en El Cairo que no acuda a su café.
No respondió a la afirmación de Amelia, pero sí presumió de codearse con compatriotas que meses antes de la guerra ni le habrían mirado.
– Es una pena que los mejores científicos alemanes vean frustradas sus investigaciones, y que algunos hayan sido obligados a marcharse a Rusia o a Estados Unidos para salvar la vida -dejó caer Amelia para evaluar el efecto que esa afirmación pudiera hacer en Wulff. Y efecto tuvo, porque no respondió, sólo la miró, y a continuación se puso a hablar con la mujer que tenía al otro lado.
Cuando llegaron a casa, Max parecía agotado.
– ¡Cuánta vulgaridad! -exclamó.
– Lo siento, es parte del trabajo.
– Lo sé, lo sé, y pienso que el dinero que nos dan nos lo hemos ganado. He tenido que soportar durante toda la noche las previsiones que ha hecho el señor Schneider sobre el futuro. Asegura que el nazismo no ha muerto, que son como esos juncos que crecen en las orillas del Nilo, que se pliegan ante la fuerza del viento y del agua pero permanecen firmes sin romperse jamás.
– No se han disuelto, Max, siguen ahí.
– No te entiendo…
– Han perdido la guerra, pero están dispuestos a seguir luchando por un futuro IV Reich. Ahora esconden la cabeza, pero para volverla a sacar cuando estimen oportuno. Volverán, Max, volverán. Lo que tenemos que averiguar es si están organizados, si son algo más de lo que parecen. Desde luego ése es el caso de Wulff, Albert me lo dijo.
– No soy un espía -respondió Max, incómodo-, y nuestro único compromiso consiste en hacer salir a Winkler de su escondite, si es que está aquí.
– Lo sé, pero no podemos desperdiciar la información que vamos obteniendo, puede ser valiosa. Quiero que me cuentes con detalle todo lo que has escuchado esta noche, luego escribiré un informe para Bob Robinson.
– ¿Eso es lo que hacías cuando me espiabas a mí?
Amelia bajó la cabeza, avergonzada. En algunas ocasiones Max la hacía sentirse una malvada. No es que él le hubiera reprochado nunca lo sucedido en Atenas, pero algunos comentarios, como el que acababa de hacer, le recordaban que él jamás olvidaría cuánto le había engañado.
– Me fumaré una pipa mientras te cuento todas las estupideces que he escuchado para tu informe, ¿te parece bien?
Una tarde, su vecino del tercero, el señor Ram, les propuso ir al Valle de los Reyes.
– Voy a llevar a mi familia, quiero que mis hijos conozcan el pasado de nuestro país. Yo hablo y hablo de ese pasado todos los días en la escuela, pero los niños lo comprenderán mejor si lo pueden tocar. He pensado que quizá les gustaría acompañarnos. Nos alojaremos en Luxor, en casa de unos familiares, que les acogerán encantados.
Amelia se entusiasmó con la invitación, pero Max se mostró contrario.
– ¿Crees que estoy en condiciones de hacer visitas arqueológicas? ¿Qué he de hacer? ¿Aguardar junto a Fátima a que tú y Friedrich vayáis de un lado a otro? No, no iré, pero me parece bien que tú y el niño acompañéis a la familia del señor Ram. Yo me quedaré aquí, con Fátima. Me cuidará bien.
Friedrich insistió que no iría a ningún sitio sin su padre. El niño no había superado el horror que había vivido cuando quedo solo con su madre muerta bajo los escombros. Cuando le rescataron, lo llevaron a una institución con otros huérfanos, hasta que dieron con su padre. Sus tías también habían muerto. No tenía a nadie excepto a su padre, y por nada del mundo consentiría que le separaran de él.
Finalmente Max cedió por Friedrich.
Por entonces parecía no tener demasiados problemas con el árabe, y comenzaba a entenderse con los otros niños y acudía contento a la escuela del señor Ram.
Max, por su parte, no hacía demasiados esfuerzos por aprender, a pesar de la paciencia del señor Ram, que todas las tardes acudía puntual a darles clases a Max y a Amelia. Pero mientras ella se aplicaba con interés en la tarea de aprender el idioma, Max parecía distraído e indiferente.
La excursión a Luxor les resultó emocionante a Amelia y a Friedrich, y Ram y su familia hicieron todo lo posible por agradar a Max.
La casa del hermano del señor Ram estaba situada a una distancia prudencial del Nilo, era una precaución ante las crecidas anuales del río. La familia del señor Ram vivía de la agricultura, y también de ayudar a las expediciones arqueológicas que hasta antes de la guerra eran habituales en aquella parte de Egipto. Franceses, alemanes e ingleses competían por revolver la arena del desierto para arrancarle sus secretos y sus tesoros escondidos.
El hermano del señor Ram acomodó a los visitantes en un cuarto fresco desde cuya ventana se veía el Nilo. A Fátima le asignaron un recodo del pasillo.
Era imposible que la silla de ruedas de Max no se quedara atascada en la arena, pero el señor Ram no estaba dispuesto a rendirse e improvisó unas parihuelas encima de un burro. El barón al principio se negaba, temía hacer el ridículo, pero fue tal la insistencia de Friedrich que decidió probar. Y así pudo adentrarse en el camino que conducía a las tumbas de los Reyes. Los sobrinos del señor Ram le ayudaban a bajar a algunas de las tumbas llevándole ellos mismos en las parihuelas.
Regresaron al cabo de cuatro días satisfechos de la excursión.
– Friedrich es feliz aquí -admitió Max.
– Come, juega, estudia, está con otros niños y te tiene a ti. Además, este sol le anima; ahora mismo debe de estar nevando en Berlín.
Amelia se impacientaba por la ausencia de noticias sobre Winkler. Por más que seguían asistiendo a veladas en las casas de los alemanes expatriados que habían ido conociendo, en ningún momento les habían hablado de ningún científico que se refugiara en El Cairo. Y, o bien Winkler no estaba allí, o bien simplemente apreciaba demasiado su vida y la de su padre como para exponerse intentando matar a Amelia.
– Tengo la sensación de estar malgastando vuestro dinero -confesó Amelia a Bob Robinson.
– No se crea, Amelia, sus informes nos están ayudando mucho.
– ¡Pero si no hay nada relevante en ellos! -protestó Amelia.
Un mes después Albert regresó durante unos días a El Cairo. Comentaba las noticias de Europa con Max, y éste le escuchaba atento.
– Tito ha creado una Federación de Repúblicas en Yugoslavia con Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Macedonia. Y la monarquía italiana puede tener los días contados, hay una corriente imparable a favor de la República.
No fue hasta mediados de abril cuando la señora Schneider le confesó a Amelia un secreto.
– Yo confío en usted, querida, y desde luego en el barón, que tanto ha sufrido por la guerra. Pero mi marido me tiene prohibido que les cuente algunas cosas.
– Yo también confío en usted, Agnete. A mí también me pide Max que sea prudente, dice que las mujeres hablamos demasiado. Pero realmente nosotras sabemos bien en quién podemos confiar y en quién no. Yo supe que usted sería mi amiga en cuanto la conocí. En realidad es mi mejor amiga aquí.
– ¡No sabe cómo me satisface escucharla! Es usted una gran señora. A mi Ernst le costó mucho terminar sus estudios, trabajaba para poder pagar la universidad. Ya éramos novios entonces, y le confieso que sentía envidia de aquellos jóvenes despreocupados que iban a clase con Ernst.
Aquella tarde Amelia hizo alarde de sus mejores dotes como agente logrando que la señora Schneider se «confesara» con ella.
Primero le dijo que tanto a ella como a Max les gustaría poder seguir contribuyendo a la grandeza de Alemania.
– Max ha pagado un alto precio por defender a la patria, y ahora añora poder hacerlo. Pero aquí poco podemos hacer, claro que es mejor estar aquí que en Berlín, expuestos a la persecución a la que están siendo sometidos los buenos alemanes. No imagina las veces que han interrogado a Max por haber sido un oficial de la Wehrmacht. Ni siquiera respetan su estado físico… -se quejó Amelia.
