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PATRICIA

CAPÍTULO 1

LOS HAMPTONS NUNCA JAMÁS

Patricia siempre ha escrito rápido. Y con pésima caligrafía. Su hermana, Manuela, debe llamarla por teléfono para que «traduzcas lo que has escrito». A pesar de ese defecto, trauma casi, Patricia le escribe, con una pluma que convierte sus letras en anárquicos dibujos, una carta antes de facturar en el vuelo de British Airways a Londres desde Nueva York.

Esta será la última vez que [ilegible] en los Hamptons, Manuela. Me he aburrido como una ostra yendo de casa en casa, sonriéndole a gente que promete que invertirán su dinero en el restaurante y a los que tienes que llamar al día siguiente para recordarles lo que te han prometido borrachos de martinis, cosmopolitans y gin tonics aguados por el hielo derretido. Lloro, sí, aunque no lo creas, cuando te imagino en las mismas fiestas suplicando sponsors para tus proyectos puntocom. ¡Voy a coger la agenda de los Hamptons y lanzarla desde el avión al fondo del océano! Solo conservaré los teléfonos de John y Debbie, sobre todo el de Debbie, tan rubia como yo pero más escandinava, como se supone que yo debería haber sido, ja, ja [ilegible] no te escribo más porque no recordaré tampoco la mitad de lo que garabateo con esta pluma. Te quiero. Londres será magnífico. Y los Hamptons una línea de playa con gente fastidiosa deteniéndose sobre la arena, asustados, acaso, de vernos alejarnos sobre las olas.

Patricia sobrevuela la carta; no se entiende nada y seguramente por eso no pasará nada si deja el recuerdo de la mala experiencia de su hermana con las empresas puntocom. Un pésimo, pésimo recuerdo para Manuela. Vamos, estuvo a punto de quedarse en la calle a principios de 2000. Pero no hay nada peor en una carta escrita con estilográfica, y encima con tinta verde, que tachar una palabra. «Suplicar» es muy fuerte, una palabra que distingue profundamente a Patricia de Manuela. Patricia jamás suplicaría, ni siquiera por perdón. Patricia siempre ofrece y luego dispone. Entre «suplicar» y «sponsors» ha dejado algo de espacio para agregar una palabra que resuelva el entuerto. Falta poco tiempo para embarcar, hace calor, el fast track, ese invento post 11 de septiembre para, supuestamente, acelerar la inmigración de los que viajan en business, está, como siempre, colapsado. Y esa es la palabra que dibuja, cuidadosamente, sobre las letras donde antes escribió «suplicar». Mira la frase nueva: «Lloro, sí, aunque no lo creas… colapsada con sponsors para tus proyectos puntocom.»

Sella el sobre con sus labios. Lo entrega a la funcionaría negra de gesto avinagrado. Comprensible, acepta Patricia en su pensamiento veloz, porque ha esperado a que escribiera la carta a Manuela y luego efectuara estos cambios de última hora con una paciencia más bien inquietante. Si ella fuera la negra funcionaría, algo absolutamente improbable pero formaba parte de un juego silencioso que Patricia adoraba practicar, sería no solo más amable, sino también ocurrente. Por ejemplo, ella es la única persona en la ajetreada tarde que ha aparecido delante de ese mostrador para enviar unas cartas. La gente ya no escribe cartas, envía sms, llama, se proyecta en ordenadores adoptando su velocidad pero olvidando que todos los movimientos de ordenador dejan rastros. Enviar una carta sigue siendo algo íntimo, de mano a mano. Y que solamente puede ser entregada mediante orden judicial en caso de que sus palabras necesiten demostrar algún crimen.

– Es para mi hermana mayor, es muy tiquismiquis con las palabras -se excusa Patricia. La negra no dice nada. Ni siquiera con Obama, si llega a ganar, que para Patricia es totalmente probable, cambiará ese gesto, piensa. La negra pone el sello y de nuevo la fecha, 14 de septiembre de 2008. Mañana estarán en Londres y además de fiesta. La negra se queda mirándola, esperando que le entregue el grupo de sobres que también esperan un sello. Qué mirada más triste, piensa Patricia cuidadosa de que su propia mirada no desate un juicio por racismo. Obama ganará, está segura, porque demasiada gente es negra en el mundo. Y aun siendo tanta todavía se les denomina minoría. Cuando naces y creces como una minoría lo único que atesoras son resentimientos. Los resentimientos erradican el sentido del humor hasta que alguien aparece y tiene la gestualidad física exacta como para devolverte la risa. Cuando empiezas a reírte de ti mismo es cuando dejas de ser minoría. Y es cuando surge un negro como Obama, que no es completamente negro sino bastante chocolate con leche, que te provoca admiración, interés y encima habla fenomenal, con muchísimo vocabulario. Se ha embalado, Patricia tiene la habilidad de embalarse en una idea y estirarla hasta el hastío; en todo caso, el triunfo de Obama les pillará, a ella y a Alfredo, en otro país, de blancos, Europa otra vez, pero en inglés.

– ¿Quiere sellar esos también? -le pregunta la negra en español. Patricia no esconde el disgusto en su mirada. ¿Cómo con estas facciones, siendo absolutamente rubia, ojos verdes y bastante saltones para su gusto, labios carnosos aunque medio rotos por el inclemente calor, puede la negra asumir que es española? No es que le moleste, sino que un instante como este serviría idóneamente para explicarle a Manuela por qué abandonaban Nueva York: nadie habla en inglés. Y hay tantos españoles y latinoamericanos compitiendo por hacerse con el control de la ciudad que, primero, ya no es novedad ser de Barcelona, mucho menos de Madrid, y todo el mundo te observa como si fueras un cruce entre Penélope Cruz y Jennifer López.

– Le he preguntado por los sobres -continúa la negra con indudable acento neoyorquino pero en castellano-. ¿Enviará esos también?

Los sobres son cinco. Las direcciones son más bien siglas, pero los países no pueden disimularse. No se puede escribir Aruba de otra forma. Ni Liechtenstein de otra. Pero, gracias a que Patricia piensa muy bien estas cosas, en esos sobres no figuran direcciones de bancos, sino de personas, aunque el destino final sean los primeros.

– Se me ha ido el santo al cielo -dice, muy castiza-. Rezo para que no se pierdan.

– US Postal Service jamás extravía. Enviaba cartas a mi padre todos los días a Colombia en los años noventa -sentencia la negra.

Patricia asiente y muestra su famosa sonrisa Patricia, dientes tan blancos y limpios que parecieran que jamás han probado carne alguna. Con la mirada sin emociones de la negra puesta en ella, Patricia revisa también la caligrafía y las direcciones de esos cinco sobres. Graziella van der Garde, que aunque lleve el mismo apellido, no es ella, en el sobre de Liechtenstein. Patricia v.d.G. en el de Aruba y tan solo un código postal. Las otras direcciones son menos evidentes: Río de Janeiro a nombre de María Jesús Cobo y una dirección en el barrio de Lagoa; la dirección de un banco en Londres y debajo de un nombre novelesco, «2monstersgether», una dirección más, de un barrio de Newtown, en Edimburgo.

– Muchos amigos -expone la negra.

– Sí, muchos -responde afable Patricia.

– Espero que no esté la última en subirse a un aeroplano -continúa la negra, ahora sí equivocándose a propósito en la elección de palabras.

– No, tenemos un retraso -dice al final Patricia con la voz de niña educada que siempre emplea cuando quiere algo de alguien.

– Son treinta y dos dólares en total.

Patricia abre su bolso. Es bueno, pero sin marca, la negra observa. A todas las mujeres les interesa un bolso, concluye Patricia. El monedero también es muy bonito, japonés, tiene ganas de decirle. Extrae el cambio exacto. Patricia siempre tiene cambio exacto. Y se miran por última vez, la funcionaria dibujando una sonrisa que de inmediato se desdibuja y Patricia alejándose con un perfecto «Gracias, un placer», en castellano.

