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– Con esas mejillas tan coloradas, nuestra hija parece una campesina del sur de China -protesta mi padre, ignorando deliberadamente la sopa que tiene delante-. ¿No puedes hacer nada para remediarlo?
Mama se queda mirándolo, pero ¿qué va a decir? Yo tengo un rostro bonito -hay quienes lo consideran adorable-, pero no tan luminoso como las perlas que me dan nombre. Me ruborizo con facilidad. Además, mis mejillas capturan el sol. Cuando cumplí cinco años, mi madre empezó a frotarme la cara y los brazos con cremas a base de perlas, y a poner perlas molidas en las gachas de arroz del desayuno, que llamamos jook, con la esperanza de que esa esencia blanca impregnara mi piel. Pero no ha funcionado. Ahora me arden las mejillas, y eso es exactamente lo que odia mi padre. Me encojo en la silla. Siempre me encojo en presencia de baba, pero aún más cuando él aparta la vista de mi hermana y me mira. Soy más alta que mi padre, y eso no lo soporta. Vivimos en Shanghai, donde el coche más alto, el muro más alto o el edificio más alto transmiten el mensaje claro e inequívoco de que su propietario es una persona de gran importancia. Y yo no soy una persona importante.
– Pearl se cree muy lista -continúa baba. Lleva un traje de estilo occidental, de buen corte. En su cabello sólo se aprecian algunos mechones canosos. Últimamente se lo ve nervioso, pero hoy está más malhumorado de lo habitual. Quizá no haya ganado su caballo favorito, o los dados no hayan caído del lado que quería-. Pero es todo menos lista.
Otra crítica típica de mi padre, extraída de Confucio, que escribió: «Una mujer culta es una mujer indigna.» La gente dice que soy un ratón de biblioteca, y eso, en 1937, no se considera un cumplido precisamente. Pero mi inteligencia no me ayuda a protegerme de las palabras de baba.
La mayoría de las familias comen en una mesa redonda, formando un todo unido, sin cantos afilados entre ellos. Nosotros tenemos una mesa cuadrada de teca, y siempre ocupamos el mismo sitio: mi padre junto a mi hermana May, en un lado de la mesa, y mi madre enfrente de ella, para que los dos puedan compartirla por igual. Todas las comidas, día tras día, año tras año, son un recordatorio de que yo no soy la hija favorita y nunca lo seré.
Mientras mi padre sigue enumerando mis defectos, lo aparto de mi pensamiento y finjo interesarme por nuestro comedor. Normalmente, en la pared contigua a la cocina hay colgados cuatro pergaminos que representan las cuatro estaciones. Esta noche los han retirado y en la pared han quedado unas tenues siluetas. Esos pergaminos no son lo único que falta. Antes teníamos un ventilador de techo, pero el año pasado a baba se le ocurrió que sería más distinguido que los sirvientes nos abanicaran mientras comíamos. Esta noche no están los sirvientes, y en la habitación hace un calor sofocante. Siempre iluminan la estancia una araña art déco y unos apliques a juego, de cristal grabado amarillo y rosa; pero hoy tampoco están. No le doy mucha importancia; deduzco que han quitado los pergaminos para evitar que los bordes de seda se doblen con la humedad, que baba les ha dado la noche libre a los criados para que celebren una boda o un cumpleaños con sus familias, y que han bajado temporalmente las lámparas para limpiarlas.
El cocinero -que no tiene esposa ni hijos- retira nuestros cuencos de sopa y sirve los platos de gambas con castañas de agua, cerdo estofado con salsa de soja, guarnición de verduras y brotes de bambú, anguila cocida al vapor, verduras Ocho Tesoros, y arroz, pero el calor me quita el apetito. Preferiría unos sorbos de zumo helado de ciruelas amargas, una sopa fría de judías verdes dulces con menta, o un caldo de almendras dulces.
Cuando mama dice: «Hoy el reparador de cestos me ha cobrado más de la cuenta», me relajo. Si las críticas que me dedica mi padre son predecibles, también es predecible que mi madre recite sus tribulaciones cotidianas. Está muy elegante, como siempre. Lleva un moño pulcramente recogido en la nuca con alfileres de ámbar. Su vestido, un cheongsam de seda azul oscuro con mangas tres cuartos, está expertamente confeccionado para adaptarse a su edad y categoría. En la muñeca luce un brazalete de jade tallado, de una sola pieza; el ruidito que produce al golpear contra la mesa resulta familiar y reconfortante. Mama lleva los pies vendados, y sigue otras muchas costumbres igualmente anticuadas. Nos pregunta qué hemos soñado e interpreta la presencia en nuestros sueños de agua, zapatos o dientes como buenos o malos augurios. Cree en la astrología, y a May y a mí nos recrimina o nos elogia por algo atribuyéndolo a que nacimos en el año de la Oveja y el del Dragón, respectivamente.
Mama tiene suerte. Su matrimonio concertado con baba parece relativamente apacible. Por la mañana lee sutras budistas; a la hora de comer coge un rickshaw y va a visitar a sus amigas, esposas de posición social similar a la suya; con ellas juega al majong hasta tarde y se queja del tiempo, la indolencia de los sirvientes y la ineficacia de sus últimos remedios para el hipo, la gota o las hemorroides. No tiene ningún motivo de inquietud, y sin embargo, su callada amargura y su persistente preocupación impregnan todas las historias que nos cuenta. «No hay finales felices», suele decir. Pero es hermosa, y sus andares de pies de loto son tan delicados como la oscilación de los tallos de bambú verdes agitados por la brisa primaveral.
– A esa criada perezosa de la casa de al lado se le ha caído el orinal de la familia Tso y ha puesto toda la calle perdida -dice-. ¡Y el cocinero! -Emite un débil silbido de desaprobación-. Nos ha servido unas gambas tan pasadas que el olor me ha quitado el apetito.
Nosotras no le llevamos la contraria, pero el olor que nos asfixia no proviene de los excrementos derramados ni de las gambas pasadas, sino de mama. Como hoy los sirvientes no han aireado la habitación, el olor a sangre y pus que rezuman los vendajes que mantienen la forma de los diminutos pies de mi madre se me pega a la garganta.
Ella todavía está enumerando sus quejas cuando baba la interrumpe:
– Esta noche no podéis salir, niñas. Quiero hablar con vosotras.
Se dirige a May, que lo mira y compone esa adorable sonrisa suya. No somos malas hijas, pero tenemos planes para esta noche, y quedarnos para que baba nos sermonee sobre la cantidad de agua que derrochamos al bañarnos o porque no comemos hasta el último grano de arroz de nuestros cuencos no entra en esos planes. Generalmente, baba reacciona ante el encanto de May devolviéndole la sonrisa y olvidando sus preocupaciones, pero ahora parpadea varias veces y luego me mira. Una vez más, me encojo en la silla. En ocasiones, pienso que ésta es mi única expresión sincera de amor filial: encogerme ante mi padre. Me considero una chica moderna de Shanghai. No quiero creer en esa doctrina de obediencia, obediencia y obediencia que les enseñaban a las niñas en el pasado. Pero la verdad es que May -por mucho que la adoren- y yo somos sólo chicas. Nadie perpetuará el apellido familiar, y nadie venerará como antepasados a nuestros padres cuando llegue el momento. Mi hermana y yo somos las últimas de la estirpe Chin. Cuando éramos pequeñas, nuestro nulo valor se traducía en que nuestros padres se interesaran muy poco por controlarnos. No merecíamos su preocupación ni su esfuerzo. Más tarde sucedió algo extraño: se enamoraron -loca, perdidamente- de su hija menor. Eso nos permitió conservar cierta libertad, de modo que los caprichos de niña consentida de mi hermana suelen pasarse por alto, al igual que nuestra indiferencia, a veces flagrante, hacia el respeto y el deber. Lo que otros podrían considerar irrespetuoso y poco filial, nosotras lo consideramos moderno y liberal.
– No vales ni una moneda de cobre -me dice baba en tono severo-. No sé cómo voy a…
– Deja de chinchar a Pearl, ba. Deberías considerarte afortunado por tener una hija como ella. Yo me considero aún más afortunada por tenerla como hermana.
Todos miramos a May. Ella es así. Cuando habla, no puedes evitar escucharla. Cuando está en la habitación, no puedes evitar mirarla. Todo el mundo la quiere: nuestros padres, los conductores de rickshaw que trabajan para baba, las misioneras de la escuela, los pintores, los revolucionarios y los extranjeros que hemos conocido estos últimos años.
– ¿No vas a preguntarme qué he hecho hoy? -añade May, y su pregunta es ligera y alegre como las alas de un pájaro.
Esas palabras logran que yo desaparezca de la visión de mis padres. Aunque soy la hermana mayor, en muchos aspectos May cuida de mí.
– He ido al Metropole a ver una película, y después a la avenida Joffre a comprarme unos zapatos -cuenta May-. Como estaba cerca de la tienda de madame Garnet, en el hotel Cathay, he ido a recoger mi vestido nuevo. -En su voz aparece un deje de reproche-: Me ha dicho que no me lo entregará hasta que vayas a verla.
– Las muchachas de tu edad no necesitan un vestido nuevo cada semana -observa mama con ternura-. En ese sentido podrías parecerte más a tu hermana. Los Dragones no necesitan volantes, encajes ni lazos. Pearl es muy práctica para esas cosas.
– Baba puede permitírselo -replica May.
Él tensa las mandíbulas. ¿Es por lo que ha dicho May o se dispone a criticarme de nuevo? Abre la boca para decir algo, pero mi hermana lo interrumpe:
– Estamos en el séptimo mes y ya hace un calor insoportable. ¿Cuándo vas a enviarnos a Kuling, baba? No querrás que mama y yo nos pongamos enfermas, ¿verdad? La ciudad se vuelve insufrible en verano, y en esta época del año se está mucho mejor en las montañas.
May, con mucho tacto, me ha dejado al margen. De hecho, prefiero que sea así. Pero, en realidad, toda su cháchara es un truco para distraer a nuestros padres. Mi hermana me mira de soslayo, mueve la cabeza de un modo casi imperceptible y se pone rápidamente en pie.
– Vamos a arreglarnos, Pearl.
Retiro mi silla, contenta de librarme de la desaprobación paterna.
– ¡No! -Baba golpea la mesa con un puño.
Los platos tiemblan. Mama da un respingo. Yo me quedo inmóvil. Los vecinos de nuestra calle admiran a mi padre por su visión para los negocios. Él ha vivido el sueño de todos los nativos de Shanghai y de los extranjeros llegados de todos los rincones del planeta en busca de fortuna. Empezó sin nada, y poco a poco alcanzó una buena posición social. Antes de que yo naciera, dirigía un negocio de rickshaws en Cantón; no era el propietario, sino un subcontratista que alquilaba rickshaws a setenta centavos el día y luego se los alquilaba a noventa centavos a un subcontratista menor, quien, a su vez, se los alquilaba a los conductores de rickshaw a un dólar por día. Cuando hubo ganado suficiente dinero, nos trajo a vivir a Shanghai y montó su propia empresa de rickshaws. «Aquí hay más oportunidades», le gusta decir, como seguramente dicen todos los habitantes de esta ciudad. Baba nunca nos ha contado cómo se hizo tan rico ni cómo consiguió esas oportunidades, y yo no tengo valor para preguntárselo. Todo el mundo está de acuerdo, incluso dentro de las familias, en que es mejor no preguntar sobre el pasado, porque en Shanghai todo el mundo ha venido huyendo de algo o tiene algo que esconder.
A May no le importan esas cosas. La miro y sé perfectamente qué le gustaría decir: «No quiero oírte decir que no te gusta nuestro peinado. No quiero oír que no deseas que enseñemos los brazos ni las piernas. No, a nosotras no nos interesa conseguir "un empleo fijo de jornada completa". Quizá seas mi padre, pero, pese a todo el ruido que haces, eres un hombre débil y no quiero escucharte.» En lugar de eso, ladea la cabeza y lo mira de una forma desarmante. May aprendió ese truco cuando era muy pequeña, y ha ido perfeccionándolo con los años. Su soltura y naturalidad conmueven a cualquiera. Sus labios esbozan una sonrisa. Le da unas palmaditas a baba en el hombro, y él se fija en sus uñas, que, como las mías, están pintadas de rojo a base de aplicarles varias capas de jugo de balsamina. Tocarse -incluso entre miembros de la familia- no es del todo tabú, pero desde luego no se considera correcto. Los miembros de una familia educada no se dan besos, abrazos ni palmaditas cariñosas. De modo que May sabe muy bien qué efecto ejerce al tocar a nuestro padre. Aprovechando la distracción y la repulsión de baba, May se da la vuelta y yo corro tras ella. Ya hemos dado unos pasos cuando baba nos grita:
– ¡No os vayáis, por favor!
Pero May se limita a reír, como de costumbre:
– Esta noche trabajamos. No nos esperéis levantados.
La sigo escaleras arriba, y las voces de nuestros padres nos acompañan componiendo una canción discordante. Mama marca la melodía:
– Compadeceré a vuestros esposos: «Necesito unos zapatos», «Quiero comprarme un vestido», «¿Me comprarás entradas para la ópera?».
Baba, con su voz grave, interpreta el bajo:
– Volved aquí. Volved, por favor. Tengo que contaros una cosa.
May no les presta atención; yo intento imitarla, admirando cómo cierra los oídos a las palabras y la insistencia de nuestros padres. En eso, como en tantas otras cosas, somos polos opuestos.
Cuando hay dos hermanos -o los que sean y del sexo que sea-, siempre se establecen comparaciones. May y yo nacimos en Yin Bo, una aldea situada a menos de medio día a pie de Cantón. Sólo nos llevamos tres años, pero somos muy diferentes. Ella es graciosa; a mí me critican por ser demasiado seria. Ella es menuda y tiene una exuberancia adorable; yo soy alta y delgada. A May, que sólo ha terminado la enseñanza secundaria, no le interesa leer otra cosa que las columnas de cotilleos; yo me gradué en la universidad hace cinco semanas.
Mi primera lengua fue el sze yup, el dialecto que se habla en los Cuatro Distritos de la provincia de Kwangtung, donde se encuentra nuestro pueblo natal. He tenido maestros americanos y británicos desde los cinco años, así que mi inglés roza la perfección. Considero que hablo cuatro idiomas con fluidez: inglés británico, inglés americano, dialecto sze yup (uno de los muchos dialectos cantoneses) y dialecto wu (una versión del mandarín que sólo se habla en Shanghai). Vivo en una ciudad cosmopolita, así que empleo los términos ingleses de lugares y ciudades chinos como Cantón, Chungking y Yunnan; utilizo el cheongsam cantonés en lugar del ch'ipao mandarín para referirme a la ropa china; alterno los modismos británicos y americanos; para aludir a los extranjeros, utilizo indistintamente el mandarín fan gwaytze -diablos extranjeros- y el cantonés lo fan -fantasmas blancos-; y para hablar de May utilizo la palabra cantonesa moy moy -hermana pequeña- en lugar de la mandarina mei mei. Mi hermana no tiene facilidad para los idiomas. Vinimos a Shanghai cuando ella era un bebé y nunca aprendió sze yup, salvo algunas palabras para designar ciertos platos e ingredientes. May sólo sabe inglés y el dialecto wu. Dejando aparte las peculiaridades de los dialectos, el mandarín y el cantonés tienen en común más o menos lo mismo que el inglés y el alemán: están relacionados, pero son ininteligibles para quien no los habla. Por eso, a veces mis padres y yo nos aprovechamos de la ignorancia de May y recurrimos al sze yup para burlarnos de ella o engañarla.
Mama está convencida de que May y yo no podríamos cambiar nuestra forma de ser aunque quisiéramos. Se supone que May está tan satisfecha y contenta consigo misma como la Oveja en cuyo año nació. Según mama, la Oveja es el signo más femenino. Es moderna, artística y compasiva. La Oveja necesita a alguien que cuide de ella, para estar siempre segura de que tendrá comida, cobijo y ropa. Al mismo tiempo, colma de cariño a quienes la rodean. La suerte le sonríe por su carácter apacible y su buen corazón, pero -según mama, un pero muy importante- a veces la Oveja sólo piensa en ella y su propia comodidad.
Yo tengo el ansia de esfuerzo del Dragón, un ansia que nunca se sacia por completo. «Puedes llegar a donde quieras batiendo tus enormes alas», suele decirme mama. Sin embargo, el Dragón, que es el más poderoso de los signos, también tiene sus inconvenientes. «El Dragón es leal, exigente, responsable, un domador de destinos -dice mama-, pero tú, mi Pearl, siempre tendrás el obstáculo de los vapores que salen por tu boca.»
¿Tengo celos de mi hermana? ¿Cómo voy a tenerlos si hasta yo la adoro? Compartimos el nombre generacional Long, que significa «Dragón». Yo me llamo Perla de Dragon; y May, Dragon Hermoso. Ella ha adoptado la grafía occidental de su nombre, pero en mandarín, mei significa «hermoso», y May es hermosa. Mi deber de hermana mayor consiste en protegerla, asegurarme de que sigue el camino correcto y mimarla por su valiosa existencia. Aunque a veces me enfado con ella (por ejemplo, el día que se puso mis zapatos de tacón favoritos -unos italianos de seda rosa- sin pedirme permiso y la lluvia los estropeó), el caso es que mi hermana me quiere. Yo soy su jie jie, su hermana mayor. En la jerarquía de la familia china, siempre estaré por encima de May, aunque mi familia no me quiera tanto como a ella.
Cuando llego a nuestra habitación, May ya se ha quitado el vestido y lo ha dejado tirado en el suelo. Cierro la puerta y nos relajamos en nuestro mundo de chicas bonitas. Dormimos en dos camas idénticas de cuatro columnas y dosel azul con glicinas bordadas. En la mayoría de los dormitorios de Shanghai hay un cartel o un calendario donde aparece una chica bonita, pero nosotras tenemos varios. Trabajamos de modelos para pintores que retratan jóvenes guapas, así que hemos escogido nuestras imágenes favoritas para colgarlas en las paredes: May, sentada en un sofá con una chaqueta de seda verde lima, sujeta una boquilla de marfil con un cigarrillo Hatamen; yo, envuelta en armiño, con las rodillas recogidas bajo la barbilla, miro fijamente al espectador desde una columnata, ante un lago paradisíaco, anunciando las pastillas rosa del Dr. William para el cutis pálido (¿quién mejor para anunciar esas pastillas que una joven con el cutis naturalmente rosado?); y las dos, apoyadas en un elegante tocador, cada una con un rollizo bebé varón en brazos -el símbolo de la riqueza y la prosperidad-, anunciando leche infantil en polvo, para demostrar que somos madres modernas que aprovechan los mejores inventos modernos para sus modernos vástagos.
Cruzo la habitación y me coloco con May frente al armario. Ahora es cuando de verdad empieza nuestra jornada. Esta noche vamos a posar para Z.G. Li, el mejor de los pintores especializados en calendarios, carteles y anuncios de chicas bonitas. La mayoría de las familias se escandalizarían si sus hijas posaran para pintores y pasaran toda la noche fuera de casa, y al principio nuestros padres también se escandalizaron. Pero, cuando empezamos a ganar dinero, dejó de importarles. Baba cogía nuestros ingresos y los invertía, diciendo que cuando nos enamoráramos y decidiéramos casarnos nos iríamos a casa de nuestros maridos con nuestro propio dinero.
Escogemos unos cheongsams complementarios que denotan armonía y estilo, y que al mismo tiempo nos dan un aire de frescura y relajación acorde con la promesa de felicidad para quienes utilicen el producto que vamos a vender, sea cual sea. Yo me decanto por un cheongsam de seda color albaricoque con ribetes rojos. Es tan ceñido que la modista tuvo que alargar mucho la abertura lateral para que pudiera andar. Los alamares, del mismo ribete rojo, cierran el vestido en el cuello, sobre el pecho, bajo la axila y a lo largo del costado derecho. May se pone un cheongsam de seda amarillo pálido con un discreto estampado de flores blancas con centro rojo. Su ribete y sus alamares son del mismo rojo intenso que los míos. El rígido cuello mandarín es tan alto que le roza las orejas; las mangas, cortas, acentúan la delgadez de sus brazos. May se perfila las cejas dándoles forma de hojas de sauce joven -largas, finas y elegantes-; yo me aplico polvos de arroz en la cara para disimular mis rosáceas mejillas. Luego nos calzamos zapatos de tacón rojos y nos pintamos los labios de rojo, a juego.
Hace poco nos cortamos la melena y nos hicimos la permanente. May me hace la raya al medio y me recoge los rizos detrás de las orejas, donde se acumulan formando una especie de ramillete de peonías de pétalos negros. Luego yo la peino a ella, y dejo que sus rizos le enmarquen la cara. Para completar nuestro atuendo, nos ponemos pendientes de lágrima de cristal rosado, anillos de jade y brazaletes de oro. Nos miramos en el espejo. Las múltiples imágenes de las dos que decoran las paredes se unen a nuestro reflejo. Nos quedamos así un momento, asimilando lo guapas que estamos. Tenemos veintiún y dieciocho años. Somos jóvenes, somos hermosas y vivimos en el París de Asia.
Bajamos taconeando por la escalera, decimos adiós con prisas y salimos a la noche de Shanghai. Nuestra casa está en el barrio de Hongkew, al otro lado del canal Soochow. No vivimos dentro de los límites oficiales de la Colonia Internacional, pero sí lo bastante cerca para creer que estamos protegidos de posibles invasores extranjeros. No somos tremendamente ricos, pero ¿acaso la riqueza no es siempre una cuestión de comparación? Según los estándares británicos, americanos o japoneses, vamos tirando; sin embargo, según los estándares chinos, tenemos una fortuna, aunque algunos de nuestros compatriotas de la ciudad son más ricos que muchos extranjeros. Somos kaoteng huajen -chinos superiores- y practicamos la religión de ch'ung yang. adoramos todo lo foráneo, desde la occidentalización de nuestros nombres hasta nuestra afición a las películas, el beicon y el queso. Como miembros de la bu-er-ch'iao-ya -la clase burguesa-, nuestra familia es lo bastante próspera para que los siete empleados domésticos coman por turnos en los escalones del portal, de modo que los conductores de rickshaw y los mendigos que pasan por delante sepan que quienes trabajan para los Chin pueden comer todos los días y tienen un techo bajo el que cobijarse.
Vamos andando hasta la esquina y regateamos con los conductores de rickshaw, descalzos y sin camisa, hasta que conseguimos un buen precio. Montamos.
– Llévanos a la Concesión Francesa -pide May.
Al ponerse en marcha, los músculos del chico se contraen por el esfuerzo. Al poco alcanza un trote cómodo, y el impulso del rickshaw relaja la tensión de sus hombros y su espalda. El chico tira como una bestia de carga, pero lo único que yo siento es libertad. De día, utilizo una sombrilla cuando voy de compras, de visita o a clase de inglés. Pero de noche no tengo que preocuparme por mi piel. Voy con la espalda erguida y respiro hondo. Miro a May. Está tan relajada que, en un gesto de imprudencia, deja que la brisa agite su cheongsam y se lo abra hasta más arriba de las rodillas. Es muy coqueta, y en ninguna otra ciudad como en Shanghai podría exhibir sus habilidades, su risa, su hermosa piel y su agradable conversación.
Pasamos un puente sobre el canal Soochow y luego torcemos a la derecha, alejándonos del río Whangpoo y su tufo a petróleo, algas, carbón y aguas residuales. Me encanta Shanghai. No es como otras ciudades de China. En lugar de tejados con aleros ahorquillados y tejas vidriadas, nosotros tenemos mo t'ien talou -grandes edificios mágicos- que llegan hasta el cielo. En lugar de puertas de luna, mamparas de los espíritus, ventanas con intrincadas celosías y columnas rojas lacadas, nosotros tenemos edificios neoclásicos de granito decorados con obra de hierro art déco, dibujos geométricos y cristales grabados. En lugar de bosquecillos de bambú como adorno en riachuelos o sauces con las ramas sumergidas en los estanques, nosotros tenemos villas europeas con fachadas limpias, elegantes balcones, hileras de cipreses y césped bien cortado y bordeado de pulcros arriates de flores. En la ciudad vieja todavía hay templos y jardines, pero el resto de Shanghai se arrodilla ante los dioses del comercio, la riqueza, la industria y el pecado. En la ciudad hay almacenes donde se cargan y descargan mercancías, hipódromos y canódromos, innumerables cines, y clubs donde bailar, beber y practicar sexo. En Shanghai habitan millonarios y mendigos, gángsters y jugadores, patriotas y revolucionarios, artistas y caudillos, y la familia Chin.
El conductor del rickshaw nos lleva por callejones estrechos por donde sólo pueden pasar peatones, rickshaws y carretillas con bancos acoplados para transportar clientes; luego llega a Bubbling Well Road. Entra al trote en el elegante bulevar; no le dan ningún miedo los Chevrolet, los Daimler y los Isotta-Franchini que pasan a su lado a toda velocidad. En un semáforo, unos niños mendigos se meten entre los coches, rodean nuestro rickshaw y nos tiran de la ropa. En todas las manzanas huele a muerte y descomposición, a jengibre y pato asado, a perfume francés e incienso. Las voces estridentes de los lugareños, el constante clic-clic-clic de los ábacos y el traqueteo de los rickshaws que recorren las calles conforman el sonido de fondo que me indica que estoy en casa.
El conductor se detiene en el límite entre la Colonia Internacional y la Concesión Francesa. Le pagamos, cruzamos la calle, rodeamos a un bebé muerto que han dejado en la acera, buscamos a otro conductor de rickshaw con licencia para entrar en la Concesión Francesa y le damos la dirección de Z.G., en una bocacalle de la avenida Lafayette.
Este conductor está aún más sucio y sudado que el anterior. La camisa, hecha jirones, apenas le cubre la masa de protuberancias óseas en que se ha convertido su cuerpo. Titubea un momento antes de adentrarse en la avenida Joffre; la calle lleva un nombre francés, pero es el centro vital de los rusos blancos. Por todas partes hay letreros en cirílico. Aspiramos el aroma a pan y dulces recién hechos que sale de las panaderías rusas. En los clubs ya se oye música y baile. A medida que nos acercamos al apartamento de Z.G., el ambiente del barrio va cambiando de nuevo. Pasamos por delante del callejón de la Felicidad, donde hay más de ciento cincuenta burdeles. De esta calle salen muchas de las Flores Famosas de Shanghai -las prostitutas más renombradas de la ciudad- que cada año son elegidas para aparecer en las portadas de las revistas.
El conductor se detiene; nos apeamos y le pagamos. Mientras subimos por la desvencijada escalera hasta el tercer piso del edificio de apartamentos de Z.G., me arreglo los rizos alrededor de las orejas con las puntas de los dedos, me froto los labios uno contra otro para corregir el carmín y me coloco bien el cheongsam para que la seda, cortada al bies, caiga perfectamente sobre mis caderas. Cuando Z.G. nos abre la puerta, vuelve a sorprenderme lo atractivo que es: delgado, con una tupida mata de rebelde cabello negro, gafas grandes y redondas, de montura metálica; y un porte y una mirada intensos que evocan noches largas, temperamento artístico y fervor político. Yo soy alta, pero él aún más. Ésa es una de las cosas que me encantan de él.
– Estáis perfectas con esos vestidos -dice, entusiasmado-. ¡Pasad! ¡Pasad!
Nunca sabemos qué nos tiene preparado para la sesión. Últimamente están de moda las jóvenes a punto de zambullirse en una piscina, jugando al minigolf o tensando un arco para lanzar una flecha hacia el cielo. Las mujeres sanas y en buena forma son un ideal. ¿Quién mejor para criar a los hijos de China? La respuesta: una mujer que sepa jugar al tenis, conducir un coche, que fume cigarrillos y que, sin embargo, siga pareciendo lo más accesible, sofisticada y conquistable posible. Nos pedirá Z.G. que simulemos estar a punto de pasar la tarde bailando y tomando té? ¿O compondrá una escena completamente ficticia y nos pedirá que luzcamos unos trajes alquilados? ¿Tendrá que interpretar May a Mulan, la gran guerrera, devuelta a la vida para anunciar el vino Parrot? ¿Me maquillará como a Du Liniang, la doncella de El pabellón de las peonías, para ensalzar las virtudes del jabóux?
Nos conduce hasta el escenario que ha preparado: un acogedor rincón con una butaca muy mullida, un biombo chino intrincadamente tallado y tiesto de cerámica decorado con una cenefa de nudos interconectados, del que salen unas ramitas de ciruelo en flor que aportan una a de naturaleza.
– Hoy vamos a vender cigarrillos My Dear -anuncia-. Tú siéntate en la butaca, May -indica, y cuando ella lo hace, él se retira unos pasos y la mira con fijeza.
Me encanta Z.G. por la galantería y la sensibilidad que demuestra con mi hermana. Al fin y al cabo, May es muy joven, y lo que nosotras hacemos no es precisamente algo que haga la mayoría de las muchachas bien educadas.
– Más relajada -le pide-, como si hubieras pasado la noche fuera y quisieras confiarle un secreto a tu amiga.
Después colocar a May, me pide que me acerque. Me sujeta por las caderas y gira mi cuerpo hasta que quedo sentada en el borde del respaldo de la butaca de May.
– Me encanta vuestra esbeltez y la longitud de vuestras extremidades -dice, mientras me mueve el brazo hacia delante para que apoye el peso del cuerpo sobre la mano y quede suspendida sobre May.
Me extiende los dedos, separando el meñique del resto. Su mano reposa un momento sobre la mía; luego vuelve a retirarse para contemplar su composición. Satisfecho, nos da unos cigarrillos-. Ahora, Pearl, inclínate hacia May como si acabaras de encender tu cigarrillo con el suyo.
Lo hago. Él se adelanta por última vez para apartar un rizo de la mejilla de May y ladearle la cabeza, sujetándola por la barbilla, hasta que la luz ilumina correctamente sus pómulos. Tal vez Z.G. prefiera pintarme y tocarme a mí -algo que siento como prohibido-, pero es el rostro de May el que vende de todo, desde cerillas hasta carburadores.
Se sitúa detrás del caballete. No le gusta que hablemos ni que nos movamos mientras pinta, pero nos entretiene poniendo música en el fonógrafo y charlando.
– ¿Para qué estamos aquí, Pearl?, ¿para ganar dinero o para divertirnos? -No espera a que le conteste. No quiere una respuesta-. ¿Para empañar o para bruñir nuestra reputación? Yo digo que ni para lo uno ni para lo otro. Lo que hacemos es otra cosa. Shanghai es el centro de la belleza y la modernidad. Un chino adinerado puede comprar cualquier cosa que vea en uno de nuestros calendarios. Los que tienen menos dinero pueden aspirar a poseer esas cosas. ¿Y los pobres? Los pobres sólo pueden soñar.
– Lu Hsün piensa de otro modo -dice May.
Suspiro con impaciencia. Todo el mundo admira a Lu Hsün, el gran escritor fallecido el año pasado, pero eso no significa que May tenga que hablar de él durante la sesión. Me quedo callada y quieta.
– Él quería una China moderna -continúa mi hermana-. Quería que nos libráramos de los lo fan y su influencia. Criticaba a las chicas bonitas.
– Lo sé, lo sé -replica Z.G. con calma, aunque May me ha sorprendido con sus conocimientos. No le gusta leer; nunca le ha gustado. Creo que intenta impresionar a Z.G., y lo está consiguiendo-. Yo estaba allí la noche que dio ese discurso. Te habrías reído, May. Y tú también, Pearl. Mostró un calendario en que aparecíais vosotras.
– ¿Cuál? -pregunto, rompiendo mi silencio.
– No lo compuse yo, pero salíais bailando un tango. Tú inclinabas a May hacia atrás. Era muy…
– ¡Ya me acuerdo! Mama se disgustó mucho cuando lo vio. ¿Te acuerdas, Pearl?
Sí, claro que me acuerdo. A mama le regalaron el cartel en la tienda de la calle Nanjing donde compra las compresas para las visitas mensuales de «la hermanita roja». Se puso a llorar y gritar, nos recriminó que avergonzáramos a la familia Chin vistiéndonos y comportándonos como bailarinas rusas. Tratamos de explicarle que, en realidad, los calendarios de chicas bonitas expresan el amor filial y los valores tradicionales. Los regalan por el Año Nuevo chino y por el occidental como incentivo, promoción especial o premio a los mejores clientes. Los calendarios pasan de esas casas buenas a los vendedores ambulantes, que los venden a los pobres por unos pocos peniques. Le dijimos que un calendario es la cosa más importante en la vida de cualquier chino, aunque ni nosotras nos lo creíamos. La gente, sea rica o pobre, regula su vida guiándose por el sol, la luna, las estrellas y, en Shanghai, las mareas del río Whangpoo. Nadie cerraría jamás un negocio, decidiría la fecha de una boda o plantaría una cosecha sin tener en cuenta los auspicios del feng shui. Los datos necesarios se encuentran en los márgenes de casi todos los calendarios de chicas bonitas, y por eso sirven de almanaque para cualquier acontecimiento, ya sea bueno o peligroso en potencia, del año venidero. Al mismo tiempo, son ornamentos baratos para los hogares humildes.
– Hacemos más bonita la vida de la gente -le explicó May a mama-. Por eso nos llaman chicas bonitas. -Pero mama no se calmó hasta que mi hermana señaló que se trataba de un anuncio de aceite de hígado de bacalao-. Contribuimos a que los niños crezcan sanos. ¡Deberías enorgullecerte de nosotras!
Al final mama colgó el calendario en la cocina, junto al teléfono, para anotar números de teléfono importantes -el del vendedor de leche de soja, el electricista, madame Garnet- y la fecha de nacimiento de todos nuestros criados en nuestros brazos y piernas, desnudos y pálidos. Sin embargo, después de ese incidente tuvimos más cuidado con qué carteles llevábamos a casa, y nos preocupaba cuáles podrían llegar a las manos de mama a través de algún comerciante del vecindario.
– Lu Hsün decía que los calendarios son depravados y repugnantes -declara May sin apenas mover los labios para no alterar su sonrisa-. Decía que las mujeres que posan para ellos están enfermas. Decía que esa clase de enfermedad no proviene de la sociedad…
– Proviene de los pintores -termina Z.G.-. Consideraba decadente lo que hacemos y decía que eso no ayudaría a la revolución. Pero dime, pequeña May, ¿cómo va a producirse la revolución sin nosotros? No me contestes. Quédate quieta y no digas nada. O nos pasaremos toda la noche aquí.
Agradezco el silencio. En la época anterior a la República, ya me habrían enviado a la casa de mi esposo, al que antes nunca habría visto en una silla de manos lacada en rojo. A estas alturas ya habría tenido varios hijos, varones a ser posible. Pero nací en 1916, el cuarto año de la República. Ya se había prohibido el vendado de los pies y la vida de las mujeres estaba cambiando. Ahora, los habitantes de Shanghai consideran que los matrimonios concertados son un atraso. Todo el mundo quiere casarse por amor. Entretanto, creemos en el amor libre. Y no es que yo lo haya practicado mucho. De hecho, no lo he practicado en absoluto, pero lo haría si Z.G. me lo pidiera.
Me ha colocado de modo que mi cara esté orientada hacia la de May, pero quiere que lo mire a él. Mantengo la postura, lo miro con fijeza y sueño con nuestro futuro juntos. El amor libre está muy bien, pero yo quiero que nos casemos. Todas las noches, mientras él pinta, me inspiro en las grandes celebraciones a que he asistido e imagino la boda que mi padre organizaría para nosotros.
Son casi las diez cuando oímos gritar al vendedor ambulante de sopa de wonton:
– ¡Sopa caliente para sudar, refrescar la piel y la noche!
Z.G. deja el pincel en el aire y finge cavilar sobre dónde aplicar la pintura, pero nos mira para ver cuál de las dos se moverá primero.
Cuando el vendedor ambulante pasa por debajo de la ventana, May se levanta y exclama:
– ¡No aguanto más!
Corre hacia la ventana, hace el pedido de siempre y baja un cuenco atado a la cuerda que hemos improvisado anudando varias medias de seda. El vendedor nos envía un cuenco de sopa tras otro, y los tomamos con fruición. Luego ocupamos de nuevo nuestras posiciones y seguimos trabajando.
Poco después de medianoche, Z.G. deja el pincel.
– Hemos terminado por hoy-anuncia-. Trabajaré en el fondo hasta el próximo día que vengáis a posar. ¡Vámonos a dar una vuelta!
Mientras él se pone un traje oscuro de raya diplomática, corbata y un sombrero de fieltro, May y yo nos desperezamos para desentumecer los músculos. Nos retocamos el maquillaje y nos cepillamos el pelo. Luego salimos los tres a la calle, cogidos del brazo, riendo; echamos a andar por la acera mientras los vendedores ambulantes anuncian sus productos.