La señora Schneider la escuchaba interesada, y Amelia podía leer en sus ojos la lucha que mantenía consigo misma hasta decidirse a contarle su secreto.
– ¡Oh, cuánto lo siento! Le aseguro que haré todo lo posible para… para que… para que nuestro pequeño grupo cuente con el barón.
– ¿De verdad? ¿Y qué podría hacer Max o yo misma?
– Bueno, primero déjeme que convenza a Ernst y que él se encargue de lo demás.
Amelia no insistió. Había conseguido que la señora Schneider hablara de su pequeño «grupo». Por aquella tarde era suficiente.
– Agnete, quizá les gustaría venir a cenar a usted y a Ernst. Me encantaría que los cuatro pudiéramos hablar tranquilos, en confianza. ¿Qué le parece?
– ¿En su casa? -La señora Schneider parecía entusiasmada.
– Quizá el próximo viernes, si no tienen otro compromiso.
– De etiqueta, claro está, tratándose de una cena con el barón… -afirmó más que preguntó la señora Schneider.
Amelia a duras penas contuvo la risa, y asintió.
Max se enfadó cuando Amelia le anunció que había invitado a cenar al matrimonio Schneider.
– ¿Aquí, en nuestra casa? No me parece una buena idea. Y no comprendo por qué ha de ser de etiqueta. Me parece ridículo vestirnos de etiqueta para cenar con esa gente.
Amelia se sentó a su lado y le cogió la mano, luego le miró a los ojos y pudo ver toda la rabia contenida.
– En Berlín no teníamos nada que comer. Friedrich lloraba por las noches porque le dolía la tripa a causa del hambre. Ya no nos quedaban objetos por vender. Ahora no nos falta de nada; tenemos una buena casa, comida abundante, incluso una criada. Friedrich es feliz, ¿no has visto su sonrisa cuando ha llegado de bañarse en el Nilo con los hijos del señor Ram? Pero todo esto lo tenemos que pagar, y el precio es tratar con gente a la que tú nunca habrías mirado, además de hacernos notar para que Winkler sepa que estoy aquí. Creo que la señora Schneider está a punto de revelarnos que hay una organización secreta de nazis que viven en Egipto. No sé si sólo son unos nostálgicos que se reúnen para charlar de tiempos pasados y soñar con el futuro, o si realmente hacen algo más. La única manera de averiguarlo es formar parte de ello, y para eso te necesito. Es a ti a quien quieren, quien les interesa. Les deslumbra que el barón Von Schumann esté con ellos.
– Esto no fue lo que acordé con Albert James.
– Sí, Max, esto también entraba en el trato. En el espionaje no hay barreras infranqueables, hay que traspasarlas todas; no puedes esperar a que la información llegue a ti, debes ir tú a buscarla. Puede que a través de ese grupo encontremos a los Winkler.
– O puede que no, y entonces nos habremos implicado en un grupo de fanáticos.
– Ya estuviste implicado en un grupo de fanáticos que dirigían el país y te enviaron a la guerra -respondió Amelia fríamente.
– De manera que yo también he de pagar mi parte porque nos dan de comer, ¿es eso lo que me estás diciendo?
– Sí -respondió ella, sosteniéndole la mirada.
Amelia organizó una cena como si fueran a recibir a la reina de Inglaterra. Pidió a Bob Robinson que le proporcionara una vajilla de porcelana y copas de cristal veneciano o de Bohemia, además de cubiertos de plata y un mantel de hilo fino.
A Fátima le hizo ponerse una cofia, compró un esmoquin para Max, y entre ella y Fátima confeccionaron otro para Friedrich. Ella también se compró un traje de noche de seda negro, y le pidió a Bob Robinson que también se hiciera con alguna joya con la que deslumbrar a los Schneider.
Bob apareció a primera hora de la tarde con el pedido de Amelia.
– El mantel es de la embajada, y las joyas, de la esposa de un diplomático amigo mío; en cuanto a la vajilla, también me la han prestado. ¡Que no se rompa ni una sola copa o me quedaré sin empleo! Espero que esta gente les cuente algo sustancioso.
– Confío en que así será -asintió Amelia.
– Mañana vendré a por todo. ¡Ah! Gracias, barón, por haberse implicado; Amelia tiene razón, es usted quien les interesa.
El día de la cena, la señora Schneider llevaba un vestido color malva y una estola de piel. Amelia se compadeció de ella al verla envuelta en pieles con una temperatura de veinticinco grados como tenían en El Cairo por aquellos días. El señor Schneider se estiraba de la chaqueta del esmoquin, que parecía estarle pequeño o acaso era prestado.
El comedor estaba iluminado con velas y hasta allí llegaba el sonido de un disco con música de Wagner.
Agnete parecía feliz por haber sido recibida en casa del barón, una casa más modesta que en la que ella vivía, pero donde todo respondía a un gusto que la hacía sentirse inferior.
No fue hasta los postres cuando el señor Schneider se animó a proponerle a Max entrar en su grupo.
– Muchos de los expatriados creemos que aún podemos ser útiles a Alemania, que nuestro compromiso con el Führer no se ha acabado, y debemos luchar por hacer realidad el IV Reich. Necesitamos un nuevo Führer, un hombre excepcional como lo fue Adolf Hitler, y lo encontraremos, elegiremos al mejor de nosotros. Si pudiéramos contar con usted… sería un honor, barón.
– Ernst me honra con su invitación, pero ¿qué es exactamente lo que hace su grupo. ¿En qué podría ser útil un hombre como yo?
– Como usted sabe, soy propietario de una casa de cambio, y el que lo sea no es fruto de la casualidad ni de la improvisación. Las SS se anticiparon al futuro en previsión de que los aliados pudieran ganar la guerra y fuéramos derrotados. Un grupo de oficiales ideó una ruta de escape por si eso llegaba a suceder. Usted sabe que en los depósitos de las SS había obras de arte confiscadas a los judíos y a los enemigos del Reich, además de oro y piedras preciosas, y otros objetos de valor. Cada grupo de oficiales optó por una ruta: unos han huido a Sudamérica, otros a Siria, a Irak, a España, a Portugal, incluso a Suiza. El tesoro se dividió en varias partes y se sacó de Alemania con toda discreción; cada grupo se hizo cargo de una de esas partes. Mi grupo decidió venir a El Cairo, por eso yo me instalé aquí meses antes de que terminara la guerra, para organizarlo todo.
– ¡Impresionante! -aseguró Max con sinceridad.
– Muchos de los hombres que han ido conociendo en el Café de Saladino son antiguos oficiales o personas cuyo trabajo, como es mi caso, dependía de las SS. Todos son patriotas sin tacha, hombres y mujeres dispuestos a morir por la patria. Cuidaremos de nuestro tesoro y lo utilizaremos para el mejor fin: recuperar Alemania.
– ¿Y cómo lo harán? -preguntó Max.
– Ahora poco podemos hacer, habrá que esperar a que los aliados se cansen de juzgar alemanes, que aflojen su interés por nosotros. Luego ayudaremos a los camaradas que están agazapados esperando el gran momento. Mientras, ayudamos a todos los nuestros que han tenido que huir. Les damos una nueva identidad, y algunas personas que son muy valiosas las protegemos, cuidamos de borrar sus huellas para que nadie sepa dónde están.
– ¡Impresionante! -repitió Max-. ¿Y en qué puedo ayudar?
– Por ahora será suficiente con su consejo. Usted es un hombre de mundo, bien relacionado, y en Alemania no hay ninguna causa abierta contra usted, eso nos puede ayudar.
– ¿Son muchos los patriotas que lograron escapar? -se interesó Max.
– Son muchos los que salieron de Alemania días antes del desastre. Cada uno tomó su ruta, tal y como estaba previsto.
– ¿Y cómo se comunican entre ustedes?