CAPÍTULO 2

POPEA AL FONDO DEL MAR

Un fallo en el motor del avión de la aerolínea británica los ha terminado por sentar en la aerolínea española. Todas pertenecen a la misma alianza, bautizada como «One World». Nunca existe un solo mundo. O, a lo mejor, si colapsa este que conoce, sí que empiece a existir uno solo donde todo esté perfectamente relacionado. Una peripecia provocará otra y una catástrofe será seguida por otra y una salvación por la siguiente, y los milagros acumulándose para estallar en múltiples repeticiones. Todo está conectado, Patricia, le repite esa misma voz, mitad hombre, mitad mujer mayor. Como en un menú, una entrada es seguida por un principal y de final un postre. Nada puede variar algo tan sencillo.

No hay casi británicos en el pasaje, lo lógico a esperar en un avión Nueva York-Londres. La mayoría son españoles, cargados de bolsas de Abercrombie & Fitch que comentan con aspavientos lo tirado que está el dólar. Peor aún, seis o siete han reconocido a Alfredo, «Ostras, el tío que les da de comer bien a los americanos». Se han hecho fotos y ella se ha refugiado en su larga melena. Está demasiado bien vestida como para dejarse fotografiar por freakies de la gastronomía.

Tiene por delante seis, casi siete horas de vuelo para pensar en si finalmente saludará o no al grupo de colegas de su pareja, que no marido. Pero ahora no quiere darle vueltas a eso. Desea despedirse de la que ha sido su ciudad los últimos siete años. Las seis de la tarde en Nueva York. Aunque sea 14 de septiembre es ya de noche. Al frente está la Estatua de la Libertad, luminosamente verde, con un último saludo antes de entregarlos al Atlántico. El avión gira y poco a poco la isla se convierte en una película y Patricia recuerda una canción que escuchaban repetidamente en Brasil aquellas vacaciones en Río como embajadores de la nueva cocina española en Nueva York. Era de Eliana Printes, hablaba sobre gente muy enamorada, como ellos, y cantada en ese portugués que recuerda atardeceres larguísimos. Aunque no llegue a escucharla de verdad, la recuerda perfectamente sobre ese Manhattan que la despide. «Qué regalos te daría -comenzaba- para iluminar los malos pensamientos.» Y se gira hacia él, para verle y compartir la despedida y allí está, rodeado por esa frase: Alfredo. Tan bello. No puede evitarlo, siempre la misma frase, día o noche, año tras año, triunfo tras triunfo, como un sortilegio: Alfredo… tan bello.

– Tienes cara de estar pensando algo muy malo -le dice. Patricia se sonríe y toma su mano, se incorpora un poco y alcanza a besarlo en la mejilla. La nariz tan recta y el sonido de su respiración, fuerte sin ser áspero, y el olor de su piel, a nada más que a él, a Alfredo. El espacio entre la nariz y la boca es un surco amplio, caben dos, casi tres de sus dedos de mujer enamorada. Y luego los labios, prominentes, generosos.

La Estatua de la Libertad sigue allí, ahora casi sonriente, y el Puente de Brooklyn baila rodeado de sus luces.

– ¿Por qué vais a abandonar Nueva York si a Alfredo le va de cine con el restaurante?

Patricia se refugia en su recuerdo, en la voz de su hermana Manuela durante su última visita a Nueva York, con las cajas de la mudanza a la puerta del 12.° B de la calle 16 con la Octava Avenida.

– Porque Nueva York está a rebosar de españoles. Queremos ir a una ciudad donde no haya españoles -recuerda Patricia haber respondido. Su hermana la miró como si se le hubiera ocurrido vomitar sobre su mejor vajilla durante una de sus cenas para cautivar nuevos inversores.

– ¿Estás hablando en serio? -preguntó Manuela.

– Sí, totalmente. Por eso hemos escogido Londres.

– Allí también hay españoles, Patricia. No me jodas.

– Pero no se quedan. Les asusta el clima. Llegan y lo primero que dicen es que no pueden con la lluvia y la falta de sol. Se quejan de la comida, de los horarios de los restaurantes. Londres les irrita. Vienen, van a las tiendas y todo les parece caro y al final regresan al sol de España, a la tortilla y al vino y al gin tonic a cualquier hora. Por eso nos vamos. Bye Bye, New York. Hello, welcome, London.

Patricia recuerda la frase completa, incluso cómo decidió terminarla con un brazo en alto, a lo Liza Minelli, y una sonrisa que fue apagándose ante la cara ofuscada y molesta de su hermana mayor.

– Te estás quedando conmigo -recuerda que bufó ella.

– Es una aventura, Manuela. Alfredo y yo vamos a iniciar una aventura, eso es todo. Siempre quieres explicaciones y esta es la mejor que tengo: Nueva York está lleno de españoles, nadie habla inglés anymore sino una mezcla absurda de los dos idiomas que parece una lucha intestina: cada lengua mordiendo a la otra para que al final no se hable ninguna. Necesitamos volver a Europa, Alfredo lo siente así y yo le acompaño, como he venido haciendo desde hace ya diez años.

– Doce -le corrigió su hermana-. O te has vuelto loca o todavía disfrutas tratando a los demás como si fuéramos más idiotas que tú, solo que creo que esta vez no puedes sostenerte un segundo más con una explicación tan absurda como esa.

– Vamos a aprovechar la convención de mix mixers, donde a Alfredo lo reciben cada año como si fuera Dios. Y entonces, en vez de regresar, nos quedaremos. Alfredo tiene cita con los inversores, está casi cerrado; nada más llegar tendremos llave en mano un maravilloso local entre Knightsbridge y Chelsea. Es una calle preciosa y, si sale bien, generará también un centro culinario.

– Un centro culinario en Londres es perder el tiempo. Todo el mundo dice que no hay dinero, Patricia, que se acabó el sueño.

– Tú siempre tan pesimista. Ellos apuestan por nosotros, tenemos cerrados ya mil detalles del proyecto. Será llegar, inaugurarlo, ponerlo en marcha y listo. No es tan complicado… Los ingleses se vuelven locos con Alfredo. Además, no tenemos hijos, podemos movernos de aquí para allá.

Alfredo empezó su carrera como mix mixer cuando todavía se le llamaba barman. Su físico, sus brazos y dientes le ayudaron mucho. Programas de televisión y una pasantía muy breve pero explotada al máximo en el restaurante del Innombrable, hicieron de Alfredo Raventós, el nuevo prodigio de la cocina española. O, para otros, el niño mimado, el eterno aspirante al puesto de segundo mejor chef innovador de toda España. Fuera de España sería el rey de las cacerolas en Manhattan, el cocinero más guapo o el «gorrito sexy», como le describieron una vez en una revista de modas y, al leerlo, Patricia supo que ese nombre le perseguiría para siempre. Tan pocos años, en realidad, y tantos nombres ya, tantos viajes, tanta información.

Patricia se dejaba llevar por un nuevo tren de pensamiento, como llamaba, tomando prestado del inglés, a sus ofuscaciones. Si pudiera ir también hacia atrás, se encontraría igual de rubia y delgada trabajando para un experto relaciones públicas de Barcelona y divirtiéndose con las locuras de David, el hermano de Alfredo, insuperablemente gay, indiscutiblemente menos guapo que su hermano heterosexual, castigado por esta cruel indelicadeza de la naturaleza. David y ella fueron inseparables, como les gustaba decir. Barcelona les adoraba por los vestuarios de ella, por el rubio de su pelo, por su aspecto de inmejorable pedigrí y la fealdad y quejica ternura de David. «Tienes que conocer a mi hermano, tienes que conocer a mi hermano, tienes que conocer a mi hermano», repetía cada noche David. Y Patricia poco a poco empezó a ver más y más fotografías de Alfredo y de los hermanos Casas en la prensa. Eran guapos los tres, dedicados a eso tan extrañamente sexy como la cocina. «Tienes que conocerlo, de verdad, Pat, de verdad», imploraba el perrito faldero gay, y ella sacudía la melena ajustándose un body lila debajo de una chaqueta azul eléctrico cuando ambos colores eran considerados lo peor de lo peor. «Divina, rebelde, única, Patty, Patricia van der Garde», exclamaba David con sus palmaditas y saltitos saliendo a la calle Verdi y de allí al corazón de la alta sociedad. «Tienes que conocer a mi hermano.»