– ¡Semillas de ginkgo tostadas! ¡Grandes y calientes!
– ¡Ciruelas en compota con regaliz en polvo! ¡Dulces! ¡Sólo diez peniques el paquete!
En casi todas las esquinas hay vendedores de sandías; cada uno tiene su propio reclamo, pero todos aseguran tener las mejores sandías de la ciudad: las más dulces, jugosas y frías. No les prestamos atención, pese a lo tentadores que resultan. Demasiados procuran que sus sandías parezcan más pesadas inyectándoles agua del río o de algún canal. Un solo mordisco podría provocarnos disentería, fiebre tifoidea o cólera.
Llegamos al Casanova, donde algunos amigos se reunirán con nosotros más tarde. A nosotras nos reconocen como chicas bonitas y nos acompañan hasta una mesa muy bien situada, cerca de la pista de baile. Pedimos unas copas de champán, y Z.G. me invita a bailar. Me encanta cómo me abraza mientras evolucionamos por la pista. Después de un par de canciones, miro hacia la mesa y veo a May allí sentada, sola.
– Quizá deberías bailar con mi hermana -sugiero.
– Como quieras.
Vamos bailando hasta la mesa. Z.G. le da la mano a May. La orquesta empieza un tema lento. May apoya la cabeza en el pecho del pintor, como si escuchara los latidos de su corazón. Él la guía con elegancia entre las otras parejas. En cierto momento, él me mira y sonríe. Mis pensamientos son muy infantiles: nuestra noche de bodas, nuestra vida conyugal, los hijos que tendremos.
– ¡Hola!
Noto un beso en la mejilla; alzo la cabeza y veo a Betsy Howell, mi amiga del colegio.
– ¿Llevas mucho rato esperando? -me pregunta.
– No, acabamos de llegar. Siéntate. ¿Dónde está el camarero? Vamos a necesitar más champán. ¿Ya has cenado?
Nos sentamos hombro con hombro, entrechocamos las copas y damos un sorbo de champán. Betsy es americana. Su padre trabaja para el Departamento de Estado. Me gustan sus padres porque les caigo bien y porque no impiden que Betsy se relacione con chinos, como hacen muchos padres extranjeros. Nos conocimos en la misión metodista, adonde a ella la enviaron a ayudar a los infieles y a mí a aprender las costumbres occidentales. ¿Es mi mejor amiga? No exactamente. Mi mejor amiga es May. Betsy ocupa el segundo lugar, pero a mucha distancia.
– Estás muy guapa -le digo-. Me encanta tu vestido.
– ¡Faltaría más! Me ayudaste a comprarlo. De no ser por ti, parecería una vaca.
Betsy es tirando a fornida y, por desgracia, su madre es una de esas americanas pragmáticas que no tienen ni idea de moda; por eso acompañé a mi amiga a una modista para que le hiciera algunos trajes decentes. Esta noche está muy guapa con un vestido tubo de raso bermellón, con un broche de diamantes y zafiros sobre el pecho izquierdo. Sus rizos rubios, sueltos, le acarician los hombros pecosos.
– Mira qué tiernos -dice, apuntando con la barbilla a Z.G. y May.
Los vemos bailar mientras cotilleamos sobre nuestras amigas del colegio. Cuando acaba la canción, Z.G. y May vuelven a la mesa. Esta noche el pintor tiene la suerte de gozar de la compañía de tres mujeres, y, cumpliendo con su obligación, baila con las tres.
Hacia la una llega Tommy Hu. May se ruboriza al verlo. Mama juega al majong con su madre desde hace muchos años, y ambas mujeres siempre han confiado en unir nuestras familias. Mama se alegrará mucho cuando se entere de este encuentro.
A las dos de la madrugada salimos del Casanova. Estamos en julio y hace un calor muy húmedo. Todo el mundo sigue despierto, incluso los niños y los ancianos. Ha llegado el momento de comer algo.
– ¿Vienes con nosotros? -le pregunto a Betsy.
– No lo sé. ¿Adónde vais?
Todos miramos a Z.G. Él menciona una cafetería de la Concesión Francesa, un sitio muy frecuentado por intelectuales, artistas y comunistas.
Betsy no lo duda ni un instante.
– Pues vamos. Podemos ir en el coche de mi padre.
El Shanghai que adoro es un lugar fluido, donde se mezclan gentes muy interesantes. A veces Betsy me lleva a tomar café americano y tostadas con mantequilla; a veces yo la llevo a los callejones a comer hsiao ch'ih, pequeñas bolas de arroz apelmazado envueltas en hojas de junco, o pastelillos hechos con pétalos de casia y azúcar. Cuando está conmigo, Betsy se vuelve aventurera; en una ocasión me acompañó a la ciudad vieja a comprar unos regalos. En ocasiones me da miedo entrar en los parques de la Colonia Internacional, adonde, hasta que cumplí diez años, los chinos tenían prohibido el acceso, salvo las niñeras a cargo de niños extranjeros y los jardineros. Pero cuando estoy con Betsy nunca tengo miedo ni me pongo nerviosa, porque ella siempre ha entrado en esos parques.
La cafetería está poco iluminada y llena de humo, pero no nos sentimos fuera de lugar con nuestra ropa elegante. Nos unimos a un grupo de amigos de Z.G. Tommy y May apartan sus sillas de la mesa para hablar tranquilamente y para evitar una acalorada discusión sobre a quién pertenece nuestra ciudad: a los británicos, a los americanos, a los franceses o a los japoneses. Los chinos superamos en número a los extranjeros, incluso en la Colonia Internacional, y sin embargo no tenemos derechos. A May y a mí no nos preocupa si podemos testificar en un tribunal contra un extranjero o si nos dejarán entrar en uno de sus clubs, pero Betsy proviene de otro mundo.
– Cada año -dice, abriendo mucho sus ojos claros y vehementes- se recogen más de veinte mil cadáveres de las calles de la Colonia Internacional. Todos los días pasamos por encima de esos cadáveres, pero no veo que vosotros hagáis nada al respecto.
Betsy cree en la necesidad del cambio. Supongo que la pregunta es por qué nos tolera a May y a mí, ya que no prestamos atención a lo que sucede alrededor.
– ¿Nos estás preguntando si amamos a nuestro país? -inquiere Z.G.-. Hay dos clases de amor, ¿no te parece? Ai kuo es el amor que sentimos por nuestro país y nuestro pueblo. Ai jen es lo que podría sentir por mi amante. Uno es patriótico; el otro, romántico. -Me mira y yo me sonrojo-. ¿Por qué no podemos tener ambos?
Salimos de la cafetería cerca de las cinco de la mañana. Betsy se despide agitando la mano y sube al coche de su padre, donde la espera el chófer. Les decimos buenas noches -o buenos días- a Z.G. y Tommy y paramos un rickshaw. Una vez más, cambiamos de rickshaw al llegar a la frontera de la Concesión Francesa, y luego continuamos hasta casa traqueteando por la calzada adoquinada.
La ciudad, como un mar inmenso, no ha dormido. La noche se consume, y empiezan a fluir los ciclos y los ritmos matutinos. Los orinaleros empujan sus carretillas por los callejones, gritando: «¡El orinalero! ¡Vacíen sus orinales!» Shanghai ha sido una de las primeras ciudades en tener electricidad, gas, teléfono y agua corriente, pero estamos muy atrasados en el tratamiento de las aguas residuales. Sin embargo, los campesinos de la región pagan precios muy elevados por nuestros residuos, muy ricos debido a nuestra dieta. Después de los orinaleros vienen los vendedores ambulantes matutinos, con sus gachas hechas de semillas de lágrimas de Job, hueso de albaricoque y semillas de loto, sus pastelillos de arroz cocidos con rosa rugosa y azúcar blanco, y sus huevos estofados en hojas de té con cinco especias.
Llegamos a casa y pagamos al conductor del rickshaw. Levantamos el pestillo de la verja y recorremos el sendero hasta la puerta principal. La humedad de la noche acentúa el aroma de las flores, los matorrales y los árboles, y nos embriaga el olor a jazmín, magnolia y pino enano que desprende nuestro jardín. Subimos los escalones de piedra y pasamos bajo la mampara de madera tallada que impide que los malos espíritus entren en la casa, una deferencia a las supersticiones de mama. Nuestros tacones resuenan sobre el parquet del recibidor. En el salón, situado a la izquierda, hay una luz encendida. Baba está despierto, esperándonos.
– Sentaos y no digáis nada -ordena, señalando el sofá que tiene justo enfrente.
Obedezco; luego entrelazo las manos sobre el regazo y cruzo los tobillos. Si lo hemos enfurecido, es mejor adoptar una actitud recatada. La expresión de angustia que tiene mi padre desde hace semanas se ha convertido en una máscara dura e inmóvil. Las palabras que pronuncia a continuación cambian mi vida para siempre:
– Os he concertado un matrimonio a las dos. La ceremonia se celebrará pasado mañana.
– ¡No tiene gracia! -exclama May con una risita.
– No es ninguna broma -contesta baba-. He concertado vuestros matrimonios.
Me cuesta asimilar sus palabras.
– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿Está enferma mama?
– Ya os lo he dicho, Pearl. Tenéis que escucharme y hacer lo que yo diga. Soy vuestro padre. Las cosas funcionan así.
Me gustaría poder expresar lo absurdo que suena.
– ¡No pienso casarme! -exclama May, indignada.
– Ya no vivimos en la época feudal -intento razonar-. No es como cuando os casasteis mama y tú.
– Tu madre y yo nos casamos en el segundo año de la República -refunfuña él, aunque ésa no es la cuestión.
– Pero fue un matrimonio concertado -replico-. ¿Ha venido una casamentera a preguntarte sobre nuestras habilidades para tejer, coser o bordar? -Mi voz refleja lo ridículo de la situación-. ¿Has comprado para mi dote un inodoro decorado con dibujos de dragones y aves fénix que simbolicen mi perfecta unión? ¿Vas a darle a May un inodoro lleno de huevos rojos que transmita a sus suegros el mensaje de que tendrá muchos hijos varones?
– Podéis decir lo que queráis -espeta baba con indiferencia-. Os casaréis.
– ¡No, no pienso casarme! -repite May. Sabe llorar a voluntad, y ahora empieza a derramar lágrimas-. No puedes obligarme.
Baba no le hace caso, y entonces comprendo que va en serio. Él me mira, y es como si me viera por primera vez.
– No me digáis que creíais que ibais a casaros por amor. -Su voz tiene un extraño deje, cruel y triunfante-. Nadie se casa por amor. Yo tampoco me casé por amor.
Noto un brusco respingo, me doy la vuelta y veo a mi madre, todavía en pijama, plantada en el umbral. Entra en la habitación, balanceándose sobre sus pies vendados, y se sienta en una silla labrada de madera de peral. Junta las manos y agacha la cabeza. Tras un momento, empiezan a caer lágrimas sobre sus manos. Nadie dice nada.
Me siento tan erguida como puedo para mirar a mi padre desde arriba, consciente de que eso le molesta. Luego le doy la mano a May. Juntas somos fuertes, y tenemos nuestras inversiones.
– Con todo el respeto, y hablo por las dos, debo pediros el dinero que habéis ahorrado para nosotras.
Mi padre esboza una mueca.
– Ya somos bastante mayores para vivir solas -continúo-. May y yo buscaremos un piso. Nos ganaremos la vida. Queremos decidir nuestro propio futuro.
Mientras hablo, May asiente con la cabeza y le sonríe a baba, pero no está tan encantadora como de costumbre. Tiene la cara hinchada y surcada de manchas rojas.
– No quiero que os vayáis a vivir solas -tercia mi madre cuando reúne el valor suficiente para hablar.
– No importa, no podéis hacerlo -interviene baba-. No hay dinero, ni vuestro ni mío.
Vuelve a producirse un silencio. Mi hermana y mi madre dejan que sea yo quien pregunte:
– ¿Qué has hecho?
Llevado por la desesperación, baba nos culpa a nosotras de sus problemas.
– Vuestra madre se pasa la vida yendo de visita y jugando con sus amigas. Y vosotras no paráis de gastar. Ninguna ve lo que está pasando delante de sus narices.
Tiene razón. Anoche, sin ir más lejos, me pregunté por qué nuestra casa tenía un aspecto tan dejado. Me pregunté qué había pasado con la lámpara, con los apliques de las paredes, con el ventilador y con…
– ¿Dónde están nuestros sirvientes? ¿Dónde están Pansy, Ah Pong y…?
– Los he despedido. Se han marchado todos, excepto el jardinero y el cocinero.
Claro, a ellos no podía echarlos. El jardín no tardaría en marchitarse, y los vecinos sabrían que estaba pasando algo. Y necesitamos al cocinero, pues mama sólo sabe supervisar y May y yo no sabemos cocinar ni el plato más sencillo. Eso no nos preocupa. Nunca se nos ha ocurrido que necesitáramos esa habilidad. Pero ¿y el criado de baba, las dos doncellas y el ayudante del cocinero? ¿Cómo ha podido baba hacer daño a tantas personas?
– ¿Lo has perdido jugando? ¡Pues recupéralo! -exijo-. Siempre lo recuperas.
Mi padre tiene fama de hombre importante, pero yo siempre lo he considerado inútil e inofensivo. Él me mira de una manera… Es como si lo viese desnudo.
– ¿Es muy grave? -Estoy furiosa, ¿cómo no estarlo? Pero siento lástima por mi padre y, aún más importante, por mi madre. ¿Qué va a ser de ellos? ¿Qué va a ser de todos nosotros?
Él agacha la cabeza.
– La casa, el negocio de rickshaws, vuestras inversiones, los pocos ahorros que tenía… Lo he perdido todo. -Tras una larga pausa, levanta la cabeza y me mira. Sus ojos denotan impotencia, sufrimiento y súplica.
– No hay finales felices -declara mama. Es como si todas sus agoreras predicciones se hubieran cumplido por fin-. No podéis luchar contra el destino.
Baba no le presta atención; apela a mi sentido del amor filial y a mi deber de hija mayor.
– ¿Quieres que tu madre tenga que mendigar en la calle? ¿Y qué me dices de vosotras? Sois chicas bonitas, y por tanto ya estáis cerca de convertiros en mujeres con tres agujeros. Lo único que queda por decidir es si os mantendrá un solo hombre o si caeréis tan bajo como las prostitutas que recorren Blood Alley en busca de marinos extranjeros. ¿Qué futuro preferís?
Tengo educación, pero ¿qué habilidades poseo? Le enseño inglés a un capitán japonés tres días a la semana. May y yo posamos para pintores, pero nuestros beneficios ni siquiera llegan para cubrir el coste de nuestros vestidos, sombreros, guantes y zapatos. No quiero ver a ninguno de nosotros convertido en mendigo. Y, desde luego, no quiero que May y yo tengamos que prostituirnos. Pase lo que pase, debo proteger a mi hermana.
– ¿Quiénes son los novios? -pregunto-. ¿Podemos conocerlos antes de casarnos?
May abre mucho los ojos.
– Eso va contra la tradición -responde baba.
– No me casaré con nadie sin haberlo visto antes -insisto.
– Ni lo soñéis. -May pronuncia esas palabras, pero su tono delata que se ha rendido.
Quizá en muchos aspectos nos comportemos como muchachas modernas, pero no podemos huir de lo que somos: obedientes hijas chinas.
– Son hombres de la Montaña Dorada -explica baba-. Dos hermanos americanos. Han venido a China a buscar esposa. En realidad es una buena noticia. La familia de su padre proviene del mismo distrito que la nuestra. Estamos emparentados. No tendréis que viajar a Los Ángeles con ellos. Los chinos americanos no tienen inconveniente en dejar a sus esposas aquí, para que cuiden de sus padres y sus antepasados; así, ellos pueden volver a América con sus rubias amantes lo fan. Consideradlo simplemente un acuerdo que salvará a nuestra familia. Pero si decidís marcharos con vuestros maridos, tendréis una casa bonita, sirvientes que limpiarán y lavarán por vosotras, y niñeras que cuidarán a vuestros hijos. Viviréis en Haolaiwu. En Hollywood. Sé que os gustan las películas. Te gustará, May. Estoy seguro. ¡Haolaiwu! ¡Imagínate!
– Pero ¡no los conocemos de nada! -grita ella.
– Pero conocéis a su padre -replica baba con calma-. Conocéis al venerable Louie.
May esboza una mueca de repugnancia. Sí, claro que lo conocemos. Nunca me ha gustado la anticuada costumbre de mama de emplear tratamientos pero, para May y para mí, el enjuto chino extranjero de expresión severa siempre ha sido el venerable Louie. Como dice baba, vive en Los Ángeles, pero viene a Shanghai todos los años para supervisar los negocios que mantiene aquí. Posee una empresa donde fabrican muebles de ratán y otra de porcelana barata para la exportación. Pero no me importa lo rico que sea el venerable Louie. Nunca me ha gustado cómo nos mira: parece un gato relamiéndose. Por mí no me importa -puedo soportarlo-, pero May sólo tenía dieciséis años la última vez que él vino a la ciudad. No debió comérsela con la mirada como hizo, teniendo la edad que tenía -sesenta y tantos, como mínimo-; pero baba no dijo nada, y se limitó a pedirle a May que les sirviera más té.
Entonces me doy cuenta.
– ¿Es el venerable Louie quien te ha hecho perderlo todo?
– No exactamente…
– Entonces, ¿quién ha sido?
– Es difícil saberlo. -Baba tamborilea en la mesa y desvía la mirada-. He perdido un poco aquí, un poco allá…
– Sin duda, porque si no, no habrías perdido también mi dinero y el de May. Esto debió de empezar hace meses, quizá incluso años.
– Pearl… -Mama procura impedir que siga hablando, pero mi rabia se desborda.
– Tus pérdidas deben de haber sido enormes para poner en peligro todo esto. -Extiendo un brazo para abarcar la habitación, los muebles, la casa, todo cuanto él construyó para nosotras-. ¿A cuánto asciende exactamente tu deuda y cómo vas a saldarla?
May deja de llorar. Mi madre permanece callada.
– Le debo dinero al venerable Louie -reconoce por fin baba, a su pesar-. Permitirá que vuestra madre y yo sigamos viviendo aquí si May se casa con su hijo menor y tú con el mayor. Tendremos un techo y algo para comer hasta que yo consiga trabajo. Vosotras, hijas nuestras, sois nuestro único capital.
May se tapa la boca con el dorso de la mano, se levanta y sale de la habitación.
– Dile a tu hermana que concertaré una cita para esta tarde -añade mi padre-. Y podéis dar gracias de que haya acordado vuestros matrimonios con dos hermanos. Así siempre estaréis juntas. Y ahora, sube a tu habitación. Tu madre y yo tenemos mucho de que hablar.
Al otro lado de la ventana, los vendedores de desayunos se han retirado y un torrente de mercachifles ha ocupado su lugar. Sus voces nos cantan, hechizándonos, tentándonos:
– ¡Pu, pu, pu, raíz de junco para dar brillo a los ojos! ¡Dádsela a vuestros hijos y no tendrán sarpullidos en todo el verano!
– ¡Hou, hou, hou, deja que te afeite la cara, que te corte el pelo, que te corte las uñas!
– ¡.A-hu-a, a-hu-a, sal a vender tus trastos viejos! ¡Cambio botellas extranjeras y cristal roto por cerillas!
Un par de horas más tarde, a mediodía, llego a la zona de Hongkew conocida como Little Tokyo para dar clase a mi alumno. ¿Por qué no lo he cancelado? Cuando el mundo se derrumba, lo cancelas todo, ¿no? Pero May y yo necesitamos el dinero.
Aturdida, subo en ascensor hasta el apartamento del capitán Yamasaki. Formó parte del equipo olímpico japonés en 1932 y le gusta revivir sus glorias en Los Ángeles. No es mala persona, pero está obsesionado con May. Mi hermana cometió el error de salir con él varias veces, y el capitán me pregunta por ella antes de cada clase.
– ¿Dónde está tu hermana? -me pregunta en inglés cuando termino de revisar sus deberes.
– Está enferma -miento-. Está durmiendo.
– Lo lamento. Todos los días te pregunto cuándo volverá a salir conmigo. Todos los días me contestas que no lo sabes.
– Todos los días no. Sólo nos vemos tres veces por semana.
– Por favor, ayúdame a casarme con May. Te daré…
Me entrega una hoja de papel donde ha anotado las condiciones de la boda. Veo que ha empleado su diccionario japonés-inglés, pero, francamente, es demasiado para mí. Miro el reloj. Todavía me quedan quince minutos. Doblo la hoja y la guardo en el bolso.
– Lo corregiré y se lo devolveré en nuestra próxima clase.
– ¡Dáselo para May!
– Dáselo a May -lo corrijo-. Lo haré, pero tenga en cuenta que ella es demasiado joven para casarse. Mi padre no lo permitirá. -Con qué facilidad salen las mentiras de mi boca.
– Debería. Debe. Son tiempos de amistad, cooperación y prosperidad. Las razas asiáticas deberían unirse contra Occidente. Los chinos y los japoneses somos hermanos.
Eso no es cierto. Nosotros los llamamos «bandidos enanos» y «micos». Pero el capitán siempre insiste en ese tema, y ya domina los eslóganes en inglés y en chino.
Me mira con resentimiento.
– No vas a dárselo, ¿verdad? -inquiere, y como no contesto lo bastante deprisa, frunce el entrecejo-. No me fío de las jóvenes chinas. Siempre mienten.
No es la primera vez que me lo dice, y su afirmación me molesta tanto como las otras veces.
– No le miento -protesto, pese a que lo he hecho varias veces desde que hemos empezado esta clase.
– Las jóvenes chinas nunca cumplen la promesa. Sus corazones mienten.
– Sus promesas. Mienten -vuelvo a corregir. Necesito desviar la conversación hacia otro tema. Hoy se me ocurre fácilmente-: ¿Le gustó Los Ángeles?
– Sí, mucho. Pronto volveré a América.
– ¿Para participar en otro campeonato de natación?
– No.
– ¿Para estudiar?
– No; voy a ir como… -empieza, pero recurre al chino para utilizar una palabra que conoce muy bien en nuestra lengua-: conquistador.
– ¿En serio? ¿Cómo es eso?
– Vamos a marchar hasta Washington -contesta volviendo al inglés-. Las jóvenes yanquis nos lavarán la ropa.
Se echa a reír. Yo también. Seguimos así un rato.
En cuanto pasa la hora de clase, cojo mi dinero, escaso, y me voy a casa. May duerme. Me tumbo a su lado, pongo una mano en su cadera y cierro los ojos. Me gustaría quedarme dormida, pero mi pensamiento me sacude con imágenes y emociones. Me creía muy moderna. Creía que podía tomar mis propias decisiones. Creía que no me parecía en nada a mi madre. Sin embargo, la afición de baba al juego ha dado al traste con todo eso. Van a venderme -a canjearme, como han hecho con tantas jóvenes antes que conmigo- para ayudar a mi familia. Me siento tan atrapada e impotente que casi no puedo respirar.
Intento convencerme de que la situación no es tan grave como parece. Mi padre afirma que no estaremos obligadas a irnos con esos desconocidos a la otra punta del mundo. Si lo preferimos, firmaremos los papeles, nuestros «maridos» se marcharán y la vida seguirá como siempre, con una única gran diferencia: tendremos que dejar la casa paterna y ganarnos la vida. Esperaré a que mi marido salga del país, alegaré abandono y conseguiré el divorcio. Y entonces me casaré con Z.G. (Tendrá que ser una boda más sencilla que la que había imaginado, quizá sólo una fiesta en alguna cafetería, con nuestros amigos pintores y algunas modelos de calendario.) Me buscaré un trabajo serio, de día. May vivirá con nosotros hasta que se case. Nos cuidaremos la una a la otra. Saldremos adelante.
Me incorporo y me froto las sienes. Tengo unos sueños estúpidos. Quizá lleve demasiado tiempo viviendo en Shanghai.
Sacudo suavemente a mi hermana por el hombro.
– Despierta, May.
Abre los ojos, y por un instante veo todo el encanto y toda la ingenuidad que guarda en su interior desde que era una cría. Luego se acuerda de lo que ha pasado y su rostro se ensombrece.
– Tenemos que vestirnos -le digo-. Casi ha llegado la hora de conocer a nuestros maridos.
¿Qué nos ponemos? Los hijos de Louie son chinos, de modo que quizá debamos vestir cheongsams tradicionales. Aunque también son americanos, así que tal vez sea mejor llevar algo que les demuestre que nosotras también estamos occidentalizadas. No queremos complacerlos, pero tampoco estropear el trato. Optamos por unos vestidos de rayón con estampado de flores. Finalmente nos miramos, nos encogemos de hombros como admitiendo lo inútil que nos parece todo esto, y salimos de casa.
Llamamos a un conductor de rickshaw para que nos lleve al lugar que mi padre ha acordado para la cita: la puerta del jardín Yu Yuan, en el centro de la ciudad vieja. El hombre -calvo y con cicatrices de tiña- nos lleva bajo el calor entre la multitud; atravesamos el canal Soochow por el puente del Jardín y recorremos el Bund, la ribera del río Whangpoo. Pasamos al lado de diplomáticos, colegialas con uniforme almidonado, prostitutas, caballeros y sus damas, y miembros del famoso Clan Verde, vestidos de negro. Ayer, esta mezcla resultaba emocionante. Hoy me parece una atmósfera sórdida y opresiva.
El río Whangpoo se desliza a nuestra izquierda como una serpiente indolente; su mugrienta piel se levanta, late y resbala. En Shanghai no se puede huir del río; todas las calles de la ciudad que van hacia el este acaban en él. Por el Whangpoo navegan buques de guerra de Gran Bretaña, Francia, Japón, Italia y Estados Unidos. Los sampanes -en los que cuelgan cuerdas, ropa y redes- se apiñan como insectos sobre el cuerpo de un animal muerto. Se disputan el derecho de paso entre los transatlánticos y las balsas de bambú. Los culis, desnudos hasta la cintura y sudorosos, llenan los muelles, donde descargan opio y tabaco de los barcos mercantes, arroz y grano de los juncos que vienen de río arriba, y salsa de soja, cestos de pollos y enormes fardos de esteras de ratán enrolladas de las gabarras fluviales.
A nuestra derecha se alzan espléndidos edificios de seis plantas, palacios extranjeros de riqueza, avidez y avaricia. Dejamos atrás el hotel Cathay con su tejado en forma de pirámide, la Aduana con su gran torre del reloj, y el Banco de Hong Kong y Shanghai con sus majestuosos leones de bronce, que incitan a los transeúntes a frotarles las garras, un gesto que garantiza suerte a los hombres e hijos varones. Llegamos a la Concesión Francesa, pagamos el trayecto y continuamos a pie por el Quai de France. Unas manzanas más allá, nos alejamos del río y entramos en la ciudad vieja.
Nos encontramos en un escenario feo y desalentador; es como irrumpir en el pasado, y eso es precisamente lo que baba quiere que hagamos casándonos con esos hombres. Sin embargo, hemos venido, obedientes como perros, estúpidas como búfalos de agua. Me tapo la nariz con un pañuelo perfumado con lavanda para aislarme del olor a muerte, aguas negras, aceite de cocina rancio y carne cruda para la venta que se pudre con el calor.
Normalmente no presto atención a las vistas desagradables de mi ciudad natal, pero hoy mis ojos se sienten atraídos por ellas. Hay mendigos tuertos con las extremidades quemadas y reducidas a muñones; sus propios padres los han mutilado para que inspiren más lástima. Algunos exhiben llagas putrefactas y horrendos tumores que inflan con bombas de bicicleta hasta que alcanzan un tamaño repugnante. Recorremos callejones donde cuelgan vendas para los pies, pañales y pantalones hechos jirones. En la ciudad vieja, las mujeres que lavan esas prendas son demasiado perezosas para escurrirlas, y el agua que cae nos moja como si fuera lluvia. Cada paso que damos nos recuerda dónde podríamos acabar si renunciamos a casarnos.
Encontramos a los hijos de Louie en la puerta del jardín Yu Yuan. Nos dirigimos a ellos en inglés, pero no parecen interesados en contestarnos en ese idioma. Su padre es de los Cuatro Distritos de Cantón, de modo que hablan sze yup; como May no conoce ese dialecto, yo le traduzco lo que decimos. Como muchos de nosotros, ellos han adoptado nombres occidentales. El mayor se señala el pecho y dice:
– Sam. -Luego apunta a su hermano y añade-: Él se llama Vernon, pero nuestros padres lo llaman Vern.
Amo a Z.G., así que, por muy perfecto que sea Sam Louie, nunca me gustará. Y el novio de May, Vern, sólo tiene catorce años. Ni siquiera ha empezado a madurar; todavía es un niño. A baba se le olvidó mencionar este detalle.
Nos miramos unos a otros, y a ninguno parece gustarle mucho lo que ve. Desviamos los ojos hacia el suelo, hacia el cielo, hacia cualquier sitio. Se me ocurre que quizá ellos tampoco quieran casarse con nosotras. Si ése es el caso, todos podemos plantearnos esto como una transacción comercial. Firmaremos los papeles y volveremos a nuestra vida de siempre, sin corazones destrozados ni sufrimiento. Pero eso no significa que la situación no resulte violenta.
– ¿Por qué no damos un paseo? -propongo.
Nadie me contesta, pero cuando echo a andar todos me siguen. Arrastrando los pies, recorremos los senderos laberínticos y pasamos junto a estanques, composiciones rocosas y grutas. La brisa caliente mece los sauces, y ese movimiento proporciona una ilusión de frescor. Los pabellones de madera labrada y laca dorada evocan el pasado. Todo está diseñado para crear una atmósfera de equilibrio y unidad, pero el jardín lleva toda la mañana achicharrándose al sol de julio, y por la tarde la atmósfera está cargada y resulta sofocante.
El pequeño Vern corre hacia una de las elevaciones rocosas y trepa por la escarpada pared. May me mira, y en silencio me pregunta: «¿Y ahora qué?» No tengo respuesta, y Sam tampoco ofrece ninguna. May se da la vuelta, desciende por la pendiente hasta el pie de las rocas y empieza a llamar con voz queda al chico, intentando convencerlo de que baje. No creo que Vern entienda lo que le está diciendo, porque se queda arriba; parece un pirata oteando el mar. Sam y yo seguimos caminando hasta la Roca de Jade Exquisito.
– Ya había venido aquí otras veces -murmura él con timidez-. ¿Conoces la historia de cómo llegó la roca hasta este jardín?
No le contesto que suelo evitar la ciudad vieja. Procuro ser educada y digo:
– Vamos a sentarnos y me la cuentas.
Encontramos un banco; nos sentamos y nos quedamos mirando la roca, que para mí es como otra cualquiera.
– Durante la dinastía Sung del Norte, el emperador Hui Tsung estaba sediento de curiosidades. Mandaba enviados a las provincias del sur para que buscaran las mejores del país. Los enviados encontraron esta roca y la cargaron en un barco. Pero nunca llegó al palacio. Una tormenta (o quizá un tifón, o quizá los dioses del río enfurecidos) hundió el barco en el Whangpoo.
Sam tiene una voz agradable: no suena demasiado fuerte, autoritaria ni superior. Mientras habla, yo le miro los pies. Sam ha estirado las piernas delante de sí, descansando el peso en los talones de sus zapatos nuevos de piel. Reúno valor para dirigir la vista hacia su cara. Es bastante atractivo; de hecho, me atrevería a decir que es guapo. Delgado, tiene la cara alargada como una semilla de arroz, y eso exagera la prominencia de sus pómulos. Tiene la piel más oscura de lo que me gusta, pero eso es comprensible, pues vive en Hollywood. He leído que a las estrellas de cine les gusta tomar el sol hasta que su piel se vuelve marrón. Su pelo no es completamente negro; el sol le arranca destellos rojizos. Aquí dicen que esa tonalidad de cabello revela una alimentación deficiente. Quizá en América la comida sea tan nutritiva y abundante que también provoca ese cambio. Va elegantemente vestido. Hasta yo sé reconocer que el traje que lleva se lo han confeccionado hace poco. Y trabaja en el negocio de su padre. Si no estuviera enamorada de Z.G., me parecería un buen pretendiente.
– La familia Pan sacó la roca del río y la trajo aquí -continúa-. Como verás, satisface todos los requisitos que debe cumplir una buena roca: parece porosa como una esponja, tiene una forma bonita y te induce a pensar en su historia milenaria -concluye, y se queda callado.
A lo lejos, May bordea la formación rocosa con los brazos en jarras; el enfado que irradia se extiende por el jardín. Llama a Vern por última vez, y luego se da la vuelta para ver dónde estoy. Alza las manos, derrotada, y viene hacia nosotros.
Sam, que sigue a mi lado, dice:
– Me gustas. ¿Yo te gusto?
Asiento con la cabeza; considero que es la mejor respuesta.
– Bueno. Le diré a mi padre que seremos felices juntos.
Nos despedimos con la mano de Sam y Vern, y busco un rickshaw. May sube al vehículo, pero yo no.
– Vete a casa -le digo-. Tengo que hacer una cosa. Nos veremos más tarde.
– Es que necesito hablar contigo. -Aferra los reposabrazos del rickshaw con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos-. Vern no me ha dicho ni una sola palabra.
– Porque no hablas sze yup.
– No se trata sólo de eso. Parece un crío. Es un crío.
– No importa, May.
– No puedes decir eso. A ti te ha tocado el más guapo.
Intento explicarle que esto no es más que un negocio, pero no quiere escucharme. Enojada, da un fuerte pisotón, y el conductor tiene que sujetar con fuerza el rickshaw para equilibrarlo.
– ¡No quiero casarme con él! Si no hay más remedio, deja que me case con Sam.
Suspiro con impaciencia. Estos ataques de celos y testarudez son muy propios de May, pero resultan tan inofensivos como la lluvia de una tarde de verano. Mis padres y yo sabemos que la mejor forma de manejarlos es permitírselos y esperar a que remitan.
– Ya hablaremos de eso más tarde. Nos veremos en casa.
Le hago una seña al conductor, que echa a trotar descalzo por la calzada adoquinada. Espero hasta que doblan la esquina y luego me dirijo hacia la antigua Puerta del Oeste, donde encuentro otro rickshaw. Le doy al conductor la dirección de Z.G., en la Concesión Francesa.
Cuando llego al edificio, subo corriendo la escalera y llamo a la puerta. Él me abre con una camiseta sin mangas y unos pantalones holgados, sujetos con una corbata a modo de cinturón. De sus labios cuelga un cigarrillo. Se lo cuento todo: que mi familia se ha arruinado, que May y yo tenemos que casarnos con dos chinos extranjeros y que estoy enamorada de él.
Por el camino, he pensado en las diferentes formas en que él podría reaccionar. He pensado que podría decir algo como: «No creo en el matrimonio, pero te amo, y quiero que vivas aquí conmigo.» He pensado que podría mostrarse valeroso: «Nos casaremos. Todo se arreglará.» He pensado que podría preguntarme por May e invitarla a vivir con nosotros. «La quiero como a una hermana», diría. Hasta he pensado que podría enfurecerse, salir corriendo en busca de baba y darle la paliza que se merece. Al final, dice la única cosa que no había previsto:
– Tienes que casarte. Parece un buen partido, y tu obligación es obedecer a tu padre. Cuando seas una niña, obedece a tu padre; cuando seas una esposa, obedece a tu esposo; cuando seas una viuda, obedece a tu hijo. Todos sabemos que así es como debe ser.
– ¡Yo no creo en nada de eso! Y creía que tú tampoco. Esa forma de pensar es propia de mi madre, no de ti. -Estoy dolida, pero sobre todo furiosa-. ¿Cómo puedes decirme algo así? Nos queremos. A la mujer que se ama no se le dicen esas cosas.
Z.G. no responde, pero su rostro logra expresar hastío y enfado por tener que tratar con una joven tan infantil.
Como estoy herida e indignada, y como soy demasiado joven para comportarme como es debido, me marcho precipitadamente. Bajo la escalera pisando fuerte, llorando, y me pongo en ridículo ante la casera de Z.G. actuando como una joven tan mimada como mi hermana May. No tiene ningún sentido, pero muchas mujeres -y también hombres- tienen arrebatos y se comportan de forma irreflexiva. Pienso… No sé qué pienso. Que Z.G. bajará corriendo detrás de mí. Que me abrazará, como en las películas. Que esta noche me raptará de la casa de mis padres y nos fugaremos. Que, en el peor de los casos, me casaré con Sam y luego tendré una relación que durará el resto de mi vida con la persona que amo, como hacen muchas mujeres de Shanghai hoy en día. Ése no sería un mal final, ¿verdad?
Cuando le cuento a May lo que ha pasado con Z.G., ella palidece, compadecida.