– ¿Sabe?, los banqueros no miran el color del dinero. Antes no les importaba tener en sus arcas el dinero de los judíos, y ahora no nos preguntan de dónde proviene el nuestro. En Suiza están algunos miembros de la organización que sirven de enlace entre los distintos grupos. Y así continuará hasta que podamos regresar.
– ¿Cuándo cree que sucederá eso? Ansío regresar a la patria -aseguró Max, y lo hizo con tal convicción que Amelia pensó que estaba siendo sincero.
– No debemos precipitarnos, pero ¿quién sabe?, quizá dentro de dos o tres años. Somos muchos los que hemos tenido que dejar Alemania, pero son muchos más los que resisten allí. ¿Podemos contar con usted, barón?
– Desde luego, ya le he dicho que para mí es un honor. Y ahora les propongo un brindis por el futuro de Alemania.
– Y por el Führer -apostilló la señora Schneider.
Cuando Bob Robinson acudió a casa de Max y Amelia a recoger la vajilla, no imaginaba lo provechosa que había resultado la cena.
– ¡Es lo que sospechábamos, pero ahora tenemos la prueba! Deben seguir tirando del sedal hasta que podamos pescar un salmón bien gordo.
– ¿El salmón no era el profesor Fritz Winkler? -preguntó Max.
– Desde luego, pero acaso podamos pescar más. Voy a mandar un mensaje a Albert James, creo que este asunto merece que haga una visita a El Cairo. Ustedes deben colaborar en todo lo que les pidan, tienen que seguir ganándose su confianza, y obtener los nombres auténticos de quienes forman parte del grupo, los bancos con los que operan, los contactos en las altas esferas egipcias… en fin, necesitamos saberlo todo.
– Pero usted no debe venir por aquí -apuntó Max-. Nos han dado la bienvenida al grupo, pero supongo que nos vigilarán hasta estar convencidos de nuestra lealtad. De manera que sería difícil justificar las visitas de un norteamericano.
– Tiene razón, pero a veces hacer las cosas de la manera más sencilla es mejor que complicarlas. Mi tapadera en Egipto es la de representante de una empresa que vende productos norteamericanos manufacturados. Eso me permite tener contacto en las altas esferas y haber conocido a un buen número de hombres de negocios. Podrían decir que me conocieron durante una cena.
– ¿Y que nos hicimos amigos repentinamente? -respondió Max.
– No, no es buena idea Bob. Quizá… no sé… podría funcionar -dijo Amelia.
– ¿El qué? -preguntaron al unísono los dos hombres.
– Puede justificar su presencia en este edificio porque asiste a las clases del señor Ram. Es profesor, y hace horas extras enseñando el idioma a extranjeros como nosotros. Podría acordar con él visitarle un par de días a la semana.
– Hablo el idioma con cierta fluidez -aseguró Bob.
– Pero lo quiere perfeccionar, dirá que no lo escribe bien, y necesita saber hacerlo para sus negocios. Quizá con un día a la semana sea suficiente.
A lo largo de 1946 Amelia y Max se fueron introduciendo en el grupo de Ernst Schneider. Al principio no compartían con ellos mucha información, aunque les invitaban a actos patrióticos que tenían lugar en el sótano de la enorme casa de los Schneider. Agnete comprometió a Amelia para que le ayudara a bordar una bandera con la cruz gamada.
Albert James los visitó en tres ocasiones y les aseguró que la información que estaban consiguiendo era de gran utilidad para la OSS.
– Ahora conocemos el modus operandi de los grupos que han huido de Alemania. En Suiza es difícil obtener información bancaria, pero hemos sido capaces de seguir algunas operaciones hechas desde aquí. Su organización es más compleja de lo que os cuentan.
En una de aquellas visitas, Max le preguntó a Albert hasta cuándo debían permanecer en El Cairo.
– Fritz Winkler aún no se ha dejado ver, pero si está aquí, lo hará. Es cuestión de tiempo. En todo caso, la información que nos estáis proporcionando desde que os habéis infiltrado en la organización es muy valiosa.
– Me gustaría regresar a Alemania. Friedrich ya se siente más a gusto hablando árabe que alemán. Está creciendo con las pautas de los chiquillos de aquí, sin ninguna referencia a nuestros valores, a nuestra cultura, salvo lo que Amelia y yo le podemos enseñar. Creo que prefiere estar aquí que en Alemania.
– Estáis aquí voluntariamente; si lo queréis dejar, me encargaré de que podáis regresar -respondió Albert sin ocultar lo mucho que le contrariaba la petición de Max.
– No, no nos iremos, todavía no -les interrumpió Amelia-. ¿Qué quieres hacer en Berlín? ¿Pretendes que nos muramos de hambre? Allí nadie nos necesita, aquí sí. Por eso nos pagan bien. Estoy ahorrando, lo hago para cuando no tengamos otra opción que regresar, y entonces podamos comprar comida. Pero aún no tenemos suficiente, y no quiero regresar para mendigar. Te pido, Max, que aguantes un poco más.
– Me doy asco a mí mismo teniendo que frecuentar a esa gente, escuchando sus soflamas estúpidas, asegurando que impondrán el IV Reich, incluso sugiriendo que yo seria un buen Führer puesto que tanto he sufrido por la patria. Me ven en lo alto de un podio, un lisiado, llamando a la rebelión. ¡Son unos locos! Pero odio el engaño, no soy como vosotros. Aunque desprecio a esta gente, me repugna engañar.
– Pensadlo bien. Pasado mañana regreso a Berlín. Si estáis decididos a volver, lo organizaré todo -fue la respuesta de Albert.
Amelia le acompañó a la puerta.
– Está deprimido, no imaginas cómo son las reuniones con todas esas banderas con la esvástica.
– Para mí será un contratiempo si decidís regresar, pero sería peor que os quedarais y que Max se pusiera nervioso y no lo pudiera soportar. Lo he aprendido más tarde que tú, Amelia, pero hace falta tener los nervios templados para este negocio.
– … que a ti te ha cambiado, Albert -sentenció Amelia.
– Cuando me conociste, lo que más amaba era mi profesión, después te amé a ti, luego llegó la guerra y ya no tuve opción.
– Tú tienes opción, Albert, tú puedes dejar esto y regresar a tu profesión.
– No, ya no puedo, una vez que te has dedicado a esto ya no hay marcha atrás.
Albert regresó al día siguiente y Max le dijo que habían tomado una decisión.
– Un año más, Albert, un año más. Si en ese tiempo Winkler no aparece, es que no está aquí. Dentro de un año regresaremos a Berlín.
– De acuerdo, un año.
Pero la espera se alargó más de un año. A finales de 1947 Ernst Schneider recibió una carta que le provocó, a partes iguales, un estado de alegría y ansiedad.
Por aquel entonces Max se había convertido en su mano derecha a la hora de invertir en el mercado internacional los bienes que estaban en poder del grupo.
Schneider parecía confiar sin reservas en el barón Von Schumann; sin embargo, no le dio detalles sobre el contenido de esa carta que tanto le había alterado. Tan sólo le confesó que muy pronto recibirían la visita de un héroe de la guerra, y de su padre, un hombre preeminente; ambos habían estado ocultos porque los aliados les buscaban.
Max se lo contó de inmediato a Amelia.
– No sé de quién se trata, pero debemos avisar a Bob Robinson.
– Quizá se trata de Winkler -sugirió ella.
– No lo sé, pero son unas personas muy importantes. Schneider me ha dicho que se alojarán en su casa, y que tenía que hablar con Wulff para garantizar la seguridad de los dos hombres que espera.
– ¿De dónde vienen?
– No me lo ha dicho.
La señora Schneider fue más explícita que su marido, y cuando días más tarde se encontró con Amelia en el Café de Saladino, no se resistió a las confidencias.