Se arremolina bajo la manta de la aerolínea, del mismo color que el alfombrado, quizás un poco más naranja y con la corona de España entretejida en un ángulo. Nunca lo había notado, la corona tan explícita. Pero no debe pararse en esos detalles, tiene que concentrarse. Debería repasar quiénes son los cocineros que les acompañan: Miguel y Fernando, sí, los hermanos Casas de aquellas fotos del principio. Todo el mundo dice que compiten en belleza con Alfredo, aunque en realidad es el talento de su novio lo que les obliga a marcar músculo desde hace décadas. «Todo lo que toca Alfredo, turns blonde», decían, haciendo alusión al rubio del pelo de Patricia. Sí, sí, muchas risitas pero en verdad Alfredo y ella no solo convenían en realidad sus sueños, también generaban dinero. Dinero. «Lo hacéis parecer todo tan fácil, vuestro éxito, vuestra belleza, vuestra unión», también le había dicho Manuela.

– ¿De qué te ríes? -quiso saber Alfredo, entrecerrando sus maravillosos ojos, pardos, un fondo verde, como un lago que se alimenta de un sol menor.

– Del Innombrable, que me desprecia -dijo Patricia.

– Sabes que eso no es verdad. Siempre pregunta por ti y por cuándo nos vamos a casar. -Alfredo se entretiene intentando entender el mando del asiento.

– Buena cuestión, y ¿qué le respondes?

– Que no creemos en el matrimonio -dice él abriendo mucho los ojos y llevándola muy dentro de ellos. Patricia no tiene respuesta. Porque es su respuesta, la que siempre ofrece, aun sin cepillarse los dientes, cuando Alfredo insiste en el tema. No van a casarse jamás.

– Creo que sabe que le llamamos el Innombrable -soltó, aguantando una risita-. ¿Se lo has dicho tú?

– No, pero los hermanos Casas leen nuestra mente desde que sales conmigo -respondió Alfredo.

Los hermanos Casas viajan, siempre juntos, unos asientos más adelante. Afortunadamente, tienen fama de dormirse atufados de pastillas por el miedo a volar y, también, fama de cocinar con resaca de otro tipo de pastillas. Explotan al máximo los restos de su juventud díscola. Todo el mundo sabe que Patricia fue medio novia de uno de los Casas, Miguel, y novia bastante oficial de Fernando, el otro hermano. Barcelona es una ciudad pequeña. Manhattan también, Londres, a lo mejor, igual. Todas las ciudades se hacen pequeñas cuando eres Patricia.

Han esquivado la cena. Nunca cenan en la aerolínea donde cocina el Innombrable para evitar opiniones. El mundo de los chefs está lleno de rumores y maledicencias. Alfredo y Patricia cuidan mucho lo que se diga que hayan dicho. Son los bellos Alfredo y Patricia, educados y encantadores hasta el final, cada día, todos los días.

– Todos miran la película de Sandra Bullock -dice él.

– No somos todo el mundo -responde ella, y Alfredo le dirige su espléndida sonrisa; el olor de su colonia subiendo por sus hombros, hacia el cuello. Le abraza. Se abrazan.

– ¿Tienes miedo? -le pregunta.

– ¿Miedo de qué? -responde ella colgada de su cuello, la cabeza apoyada cerca de su nuez, sintiéndola latir.

– De Londres -dice, la voz relajada, profunda.

– Es nuestro sueño, ¿no? ¿Cómo vamos a tener miedo de un sueño? -pregunta Patricia escrutando sus ojos.

Patricia se sobresalta, al fin las turbulencias, pero en realidad es el primer dedo de Alfredo acercándose a su vagina por debajo de la manta de la aerolínea. Poco a poco la mueca de niña revoltosa va formándose en sus labios y sus delgadas y suaves piernas aprisionan el largo y bien formado dedo de su amor. Abre los ojos y allí están los suyos, cómplices, muertos de risa y ganas. «Es que Alfredo es demasiado perfecto», siempre le había reprochado su hermana Manuela. Patricia tiene que reconocerlo, por eso lo escogió, por bello pero también por cómo le sentaba todo, la ropa, el pelo, incluso los zapatos equivocados que no lo parecían tanto gracias a su forma de caminar. Y su voz, ronca, no muy grave, escondiendo una coqueta vulnerabilidad. Y la también coqueta timidez cubriendo a su vez el secreto que imaginaba en Alfredo. Por eso le quería, porque adivinaba que si ella escondía un secreto, él igualmente ocultaría otro y mantener vivo ese manto de medias verdades sostenía el equilibrio de su pareja. Y ahora la manera en que introducía sus dedos dentro de ella en primera clase; la película de Sandra Bullock empezando. Va a gritar, Alfredo prácticamente tiene su mano dentro de ella y la mueve como si los dos estuvieran entonando entre susurros una canción con mucha percusión. Se ríe encantada, sus carcajadas amortiguadas como un galope, y Alfredo la secunda. Debe de tener una erección y ella no sabe cómo mover sus manos debajo de su manta para estrecharla. Pasa una azafata mirando al frente y los dos se aquietan, Patricia observa una gota de sudor deslizarse por el cuello de Alfredo. Disfruta de la nuez, que es pronunciada y que ella siempre ha imaginado oscura, oculta semilla del mal bajo su piel blanca. Y arranca de inmediato el tren de pensamiento de alta velocidad: los dedos de Alfredo en su vagina, recorriéndola como si fuera un ascensor lleno de botones. Un tazón de gominolas de todos los colores, una selección de dim sum humeantes. La pasta de uno de sus raviolis rellenos, ese dedo haciendo círculos sobre el montoncito de harina que parecía una teta, una isla-teta. Un beso venía ahora, Alfredo se le acercaba, cubriéndola con su brazo libre y besándola con la misma fuerza con que apretaba sus yemas contra las paredes de su sexo. Ahora al fin, gracias al cambio de postura, podía alcanzar su erección. Se separaba del beso y arrancaba a reír y Alfredo le indicaba que bajara el tono de esa risa, se notaba demasiado que no era ni por la película ni mucho menos por viajar en primera clase. La azafata vuelve a pasar y de nuevo les ofrece más vino. «Sancerre, por favor, no podemos más con el Verdejo», solicita Alfredo impasible, y la azafata le dedica una sonrisa inédita en las costumbres y el carácter de las profesionales de su línea aérea. Para Alfredo nunca hay puertas cerradas. La mano se ha quedado quieta, Patricia tiene lágrimas en los ojos, saca una mano de debajo de la manta y levanta la ventanilla. Solo hay mar oscuro. Sandra Bullock está hablando con un hombre guapo y ojijunto, como todos los actores de las películas de Sandra Bullock y nunca tan guapo como Alfredo. La azafata llega con las bebidas solicitadas, se las sirve y se marcha sonriéndole una vez más a Alfredo como si ella fuera la única mujer capaz de percibir su belleza. Puta, piensa Patricia, que siempre opina lo mismo de ese tipo de mujeres y sus miradas. Pero entonces los dedos de Alfredo vuelven a la carga y toman, como quien quita una uva de su cepa, como quien sostiene un pendiente en el lóbulo, como quien atrapa una nuez entre sus dedos, su clítoris. Tiene que gritar y ahoga su voz y consigue apretar ella también los testículos gordos de su amor y los coloca sobre la parte interior de sus cuatro dedos, el pulgar libre para acariciarlos suavemente. Con un gesto hábil empuja firme el escroto y mira fijamente a Alfredo. Sus dedos están mojados, su entrepierna también, cae agua, crema, helado de vainilla derritiéndose a cucharadas. El líquido continúa cayendo sobre su mano, alrededor de sus muslos, y ella empieza a reír mucho mientras Sandra Bullock hace lo mismo en la pantalla del dvd de su asiento. Alfredo la besa en el oído, le acaricia el pelo por la nuca, deja correr sus dedos por sus muslos mojados y los aprieta en un gesto lleno de cariño y deseo. Comienza a moverlos otra vez con el empuje de un tren que va avanzando y retrocediendo y llegando muy adentro, deteniéndose a la mitad del camino, regresando a la estación y recogiendo algo más de ese líquido que resbala para volver luego a avanzar tras calentar sus máquinas. Hace que se corra y Patricia saborea cada minuto, todo es verde y azul en la cabina, como si los ojos de Alfredo y ella se convirtieran en techo, ventana, alfombra, admirándola y sonriendo, parpadeando y sonriendo, y ella estuviera en mitad del salón bailando con pasitos cortos, acariciándose la melena, mirándole, girando y girando. Alfredo saca su mano de debajo de la manta y se lleva los dedos hacia su cara, lentamente, dejándolos resbalar por debajo de su nariz para aspirar ese olor de ella, un código para su amor.