– No sabía que sintieras eso por él. -Habla con una voz tan débil y reconfortante que apenas la oigo.
Me abraza mientras lloro. Cuando paro de llorar, noto un temblor que proviene de lo más hondo de mi hermana. Estamos muy unidas. Pase lo que pase, juntas sobreviviremos.
Llevo mucho tiempo soñando con mi boda con Z.G., pero mi boda con Sam no se parece en nada a lo que había imaginado. No hay encaje de Chantilly, ni velo de ocho metros, ni fragantes cascadas de flores para la ceremonia occidental. Para el banquete chino, May y yo no nos ponemos vestidos rojos bordados y tocados de ave fénix que tiemblan al caminar. No hay una gran reunión familiar, no se intercambian cotilleos ni chistes; no hay niños correteando, riendo y chillando. A las dos de la tarde vamos al juzgado, donde nos esperan Sam, Vern y su padre. El venerable Louie es tal como lo recordaba: enjuto y de expresión adusta. Entrelaza las manos a la espalda y mira cómo las dos parejas firmamos los papeles: casados, 24 de julio de 1937. A las cuatro vamos al consulado americano a rellenar unos formularios para obtener nuestros visados. May y yo marcamos las casillas que indican que nunca hemos estado en la cárcel, en una casa de beneficencia ni en un manicomio; que no somos alcohólicas, anarquistas, mendigas profesionales, prostitutas, idiotas, imbéciles, débiles mentales, epilépticas, tuberculosas, analfabetas, ni padecemos inferioridad psicopática (signifique eso lo que signifique). En cuanto firmamos los impresos, el venerable Louie los dobla y se los guarda en el bolsillo de la chaqueta. A las seis, nos reunimos con baba y mama en un hotel anodino para chinos y extranjeros en mala racha, y luego cenamos en el comedor principal: los cuatro recién casados, nuestros padres y el venerable Louie. Baba se esfuerza en animar la conversación, pero ¿qué podemos decir? Hay una orquesta, pero nadie baila. Los platos vienen y van, pero hasta el arroz se me atraganta. Baba nos dice a May y a mí que sirvamos el té, como marca la tradición, pero el venerable Louie rechaza el ofrecimiento con un ademán.
Finalmente llega la hora de retirarnos a nuestras respectivas cámaras nupciales. Mi padre me susurra al oído:
– Ya sabes qué tienes que hacer. Una vez hecho, todo esto habrá terminado.
Sam y yo vamos a nuestra habitación. Él parece más tenso que yo. Se sienta en el borde de la cama, encorvado, y se mira las manos. He dedicado muchas horas a imaginar mi boda con Z.G., y también a imaginar nuestra noche de bodas y lo romántica que sería. Ahora pienso en mi madre, y por fin comprendo por qué siempre ha dado tan poco valor a las relaciones esposo-esposa. «Haces lo que tienes que hacer, y luego te olvidas», le he oído decir muchas veces.
No espero a que Sam se acerque, me abrace o me ablande con besos en el cuello. Me planto en medio de la habitación, me desabrocho el alamar del cuello, paso al alamar del pecho, y luego suelto el de la axila. Sam levanta la cabeza y me mira mientras yo desato los treinta alamares que recorren todo mi costado derecho. Dejo que el vestido resbale por mis hombros. Me balanceo un poco, insegura; pese a que hace una noche calurosa, siento frío. Mi coraje me ha traído hasta aquí, pero no sé qué hacer ahora. Él se levanta. Me muerdo el labio.
Todo resulta muy incómodo. Me da la impresión de que Sam no se atreve a tocarme, pero ambos hacemos lo que se espera de nosotros. Una punzada de dolor, y todo ha terminado. Mi marido se queda un momento encima de mí, apoyado en los codos, y me mira a los ojos. Yo no le devuelvo la mirada: observo la banda trenzada que sujeta la cortina. Estaba tan deseosa de terminar con esto que no he echado las cortinas. ¿Me convierte eso en una descarada o una desesperada?
Se separa de mí y se tumba de lado. Yo no me muevo. No quiero hablar, pero tampoco puedo dormir. Quizá esta noche y este momento pierdan toda importancia tras una vida entera de noches con mi verdadero esposo, quienquiera que sea. Pero ¿y May?
Me levanto cuando la habitación todavía está a oscuras, me doy un baño y me visto. Luego me siento en una silla, junto a la ventana, y contemplo dormir a Sam. Él despierta, sobresaltado, justo antes del amanecer. Mira alrededor como si no supiera dónde se halla. Entonces me ve y parpadea. Imagino lo que siente: un bochorno enorme por estar en esta habitación, y una especie de pánico al constatar que está desnudo, que yo estoy sentada a escasa distancia de él y que tiene que levantarse y vestirse. Desvío la mirada, como hice anoche. Sam se desliza hacia mi lado de la cama, sale de entre las sábanas y se dirige rápidamente al cuarto de baño. La puerta se cierra y oigo correr el agua del grifo.
Cuando llegamos al comedor, encontramos a Vern y May sentados a la mesa con el venerable Louie. El cutis de May ha adquirido el color del alabastro: blanco y con un tinte verdoso bajo la superficie. Vern estruja el mantel entre los puños; no levanta la cabeza cuando Sam y yo nos sentamos, y caigo en la cuenta de que todavía no lo he oído hablar.
– Ya he pedido -dice el venerable Louie, y se dirige al camarero-: Asegúrese de que nos lo traigan todo a la vez.
Bebemos el té a pequeños sorbos. Nadie hace comentarios sobre el paisaje, sobre la decoración del hotel ni sobre lo que estos chinos americanos van a visitar hoy.
El venerable Louie chasquea los dedos. El camarero vuelve a nuestra mesa. Mi suegro -qué extraña resulta esa palabra- le hace una seña para que se incline y le susurra algo al oído. El camarero se endereza, frunce los labios y sale del comedor. Regresa unos minutos más tarde con dos sirvientas, cada una de las cuales lleva una tela doblada.
El venerable Louie le hace señas a una de ellas para que se acerque, y le coge el fardo. Empieza a desplegar la tela y comprendo, horrorizada, que se trata de la sábana bajera de mi cama o la de May. Los clientes que se encuentran en el comedor muestran diferentes grados de interés. La mayoría de los extranjeros no parecen entender qué está pasando, aunque hay una pareja que sí, y se muestra consternada. Los chinos, en cambio -tanto los clientes como el personal del hotel-, parecen divertidos y curiosos.
Los dedos del venerable Louie se detienen en cuanto llegan a una mancha de sangre.
– ¿A qué habitación corresponde esta sábana? -le pregunta a la criada.
– A la trescientos siete -contesta la muchacha.
El venerable Louie mira a sus hijos e inquiere:
– ¿Quién ocupaba esa habitación?
– Yo -contesta Sam.
Su padre suelta la sábana. Entonces coge la de May, e inicia de nuevo su desagradable examen. May despega los labios y respira lentamente por la boca. La sábana sigue moviéndose. La gente que nos rodea nos mira con atención. Bajo la mesa, noto que una mano se posa en mi rodilla. Es la mano de Sam. Cuando el venerable Louie llega al final de la sábana sin encontrar ninguna mancha de sangre, May se inclina hacia delante y vomita encima de la mesa.
Eso pone fin al desayuno. Nos piden un coche, y unos minutos más tarde, May, el venerable Louie y yo nos dirigimos a la casa de mis padres. Cuando llegamos, no hay charla superficial, no se sirve té, no hay palabras de felicitación, sino sólo recriminaciones. Cuando el venerable Louie empieza a hablarle a baba, abrazo a May por la cintura.
– Habíamos hecho un trato. -Utiliza un tono áspero que no deja lugar a la discusión-. Una de tus hijas te ha fallado. -Levanta una mano para impedir que mi padre ofrezca una excusa-. Te lo perdonaré. La muchacha es muy joven, y mi hijo…
Siento un profundo alivio al comprender que el venerable Louie da por sentado que anoche mi hermana y Vern no hicieron lo que se suponía que tenían que hacer, y no que lo hicieron y que mi hermana no era virgen. El resultado de esa segunda posibilidad es tan horripilante que ni siquiera me atrevo a contemplarlo: un examen médico. Si el médico encontrara a May intacta, no estaríamos peor que ahora. En el caso contrario, la obligarían a confesar, se anularía el matrimonio alegando que ella ya había tenido relaciones con otro hombre, mi padre volvería a tener problemas de dinero, quizá peores, y nuestro futuro estaría de nuevo en el aire, por no mencionar que la reputación de May quedaría mancillada para siempre -incluso en estos tiempos modernos- y la posibilidad de que se casara con el hijo de una buena familia -como Tommy Hu- desaparecería.
– Nada de eso importa -le dice Louie a mi padre, pero tengo la impresión de que responde a mis pensamientos-. Lo que importa es que están casados. Como ya sabes, mis hijos y yo tenemos asuntos que atender en Hong Kong. Nos vamos mañana, pero estoy preocupado. ¿Qué garantía tengo de que tus hijas se reunirán con nosotros? Nuestro barco zarpa hacia San Francisco el diez de agosto. Sólo faltan diecisiete días.
Se me hace un nudo en el estómago. ¡Baba ha vuelto a mentirnos! May se separa de mí y corre escaleras arriba, pero yo no la sigo. Me quedo mirando a mi padre, con la esperanza de que diga algo. Pero no dice nada. Se retuerce las manos y adopta una actitud tan servil como la de un conductor de rickshaw.
– Me llevo sus ropas -decide el venerable Louie.
No espera que baba discuta, ni que yo ponga objeciones. Cuando empieza a subir la escalera, mi padre y yo lo seguimos. El venerable Louie abre una puerta tras otra hasta encontrar la habitación donde está May llorando sobre la cama. Al vernos, mi hermana se mete en el cuarto de baño y cierra de un portazo. La oímos vomitar otra vez. El anciano abre el armario, agarra un montón de vestidos y los lanza sobre la cama.
– No puede llevárselos -protesto-. Los necesitamos para posar.
– Los necesitaréis en vuestro nuevo hogar -me corrige-. A los maridos les gusta ver bien arregladas a sus esposas.
Es frío pero poco sistemático, despiadado pero ignorante. Deja nuestra ropa occidental en el armario o la tira al suelo, seguramente porque desconoce cuál es la moda en Shanghai este año. No coge el chal de armiño porque es blanco, el color de la muerte, pero sí una estola de zorro que May y yo compramos de segunda mano hace unos años.
– Pruébatelos -me ordena, tendiéndome un montón de sombreros que ha cogido del estante superior del armario, y yo obedezco-. Ya basta. Puedes quedarte con el verde y esa cosa con plumas. El resto me lo llevo. -Mira con desdén a mi padre-. Enviaré a buscar todo esto más tarde. Espero que ni tú ni tus hijas toquéis nada. ¿Me has entendido?
Baba asiente con la cabeza. El venerable Louie se vuelve hacia mí y me mira de arriba abajo.
– Tu hermana está enferma. Sé buena y ayúdala -dice, y se marcha.
Llamo a la puerta del cuarto de baño. May abre un poco, y entro. Está tumbada en el suelo, con la mejilla contra las baldosas. Me siento a su lado.
– ¿Te encuentras bien?
– Creo que me ha sentado mal el cangrejo de la cena. No es temporada de cangrejo, y no debí comerlo.
Me apoyo en la pared y me froto los ojos. ¿Cómo es posible que dos chicas bonitas hayan caído tan bajo en tan poco tiempo? Dejo las manos en el suelo y me quedo mirando el dibujo de azulejos amarillos, negros y azul turquesa que trepa por la pared.
Más tarde, unos culis vienen a llevarse nuestra ropa en cajones de madera. Los suben a un camión bajo la mirada de nuestros vecinos. En medio de todo eso, llega Sam. En lugar de dirigirse a mi padre, viene directamente hacia mí.
– Tenéis que coger un barco el siete de agosto para reuniros con nosotros en Hong Kong -me dice-. Mi padre ha comprado billetes para que viajemos juntos a San Francisco tres días más tarde. Éstos son vuestros documentos de inmigración. Mi padre dice que todo está en orden y que no tendremos problemas para entrar, pero quiere que también estudiéis este manual, por si acaso. -Lo que me entrega no es un libro, sino unas hojas dobladas y cosidas a mano-. Aquí están las respuestas que debéis dar a los inspectores si surge algún problema al bajar del barco. -Hace una pausa y frunce el entrecejo. Seguramente está pensando lo mismo que yo: ¿por qué debemos estudiar ese manual si todo está en orden?-. No te preocupes -agrega en tono confidencial, como si yo necesitara que me tranquilizara y su voz fuera a reconfortarme-. En cuanto hayamos pasado por inmigración, cogeremos otro barco que nos llevará a Los Ángeles.
Miro los papeles.
– Lo siento -añade Sam, y casi lo creo-. Lo siento mucho, por todo.
Se da la vuelta para marcharse, y mi padre -que de pronto recuerda que es el anfitrión- le pregunta:
– ¿Quieres que te busque un rickshaw?
Sam me mira y contesta:
– No, no. Me parece que iré a pie.
Lo miro hasta que dobla la esquina, y entonces entro en casa y tiro a la basura los papeles que me ha dado. El venerable Louie, sus hijos y baba se equivocan mucho si creen que esto va a llegar muy lejos. Pronto los Louie estarán a bordo de un barco que los llevará a miles de kilómetros de aquí. Ya no podrán engañarnos ni obligarnos a hacer nada que no queramos hacer. Todos hemos pagado un precio por las apuestas de mi padre. Él ha perdido su negocio. Yo he perdido la virginidad. May y yo hemos perdido nuestra ropa y quizá, como consecuencia, nuestro sustento. Nos han hecho daño pero, según el estándar de Shanghai, todavía no somos pobres ni desgraciados.
Una vez superado este episodio tan terrible y agotador, May y yo volvemos a nuestra habitación, orientada hacia el este. Gracias a ello, normalmente resulta más fresca en verano, pero hace tanto calor y tanta humedad que vamos prácticamente desnudas, con sólo una fina combinación de seda rosa. No lloramos. No recogemos la ropa que el venerable Louie ha tirado al suelo ni el revoltijo que ha dejado en nuestro armario. Tomamos la comida que el cocinero deposita en una bandeja frente a nuestra puerta, pero no hacemos nada más. Estamos demasiado conmocionadas para expresar con palabras lo que ha ocurrido. Si pronunciamos esas palabras, tendremos que afrontar el cambio que se ha producido en nuestra vida y pensar qué hacer; pero mi mente es un torbellino de confusión, desesperación y rabia, y siento como si una niebla gris llenara mi cráneo. Nos tumbamos en la cama y procuramos… ni siquiera sé cuál es la palabra adecuada… ¿recuperarnos?
Por el hecho de ser hermanas compartimos una intimidad singular. May es la única persona que me apoyará pase lo que pase. Nunca me pregunto si somos buenas amigas o no. Lo somos, y punto. En este momento de adversidad -como suele suceder entre hermanas-, desaparecen los celos y la cuestión de cuál es más querida. Tenemos que confiar la una en la otra.
Le pregunto qué pasó con Vernon, y ella contesta:
– No pude.
Y rompe a llorar. Así pues, no vuelvo a preguntarle nada sobre la noche de bodas, y ella tampoco me pregunta nada. Me digo que no importa, que lo hemos hecho para salvar a nuestra familia. Pero, por mucho que me repita que no tiene importancia, no dejo de pensar que he perdido un momento precioso. En realidad, estoy más dolida por lo ocurrido con Z.G. que porque mi familia haya perdido su estatus o por haber tenido que acostarme con un desconocido. Quiero recuperar mi inocencia, mi ingenuidad, mi felicidad, mi risa.
– ¿Recuerdas cuando vimos Oda a la constancia? -pregunto, con la esperanza de que May recuerde la época en que éramos lo bastante jóvenes para creernos invencibles.
– Creíamos que nosotras podíamos representar mejor esa ópera -contesta desde su cama.
– Como tú eras más joven y pequeña, tenías que interpretar a la niña hermosa. Siempre interpretabas a la princesa. Yo siempre tenía que ser el estudiante, el príncipe, el emperador y el bandido.
– Sí, pero míralo así: tú interpretabas cuatro papeles. Yo solamente uno.
Sonrío. ¿Cuántas veces hemos mantenido esta misma discusión sobre las obras que montábamos para mama y baba en el salón principal cuando éramos pequeñas? Nuestros padres aplaudían y reían. Comían semillas de melón y bebían té. Nos elogiaban, pero nunca accedieron a enviarnos a la escuela de ópera ni a la academia de acrobacia, porque éramos tremendas, con nuestras voces chillonas, nuestras torpes caídas y nuestros escenarios y trajes improvisados. Para nosotras, lo importante era que habíamos pasado horas preparándonos y ensayando en nuestra habitación; le pedíamos pañuelos a mama para utilizarlos como velos, o suplicábamos al cocinero que nos hiciera una espada de papel y almidón con la que yo combatiría a los demonios fantasmales que nos causaban problemas.
Recuerdo noches de invierno en que hacía tanto frío que May se metía en mi cama y nos abrazábamos para entrar en calor. Recuerdo cómo dormía ella: con el pulgar apoyado en la barbilla, las yemas de los dedos índice y corazón sobre el borde de las cejas, justo por encima de la nariz, el dedo anular suavemente apoyado en un párpado y el meñique delicadamente suspendido en el aire. Recuerdo que por la mañana la encontraba pegada a mi espalda, rodeándome con un brazo para no separarse de mí. Recuerdo exactamente el aspecto de su mano: muy pequeña, blanca, suave, y sus dedos finos como cebollinos.
Recuerdo el primer verano que fui al campamento de Kuling. Mama y baba tuvieron que llevar a May a verme, porque estaba muy triste. Yo tenía diez años, y May sólo siete. Nadie me avisó de su visita; pero cuando May me vio, echó a correr, se detuvo frente a mí y se quedó mirándome de hito en hito. Las otras niñas se burlaron de mí. ¿Por qué le hacía caso a aquella cría? Yo fui lo bastante lista para no decirles la verdad: que también echaba de menos a mi hermana y sentía que me faltaba algo cuando estábamos separadas. Después de aquello, baba siempre nos envió juntas al campamento.
May y yo reímos evocando esos momentos, y eso nos alivia. Nos recuerdan la fuerza que hallamos la una en la otra, cómo nos ayudamos, las veces que nos hemos encontrado solas contra todos los demás, cómo nos divertimos. Si podemos reír, ¿no se arreglará todo?
– ¿Recuerdas cuando, de pequeñas, nos probamos los zapatos de mama? -pregunta May.
Nunca olvidaré ese día. Aprovechando que mama había ido de visita, nos colamos en su habitación y sacamos del armario varios pares de sus diminutos zapatos. A mí no me cabían, y fui descartándolos mientras trataba de embutir los pies en un par tras otro. May consiguió calzarse unas zapatillas y caminar de puntillas hasta la ventana, imitando la forma de andar de mama. Estábamos riendo y jugando cuando de pronto llegó ella. Se puso furiosa. Nosotras sabíamos que nos habíamos portado mal, pero nos costó muchísimo contener la risa mientras nuestra madre se tambaleaba por la habitación intentando atraparnos para tirarnos de las orejas. Con nuestros pies intactos y nuestra camaradería, logramos escapar; recorrimos el pasillo y salimos al jardín, donde caímos al suelo retorciéndonos de risa. Nuestra travesura se había convertido en un triunfo.
Siempre conseguíamos engañar a mama y salir huyendo, pero el cocinero y los otros sirvientes tenían muy poca paciencia con nuestras travesuras, y no vacilaban a la hora de castigarnos.
– ¿Te acuerdas de cuando el cocinero nos enseñó a preparar chiao-tzu, Pearl? -Está enfrente de mí en su cama, con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en los puños y los codos apuntalados en las rodillas-. Pensó que no estaría mal que aprendiéramos a cocinar. Dijo: «¿Cómo vais a casaros si no sabéis preparar albóndigas para vuestros esposos?» Él no sabía lo inútiles que éramos.
– Nos dio delantales para que nos los pusiéramos, pero no sirvieron de mucho.
– ¡Claro que sirvieron! ¡Cuando comenzaste a lanzarme harina! -recuerda May.
Lo que había empezado como una lección se convirtió en un juego, y éste en una batalla campal de harina. El cocinero, que vive con nosotros desde que llegamos a Shanghai, sabía distinguir entre dos hermanas que trabajan juntas, dos hermanas que juegan y dos hermanas que se pelean, y no le gustó nada lo que vio.
– Estaba tan enfadado que no nos permitió entrar en la cocina hasta varios meses después -ríe May.
– Yo insistía en que sólo quería embadurnarte la cara con harina.
– Y se acabaron las golosinas, los tentempiés y los platos especiales. -May todavía ríe al recordarlo-. A veces el cocinero se ponía muy serio. Decía que las hermanas que se pelean no valen nada.
Mama y baba llaman a nuestra puerta y nos piden que salgamos, pero contestamos que preferimos quedarnos un rato más en la habitación. Quizá sea una actitud grosera e infantil, pero siempre reaccionamos así cuando hay un conflicto familiar: nos refugiamos y levantamos una barricada entre nosotras y lo que nos haya herido o disgustado. Juntas, nos sentimos más fuertes; unidas, creamos una fuerza con la que no se puede discutir ni razonar, hasta que los demás ceden a nuestros deseos. Pero esta calamidad no es comparable a querer visitar a tu hermana en el campamento ni a protegernos mutuamente de un padre, una madre, un sirviente o un maestro enfadados.
May se levanta y va a buscar unas revistas; nos ponemos a mirar los vestidos y leer los cotilleos. Nos cepillamos el cabello la una a la otra. Revisamos el armario y los cajones e intentamos determinar cuántos conjuntos nuevos podemos componer a partir de las prendas que nos quedan. El venerable Louie se ha llevado casi todos nuestros trajes chinos, y ha dejado un surtido de vestidos, blusas, faldas y pantalones de estilo occidental. En Shanghai, donde las apariencias lo son casi todo, es imperativo que parezcamos elegantes y modernas, no sosas y obsoletas. Si nuestra ropa parece vieja, no sólo no nos contratarán los pintores, sino que los tranvías no pararán para que subamos, los porteros de los hoteles y clubs quizá no nos dejen entrar, y los acomodadores de los cines mirarán con lupa nuestra entrada. Eso no sólo les sucede a las mujeres, sino también a los hombres; ellos, aunque pertenezcan a la clase media, son capaces de dormir en alojamientos atestados de chinches con tal de poder comprarse unos pantalones más bonitos, que todas las noches ponen debajo de la almohada para tenerlos bien planchados al día siguiente.
¿Acaso da la impresión de que pasamos semanas encerradas? No; nuestro retiro apenas duró dos días. Como somos jóvenes, nos curamos deprisa. Además, somos curiosas. Oímos ruidos al otro lado de la puerta, pero hicimos caso omiso durante horas. Hemos intentado no prestar atención a los martillazos y golpes que hacían temblar la casa. Oímos voces desconocidas, pero fingimos que eran los sirvientes. Cuando por fin abrimos la puerta, la casa había cambiado. Baba ha vendido casi todos los muebles al prestamista del barrio. El jardinero se ha marchado, pero el cocinero se ha quedado porque no tiene adónde ir y necesita techo y comida. Han dividido la casa y levantado tabiques para hacer habitaciones de huéspedes: un policía, su mujer y sus dos hijas se han instalado en la parte trasera; un estudiante vive en el pabellón del segundo piso; un zapatero remendón ha ocupado el hueco de debajo de la escalera; y dos bailarinas se alojan en el desván. Los alquileres ayudarán, pero no bastarán para mantenernos a todos.
En cierto modo, nuestras vidas vuelven a la normalidad, como pensábamos que sucedería. Mama sigue dando órdenes a todo el mundo, incluidos nuestros huéspedes, así que May y yo no tenemos que sacar el orinal, hacer las camas o barrer. Sin embargo, somos muy conscientes de lo bajo que hemos caído. En lugar de leche de soja, pastelillos de sésamo y palitos de masa fritos para desayunar, el cocinero prepara p'ao fan, sobras de arroz que flotan en agua hervida, con verduras en vinagre para darle un poco de sabor. La campaña de austeridad del cocinero también se refleja en los platos que sirve en la comida y la cena. Antes éramos una familia wu hun pu ch'ih fan, en cuyas comidas siempre hay carne. Ahora seguimos una dieta de culi, a base de judías germinadas, pescado salado, calabaza y verduras; todo acompañado de abundante arroz.
Baba sale cada mañana a buscar trabajo, pero nosotras no lo animamos ni le preguntamos nada cuando regresa por la noche. Como nos ha fallado, se ha vuelto insignificante. Si lo ninguneamos -degradándolo con nuestro desinterés y nuestra indolencia-, su desgracia no nos afectará. Así es como manejamos la ira y el dolor que sentimos.
May y yo también buscamos trabajo, pero no es fácil que te contraten. Necesitas kuang hsi, contactos. Para conseguir una recomendación, has de conocer a las personas adecuadas: un pariente, o alguien a quien lleves años halagando. Además, debes hacerle un regalo sustancioso -una pata de cerdo, un juego de dormitorio o el equivalente a dos meses de sueldo- a la persona que hará la presentación, y otro a la persona que te contratará, aunque sólo sea para hacer cajas de cerillas o redecillas para el pelo en una fábrica. Ahora no tenemos dinero para eso, y la gente lo sabe. En Shanghai, la vida fluye como un río incesante y sereno para los ricos y los afortunados. Para quienes tienen mala suerte, el olor de la desesperación es tan fuerte como el de un cadáver en descomposición.
Nuestros amigos escritores nos llevan a restaurantes rusos y nos invitan a cuencos de borscht y vodka barato. Los playboys -paisanos de buena familia que estudian en América y van de vacaciones a París- nos llevan al Paramount, el club nocturno más grande de la ciudad, donde nos divertimos, bebemos ginebra y escuchamos jazz. Vamos a oscuros cafés con Betsy y sus amigos americanos. Los chicos son atractivos y beben como esponjas. A veces May desaparece varias horas. No le pregunto adónde va ni con quién. Es lo mejor que puedo hacer.
No podemos evitar la sensación de que resbalamos, tropezamos, nos caemos.
May sigue posando para Z.G., pero a mí me resulta violento volver a su estudio después de la escena que le monté. Están terminando el anuncio de cigarrillos My Dear; May debe trabajar el doble, pues posa en su posición original y luego ocupa la mía detrás de la butaca. Ella me lo cuenta, y me anima a colaborar en otro calendario que le han encargado a Z.G. Yo poso para otros pintores, pero la mayoría sólo me hacen una fotografía y trabajan a partir de ella. Gano dinero, pero no mucho. Ahora, en lugar de conseguir nuevos alumnos, he perdido al único que tenía. Cuando le dije al capitán Yamasaki que May nunca aceptaría su proposición de matrimonio, me despidió. Pero sé que eso sólo fue una excusa. Por toda la ciudad, los japoneses se comportan de forma extraña. Los que viven en Little Tokyo hacen las maletas y abandonan sus apartamentos. Mujeres, niños y otros civiles regresan a Japón. Cuando veo que muchos de nuestros vecinos se marchan de Hongkew, cruzan el canal Soochow y se instalan temporalmente en la Colonia Internacional, lo atribuyo al carácter supersticioso de mis compatriotas, que, sobre todo los pobres, temen lo conocido y lo desconocido, lo de este mundo y lo de otros, a los vivos y los muertos.
Tengo la impresión de que todo ha cambiado. La ciudad que siempre he amado no presta atención a la muerte, la desesperación, el desastre o la pobreza. Donde antes veía luces de neón y glamour, ahora sólo veo gris: pizarra gris, piedra gris, el río gris. El Whangpoo, que antes ofrecía un aspecto festivo con sus buques de guerra de diferentes naciones, cada una con su llamativa bandera, ahora parece asfixiado con la llegada de más de una docena de imponentes barcos japoneses. Donde antes veía anchas avenidas y la luz de la luna, ahora veo montones de basura, roedores correteando y escarbando a su antojo, y a Carapicada Huang y sus matones del Clan Verde apaleando a deudores y prostitutas. El majestuoso Shanghai está construido sobre cieno. Nada permanece donde debería. Los ataúdes enterrados sin pesas de plomo van a la deriva. Los bancos ordenan revisar los cimientos de sus edificios a diario, para asegurarse de que las toneladas de plata y oro que contienen no los hayan inclinado. May y yo nos hemos deslizado de un Shanghai cosmopolita y seguro a un lugar tan inseguro como las arenas movedizas.
Ahora, lo que ganamos nos pertenece, pero ahorrar es difícil. Después de darle dinero al cocinero para que compre comida, no nos queda prácticamente nada. Estoy tan preocupada que no puedo dormir. Si las cosas siguen así, pronto subsistiremos a base de sopa de huesos. Si no puedo ahorrar nada, tendré que volver a trabajar para Z.G.
– Ya lo he superado -le digo a May-. No sé qué veía en él. Está demasiado flaco, y no me gustan sus gafas. Dudo mucho que algún día me case por amor. Eso es de burgueses; todo el mundo lo dice.
No me creo ni una palabra de lo que digo, pero May, que me conoce muy bien, responde:
– Me alegro de que te sientas mejor. De verdad. Estoy segura de que algún día el amor verdadero te encontrará.
Pero el amor verdadero ya me ha encontrado. En el fondo sigo sufriendo por Z.G. y pensando en él, aunque oculte mis sentimientos. Nos vestimos, y pagamos unos peniques para que nos lleven en carretilla hasta el apartamento del pintor. Por el camino, mientras el carretillero recoge a unos y deja a otros, no paro de pensar en que cuando vea a Z.G. en sus habitaciones, donde tuve tantos sueños infantiles, me moriré de vergüenza. Pero cuando llegamos, él se comporta como si no hubiera pasado nada.
– Estoy acabando una cometa nueva, Pearl. Es una bandada de oropéndolas. Ven a verla.
Me quedo a su lado, y me resulta extraño estar tan cerca de él. Z.G. me habla de la cometa, que es exquisita. Los ojos de cada oropéndola están diseñados para que el viento los haga girar. En cada segmento del cuerpo ha enganchado unas alas articuladas, y en las puntas de las alas, pequeñas plumas que temblarán en el aire.
– Es preciosa -digo.
– Cuando esté terminada, iremos los tres a hacerla volar -anuncia Z.G.
No es una invitación, sino que lo afirma. Pienso que, si a él no le importa que yo hiciera el ridículo, no puedo dejar que a mí me importe. Debo ser fuerte para contener mis sentimientos más profundos, que amenazan con abrumarme.
– Me encantaría -respondo-. A May y a mí nos encantaría.
Ella y Z.G. sonríen; es evidente que se sienten aliviados.
– Muy bien -dice el pintor frotándose las manos-. Y ahora, a trabajar.
May se cambia detrás de un biombo. Sale con unos pantalones cortos rojos y una corta camiseta amarilla atada en la nuca. Él le pone un pañuelo en la cabeza y se lo anuda bajo la barbilla. Yo me pongo un bañador rojo con estampado de mariposas; tiene una faldita y un cinturón que ciñe la cintura. Z.G. me anuda un lazo rojo y blanco en el pelo. May se monta en una bicicleta, con un pie en un pedal y el otro en el suelo. Poso una mano sobre la suya, en el manillar; con la otra, sujeto la bicicleta por detrás del asiento. Mi hermana me mira por encima del hombro, y yo la miro a ella. En cuanto Z.G. dice «Perfecto. No os mováis», ya no siento la tentación de mirarlo. Me concentro en May, sonrío y finjo que no hay nada que me haga tan feliz como empujar la bicicleta de mi hermana por una colina cubierta de hierba con vistas al mar, para anunciar el insecticida Earth contra moscas y mosquitos.
Z.G. comprende que cuesta mantener esa postura, y al poco rato nos deja descansar. Se pone a trabajar en el fondo, pintando un velero que navega por el mar, y luego pregunta:
– May, ¿le enseñamos a Pearl en qué hemos estado trabajando?
Mientras ella se cambia detrás del biombo, él guarda la bicicleta, enrolla el telón de fondo y arrastra un diván hasta el centro de la habitación. May regresa con una bata ligera, que deja caer al suelo cuando llega al diván. No sé qué me sorprende más: el hecho de que se quede desnuda o que parezca sentirse perfectamente cómoda. Se tumba sobre un costado, con un codo doblado y la cabeza apoyada en la mano. Z.G. le coloca una pieza de seda diáfana que le cubre parcialmente las caderas y los pechos, pero es tan fina que se le transparentan los pezones. El pintor desaparece un momento y vuelve con unas peonías rosa. Corta los tallos y distribuye las flores cuidadosamente alrededor de May. Luego destapa el cuadro, que hasta ese momento estaba cubierto con una tela en un caballete.
Está casi terminado, y es precioso. La suave textura de los pétalos de las peonías es un reflejo de la piel de May. Z.G. ha empleado una técnica llamada cabi dancai, que consiste en aplicar acuarelas sobre una capa de carboncillo, para conseguir un delicado tono sonrosado en las mejillas, los brazos y los muslos. En el cuadro, da la impresión de que mi hermana acabe de salir de un baño caliente. Nuestra nueva dieta, con más arroz y menos carne, y la palidez producida por los sucesos de los últimos días le dan un aire de languidez y lasitud. Z.G. ya ha aplicado esmalte negro en los ojos, que parecen seguir al espectador, invitándolo y seduciéndolo. ¿Qué vende May? ¿Loción Watson para la fiebre miliar, pomada Jazz para el cabello, cigarrillos Two Baby? No lo sé, pero tras mirar primero a mi hermana y luego el cuadro, veo que Z.G. ha conseguido el efecto hua chin i tsai -un cuadro terminado con emociones que perduran- que sólo los grandes maestros del pasado alcanzaban con sus obras.
Estoy conmocionada, muy conmocionada. He tenido relaciones esposo-esposa con Sam, pero esto refleja algo mucho más íntimo. Sin embargo, constituye una muestra de lo bajo que hemos caído May y yo. Supongo que esto no es más que una parte inevitable de nuestro viaje. Cuando empezamos a posar para pintores, nos invitaban a cruzar las piernas y sujetar ramos de flores en el regazo. Esa pose era una referencia tácita a las cortesanas de la época feudal, que llevaban ramilletes de flores entre las piernas. Más adelante nos pidieron que entrelazáramos las manos detrás de la cabeza y expusiéramos las axilas, una pose utilizada desde los inicios de la fotografía para representar el encanto y la sensualidad de las Flores Famosas de Shanghai. Un pintor nos plasmó persiguiendo mariposas a la sombra de unos sauces; todo el mundo sabe que las mariposas simbolizan a los amantes, mientras que «la sombra de los sauces» es un eufemismo que designa esa parte vellosa de la anatomía femenina. Pero este nuevo retrato va mucho más allá que cualquiera de aquéllos y, por supuesto, que aquel en que bailábamos un tango y que tanto disgustó a mama. Éste es un cuadro hermoso; May debe de haber posado desnuda durante horas ante la mirada de Z.G.
Pero no sólo estoy conmocionada. También estoy decepcionada porque May haya permitido que Z.G. la convenza para dejarse pintar así. Estoy enfadada con él por aprovecharse de la vulnerabilidad de mi hermana, y abatida por ver que May y yo tenemos que aceptarlo. Muchas mujeres empiezan así y acaban en la calle comerciando con su cuerpo. Aunque, por otra parte, así es la vida para las mujeres en general. Experimentas un lapsus de conciencia, olvidas el peligro de degradarte y lo que estás dispuesta a aceptar, y enseguida te hallas en el fondo. Te has convertido en una mujer con tres agujeros, la clase más baja de prostituta, como esas que viven en los burdeles flotantes del canal Soochow, donde ofrecen sus servicios a chinos tan pobres que no les importa contraer alguna enfermedad repugnante a cambio de unas monedas.
Pese a lo descorazonada y asqueada que estoy, al día siguiente vuelvo al apartamento de Z.G., y también en días posteriores. Necesitamos el dinero. Y tardo muy poco en quedarme casi desnuda. Dicen que hay que ser fuerte, inteligente y afortunado para soportar los momentos difíciles, la guerra, las catástrofes naturales o la tortura física. Pero yo opino que el maltrato emocional -la ansiedad, el miedo, la culpabilidad y la degradación- es mucho peor y más difícil de sobrellevar. Es la primera vez que May y yo experimentamos algo así, y eso socava nuestra energía. A mí me resulta casi imposible dormir; May, en cambio, se retira en cuanto puede a las profundidades del sueño. Se queda en la cama hasta mediodía. Duerme la siesta. A veces, hasta se queda dormida mientras Z.G. pinta. Entonces él le deja abandonar la pose para dormitar un rato en el sofá. Mientras Z.G. me pinta a mí, yo miro a May, que descansa con una mano tapándole parcialmente la cara, pensativa incluso dormida.