– El barón le habrá dicho que esperamos invitados. No imagina, querida, quiénes son; los aliados buscan desesperadamente a uno de ellos, es un hombre muy importante. Salieron de Berlín el mismo día que Hitler se suicidó, y han estado casi todo el tiempo en España. Franco mantiene buenas relaciones con los británicos y con los norteamericanos, y aunque protege a los nuestros, estos invitados estarán más seguros aquí. Nuestro grupo les protegerá. El sargento Martin Wulff -y miró de reojo al dueño del Café de Saladino- sirvió a las órdenes de uno de ellos. Aún no puedo decirle de quiénes se trata, pero le aseguro que los conocerán. Se alojarán en casa, y he pedido permiso a mi esposo para organizar una cena en su honor.
Ni Max ni Amelia lograron más información de los Schneider. Sólo cabía esperar, para desesperación de Max, que había planificado el regreso a Berlín en los primeros días de enero de 1948. Ahora no tenían otra opción que esperar a saber quiénes eran los misteriosos desconocidos.
El señor Schneider le dijo a Max que durante unos días no se verían.
– Llegan nuestros invitados y he de concentrarme en que todo salga bien. Ya le avisaré.
En vísperas de fin de año, recibieron una tarjeta de los Schneider invitándoles a despedir 1947 junto a otros compatriotas con una cena en su casa.
Llegó el día, y mientras ayudaba a Max a vestirse para la cena, Amelia notó su inquietud.
– No te preocupes, todo saldrá bien -dijo para animarle.
– Puede que sean Winkler y su padre, puede que sean otros, no lo sé; pero sean quienes sean, deben de ser muy importantes. No puedo dejar de estar preocupado; si es Winkler, nos reconocerá, y entonces, ¿qué diremos?
– Tú eres un oficial, un héroe, estás a salvo de cualquier sospecha.
– ¡Por favor, Amelia! Winkler sabe dónde y por qué perdí las piernas. Y sobre todo te conoce a ti. Les contará a los otros quiénes somos realmente.
– Nunca hemos ocultado quiénes somos. Y aunque Winkler siempre haya sospechado de mí nunca ha podido demostrar nada.
– Excepto que tenías en las manos uno de los detonadores de la Resistencia griega con los que destruisteis un convoy del Ejército alemán. He de confesarte que siempre pensé que Winkler no iba a aparecer.
– Puede que no sea él -le animó Amelia.
– Tengo un presentimiento.
– No te preocupes, Bob o sus hombres estarán cerca. El taxista que nos llevará a casa de los Schneider es un hombre de la OSS.
Amelia no se lo dijo, pero guardó en el bolso la pequeña pistola que le había dado Albert James cuando llegaron a El Cairo.
Max sabía de la existencia del arma, pero nunca pensó que ni él ni Amelia la tuvieran que llegar a utilizar.
La señora Schneider se había esmerado en crear un ambiente navideño para la fiesta de fin de año. En el jardín habían colocado un pino decorado con luces y bolas de cristal. Amelia se preguntó dónde lo habría conseguido. El vestíbulo y el salón también aparecían decorados con guirnaldas y velas.
Saludaron a los invitados de los Schneider; los conocían a todos, eran los miembros más relevantes de aquel grupo de nazis exiliados. Pero no vieron a ningún desconocido. Agnete susurró al oído de Amelia que los dos invitados especiales estaban a punto de bajar de sus habitaciones.
De pronto el señor Schneider hizo sonar una campanilla reclamando la atención de sus invitados.
– Señoras y señores, tenemos esta noche entre nosotros a dos grandes patriotas, a dos hombres que se han sacrificado por Alemania, y que pudieron escapar a tiempo para no caer en manos de nuestros enemigos. Han estado ocultos durante mucho tiempo, pero por fin les tenemos entre nosotros. Su viaje hasta aquí no ha sido fácil, y apenas hace un par de horas que han llegado. Como muchos de ustedes, han adquirido una nueva identidad, y será con sus nuevos nombres con los que les trataremos. Señoras y señores, un aplauso para los señores Günter y Horst Fischer.
Dos hombres entraron en el salón. Uno era un viejo que caminaba con los hombros encorvados y la mirada cansada; se apoyaba en el brazo de otro más joven, de porte erguido y aspecto militar. Al verlos, todos aplaudieron con entusiasmo.
Schneider fue presentando a los dos hombres al resto de sus invitados, y mientras lo hacía, Amelia intentaba mantener el dominio de sí misma mientras apretaba la mano de Max.
Los ojos, aquellos ojos azules, tan fríos como la nieve, los había visto años atrás. Los había visto repletos de ira y de odio hacia ella. No le cabía la menor duda de que aquel Günter Fischer era el coronel Winkler, y Horst Fischer debía de ser su padre.
Aguardaron su turno para la presentación. El señor Schneider señaló orgulloso a Max.
– Quiero presentarles a un hombre excepcional, un héroe, el barón Von Schumann y su encantadora esposa, Amelia.
Un relámpago cruzó por los ojos de Günter Fischer mientras miraba de frente primero a Max y luego a Amelia, pero no hizo ademán de reconocerlos. Estrechó la mano de Max y besó la de Amelia.
– De manera que hasta los héroes han tenido que exiliarse -comentó con sarcasmo ante el asombro del señor Schneider.
La señora Schneider pidió que entraran en el comedor, por lo que no hubo tiempo para más comentarios. La cena transcurrió entre brindis por Alemania, por el Führer y por el III Reich, pero también por el futuro, por ese IV Reich que muy pronto ellos ayudarían para que se alzara victorioso sobre sus enemigos.
El viejo Winkler, camuflado bajo el nombre de Horst Fischer, era el centro de atención de los comensales. Todos le escuchaban con devoción hablar sobre la supremacía técnica de Alemania, asegurando que los científicos alemanes llevaban gran ventaja a los rusos y a los norteamericanos no sólo en materia armamentística, sino también respecto a investigaciones médicas.
– Yo preferiría morir antes que caer en manos de los aliados. Sé que muchos de mis colegas han aceptado el chantaje para no ser juzgados, seguir investigando y contar todos nuestros secretos a los nuevos amos del mundo. Yo no lo haré. Yo juré fidelidad al Führer, y sobre todo juré lealtad a Alemania. Y nunca les traicionaré.
Su hijo le escuchaba en silencio, repartiendo la mirada entre Amelia y Max.
No fue hasta el final de la cena, tras pasar a uno de los salones, cuando Günter Fischer se acercó al señor Schneider y le comentó algo al oído que pareció alarmar a su anfitrión. Inmediatamente Schneider, seguido de los Fischer, y de otros invitados, salieron del salón dirigiendo sus pasos hacia el despacho del dueño de la casa.
Amelia, que había visto lo que sucedía, aprovechó para dejar el salón y llegar al despacho antes de que lo hicieran los hombres para esconderse entre las grandes cortinas. Rezaba para que no la descubrieran; si lo hacían, estaba segura de que la matarían allí mismo.
– ¿Sabe a quién tiene en su casa? -dijo Günter Fischer dirigiéndose a Schneider con voz airada.
– Espero que ninguno de mis invitados le haya molestado. Son todos de la máxima confianza.
– ¿Confianza? Tiene usted sentada entre nosotros a una espía.
– ¡Una espía! ¡Pero qué dice usted! -El tono de Schneider era histérico.
– Amelia Garayoa es una espía -insistió Fischer.
– Hijo, ¿qué estás diciendo? Explícate -le conminó su padre.
– Señor Fischer, le aseguro que…
Pero Fischer no dejó continuar a Schneider.
– Déjese de estupideces, y ahora que estamos solos, llámeme por mi nombre.
– Es mejor que todos nos acostumbremos a los nuevos, de otro modo podríamos no darnos cuenta en público -intervino Wulff.
– Bien, entonces seguiré siendo el señor Fischer. Pero ahora escúchenme todos. Esa mujer es una espía. Asesinó a un oficial de las SS en Roma. Estuvo implicada en la desaparición de uno de los mejores agentes del Reich. No se pudo probar nada hasta que fue detenida en Grecia junto a un grupo de partisanos después de haber volado un convoy en el que murieron decenas de soldados de la Wehrmacht, además de destrozar numeroso material.