Patricia consigue entrar, conteniendo una risa floja, en el baño de primera clase. Pasa el pestillo, se mira en el espejo. Está despeinada, siempre está más o menos despeinada, le sienta bien, la boca muy roja, como si en vez de estar riendo se hubiera mordido los labios conteniendo el orgasmo. Los ojos alborotados. La barriga plana pero moviéndose a su aire, todavía agitada por el juego dactilar de Alfredo. Puede verse los muslos, esas piernas delgadas, contorneadas gracias a la hora de maratón diaria y a los paseos en bicicleta hasta Connecticut. Son totalmente visibles las manchas que ha dejado su orgasmo a mil pies de altura. Qué horror limpiarse con ese agua contaminada de los aviones. Descubre toallitas desmaquillantes que sirven también para lo suyo de ahora. Menos mal que en la línea aérea española se han puesto las pilas y hay colonias y perfumes de fabricación española, como Paco Rabanne Clásico, que era el perfume que Alfredo usaba antes de conocerla. Las piernas ya están limpias y se ajusta la falda. Siempre que viajan juntos Patricia opta por llevar falda para facilitar momentos como este, en que Alfredo prefiere los juegos de manos a una película de Sandra Bullock. Saca del bolsillo de la falda una braga nueva pulcramente doblada. Tras las piernas, ahora se limpia el sexo con las mismas toallas desmaquillantes. Escuece un poquito, pero no puede ponerse una braga sin usar en zona usada, se recuerda Patricia. A continuación hace otro agradable descubrimiento: hay crema hidratante de una marca que anuncia una modelo española desde hace décadas inamovible entre las tops nacionales. Cuántas cosas han cambiado en España, reconoce, y escucha otra frase que siempre acompaña a las descripciones que los medios suelen utilizar para presentar a Alfredo: «Uno de los ejemplos de lo mucho que se ha transformado la sociedad española en estos quince años.» Se aplica un poquito de la hidratante en el pubis, zona sensible, Alfredo pareciera haberla remodelado con los nudillos. Se mira en el espejo, empieza a recuperar su aspecto de señorita seria otra vez, de estudiante de primerísimas notas. Le duele el coño pero puede colocar bien la braga nueva, bajar la falda, alisar la frente, atusar el cabello rubio, pasarse los dedos por la cara y darle la forma correcta mientras mete su camiseta bajo la cinturilla de la falda.

Avanza inmaculada tras el orgasmo no tan silente, observando a medida que recorre el pasillo al resto de pasajeros. Lo saben, la escucharon, la acompañaron. Se ven tan ridículos juntos, los Casas sobre todo, el mismo bucle, los mismos labios medio abiertos mientras roncan, la hilerita de dientecitos inferiores. David le confesó que una vez, muy borrachos y con varias rayas, uno de los Casas se había dejado «oralizar» por él, como David llamaba al sexo oral, y que era realmente «súper divino aunque no recordara nada el día siguiente». El repostero Paquito, que también ronca y cuya barriga sube y baja, se ha dejado el libro de su amigo novelista abierto en la página dieciséis, mala publicidad para la intriga. Patricia decide rescatarlo, cerrarlo y colocarlo sobre las piernas del durmiente.

Se vuelve a sentar al lado de Alfredo. Él también ha ido al baño. Sonríe, mucho, la coge con los mismos dedos que han estado dentro de ella, los mismos que ha aspirado al pasárselos por la cara. Saca un trozo de la pastilla de su boca y se lo ofrece. Patricia lo rechaza. No quiere dormir.

– Después de un orgasmo así -afirma-, seguro que el sueño será una continuación de los efectos especiales.

Pero resulta lo contrario.

Recurre a los auriculares. Música clásica. No, barroca, con esos laúdes y el piano, ese cuyo nombre nunca recordaba. Sí, clavicordio. Buscó en la pantalla el título del disco: «Monteverdi, La coronación de Popea.» La recordaba, Música era una de sus materias favoritas en la selecta academia donde estudiaba en Viena, la ciudad en la que nació y en la que vivió hasta los quince años y el motivo por el cual dominaba el español y el alemán como lenguas maternas. El porqué nació y creció en Viena también formaba parte de esas explicaciones que, como lo peor de las pesadillas, aparecen y sobresaltan. No era este el momento de traerlo a su memoria, pero en su casa se veneraban las grandes damas del Imperio Romano. Las Popeas, Octavias y, desde luego, la importada Cleopatra. La abuela Graziella le decía: «Fueron las últimas mujeres a las que no les hicieron falta hombres para ser ellas mismas. ¡Cuánto hemos retrocedido, Patricia!» Se sobresaltó, era como si estuviera sentada detrás de ella en el avión, Grandma Graziella. La música de la ópera de Monteverdi continuaba. Popea fue la emperatriz de Nerón, pero conseguirlo fue todo un esfuerzo: antes de convertirse en la señora de Nerón estuvo casada con Otón, un hombre muy celoso, soldado insigne pero completamente inferior ante Nerón. Y este, a su vez, estaba casado con Octavia. La ópera de Monteverdi, su última obra, por cierto, narraba las intrigas de Popea por ascender hasta lograr el rango de Emperatriz.

«A Patricia siempre le han atraído las artes, todas, es incontrolable. Ve un ballet y lo sabe todo sobre él. Ve un cuadro y averigua cada detalle, ve una colección de ropa y se aprende de memoria todo sobre el diseñador», decía también su abuela, que siempre le regaló prendas, tanto de ropa como de halagos. Sí, era cierto, siempre sabía de más. Tanto como para nunca poder destacar en ninguna de las disciplinas que le apasionaban.

Se fustigaba, siempre pasaba cuando permanecía mucho tiempo en silencio sin hacer nada. No es que hubiera tenido oportunidades, es que era muy buena en todo lo que le llamaba la atención. Diseñó ropa, no concluyó estudios de arquitectura, ambientó locales, inventó bailes y movimientos nocturnos, llegó a ser reconocida como mujer marcatendencias, incluso frecuentó el plató de un conocido programa de humor de medianoche. Fue tantas cosas en Barcelona. Y al final sabía que no era nada si no estaba al lado de ese alguien que de verdad tuviera un talento. Alfredo fue ese alguien. «Pero yo me he enamorado de la mujer de la que todos hablan en Barcelona», le decía, es verdad, al principio. Sin embargo, ella tuvo de nuevo un impulso, como si una mano le ciñera el estómago y le hiciera dar vueltas a su mundo. Organizar esta pareja, los bellos Patricia y Alfredo, iba a ser su mejor negocio, perdón, su mejor logro.

Era como Popea, una mujer inteligente obligada a convertirse en arribista para adquirir más que dinero, independencia, pero siempre a través de un hombre, un amor y su traición. «Sí, Patricia, todo amor viene acompañado de una traición», también le decía Grandma Graziella. Pero no, debería responderle en ese avión de gente dormida. Ella y Alfredo habían conseguido un sueño. Jóvenes, ricos, sin herencia y sin hijos. Ricos y reconocidos por su trabajo. «No te fíes -seguía diciendo la vieja moviendo su dedo índice en círculos-. No te fíes, Patricia querida. Todo amor está perseguido por una traición. Y todo éxito por un abismo.»