Somos como dos langostas que van muriendo lentamente en una olla de agua hirviendo. Posamos para Z.G., asistimos a fiestas y bebemos frappés de absenta. Vamos a los clubs con Betsy y dejamos que nos paguen las copas. Vamos al cine. Vamos a ver escaparates. No entendemos qué nos está pasando, sencillamente.
Se acerca la fecha en que supuestamente debemos partir a Hong Kong para reunirnos con nuestros maridos, pero no tenemos ninguna intención de subir a ese barco. No podríamos embarcar aunque quisiéramos, porque yo tiré los billetes, pero eso no lo saben nuestros padres. Simulamos hacer las maletas para que ellos no sospechen nada. Escuchamos sus consejos para viajar. La noche anterior a nuestra partida, baba y mama nos llevan a cenar fuera y nos dicen cuánto nos echarán de menos. May y yo despertamos pronto a la mañana siguiente, nos vestimos y salimos antes de que se levante nadie. Cuando volvemos a casa por la noche -mucho después de que el barco haya zarpado-, mama llora de alegría al ver que seguimos aquí, y baba nos grita por no haber cumplido con nuestro deber.
– ¡No entendéis lo que habéis hecho! -exclama-. Vamos a tener problemas.
– Te preocupas demasiado -replica May con voz dulce-. El venerable Louie y sus hijos se han marchado de Shanghai, y dentro de unos días se marcharán de China para siempre. Ahora ya no pueden hacernos nada.
La ira deforma las facciones de baba. Por un instante pienso que va a pegar a May, pero luego aprieta los puños, se dirige al salón y da un portazo. Mi hermana me mira y se encoge de hombros. Entonces nos volvemos hacia mama, que nos lleva a la cocina y ordena al cocinero que nos prepare té y nos dé un par de esas deliciosas galletas de mantequilla inglesas que tiene guardadas en una lata.
Once días más tarde, llueve por la mañana y el calor y la humedad son más soportables que de costumbre. Z.G., en un arranque de despilfarro, contrata un taxi y nos lleva a la pagoda Lunghua, en las afueras de la ciudad, para remontar su cometa. No es el sitio más bonito del mundo. Hay una pista de aterrizaje, un campo de ejecución y un campamento de soldados chinos. Caminamos con dificultad hasta que Z.G. encuentra un lugar adecuado. Unos soldados -llevan zapatillas de tenis gastadas y rotas, y uniformes con desgarrones e insignias prendidas con alfileres en los hombros- dejan a un cachorro con el que están jugando y vienen a ayudarnos.
Cada oropéndola está atada mediante un hilo y un gancho al hilo principal. May coge la oropéndola guía y la levanta. Con ayuda de los soldados, yo engancho otra al hilo principal. Las oropéndolas van despegando una a una, hasta que, al poco rato, las doce de la bandada zumban, descienden en picado y revolotean por el aire. Parecen libres allí arriba. La brisa agita el cabello de May, que contempla el cielo haciéndose visera con una mano. La luz reluce en las gafas de Z.G., quien sonríe. Me indica que me acerque y me cede el control de la cometa. Las oropéndolas están hechas de papel y madera de balsa, pero el viento tira con fuerza; Z.G. se coloca detrás de mí y pone sus manos sobre las mías para ayudarme a sujetar el carrete. Sus muslos se pegan a los míos, y mi espalda a su torso. Disfruto con la sensación de estar tan cerca, convencida de que sabe lo que aún siento por él. A pesar de que Z.G. está allí para sujetarme, el tirón de la cometa es tan fuerte que temo salir volando con las oropéndolas más allá de las nubes.
Mama solía contarnos un cuento sobre una cigarra posada en la rama de un árbol. La cigarra canta y bebe rocío, sin reparar en la mantis religiosa que tiene detrás. La mantis arquea una pata delantera para golpear a la cigarra, pero no ve que detrás tiene a una oropéndola. El pájaro estira el cuello para atrapar a la mantis, a la que pretende zamparse, pero no sabe que un niño ha salido al jardín con una red. Tres animales -la cigarra, la mantis y la oropéndola- codician una presa sin saber que los amenaza otro peligro, mayor e ineludible.
Esa misma tarde, los soldados chinos y japoneses intercambian los primeros disparos.
Al día siguiente, 14 de agosto, nos despierta un ruido inusual en la calle. Retiramos la cortina y vemos pasar una riada de gente por delante de casa. ¿Sentimos curiosidad? En absoluto, porque nuestro pensamiento está ocupado en cómo sacarle el máximo partido al dólar que tenemos para ir de compras. No es ninguna frivolidad. Como chicas bonitas, necesitamos conjuntos a la moda. Hemos hecho todo lo posible para mezclar y combinar las prendas occidentales que no se llevó el venerable Louie, pero necesitamos ponernos al día. No pensamos en la moda del otoño venidero, porque los pintores para los que trabajamos ya están pintando calendarios y anuncios para la próxima primavera. ¿Qué cambios introducirán los diseñadores occidentales en la ropa del año que viene? ¿Añadirán un botón a los puños, acortarán las faldas, bajarán el escote, estrecharán la cintura? Decidimos ir a la calle Nanjing a mirar los escaparates para adivinar las nuevas tendencias. Luego pasaremos por el departamento de mercería de los altísimos almacenes Wing On y compraremos cintas, encaje y otros adornos para arreglar nuestros trajes.
May se pone un vestido con estampado de flores blancas de ciruelo sobre un fondo azul verdoso. Yo escojo unos holgados pantalones blancos de lino, y una camiseta azul marino de manga corta. Pasamos el resto de la mañana revisando lo que queda en nuestro armario. A May le encanta arreglarse; tarda horas en elegir el pañuelo más adecuado para el cuello o el bolso que mejor combina con sus zapatos, así que va diciéndome qué necesitamos y yo lo anoto.
Por la tarde, nos ponemos sombrero y cogemos sombrillas para protegernos del sol de agosto. Como ya he dicho, el mes de agosto es terriblemente cálido y húmedo en Shanghai; el cielo suele estar blanco y la atmósfera es asfixiante. Hoy hace calor, pero el cielo está despejado. De no ser por la cantidad de gente que hay en las calles, incluso diría que hace un día agradable. La gente lleva cestos, gallinas, ropa, comida y tablillas funerarias. A las abuelas y madres con pies de loto las ayudan a caminar sus hijos o esposos. Los jóvenes llevan pértigas sobre los hombros, al estilo culi; en las banastas que cuelgan de ambos extremos van sus hermanos pequeños. Los ancianos, los enfermos y los lisiados van en carros y carretillas. Los que pueden permitírselo han pagado a culis para que carguen con sus maletas, baúles y cajas; pero la mayoría es gente pobre, campesinos. May y yo montamos en un rickshaw para no mezclarnos con ellos.
– ¿Quién es toda esta gente? -pregunta mi hermana.
Tengo que pensarlo. Estoy muy desconectada de lo que sucede a mi alrededor.
– Son refugiados -contesto, y reflexiono sobre esa palabra, que jamás había pronunciado en voz alta.
May arruga la frente.
Si da la impresión de que esta turbulencia ha aparecido de la noche a la mañana, es porque a nosotras nos lo parece. May no presta mucha atención a lo que pasa en el mundo, pero yo estoy más al día que ella. En 1931, cuando yo tenía quince años, los bandidos enanos invadieron Manchuria, en el norte, e instauraron un gobierno títere. Cuatro meses más tarde, a principios del nuevo año, entraron en el distrito de Chapei cruzando el canal Soochow, justo al lado de Hongkew, donde vivimos nosotras. Al principio creímos que eran fuegos artificiales. Baba me llevó al final de la calle Norte de Sichuan, y desde allí vimos de qué se trataba. Fue espantoso ver cómo explotaban las bombas, y peor aún ver a los habitantes de Shanghai con traje de noche, bebiendo licor de petacas, comiendo sándwiches, fumando cigarrillos y riendo ante aquel espectáculo. Sin la ayuda de los extranjeros, que se habían enriquecido a costa de nuestra ciudad, el ejército chino repelió el ataque. Japón rechazó el alto el fuego durante once semanas. Después se reconstruyó Chapei y nos olvidamos del incidente.
El mes pasado dispararon contra el puente de Marco Polo, en la capital. Ese fue el inicio oficial de la guerra, pero nadie pensó que los bandidos enanos pudieran llegar tan al sur en tan poco tiempo. «Que tomen Hopei, Shantung, Shansi y un poco de Honan», pensábamos. Los micos necesitarían tiempo para digerir todo ese territorio. No se plantearían avanzar hacia el sur, hasta el delta del Yangtsé, hasta haber tomado el control y sofocado los levantamientos. Los desgraciados que vivieran bajo el dominio extranjero se convertirían en wang k'uo nu, esclavos de la tierra perdida. May y yo no sospechamos que el caudal de refugiados que está cruzando el puente del Jardín con nosotras tiene más de quince kilómetros de largo. Hay muchas cosas que no sabemos.
En gran medida, vemos el mundo como llevan los campesinos viéndolo miles de años. Ellos siempre han dicho que las montañas son altas y que el emperador está lejos, lo cual significa que las intrigas de palacio y las amenazas imperiales no tienen ningún impacto en sus vidas. Siempre se han comportado como si pudieran hacer lo que quisieran sin temor a las represalias ni las consecuencias. En Shanghai también damos por hecho que lo que pasa en otras partes de China nunca nos afectará. Al fin y al cabo, el resto del país es grande y atrasado, y nosotros vivimos en un puerto franco gobernado por extranjeros, de modo que técnicamente ni siquiera formamos parte de China. Además, estamos convencidos de que, aunque los japoneses lleguen a Shanghai, nuestro ejército los rechazará como ocurrió hace cinco años. Pero el generalísimo Chiang Kai-shek tiene otras ideas. Él quiere que los enfrentamientos con los japoneses lleguen hasta el delta, donde podrá suscitar el orgullo nacional y la resistencia, y al mismo tiempo consolidar los sentimientos contra los comunistas, que llevan tiempo hablando de guerra civil.
Como es lógico, no nos imaginamos nada de eso mientras cruzamos el puente del Jardín y entramos en la Colonia Internacional. Los refugiados sueltan sus fardos, se tumban en las aceras, se sientan en los escalones de los grandes bancos e invaden los muelles. Los visitantes forman grupos y contemplan cómo nuestros aviones intentan lanzar bombas al buque insignia japonés, el Idzumo, y a los destructores, dragaminas y lanchas que lo rodean. Los empresarios y comerciantes extranjeros que van por la calle esquivan los obstáculos que encuentran en su camino y no prestan atención a lo que está ocurriendo en el aire, como si estas cosas pasaran todos los días. El ambiente es a la vez desesperado, festivo e indiferente. Ante todo, los bombardeos son un entretenimiento, porque la Colonia Internacional, al ser un puerto británico, no está amenazada por los japoneses.
El conductor de nuestra carretilla se detiene en la esquina de la calle Nanjing. Pagamos el precio previamente acordado y nos unimos a la multitud. Cada avión que pasa por encima de nuestras cabezas levanta gritos de ánimo y aplausos, pero como ninguna bomba acierta en el blanco y todas caen, inofensivamente, en el río Whangpoo, los vítores se convierten en abucheos. En realidad todo parece un juego divertido que, al final, se vuelve aburrido.
May y yo echamos a andar por la calle Nanjing, esquivando a los refugiados, mientras observamos a los shanghaianos y los extranjeros afincados aquí para ver qué ropa llevan. Delante del hotel Cathay nos encontramos con Tommy Hu. Lleva un traje de dril blanco y va tocado con un sombrero de paja. Tommy parece alegrarse mucho de ver a May, y ella enseguida se pone a coquetear. No puedo sino preguntarme si habrán preparado este encuentro.
Cruzo la calle y dejo a May y Tommy con las cabezas juntas y las manos rozándose suavemente. Estoy justo frente al hotel Palace cuando oigo un fuerte ra-ta-ta-ta detrás de mí. No sé qué es, pero me agacho instintivamente. Alrededor, algunas personas se echan al suelo o corren hacia los portales. Miro atrás, hacia el Bund, y veo un avión plateado que vuela bajo. Es de los nuestros. Los barcos japoneses disparan fuego antiaéreo. Al principio parece que los bandidos enanos han errado el tiro, y unas cuantas personas lanzan vítores. Luego vemos que el avión despide una espiral de humo.
Tocado por el fuego enemigo, vira hacia la calle Nanjing. El piloto debe de saber que va a estrellarse, porque de pronto suelta las dos bombas que lleva bajo las alas. Parece que tarden mucho en caer. Oigo un silbido, y luego noto una fuerte sacudida, acompañada por una explosión tremenda, cuando la primera bomba impacta delante del hotel Cathay. Se me ponen los ojos en blanco, me quedo sorda y mis pulmones dejan de funcionar, como si la explosión hubiera desarbolado mi cuerpo. Un segundo más tarde, otra bomba atraviesa el tejado del hotel Palace y explota. Los escombros -cristal, papel, trozos de carne y miembros humanos- se precipitan sobre mí.
Dicen que lo peor de una bomba son los segundos de parálisis y silencio posteriores a la sacudida inicial. Es como si el tiempo se detuviera; creo que ésa es una expresión que se utiliza en todas las culturas. Así es como yo lo experimento: me quedo paralizada. Se forma una nube de humo y polvo. Oigo el tintineo del cristal que cae desde las ventanas del hotel. Alguien gime. Alguien grita. Y luego el pánico se apodera de la calle, pues otra bomba desciende sobre nosotros. Un par de minutos más tarde, oímos y sentimos el impacto de dos bombas más. Después me entero de que han caído en el cruce de la avenida Edouard VII y la calle Tibet, cerca del hipódromo, donde se han congregado muchos refugiados para recibir arroz y té gratis. En total, las cuatro bombas hieren, mutilan o matan a miles de personas.
Antes que nada pienso en May. Tengo que encontrarla. Paso por encima de un par de cadáveres destrozados, la ropa hecha jirones y ensangrentada. No sé si son refugiados, shanghaianos o forasteros. Veo brazos y piernas esparcidos por la calle. Una estampida de clientes y personal del hotel sale a empujones por las puertas del Palace y llega a la calle. La mayoría gritan, muchos sangran. La gente pisotea a los heridos y los muertos. Me mezclo con la atolondrada multitud; necesito llegar al sitio donde he dejado a May y Tommy. No veo nada. Me froto los ojos, tratando en vano de librarlos del polvo y el terror. Encuentro lo que queda de Tommy. Su sombrero ha desaparecido, así como su cabeza, pero todavía reconozco su traje. May no está con él, afortunadamente, pero ¿dónde está?
Vuelvo hacia el Palace, creyendo que, con las prisas, no la he visto. La calle Nanjing está sembrada de muertos y moribundos. Unos hombres gravemente heridos caminan dando tumbos, como borrachos, por el centro de la calle. Veo varios coches en llamas, y otros con las ventanillas rotas. Dentro de los coches hay más cadáveres y heridos. La metralla ha agujereado automóviles, rickshaws, tranvías, carretillas y a sus ocupantes. Los edificios, las vallas publicitarias y las cercas están salpicados de carne humana. La acera está resbaladiza, cubierta de sangre y vísceras. Los trozos de cristal brillan como diamantes. El hedor hace que me escuezan los ojos y me provoca arcadas.
– ¡May! -llamo, y doy unos pasos.
Sigo gritando su nombre, tratando de oír su respuesta entre el pánico que se arremolina alrededor. Me paro a examinar a todos los heridos y cadáveres que encuentro. Con tantos muertos, ¿cómo habrá podido sobrevivir mi hermana, tan delicada y vulnerable?
Y entonces, en medio de esa carnicería, veo un trozo de azul verdoso con estampado de flores de ciruelo. Corro hacia allí y encuentro a May, medio enterrada bajo trozos de yeso y otros escombros. Está inconsciente, o muerta.
– ¡May! ¡May!
No se mueve. Me atenaza el miedo. Me arrodillo junto a ella. No veo ninguna herida, pero tiene el vestido manchado con la sangre de una mujer malherida que yace a su lado. Sacudo el yeso del vestido de May y me inclino sobre su cara, pálida como la cera.
– May -susurro-. Despierta. Vamos, May, despierta.
Mi hermana se estremece. Sigo insistiendo. Ella parpadea y abre los ojos; gime y vuelve a cerrarlos.
La acribillo a preguntas:
– ¿Estás herida? ¿Te duele algo? ¿Puedes moverte?
Cuando por fin me contesta con otra pregunta, todo mi cuerpo se relaja.
– ¿Qué ha pasado?
– Ha explotado una bomba. No te encontraba. ¿Estás bien?
May mueve un hombro y luego el otro. Hace una mueca, pero no parece muy dolorida.
– Ayúdame a levantarme.
Le pongo una mano en la nuca y la ayudo a sentarse. Cuando la suelto, veo que tengo la mano manchada de sangre.
Alrededor gimen los heridos. Algunos gritan pidiendo ayuda. Algunos dan sus últimas boqueadas. Otros aúllan, horrorizados, al ver despedazados a sus seres queridos. Pero yo he paseado muchas veces por esta calle, y detecto un silencio subyacente que te hiela la sangre, como si los muertos absorbieran el sonido hacia su oscuro vacío.
Abrazo a May y la pongo en pie. Ella se tambalea, y temo que vuelva a perder el conocimiento. La sujeto por la cintura y damos unos pasos. Pero ¿adónde vamos? Todavía no han llegado las ambulancias. Ni siquiera las oímos a lo lejos, pero de las calles vecinas empieza a llegar gente ilesa y con la ropa asombrosamente limpia. Corren de un cadáver a otro, de un herido a otro.
– ¿Y Tommy? -pregunta May. Yo niego con la cabeza y ella dice-: Llévame con él.
No me parece buena idea, pero May insiste. Cuando llegamos junto al cadáver de Tommy, a mi hermana se le doblan las rodillas. Nos sentamos en el bordillo. May tiene el pelo blanco, cubierto de polvo de yeso. Parece un fantasma. Seguramente yo tengo el mismo aspecto.
– Necesito asegurarme de que no estás herida -le digo, en parte para distraer su atención del cadáver-. Déjame ver.
Se da la vuelta. Tiene el cabello enmarañado y apelmazado, con sangre seca, lo cual interpreto como una buena señal. Le separo los rizos con cuidado hasta que encuentro un corte en la parte posterior de la cabeza. No soy médico, pero no parece que necesite puntos. Sin embargo, May ha perdido el conocimiento, y quiero que alguien me diga si puedo llevármela a casa. Esperamos y esperamos, pero cuando llegan las ambulancias, nadie nos ayuda. Hay demasiados heridos que requieren atención inmediata. Cuando empieza a anochecer, decido que es mejor irnos a casa, pero May no quiere abandonar a Tommy.
– Lo conocemos de toda la vida. ¿Qué dirá mama si lo dejamos aquí? Y su madre… -Tiembla pero no llora. Está demasiado conmocionada para llorar.
Llegan unos camiones de mudanzas para llevarse los cadáveres; entonces notamos la sacudida de otras bombas y oímos el tableteo de ametralladoras a lo lejos. Nadie se hace ilusiones sobre lo que eso significa. Nos están atacando los bandidos enanos. No van a bombardear la Colonia Internacional ni ninguna de las concesiones extranjeras, pero estarán disparando sobre Chapei, Hongkew, la ciudad vieja y los barrios chinos de la periferia. La gente grita y llora, pero May y yo dominamos el miedo y nos quedamos junto al cadáver de Tommy hasta que lo ponen en una camilla y lo suben a un camión.
– Quiero irme a casa -dice May cuando el camión se aleja-. Mama y baba estarán preocupados. Y no quiero seguir en la calle cuando el generalísimo ordene salir al resto de nuestros aviones.
May tiene razón. Nuestras fuerzas aéreas ya han demostrado su ineptitud, y si los aviones vuelven a despegar, esta noche no estaremos seguros en la calle. Así que nos vamos andando a casa. Ambas estamos manchadas de sangre y cubiertas de polvo blanco. Al vernos, los transeúntes se apartan como si arrastráramos la muerte. Mama se impresionará mucho cuando nos vea, pero anhelo su preocupación y sus lágrimas, seguidas del inevitable enfado por habernos expuesto a semejante peligro.
Entramos en casa y nos dirigimos al salón. Las cortinas verde oscuro, de estilo occidental y ribeteadas con pequeñas borlas de terciopelo, están echadas. El bombardeo ha cortado el suministro eléctrico, y la habitación está bañada por la suave, cálida y reconfortante luz de las velas. Con el caos de hoy, me he olvidado de nuestros huéspedes; pero ellos no se han olvidado de nosotras. El zapatero remendón está sentado en cuclillas junto a mi padre. El estudiante está plantado junto a la butaca de mama, procurando mantener una expresión tranquilizadora. Las dos bailarinas están con la espalda pegada a la pared, y se retuercen los dedos, nerviosas. La mujer y las dos hijas del policía están sentadas en la escalera.
Al vernos, mama se tapa la cara y rompe a llorar. Baba cruza la habitación, abraza a May y la lleva a su butaca. Los demás se apiñan alrededor de mi hermana y la tocan -la cara, los muslos, los brazos- para ver si está herida. Todos hablan a la vez.
– ¿Estás herida?
– ¿Qué ha pasado?
– Dicen que ha sido un avión enemigo. ¡Esos micos son peores que abortos de tortuga!
Mientras toda la atención se centra en May, la esposa y las hijas del policía vienen hacia mí. Veo el horror reflejado en los ojos de la mujer. La hermana mayor tira de la manga de mi blusa.
– Nuestro baba todavía no ha vuelto a casa. -Su voz denota esperanza y coraje-. Dinos que lo has visto.
Niego con la cabeza. La niña le da la mano a su hermana y, cabizbaja, vuelve a la escalera. La madre cierra los ojos, asustada y preocupada.
Ahora que May y yo nos hallamos a salvo, asimilo por fin lo que ha pasado. Mi hermana está bien y hemos conseguido llegar a casa. Desaparecen el miedo y el nerviosismo que me sostenían. Me siento vacía, débil y mareada. Los demás deben de haberlo notado, porque de pronto unas manos me guían hacia una butaca. Me dejo caer en los cojines. Alguien me acerca una taza a los labios y bebo un poco de té tibio.
May se levanta y enumera con orgullo lo que ella considera mis logros:
– Pearl no ha llorado. No se ha rendido. Me ha buscado hasta encontrarme. Se ha ocupado de mí. Me ha traído a casa. Ha…
Algo o alguien golpea la puerta principal. Baba aprieta los puños, como si supiera lo que se avecina. Ya no tenemos lacayo que abra la puerta, pero nadie se mueve. Estamos asustados. ¿Serán refugiados suplicando ayuda? ¿Habrán entrado ya los bandidos enanos en la ciudad? ¿Habrán empezado los saqueos? ¿O será que algunos listos han pensado que pueden enriquecerse mientras dure la guerra pidiendo dinero a cambio de protección? May va hacia la puerta meneando ligeramente las caderas, abre y, despacio, da unos pasos atrás, con las manos delante del cuerpo, como en gesto de rendición.
Los tres individuos que entran no llevan uniforme militar, y sin embargo es fácil reconocer que son peligrosos. Llevan zapatos de piel puntiagudos, para hacer más daño cuando dan patadas. Sus camisas son de algodón negro, para disimular mejor las manchas de sangre. Llevan sombreros de fieltro muy calados para ensombrecer sus facciones. Uno empuña una pistola; otro blande una especie de garrote. El tercero lleva la amenaza en su propio cuerpo, de poca estatura pero fornido. He vivido casi siempre en Shanghai y sé identificar -y esquivar- a un miembro del Clan Verde en la calle o en un club, pero jamás imaginé que vería a uno -y menos a tres- en nuestra casa. Nunca había visto que una habitación se vaciara tan deprisa. Nuestros huéspedes -desde las hijas del policía hasta el estudiante y las bailarinas- se dispersan como hojas secas.
Los tres matones pasan ante May sin prestarle atención y entran con toda tranquilidad en el salón. Pese al calor que hace, me estremezco.
– ¿El señor Chin? -pregunta el hombre bajo y fornido, plantándose delante de mi padre.
Baba -jamás lo olvidaré- traga saliva varias veces, como un pez que boquea sobre un adoquín caliente.
– ¿Tiene la garganta obstruida o qué?
El tono burlón del intruso me obliga a desviar la mirada de la cara de mi padre, pero lo que veo es aún peor: sus pantalones se oscurecen; se ha orinado encima. El hombre bajo y fornido, que al parecer es el cabecilla, escupe en el suelo, asqueado.
– No ha saldado su deuda con Carapicada Huang. No puede pedirle dinero prestado durante años para que su familia lleve una vida de lujo y luego no devolvérselo. No puede jugar en sus establecimientos y no pagar cuando pierde.
La noticia no podría ser peor. Carapicada Huang controla la ciudad hasta tal punto que dicen que si a alguien le roban un reloj, sus esbirros se encargarán de que le sea devuelto a su propietario en menos de veinticuatro horas. A cambio de un pago, por supuesto. Suele matar a quienes lo engañan. Tenemos suerte de haber recibido esta visita.
– Carapicada Huang le ofreció un buen trato para que saldara su deuda con él -continúa el matón-. Era complicado, pero se mostró generoso. Usted tenía una deuda y él debía decidir qué hacer. -Hace una pausa y mira fijamente a mi padre. Luego nos señala con indiferencia, y aun así resulta amenazador-: ¿Piensa explicárselo usted o prefiere que lo explique yo?
Esperamos a que baba hable. Como no abre la boca, el matón nos mira y dice:
– Había una deuda pendiente. Por otra parte, un comerciante de América acudió a nosotros para comprar rickshaws para su negocio y esposas para sus hijos. Y Carapicada Huang organizó un trato a tres bandas que beneficiaba a todos.
No sé qué estarán pensando mama y May, pero yo todavía confío en que baba diga o haga algo para que este espantoso hombre y sus compinches se marchen. ¿Acaso no es ésa su obligación como hombre, como padre y como marido?
El gángster se inclina sobre baba con aire amenazador.
– Nuestro jefe le ordenó que satisficiera las necesidades del señor Louie entregándole sus rickshaws y sus hijas. Usted no tendría que pagar ningún dinero y podría seguir viviendo con su esposa en esta casa. El señor Louie saldaría su deuda con nosotros en dólares americanos. Así, cada uno lograba lo que quería, y todos seguían con vida.
Estoy furiosa con mi padre por no habernos contado la verdad, pero eso es insignificante comparado con el terror que siento, porque ahora no es sólo baba quien no ha hecho lo que debía. May y yo formábamos parte del trato. Nosotras también hemos contrariado a Carapicada Huang. Y el matón no tarda en abordar ese detalle.
– No cabe duda de que nuestro jefe ha sacado un buen provecho, pero todavía hay un problema, señor Chin. Sus hijas no subieron al barco. ¿Qué clase de mensaje recibirán otros deudores de Carapicada Huang si él le permite salirse con la suya? -Pasea la mirada por la habitación. Nos señala a mí y a May-. Éstas son sus hijas, ¿verdad? -No espera a que baba conteste-. Tenían que encontrarse con sus maridos en Hong Kong. ¿Por qué no se reunieron con ellos, señor Chin?
– Yo…
Ya es triste saber que tu padre es un hombre débil, pero descubrir que es patético resulta terrible.
Sin pensarlo, salto:
– Él no tiene la culpa.
El matón me dirige su cruel mirada. Se acerca a mi butaca, se sienta en cuclillas delante de mí, me pone las manos en las rodillas y aprieta con fuerza.
– ¿Qué quieres decir con eso, pequeña?
Contengo la respiración, petrificada.
May cruza la habitación y se pone a mi lado. Empieza a hablar, dando a sus frases una entonación interrogativa:
– Nosotras no sabíamos que nuestro padre le debía dinero al Clan Verde. Creíamos que sólo tenía deudas con un chino extranjero. Creíamos que el venerable Louie no era una persona importante, sino sólo un visitante.
– Que un hombre despreciable tenga unas hijas buenas es un desperdicio -declara el gángster. Se levanta y se sitúa en medio de la habitación. Sus secuaces lo flanquean. Se dirige de nuevo a baba-: Le permitieron quedarse en esta casa con la condición de que enviara a sus hijas a su nuevo hogar. Como no ha cumplido su parte del trato, ésta ya no es su casa. Debe marcharse de aquí. Y debe saldar su deuda. ¿Quiere que me lleve a sus hijas ahora? Les encontraremos alguna buena utilidad.
Temiendo lo que pueda decir baba, salto:
– No es demasiado tarde para que nos marchemos a América. Hay otros barcos.
– A Carapicada Huang no le gustan los mentirosos. Ya habéis sido falsos, y seguramente ahora también estáis mintiendo.
– Prometemos que haremos lo que nos ordene -murmura May.
Como una cobra, el gángster estira los brazos, la agarra por el pelo y tira de ella. Acerca la cara de mi hermana a la suya. Sonríe y dice:
– Tu familia está arruinada. Deberíais estar viviendo en la calle. Por favor, te lo preguntaré otra vez: ¿no preferís venir con nosotros ahora? Nos gustan las chicas bonitas.
– Tengo sus billetes -dice una débil voz-. Me encargaré de que embarquen y cumplan el trato que ustedes organizaron para que mi esposo saldara sus deudas.
Al principio nadie sabe quién habla. Todos miramos alrededor, y me fijo en mi madre, que no ha dicho ni una sola palabra desde que estos hombres entraran en casa. Veo en ella una dureza que no le conocía. Quizá a todos nos pase lo mismo con nuestras madres. Parecen personas normales y corrientes, hasta que un día se convierten en personas extraordinarias.
– Tengo los billetes -repite.
Estoy segura de que miente. Yo misma los tiré, junto con los documentos de inmigración y el manual que me dio Sam.
– ¿De qué sirven esos billetes ahora? Sus hijas perdieron el barco.
– Los cambiaremos, y las niñas se irán con sus esposos. -Mama retuerce un pañuelo entre las manos-. Yo me encargaré de todo. Y luego mi marido y yo nos marcharemos de esta casa. Dígaselo a Carapicada Huang. Si no le gusta la idea, que venga aquí y lo discuta conmigo. Una mujer…
Alguien amartilla una pistola; ese espeluznante sonido hace que mi madre enmudezca. El cabecilla levanta una mano para advertir a sus hombres que se preparen. El silencio pende sobre la habitación como una mortaja. Fuera suenan sirenas de ambulancia y disparos de metralleta.
Entonces el matón suelta una risita.
– Señora Chin, ya sabe qué pasará si descubrimos que nos ha mentido.
Como mis padres no responden, May encuentra el valor para preguntar:
– ¿Cuánto tiempo tenemos?
– Hasta mañana -contesta el matón. Y suelta una carcajada, pues se da cuenta de que es casi imposible que cumplamos sus exigencias-. Pero no va a ser fácil salir de la ciudad. Si el desastre de hoy tiene alguna consecuencia positiva es que se marcharán muchos demonios extranjeros. Ellos tendrán prioridad para embarcarse.
Sus hombres empiezan a avanzar hacia nosotras. Ya está. Vamos a convertirnos en propiedad del Clan Verde. May me da la mano. Y entonces se produce el milagro: el gángster nos plantea una nueva oferta.
– Os doy tres días. Para entonces debéis estar camino de América, aunque sea nadando. Volveremos mañana, y todos los días, para asegurarnos de que cumplís vuestra promesa.
Tras proferir su amenaza y marcar un plazo, los tres hombres se marchan, no sin antes tirar al suelo un par de lámparas y destrozar con el garrote los pocos jarrones y adornos que todavía no hemos llevado a la casa de empeños.
En cuanto se van, May se deja caer al suelo. Nadie hace ademán de ayudarla.
– Nos has mentido -le digo a baba-. Nos has mentido sobre el venerable Louie y sobre el motivo de nuestras bodas.
– No quería que os preocuparais por el Clan Verde -replica él con voz débil.
Su respuesta me enfurece y me exaspera.
– ¿Que no querías que nos preocupáramos?
Él se estremece, pero luego intenta desviar mi ira con otra pregunta:
– ¿Qué más da eso ahora?
Se produce un largo silencio mientras todos lo pensamos. No sé qué piensan mama y May, pero a mí no se me ocurren muchas cosas que pudiéramos haber hecho de haber sabido la verdad. Sigo creyendo que May y yo no habríamos subido a aquel barco, pero algo habríamos hecho: huir, escondernos en la misión, suplicar ayuda a Z.G…
– Llevo demasiado tiempo soportando esta carga. -Baba mira a mi madre y, lastimoso, le pregunta-: ¿Qué vamos a hacer?
Ella lo mira con profundo desprecio.
– Vamos a hacer todo lo posible para salvar la vida -responde, y enrolla el pañuelo en su brazalete de jade.
– ¿Vas a enviarnos a Los Ángeles? -pregunta May con voz temblorosa.
– No puede -intervengo-. Yo tiré los billetes.
– Y yo los rescaté de la basura -anuncia mama.
Me siento en el suelo, al lado de May. No puedo creer que mama esté dispuesta a mandarnos a América para solucionar los problemas de mi padre, que también son los suyos. Pero ¿acaso no son ésas las cosas que los padres chinos llevan miles de años haciendo con sus hijas, esos seres inútiles? Abandonarlas, venderlas, utilizarlas.
Al ver la traición y el temor reflejados en nuestra cara, mama se apresura a añadir:
– Venderemos vuestros pasajes a América y compraremos pasajes a Hong Kong para los cuatro. Tenemos tres días para encontrar un barco. Hong Kong es una colonia inglesa, así que no hay peligro de que los japoneses la ataquen. Si decidimos que es seguro volver a la China continental, iremos a Cantón en ferry o en tren. Luego iremos a Yin Bo, el pueblo natal de vuestro padre. -Su brazalete de jade golpea la mesita produciendo un fuerte clonc-. Allí estaremos a salvo del Clan Verde.
A la mañana siguiente, May y yo nos dirigimos a las oficinas de la naviera Dollar Steamship Line, con la esperanza de cambiar nuestros pasajes -de Shanghai a Hong Kong, de Hong Kong a San Francisco y de San Francisco a Los Ángeles- por cuatro pasajes a Hong Kong. La calle Nanjing y las aledañas al hipódromo siguen cerradas para permitir que los trabajadores retiren los cadáveres destrozados y los miembros mutilados, pero ésa no es la mayor preocupación de la ciudad. Siguen llegando miles y miles de refugiados que huyen del avance de los japoneses. Muchos padres desesperados han dejado morir a sus hijos pequeños en las calles, y la Asociación de Beneficencia ha creado una patrulla especial para cargar en camiones los cadáveres abandonados y llevarlos al campo para que los incineren.
Pero pese a toda la gente que quiere entrar en la ciudad, hay miles que intentan salir. Muchos de mis compatriotas vuelven en tren a sus pueblos natales del interior. Los amigos que hemos hecho en los cafés -escritores, pintores e intelectuales- toman decisiones que determinarán su futuro: ir a Chungking, donde Chiang Kai-shek ha establecido su capital de guerra, o a Yunnan, para unirse a los comunistas. Las familias más adineradas -tanto chinas como extranjeras- se marchan en vapores de bandera internacional que pasan, desafiantes, ante los buques de guerra japoneses anclados frente al Bund.
Esperamos horas en una larga cola. A las cinco de la tarde sólo hemos avanzado unos tres metros. Volvemos a casa sin haber resuelto nada. Estoy agotada; May parece angustiada y sin fuerzas. Baba ha pasado todo el día visitando a sus amigos, con la esperanza de que le presten dinero para nuestra huida; pero, en estos tiempos de repentina incertidumbre, ¿quién puede permitirse el lujo de ser generoso con un infortunado? Al trío de matones no le sorprende que hayamos avanzado tan poco, pero no se alegran de nuestro fracaso. Hasta ellos parecen turbados por el caos que nos rodea.
Esa noche, la casa tiembla con las explosiones de Chapei y Hongkew. Las nubes de ceniza que salen de esos barrios se mezclan con el humo de las hogueras donde queman a los críos abandonados y con el de las enormes piras donde los japoneses incineran a sus propios muertos.
Por la mañana, me levanto con sigilo para no despertar a mi hermana. Ayer, May me acompañó sin quejarse. Pero varias veces, cuando ella creía que no la miraba, la vi frotándose las sienes. Anoche se tomó una aspirina y la vomitó enseguida. Debe de tener conmoción cerebral. Espero que sea leve, pero ¿cómo estar segura? Como mínimo, después de todo lo que ha pasado estos dos últimos días, May necesita dormir, porque hoy será otro día duro. El funeral de Tommy Hu es a las diez.
Bajo y encuentro a mama en el salón. Me indica que me acerque.