– ¡Pero es la esposa del barón Von Schumann! Usted debe de estar en un error -se atrevió a protestar Schneider.
– El barón iba en ese convoy, ella le dejó lisiado. Ya le he dicho que es una mujer peligrosa, una asesina. Y no es su esposa. Su esposa murió en Berlín, en un bombardeo de la RAF.
– Lo sé, lo sé, y cuando se quedó viudo se casó con Amelia.
– No, no se ha casado con ella. Esta mujer está casada, tiene marido en España, aunque llevan años separados. Tiene un hijo.
– Pero el barón… -intentó insistir Schneider.
– ¡Es un idiota! ¿Es que no lo entiende? ¡Un auténtico idiota! Le dejó lisiado, le arrancó las piernas, y en vez de matarla, la perdonó, incluso la sacó de Ravensbrück. Ese hombre es uno de esos aristócratas decadentes que no tienen lugar en la nueva Alemania. Su código de honor sólo esconde debilidad. Debía haberla matado él mismo; pero ya le ven, agarrado de su mano.
– Hijo, si es así, tenemos que actuar en consecuencia. ¿Crees que te ha reconocido? -preguntó el falso señor Fischer.
– Creo que sí, padre, creo que sí. El barón no me ha reconocido, pero ella… me he dado cuenta de cómo me ha mirado. Desde luego que hemos de actuar en consecuencia.
– Me encargaré de los dos -dijo Wulff.
Schneider parecía desolado y los otros tres hombres de entre sus invitados que les acompañaban apoyaron a los Fischer.
– Llevamos dos años escondiéndonos, con los espías de los aliados buscándonos por todas partes, hemos logrado salir de España, hemos pasado lo indecible y no será para caer en manos de los británicos o para quienquiera que trabaje esa maldita mujer -aseguró el falso Günter Fischer.
– Desde luego, tienen que desaparecer, corremos un gran peligro. El barón viene colaborando con nuestro amigo Schneider en el manejo de las transacciones comerciales y financieras, si hablara… podría tener consecuencias muy desagradables para todos nosotros -sentenció uno de los hombres del grupo de Schneider.
– No puedo creer lo que se está diciendo aquí, si fuera así, nos habrían denunciado hace tiempo, y no lo han hecho -intentó defenderse Schneider.
– El barón es un títere en manos de esa mujer, puede que ni siquiera esté implicado en sus tejemanejes, pero ella… La conozco bien. Les aseguro que es una espía, una asesina.
Günter Fischer se tocó el rostro, como si de una máscara se tratara.
– Mi padre y yo hemos tenido que someternos a dos operaciones del rostro para poder asumir una nueva identidad. Les aseguro que aún sufrimos los dolores a consecuencia de las intervenciones. No, no estoy dispuesto a permitir que mi padre corra ningún riesgo. No podremos levantar Alemania sin hombres como él. Exijo que acabemos con la vida de esa mujer y del barón, y de manera inmediata. Esta misma noche.
Los hombres le miraron en silencio y uno a uno fueron asintiendo. Estaban de acuerdo en que debían acabar con la vida de Amelia y del barón. Martin Wulff sacó una pistola que llevaba en la sobaquera y se levantó dirigiéndose a la puerta.
– ¡Qué va a hacer! -gritó Schneider-. No puede matarles aquí. Se oirían los disparos. ¿Quiere que nos detengan a todos?
– Schneider tiene razón -argumentó uno de los hombres-, habrá que hacerlo cuando salgan de aquí, antes de que lleguen a su casa. Ha de parecer un asesinato vulgar, alguien que les ha querido robar y luego ha tirado sus cuerpos al Nilo.
– Tiene razón, herr Benz -dijo Günter Fischer mirando al hombre que acababa de hablar-, y ahora regresemos al salón o esa bruja se dará cuenta de que nos traemos algo entre manos.
– Pero ¿está seguro de que le ha reconocido? Es imposible, su rostro ha cambiado, no creo que pueda relacionarle con su verdadera identidad, coronel Winkler -insistió el señor Schneider.
– Los quiero muertos, señor Schneider, o le haré responsable de lo que pueda pasar.
Schneider no pudo aguantar la fría mirada del coronel Winkler.
Amelia permaneció sin moverse unos minutos más hasta estar segura de que los hombres habían abandonado el despacho. Tenía que sacar a Max de allí, y se preguntaba si Bob Robinson estaría cerca y alerta, tal y como habían acordado.
Bob le había entregado una pequeña linterna, con el encargo de que si Fischer resultaba ser Winkler, ella debía acercarse a una ventana y hacer una señal. Algo simple, sólo encenderla y apagarla. Era el momento de hacerlo.
Cuando regresó al salón, el señor Schneider estaba hablando con Max, y la señora Schneider se dirigió nerviosa hacia ella.
– Pero ¿dónde se ha metido? La he buscado por todas partes, estaba preocupada.
– He salido un momento al jardín, me sentía mareada, no he querido decir nada para no preocuparla ni tampoco al barón.
– Mi esposo quería saber dónde estaba usted…
– Pues aquí estoy, nadie se pierde en una casa -respondió forzando una sonrisa.
Günter Fischer se acercó a ellas, y Amelia, a pesar de que aquél no era el rostro que ella había conocido del coronel Winkler, estaba segura de que era él.
– De manera que es usted española… vaya… habla usted perfectamente alemán.
– Un idioma que amo como mi propia lengua.
– ¿Le gusta vivir en El Cairo?
– Desgraciadamente no estaremos mucho tiempo. Regresamos a Alemania. La nostalgia nos puede, señor Fischer.
– Sí, nuestra querida Amelia y el barón nos dejan dentro de unos días, regresan a Berlín. La echaremos de menos -afirmó la señora Schneider ignorante de la situación.
– De manera que se marchan… ¿y por qué decidieron venir a El Cairo?
– Después de la guerra pensamos que era conveniente salir de Alemania hasta que todo se calmara.
– ¿Y cree que ya no corren ningún peligro en Alemania?
– Espero que no, señor… Fischer.
No dijo más, y haciendo una inclinación de cabeza, se alejó de las dos mujeres.
– Pobrecillo, ha debido de sufrir mucho. Antes era un hombre bien parecido, pero esas operaciones en el rostro…
– ¿A causa de heridas de guerra? -preguntó Amelia.
– ¡Oh, no!, para que nadie les reconozca, ni a él ni a su padre. Ya se habrá dado cuenta, querida, de que el viejo señor Fischer es un científico, uno de los más valiosos que tenía Alemania. Los aliados habrían dado cualquier cosa por detenerle y obligarle a trabajar para ellos. Pero Fritz Winkler antes se habría suicidado que trabajar para los soviéticos o los norteamericanos. -La señora Schneider había mencionado el verdadero nombre de los Winkler sin darse cuenta de ello.
– Sin duda, merecen nuestra admiración -respondió Amelia.
– Desde luego, querida, y también nuestro agradecimiento. No ha debido de ser fácil para ellos vivir todo este tiempo en España, y llegar hasta aquí ha sido muy complicado. Debían de haber venido hace más de dos años, pero el viejo señor Winkler estuvo a punto de morir cuando le operaron el rostro por primera vez, no quedó bien, tuvo una infección… Afortunadamente lo superó, pero ha estado muy enfermo, y su hijo, el coronel Winkler no quiso correr riesgos. A usted le sorprendió que viviéramos en una casa tan grande, ¿verdad, querida? Pero estaba destinada a ellos; el señor Winkler necesita espacio para montar su laboratorio, su despacho. Yo les cuidaré, y procuraré que nada les falte.
Se acercaron hasta donde estaba Max, que hablaba con el señor Schneider.
– Querido, creo que es hora de retirarnos -le dijo Amelia.
– Le diré a Wulff que los acompañe -sugirió Schneider.
– ¡Oh, no hace falta! Acordé con el taxista que nos trajo que viniera a esta hora para llevarnos a casa, seguro que ya está esperando.