Come ti amo, la declaración de Popea a Nerón al final de la ópera, cuando todo ha sido destruido y recolocado, llegaba minutos antes de que empezaran a servir el desayuno y despertar a los durmientes. «Por ti amo y por ti vivo, por ti aventuro y por ti viajo, por ti pongo mi vida y la convierto en tesoro.»

Abrió la ventanilla. Alfredo entornó un ojo y ella le plantó un beso.

– ¿Qué estás escuchando? -preguntó con la voz pastosa.

– Una historia de amor como la nuestra.

– ¿Lassie y Flipper? -dijo. Ella se rió y volvió a colocarse los auriculares. El cielo se despejaba y el verde inglés aparecía como un manto. La campiña se pobló de castillos y autopistas y trenes que se movían a toda velocidad. La música le parecía augurar algo brillante, maravilloso, plácido. Un mundo nuevo dentro de lo anciano y reconocido. Sintió el olor de la ciudad mezclándose con los violines que trepaban por entre las palabras cantadas de Popea. No había dormido, tendría un jet lag terrible, pero se sentía feliz. Alfredo la besó y tomó el auricular derecho y, muy cerca, muy próximo a ella, terminaron de escuchar la declaración de Popea al enamorado Nerón. Patricia pensó que eran ellos los que llegaban a Roma, la Roma moderna, la de la esperanza, la libra esterlina y el Puente de Londres.

CAPÍTULO 3

EN LO ALTO DE LA TORRE GHERKIN

– La magia del cóctel consiste en hacerte sentir hombre y creativo. No hay más que eso. -Alfredo apartaba el mechón de pelo de su frente y sonreía como solo él podía a casi doscientas personas sentadas y absortas ante él: chinos, japoneses, escandinavos… Una audiencia muy de Londres en un decorado exquisito: la cafetería exclusiva de la torre Swiss Re, el edificio emblemático de Norman Foster en el corazón de la City que sus habitantes rebautizaron como Gherkin, en alusión a su forma de pepino-cohete espacial.

La larga mesa ante la que exponía su arte iluminada desde abajo, con un blanco que iba haciéndose azul a medida que atardecía. Alfredo mantenía la palma de su mano sobre su frente para sujetar con firmeza su pelo y continuar hechizando al personal.

– Una mañana en Buenos Aires, descubrí que los chicos llevaban a sus novias a comer sushi porque explicarles el pescado que iban a comer, cómo introducirlo en la soja, cómo envolverlo con una pizquita de wasabe, facilitaba un lenguaje erótico que dejaba entrever el ritual que ellos mismos estaban deseando realizar. -La audiencia rio, los otros cocineros españoles miraban a Alfredo con la sana envidia española, azuzada sin duda por la fluidez con la que este se desenvolvía en inglés. Patricia, que observaba desde su estratégico rincón, recordó la frase atribuida a Jesús de Polanco: «Un español es una persona que se pasa toda su vida aprendiendo inglés.»

Alfredo sabía conservar la atención de la audiencia, respetar su respiración, encontrar sus carcajadas y entender el aplauso. Sorbió un poco de agua, volvió a apartar el mechón y convirtió su sonrisa en una nueva cascada de frases.

– Comer es siempre algo erótico. Nosotros, los cocineros, debemos llevar hacia cada plato una porción de nuestras fantasías. Todas las cocinas, todas las culturas gastronómicas, contienen un ingrediente explosivo, poderosamente lascivo. Y, entonces, la coctelera, ese mecanismo masculino que te convierte en creador -matizó Alfredo, buscando a Patricia entre los asistentes a su intervención en la Mix Mixers Global Reunión-, se manifiesta como nuestro cuerno de la abundancia. Hay que verla como si fuera un vientre, sí, un vientre, un recipiente materno que podemos asir con nuestras manos, manejarlo y batirlo pensando siempre, siempre, en el amor. Y, al igual que al crear un bocado, el verdadero éxito será ver a esa conquista, a esa fascinada persona del sexo opuesto, llevándose a la boca un trozo de ti que jamás, nunca volverá.

Patricia escuchó el aplauso atronador recostada en una columna situada a la izquierda dentro del impresionante espacio circular, en lo más alto de la torre. Se colocaba siempre a la izquierda para que Alfredo no la viera, pero ella sí pudiera observar cómo sus ojos la buscaban entre los asistentes. Él siempre disfrutaba con ese discurso tan macho de los bocados y los tragos y las pobres argentinas comiendo pescado crudo, pero ella pensaba que usarlo allí, en Londres, y además ante un público que venía a escuchar al Innombrable, que recubre sus apariciones de visiones cósmicas y prácticamente termina vaticinando el futuro, podía suponerles un tito en la culata. Ahora, al oír el interminable aplauso, Patricia aceptaba su equivocación: la intervención de Alfredo era un éxito. La Mix Mixers Global Reunion, el pasaporte necesario para adentrarse en Londres. Los hermanos Casas miraban a Alfredo con evidente recelo. No le extrañaba, su intervención no estaba prevista en la conferencia y fue el cúmulo de emociones que Alfredo y ella despiertan como pareja lo que les consiguió el hueco para participar. Ellos, tan aficionados a ponerles motes a todos sus colegas, pronto escucharán el que se baraja para su unión imbatible: más que «los bellos Patricia y Alfredo» eran, en realidad, «Los Infalibles Bellos».

Todo ocurrió de manera aparentemente accidental: el principal organizador de la reunión acudió a Screams, el restaurante de Alfredo en Nueva York así llamado porque significaba en inglés «gritos», en contraposición a los Murmullos del Innombrable y del tenor mexicano que era su socio, y fue Patricia quien hábilmente le atendió y, en la conversación que mantuvieron, le recordó los inicios de Alfredo como coctelero y su habilidad para contar exquisitas anécdotas de esa etapa. Poco después, el organizador se puso en contacto con ellos contándoles en su correo que tenían prevista una conferencia sobre la importancia del cóctel en la nueva comida del siglo XXI, y entonces Patricia obligó a Alfredo a escribir un artículo sobre los cócteles más sociales para un diario español, tan divertido y sincero que el New York Times lo tradujo para su mítico dominical dentro de un suplemento dedicado al fenómeno español que bautizaron como «Spanish Renaissance» o Renacimiento español. Ambos recortes, gentilmente enviados por Patricia, llegaron, por supuesto, a manos del organizador, y gracias a eso Alfredo Raventós fue uno de los nombres mencionados en la crónica del Time Out, el semanario-biblia de todo lo que se cuece en Londres, acerca de esta reunión global de nuevos cocteleros. El golpe final fue sin duda su propia aparición: vestido con un pantalón pitillo negro y americana deconstruida pero estrecha y, debajo, la camiseta antracita con cuello en uve que alargaba su ya de por sí pronunciado cuello y descubría la nuez, prominente, masculina. Luego venía el mechón, el marrón-verde sin fondo de los ojos, la sonrisa, los dedos de manicura impecable y los zapatos, que Patricia había conseguido esta vez que fueran negros, de cordones e ingleses.

Alfredo vertía un líquido blanquecino sobre unas rebanadas de corvina australiana que había pedido a unos ex surfistas que conoce de otros congresos. Un clásico de su cocina: cóctel de melón blanco y vodka sueco sobre sushi de corvina australiana con arroz de grano muy grande, cortado en dos y prensado con un alga previamente pasada por un platito rebosante de menta líquida. Otra de las reglas de oro de Alfredo: para que un plato triunfe en grandes metrópolis debe sonar cosmopolita. Los americanos, como los ingleses, siempre han comido mal, la historia bien lo sabe, y adoran lo rebuscado. Lo cosmopolita es una forma de globalizar: corvina de un sitio, menta de otro, vodka si es posible más bien de peruanos con antecedentes finlandeses que simplemente ruso.

– Tan brillante, Alfredo, se supone que preparará cócteles y en realidad deleita con un aperitivo -comenta el hermano feo de los Casas, y Patricia también le ofrece un cálido beso.