– Toma un poco de dinero. -Una extraña frialdad tiñe su voz-. Ve a comprar unos pastelillos de sésamo y unos palitos de masa -me encarga. No hemos comido tanto para desayunar desde la mañana que cambió nuestra vida-. Tenemos que alimentarnos. El funeral…
Cojo el dinero y salgo a la calle. Oigo el estruendo de los cañones navales que bombardean nuestras posiciones costeras, los incesantes disparos de ametralladora y fusilería, las bombas que caen sobre Chapei y las encarnizadas batallas que se libran en los barrios de la periferia. Las acres cenizas de las piras funerarias de anoche cubren la ciudad, y hay que volver a lavar la ropa colgada en los tendederos, barrer la entrada de las casas y lavar los coches. El olor me produce arcadas. Hay mucha gente en la calle; quizá estemos en guerra, pero todos tenemos cosas que hacer. Camino hasta la esquina, pero en lugar de comprar los encargos de mama, me subo a una carretilla para que me lleve al apartamento de Z.G. Ya sé que me comporté como una cría aquel día, pero eso fue sólo un momento contra años de amistad. Estoy convencida de que él nos tiene cierto cariño. Seguro que nos ayudará a encontrar la manera de recomponer nuestras vidas.
Llamo a su puerta. Como no contesta nadie, bajo y busco a la casera en el patio central.
– Se ha marchado -me dice la mujer-. Pero ¿qué más te da? Las chicas bonitas estáis perdidas. ¿Crees que podremos repeler a los micos eternamente? Cuando ellos hayan tomado el país, nadie necesitará ni querrá vuestros lindos calendarios. -Su rencor va en aumento-. Pero quizá esos micos os quieran para otras cosas. ¿Es eso lo que deseas para tu hermana y para ti?
– Sólo dígame dónde está -pido, cansada.
– Se ha marchado para unirse a los comunistas -me espeta, y cada sílaba es como una bala.
– No puedo creer que se haya ido sin despedirse -replico sin convicción.
La mujer ríe a carcajadas.
– ¡Qué estúpida eres! Se ha marchado sin pagar el alquiler. Ha dejado aquí sus pinturas y pinceles. Se ha marchado sin llevarse nada.
Me muerdo el labio inferior para no llorar. Ahora tengo que concentrarme en mi propia supervivencia.
Como no quiero gastarme el dinero que tengo, vuelvo a casa en otra carretilla, apretujada con otros tres pasajeros. Mientras avanzamos dando tumbos, pienso en quién podría ayudarnos. ¿Los hombres con quienes vamos a bailar? ¿Betsy? ¿Alguno de los otros pintores para los que posamos? Pero todo el mundo tiene sus propios problemas.
Cuando llego, encuentro la casa vacía. He pasado tanto tiempo fuera que me he perdido el funeral de Tommy.
May y mama regresan un par de horas más tarde. Ambas van vestidas de blanco, el color del luto. May tiene los ojos hinchados como melocotones pasados de tanto llorar, y mama parece vieja y cansada, pero no me preguntan dónde he estado ni por qué no he ido al funeral. Baba no está con ellas. Se habrá quedado con los otros padres en el banquete ceremonial.
– ¿Cómo ha ido? -les pregunto.
May se encoge de hombros, así que no insisto. Se apoya en la jamba de la puerta, se cruza de brazos y se queda mirándose los pies.
– Tenemos que volver a la naviera -dice.
No quiero salir otra vez. Estoy muy afectada por lo de Z.G. Me gustaría contarle que nuestro amigo se ha marchado, pero ¿de qué serviría? Esta situación me desespera. Quiero que alguien me rescate. Y si no puede ser, quiero meterme en la cama, esconderme bajo las sábanas y llorar hasta que no me queden lágrimas. Pero soy la hermana mayor de May. Debo ser valiente y dominar mis emociones. Debo ayudar a combatir nuestra desgracia. Respiro hondo y me levanto.
– Vamos. Estoy lista.
Volvemos a las oficinas de la Dollar Steamship Line. Hoy la cola avanza más deprisa, y cuando llegamos al mostrador entendemos por qué: el empleado ya no soluciona nada. Le enseñamos nuestros billetes, pero el agotamiento le ha robado la capacidad para expresarse y la paciencia.
– ¿Qué esperáis que haga con esto? -nos espeta casi gritando.
– ¿Podemos cambiar estos billetes por cuatro a Hong Kong? -pregunto, convencida de que lo considerará un acuerdo ventajoso para la empresa.
En lugar de contestarme, hace señas a las personas que tenemos detrás:
– ¡El siguiente!
No me muevo.
– ¿Podemos tomar otro barco? -insisto.
El empleado golpea la reja que nos separa.
– ¡Estúpida! -Por lo visto, hoy todo el mundo piensa lo mismo de mí. Entonces agarra la reja y la sacude-. ¡No quedan billetes! ¡Se han acabado! ¡El siguiente! ¡El siguiente!
Su frustración y su histerismo me recuerdan a los de la casera de Z.G. May estira un brazo para tocar los dedos del empleado. En Shanghai está muy mal visto que dos personas de sexo opuesto se toquen, y más si no se conocen. Su gesto deja perplejo al hombre, que enmudece. O quizá de pronto lo tranquiliza que una chica bonita le hable con voz melosa.
– Sé que puede ayudarnos. -May ladea la cabeza y deja que una leve sonrisa transforme su expresión, que pasa de la desesperación a la serenidad.
El efecto es inmediato.
– Déjame ver esos billetes. -Los examina atentamente y consulta un par de cuadernos-. Lo siento, pero con esto no podréis salir de Shanghai -dice por fin. Saca un bloc, rellena un formulario y luego se lo da a May junto con nuestros billetes-. Si conseguís llegar a Hong Kong, id a nuestras oficinas de allí y entregad esto. Podréis cambiar vuestros billetes por nuevos pasajes para San Francisco. -Tras una pausa, repite-: Si es que conseguís llegar a Hong Kong.
Le damos las gracias, pero no nos ha ayudado nada. Nosotras no queremos ir a San Francisco. Queremos ir al sur para huir del Clan Verde.
Nos encaminamos hacia casa, sintiéndonos derrotadas. El ruido del tráfico, el olor a gases de tubo de escape y el pestazo a perfume nunca me habían resultado tan opresivos. Nunca las irremediables ansias de dinero, la flagrante transparencia de la conducta criminal y la disolución del espíritu me habían parecido tan vanas y desesperadas.
Encontramos a mama sentada en los escalones de la entrada, donde antes comían con orgullo nuestros criados.
– ¿Han vuelto ya? -pregunto.
No hace falta que especifique a quiénes me refiero. Las únicas personas a las que de verdad tememos son los matones del Clan Verde. Mama asiente con la cabeza. Tardamos un momento en asimilar esa respuesta. Lo que dice mama a continuación me produce un escalofrío:
– Y vuestro padre todavía no ha regresado.
Nos sentamos una a cada lado de mama. Esperamos, escudriñando ambos extremos de la calle, con la esperanza de ver aparecer a baba por la esquina. En vano. Cae la noche y se intensifican los bombardeos. Los incendios de Chapei iluminan la ciudad. Los reflectores recorren el cielo. Pase lo que pase, la Colonia Internacional y la Concesión Francesa, como territorios extranjeros, estarán a salvo.
– ¿Ha dicho si pensaba ir a algún sitio después del funeral? -pregunta May con una vocecilla de niña pequeña.
Mama niega con la cabeza.
– Quizá esté buscando trabajo. O apostando. O con una mujer.
Por mi mente pasan otras posibilidades y, cuando miro a May por encima de la cabeza de mama, veo que ella las comparte. ¿Y si baba se ha marchado, dejando que su mujer y sus hijas lidien con las consecuencias de su comportamiento? ¿Y si el Clan Verde ha decidido matarlo antes del plazo acordado, como advertencia para el resto de la familia? ¿Y si lo ha alcanzado el fuego antiaéreo o la metralla?
Hacia las dos de la madrugada, mama se da una palmada en los muslos y dice:
– Tenemos que dormir un poco. Si vuestro padre no vuelve… -Se le quiebra la voz y respira hondo-. Si no vuelve a casa, seguiremos adelante con mi plan. Su familia nos acogerá. Ahora les pertenecemos.
– Pero ¿cómo vamos a llegar hasta allí? No podemos cambiar los pasajes.
Ella plantea precipitadamente una idea con la desesperación pintada en el rostro:
– Podríamos ir a Woosong. Está a pocos kilómetros de aquí. Si no queda más remedio, yo puedo ir andando. Allí hay un muelle de la petrolera Standard Oil. Con vuestros certificados de matrimonio, quizá nos dejen ir a otra ciudad en una de sus lanchas. Desde allí podríamos llegar al sur.
– No creo que funcione -contesto-. ¿Por qué querría ayudarnos la petrolera?
– Pues podríamos buscar un barco que nos lleve por el Yangtsé…
– ¿Y los micos? -pregunta May-. Hay muchos en el río. Hasta los lo fan se marchan del interior y vienen aquí.
– Podríamos ir al norte, a Tientsin, y buscar pasaje en un barco -insiste mama, pero esta vez levanta una mano para que no hablemos-. Lo sé: los micos ya están allí. Entonces podríamos ir al este, pero ¿cuánto tardarán en invadir esas regiones? -Hace una pausa para pensar. Es como si yo viera a través de su cráneo, dentro de su cerebro, mientras anticipa los peligros que implican las diferentes formas de salir de Shanghai. Al final se inclina y, en voz baja pero firme, dice-: Vayamos al sudoeste, al Gran Canal. Una vez allí, conseguiremos un barco… un sampán, cualquier cosa, para continuar hasta Hangchow. Allí buscaremos un barco de pesca que nos lleve a Hong Kong o Cantón. -Me mira a mí y luego a May-. ¿Estáis de acuerdo?
Me da vueltas la cabeza. No tengo ni idea de qué es lo mejor.
– Gracias, mama -susurra May-. Gracias por cuidar tan bien de nosotras.
Entramos en casa. La luz de la luna se cuela por las ventanas. Hasta que nos damos las buenas noches a mama no se le quiebra la voz, pero entonces se mete en su habitación y cierra la puerta.
May me mira en la oscuridad.
– ¿Qué vamos a hacer?
Creo que la pregunta es: «¿Qué va a ser de nosotras?», pero no la formulo. Soy la jie jie de May y mi obligación es ocultarle mis temores.
A la mañana siguiente, recogemos con prisas lo que consideramos práctico y útil: artículos de aseo, un kilo y medio de arroz por persona, una olla y utensilios para comer, sábanas, vestidos y zapatos. En el último momento, mama me llama a su habitación. De la cómoda saca unos papeles, entre ellos el manual y los certificados de matrimonio. Nuestros álbumes de fotografías están encima del tocador. Pesan demasiado para llevárnoslos, así que supongo que mama cogerá algunas fotos de recuerdo. Retira una de la cartulina negra: detrás hay un billete doblado. Repite la operación varias veces hasta que reúne un pequeño fajo de billetes. Se guarda el dinero en el bolsillo, me pide que la ayude a apartar la cómoda de la pared y coge una bolsita que pende de un clavo.
– Esto es lo que queda de mi dote.
– ¿Cómo has podido tenerlo escondido? -pregunto, indignada-. ¿Por qué no pagaste al Clan Verde con este dinero?
– No habría bastado.
– Pero quizá habría ayudado.
– Mi madre siempre decía: «Guárdate algo para ti» -replica-. Sabía que quizá tendría que utilizarlo algún día. Y ese día ha llegado.
Sale de la habitación. Yo me quedo mirando las fotografías: May de bebé, las dos vestidas de fiesta, la boda de mama y baba. Recuerdos felices, recuerdos absurdos, danzan ante mí. Se me empañan los ojos y parpadeo para contener las lágrimas. Cojo un par de fotografías, las guardo en mi bolsa y bajo. Mama y May están esperando en la entrada.
– Búscanos una carretilla, Pearl -me ordena mama.
Como es mi madre y no tenemos alternativa, la obedezco; no importa que se trate de una mujer con los pies vendados que jamás ha tenido ningún plan más allá de sus estrategias en el majong.
Me quedo en la esquina esperando a que aparezca una carretilla grande y en buen estado y cuyo conductor parezca fuerte. Los carretilleros están por debajo de los conductores de rickshaw y sólo un poco por encima de los orinaleros. Se los considera miembros de la clase de los culis: lo bastante pobres para hacer cualquier cosa con tal de ganar un poco de dinero o recibir unos cuencos de arroz. Después de varios intentos, encuentro a uno dispuesto a negociar en serio. Está tan delgado que su vientre parece juntarse con su columna vertebral.
– ¿A quién se le ocurre intentar salir de Shanghai ahora? -pregunta, y con razón-. No quiero que me maten los micos.
No le explico que el Clan Verde nos persigue.
– Vamos a nuestro pueblo natal -le digo-, en la provincia de Kwangtung.
– ¡No puedo llevaros tan lejos!
– Claro que no. Sólo queremos ir hasta el Gran Canal…
Accedo a pagarle el doble de lo que gana en un día.
Volvemos a casa. El carretillero sube nuestro equipaje a la carretilla. Ponemos las bolsas que contienen nuestros vestidos en la parte de atrás para que mama tenga algo en que apoyarse.
– Antes de marcharnos -dice ella- quiero daros esto, niñas. -Nos cuelga del cuello sendas bolsitas atadas a un cordón de cuero-. Se las compré a un adivino. Contienen tres monedas, tres semillas de sésamo y tres habichuelas. Me aseguró que os protegerían de los malos espíritus, de la enfermedad y las máquinas voladoras de los bandidos enanos.
Mi madre es una mujer impresionable, crédula y anticuada. ¿Cuánto pagaría por esa tontería? ¿Cincuenta peniques por cada una? ¿Más?
Monta en la carretilla y mueve el trasero para ponerse cómoda. Lleva nuestros documentos en la mano -los pasajes, los certificados de matrimonio y el manual-, envueltos en un pedazo de seda y atados con cinta de seda. Miramos la casa por última vez. Ni el cocinero ni nuestros huéspedes han salido a despedirnos y desearnos suerte.
– ¿Estás segura de que debemos irnos? -pregunta May, angustiada-. ¿Y baba? ¿Y si vuelve? ¿Y si está herido?
– Tu padre tiene el corazón de una hiena y los pulmones de una pitón -contesta mama-. ¿Crees que él se quedaría aquí esperándonos? ¿Crees que iría a buscarnos? Entonces, ¿por qué no está aquí?
No concibo que sea tan cruel. Aunque baba nos haya mentido y haya puesto en una situación desesperada, es su marido y nuestro padre. Pero mama tiene razón: si está vivo, dudo mucho que esté pensando en nosotras. Y nosotras tampoco podemos pensar en él si queremos sobrevivir.
El muchacho agarra las varas de la carretilla, mama se sujeta a los lados y nos ponemos en marcha. De momento, May y yo vamos a pie, una a cada lado. Tenemos un largo camino por delante y no queremos que el chico se canse demasiado pronto. Como dicen aquí, ninguna carga es ligera si hay que llevarla lejos.
Cruzamos el puente del Jardín. Hombres y mujeres ataviados con prendas de algodón acolchadas acarrean cuanto poseen: jaulas de pájaros, muñecas, sacos de arroz, relojes, láminas enrolladas. Caminamos por el Bund y miro al otro lado del Whangpoo. Los barcos extranjeros brillan al sol, y de sus chimeneas salen nubes negras. Junto con su escolta, el Idzumo reposa en el agua: sólido, gris e intacto, pues el fuego chino no lo ha alcanzado. Los juncos y sampanes se mecen en las estelas. Por todas partes, incluso ahora que estamos en guerra, los culis van de un lado a otro transportando sus pesadas cargas.
Torcemos a la derecha por la calle Nanjing, donde han eliminado con arena y desinfectante la sangre y el hedor a muerte. La calle Nanjing desemboca en Bubbling Well. La calle, protegida del sol por los árboles, está llena de gente, lo que dificulta llegar hasta la estación del Oeste, donde vemos los vagones abarrotados en cuatro niveles: el suelo, los asientos, las literas y los techos. Nuestro carretillero sigue adelante. Antes de lo que imaginábamos, el cemento y el granito dejan paso a los campos de arroz y algodón. Mama saca algo de comida, y se asegura de ofrecerle al chico una ración generosa. Paramos varias veces para hacer nuestras necesidades detrás de un matorral o un árbol. Caminamos bajo un calor intenso. De vez en cuando miro hacia atrás y veo salir humo de Chapei y Hongkew, y me pregunto cuándo se consumirán los fuegos.
Nos salen ampollas en los talones y los dedos de los pies, pero no se nos ha ocurrido coger vendas ni medicinas. Cuando las sombras empiezan a alargarse, el carretillero -sin pedir nuestra opinión- toma un sendero de tierra que conduce a una granja con tejado de paja. Un caballo atado mordisquea alubias de un cubo y unas gallinas picotean el suelo frente a una puerta abierta. Mientras el conductor deja las varas de la carretilla en el suelo y sacude los brazos, una aldeana sale de la casa.
– Vengo con tres mujeres -dice el carretillero en el basto dialecto del campo-. Necesitamos comida y un sitio para dormir.
La campesina no habla, pero nos indica con señas que entremos. Vierte agua caliente en una tina y nos señala los pies a May y a mí. Nos quitamos los zapatos y metemos los pies en el agua. La mujer regresa con un tarro de cerámica que contiene una cataplasma casera, hedionda, y nos la aplica en las ampollas reventadas. A continuación ayuda a mi madre a sentarse en un taburete en un rincón de la habitación, vierte más agua caliente en un barreño y se queda de pie para taparla. Aun así, veo cómo mama se agacha y empieza a quitarse las vendas. Miro hacia otro lado. Para mi madre no hay nada más íntimo y privado que el cuidado de sus pies de loto. Yo nunca se los he visto, ni quiero.
Una vez que mama se ha lavado los pies y se los ha vendado con vendas limpias, la aldeana empieza a preparar la cena. Le damos un poco de nuestro arroz, que ella vierte en una olla con agua hirviendo, y empieza a removerlo sin parar hasta convertirlo en jook.
Miro alrededor por primera vez. La casa está muy sucia, tanto que me produce pavor comer o beber en un lugar así. Por lo visto, la mujer se da cuenta. Pone unos cuencos y unas cucharas de latón encima de la mesa, junto con una olla de agua caliente. Nos hace señas.
– ¿Qué quiere que hagamos? -pregunta May.
Ni mama ni yo lo sabemos, pero el carretillero coge la olla, vierte agua en los cuencos, sumerge nuestras cucharas en el agua caliente, remueve el líquido y luego lo arroja al suelo de tierra apisonada, que lo absorbe. A continuación, la mujer nos sirve el jook, al que añade unas hojas de zanahoria salteadas. Éstas tienen un sabor amargo y me dejan un regusto ácido en la garganta. La aldeana vuelve al cabo de un momento con un poco de pescado salado que pone en el cuenco de May. Luego se coloca detrás de mi hermana y le masajea los hombros.
De pronto siento rabia. Esta mujer -pobre, sin educación, una perfecta desconocida- le ha dado el cuenco más grande de jook al carretillero, le ha proporcionado intimidad a mama, y ahora se preocupa por May. ¿Qué tendré yo, que hasta los desconocidos se percatan de que no valgo nada?
Después de la cena, el chico sale para dormir junto a su carretilla, mientras nosotras nos tumbamos sobre unas esteras de paja tendidas en el suelo. Estoy agotada, pero mama parece muy animada. El mal genio que la caracteriza desaparece cuando se pone a hablarnos de su infancia y de la casa donde creció.
– Cuando yo era niña, en verano, mi madre, mis tías, mis hermanas y todas mis primas dormíamos fuera, en unas esteras como éstas -recuerda; habla en voz baja para no molestar a nuestra anfitriona, que descansa en una plataforma elevada junto a la cocina-. Vosotras no conocéis a mis hermanas, pero nos parecíamos mucho a vosotras dos. -Ríe con melancolía-. Nos queríamos mucho y nos gustaba discutir. Pero esas noches de verano, cuando estábamos fuera bajo las estrellas, no peleábamos. Escuchábamos las historias que nos contaba mi madre.
Oímos el canto de las cigarras. A lo lejos se oye el estallido de las bombas que caen sobre nuestra ciudad. Las explosiones hacen retumbar el suelo y el temblor se extiende por nuestros cuerpos. May empieza a gimotear, y mama dice:
– Creo que todavía no sois demasiado mayores para que os cuente una…
– ¡Sí, mama, por favor! -exclama May-. Cuéntanos la historia de las hermanas de la luna.
Mama le da unas cariñosas palmaditas.
– Érase una vez -empieza, con una voz que me transporta a la infancia- dos hermanas que vivían en la luna. Eran unas niñas maravillosas -narra, y yo espero; sé exactamente qué va a decir a continuación-. Eran hermosas como May: delgadas como el bambú, gráciles como las ramas de un sauce sacudidas por la brisa, y con el rostro ovalado como las semillas de melón. Y eran listas y diligentes como Pearl: bordaban sus zapatos de loto con puntadas diminutas. Las dos hermanas pasaban la noche bordando con sus setenta agujas. Su fama fue creciendo y al poco tiempo todo el mundo iba a contemplarlas.
Sé de memoria el destino que les espera a las hermanas de la historia, pero tengo la impresión de que esta noche mama quiere modificar ligeramente su relato.
– Las dos hermanas conocían las normas de la conducta virginal -continúa-. Ningún hombre debía verlas. Ningún hombre debía mirarlas. Las niñas estaban cada vez más tristes. A la mayor se le ocurrió una idea: «Le cambiaremos el sitio a nuestro hermano.» La pequeña no estaba muy convencida, porque era un poco vanidosa, pero su deber era seguir las instrucciones de su jie jie. Se pusieron sus vestidos rojos más bonitos, con bordados de dragones y flores exuberantes, y fueron a ver a su hermano, que vivía en el sol. Le pidieron que les cambiara el sitio.
A May siempre le ha gustado esta parte, así que aporta su granito de arena:
– «En la tierra hay más gente despierta de día que de noche», se burló su hermano. «Nunca os habrán contemplado tantos ojos.»
– Las hermanas lloriquearon, como hacías tú, May, cuando querías conseguir algo de tu padre -prosigue mama.
Tumbada en el suelo de tierra de una casucha, escucho a mi madre, que intenta consolarnos contándonos cuentos infantiles, y mi corazón se llena de pensamientos amargos. ¿Cómo puede mama hablar tan despreocupadamente de baba? Aunque él se porte mal… mejor dicho, se portaba, ¿no debería estar apenada? Y, peor aún, ¿cómo puede escoger este momento para recordarme que mi padre quería más a May que a mí? Aunque yo llorara, baba nunca cedía ante mis lágrimas. Sacudo la cabeza para expulsar los desagradables pensamientos sobre mi padre que me asaltan, cuando debería estar preocupándome por él, y me digo que estoy demasiado cansada y asustada para pensar con serenidad. Pero me duele, incluso en este momento de penurias, saber que no me quieren tanto como a mi hermana.
– El hermano adoraba a sus hermanas, y al final accedió a cambiarles el sitio -dice mama-. Ellas recogieron sus agujas de bordar y se marcharon a su nuevo hogar. En la tierra, la gente miraba la luna y veía a un hombre. «¿Dónde están las hermanas?», preguntaban. «¿Adónde han ido?» Ahora, cuando alguien mira al sol, las hermanas usan sus setenta agujas de bordar para clavárselas a los que osan mirar demasiado rato. Los que se niegan a desviar la mirada se quedan ciegos.
May espira lentamente. La conozco muy bien. Dentro de poco se quedará dormida. Nuestra anfitriona gruñe en la plataforma del rincón. ¿Acaso tampoco le ha gustado la historia? Tengo todo el cuerpo dolorido, y ahora me duele también el corazón. Cierro los ojos para que no se me desborden las lágrimas.
A la mañana siguiente, la campesina hierve agua para que nos lavemos la cara y las manos. Prepara té y nos ofrece a cada uno otro cuenco de jook. Vuelve a untarnos los pies con su medicina casera. Nos da unas vendas viejas pero limpias. Luego nos acompaña afuera y ayuda a mi madre a subir a la carretilla. Mama quiere pagarle, pero ella rechaza el dinero, y se siente tan insultada que hasta se niega a volver a mirarnos.
Caminamos toda la mañana. Hay una densa neblina suspendida sobre los campos. De las aldeas por las que pasamos nos llega el olor del arroz cocido en fuegos de paja. El sombrero verde de May y el mío con plumas -los que salvamos del registro del venerable Louie- van guardados con el resto del equipaje, así que a medida que avanza el día se nos reseca y quema la piel. Al final, May y yo subimos a la carretilla. El conductor no protesta, no amenaza con abandonarnos, no pide más dinero. Sigue dando un paso tras otro con estoicismo.
A última hora de la tarde, igual que el día anterior, el carretillero se desvía por un sendero hacia una granja que parece aún más pobre que la primera. Una mujer selecciona semillas con un bebé atado a la espalda. Un par de niños de aspecto enfermizo realizan otras tareas con extrema lasitud. El marido nos mira de arriba abajo y calcula cuánto puede cobrarnos. Al ver los pies de mi madre, sonríe mostrando una boca desdentada. Pagamos más de lo que deberíamos por unas croquetas secas hechas con harina de maíz.
Mama y May se duermen antes que yo. Me quedo mirando el techo. Oigo una rata que corretea junto a las paredes de la habitación y se detiene de vez en cuando para mordisquear algo. Desde que nací he comido, me he vestido, he dormido y me he desplazado de un sitio a otro como una privilegiada. Ahora pienso lo fácil que sería que May, mi madre, yo y mucha gente como nosotras -mimada y privilegiada- muriéramos ahí fuera, en el camino. No sabemos qué significa subsistir con casi nada. No sabemos qué hay que hacer para sobrevivir día a día. Pero la familia que vive aquí y la mujer que nos acogió anoche sí lo saben. Cuando no tienes mucho, tener menos no es muy grave.
A la mañana pasamos por una aldea que ha ardido por completo. En la carretera vemos a los que intentaron huir en vano: hombres asesinados con bayoneta o a balazos, críos abandonados y mujeres con sólo una túnica, las piernas al descubierto, ensangrentadas y abiertas en extraños ángulos. Poco después del mediodía encontramos los cadáveres de unos soldados chinos pudriéndose al sol. Uno de ellos está hecho un ovillo; tiene el dorso de la mano en la boca, como si en sus últimos momentos se hubiera mordido para soportar el dolor.
¿Cuánto hemos avanzado? No lo sé. ¿Veinte kilómetros diarios? ¿Cuánto camino nos queda? Ninguno de nosotros lo sabe. Pero debemos proseguir y confiar en no tropezamos con los japoneses antes de llegar al Gran Canal.
Por la noche, el carretillero repite la pauta de tomar un sendero de tierra que conduce a una cabaña, sólo que esta vez no hay nadie en la casa, como si sus propietarios acabaran de marcharse. Pero todas sus pertenencias siguen allí, incluidos patos y gallinas. El chico hurga en los estantes hasta que da con un tarro de nabos en conserva. Nosotras, inútiles e indefensas, lo observamos mientras él prepara el arroz. ¿Cómo es posible que después de tres días juntos todavía no sepamos cómo se llama? Es mayor que May y que yo, pero más joven que mi madre. Sin embargo lo llamamos «chico», y él responde con el respeto que exige su baja posición. Después de comer, mira alrededor hasta que encuentra incienso para ahuyentar los mosquitos, y lo enciende. Luego sale para dormir junto a la carretilla. Nosotras entramos en la otra habitación, donde hay una cama hecha con dos caballetes y tres tablas de madera. Sobre las tablas hay unas esteras, y a los pies de la cama, un edredón con relleno de algodón. Hace demasiado calor para dormir bajo el edredón, pero lo extendemos sobre las esteras para estar más cómodas.
A altas horas de la noche vienen los japoneses. Oímos el ruido de sus botas, sus voces ásperas y guturales, y los gritos del carretillero pidiendo clemencia. No sabemos si lo hace a propósito o no, pero su sufrimiento y su muerte nos proporcionan tiempo para escondernos. Sin embargo, estamos en una cabaña de dos habitaciones. ¿Dónde ocultarnos? Mama nos dice que retiremos las tablas de los caballetes y las apoyemos contra la pared.
– Meteos detrás -nos ordena. May y yo nos miramos. ¿Qué idea se le habrá ocurrido?-. ¡Haced lo que os digo! -susurra-. ¡Rápido!
Mi hermana y yo obedecemos, y luego mama desliza un brazo dentro para darnos la bolsa donde guarda el dinero de su dote y nuestros documentos, todo envuelto con la tela de seda.
– Coged esto.
– Mama…
– ¡Chist!
Me coge una mano y me cierra los dedos alrededor del paquete. La oímos arrastrar un caballete por el suelo. Las tablas nos empujan contra la pared y nos obligan a girar la cabeza. Mama nos ha dejado muy poco espacio. Pero no es un buen escondite. Tarde o temprano, los soldados nos encontrarán.
– Quedaos aquí -susurra mama-. No salgáis, pase lo que pase. -Me coge una muñeca y me la sacude. Para que May no la entienda, me dice en dialecto sze yup-: Hablo en serio, Pearl. Quedaos aquí. No dejes que tu hermana se mueva.
La oímos salir y cerrar la puerta. A mi lado, May respira entrecortadamente. Cada vez que exhala, su aliento húmedo y caliente me da en la cara. El corazón me late fuertemente.
Desde nuestro escondrijo, oímos cómo la puerta de la cabaña se abre de una patada, pisadas de botas, fuertes voces militares, y, al poco, a mama suplicando y negociando con los soldados. Luego se abre la puerta del cuarto donde estamos nosotras. La luz de un farol ilumina los extremos de nuestro escondite. Mama suelta un estridente grito; la puerta se cierra y la luz desaparece.
– ¡Mama! -gimotea May.
– Tienes que estar callada -le susurro.
Oímos gruñidos y risas, pero no volvemos a oír a nuestra madre. ¿La habrán matado? Si es así, ahora los soldados entrarán aquí. Debo hacer algo para darle una oportunidad a mi hermana. Suelto las cosas que mama me ha puesto en la mano y me deslizo hacia la izquierda.
– ¡No!
– ¡Cállate!
En el poco espacio que tenemos, May me sujeta el brazo.
– No salgas ahí, Pearl -suplica-. No me dejes sola.
Doy un tirón con el brazo y ella me suelta. Sin hacer ruido, salgo despacio de detrás de las tablas. Voy hacia la puerta sin vacilar, la abro, accedo a la habitación principal y cierro detrás de mí.
Mama está en el suelo, con un hombre encima. Me impresiona la delgadez de sus pantorrillas, producto de toda una vida caminando -o mejor dicho, no caminando- con los pies vendados. Hay casi una docena de soldados con uniforme amarillo, botas de cuero y fusil colgado del hombro; están de pie, mirando y esperando su turno.
Al verme, mama deja escapar un gemido.
– Me has prometido que no te moverías. -Su débil voz denota dolor y tristeza-. Mi obligación era salvaros.
El bandido enano que está encima de ella le da una bofetada. Unas fuertes manos me agarran y me zarandean. ¿Quién me tendrá primero? ¿El más fuerte? De pronto, el soldado que está sobre mi madre deja de hacer lo que está haciendo, se sube los pantalones y aparta a los otros para cogerme.
– Les he dicho que estaba sola -murmura mama, desesperada. Intenta levantarse, pero sólo consigue ponerse de rodillas.
Pese a la gravedad del momento, conservo la calma, no sé cómo.
– No te entienden -digo con frialdad, sin inmutarme, como si no tuviera miedo.
– Quería protegeros -solloza mi madre.
Alguien me empuja. Un par de soldados van hacia mama y la golpean en la cabeza y los hombros. Nos gritan. Quizá no quieran que hablemos, pero no estoy segura. No entiendo su idioma. Al final, uno se dirige a nosotras en inglés:
– ¿Qué dice la vieja? ¿A quién más escondéis?
Veo la lujuria en sus ojos. Hay muchos hombres y sólo dos mujeres, y una de ellas es mayor.
– Mi madre está enfadada porque no me he quedado escondida -respondo en inglés-. Soy su única hija.
No necesito fingir que lloro. Empiezo a sollozar, temiendo lo que va a pasar a continuación.
Hay momentos en que me alejo volando, en que abandono mi cuerpo, la habitación, la tierra, y vuelo por el cielo nocturno en busca de personas y lugares que quiero. Pienso en Z.G. ¿Interpretaría él lo que he hecho como un acto supremo de amor filial? Pienso en Betsy.
Incluso pienso en mi alumno japonés. ¿Estará cerca el capitán Yamasaki? ¿Sabrá lo que me está pasando? ¿Deseará que descubran a May? ¿Estará pensando que la quería como esposa pero que ahora podría tenerla como trofeo de guerra?
Mi madre está destrozada, pero ni su sangre ni sus gritos detienen a los soldados. Le quitan las vendas de los pies y las lanzan al aire, donde ondulan como cintas de acróbata. Los pies de mama tienen un color cadavérico: blanco azulado, con manchas verdes y moradas bajo la carne aplastada. Los hombres los estiran y pellizcan. Luego se los pisan para devolverles su forma original. Los gritos de mi madre no son como los del vendado de los pies ni como los del parto. Son los gritos profundos y angustiados de un animal que experimenta un dolor inimaginable.
Cierro los ojos y procuro no pensar en lo que están haciendo los soldados, pero mis dientes se mueren por morder al hombre que tengo encima. Me parece ver los cadáveres de las mujeres que hemos encontrado en la carretera esta mañana; no quiero ver mis piernas formando esos ángulos tan antinaturales e inhumanos. Noto un desgarro muy distinto al de mi noche de bodas, mucho peor, mucho más doloroso, como si me estuvieran abriendo las entrañas. La atmósfera se vuelve densa y pegajosa, y hay un sofocante olor a sangre, a incienso para mosquitos y a los pies de mama.
En varias ocasiones abro los ojos -cuando mi madre chilla más fuerte-y veo lo que le están haciendo. «¡Mama, mama, mama!», quiero gritar, pero me contengo. No voy a darles a estos micos el placer de oírme aullar de terror. Estiro un brazo y le cojo una mano a mama. ¿Cómo describir la mirada que intercambiamos? Somos una madre y una hija a las que están violando repetidamente, quizá hasta la muerte. En sus ojos diviso mi nacimiento, las interminables penalidades del amor materno, una ausencia total de esperanza; y en algún lugar muy profundo, más allá de esos ojos vidriosos, una fiereza que jamás había visto.
No paro de rezar en silencio para que May permanezca escondida, para que no haga el menor ruido, para que no esté tentada de asomarse, para que no cometa ninguna estupidez; porque si hay algo que no soportaría es que ella estuviese en esta habitación con estos… hombres. Al cabo de poco rato dejo de oír a mama. Ya no sé dónde estoy ni qué me está pasando. Lo único que siento es dolor.
La puerta de la cabaña se abre con un chirrido, y oigo más botas sobre el suelo de tierra apisonada. Lo que está ocurriendo es horrible, pero éste es el peor momento, porque comprendo que todavía no ha terminado. Pero me equivoco. Una voz -enfadada, autoritaria y áspera- grita a los soldados, que se levantan precipitadamente. Se abrochan los pantalones, se alisan el pelo y se secan la boca con el dorso de la mano. Luego se ponen en posición de firmes y saludan. Me quedo tan quieta como puedo, con la esperanza de que me den por muerta. La nueva voz grita unas órdenes. ¿O es una reprimenda? Los soldados se ponen bravucones.
Noto el frío borde de una bayoneta o un sable contra la mejilla. No me muevo. Me golpea una bota. No quiero reaccionar («Hazte la muerta, hazte la muerta, y quizá no empiecen otra vez»), pero mi cuerpo se enrosca como una oruga herida. Esta vez no oigo risas, sólo un silencio terrible. Espero la punzada de la bayoneta.
Siento una corriente de aire, y luego la suave caricia de una tela sobre mi cuerpo desnudo. El bronco soldado -ahora comprendo que está a mi lado, gritando órdenes, y oigo cómo los otros salen de la casa arrastrando las botas- se agacha, me remete la tela bajo la cadera y se marcha.
Un profundo y largo silencio se apodera de la habitación. Luego oigo que mama se mueve y gime. Todavía tengo miedo, pero susurro:
– No te muevas. Podrían volver.
Quizá sólo me parece que lo susurro, porque mama no presta atención a mi advertencia. La oigo acercarse, y luego noto sus dedos sobre mi mejilla. Mama, a la que siempre he considerado físicamente débil, me sube a su regazo y se apoya contra la pared de adobe de la cabaña.