– Pero a Wulff no le importa, y yo me quedaré más tranquilo sabiendo que no van solos por ahí a estas horas.
– No se preocupe, señor Schneider, conocemos al taxista, es como nuestro chófer en El Cairo.
Wulff se acercó a ellos. A Amelia el dueño del Café de Saladino le resultó más siniestro que nunca.
– Les llevaré a su casa -dijo con tal rotundidad que parecía imposible negarse.
– Gracias, señor Wulff, pero ya se lo he dicho a nuestros anfitriones, un taxi nos está esperando. Pero le agradecemos el gesto, ¿verdad, Max?
Amelia comenzó a empujar la silla de Max hacia la salida. Cuando la señora Schneider abrió la puerta, allí estaba el taxi del que Amelia hablaba. El conductor se bajó de él, mostrándose solícito con ella y el barón.
– Yo ayudaré al señor mientras usted dobla la silla y la coloca en el asiento de delante.
Ni Wulff ni los Schneider pudieron evitar que Amelia y Max se marcharan en aquel taxi.
Dos calles más adelante, doblaron por una esquina, y el taxi se paró. De un coche que estaba aparcado a pocos metros se bajó Bob Robinson.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó sin preámbulos.
– Es Winkler y su padre, y ha dado orden de matarnos.
– Mandaré a por Friedrich a su casa y les llevaré a un lugar seguro.
– Si lo hace, sabrán que los hemos descubierto y desaparecerán. Tenemos que correr el riesgo de que intenten asesinarnos.
– Dejaré un par de hombres vigilando su casa -aceptó Bob Robinson.
– De acuerdo. ¿Podrá coger a Winkler?
– El objetivo es hacernos con Fritz Winkler, y espero conseguirlo.
– ¿Esta misma noche?
– No, no lo creo, estarán alerta. No podemos irrumpir en la casa de los Schneider, debemos esperar a que salgan de ella.
Aquella noche, ni Max ni Amelia durmieron tranquilos, aun sabiendo que los hombres de Bob Robinson vigilaban la casa.
– Tenemos que irnos cuanto antes, no esperaremos dos semanas para marcharnos -le anunció Max.
Al día siguiente no pasó nada. Bob fue a verlos para tranquilizarlos y escuchar todos los pormenores sobre la cena y lo que había averiguado Amelia.
– Tenemos la casa de los Schneider vigilada, y creo que con la descripción que nos ha hecho de los Winkler, no se nos escaparán. También he aumentado la vigilancia de esta casa, nadie podrá entrar ni salir sin que le veamos, y si viéramos algo sospechoso actuaríamos de inmediato.
– Actuarán rápido, no pueden permitir que sigamos vivos sabiendo lo que sabemos -aseguró Max.
– Lo extraño es que no lo hayan intentado ya -añadió Amelia.
– Anoche perdieron su mejor oportunidad. Wulff sólo tenía que llevarles a algún lugar apartado y asesinarles, luego quitarles todo lo que llevaban encima para que pareciera un robo y tirarles al río tal y como le oyó decir a uno de aquellos hombres. Pero ahora tienen que pensar una nueva forma de hacerlo. Y deben tener cuidado, los egipcios saben quiénes son y les dejan estar aquí; algunos funcionarios reciben gustosos sus sobornos, pero la condición es que sean discretos. No pueden ir matando a la gente a la luz del día -insistió Bob Robinson.
– Quiero que proteja a mi hijo -exigió Max.
– Lo haremos. Dos de mis hombres le seguirán cada vez que salga de su casa, irán con él a todas partes, le esperarán en la puerta de la escuela, pero él no se dará cuenta, no se preocupe.
– Sí, sí me preocupo. Nunca debimos haber aceptado hacer esto… -se quejó Max.
– Pero lo aceptaron y han cobrado por ello, de manera que no se queje. -Bob Robinson no se andaba con sutilezas y no estaba dispuesto a permitir que en el último momento el barón lo echara todo a perder.
– Tienen que matar al coronel Winkler o él me matará a mí. No le interesa ni Max ni Friedrich, es a mí a quien Winkler quiere ver muerta. Y esta vez procurará no fallar -intervino Amelia.
– Mis órdenes son llevarme a Fritz Winkler, a ser posible sin hacer mucho ruido. Tampoco queremos problemas con los egipcios. Pero no dude de que si Winkler viene a por usted, la protegeremos, ya se lo he dicho -insistió Bob Robinson.
El 2 de enero de 1948, Amelia recibió una nota de la señora Schneider pidiéndole que la acompañara a hacer unas compras en Jan el-Jalili. El señor Schneider, por su parte, telefoneó a Max para pedirle que se reuniera con él y otros amigos en el Café de Saladino.
– No irás -le prohibió Max.
– Tengo que ir, y tú lo sabes.
– ¿Quieres que te maten? ¿Qué crees que pasará si vas ajan el-Jalili? Desaparecerás y luego aparecerás muerta en alguna de sus callejuelas.
– Iré, Max. Si no lo hago, sospecharán y esconderán a los Winkler. Quieren saber si sospechamos algo, si hemos reconocido a sus invitados. Nos comprometimos a hacer un trabajo, y nos han pagado por hacerlo, tenemos que cumplir nuestra parte, y luego regresaremos a Berlín. Te lo prometo, Max.
Mandaron aviso a Bob Robinson y éste les ordenó que acudieran a las citas.
– Si no van, sospecharán, y adiós operación. Siento el riesgo que van a correr. Lo más que estoy dispuesto a ceder es que usted, Max, se excuse diciendo que no se encuentra bien, pero Amelia no puede dar ninguna excusa, ha de ir. Ellos creen conocerle, por tanto piensan que si usted sospechara algo no permitiría a Amelia acudir a esa cita con la señora Schneider.
– Al parecer no saben que cuando un hombre se vende deja de ser él mismo -respondió Max, conteniendo la ira que sentía en ese momento.
– Llámelo como quiera, pero yo que usted no me atormentaría. Este trabajo es así, y la paga es buena. No hay nada más que hablar. Pero los que lo hacemos también creemos en algo -respondió Bob Robinson.
Max decidió ir a la cita del Café de Saladino, pero no antes de hacer jurar a Bob Robinson que en caso de que algo les sucediera a Amelia o a él, la OSS se encargaría de proteger a Friedrich garantizando su educación en Alemania.
– Nadie le va a matar esta tarde, Max, sólo quieren averiguarlo que ustedes saben. Si no se sale del guión que hemos preparado, no sospecharán, pero todo depende de usted.
La señora Schneider acudió a buscar a Amelia. Se la notaba nerviosa, y ella, siempre tan parlanchina, apenas hablaba. En cuanto a Max, el taxista que trabajaba para Bob le llevó hasta el Café de Saladino con el encargo de esperarle hasta que terminara la reunión con Schneider y sus amigos.
– ¿Se encuentra usted mejor? -preguntó la señora Schneider a Amelia.
– Desde luego, ¿por qué me lo pregunta?
– La otra noche me dijo que se había sentido indispuesta…
– Hacía calor y… bueno, ya sabe, las cosas que nos pasan a las mujeres…
Caminaron en dirección a la ciudad vieja y a Amelia le sorprendió el paso rápido de la señora Schneider, como si estuviera deseosa de llegar a algún lugar.
– ¿Qué va a comprar? -preguntó.
– ¡Oh!, nada de importancia, pero no me gusta ir sola a Jan el-Jalili, a veces creo que una se puede perder por esas callejuelas. Quiero hacer un regalo a mi esposo y me han hablado de un joyero que tiene piedras preciosas a buen precio, me gustaría engarzar unos gemelos, no sé… quizá rubíes o aguamarinas. ¿A usted qué le parece?
Entraron en la ciudad vieja y la señora Schneider aflojó el paso, miraba a derecha e izquierda como esperando que alguien le dijera por dónde debía ir. Amelia no tardó en descubrir que seguían a un hombre no demasiado alto, vestido a la manera tradicional, que siempre iba varios pasos por delante de ellas. Cada vez las introducía por callejuelas más intrincadas.