– Alfredo es como los ministros de Exteriores socialistas, impredecible -suelta, riéndose de sí misma. Sabe, y muy bien, que los dos hermanos Casas son bastante nacionalistas y de derechas. Adorarán su comentario y la dejarán sola y ella podrá volver a otra de sus habilidades: mezclarse, fundirse con los sitios que considera bellos. Como el Gherkin, un cohete de vidrio con tendencia al violeta, contenido su vuelo por poderosas equis de hierro contra el suelo de la City en Londres. Y esta privilegiada punta del misil en donde ella ahora consigue apoyarse en la curva izquierda del círculo, le ofrece la quietud única, insuperable, del interior de un templo suspendido en lo altísimo de una torre.

Va vestida con una falda tubo de falso negro, que llega a un milímetro por encima de sus rodillas. Cubre su torso una blusa de mangas muy anchas con puño muy ceñido y de un tono aparentemente similar que, al moverse, ofrece unos destellos rosados, tenues pero firmes. La diseñó ella misma cuando aspiraba a ser diseñadora y resulta espectacular para ocasiones como esta, con el cabello recogido bien alto y ningún pelo resbalándole por la cara, un poco de azul en las pestañas, jamás en la sombra de ojos, y rojo en los labios que casa ideal con el rubio de su cabello. Tippi Hedren, rubia Hitchcock, el máximo de elegancia y feminidad para Patricia. Los zapatos, esta vez sandalias porque la noche será caliente, con mucho, mucho tacón y manicura y pedicura con el mismo color de ese azul oscurísimo que envuelve todo el conjunto. Recuerda que Alfredo, que se deleitaba viéndola «arreglarse», como dice ella misma, le advirtió de que el esmalte podía quedar «demasiado dos mil». ¿Qué más da? La mayoría de las personas que frecuentan no saben determinar una década por el tono de una pedicura. Patricia se mira ahora en los cristales y en los ojos de las mujeres presentes y las diversas pupilas que la reflejan le confirman que sus looks son auténticas declaraciones. Está en Londres, en la torre emblemática de Foster, y ella se ve como una baronesa espacial con pasado de pin up.

Llega a la pared de vidrio y coloca la mano libre en el cristal. Frío, húmedo, como el cuchillo japonés que Alfredo jamás le permite meter en el lavavajillas. Le gusta la manera en que los trozos de cristal están unidos por grandes botones de acero, como una bóveda del renacimiento enteramente de vidrio. Aún no es de noche, en Europa el verano hace que las seis se prolonguen hasta las siete o las ocho. Desde esa altura puede ver la otra cúpula, la de la catedral de San Pablo al principio del enjambre de calles, rascacielos y grandes construcciones que caracterizan la City. El brillo del Támesis dirigiendo su mirada hacia el Puente de Londres y un enjambre de andamios cubriendo alguna nueva torre.

Hay una iglesia al pie de la monumental torre. De piedra, un pequeño jardín al frente y el rosetón proyectando ráfagas de luz sobre la hierba desde el interior. La ubicación de esta iglesia, a los pies del rascacielos, le recuerda a la iglesia Episcopal de Saint Paul, durante años oscurecida por las Torres Gemelas en Manhattan. Siempre le pareció un gesto romántico de la propia ciudad la convivencia de las inmensas torres con un edificio del siglo XVIII cuyo jardín hacía las veces de cementerio. Tras la debacle del año 2001, la iglesia es la única superviviente. Alfredo y ella llegaron a verla cubierta aún por las cenizas del 11 de septiembre. Le asusta la cercanía de las fechas. Han pasado siete años y le crispa mucho más. Los años no pasan, van tejiendo cosas invisibles, protecciones o rampas que crecen encima de nosotros. Como esa bóveda acristalada en la que ahora observa la vibrante City difuminándose en una serie de edificios que mezclan estilos, ciudades, Roma y Hollywood, Nuevo Gótico e Imperio. Catedrales de poder, sobrios templos de codicia. Sorbe otro poco de su champagne, escucha la voz de Alfredo hablando sobre un martini vertido encima de un flan transparente, y empieza a ver a gente arremolinarse debajo del edificio. Crecen, en número, en gestos, en desafío, pueblan una de las calles y terminan rodeando los muros de la iglesia. Gritan algo que la voz de Alfredo le impide escuchar. Parecieran señalarla, por eso se aleja del cristal unos pasos y tropieza con otra mujer, muy cerca de ella, que avanzaba hacia los cristales.

– Son empleados de un banco, creo -dice con un acento muy londinense, siempre observando la calle-. He oído que un banco importante de Nueva York ha cerrado.

– ¿Cerrado? -pregunta Patricia.

– Para siempre, algo muy grave, al parecer.

La multitud ruge y la intervención se interrumpe fulminante. Muchos de los asistentes dejan sus asientos para acercarse a las ventanas. Patricia se gira para localizar a Alfredo, que se entretiene recogiendo su equipo de presentación. Primer estrépito, están lanzando piedras contra las ventanas, no se quebrarán, son de tecnología súper avanzada. Primer ulular de sirenas y sus luces giran dentro de la bóveda, el tornasol en las mangas de la blusa de Patricia adquiere un tono verde sirena de policía.

– ¿Qué está pasando, por qué estás siempre tan cerca del peligro? -Es Alfredo, tomándola del brazo.

– Un banco de Nueva York ha colapsado -alcanza a decir. Los manifestantes parecen señalarla, hacerle gestos, pedirle que rompa uno de los cristales y ofrecerles, desde su altura, desde su privilegio, algo de ayuda. Se abren las puertas del recinto y aparecen varios policías ingleses y una mujer muy atribulada. Deben desalojar el espacio, los hermanos Casas se quedan delante del micrófono con la boca abierta y sin palabras. La manifestación ha crecido sin control. Llega prácticamente al principio de la City. Un banco americano y su filial inglesa acaban de suspender toda actividad. Escuchan el nombre: Lehman Brothers. Alfredo mira a Patricia. El banco de los inversores, el banco de todo el mundo que conocen o creen conocer. Habían advertido algo grave, complicado, nunca un colapso. Una sucesión de mujeres tan exquisitamente vestidas como Patricia se abalanzan sobre sus bolsos enormes y extraen móviles de todo tipo, algunos adornados con piedras preciosas. Sus uñas larguísimas pulsan teclas y sus labios pintados arrojan rápido mensajes de voz. Alfredo presencia todo con la misma boca abierta que los Casas y Patricia se la cierra. Después, vuelve a concentrarse en la manifestación, están desplegando una inmensa pancarta, letras rojas recién pintadas:

«First Bear Stearns, now the Damned Brothers. The end of the world has just begun». Es cierto, el fin del mundo acaba de empezar. Patricia comprueba su reloj. Es día 15, 15 de septiembre de 2008. En su vida, todas las cosas terribles suceden en septiembre.

– Estoy hablando con los inversores -le dice Alfredo, su móvil en la mano-. Lehman Brothers se acabó. Acumuló tantas pérdidas por los títulos respaldados por las hipotecas que ya no tiene valor en Bolsa. -Patricia lo miraba fijamente. No recordaba que Alfredo tuviera ese léxico tan financiero-. Los inversores dicen que no debemos preocuparnos, han conseguido mover todo el dinero.

– ¿Dónde, dónde puede moverse todo el dinero cuando un banco como ese cierra, Alfredo?

– En Nueva York la calle está igual -responde él, evidentemente sin haberla escuchado. Patricia acepta el despiste, la pregunta en realidad se la ha hecho a sí misma. Cuando un banco cierra, del mismo modo que cuando una dictadura cae, muchas cosas se habrán maquillado, arreglado para que unos cuantos de sus privilegiados no queden completamente en la ruina o expuestos a sacrificios públicos. Ni el dinero ni el poder desaparecen de un día para otro. Cambian de sitio, pero no se evaporan.

– No me estás escuchando -le reclama, Alfredo-. Centenares de brokers sin empleo deambulan por las calles con cajas de cartón llenas con sus ordenadores y los retratos de sus hijos.

– El fin de una era -dice Patricia.

– Y tú y yo lo observamos desde el cielo -subraya Alfredo.