– Tu padre te puso Perla de Dragón -dice mientras me acaricia el cabello- porque naciste en el año del Dragón y al Dragón le gusta jugar con una perla. Pero a mí me gustaba ese nombre por otro motivo. Las perlas nacen cuando un grano de arena se aloja en una ostra. Yo era muy joven cuando mi padre concertó mi matrimonio: solamente tenía catorce años. Mi deber era tener relaciones esposo-esposa, y lo cumplí; sin embargo, la esencia que tu padre ponía dentro de mí era tan desagradable como la arena. Pero mira qué pasó: nació mi Perla.
Canturrea un rato y me quedo adormilada. Me duele todo el cuerpo. ¿Dónde está May?
– El día que naciste hubo un tifón -continúa de pronto en sze yup, la lengua de mi infancia, la lengua que nos permite hablar sin que May nos entienda-. Dicen que a un Dragón nacido durante una tormenta lo aguarda un destino especialmente tempestuoso. Tú siempre crees tener la razón, y eso te lleva a hacer cosas que no deberías…
– Mama…
– Escúchame, te lo ruego… y luego procura olvidarlo… todo. -Se inclina y me susurra al oído-: Eres un Dragón, y el Dragón es el único signo capaz de domeñar a la muerte. Sólo un Dragón puede llevar los cuernos del destino, el deber y el poder. Tu hermana sólo es una Oveja. Tú siempre has sido mejor madre para ella que yo -confiesa. Intento moverme, pero ella me lo impide-. Ahora no discutas conmigo. No tenemos tiempo para eso.
Tiene una voz preciosa. Jamás había sentido su amor materno con tanta intensidad. Mi cuerpo se relaja en sus brazos, y poco a poco se sumerge en la oscuridad.
– Debes cuidar de tu hermana. Prométemelo, Pearl. Prométemelo ahora mismo.
Se lo prometo. Y luego, tras lo que parecen días, semanas o incluso meses, la oscuridad se apodera de todo.
Despierto una vez y noto cómo me limpian la cara con un trapo húmedo. Abro los ojos y veo a May, pálida, hermosa y tímida como un espíritu, el cielo más allá de su cabeza. ¿Estamos muertas? Vuelvo a cerrar los ojos y siento que me tambaleo y doy bandazos.
Luego noto que estoy en un barco. Esta vez me esfuerzo por permanecer despierta. Miro hacia la izquierda y veo unas redes. Miro hacia la derecha y veo tierra firme. El barco avanza a envites constantes. Como no hay olas, deduzco que no estamos en el mar. Levanto la cabeza y veo una jaula junto a mis pies. Dentro, un niño de unos seis años -¿retrasado mental, loco, enfermo?- se retuerce sin cesar. Cierro los ojos y dejo que el ritmo acompasado del barco me adormezca.
No sé cuántos días dura el viaje. Percibo imágenes y sonidos fugaces: la luna y las estrellas, el incesante croar de las ranas, el lastimero sonido de un pi-pa, el ruido de un remo al chocar contra el agua, una madre que llama a su hijo, disparos de fusil. En las angustiadas oquedades de mi pensamiento, una voz pregunta: «¿Es cierto que los hombres ahogados flotan boca abajo pero las mujeres miran al cielo?» No sé quién ha hecho la pregunta, ni si alguien la ha hecho, pero preferiría quedarme mirando hacia abajo y contemplar una eternidad de líquida negrura.
Levanto un brazo para protegerme del sol y noto que algo pesado se desliza hacia mi codo. Es el brazalete de jade de mi madre; entonces sé que ella está muerta. La fiebre prende fuego a mis entrañas y el frío me hace temblar espasmódicamente. Unas manos me levantan con cuidado. Estoy en un hospital. Unas tenues voces pronuncian palabras como «morfina», «laceraciones», «infección», «vagina» y «operación». Cuando oigo la voz de mi hermana, me siento a salvo. Cuando no la oigo, me desespero.
Al final dejo de vagar entre los moribundos. May dormita en una silla junto a la cama del hospital. Lleva las manos tan vendadas que parece que tenga dos patas enormes y blancas sobre el regazo. Un médico que hay a mi lado se lleva el índice a los labios. Señala a May con la cabeza y susurra:
– Déjala dormir. Lo necesita.
Cuando se inclina sobre mí, intento apartarme, pero tengo las muñecas atadas a las barandillas de la cama.
– La fiebre te hacía delirar y te resistías mucho -me explica con amabilidad-. Ahora ya no corres peligro. -Me pone una mano en el brazo. Es chino, pero hombre de todos modos. Reprimo el impulso de gritar. Él me mira a los ojos, examinándolos, y sonríe-. Ya no tienes fiebre. Sobrevivirás.
En los días posteriores, me entero de que May me subió a la carretilla y la empujó ella sola hasta el Gran Canal. Por el camino, tiró o vendió muchas de las cosas que llevábamos. Ahora nuestras únicas posesiones son tres conjuntos para cada una, nuestros documentos y lo que queda de la dote de mama. Ya en el Gran Canal, utilizó parte del dinero de mama para que un pescador y su familia nos condujeran en su sampán hasta Hangchow. Cuando llegamos al hospital, yo estaba casi muerta. Mientras me llevaban al quirófano para operarme, otros médicos se ocuparon de las manos de May, que estaban cubiertas de ampollas y en carne viva de empujar la carretilla. Pagó nuestro tratamiento vendiendo unas joyas de boda de mama en una casa de empeños.
A ella se le curan poco a poco las manos, pero a mí tienen que operarme dos veces más. Un día, los médicos vienen a verme y, abatidos, me dicen que no creen que pueda tener hijos. May llora, pero yo no. Si para ser madre he de mantener relaciones esposo-esposa, prefiero morir. «Nunca más -me digo-. No volveré a hacer eso nunca más.»
Después de casi seis semanas en el hospital, los médicos acceden a darme el alta. Nada más recibir la noticia, May se marcha a organizar nuestro viaje a Hong Kong. El día que ella debe recogerme, voy a vestirme al cuarto de baño. He adelgazado mucho. La persona que me mira desde el espejo -alta, desgarbada y flaca- no aparenta más de doce años, pero tiene las mejillas descarnadas y unas marcadas ojeras. Me ha crecido mucho el pelo, que cuelga lacio y apagado. Tantos días bajo el sol sin sombrilla ni sombrero me han dejado la piel roja y curtida. ¡Cómo se enfadaría baba si me viera así! Tengo los brazos tan delgados que mis dedos parecen exageradamente largos, como garras. El vestido de estilo occidental que me pongo cuelga sobre mí como una cortina.
Cuando salgo del cuarto de baño, encuentro a May sentada en la cama, esperándome. Me echa un vistazo y me dice que me quite el vestido.
– Mientras tú te recuperabas, han pasado muchas cosas -explica-. Los micos son como las hormigas en busca de almíbar. Están en todas partes. -Vacila un momento. No ha querido hablar de lo que pasó aquella noche en la cabaña, y yo se lo agradezco, pero ese episodio está presente en todas nuestras palabras y miradas-. Tenemos que pasar inadvertidas -continúa con fingido entusiasmo-. Debemos parecemos a nuestras paisanas.
Ha vendido uno de los brazaletes de mama y comprado dos mudas de ropa de estilo tradicional: pantalón negro de lino, holgada chaqueta azul y pañuelo para la cabeza. Me da uno de los conjuntos de campesina. Nunca me ha importado desnudarme delante de May. Es mi hermana, pero no creo que a partir de ahora soporte que me vea desnuda. Cojo la ropa y me la llevo al cuarto de baño.
– Y tengo otra idea -dice ella al otro lado de la puerta, cerrada con pestillo-. No puedo decir que se me haya ocurrido a mí, y no sé si funcionará. Se lo oí decir a un par de misioneras. Cuando salgas te lo explico.
Esta vez, cuando me miro en el espejo, me dan ganas de reír. En los dos últimos meses he pasado de chica bonita a campesina patética, pero cuando salgo del cuarto de baño May no hace ningún comentario sobre mi aspecto, y se limita a llevarme hasta la cama. Coge un tarro de crema limpiadora y una lata de cacao en polvo y los deja en la mesilla de noche. Toma la cuchara de mi bandeja del desayuno -arrugando el ceño al ver que, una vez más, no he comido casi nada- y saca dos cucharadas de crema limpiadora que pone en la bandeja.
– Echa un poco de cacao en polvo encima, Pearl -indica, y yo la miro sin comprender-. Confía en mí -sonríe. Hago lo que me dice, y ella empieza a remover la mezcla-. Vamos a ponernos esto en las manos y la cara para parecer más oscuras, más rústicas.
Es una idea brillante, pero yo ya tengo la piel oscura, y eso no me ha librado del desenfreno de los soldados. Sin embargo, al salir del hospital llevo puesto el mejunje de May.
Mientras yo estaba ingresada, May encontró a un pescador que ha descubierto una nueva forma de ganar una fortuna, mucho mejor que buscar peces bajo el agua: transportar refugiados de Hangchow a Hong Kong. Al subir a su barco, nos apiñamos con unos doce pasajeros más en una bodega pequeña y muy oscura destinada a almacenar el pescado. La única luz es la que se cuela entre los listones de la cubierta. El olor a pescado que impregna la bodega es agobiante, pero nos hacemos a la mar bamboleándonos en la estela de un tifón. La gente no tarda en marearse, May más que nadie.
El segundo día de travesía oímos unos gritos. Una mujer que está a mi lado rompe a llorar.
– Son los japoneses -se lamenta-. Nos matarán a todos.
Si ella tiene razón, no pienso darles la oportunidad de volver a violarme. Antes de eso, me tiraré por la borda. Las pisadas de los soldados en la cubierta resuenan en la bodega. Las madres abrazan a sus hijos y los aprietan contra el pecho para sofocar cualquier sonido. Enfrente de mí, un crío agita desesperadamente un brazo e intenta respirar.
May se pone a hurgar en nuestras bolsas. Saca el dinero que nos queda y lo divide en tres montones. Uno lo dobla y lo mete entre los listones de madera del techo. Me da unos cuantos billetes y, siguiendo su ejemplo, los escondo debajo de mi pañuelo. May me quita precipitadamente el brazalete de mama y los pendientes y los mete en la bolsita de la dote. Esconde la bolsita en una grieta entre el casco y la plataforma en que estamos sentadas. Por último, rebusca en nuestra bolsa de viaje y saca la mezcla de crema limpiadora y cacao. Nos damos otra capa en la cara y las manos.
Se abre la trampilla y entra un haz de luz.
– ¡Subid aquí! -nos ordena una voz en chino.
Obedecemos. El aire, fresco y salado, me da en la cara. El mar resuena bajo mis pies. Estoy tan asustada que no puedo mirar hacia arriba.
– No te preocupes -me susurra May-. Son chinos.
Pero no se trata de inspectores navales, pescadores ni otros refugiados trasladados de un barco a otro. Son piratas. En tierra firme, nuestros paisanos se están aprovechando de la guerra y saquean las zonas que todavía no han sido atacadas. ¿Por qué iba a ser diferente en el mar? Los demás pasajeros están aterrados. No comprenden que el robo de dinero y objetos de valor es sólo un mal menor.
Los piratas registran a los hombres y se apoderan de todas las joyas y el dinero que encuentran. Descontento, el jefe pirata ordena a los hombres que se desnuden. Al principio ellos vacilan, pero cuando el pirata sacude su fusil, obedecen. Aparecen más joyas y dinero escondidos entre las nalgas, cosidos en los dobladillos y el forro de la ropa, o dentro de los zapatos.
No sabría explicar cómo me siento. La última vez que vi a un hombre desnudo… Pero éstos son paisanos míos: tienen frío, están asustados e intentan taparse las partes íntimas. No quiero mirarlos, pero los miro. Me siento confusa, resentida, y en cierto modo triunfante al ver cómo los piratas humillan a esos hombres y revelan su debilidad.
Luego ordenan a las mujeres que les entreguemos todo lo que hayamos escondido. Después de ver lo que les ha pasado a los hombres, obedecemos sin rechistar. Meto una mano debajo de mi pañuelo, sin lamentarlo, y saco los billetes. Los piratas reúnen el botín, pero no son tontos.
– ¡Tú!
Doy un brinco, pero no es a mí a quien se dirige.
– ¿Qué escondes?
– Trabajo en una granja -contesta con voz temblorosa una niña que está a mi derecha.
– ¿Eres campesina? ¡Nadie lo diría, viendo tu cara, tus manos y tus pies!
Es cierto. La niña viste ropa de campesina, pero tiene el rostro pálido, las manos bien cuidadas, y lleva zapatos de chico con cordones. El pirata la ayuda a desvestirse, hasta que se queda con sólo una compresa sujeta con un cinturón. Entonces queda claro que la niña miente. Las campesinas no pueden permitirse compresas occidentales; utilizan un áspero papel vegetal, como todas las mujeres pobres.
¿Por qué será que, en situaciones como ésta, nos resistimos a mirar hacia otro lado? No lo sé, pero vuelvo a mirar, en parte por miedo a lo que pueda sucedemos a May y a mí, y en parte por curiosidad. El pirata coge la compresa y la rasga con su cuchillo. Dentro sólo encuentra quince dólares de Hong Kong.
Indignado con tan miserable botín, lanza la compresa por la borda. Mira a las mujeres una a una, decide que no merecemos la pena y ordena a un par de sus hombres que registren la bodega. Vuelven al cabo de unos minutos, profieren algunas amenazas, saltan a su barco y se marchan. Los pasajeros se apresuran a regresar a la apestosa bodega para comprobar qué se han llevado los piratas. Yo permanezco en cubierta. Al poco rato oigo gritos de consternación.
Un hombre sube a toda prisa la escalera, cruza la cubierta precipitadamente y se lanza por la borda. Ni los pescadores ni yo podemos hacer nada por evitarlo. El hombre cabecea entre las olas durante un minuto y luego desaparece.
Desde que desperté en el hospital, he querido morirme todos los días, pero al ver cómo ese hombre se hunde en el agua, siento que algo surge dentro de mí. Un Dragón no se rinde. Un Dragón combate el destino. No se trata de un sentimiento enérgico y brioso, sino como si alguien soplara en las brasas y descubriera un leve fulgor anaranjado. Tengo que aferrarme a la vida, por arruinada y destrozada que esté. La voz de mama me llega flotando, recitándome uno de sus refranes favoritos: «No hay más catástrofe que la muerte; no se puede ser más pobre que un mendigo.» Quiero -necesito- hacer algo más valeroso y digno que morirme.
Voy hasta la trampilla y bajo a la bodega. El pescador echa el cerrojo a la trampilla. Hay una luz sepulcral, pero encuentro a May y me siento a su lado. Sin decir nada, ella me muestra la bolsita de la dote de mama, y luego mira hacia arriba. Sigo su mirada. El poco dinero que nos queda sigue a salvo en la grieta.
Pocos días después de llegar a Hong Kong, leemos que los alrededores de Shanghai han sido atacados. Las noticias son desoladoras. Chapei ha sido bombardeada y ha ardido hasta los cimientos. Hongkew, donde vivíamos, no ha salido mejor parada. La Concesión Francesa y la Colonia Internacional, en su calidad de territorios extranjeros, continúan a salvo. En la ciudad ya no cabe ni un alfiler, y aun así siguen llegando refugiados. Según el periódico, el cuarto de millón de residentes extranjeros está desconcertado por el medio millón de refugiados que viven en las calles y los cines, salas de baile e hipódromos convertidos en centros de acogida. Las concesiones extranjeras, que se encuentran rodeadas por los bandidos enanos, reciben ahora el nombre de Isla Solitaria. El terror no se ha limitado a Shanghai. Todos los días nos llegan noticias de mujeres secuestradas, violadas o asesinadas por toda China. Cantón, que no está muy lejos de Hong Kong, sufre intensos ataques aéreos. Mama quería que fuéramos al pueblo natal de baba, pero ¿qué encontraremos cuando lleguemos allí? ¿Se habrá incendiado el pueblo? ¿Quedará alguien con vida? ¿Todavía significará algo el nombre de nuestro padre en Yin Bo?
Vivimos en un hotel de los muelles de Hong Kong, sucio, polvoriento y lleno de piojos. Las mosquiteras están sucias y rasgadas. Aquí, las cosas que en Shanghai fingíamos no ver son demasiado patentes: familias enteras sentadas en cuclillas en las esquinas con todos sus bienes expuestos sobre una manta, con la esperanza de que alguien les compre algo. Aun así, los británicos se comportan como si los micos nunca fueran a entrar en la colonia. «Nosotros no participamos en esta guerra -dicen con su seco acento-. Los japoneses no se atreverán a atacarnos.» Nos queda tan poco dinero que sólo podemos comer salvado de arroz, típica comida de cerdos. El salvado te irrita la garganta cuando lo ingieres y te destroza los intestinos cuando lo expulsas. No tenemos ninguna habilidad, y nadie necesita chicas bonitas, porque carece de sentido hacer publicidad con ellas cuando el mundo se está viniendo abajo.
Un día vemos a Carapicada Huang: sale de una limusina y sube los escalones del hotel Península. No cabe duda de que es él. Volvemos a nuestro hotel y nos encerramos en la habitación. Nos preguntamos qué hace en Hong Kong. ¿Habrá llegado huyendo de la guerra? ¿Habrá trasladado aquí al Clan Verde? Lo ignoramos, y no tenemos forma de averiguarlo. Pero sí sabemos que su poder llega muy lejos. Si ha venido aquí, al sur, nos encontrará.
No nos queda opción, así que vamos a las oficinas de la Dollar Steamship Line, cambiamos nuestros billetes y conseguimos dos pasajes en segunda clase especial a bordo del President Coolidge para el viaje de veinte días a San Francisco. No nos planteamos qué pasará cuando lleguemos allí, si encontraremos a nuestros maridos. Sólo intentamos alejarnos de la red del Clan Verde y de los japoneses.
En el barco vuelvo a tener fiebre. Me quedo en el camarote y duermo casi todo el viaje. May sufre mareos y pasa la mayor parte del tiempo fuera, en la cubierta de segunda clase. Me habla de un joven que va a Princeton a estudiar.
– Viaja en primera clase, pero viene a verme a nuestra cubierta. Paseamos y hablamos -me cuenta-. Estoy colada por él.
Es la primera vez que oigo esa expresión, y me resulta extraña. Ese chico debe de estar muy occidentalizado. No me sorprende que a May le guste.
Algunas veces mi hermana no vuelve al camarote hasta bien entrada la noche. En ocasiones trepa hasta la litera de arriba y se duerme enseguida, pero en otras se acuesta en mi cama y me abraza. Acompasa su respiración a la mía hasta caer dormida. Entonces permanezco despierta, sin moverme por miedo a despertarla, y me preocupo. May parece muy enamorada de ese chico, y me pregunto si estará teniendo relaciones sexuales con él. Pero ¿cómo puede ser, con lo mareada que está todo el tiempo? ¿Cómo puede ser, con o sin mareo? Y luego mis pensamientos descienden en espiral hacia sitios aún más oscuros.
Hay muchos chinos que quieren viajar a América. Algunos harían cualquier cosa con tal de conseguirlo, pero América nunca ha sido mi sueño. Para mí sólo es una necesidad, otro paso después de numerosos errores, tragedias, muertes y decisiones insensatas. May y yo sólo nos tenemos la una a la otra. Después de todo lo que hemos pasado, el lazo que nos une es tan fuerte que ni el más afilado cuchillo podría cortarlo. Lo único que podemos hacer es seguir por el camino que hemos tomado, nos lleve a donde nos lleve.
Una noche antes de desembarcar, cojo el manual que me dio Sam y lo hojeo. Me entero de que el venerable Louie nació en América y de que Sam, uno de sus cinco hijos varones, nació en China en 1913, el año del Buey, durante una de las visitas de sus padres a Wah Hong, su pueblo natal. Por ser hijo de ciudadano americano, Sam se convierte automáticamente en americano. («Tenía que ser Buey», pienso con desdén. Mama afirmaba que los nacidos bajo ese signo tienen poca imaginación y se pasan la vida llevando las cargas de los demás.) Sam regresó a Los Ángeles con sus padres, pero en 1920 el venerable Louie y su esposa decidieron volver a China y dejar a su hijo, que sólo tenía siete años, en Wah Hong con sus abuelos paternos. (Esto no concuerda con lo que me han hecho creer. Tenía entendido que Sam había venido a China con su padre y su hermano a buscar esposa, pero resulta que ya estaba aquí desde mucho antes. Supongo que eso explica por qué me habló en dialecto sze yup y no en inglés en las tres ocasiones que nos vimos, pero ¿por qué no nos lo dijeron los Louie?) Ahora Sam ha regresado a América por primera vez desde hace diecisiete años. Vern nació en Los Ángeles en 1923, el año del Cerdo, y ha vivido siempre en América. Los otros hermanos nacieron en 1907, 1908 y 1911, todos en Wah Hong, y todos viven ahora en Los Ángeles. Me esfuerzo en memorizar los detalles -fechas de nacimiento, direcciones de Wah Hong y Los Ángeles y cosas así-, le menciono a May lo que considero importante y olvido el resto.
A la mañana siguiente, 15 de noviembre, nos levantamos temprano y nos ponemos nuestra mejor ropa occidental.
– Somos huéspedes de este país -digo-. Debemos aparentar que somos de aquí.
May me da la razón y se pone un vestido que le confeccionó madame Garnet hace un año. ¿Cómo puede ser que la seda y los botones hayan llegado hasta aquí sin mancharse ni estropearse, mientras que yo…? Tengo que dejar de pensar así.
Recogemos nuestras cosas y le damos las dos bolsas al mozo. Luego salimos a la cubierta y encontramos un hueco en la barandilla, pero, con la lluvia que cae, no vemos gran cosa. Pasamos por debajo del puente Golden Gate, que está cubierto de nubes. A la derecha, la ciudad desciende hasta la orilla: húmeda, gris e insignificante comparada con el Bund de Shanghai. Debajo, en la cubierta de tercera clase, una multitud de culis, conductores de rickshaw y campesinos se empujan formando una masa agitada; el olor de su ropa sucia y mojada asciende hasta nosotras.
El barco atraca en un muelle. Los grupos familiares de primera y segunda clase -riendo, empujándose, contentos de haber llegado- muestran sus documentos y recorren una pasarela cubierta. Cuando nos llega el turno, enseñamos nuestros documentos. El inspector los examina, frunce la frente y le hace señas a un miembro de la tripulación.
– Estas dos tienen que ir al centro de inmigración de Angel Island -dice.
Seguimos al tripulante por los pasillos del barco y bajamos una escalera que conduce a una zona fría y húmeda. Siento alivio cuando volvemos a salir, hasta que descubro que estamos con los pasajeros de tercera clase. Como es lógico, en esta cubierta no hay paraguas ni toldos. Un viento frío nos lanza la lluvia a la cara y nos empapa la ropa.
Alrededor, la gente lee frenéticamente sus manuales. Entonces el hombre que hay a nuestro lado arranca una hoja del suyo, se la mete en la boca, la mastica un poco y se la traga. Oigo a alguien comentar que anoche tiró su libro al mar, y otro alardea de que tiró el suyo a la letrina:
– ¡Le deseo suerte al que quiera buscarlo!
La ansiedad me retuerce el estómago. ¿Debía deshacerme del manual? Sam no me dijo nada de eso. Aunque ahora tampoco podría cogerlo, porque está dentro de mi sombrero, con nuestro equipaje. Respiro hondo y procuro tranquilizarme. No tenemos nada que temer. Estamos lejos de China, lejos de la guerra, en la tierra de la libertad y todo eso.
Nos abrimos paso hasta la barandilla entre los apestosos jornaleros. ¿No podían haberse lavado antes de desembarcar? ¿Qué impresión causarán a nuestros anfitriones? May está pensando en cosas muy diferentes. Observa a los pasajeros que salen en fila de las cubiertas de primera y segunda clase, buscando al joven con quien tantos ratos ha pasado durante la travesía. Al verlo, me coge del brazo, emocionada.
– ¡Allí está! ¡Ése es Spencer! -Lo llama-: ¡Spencer! ¡Spencer! ¡Aquí! ¿Puedes ayudarnos?
Agita la mano y lo llama varias veces más, pero él no gira la cabeza para buscarla con la mirada junto a la barandilla de tercera clase. El rostro de May se tensa cuando él les da una propina a los mozos y luego se dirige con un grupo de pasajeros blancos a un edificio que hay a la derecha.
De la bodega del barco sacan grandes bultos envueltos en redes y los depositan en el muelle. Después, la mayor parte de la carga pasa directamente a la aduana. Al poco rato vemos cómo esos cajones y cajas salen de la aduana para ser cargados en camiones. Las mercancías han pagado los impuestos y prosiguen su camino hacia nuevos destinos, pero nosotras seguimos esperando bajo la lluvia.
Unos tripulantes ponen otra pasarela -sin toldo- en la cubierta inferior, donde estamos nosotras. Un lo fan con impermeable asegura la pasarela y se sube a una caja.
– ¡Cojan todo lo que hayan traído! -grita en inglés-. ¡Tiraremos todo lo que dejen en el barco!
A nuestro alrededor, la gente murmura, confundida.
– ¿Qué dice?
– Cállate. No oigo.
– ¡Rápido! -ordena el hombre del impermeable-. ¡Vamos, vamos!
– ¿Lo entiendes? -me pregunta un individuo empapado y tembloroso que está a mi lado-. ¿Qué quiere que hagamos?
– Que cojamos nuestras cosas y bajemos del barco.
Empezamos a hacer lo que nos han ordenado. El hombre del impermeable, con los brazos en jarras y los puños cerrados, grita:
– ¡Y no se separen!
Desembarcamos; todos se empujan, como si bajar los primeros fuera lo más importante del mundo. Cuando pisamos tierra firme, no nos guían al edificio de la derecha, donde han entrado los otros pasajeros, sino a la izquierda, por el muelle, hasta una pequeña pasarela por la que subimos a un pequeño barco; y todo eso, sin darnos ninguna explicación. Una vez a bordo, veo que, aunque entre nosotros hay algunos blancos e incluso un puñado de japoneses, casi todos somos chinos.
Sueltan amarras y el barco se hace a la mar.
– ¿Adónde nos llevan? -pregunta May.
¿Cómo puede estar tan desconectada de lo que ocurre alrededor? ¿Por qué no presta atención? ¿Por qué no se ha leído el manual? ¿Por qué no acepta lo que nos ha pasado? El estudiante de Princeton, como se llame, entendía perfectamente la situación en que se encuentra May, pero ella se niega a hacerlo.
– Nos llevan al centro de inmigración de Angel Island -contesto.
– Ah. Vale.
La lluvia arrecia y el viento se vuelve más frío. El barco cabecea sobre las olas. Mucha gente vomita. May saca la cabeza por la barandilla y respira a bocanadas. Dejamos atrás una isla que hay en medio de la bahía, y por unos instantes parece que vayamos a pasar de nuevo bajo el Golden Gate, hacia mar abierto, de regreso a China. May gime y procura fijar la vista en el horizonte. Entonces el barco vira hacia estribor, rodea otra isla, entra en una pequeña ensenada y atraca en un embarcadero, al final de un largo muelle. En la ladera de la colina se apiñan unos edificios blancos de madera. Enfrente, cuatro palmeras pequeñas y gruesas tiemblan al viento, y la bandera de Estados Unidos, empapada, azota ruidosamente su mástil. Un letrero enorme reza: «Prohibido fumar.» Una vez más, todos empujan para ser los primeros en desembarcar.
– ¡Los blancos sin documentos en regla, primero! -grita el individuo del impermeable; quizá crea que subiendo la voz va a lograr que quienes no saben inglés lo entiendan de repente, pero la mayoría de los chinos ignoran qué está diciendo.
Separan a los pasajeros blancos y los hacen pasar delante, mientras un par de guardias muy fornidos apartan a los chinos que han cometido el error de colocarse en la cabeza de la cola. Pero esos lo fan tampoco entienden muy bien lo que dice el hombre del impermeable. Ahora veo que son rusos blancos. Son aún más pobres que los shanghaianos más miserables, ¡y sin embargo reciben un tratamiento especial! Los bajan del barco y los escoltan hasta el edificio. Lo que sucede a continuación resulta aún más asombroso. Agrupan a los japoneses y coreanos y los acompañan educadamente hasta otra puerta del edificio.
– Ahora les toca a ustedes -dice el hombre del impermeable-. Cuando bajen del barco, formen dos filas. Los hombres a la izquierda. Las mujeres y los niños menores de doce años, a la derecha.
Hay mucha confusión y mucho maltrato por parte de los guardias pero, una vez que se han formado las dos filas, nos guían bajo la intensa lluvia, por el muelle, hasta el edificio de Administración. Cuando ordenan entrar a los hombres por una puerta y a las mujeres y los niños por otra -separando a los maridos de sus mujeres y a los padres de sus familias-, se oyen gritos de consternación, miedo e inquietud. Los guardias no muestran ninguna compasión. Nos tratan peor que a la carga del barco.
La separación de europeos (es decir, blancos), asiáticos (es decir, cualquiera procedente del Pacífico que no sea chino) y chinos continúa cuando nos conducen por una empinada ladera hasta unas instalaciones médicas ubicadas en uno de los edificios de madera. Una mujer blanca ataviada con uniforme blanco y almidonada cofia blanca entrelaza las manos y empieza hablar en inglés, en voz muy alta, como si quisiera compensar el hecho de que nadie, excepto May y yo, entiende lo que dice.
– Muchas de ustedes pretenden entrar en nuestro país con enfermedades parasitarias peligrosas -asegura-. Eso no puede ser. Los médicos y yo vamos a comprobar si tienen tracoma, anquilostomiasis, opistorquiasis o filariasis.
Las mujeres se echan a llorar. Ignoran qué quiere esa desconocida de atuendo blanco, el color de la muerte. Traen a una china vestida con un cheongsam largo y blanco (¡también!) para que actúe de intérprete. Hasta ahora he permanecido relativamente tranquila, pero, cuando me entero de lo que pretenden hacernos, empiezo a temblar. Nos van a examinar, como quien examina el arroz antes de cocinarlo. Cuando nos ordenan que nos desnudemos, un murmullo de inquietud se extiende por el recinto. No hace mucho, yo me habría burlado de la mojigatería de las otras mujeres, porque nosotras no somos como la mayoría de nuestras compatriotas. Nosotras hemos sido chicas bonitas; hemos mostrado nuestro cuerpo, para bien o para mal. En cambio, la mayoría de las chinas son muy recatadas: nunca se desnudan en público, y raramente en privado, ante sus esposos o incluso ante sus hijas.
Pero el relajamiento que yo tenía en el pasado ha desaparecido para siempre. No soporto que me desnuden. No soporto que me toquen. Me aferro a May, que me tranquiliza. Incluso cuando la enfermera intenta separarnos, May sigue junto a mí. Cuando se acerca el médico, me muerdo el labio para no gritar. Miro más allá de su hombro, por la ventana. Temo que si cierro los ojos volveré a encontrarme en aquella cabaña con aquellos hombres, oyendo los gritos de mama, sintiendo que… Mantengo los ojos muy abiertos. Todo es blanco y limpio; o al menos más limpio que mis recuerdos de la cabaña. Finjo no notar el frío de los instrumentos del médico ni la blanca suavidad de sus manos sobre mi piel; contemplo la bahía. Ahora estamos de espaldas a San Francisco, y lo único que veo es una extensión de agua gris que se funde con una cortina de lluvia, también gris. Ahí fuera tiene que haber tierra, pero no sé a qué distancia. Cuando el doctor termina conmigo, vuelvo a respirar.
El médico examina a todas, una a una; y después esperamos -temblando de frío y miedo- hasta haber entregado una muestra de deposición. Primero nos han separado de las otras razas, luego han separado a los hombres de las mujeres, y ahora nos separan a las mujeres: un grupo se dirige al dormitorio; otro se queda en el hospital para recibir tratamiento para la anquilostomiasis, que se puede curar; y luego está el de las que tienen opistorquiasis, a las que embarcan inmediatamente para devolverlas a China: éstas son las que más lloran.
May y yo estamos en el grupo que va al dormitorio de las mujeres, situado en el primer piso del edificio de Administración. Una vez dentro, cierran la puerta con llave. Hay varias filas de literas -de tres pisos, con dos camas en cada uno- unidas entre sí por barras de hierro fijadas al techo y el suelo. Las literas consisten en un somier de tela metálica, sin colchón. El espacio entre los somieres de cada litera es de apenas medio metro; a primera vista, no se puede estirar el brazo sin golpear la cama de arriba. Sólo en las camas superiores hay espacio suficiente para sentarse, pero esa zona está llena de ropa tendida por las mujeres que han llegado antes, colgada de cuerdas atadas de una litera a otra. En el suelo, debajo de las camas inferiores, hay cuencos y tazas.
May recorre el pasillo central y consigue las dos camas superiores de una litera, cerca del radiador. Sube y se tumba para dormir. Nadie nos trae el equipaje. Sólo disponemos de la ropa que llevamos y nuestros bolsos.
A la mañana siguiente, nos arreglamos lo mejor que podemos. Los guardias dicen que van a llevarnos a una entrevista con la Comisión Examinadora, pero las mujeres del dormitorio lo llaman interrogatorio. Esa palabra resulta amenazadora. Una mujer sugiere que bebamos agua fría para aplacar nuestros temores, pero yo no siento miedo. No tenemos nada que ocultar, y esto sólo es un trámite.
Junto con unas cuantas mujeres más, nos conducen a una habitación que parece una jaula. Nos sentamos en bancos y nos miramos con aire pensativo. Hay una expresión china que describe muy bien ese momento: «tragar hiel.» Me digo que, pase lo que pase en esta entrevista, no será tan desagradable como el examen médico, ni como todo lo que nos ha sucedido desde el momento en que baba anunció que había concertado nuestros matrimonios.
– Diles lo que te he enseñado que hay que decir, y todo saldrá bien -le susurro a May mientras esperamos en la jaula-. Entonces podremos marcharnos de aquí.
Mi hermana asiente en silencio. El guardia la llama por su nombre; la observo entrar en una sala y veo cómo se cierra la puerta. Poco después, el mismo guardia me conduce a otra sala. Compongo una sonrisa falsa, me aliso el vestido y camino hacia la puerta con cierta apariencia de seguridad. En la habitación, sin ventanas, hay dos hombres blancos -uno casi calvo y el otro con bigote; ambos con gafas- sentados a una mesa. No me devuelven la sonrisa. En una mesita dispuesta a un lado, otro hombre blanco se entretiene limpiando las teclas de su máquina de escribir. Un chino ataviado con traje occidental de mala hechura examina una carpeta, me mira y vuelve a mirar la carpeta.
– Veo que naciste en Yin Bo -me dice en sze yup, y le pasa la carpeta al hombre calvo-. Me alegro de poder hablar contigo en el dialecto de los Cuatro Distritos.
Antes de que pueda decirle que sé inglés, el calvo ordena:
– Dígale que se siente.
El intérprete me señala una silla.
– Me llamo Louie Fon -continúa en sze yup-. Tu marido y yo llevamos el mismo nombre y provenimos del mismo distrito. -Se sienta a mi izquierda-. Este hombre calvo que tienes delante es el comisario Plumb. El otro es el señor White. El que escribe es el señor Hemstreet. No tienes que preocuparte por él…
– Prosiga -lo interrumpe entonces el comisario Plumb-. Pregúntele…
Al principio todo va bien. Sé la fecha y el año de mi nacimiento en el calendario occidental y en el lunar. Me preguntan el nombre del pueblo donde nací. Luego el nombre del pueblo donde nació Sam y la fecha de nuestra boda. Recito la dirección de Sam y su familia en Los Ángeles. Y entonces…
– ¿Cuántos árboles hay delante de la vivienda de tu presunto esposo?
Como no contesto de inmediato, cuatro pares de ojos me miran fijamente: curiosos, aburridos, triunfantes, maliciosos.
– Delante de la casa hay cinco árboles -digo, recordando lo que ponía en el manual-. En el lado derecho de la casa no hay árboles. En el lado izquierdo hay un ginkgo.
– ¿Y cuántas habitaciones tiene la casa de tu familia paterna?
Memoricé las respuestas del manual de Sam, pero no imaginé que pudieran preguntarme algo sobre mí. Pienso cuál sería la respuesta correcta. ¿Debo contar los cuartos de baño o no? ¿Debo decir cuántas habitaciones había antes de que las dividiéramos para alojar huéspedes?
– Seis habitaciones principales…
Antes de que pueda explicarme, me preguntan cuántos invitados hubo en mi presunta boda.
– Siete.
– ¿Comieron algo?
– Comimos arroz y ocho platos. No hubo banquete; cenamos en el restaurante del hotel.
– ¿Cómo estaba puesta la mesa?