– ¿Está segura de que sabe adonde vamos? -preguntó a la señora Schneider, que cada vez parecía más nerviosa.
– No se preocupe, querida, me estoy orientando bien, creo que no nos hemos perdido.
El hombre que parecía servir de guía a la señora Schneider se paró ante un portal oscuro, luego continuó andando. La señora Schneider también se paró en el portal y le indicó a Amelia que la siguiera.
– Es aquí, sí, ésta es la dirección.
Subieron por unas escaleras angostas que finalizaban ante una puerta que la señora Schneider empujó y luego se apartó para que entrara primero Amelia.
Durante unos segundos no vio nada, luego sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y de pronto escuchó que la puerta se cerraba. Se dio la vuelta buscando a la señora Schneider, pero había desaparecido.
– Pase, Amelia -dijo una voz que ella reconoció al instante. Era el coronel Winkler.
– ¡Ah, señor Fischer! No sabía que íbamos a encontrarnos con usted -respondió Amelia con voz inocente, mientras que con una rápida mirada comprobaba que estaban solos y no había nadie más en aquella estancia.
– ¿No lo sabía?
– No, desde luego que no. ¿Dónde está el joyero? Este lugar es un tanto extraño, ¿no le parece? -Amelia pudo ver que Fischer estaba sentado en una silla, la única que había en la estancia y parecía esconder algo en el regazo.
– ¡Basta! Usted sabe quién soy, ¿no es verdad?
– Claro, señor Fischer, ¿cómo no habría de saberlo?
El coronel Winkler se levantó y apenas pudo dar un paso. No le dio tiempo a saber cómo, pero sintió un impacto en el rostro. La penumbra le había impedido ver que Amelia sacaba la mano del bolsillo de la chaqueta, empuñando una pistola. Murió dándose cuenta de que Amelia le estaba disparando.
Ella no paró de disparar hasta vaciar el cargador. Le disparó al rostro, al vientre y al corazón. No podía dejar de dispararle temiendo que siguiera vivo. A continuación, cuando le vio en el suelo, inmóvil, en medio de un charco de sangre, se tranquilizó. No escuchó ningún ruido, como si nadie se hubiese alertado por los disparos. Dio media vuelta y corrió escaleras abajo hasta llegar al portal, y después frenó el paso para no llamar la atención. Llevaba un pañuelo cubriéndole el cabello, pero aun así no era difícil que alguien pudiera reconocerla cuando encontraran el cadáver del coronel Winkler.
De pronto un hombre se acercó a ella, y le reconoció, trabajaba para Bob Robinson.
– ¿Qué ha pasado? He visto a la señora Schneider salir asustada de esa casa de donde usted acaba de salir ¿Quién les esperaba?
– Era una trampa. El coronel Winkler quería matarme, pero le he matado yo.
– ¡Que ha… qué…! Usted no debía matarle, nadie le ha ordenado que lo hiciera. A Bob no le gustará y a Albert James aún menos -le reprochó el hombre mientras la sujetaba fuertemente del brazo.
– ¡Suélteme! El coronel deseaba matarme personalmente y no iba a esperar a averiguar si le había reconocido a no. Él sabía que sí, de manera que necesitaba matarme cuanto antes. Si yo no le llego a matar, usted me habría encontrado muerta. Ahora el muerto es él. ¿Qué sabe de Max?
El hombre no respondió. Hizo una seña a otros dos agentes a los que Amelia no había visto.
– El coronel Winkler está muerto -les anunció.
Volvió a agarrar a Amelia del brazo y, tirando de ella, la sacó de Jan el-Jalili.
– He de ir a buscar a Max.
– No, usted no irá a ningún lado. No ha cumplido con su parte del plan. La llevaré a su casa y allí esperará a Bob y a Albert James, y le juro que no permitiré que se mueva ni un metro de donde yo estoy.
– ¿Albert está en El Cairo?
– Ha llegado esta mañana.
Max regresó al cabo de dos horas. La tensión se reflejaba en su rostro.
– ¿Qué ha pasado? -Amelia le abrazó nada más verle entrar en la casa ayudado por aquel taxista que trabajaba para Bob.
– No lo sé, Schneider me ha hecho todo tipo de preguntas: sobre ti, sobre lo que pensábamos hacer en Berlín, sobre Friedrich… Pero no estaba ninguno de los Fischer, ni el padre ni el hijo. El señor Schneider parecía querer entretenerme, no sé, ha sido todo muy extraño. Wulff estaba nervioso y sólo hacía que mirar el reloj. Le dijo al encargado que se iba y salió del café sin saludarnos. Y tú, ¿cómo ha ido con la señora Schneider?
– Todo ha ido bien, no te preocupes.
Bob Robinson se presentó una hora más tarde acompañado de Albert James, en ellos parecía haber una mezcla de enfado y euforia.
– ¡Albert, no sabía que estabas aquí! -exclamó Amelia, contenta de verle.
– Bob me avisó y he podido llegar a tiempo para ayudarles en la operación. Pero tú…
– Nos ha metido en un lío. No ha debido matar al coronel Winkler- intervino Bob, cortando a Albert James.
– ¡Cómo! -exclamó Max, asustado.
– No tuve opción, si no lo hubiese hecho me habría matado él.
– Eso no lo sabe -protestó Bob.
– Llevaba una pistola. ¿Cree que hizo que me llevaran a una casa abandonada de Jan el-Jalili para tomar el té? Era o él o yo.
– Y usted le disparó, pero yo le ordené que no lo hiciera. Mis hombres la seguían de cerca.
– Pero no hubieran podido evitar que me matara, ¿cómo podrían haberlo hecho? Él me habría disparado y habría salido tranquilamente de aquella casa, como lo hice yo. Sus hombres me habrían encontrado muerta.
– ¿Era necesario vaciar todo el cargador? Le ha destrozado… -Bob parecía impresionado por el informe de sus hombres.
– Empecé a disparar y… quería asegurarme de que estaba muerto.
– Lo está, puede estar segura de que lo está, y ahora tengo un cadáver del que deshacerme.
– ¡Basta, Bob! Ya no hay vuelta atrás, lo arreglaremos -intervino Albert James.
– ¿Y el padre de Winkler?
– Está bien, muy bien. Hicimos una visita inesperada a casa de Schneider. Había varios hombres armados protegiéndole, pero pudimos sacarle sin disparar un tiro -respondió Albert.
– ¿Cómo lo hicieron? -quiso saber Amelia.
– No desconfiaron de un egipcio bien vestido que dijo ser el secretario de un importante político al que el grupo del señor Schneider soborna desde hace tiempo. Acudía a presentar sus respetos al señor Fischer y a decirle que estaba a su disposición para proveerle de cuanto necesitara. Fueron al despacho de Schneider para hablar más tranquilos. Un hombre que trabaja para nosotros lleva años formando parte del servicio de la casa de los Schneider, trabajando como jardinero, así que los guardaespaldas del falso señor Fischer no desconfiaron de él. Entró en el despacho, encañonó al señor Fischer, y con la ayuda del supuesto secretario, le durmieron con cloroformo y le sacamos por la puerta del sótano en un cubo de basura grande, de los que se utilizan para el jardín. El falso secretario del político salió de la casa tranquilamente. Todo ha ido sobre ruedas, salvo por el pequeño detalle de que has matado al coronel Winkler. Pero eso ya no podemos cambiarlo -concluyó Albert.
– Era su vida o la mía -insistió Amelia.
– ¿Sabe? -añadió Bob-, me ha metido en un buen lío. Ahora, si me lo permiten, preparemos su coartada. Si no le importa le golpearé la cabeza, tendrá que acudir a un dispensario, dirá que fue con la señora Schneider de compras a Jan el-Jalili, a casa de un joyero, no recuerda bien dónde, poco antes de llegar alguien la golpeó y la dejó tirada en el suelo después de robarle. Está usted muy preocupada por la señora Schneider, no sabe qué ha sido de ella. Es la versión que mantendrá delante de todo el mundo, incluida la propia señora Schneider. Luego continuarán con los preparativos de su viaje y se irán en la fecha prevista. -Bob expuso el plan con un tono que no dejaba lugar a réplica.