Cuando las Torres se desmoronaron, también en septiembre pero siete años antes, ella estaba en el salón de la que luego sería su casa de Manhattan, escuchaba a gente gritar en las casas vecinas, decían, clamaban que había que ir hasta allí, incluso para presenciar la Historia en directo. Ella no, ella…, ella… pensaba que lo que contemplaba tenía una belleza nueva, apocalíptica e inédita, que nunca podría definir ni mucho menos pronunciar como tal. Imágenes de aquella tragedia quedaron para siempre erradicadas de la Historia. La gente lanzándose al vacío, las cámaras de televisión siguiendo su caída paralela a las exquisitas líneas de la arquitectura de los edificios. Los gritos de quienes observaban el horror. El derrumbe de la primera torre convirtiéndose velozmente en una nube suspendida entre el suelo y el cielo de Nueva York. Era imposible convertir eso en belleza y, sin embargo, en su cerebro la idea iba abriéndose sitio. Un compositor llegó a declararlo públicamente y el ostracismo se cernió sobre él hasta convertir su obituario en un pie de página risible. Por eso jamás se permitió siquiera reconocerse a sí misma que había atisbado un tipo de belleza cruel, devastadora como su propia devastación, en ese instante de muerte, terror, caos. Nunca se permitió visitar la llamada Zona Cero, llegó a referirse públicamente a quienes lo hacían como buitres, y aun así, en el trastero de su memoria, persistía ese momento de soledad delante del televisor que escupía la debacle. Un algo de belleza donde menos lo esperas.

Pero ahora, este 15 de septiembre, recién llegada a Londres, siete años más vieja que en 2001, le parecía sentir esa exacta visita de lo absurdo creando sombras, monstruos delante de sus ojos que, lejos de asustarla, terminaban por fascinarla.

CAPÍTULO 4

EL VALS

Fernando, el Casas que fuera novio oficial, tomó la palabra ante el micrófono:

– No podemos negar lo evidente, algo malo está pasando allí afuera. Pero estamos aquí reunidos para hablar de un tema muy importante para nuestro país, España. Nuestra cocina es hoy en día la mejor embajadora del país en que nos hemos convertido más allá del tópico de la andaluza, el matador, las piernas de jamón colgando en los bares de nuestras avenidas. Somos los responsables del cambio en la comida en este continente y también en América, que como algunos sabrán descubrimos para el resto del mundo.

Alfredo empezó a reír y a dar golpecitos a Patricia en las costillas, la señal que compartían cuando uno llamaba la atención sobre algo para el otro. Miguel sacaba figuritas típicas del folclore español de una maleta y las colocaba encima de la mesa de oradores. La muñeca de la andaluza vestida con traje de cola y las manos jugando con el aire, el toro con las banderillas puestas, una tortilla de patatas, una foto de Nadal mordiendo la copa de su segundo Wimbledon. La gente se reía, los ingleses se ríen como las risas enlatadas de los programas de humor y el hermano Casas se prestaba a seguir colocando referencias typical spanish en la mesa: castañuelas, una guitarra y un sombrero cordobés, un plato de jamón. Alfredo inició el aplauso que siguieron otros, incluso los policías que habían subido hasta lo alto de la torre.

Los hermanos Casas continuaban colocando figuras, una camiseta del Barça, la foto de un presentador de la televisión besándose con su esposo en un matrimonio gay. «Nos negamos a que nos sigáis viendo como machos ibéricos sin sensibilidad ni capacidad para la tolerancia.» Alfredo ya estaba de nuevo de pie, observando su actuación, en primera fila y cerca de ellos, y entonces Fernando, el más guapo de los hermanos, se le acercó y, con todo lo que ellos sabían que conllevaba, le plantó un sonoro beso en los labios.

Podían ver los helicópteros sobrevolar la zona, suspendidos, al lado, deseando que la manifestación se diluyera con el atardecer. Patricia creyó ver algún soldado señalándolos, los Casas besando a Alfredo, todos divertidos, eufóricos, testosterónicos ante los aplausos y las risas enlatadas del público. Alfredo tomó una foto del póster del evento donde aparecía el Innombrable y la colocó entre la foto de Nadal y la tortilla y el aplauso creció al tiempo que el propio Innombrable entraba en el recinto y los rusos y chinos presentes comenzaban a sacar sus cámaras digitales. Sucedía todo tan deprisa… Las risas, la manifestación, el miedo a que tus ahorros se evaporaran y la aventura londinense fuera de verdad cocinar tortillas en una esquina del Covent Garden. Detrás del Innombrable venía el ministro de Nuevas Tecnologías español, Patricia lo reconoció porque había tenido un cargo en la ONU en Nueva York y generalmente acudía a Screams y Alfredo luego se quejaba de que le apretaba los hombros con esa «fuerza rara de los gays, como si pareciera que fueran a dislocártelos».

Patricia seguía mirando hacia la aglomeración. Se podía escuchar perfectamente cómo les gritaban: «Escapad de vuestra realidad. La fiesta ha terminado. Es el fin del consumo.» Patricia vio una mujer como ella, que la miraba y parecía decirle: «Bajar, bajar con nosotros.» Una princesa marroquí, una súper modelo embutida en un conjunto negro de pies a cabeza y una actriz americana entraban al recinto, ofuscadas tras haberse mezclado con los manifestantes de la calle. La actriz se notaba más afectada que las demás por lo que habría visto y oído, mientras que la princesa abría mucho los ojos como siempre hacía en los retratos que de ella aparecían en las revistas. La Modelo, entretanto, inclinaba la cabeza y buscaba la manera de sentarse. Patricia se acercó para indicarle un asiento vacío. La Modelo lo agradeció con un susurrante thanks dirigido a sus sandalias. Su cara ascendió por su cuerpo y sus ojos se encontraron. «Nice ensemble, you girl», le dijo una voz de niña saturada de nicotina. Patricia la besó en ambas mejillas. «Mi novio -inició Patricia- es el último de la fila de conferenciantes.» La Modelo se apoyó en el antebrazo de Patricia, sus ojos recorrieron la fila de hombres, por encima del ruido, de los flashes, la top distinguió a Alfredo. «Oh, girl, you really have taste», y Patricia echó la cabeza hacia atrás, riendo y mirando hacia Alfredo y brillando de orgullo. La Modelo respondió con una deliciosa cascada de risa, dientes y aire de lavanda. Extrajo un botecito de su inmenso bolso negro, un inhalador, y disparó su contenido transparente directo al fondo de su garganta. Se lo ofreció a Patricia que, divertida, abrió su boca. La Modelo disparó. Patricia sintió como unas perlitas, una gravilla suave y exquisita deslizándosele dentro. Vio a la princesa con los ojos cada vez más abiertos, y a la actriz disparando fotos desde su móvil hacia los manifestantes. El Innombrable se aproximó al micrófono, no sin dejar de señalar el festín expuesto ante sus ojos en la mesa de los conferenciantes. La gente siguió con aquella risa. Todo les daba risa. Y detrás, allí abajo, los gritos de los manifestantes.

– Somos una fiesta en el momento equivocado -habló el Innombrable batallando con su leve pero imprevisible tartamudeo-. ¿Qué más puedo decirles? Que si hoy es el fin del mundo, Londres sea entonces la fiesta. La última fiesta. La vida es una fiesta y fiesta es comer. Incluso en las peores etapas de la humanidad, un plato de comida ha significado paz, esperanza y confianza en la vida.

Como si fuera un vals, Patricia y la Modelo avanzaron dentro del salón de baile siguiendo la melodía de A Woman in Love, de Frankie Laine. «Tus ojos dicen que eres una mujer enamorada», los helicópteros se alejaban. La bóveda parecía más alta, más violeta, sentía que bailaba dentro de un templo. También bailaban en su garganta las partículas de whatever que había en el dispensador de la Modelo. Le crecía en la garganta y ascendía por detrás de sus orejas. La habían drogado. Y escuchaba a la Modelo decírselo. «Me gusta estar con una mujer como tú mientras la droga me sube por la cabeza.»