– Al estilo occidental, pero con palillos chinos.
– ¿Ofreciste nueces de areca a los invitados? ¿Les serviste el té?
Me gustaría aclarar que no soy una campesina, y que por lo tanto jamás se me habría ocurrido ofrecer nueces de areca a los comensales. Les habría servido el té si hubiera tenido la boda que siempre soñé, pero aquella noche no fue una ocasión muy festiva. Recuerdo el desdén con que el venerable Louie descartó la proposición de mi padre de que May y yo realizáramos el ritual.
– Fue una boda civilizada -contesto-. Muy occidental…
– ¿Adoraste a tus antepasados como parte de la ceremonia?
– Por supuesto que no. Soy cristiana.
– ¿Tienes algún documento que acredite tu presunto matrimonio?
– Sí, está en mi equipaje.
– ¿Te espera tu marido?
Esa pregunta me pilla desprevenida. El venerable Louie y sus hijos saben que no subimos al barco con ellos. Me consta que informaron al Clan Verde de nuestro incumplimiento, pero ¿se lo contaron a los inspectores de Angel Island? ¿Y siguen esperando que May y yo aparezcamos?
– Mi hermana y yo nos retrasamos por culpa de los japoneses -explico-. Nuestros maridos están impacientes por vernos llegar.
El intérprete traduce mis palabras, y los dos inspectores hablan entre sí, sin saber que entiendo todo lo que dicen.
– Parece sincera -comenta el señor White-. Pero, según el expediente, está casada con un comerciante legalmente domiciliado y con un ciudadano americano. No puede estar casada con ambos.
– Podría tratarse de un error. En ambos casos deberíamos dejarla entrar. -El comisario Plumb esboza una mueca-. Pero no ha demostrado ninguno de esos dos estados civiles. Y mírele la cara. ¿A usted le parece la mujer de un comerciante? Tiene la piel demasiado oscura. Yo diría que ha trabajado en arrozales toda su vida.
Ya está. La misma crítica de siempre. Miro hacia abajo, por temor a que vean el rubor que empieza a subirme por el cuello. Pienso en la niña de la embarcación en que viajamos hasta Hong Kong, y en cómo la descubrió aquel pirata. Ahora estos hombres están haciendo lo mismo conmigo. ¿De verdad parezco una campesina?
– Pero fíjese en cómo va vestida. Tampoco parece la mujer de un jornalero -observa el señor White.
El comisario Plumb tamborilea con los dedos en la mesa.
– La dejaré pasar, pero quiero ver el certificado de matrimonio que acredita que está casada con un comerciante legal, o algo que demuestre la ciudadanía de su marido. -Mira al intérprete-. ¿Qué día tienen asignado las mujeres para ir al muelle a recoger cosas de su equipaje?
– El martes, señor.
– Muy bien. La retendremos hasta la semana que viene. Dígale que la próxima vez debe traer su certificado de matrimonio. -Le hace una seña al taquígrafo y empieza a dictarle un resumen, que termina con esta frase-: Aplazamos el caso para su posterior investigación.
May y yo pasamos cinco días con la misma ropa. Por la noche, lavamos nuestra ropa interior y la ponemos a secar con la de las demás mujeres que cuelga sobre nuestra cabeza. Todavía nos queda un poco de dinero para comprar pasta de dientes y otros artículos de aseo en una pequeña tienda que abre a la hora de las comidas. Cuando llega el martes, nos ponemos en la cola con otras mujeres que quieren recoger cosas de su equipaje, y unas misioneras blancas nos acompañan a un almacén que hay al final del muelle. May y yo cogemos los certificados de matrimonio, y luego compruebo si el manual sigue allí escondido. Sí, sigue allí. Nadie se ha molestado en mirar en el interior de mi sombrero de plumas. Lo escondo bien, dentro del forro. Después cojo ropa interior limpia y una muda.
Todas las mañanas me visto en la cama debajo de la manta, para que las otras no me vean desnuda. Luego espero a que me llamen a la sala de entrevistas, pero nadie viene por nosotras. Si a las nueve no nos han llamado, ya sabemos que ese día no va a pasar nada. Al llegar la tarde, el nerviosismo vuelve a reinar en la habitación. A las cuatro en punto, el guardia entra y dice: «Sai gaai», una deformación en dialecto cantonés de la expresión hou sai gaai, que significa «buena suerte». A continuación, lee el nombre de las personas autorizadas a subir al barco para completar el último tramo de su viaje a América. En una ocasión se acerca a una mujer y se frota los ojos como si llorara. Luego ríe y le dice que la devuelven a China. Nunca conoceremos el motivo de su deportación.
Pasan los días y, poco a poco, permiten continuar hasta San Francisco a todas las que llegaron a Angel Island el mismo día que nosotras. Vienen otras mujeres, que también se someten al interrogatorio y se marchan. Sin embargo, a nosotras no nos llaman. Cada noche, después de otra asquerosa cena a base de pies de cerdo o pescado estofado con tofu, me quito el vestido debajo de la manta, lo cuelgo en la cuerda de tender que hay sobre mi litera y procuro dormir, sabiendo que permaneceré encerrada en esta habitación hasta la mañana siguiente.
No obstante, la sensación de estar atrapadas se extiende mucho más allá de esta habitación. En otro momento, en otro sitio y con más dinero, May y yo quizá habríamos podido huir de nuestro destino. Pero aquí no tenemos alternativa ni libertad. Hemos perdido toda nuestra vida anterior. No conocemos a nadie en Estados Unidos, aparte de nuestros maridos y nuestro suegro. Baba nos dijo que, si íbamos a Los Ángeles, viviríamos en casas bonitas, tendríamos sirvientes y nos codearíamos con estrellas de cine, así que quizá éste sea el camino que deberíamos haber tomado desde el principio. Podríamos considerarnos afortunadas por habernos casado con tan buenos pretendientes. Las mujeres -tanto las que han tenido un matrimonio concertado como las que no, tanto en el pasado como ahora mismo, en 1937- siempre se han casado por dinero y por lo que éste conlleva. Sin embargo, yo tengo un plan secreto. Cuando May y yo lleguemos a Los Ángeles, guardaremos parte del dinero que nos den nuestros maridos para ropa y zapatos, embellecernos y llevar la casa, y lo utilizaremos para escapar. Tumbada en el somier de tela metálica de mi litera, oigo el débil y lastimero sonido de la sirena de niebla, y a las otras mujeres, que lloran, roncan o hablan en susurros; y planeo cómo, algún día, May y yo huiremos de Los Ángeles y nos iremos a Nueva York o París, ciudades que, según me han contado, pueden compararse a Shanghai en esplendor, cultura y riqueza.
Dos martes más tarde, cuando nos dejan ir otra vez a coger cosas del equipaje, May toma las prendas de campesina que compró en Hangchow. Nos las ponemos por la tarde y por la noche, porque aquí hace demasiado frío, está todo demasiado sucio y no estamos cómodas con nuestros vestidos buenos, que sólo llevamos por la mañana por si nos llaman para concluir las vistas. Sin embargo, hacia mediados de semana, May empieza a ponerse la ropa de campesina todo el día.
– ¿Y si nos llaman para la entrevista? -pregunto. Estamos sentadas en nuestras literas, rodeadas de ropa tendida-. ¿Crees que esto es diferente de Shanghai? La ropa es importante. Las que van bien vestidas salen antes que las que parecen… -No termino la frase.
– ¿Campesinas?
Se cruza de brazos y hunde los hombros. No parece la misma. Ya llevamos un mes aquí, y es como si la hubiera abandonado todo el coraje que demostró al sacarme de aquella cabaña. Está pálida. No le interesa demasiado lavarse el cabello, que, como el mío, ha crecido hasta formar una melena desgreñada.
– Debes esforzarte, May. No nos quedaremos mucho tiempo aquí. Date una ducha y ponte un vestido. Te sentirás mejor.
– ¿Por qué? Dime por qué. No puedo comer esa comida asquerosa que nos dan, así que casi nunca voy al lavabo. No hago nada, así que no sudo. Pero aunque sudara, ¿por qué iba a ducharme en un sitio donde puede verme todo el mundo? Es tan humillante que me gustaría ponerme un saco en la cabeza. Además -añade con énfasis-, no veo que tú vayas mucho al lavabo ni a las duchas.
Tiene razón. La tristeza y la desesperación se apoderan de quienes permanecen demasiado tiempo en este sitio. El viento frío, los días neblinosos y las sombras nos deprimen y asustan. En solamente un mes, he visto cómo muchas mujeres -algunas de las cuales ya se han marchado- se negaban a ducharse durante toda su estancia, y no únicamente porque no sudaran. Muchas se han suicidado en las duchas, ahorcándose, o introduciéndose afilados palillos por las orejas hasta el cerebro. Nadie quiere ir a las duchas, y no sólo porque a nadie le guste desnudarse delante de otras personas, sino por temor a los fantasmas de las muertas, que, como no han tenido ritos funerarios adecuados, se niegan a abandonar el desagradable lugar donde murieron.
Decidimos que, a partir de ahora, May irá conmigo a los lavabos y las duchas comunes cuando estén vacíos, y luego se quedará vigilando fuera para que no entren otras mujeres. Yo haré lo mismo con ella, aunque no me explico por qué se ha vuelto tan pudorosa.
Al final el guardia nos llama para la entrevista. Me cepillo el cabello, bebo unos sorbos de agua para tranquilizarme y me calzo los zapatos de tacón. Miro a May; parece una mendiga que hubieran materializado aquí mediante magia desde un callejón de Shanghai. Esperamos en la jaula hasta que nos llega el turno. Éste es el último paso; después nos llevarán a San Francisco. Sonrío a May para animarla -ella no me devuelve la sonrisa- y sigo al guardia hasta la sala. Reconozco al comisario Plumb, al señor White y al taquígrafo, pero hay un intérprete nuevo.
– Me llamo Lan On Tai -se presenta-. A partir de ahora habrá un intérprete diferente en cada sesión. No quieren que nos hagamos amigos. Te hablaré en sze yup. ¿Me entiendes, Louie Chin-shee?
Según la tradición china, se llama a las mujeres por su apellido, añadiendo la palabra shee. Esta práctica se remonta a hace más de tres mil años, hasta la dinastía Chou, y todavía es común entre los campesinos, pero ¡yo soy de Shanghai!
– Te llamas así, ¿no? -pregunta el intérprete. Como no contesto enseguida, mira a los hombres blancos; luego vuelve a mirarme y añade-: No debería decírtelo, pero tu caso presenta problemas. Será mejor que aceptes lo que dice tu expediente. No trates de cambiar tu historia ahora.
– Pero yo nunca he dicho que me llamara…
– ¡Siéntese! -ordena el comisario Plumb. Aunque en la sesión anterior fingí no saber inglés y ahora, después de la advertencia del intérprete, sé que debo seguir fingiendo ignorancia, obedezco con la esperanza de que el comisario crea que su orden me ha asustado-. En nuestra anterior entrevista, usted afirmó que tuvo una boda civilizada, y que por eso no adoró a sus antepasados como parte de la ceremonia. Tengo aquí el expediente de su marido, y él afirma que sí adoraron a sus antepasados.
Espero a que el intérprete lo traduzca, y entonces contesto:
– Ya se lo dije: soy cristiana. No adoro a mis antepasados. Quizá mi marido adorara a los suyos a solas.
– ¿Cuánto tiempo pasaron juntos?
– Una noche. -Hasta yo me doy cuenta de lo mal que suena eso.
– ¿Espera que nos creamos que estuvo casada un solo día y que ahora su marido ha enviado a buscarla?
– Nuestra boda estaba concertada.
– ¿La concertó una casamentera?
Procuro deducir cómo contestaría Sam a esta pregunta.
– Sí, una casamentera.
El intérprete asiente con disimulo para darme a entender que he respondido correctamente.
– Usted nos dijo que no había servido nueces de areca ni té, pero su hermana afirma que sí -prosigue el comisario Plumb, y da unos golpecitos en otra carpeta, que al parecer contiene los papeles de May.
Lo miro mientras espero a que el intérprete termine la traducción, preguntándome si me estará tendiendo una trampa. ¿Por qué iba a decir May eso? Dudo que lo haya dicho.
– Ni mi hermana ni yo les ofrecimos nueces de areca.
No es la respuesta que ellos esperaban. Lan On Tai me mira con una mezcla de lástima y fastidio.
– Dice usted que fue una boda civilizada -continúa el comisario Plumb-, pero su hermana dice que ninguna de las dos llevaba velo.
Me debato entre enfadarme conmigo misma y con May por no haber sido más aplicadas y haber preparado mejor nuestra historia, y me pregunto qué importancia tiene todo esto.
– Fue una boda civilizada -replico-, pero ninguna de las dos llevaba velo.
– ¿Se quitó el velo durante el banquete?
– Ya le he dicho que no llevaba velo.
– ¿Por qué afirma que sólo hubo siete personas en el banquete, cuando su marido, su suegro y su hermana aseguran que había muchas mesas ocupadas en la sala?
Empiezo a marearme. ¿Qué está pasando?
– Éramos un grupo pequeño y sólo ocupábamos una mesa del restaurante del hotel, donde había otros huéspedes cenando.
– Dice usted que en su hogar paterno hay seis habitaciones, pero su hermana dice que hay muchas más, y su marido afirmó que la casa es enorme. -El comisario Plumb enrojece cuando añade-: ¿Nos está mintiendo?
– Las habitaciones se pueden contar de diferentes maneras, y mi marido…
– Volvamos a su boda. ¿El banquete se celebró en la planta baja o en el piso superior?
Y cosas por el estilo: ¿Cogí un tren después de la boda? ¿Fui en barco? ¿Las casas del barrio donde vivía con mis padres están construidas en hileras? ¿Cuántas casas había entre la nuestra y la calle principal? ¿Cómo puedo decir que me casé según la tradición antigua o según la moderna si hubo una casamentera y no llevaba velo? ¿Por qué mi presunta hermana y yo no hablamos el mismo dialecto?
El interrogatorio dura ocho horas, sin descanso para comer ni para ir al lavabo. Al final, el comisario Plumb está colorado y cansado. Mientras le dicta el resumen al taquígrafo, me hierve la sangre de frustración. Casi todas sus frases empiezan así: «La presunta hermana de la candidata declara…» Comprendo que mis respuestas puedan interpretarse de forma diferente que las dadas por Sam o el venerable Louie, pero ¿cómo es posible que las respuestas de May sean tan distintas de las mías?
El intérprete no expresa ni pizca de emoción cuando traduce la conclusión del comisario Plumb:
– Existen numerosas contradicciones que no deberían existir, sobre todo relativas al hogar que la candidata compartía con su presunta hermana. Mientras que la candidata responde adecuadamente a las preguntas relativas al pueblo natal de su presunto marido, su presunta hermana no parece tener conocimiento alguno sobre su marido, la familia de éste ni su domicilio, ya sea en Los Ángeles o en China.
Por lo tanto, la opinión unánime de los miembros de la comisión es que esta candidata, así como su presunta hermana, deberán ser reexaminadas hasta que logren resolverse las contradicciones. -Entonces el intérprete me mira y añade-: ¿Has entendido todo lo que te han preguntado?
– Sí -contesto, furiosa con estos detestables hombres y su interminable interrogatorio, conmigo misma por no ser más lista y sobre todo con May. Su dejadez ha provocado que nos retengan aún más tiempo en esta horrible isla.
Cuando salgo, mi hermana no está en la jaula. Tengo que sentarme allí y esperar a que acabe otra mujer cuyo interrogatorio tampoco está yendo bien. Una hora más tarde, la mujer abandona la sala de entrevistas; el guardia la coge del brazo, abre la puerta de la jaula y me hace señas, pero no volvemos al dormitorio del primer piso del edificio de Administración, sino que nos dirigimos a otro edificio. Al final del vestíbulo hay una puerta con una ventanilla cubierta con malla metálica; sobre el dintel se lee: «Celda 1.» En esta isla, y en nuestro dormitorio cerrado con llave, quizá tengamos la sensación de estar en la cárcel, pero ésta sí es la puerta de una celda de verdad. La mujer llora e intenta soltarse, pero el guardia es más fuerte que ella. Abre la puerta, mete a la mujer en la oscura celda de un empujón y la encierra con llave.
Ahora me he quedado sola con un blanco muy corpulento. No tengo escapatoria. Empiezo a temblar incontroladamente. Y entonces sucede algo muy extraño: la sonrisa de desdén del guardia se transforma en una expresión semejante a la compasión.
– Lamento que hayas tenido que ver esto -dice-. Es que esta noche andamos escasos de personal. -Niega con la cabeza-. No entiendes ni una palabra de lo que digo, ¿verdad? -Señala la puerta por la que hemos entrado-. Tenemos que ir por allí, para devolverte al dormitorio -continúa, pronunciando con esmero; sus labios se estiran y me recuerdan a las retorcidas facciones de las estatuas de demonios de los templos-. ¿Me entiendes?
Más tarde, cuando recorro el dormitorio hasta mi litera, mis emociones son un torbellino de ira, miedo y frustración. Las miradas de las otras mujeres me siguen mientras taconeo por el suelo de linóleo. Algunas llevamos un mes conviviendo en esa habitación de dimensiones reducidas. Sabemos reconocer el estado de ánimo de las demás, y sabemos cuándo retirarnos u ofrecer consuelo. Ahora siento que las mujeres se alejan de mí, como las ondas concéntricas cuando lanzas una piedra a una charca.
May está sentada en el borde de su cama, con las piernas colgando. Ladea la cabeza como hace desde que era una cría cuando sabe que van a regañarla.
– ¿Por qué has tardado tanto? Llevo horas esperándote.
– ¿Qué has hecho, May? Dime, ¿qué has hecho?
– Te has perdido la comida. Pero te he traído un poco de arroz.
Abre una mano y me muestra una bola deforme de arroz. Le doy un manotazo y la tiro al suelo. Las otras mujeres miran hacia otro lado.
– ¿Por qué les has mentido? -le espeto-. ¿Por qué?
Ella balancea las piernas como una niña pequeña cuyos pies no llegan al suelo. Me quedo mirándola, respirando afanosamente por la nariz. Nunca había estado tan enfadada con ella. Ahora no se trata de unos zapatos embarrados, ni de una blusa que me devuelve manchada.
– No entendía lo que decían. Yo no entiendo la cantinela del sze yup. Sólo entiendo la canción del norte de Shanghai.
– ¿Y eso es culpa mía? -replico furiosa, aunque comprendo que tengo parte de responsabilidad en lo sucedido.
May no entiende el dialecto de nuestros antepasados. ¿Cómo no lo tuve en cuenta? Sin embargo, el Dragón que hay en mí está realmente colérico.
– Hemos pasado muchos suplicios, pero en el barco no te molestaste siquiera en mirar el manual -añado.
Mi hermana se encoge de hombros y la ira me embarga.
– ¿Quieres que nos devuelvan a China? ¿Quieres eso?
May no contesta, pero las lágrimas empiezan a acumularse en sus ojos.
– ¿Es eso lo que quieres? -insisto.
Las lágrimas, predecibles, se desbordan y gotean en su holgada chaqueta, dejando en la tela unas manchas azules que se extienden poco a poco. Pero si May es predecible, yo también lo soy.
Le sacudo las piernas. La hermana mayor, que siempre tiene razón, pregunta:
– ¿Qué te pasa?
May murmura algo.
– ¿Qué?
Deja de balancear las piernas y mantiene la cabeza gacha, pero yo la miro desde abajo, así que no tiene forma de esquivarme. Vuelve a murmurar.
– Habla más alto para que pueda oírte -digo con aspereza, impaciente.
Ladea la cabeza, me mira a los ojos y, en voz muy baja para que sólo yo la oiga, susurra:
– Estoy embarazada.
May se da la vuelta y hunde la cara en la almohada para ahogar sus sollozos. Miro alrededor y tengo la impresión de que las otras mujeres hacen caso omiso de nosotras o lo fingen. Los chinos somos así.
Me quito los zapatos y subo a la litera de arriba.
– Creía que no habías tenido relaciones esposo-esposa con Vernon -susurro.
– No las tuve -consigue articular-. No pude.
Entra un guardia para anunciar la hora de la cena; las mujeres se apresuran en salir las primeras. Pese a lo mala que es la comida, la cena es más importante que una discusión entre dos hermanas. Si el menú de esta noche incluye algo comestible, quieren ser las primeras en llegar. Pasados unos minutos, nos encontramos solas y ya no tenemos que hablar en susurros.
– ¿Fue ese chico al que conociste en el barco? -Ni siquiera recuerdo su nombre.
– No; fue antes.
¿Antes? Antes de embarcar estuvimos en el hospital de Hangchow, y luego en el hotel de Hong Kong. No me explico cómo pudo pasar algo en ese tiempo, a menos que ocurriera mientras yo estaba enferma, o antes, cuando estaba inconsciente. ¿Fue con uno de los médicos que me atendió? ¿La violaron cuando tratábamos de llegar al Gran Canal? A mí me avergonzaba hablar de mi desgracia. ¿Ha guardado May un secreto similar todo este tiempo? Planteo la pregunta desde otro ángulo, más práctico:
– ¿Cuánto tiempo hace?
Ella se incorpora, se frota los ojos con las manos y se queda mirándome con gesto de pena, vergüenza y súplica. Recoge las piernas y se sienta sobre los talones, de modo que nuestras rodillas se tocan; entonces se desabrocha poco a poco los alamares de la chaqueta de campesina y se alisa la camisa para revelar su vientre. El embarazo está bastante avanzado, lo que explica por qué se ha escondido bajo ropa holgada prácticamente desde que llegamos a Angel Island.
– ¿Fue Tommy? -pregunto, deseando acertar.
Mama siempre quiso que May se casara con Tommy. Ahora que él y mama han muerto, ¿no sería esto un regalo? Pero May contesta «Sólo era un amigo» y no sé qué pensar. En Shanghai, mi hermana salía con muchos jóvenes, sobre todo los últimos días, cuando habríamos hecho cualquier cosa para olvidar la gravedad de nuestra situación. Pero ignoro sus nombres, y no quiero interrogarla con preguntas como: «¿Fue aquel joven que conociste una noche en el Venus Club?», o «¿Fue aquel americano que Betsy traía a veces?» ¿Acaso ese enfoque no sería tan ridículo y estúpido como el que yo he tenido que soportar hoy? Pero no puedo evitarlo:
– ¿Fue el estudiante que vino a vivir al pabellón del primer piso? -No lo recuerdo muy bien; sólo sé que era delgado, que vestía de gris y era muy reservado. ¿Qué estudiaba? No lo sé, pero no he olvidado que estaba junto a la butaca de mama el día del bombardeo. ¿Adoptaría esa actitud porque estaba enamorado de May, como tantos otros jóvenes?
– Entonces ya estaba embarazada -confiesa.
Se me ocurre un pensamiento muy desagradable.
– Dime que no fue el capitán Yamasaki. -No sé cómo reaccionaré si May va a tener un hijo medio japonés.
Mi hermana niega con la cabeza, para mi alivio.
– No lo conoces -dice con voz temblorosa-. Yo apenas lo conocía. Sólo fue algo que pasó. No se me ocurrió pensar que pudiera quedarme embarazada. Si hubiera tenido más tiempo, le habría pedido a un herborista algo para expulsar al bebé. Pero no tuve tiempo. ¡Ay, Pearl! ¡Toda la culpa es mía! -Me coge las manos y rompe a llorar otra vez.
– No te preocupes. Todo irá bien -digo para reconfortarla, aunque sé que es una promesa falsa.
– ¿Cómo va a ir bien? ¿No has pensado lo que esto implica?
La verdad es que no lo he pensado. No he tenido meses para reflexionar sobre la situación de May. Apenas dos minutos.
– No podremos ir directamente a Los Ángeles. -Hace una pausa y me mira fijamente-. Porque debemos ir allí, ¿no?
– No veo alternativa. Pero, incluso sin tener esto en cuenta -digo señalando su vientre-, no sabemos si nos aceptarán cuando lleguemos.
– Claro que nos aceptarán. ¡Nos compraron! Pero ahora está el problema del bebé. Al principio pensé que podría deshacerme de él. Aunque no tuve relaciones esposo-esposa con Vernon, él no iba a decir nada. Pero el venerable Louie examinó nuestras sábanas…
– ¿Entonces ya lo sabías?
– Tú estabas delante cuando vomité en el restaurante. Estaba muerta de miedo. Pensé que alguien lo relacionaría. Pensé que tú atarías cabos.
Por fin, me doy cuenta de que muchas personas entendieron lo que yo no supe ver. La campesina en cuya casa pernoctamos la primera noche, después de salir de Shanghai, le prestó especial atención a May. El médico de Hangchow se mostró muy atento con ella e insistió en que necesitaba dormir. Soy la jie jie de May y siempre hemos estado muy unidas, pero la preocupación por mis propios problemas -perder a Z.G., dejar mi hogar, ser violada, estar al borde de la muerte, llegar aquí- me ha impedido reparar en que lleva meses vomitando. No me he fijado en si la hermanita roja la visitaba. Y ni siquiera recuerdo la última vez que la vi desnuda. La he abandonado cuando más me necesitaba.
– Lo siento mucho…
– ¡Pearl! ¡No me escuchas! ¿Cómo vamos a ir ahora a Los Ángeles? Ese chico no es el padre, y el venerable Louie lo sabe.
Todo está ocurriendo demasiado deprisa, y hoy ha sido un día largo y difícil. No he comido nada desde el cuenco de jook del desayuno, y tampoco voy a cenar. Estoy tan cansada que no advierto que May está pensando en otra cosa. Al fin y al cabo, si me ha confesado que está embarazada es sólo porque me he enfadado con ella por…
– Has mentido en la segunda entrevista a propósito -comprendo de pronto-. Ya les mentiste en la primera.
– Porque el bebé tiene que nacer aquí, en Angel Island.
Se supone que soy la hermana inteligente, pero me cuesta entenderla.
– Ya habías decidido mentir cuando el barco llegó a San Francisco -digo al fin-. Por eso no estudiaste el manual. No querías dar las respuestas correctas. Querías que nos retuvieran aquí.
– No es exactamente así. Confiaba en que Spencer me ayudaría. Nos ayudaría. En el barco me hizo promesas. Dijo que se encargaría de todo para que no tuviéramos que ir a Los Ángeles. Me mintió. -Se encoge de hombros-. ¿Te sorprende, después de lo que nos hizo baba? Mi otra opción era venir aquí. ¿No lo ves? Si el bebé nace en Angel Island, ellos nunca sabrán que es mío.
– ¿Ellos?
– Los Louie -espeta, impaciente-. Debes quedarte con él. Te lo daré. Tú tuviste relaciones esposo-esposa con Sam. Las fechas casi coinciden.
Le suelto las manos y me aparto de ella.
– Pero ¿qué dices?
– Los médicos dijeron que seguramente no podrás tener hijos. Esto podría salvarme a mí y ayudarte a ti.
Yo no quiero un hijo; no ahora, y quizá nunca. Tampoco quiero estar casada por un acuerdo o para saldar las deudas de mi padre. Tiene que haber otra solución.
– Si no lo quieres, entrégaselo a las misioneras -propongo-. Ellas se lo quedarán. Tienen una sociedad de ayuda a los niños chinos de la que están muy orgullosas. Lo mantendrán alejado de las mujeres enfermas.
– ¡Pearl! ¡Estamos hablando de mi hijo! ¿Qué otros lazos tenemos con mama y baba? Somos hermanas, las últimas de la familia. Mi hijo podría ser el principio de una nueva familia aquí, en América.
Estamos dando por sentado que el bebé es un niño, por supuesto. Como todos los chinos, no podemos imaginar un hijo que no sea varón; los varones aportan felicidad a la familia y garantizan que los antepasados estén bien alimentados en el más allá. Pero el plan de May no puede funcionar.
– No estoy embarazada y no puedo tener el bebé por ti -digo, señalando lo que es obvio.
Una vez más, May me demuestra que lo ha pensado todo con detalle.
– Tendrás que ponerte la ropa de campesina que te compré. Lo tapa todo. Esas mujeres rústicas no quieren que nadie vea su cuerpo, para no atraer a los hombres y para que no se note que están embarazadas. Tú no has notado lo hinchado que tenía el vientre, ¿verdad? Más adelante, si es necesario, puedes ponerte un almohadón bajo la chaqueta. ¿Quién va a mirarte? ¿A quién le importará? Pero debemos prolongar nuestra estancia aquí como sea.
– ¿Cuánto tiempo?
– Unos cuatro meses.
No sé qué hacer ni qué decir. May es mi hermana, mi única pariente viva, que yo sepa; y le prometí a mama que cuidaría de ella. Así que, sin pensarlo más, tomo una decisión que afectará al resto de mi vida, y también a la de May.
– De acuerdo. Lo haré.
Estoy tan abrumada por todo lo ocurrido hoy que no se me ocurre preguntarle cómo piensa tener el niño sin que se enteren las autoridades.
Las duras consecuencias de haber decidido abandonar China y venir aquí nos golpean con fuerza durante las semanas siguientes. Los optimistas -y los estúpidos- llaman a Angel Island «la Ellis Island del Oeste». Quienes quieren mantener a los chinos alejados de América la llaman «la Guardiana de la Puerta del Oeste». Los chinos la denominamos «la Isla de los Inmortales». El tiempo transcurre tan lentamente que se diría que estamos en el más allá. Los días son largos y se rigen por una rutina tan predecible y aburrida como la de nuestro tránsito intestinal. Todo está regulado. No podemos decidir cuándo ni qué comemos, cuándo se encienden o se apagan las luces, cuándo nos acostamos o nos levantamos. En la cárcel una pierde todos sus privilegios.
May empieza a engordar, y nos trasladamos a unas literas más bajas para que no tenga que trepar a las de arriba. Todas las mañanas nos levantamos y vestimos. Los guardias nos escoltan hasta el comedor, una estancia sorprendentemente pequeña, teniendo en cuenta que hay días en que se sirven comidas para más de trescientas personas. En el comedor se practica la segregación, como en el resto de las dependencias de Angel Island. Los europeos, asiáticos y chinos tienen sus propios cocineros, su propia comida y sus propios horarios. Nos dan media hora para desayunar y tenemos que desalojar el comedor antes de que lleguen los otros retenidos. Nos sentamos a unas largas mesas de madera y tomamos un cuenco de jook; luego los guardias nos conducen al dormitorio y nos encierran. Algunas mujeres preparan té calentando agua en un cazo que ponen encima de un radiador. Otras comen lo que les envían sus familiares de San Francisco: fideos, encurtidos y albóndigas. La mayoría vuelven a acostarse, y sólo despiertan cuando las misioneras vienen a hablarnos de su único Dios y a enseñarnos a coser y tejer; una de ellas, ya mayor, se compadece de mí.
– Déjame enviarle un telegrama a tu marido -me propone-. Cuando sepa que estás aquí, y embarazada, vendrá y lo arreglará todo. No querrás que tu hijo nazca en un sitio así, ¿verdad? Tendrá que ser en un hospital.
Pero yo no quiero esa clase de ayuda, al menos de momento.
A la hora de comer vamos al comedor, donde nos sirven arroz frío con judías germinadas excesivamente hervidas, jook con tajadas finas de cerdo o sopa de tapioca con galletas saladas. La cena consiste en un plato fuerte: tofu seco con cerdo, patatas y ternera, judías blancas y pies de cerdo o lenguado con verdura. A veces nos dan un arroz rojo casi incomestible. Todo parece y sabe como si ya lo hubieran masticado e ingerido una vez. Algunas mujeres ponen trozos de su carne en mi cuenco. «Para tu hijo», dicen. Y yo he de encontrar la forma de trasladar esos regalos al plato de May.
– ¿Por qué no vienen a veros vuestros maridos? -nos pregunta una mujer una noche, durante la cena. Su nombre de pila significa «recogedor», y siempre utiliza su nombre de casada, Lee-shee. Lleva más tiempo retenida que nosotras-. Ellos podrían contratar a un abogado. Podrían explicárselo todo a los inspectores. Podríais salir de aquí mañana mismo.
No le contestamos que nuestros maridos no saben que estamos aquí y que no pueden saberlo hasta que nazca el niño, pero a veces he de admitir que sería un consuelo verlos, pese a que son prácticamente unos desconocidos.
– Ellos viven muy lejos -explica May a Lee-shee y a otras mujeres que nos compadecen-. Para mi hermana es muy duro, sobre todo en su situación.
Las tardes transcurren lentamente. Mientras las demás escriben a sus familias -los retenidos pueden enviar y recibir tantas cartas como quieran, aunque tienen que pasar por las manos de los censores-, May y yo hablamos. O miramos por una ventana -todas cubiertas con malla metálica para impedir fugas- y soñamos con nuestro hogar perdido. O cosemos y tejemos, algo que mama nunca nos enseñó. Cosemos pañales y camisitas. Aprendemos a tejer jerséis, gorras y peúcos de bebé.
– Tu hijo será un Tigre y estará influenciado por el elemento Tierra, que este año tiene mucha fuerza -me dice, durante su estancia de tres días en Angel Island, una mujer que vuelve de un viaje a su pueblo natal-. Tu hijo Tigre te traerá felicidad y preocupación al mismo tiempo. Será adorable e inteligente, curioso e inquisitivo, cariñoso y atlético. ¡Harás mucho ejercicio sólo persiguiéndolo!
May suele permanecer callada cuando las mujeres nos dan consejos, pero esta vez no puede contenerse:
– ¿Será verdaderamente feliz? ¿Tendrá una vida feliz?
– ¿Felicidad? ¿Aquí, en la tierra de la Bandera Floreada? No sé si se puede ser feliz en este país, pero el Tigre tiene atributos que podrían ayudar al hijo de tu hermana. Si lo quieren y lo disciplinan por igual, el Tigre responderá con cariño y comprensión. Pero a un Tigre nunca puedes mentirle, porque entonces salta, se revuelve y hace cosas peligrosas.
– Pero ¿acaso eso no son virtudes?
– Tu hermana es Dragón. El Dragón y el Tigre siempre luchan por el poder. Confiemos en que sea varón, ¿qué madre no confía en eso?, porque así sus posiciones estarán más claras. Toda madre debe obedecer a su hijo, aunque ella sea Dragón. Si tu hermana fuera Oveja, sí me preocuparía. El Tigre suele proteger a la madre Oveja, pero sólo son compatibles en épocas de bonanza. Si no, el Tigre abandona a la Oveja o la destroza.
May y yo nos miramos. En vida de mama no creíamos en esas cosas. ¿Por qué íbamos a empezar a creer ahora?
Procuro ser sociable con las retenidas que hablan el dialecto sze yup, y mi vocabulario mejora a medida que voy recordando palabras de mi infancia. Pero, en el fondo, ¿qué sentido tiene conversar con estas desconocidas? Nunca se quedan aquí el tiempo suficiente para que nos hagamos amigas, May no puede participar en las conversaciones porque no las entiende, y ambas pensamos que lo mejor es mostrarnos reservadas. Seguimos yendo solas a los lavabos comunes y las duchas y, cuando nos preguntan, decimos que no queremos exponer a mi hijo a los espíritus que rondan por esas zonas. Es una explicación absurda, por supuesto. No estoy más protegida de los fantasmas cuando voy sólo con mi hermana que cuando voy con todo un grupo de mujeres, pero ellas lo aceptan y piensan que tengo las típicas preocupaciones de una futura madre.
Nuestra única distracción son las excursiones quincenales fuera del edificio de Administración. Los martes nos dejan retirar cosas de nuestras bolsas, que permanecen en el muelle; y aunque ya no cogemos nada, resulta agradable salir un rato al aire libre. Los viernes, las misioneras nos llevan de paseo por los jardines. Angel Island tiene mucho encanto. Vemos ciervos y mapaches. Aprendemos los nombres de los árboles: eucalipto, roble de California y pino de Torrey. Pasamos al lado de los barracones de los hombres, que están segregados por razas no sólo en las dependencias, sino también en el patio de ejercicios. Todo el Centro de Inmigración está rodeado por una valla con alambre de espino en lo alto que lo separa del resto de la isla, pero el patio de ejercicios de los hombres tiene una alambrada doble para que nadie intente escapar. Aunque ¿adónde podrían ir? Angel Island está diseñada como Alcatraz, la isla que vimos desde el barco cuando veníamos hacia aquí. Ambas son cárceles de alta seguridad. A quienes son lo bastante insensatos o temerarios para nadar hacia la libertad suelen encontrarlos días más tarde en alguna orilla, lejos de aquí. La diferencia entre nosotros y los reclusos de la isla vecina es que nosotros no hemos cometido ningún delito. Sólo que, en opinión de los lo fan, sí somos delincuentes.