– ¿Y hasta entonces? -preguntó Amelia.
– Tendrán que seguir interpretando el papel de inocentes alemanes expatriados. Ellos no les dirán nada de la desaparición de los Winkler, y ustedes se interesarán por los Fischer, pero sin demostrar demasiada curiosidad -insistió Bob.
Cuando Albert y Bob se marcharon, Amelia tuvo que enfrentarse a la mirada de espanto de Max.
– ¿Cómo has podido matar a Winkler?
– Ya lo he explicado, era él o yo -respondió Amelia, molesta.
– Saliste de casa con una pistola, algo que yo ignoraba, de manera que tu intención era matarle si le encontrabas.
– Sí, ésa es la verdad, no voy a engañarte. Quería matarle.
– A veces… a veces… no te reconozco.
– Lo siento, Max, siento que esto te perturbe. Pero créeme que si no hubiera matado a Winkler, ahora estaría muerta. Tuve suerte y pude disparar primero, por eso estoy aquí.
La señora Schneider no pudo despedirse de Amelia alegando haberse puesto enferma. El señor Schneider sí lo hizo de Max, lo mismo que algunos miembros de su grupo. Wulff parecía enfurecido, pero tampoco le dijo nada.
Schneider mantuvo la farsa de que sus invitados habían emprendido un improvisado viaje, pero que regresarían en breve.
Le desearon suerte en su regreso a Alemania, y Max notó a Schneider desconcertado, como si no pudiera creer que Fritz Winkler hubiera desaparecido y el cadáver de su hijo, el coronel, hubiera aparecido flotando en el Nilo, y mucho menos que Amelia y Max pudieran tener nada que ver con aquellos sucesos.
Miraba a Max y sólo veía a un inválido, a un héroe de guerra. Winkler tenía que estar equivocado, no era posible que el barón estuviera inválido a causa de Amelia. Ningún hombre perdonaría a nadie que le hubiera dejado tuerto y sin piernas. No, no podía ser, pero aun así ya no podía confiar en ellos.
Amelia suspiró aliviada cuando, desde la ventanilla del avión, vio a lo lejos la figura de la Esfinge.
– No quiero ir a Berlín -le dijo al oído Friedrich-, quiero quedarme aquí.
Ella le apretó la mano y miró a Max. Podía leer su inquietud a pesar de la alegría que sentía al regresar a casa. Dos asientos más adelante estaba Albert James, sin dar muestras de conocerlos, tal y como habían acordado.
Cuando aterrizaron en Berlín, nevaba copiosamente. Friedrich se quejó del frío que sentía, y volvió a decir que quería regresar a El Cairo. Amelia lo mandó callar.»
– Bien, esto es todo -afirmaron casi a la vez el mayor Hurley y lady Victoria.
– ¿Cómo que es todo? ¿Qué sucedió cuando regresaron a Berlín? -pregunté a mis interlocutores.
– Por mi parte no puedo decirle nada más. Es lo máximo que me han permitido mis superiores. La operación de Egipto no fue nuestra, aunque estábamos al tanto de todo lo sucedido. De manera que no consta en nuestros archivos quiénes intervinieron. Como ha podido ver, sin los cuadernos de Albert James, que obran en poder de lady Victoria, habría sido imposible saber que su bisabuela estuvo relacionada con aquella operación.
– Desde luego, pero ¿qué hicieron a continuación? ¿Siguió trabajando para la OSS, o para la Inteligencia británica? Algo haría, digo yo, ¿no?
– Lo siento, Guillermo, ya le he dicho que no puedo ayudarle. Todo lo que se refiere a operaciones posteriores a la guerra es material clasificado.
– Pero ¿por qué? -insistí, intentando vencer la resistencia del mayor William Hurley.
– Debe usted comprenderlo -intervino lady Victoria-. El mayor no puede decirle si su bisabuela continuó trabajando como agente. Si fue así, es un secreto, y si no lo fue, simplemente no lo sabe.
– Pero estamos hablando de lo sucedido después de la guerra -protesté de nuevo.
– Exactamente, de lo sucedido en la Guerra Fría.
– Ya no hay Guerra Fría.
– ¿Ah, no? -El tono de lady Victoria estaba cargado de ironía-. No pretenderá que nuestros queridos amigos rusos se enteren de quiénes participaron en operaciones secretas detrás del Telón de Acero. Imagine que alguno de esos agentes aún viviera. No, Guillermo, hay información que nunca conoceremos, ni se pondrá a disposición de los historiadores, por lo menos hasta dentro de un siglo, o tal vez más. Y para entonces ya no estaremos aquí.
– ¿Qué fue de Albert James? -insistí.
– Oh, tampoco puedo decirle mucho más, continuó viviendo en Europa… un poco en todas partes.
– ¿Se casó?
– Sí, se casó.
– ¿Puedo saber con quién?
– Con lady Mery Brian. Ésa es la razón por la que se quedó en Europa, aunque desgraciadamente lady Mery murió en un accidente de coche.
– ¿Tuvieron hijos?
– No.
– De manera que ya no pueden darme más respuestas.
– Tendrá que indagar por su cuenta -afirmó el mayor Hurley.
– Si me diera usted alguna pista…
– Quizá encuentre alguna pista en Alemania, ¿no cree? -intervino lady Victoria-. Al fin y al cabo allí es donde se dirigió su bisabuela.
– ¿Alguna sugerencia? -respondí con fastidio.
– Si yo fuera usted, intentaría saber qué fue de Friedrich. A lo mejor aún vive.
Esta vez la respuesta de lady Victoria estaba exenta de ironía.
– Eso ya lo he pensado -mentí, puesto que no me había dado tiempo a decidir qué pasos tendría que dar.
– Bueno, pues entonces ya tiene por dónde continuar. -Lady Victoria sonrió de manera abierta y encantadora.
Regresé andando al hotel porque necesitaba pensar. Era evidente que si el mayor Hurley no me quería dar más información era porque Amelia debió de continuar en alguna actividad relacionada con el espionaje. En cuanto a los cuadernos de Albert James, seguramente el mayor Hurley le habría sugerido a lady Victoria que no difundiera lo que podía ser información secreta. Y si algo son los británicos, no importa su ideología, es que son extremadamente patriotas.
Era buena idea ir a Berlín. Quizá tuviera suerte y encontrara a Friedrich von Schumann, o acaso a alguien que hubiera conocido en el pasado a su aristocrática familia.
Telefoneé a doña Laura para informarle de que me iba a Berlín, y volví a optar por enviar flores a mi madre con una tarjeta en la que le decía lo mucho que la quería, de manera que no me echara una bronca cuando la llamara desde Berlín.
También telefoneé al profesor Soler para saber si tenía algún conocido en la capital alemana. Al fin y al cabo parecía conocer a gente en todas partes.
– Así que se va usted a Berlín, vaya, vaya… está usted dando la vuelta al mundo, querido Guillermo -me dijo el profesor Soler con cierta ironía.
– Sí, eso parece, pero es que no tengo otra opción.
– Quizá pueda ayudarle. En un congreso entablé amistad con un profesor de la Universidad de Berlín, pero debe de ser muy mayor, porque cuando yo le conocí estaba a punto de jubilarse, y de eso hace ya unos seis o siete años. Buscaré su tarjeta y si la encuentro le llamo, ¿le parece bien?
El profesor Soler me telefoneó una hora más tarde. Había encontrado la tarjeta e incluso había hablado con su amigo.
– Se llama Manfred Benz y vive cerca de Potsdam. Me ha dicho que le recibirá encantado. Espero que tenga suerte.
– Yo también, y muchas gracias, profesor.