En la escuela de catequesis metodista de Shanghai, nuestras maestras hablaban del único Dios y del pecado, de las virtudes del Cielo y los horrores del Infierno, pero no eran del todo sinceras sobre la opinión que sus compatriotas tenían de nosotros. Ahora sabemos, gracias a las retenidas y los interrogadores, que América no nos quiere. No sólo no podemos convertirnos en ciudadanos nacionalizados, sino que en 1882 el gobierno aprobó una ley que prohibía la inmigración de ciudadanos chinos, excepto los pertenecientes a cuatro clases eximidas: sacerdotes, diplomáticos, estudiantes y comerciantes. Si perteneces a alguna de esas clases, o eres un ciudadano americano de origen chino, necesitas un Certificado de Identidad para desembarcar. Y siempre debes llevar encima ese documento. ¿Somos los chinos los únicos que reciben ese tratamiento? No me sorprendería.
– No puedes hacerte pasar por sacerdote, diplomático ni estudiante -nos explica Lee-shee mientras tomamos nuestra primera cena de Navidad en este país-. En cambio, no es muy difícil hacerse pasar por comerciante.
– Claro -coincide Dong-shee, otra mujer casada que llegó una semana más tarde que May y yo. Fue ella quien nos dijo que si dormimos sobre somieres en lugar de sobre colchones es porque los lo fan no creen que encontremos cómodas las camas-. No quieren a campesinos como nosotros. Y tampoco quieren culis, conductores de rickshaw ni orinaleros.
Y yo me pregunto qué país los querría. Esa gente es necesaria, pero ¿los queríamos nosotros en Shanghai? (¿Veis como a veces todavía no comprendo qué lugar ocupo en el mundo?)
– Mi marido compró parte de una tienda -alardea orgullosa Lee-shee-. Pagó quinientos dólares para convertirse en socio. No es socio de verdad, y tampoco desembolsó ese dinero. ¿Quién tiene tanto dinero? Pero prometió al propietario que trabajaría hasta haber saldado su deuda. Ahora mi marido puede decir que es comerciante.
– ¿Y por eso nos interrogan? -pregunto-. ¿Buscan a falsos comerciantes? No entiendo por qué se toman tantas molestias.
– En realidad, lo que buscan son hijos de papel.
Al ver mi cara de incomprensión, se echan a reír. May levanta la cabeza del cuenco.
– ¿Es un chiste? -me pregunta.
Niego con la cabeza. May suspira y sigue removiendo los pies de cerdo de su cuenco. Al otro lado de la mesa, las dos mujeres intercambian miradas de complicidad.
– Ya veo que no entiendes nada -observa Lee-shee-. ¿Por eso tu hermana y tú lleváis tanto tiempo aquí? ¿No os explicaron vuestros maridos lo que debíais hacer?
– Teníamos que venir con ellos y con nuestro suegro. Pero nos separamos porque los micos…
Ellas asienten con la cabeza, comprensivas.
– También puedes entrar en América si eres hijo de un ciudadano americano -continúa Dong-shee. Apenas ha probado la comida, y la salsa, con mucho almidón, se espesa en su cuenco-. Mi marido es un hijo de papel. ¿Los vuestros también lo son?
– Perdona, pero no sé qué significa eso.
– Mi marido compró un documento para convertirse en hijo de un americano. Ahora puede traerme a mí como esposa de papel.
– ¿Qué significa que compró un documento?
– ¿Nunca habéis oído hablar de los hijos de papel y las plazas de hijo de papel? -inquiere, y yo niego con la cabeza; Dong-shee pone los codos encima de la mesa y se inclina hacia delante-. Imagínate que un chino nacido en América viaja a China para casarse. Cuando regresa a América, les dice a las autoridades que su mujer ha tenido un bebé.
Escucho atentamente por si detecto algún fallo, y me parece encontrarlo.
– Pero ¿ha tenido el hijo de verdad?
– No. Pero él lo declara así, y ni los funcionarios de la embajada en China ni los de aquí, en Angel Island, van a desplazarse a un pueblo remoto para comprobar si dice la verdad. De modo que a ese hombre, que es ciudadano de Estados Unidos, le entregan un documento que acredita que tiene un hijo, que también es ciudadano porque él lo es. Pero recuerda: ese niño no ha nacido. Sólo existe en el papel. Y ahora el hombre tiene una plaza de hijo de papel que puede vender. Espera diez o veinte años. Luego le vende el documento, la plaza, a un joven de China, quien adopta su nuevo apellido y viene a América. No es su verdadero hijo, sino un hijo de papel. Los funcionarios de inmigración de Angel Island intentarán por todos los medios sonsacarle la verdad. Si lo descubren, lo devolverán a China.
– ¿Y si no lo descubren?
– Entonces se trasladará a su nuevo hogar y vivirá como hijo de papel, con una ciudadanía falsa, un apellido falso y una historia familiar falsa. Tendrá que vivir con esas mentiras mientras permanezca en este país.
– ¿A quién puede interesarle hacer eso? -pregunto, escéptica, porque procedemos de un país donde los apellidos son muy importantes y a veces se remontan a más de doce generaciones. La idea de que alguien esté dispuesto a cambiar su apellido para venir aquí no parece verosímil.
– En China hay montones de jóvenes que querrían comprar ese documento para pasar por el hijo de otra familia si con eso pueden venir a América, la Montaña Dorada, la Tierra de la Bandera Floreada -contesta Dong-shee-. Créeme, ese joven padecerá muchas humillaciones y trabajará muy duro, pero ganará dinero, lo ahorrará y algún día volverá a su pueblo natal convertido en un hombre rico.
– Parece fácil…
– ¡Qué dices! ¡Mira a tu alrededor! ¡No es nada fácil! -replica Lee-shee-. Los interrogatorios son tremendos, y los lo fan cambian las normas constantemente.
– ¿Y hay hijas de papel? -pregunto-. ¿También vienen mujeres mediante ese sistema?
– ¿Qué familia malgastaría una oportunidad tan preciosa con una hija? Nosotras tenemos suerte si podemos aprovechar la falsa ciudadanía de nuestros maridos para entrar en el país como esposas de papel.
Las dos ríen hasta que se les saltan las lágrimas. ¿Cómo es posible que estas campesinas analfabetas sepan más que nosotras sobre estas cosas y tengan más claro qué hay que hacer para burlar las leyes? Porque ellas pertenecen a la clase de los emigrantes, mientras que May y yo no deberíamos estar aquí. Suspiro. A veces me gustaría que nos deportaran, pero ¿cómo podríamos volver? Los japoneses han invadido China, May está embarazada y no tenemos familia ni dinero.
Entonces, como es habitual, nos ponemos a hablar de la comida que echamos de menos: el pato asado, la fruta fresca y la salsa de judías negras fermentadas, que no admiten comparación con la porquería recocida que nos sirven aquí.
Tal como planeó May, me pongo la ropa holgada que usé para huir de China. La mayoría de las mujeres no pasan suficiente tiempo aquí para percatarse de que tanto May como yo estamos engordando día a día. O quizá sí se dan cuenta, pero se muestran reservadas respecto a algo tan íntimo, como habría hecho nuestra propia madre.
Nosotras crecimos en una ciudad cosmopolita. Creíamos estar muy enteradas de todo, pero en muchos aspectos éramos unas ignorantes. Mama, como era habitual en esa época, siempre se mostró reticente a hablar de cualquier cosa relacionada con el cuerpo. Ni siquiera nos advirtió de la visita de la hermanita roja, y la primera vez que tuve la menstruación me aterroricé pensando que iba a morir desangrada. Ni siquiera entonces me lo explicó mama, y se limitó a enviarme a las dependencias de los sirvientes para que Pansy y las otras me enseñaran qué debía hacer y cómo podía quedarse embarazada una mujer. Más adelante, cuando la hermanita roja visitó a May, le conté lo que sabía, pero seguimos sin conocer gran cosa sobre el embarazo y el parto. Por suerte, ahora convivimos con mujeres muy bien informadas que me dan toda clase de consejos, aunque de quien más me fío es de Lee-shee.
– Si tienes los pezones pequeños como las semillas de loto -me advierte-, tu hijo prosperará. Pero si los tienes del tamaño de dátiles, tu hijo se hundirá en la pobreza.
Me dice que para fortalecer mi yin debo tomar peras cocidas en almíbar, pero en el comedor nunca nos dan peras. Cuando May empieza a tener dolores abdominales, le digo a Lee-shee que padezco esos dolores, y ella me explica que es una dolencia típica de las mujeres cuyo chi se paraliza alrededor del útero.
– El mejor remedio es comer cinco rodajas de daikon espolvoreadas con azúcar, tres veces al día -me recomienda.
Pero no sé cómo conseguir rábanos japoneses frescos, de modo que May sigue sufriendo. Decido vender la última joya que queda en la bolsa de mama a una mujer de un pueblo cercano a Cantón. De ahora en adelante, cuando May necesite algo, podré comprarlo en la tienda o sobornar a uno de los guardias o cocineros para que me lo consiga. Más adelante, cuando May sufre indigestión, me quejo como si la padeciera yo. Las mujeres discuten sobre el mejor remedio, y me sugieren que chupe clavos de olor. Los consigo fácilmente, pero Lee-shee no se queda satisfecha.
– Pearl debe de tener débil el estómago o el bazo. Eso indica deficiencias del elemento Tierra -les comenta a las demás-. ¿Alguien tiene mandarinas o jengibre para prepararle un té?
Compro esos artículos sin mucha dificultad, y le proporcionan alivio a May; eso me alegra, y alegra también a las otras porque han podido ayudar a una mujer embarazada.
Nuestros interrogatorios son cada vez más espaciados. Es una práctica común para aquellos cuyo caso presenta problemas. Los inspectores creen que las largas horas en el dormitorio nos debilitarán, nos intimidarán y nos harán olvidar las historias que hemos memorizado, y que así cometeremos errores. Al fin y al cabo, si sólo te interrogan una vez al mes durante ocho horas seguidas, ¿cómo vas a recordar con exactitud lo que dijiste hace uno, dos, seis u ocho meses, si se ajusta a lo que decía el manual que destruiste, o lo que tus familiares y conocidos, que ya no se encuentran en la isla, dijeron sobre ti en sus vistas?
Los matrimonios permanecen separados durante su estancia en el Centro de Inmigración. De esa forma no pueden consolarse mutuamente ni, aún más importante, compartir información sobre sus interrogatorios. El día de su boda, ¿se paró la silla de manos delante de la verja o de la puerta principal? ¿Estaba nublado o lloviznaba cuando enterraron a su tercera hija? ¿Quién puede recordar esas cosas cuando las preguntas y sus respuestas pueden interpretarse de diferente manera? Al fin y al cabo, en un pueblo de doscientos habitantes, ¿acaso no son lo mismo la verja y la puerta principal? ¿Cómo iba a importarles el tiempo que hiciera cuando enterraban a una hija? Por lo visto, a los interrogadores sí les importa, y una familia cuyas respuestas a una pregunta no concuerden puede permanecer retenida días, semanas o incluso meses.
Pero May y yo somos hermanas, y podemos comparar nuestras versiones antes de las entrevistas. Las preguntas que me hacen son cada vez más difíciles, porque ahora utilizan los expedientes de Sam, Vernon, sus hermanos, el venerable Louie, su esposa, sus socios y gente del barrio: otros comerciantes, el policía de ronda y el chico de los recados de nuestro suegro. ¿Cuántas gallinas y cuántos patos tiene la familia de mi marido en su pueblo natal? ¿Dónde se guarda el cajón del arroz en nuestra casa de Los Ángeles y en la casa de la familia Louie en Wah Hong?
Si tardamos en responder, los inspectores se impacientan y nos urgen: «¡Deprisa! ¡Conteste!» Esa táctica funciona con otros detenidos, que se asustan y cometen errores cruciales, pero nosotras la utilizamos para aparentar que estamos aturdidas y somos estúpidas. El comisario Plumb está cada vez más enfadado conmigo, y a veces se queda una hora mirándome en silencio, buscando intimidarme y obligarme a cometer un error; pero yo me entretengo por un motivo muy especial, y sus intentos sólo consiguen que esté más tranquila y concentrada.
May y yo utilizamos la complejidad, la simplicidad o la idiotez de esas preguntas para prolongar nuestra estancia en Angel Island. Cuando nos preguntan si en China teníamos un perro, May contesta que sí y yo que no. En la entrevista de dos semanas más tarde, los inspectores nos plantean esa discrepancia. May persevera en su afirmación de que teníamos un perro, mientras que yo explico que teníamos uno, pero que nuestro padre lo mató y nos lo comimos el último día que estuvimos en China. En la siguiente entrevista, los inspectores anuncian que ambas tenemos razón: la familia Chin tenía un perro, pero se lo comió antes de nuestra partida. La verdad es que nunca tuvimos ningún perro, y nuestro cocinero jamás sirvió perro, ni el nuestro ni ningún otro. May y yo nos pasamos horas riendo por nuestros pequeños triunfos.
– ¿Dónde colocaban la lámpara de queroseno en su casa? -me pregunta un día el comisario Plumb.
En Shanghai teníamos electricidad, pero le contesto que la poníamos en el lado izquierdo de la mesa. May afirma que la colocábamos en el derecho.
Me atrevería a afirmar que los inspectores no son muy inteligentes. No se percatan de que May está embarazada, ni del almohadón y la ropa que llevo yo debajo de la chaqueta de campesina. Después del Año Nuevo chino, empiezo a entrar y salir de la sala de interrogatorios anadeando como un pato, y a exagerar mis esfuerzos al sentarme y levantarme. Como es lógico, eso provoca una nueva ronda de preguntas. ¿Estoy segura de que me quedé embarazada la única noche que pasé con mi marido? ¿Estoy segura de la fecha? ¿El niño no podría ser de otro? ¿Ejercía de prostituta en mi país de origen? ¿Es el padre de mi hijo quien yo afirmo que es?
El comisario Plumb abre el expediente de Sam y me muestra una fotografía de un niño de siete años.
– ¿Es éste su marido?
Examino la foto. Es un niño pequeño. Podría ser Sam cuando volvió a China con sus padres, en 1920, pero también podría no serlo.
– Sí, es él.
El taquígrafo sigue escribiendo, nuestros expedientes siguen ampliándose y por el camino me entero de muchas cosas sobre mi suegro, Sam, Vernon y los negocios de la familia Louie.
– Aquí dice que su suegro nació en San Francisco en mil ochocientos setenta y uno -observa el comisario Plumb mientras hojea la carpeta del venerable Louie-. Así pues, ahora debe de tener sesenta y siete años. Su padre era comerciante. ¿Son correctos estos datos?
En el manual había mucha información sobre el venerable Louie, pero no se mencionaba el año de su nacimiento. Me arriesgo y respondo:
– Sí.
– Aquí dice que se casó en mil novecientos cuatro en San Francisco, con una mujer que no tenía los pies vendados.
– Todavía no conozco a mi suegra, pero me han dicho que no tiene los pies vendados.
– En mil novecientos siete el matrimonio viajó a China, donde nació su primer hijo. Lo dejaron en la casa familiar y tardaron once años en traerlo aquí.
Entonces el señor White se inclina hacia Plumb y le susurra al oído. Ambos se ponen a hojear la documentación. White señala algo escrito en una hoja. El comisario asiente con la cabeza y dice:
– Su presunta suegra tiene cinco hijos varones. ¿Por qué sólo varones? ¿Por qué nacieron todos en China? ¿No lo encuentra sospechoso?
– El hijo menor nació en Los Ángeles -lo corrijo.
El comisario Plumb arruga el entrecejo.
– ¿Por qué cree que sus suegros dejaron a cuatro de sus hijos en China antes de traerlos aquí?
Yo también me lo he preguntado muchas veces, pero recito lo que memoricé:
– Los hermanos de mi marido se criaron en Wah Hong porque salía más barato que criarlos en Los Ángeles. A mi marido lo enviaron a China para que conociera a sus abuelos, aprendiera la lengua y las tradiciones de su país e hiciera ofrendas a los antepasados de la familia Louie de parte de su padre.
– ¿Conoce a sus cuñados?
– Sólo al que se llama Vernon. Al resto no.
– Si sus suegros vivían juntos en Los Ángeles, ¿por qué tardaron otros once años en tener a su último hijo?
No sé la respuesta, pero me doy unas palmaditas en la barriga y respondo:
– Algunas mujeres no toman las hierbas que hay que tomar, no comen los alimentos que hay que comer o no siguen las normas para que su chi acepte a los hijos de sus maridos.
Mi respuesta de pueblerina atrasada satisface a mis interrogadores, pero una semana más tarde, Plumb y White se dedican a analizar la ocupación de mi suegro, para asegurarse de que no pertenece a la clase prohibida de los jornaleros. En los últimos veinte años, el venerable Louie ha abierto varios negocios en Los Ángeles. Actualmente sólo tiene una tienda.
– ¿Cómo se llama su tienda y qué se vende en ella? -me pregunta el comisario.
Recito la respuesta con diligencia:
– Se llama Golden Lantern. Venden artículos chinos y japoneses, como muebles, sedas, alfombras, zapatillas y porcelana, y su stock está valorado en cincuenta mil dólares. -Pronunciar esa cifra es como chupar caña de azúcar.
– ¿Cincuenta mil dólares? -se extraña Plumb, tan impresionado como yo-. Eso es mucho dinero.
White y él vuelven a juntar las cabezas, esta vez para comentar la gravedad de la crisis económica de su país. Finjo que no escucho. Revisan el expediente del venerable Louie, y les oigo decir que éste planea trasladar la tienda original y abrir dos negocios más: una empresa de paseos turísticos y un restaurante. Me froto la falsa barriga y aparento desinterés cuando el señor White explica la situación de la familia Louie:
– Nuestros colegas de Los Ángeles visitan a los Louie cada seis meses. Nunca han encontrado ninguna conexión entre su suegro y alguna lavandería, lotería, casa de huéspedes, barbería, sala de billar o de juegos, ni con ninguna otra actividad censurable. Tampoco lo han visto realizar trabajos manuales. Dicho de otro modo, aparenta ser un comerciante bien situado en la comunidad.
Lo que descubro en el siguiente interrogatorio, mientras el señor White lee en voz alta fragmentos de las transcripciones de Sam y su padre, que otro intérprete encargado de cubrir la vista traduce al sze yup, me deja perpleja. El venerable Louie informó a los inspectores de que su negocio había perdido dos mil dólares anuales entre 1930 y 1933. En Shanghai, eso era una suma astronómica. Lo perdido en un solo año habría bastado para salvar a mi familia: el negocio de mi padre, la casa, y mis ahorros y los de May. Aun así, el venerable Louie consiguió volver a China a comprar esposas para sus hijos.
– La familia debe de tener una fortuna oculta -especula May esa noche.
Sin embargo, todo parece muy embrollado y deliberadamente confuso y desconcertante. ¿Y si el venerable Louie, cuyo expediente sólo es un poco más extenso que el mío pese a que él ha pasado por este centro en numerosas ocasiones, es tan mentiroso como nosotras?
Un día, el comisario Plumb pierde la paciencia, golpea la mesa con el puño y me pregunta:
– ¿Cómo puede seguir afirmando que es la esposa de un comerciante legalmente domiciliado y la esposa de un ciudadano americano? Eso son dos cosas diferentes, y sólo se necesita una.
Yo me he hecho esa misma pregunta muchas veces estos últimos meses, y todavía no sé la respuesta.
Un par de semanas más tarde, despierto de una de mis pesadillas en mitad de la noche. Normalmente, May está a mi lado, reconfortándome. Pero hoy no está. Me doy la vuelta esperando verla en la cama de al lado, pero tampoco yace allí. Me quedo quieta y aguzo el oído. No oigo a nadie llorando, susurrando conjuros protectores ni caminando por el dormitorio, y deduzco que debe de ser muy tarde. ¿Dónde está May?
Últimamente le cuesta dormir tanto como a mí. «A tu hijo le encanta darme patadas en cuanto me tumbo, y ya no me cabe en el vientre. Necesito ir al servicio continuamente», me confió hace una semana, con tanta ternura -como si orinar fuera un don precioso- que no pude evitar sentir amor por ella y por el niño que lleva en su seno. Con todo, nos hemos prometido que no iremos solas al lavabo. Cojo mi ropa y mi falso bebé. Pese a lo tarde que es, no puedo arriesgarme a que me vean sin mi disfraz de embarazada. Me abrocho la chaqueta sobre la falsa barriga y me levanto.
May no está en los lavabos, así que voy a las duchas. Cuando entro, me da un vuelco el corazón. La estancia no se parece en nada a la de mis sueños, pero allí, en el suelo, está tumbada mi hermana, desnuda de cintura para abajo, pálida de dolor y con las partes íntimas expuestas, abultadas, aterradoras.
Extiende un brazo hacia mí.
– Pearl…
Corro a su lado resbalando por las baldosas mojadas.
– Tu hijo está a punto de nacer -anuncia.
– ¡Quedamos en que me despertarías!
– No pensaba que pudiera ocurrir tan deprisa.
Muchas veces -por la noche, o cuando conseguíamos separarnos un poco de las otras retenidas durante los paseos semanales por los jardines con las misioneras- hemos hablado de lo que necesitaríamos cuando llegara el momento. Hemos hecho muchos planes y repasado muchos detalles. Ahora reviso mentalmente lo que han contestado las mujeres a nuestras preguntas: sientes dolores hasta que empiezas a notar como si fueras a expulsar un melón en lugar de una ventosidad; vas a un rincón, te pones en cuclillas y sale el niño; lo limpias, lo envuelves y te reúnes con tu marido en los campos de arroz, con tu bebé atado al cuerpo con un largo trozo de tela. Todo eso no se parece en nada a cómo se hacía en Shanghai, desde luego; allí, meses antes del parto las mujeres dejaban de asistir a fiestas, ir a comprar y bailar, y llegado el momento, ingresaban en un hospital occidental, donde las dormían. Cuando despertaban de la anestesia, les entregaban a sus hijos. Luego, durante las dos o tres semanas siguientes, permanecían en el hospital, recibiendo visitas y dejándose admirar por haber traído al mundo al hijo varón de la familia. Por último se marchaban a casa, donde celebraban la fiesta del primer mes del niño, para presentarlo al mundo y recibir las alabanzas de la familia, los vecinos y los amigos. Aquí no podemos hacerlo como en Shanghai, pero, como ha observado May en muchas ocasiones estas últimas semanas: «Las mujeres del campo siempre han traído al mundo a sus hijos ellas solas. Si ellas pueden, yo también. Y nosotras hemos pasado muchas penalidades. Últimamente no he comido mucho, y lo que comía lo vomitaba. El bebé no puede ser muy grande. Saldrá fácilmente.»
Hablamos de dónde podría dar a luz y decidimos que las duchas son el sitio donde más temen entrar las otras mujeres. Aun así, a veces algunas se duchan durante el día. «No dejaré que el niño nazca de día», me prometió mi hermana.
Lo pienso, y supongo que seguramente se ha puesto de parto esta mañana; ha pasado todo el día descansando en su litera, con las piernas encogidas y cruzadas para impedir que el niño saliera.
– ¿Cuándo empezaron los dolores? ¿Cada cuánto los tienes? -le pregunto, recordando que ésas son las pistas para saber cuánto tardará en nacer.
– Empezaron esta mañana. No eran muy fuertes, y sabía que tenía que esperar. De pronto noté como si tuviera que ir al baño, y una vez aquí, rompí aguas.
Por eso tengo los pies y las rodillas mojados.
May tiene una contracción y me agarra la mano. Cierra los ojos y la cara se le pone colorada mientras intenta soportar el dolor. Me aprieta la mano y me hinca las uñas en la palma, tan fuerte que soy yo quien quiere gritar. Cuando pasa la contracción, May respira y su mano se relaja en la mía. Una hora más tarde, veo asomar la cabeza del bebé.
– ¿Podrás ponerte en cuclillas? -pregunto.
May gimotea. Me coloco detrás de ella y la arrastro hasta una pared para que pueda apoyarse. Luego me sitúo entre sus piernas. Entrelazo las manos delante de mí y cierro los ojos para hacer acopio de todo mi valor. Abro los ojos; miro a May, cuyo rostro está transido de dolor, y procuro sonar convencida cuando le repito lo que ella misma me ha dicho tantas veces en las últimas semanas:
– Podemos hacerlo, May. Sé que podemos.
Cuando sale el bebé, descubrimos que no es el hijo del que siempre hemos hablado. Es una niña, mojada y cubierta de mucosidad: mi hija. Es diminuta, más pequeña aún de lo que esperábamos. No llora; sólo emite unos ruiditos débiles, como la lastimera llamada de un pajarillo.
– Déjame verla.
Parpadeo y miro a mi hermana. Tiene el cabello empapado de sudor, pero en su rostro no queda ni rastro de dolor. Le doy el bebé y me levanto.
– Vuelvo enseguida -digo, pero May no me escucha.
Abraza a la pequeña para protegerla del frío y le limpia la cara con la manga. Me quedo mirándolas un momento. No van a tener más tiempo para estar juntas antes de que yo me la quede.
Voy al dormitorio procurando no hacer ruido. Recojo uno de los trajes que hemos confeccionado, un carrete de hilo, unas tijeritas que nos dieron las misioneras para trabajar en nuestras labores, algunos artículos de higiene y dos toallas que compramos en la tienda. Cojo la tetera de encima del radiador y vuelvo rápidamente a las duchas. Cuando llego, May ya ha expulsado la placenta. Ato un trozo de hilo al cordón umbilical y lo corto. Luego empapo una toalla limpia con agua caliente de la tetera y se la doy para que lave al bebé. Con la otra toalla limpio a May. La niña es muy pequeña, y el desgarro de los tejidos de mi hermana no es nada comparado con lo que me hicieron a mí los japoneses. Confío en que la herida se le cure sin necesidad de puntos, pero la verdad es que no puedo hacer otra cosa. ¿Cómo iba a coserle las partes íntimas si apenas sé coser un dobladillo?
Mientras ella viste al bebé, yo limpio el suelo y envuelvo la placenta con las toallas. Una vez que el lugar queda limpio, tiro a la basura todo lo ensuciado.
Fuera, el cielo se tiñe de rosa. No nos queda mucho tiempo.
– No creo que pueda levantarme sola -dice May desde el suelo.
Las pálidas piernas le tiemblan de frío y del esfuerzo que ha hecho. Se separa de la pared, y la ayudo a levantarse. La sangre le resbala por las piernas y mancha el suelo.
– No te preocupes, Pearl. No te preocupes. Toma. Cógela.
Me da a la niña. He olvidado traer la manta que tejió May, y la pequeña, que de repente se siente desarropada, agita torpemente los bracitos. Yo no la he llevado en mi vientre todos estos meses, pero nada más cogerla la quiero como si fuera mía. Casi no le presto atención a May mientras se pone una compresa y un cinturón y se sube las bragas y los pantalones.
– Ya estoy lista -anuncia.
Echamos un vistazo a las duchas. No importa que se sepa que una mujer ha parido aquí. Lo que importa es que nadie sospeche que haya podido suceder algo fuera de lo normal, porque no puedo dejar que me examinen los médicos del centro.
Estoy sentada en la litera con mi hija en brazos, y May acurrucada a mi lado -dormitando con la cabeza apoyada en mi hombro-, cuando las demás se levantan. Tardan un rato en fijarse en nosotras.
– Aiya! ¡Mirad quién ha llegado esta noche! -grita Lee-shee, emocionada.
Las mujeres y sus hijos pequeños se apiñan alrededor, empujándose entre sí para ver mejor.
– ¡Ha nacido tu hijo!
– Es una niña -las corrige May. Tiene una voz tan soñolienta y tan débil que por un instante temo que eso nos delate.
– Una gota de felicidad -dice Lee-shee compasiva, la frase tradicional para expresar la decepción que supone el nacimiento de una niña. Luego sonríe y añade-: Pero mirad, aquí somos casi todas mujeres, salvo estos pequeños que todavía necesitan a sus madres. Debemos considerar ésta una feliz ocasión.
– La felicidad no durará mucho tiempo si la dejamos vestida así -interviene otra mujer con aprensión.
Miro a la niña. La ropa que lleva es la primera que May y yo hemos hecho con nuestras propias manos. El gorrito está torcido, y los botones no están bien alineados; pero por lo visto ése no es el problema. Hay que proteger a la niña de los malos elementos. Las mujeres se marchan y regresan con unas monedas que representan el amor de «cien amigos de la familia». Alguien le ata a la niña una cinta roja en el negro cabello para darle suerte. Luego, una tras otra, le cosen pequeños amuletos en el gorrito y la ropa; representan los animales del zodíaco y la protegerán de los malos espíritus, los malos presagios y las enfermedades.
Hacen una colecta, y una retenida se encarga de llevarle el dinero a uno de los cocineros chinos y pedirle que prepare un cuenco de sopa de parturienta, a base de pies de cerdo adobados, jengibre, cacahuetes y cualquier bebida fuerte. (Lo mejor es el vino de Shaohsing pero, si no hay más remedio, puede echarle whisky.) Las parturientas se quedan sin energía y tienen un exceso de yin frío. Los ingredientes de esa sopa se consideran calientes y productores de yang. Me explican que ayudarán a que mi útero se reduzca, a que mi cuerpo se libere de la sangre estancada y a producir leche.
De pronto, una de las mujeres se acerca y empieza a desabrocharme la chaqueta.
– Tienes que amamantar a la niña. Nosotras te enseñaremos cómo hacerlo.
Le aparto suavemente la mano.
– Ahora estamos en América -replico-, y mi hija es una ciudadana americana. Lo haré como las americanas. -«Y las shangaianas modernas», pienso. Recuerdo todas las veces que May y yo posamos para marcas de leche infantil en polvo-. La alimentaré con biberón.
Como siempre, traduzco este diálogo del sze yup al dialecto wu para que May lo entienda.
– Dile que los biberones y la leche en polvo están en un paquete debajo de la cama -dice mi hermana-. Dile que no quiero dejarte sola, pero que si alguna de ellas pudiera ayudarnos, se lo agradeceríamos.
Mientras una de nuestras compañeras coge un biberón, mezcla un poco de leche en polvo -que compramos en la tienda- con agua de la tetera y lo pone a enfriar en el alféizar de la ventana, Lee-shee y las demás debaten sobre el nombre de la recién nacida.
– Confucio decía que, si el nombre no es el adecuado, el lenguaje y las personas no coinciden con la realidad -explica Lee-shee-. Tiene que ser su abuelo, o alguien muy distinguido, quien escoja su nombre. -Frunce los labios, mira alrededor y comenta con aire teatral-: Pero yo no veo por aquí a nadie así. Quizá sea mejor. Has tenido una hija. ¡Qué decepción! Supongo que no querrás llamarla «pulga», «esa perra» o «recogedor», como me puso mi padre.
La elección del nombre es importante, aunque no les corresponde a las mujeres. Ahora que tenemos la oportunidad de dar nombre a una niña, vemos que es más difícil de lo que parece. No podemos ponerle el de mi madre, ni utilizar el apellido de la familia como nombre de pila para honrar a mi padre, porque esas opciones se consideran tabú. Tampoco podemos llamarla como una heroína o como una diosa, porque eso es presuntuoso y una falta de respeto.
– A mí me gusta Jade, porque transmite fuerza y belleza -propone una joven.
– Los nombres de flores son bonitos. Orquídea, Lirio, Azucena…
– Sí, pero son muy corrientes, y demasiado frágiles -objeta Lee-shee-. Mira dónde ha nacido esta niña. ¿No deberíamos llamarla algo así como Mei Gwok?
Mei Gwok significa «País Hermoso», y es el nombre de Estados Unidos en cantonés; pero no suena ni bonito ni melodioso.
– Hay que tener cuidado con los nombres generacionales de dos caracteres -aporta otra mujer. Eso me interesa, porque May y yo compartimos el nombre generacional Long, que significa «Dragón»-. Podrías utilizar como base De, «Virtud», y luego llamar a cada niña Virtud Dulzura, Virtud Humildad, Virtud Sabiduría…
– ¡Qué complicación! -exclama Lee-shee-. Yo llamé a mis hijas Hija Primera, Hija Segunda e Hija Tercera. Mis hijos se llaman Hijo Primero, Hijo Segundo e Hijo Tercero. Sus primos se llaman Primo Séptimo, Octavo, Noveno, Décimo, etcétera. Si les asignas un número, todo el mundo recuerda cuál es el lugar de cada niño en la familia.
Lo que no dice es: «¿Por qué molestarse en pensar un nombre cuando tantos niños mueren?» No sé si May nos escucha o si entiende todo lo que decimos, pero cuando habla, las otras callan.
– Para esta niña sólo hay un nombre -dice en inglés-. Debe llamarse Joy, «Alegría». Ahora estamos en América. No la obliguemos a cargar con el pasado.
Cuando May mueve la cabeza y me mira, advierto que todo este rato ha estado contemplando a la niña. Aunque soy yo quien tiene a Joy en brazos, mi hermana se las ha ingeniado para estar físicamente más cerca de ella que yo. Se incorpora, se lleva una mano al cuello y se quita la bolsita con las tres monedas, las tres semillas de sésamo y las tres habichuelas que le dio mama para protegerla. Yo toco mi bolsita, que todavía llevo colgada del cuello. No puedo decir que me haya protegido mucho, pero todavía la llevo, así como el brazalete de jade, como recordatorios de mi madre. May le pasa a Joy el cordón de cuero por la cabeza y esconde la bolsita dentro de su ropa.
– Para que estés protegida vayas donde vayas -susurra.
Las mujeres lloran al oír tan hermosas palabras y elogian a May por ser tan buena tía.
Cuando vienen las misioneras, me resisto a que me lleven al hospital del centro.
– En China no lo hacemos así -argumento-. Pero les agradecería mucho que le enviaran un telegrama a mi marido.
El mensaje es breve y conciso: MAY Y PEARL LLEGADO ANGEL ISLAND. ENVIAD DINERO VIAJE. HA NACIDO BEBÉ. PREPARAD FIESTA PRIMER MES.
Esa noche, las mujeres vuelven de la cena con la sopa de parturienta. Pese a las objeciones de las que forman un corro a nuestro alrededor, comparto la sopa con mi hermana, alegando que ella ha trabajado tanto como yo. Ellas chasquean la lengua y niegan con la cabeza, pero es que May necesita la sopa mucho más que yo.
El comisario Plumb se queda perplejo cuando me presento a la siguiente entrevista con uno de mis vestidos de seda más bonitos y mi sombrero de plumas -en cuyo forro llevo escondido el manual que May y yo hemos memorizado-, hablando un inglés perfecto y con un bebé adornado con amuletos. Contesto todas las preguntas correctamente y sin vacilar, a sabiendas de que, en otra sala, May está haciendo exactamente lo mismo. Pero lo que hagamos es irrelevante, igual que la cuestión de ser, a la vez, la mujer de un comerciante legalmente domiciliado y de un ciudadano americano. ¿Qué van a hacer los funcionarios con este bebé? Aunque Angel Island pertenece a Estados Unidos, a nadie se le reconoce la ciudadanía ni el estado civil hasta que sale de la isla. Para los funcionarios es más fácil soltarnos que afrontar los problemas burocráticos que plantea Joy.
Al final del interrogatorio, el comisario dicta su sinopsis habitual, pero al llegar a la conclusión no parece muy satisfecho:
– La solución de este caso se ha retrasado más de cuatro meses. Aunque es evidente que esta mujer ha pasado muy poco tiempo con su marido, que afirma ser ciudadano americano, ahora ha dado a luz en nuestro centro. Tras arduas deliberaciones, estamos de acuerdo en los puntos fundamentales. Por tanto, propongo que Louie Chin-shee sea admitida en Estados Unidos como esposa de un ciudadano americano.
– Estoy de acuerdo -dice el señor White.
– Yo también estoy de acuerdo -dice el taquígrafo, y es la primera y única vez que lo oigo hablar.
A las cuatro de esa misma tarde, entra el guardia y pronuncia dos nombres: Louie Chin-shee y Louie Chin-shee, nuestros anticuados nombres de casadas.
– Sai gaai -añade-, buena suerte.
Nos entregan los certificados de identidad. A mí me dan también el certificado de nacimiento de Joy, donde leo que la niña «es demasiado pequeña para medirla»; en realidad, eso sólo significa que no se han molestado en examinarla. Confío en que esas palabras sirvan para borrar cualquier sospecha sobre las fechas y el tamaño de Joy cuando el venerable Louie y Sam la vean.
Las otras retenidas nos ayudan a recoger nuestras cosas. Lee-shee llora cuando nos despedimos. May y yo vemos cómo el guardia cierra con llave la puerta del dormitorio detrás de nosotras, y luego lo seguimos fuera del edificio y por el sendero que conduce hasta el muelle, donde recogemos el resto de nuestro equipaje y embarcamos en el ferry que nos llevará a San Francisco.