Patricia abría sus ojos, nunca tanto como la princesa, y dejaba que la canción hablara por ella: «Tus ojos son los ojos de una mujer enamorada, y aun así cómo podría darte la señal de que eres tú de quien estoy enamorado.» Alfredo la observaba, desde atrás, muy atrás, rodeado de los cocineros españoles que también la observaban, sus ojitos demasiados juntos y cejas superpobladas. La envidiaban, la deseaban, les entusiasmaba su despliegue de feminidad al lado de otra mujer y delante del Innombrable, que se frotaba los labios. Era Londres, era el colapso, era lo que quiera que fuera que guardaba la Modelo en su inhalador. La última fiesta. La canción iba terminando y los cocineros, cada vez más en torno a Alfredo, se disponían a aplaudir y ella sentía su ropa más pesada por los hilos de sudor. Estaba causando un escándalo, probablemente humillando a Alfredo. O, secretamente, lubricándole para que él hiciera lo mismo con la princesa en la siguiente canción. La canción jamás terminaba. Daban vueltas, otra vuelta, cada ventanal convirtiéndose en un ojo divino para Patricia. Un ojo divino fotografiándola en esta última cena.

– Estás borracha, me encanta -declaró la Modelo.

– Nos miran. Y mucho -confesó Patricia.

– Porque ninguna de las dos tenemos celulitis.

Entonces se partieron de risa. Patricia miró profundamente en los ojos de su compañera. Pero ¿qué coño había en ese inhalador de la Modelo que podía pensar en tantas cosas a la vez y seguir un ritmo endiablado? Más que cocaína, seguro. A lo mejor había Viagra muy cortada.

– Patricia, quiero presentarte a… -era la voz de Alfredo y ella, Patricia, el cuerpo más ágil, la melena más rubia, continuaba bailando al lado de la Modelo-, Patricia, por favor, para un segundo, hay gente que creo que es importante que conozcamos.

Patricia se detuvo, peligroso instante, la cabeza le daba vueltas. Sabía con quién hablaba Alfredo, Lucía Higgins Hoz, la Ex todo, como la llamaban Alfredo y ella. Ex cónsul española en Nueva York, ex cónsul más joven de la diplomacia española en Caracas, ex esposa del empresario mallorquín de apellido irlandés, a su vez ex miembro del Partido Socialista mallorquín y ahora extraño tránsfuga… Ay, era agotador. Todos esos españoles que conocía de Nueva York siempre estaban metidos en un lío de dinero, cargos y ex titularidades.

– Patricia, hija, no se puede estar más mona. Y haciendo amistades con esa velocidad tuya -proclamó la Higgins. Estaba más gorda, pensó Patricia, sonriéndole.

– ¿Quién es esa tía? -lanzó Alfredo, en relación a la Modelo, que igual de mareada que Patricia hablaba con los Casas como si estuviera en un barco en movimiento.

– La próxima Kate Moss, Alfredo. Es un lujo que esté aquí, todo el mundo la quiere tener en sus fiestas -informó ipso facto Lucía Higgins.

– Londres debe de estar lleno de futuras Kate Moss -sentenció Alfredo.

– Imagino que os habrá llamado Marrero, ¿no? -continuó Lucía.

Patricia detuvo todo pensamiento y acción. Alfredo manifestó igual tensión en todo su cuerpo.

– No podemos escapar de él, ¿o sí? -dijo, imitando el hábito de Lucía de terminar todas sus frases con una preguntita.

– Dice que no nos preocupemos. Que esto es solo la punta del iceberg, pero que un Titanic solo pasa cada cien años y que en el fondo trae mucha suerte ser testigos y partícipes de un momento histórico, ¿no?

Alfredo se sujetó a Patricia, miraron los dos hacia el suelo para hacerle entender a Lucía que la conversación terminaba.

– Estoy segura de que nos vamos a ver muchas veces en Londres, ¿a que sí, parejita?

Al verla alejarse, Patricia sintió ganas de retomar el baile con la Modelo.

– No me dejes solo, Patricia -advirtió Alfredo.

– Tú sabes todo lo de la cuenta en Aruba -iba a decir «¿verdad?», pero no quería sonar como la recién despachada Lucía-. ¿Sabes que tengo una cuenta en Aruba?

– A instancias de Marrero. Sí, lo sé.

– ¿Y qué más sabes?

– Que estoy hecho para perdonarte -contestó, naturalmente, como si ninguna de sus palabras tuviera importancia-. Está bien el jueguecito con la Modelo, todo el mundo nos mira, pero ya está bien.

– ¿Esta noche decides tú cuándo está bien?

Alfredo tardó en responder. Patricia enfilaba hacia la Modelo.

En la calle no había nadie. Ni un solo manifestante, tan solo una mujer recogiendo periódicos viejos y apartando dos o tres pancartas abandonadas. La Modelo caminaba deprisa, le hablaba y extraía el inhalador de su bolso y apretaba su contenido en sus gargantas, de repente compartiendo un beso por el que viajaba el gas cargado de estimulantes. Patricia volvió su vista hacia el rascacielos donde dejaba abandonado a Alfredo su primera noche en Londres.

Entraron en el coche con chófer. Y Patricia se percató de cómo este se desplazaba por las serpenteantes calles de la City. Serpenteantes como las ambiciones de quienes las recorrían, serpenteantes como las cuevas que debían ocultar debajo de sus superficies, serpenteantes como sus propias ideas, como los movimientos de los dedos de impecable manicura de la Modelo sobre sus piernas, su cuello, la nuca, detrás de sus orejas. Sabía que la Modelo descendería y haría lo mismo que Alfredo en el avión, pero mejor mientras ella abría los ojos y veía el cielo de Londres, la piedra sólida y bruta de las grandes fachadas de los bancos, todo vacío, silencioso, quieto, mientras su ombligo parecía estallar ante cada empuje de la lengua que ahora la recorría.

CAPÍTULO 5

CONTEMPLARÁS LAS RUINAS DE LA NUEVA ROMA

Una cosa que Patricia entendió de los londinenses es que, al igual que los habitantes de Manhattan, engullían letras en las palabras para hablar de una manera característica. Por ejemplo, los de Manhattan no dicen jamás «Hudson Avenue», sino «Haoudson Anue». Y los ingleses, como la Modelo, no dicen «colourless colour» sino «coules colou». Los urbanitas tienen ese defecto, convertir el idioma en algo tan propio que sin desear cambiar sus leyes gramaticales, transforman las palabras en algo que suene a pavimento, luces, impermeables con o sin lluvia. La Modelo se expresaba de esa manera, creando una sensación de subtitulación continua. Puede llegar a ser tierno, pensó Patricia, la putada es que cuando eres extranjero no genera la misma simpatía. Suenas mal, imitador antes que original.

Los acentos son muy importantes para Patricia. Distinguen. Son muy importantes también para los ingleses, llevan pasándose la vida desde que dejaron de ser colonia romana observando y subrayando el origen y originalidad de sus acentos. Era lógico, muy lógico, que aprovechara el tiempo que pasaba junto a la Modelo para perder su cabeza en estas cosas.

Estaba desnuda. La Modelo delante de ella también desnuda a excepción de la cámara fotográfica con que la apuntaba y el sonido de los flashes saltando, pop, pop, pop.

– ¿También eres fotógrafa?

– Nunca sabes cuándo se acaba lo de modelar -respondió la Modelo, fotografiando sin dejar de posar. Patricia observó que en ningún centímetro de su piel había vello. Completamente depilada, como si fuera el maniquí de una tienda de ropa.

– No tengo talento, ninguno, un cero total. Pero la energía de esta ciudad, sabes, te hace pensar que siendo joven tendrás todo, derecho a todo, derecho incluso a tener talento. ¿No lo habías oído antes? -Hablaba deprisa, tragándose todas las letras posibles. Bostezaba, la miraba, la estudiaba, estaba bastante colocada-. ¿Quieres… hablar? ¿Verme? Tocarme -ordenó, alejándose y acercándose como si estuviera en una pasarela.

– Quiero irme -respondió Patricia sintiendo que cada una de sus respuestas la hacían a cada minuto más hispana, y eso la molestaba bastante, porque su cara, su cuerpo y su pelo no tenían un ápice de latino.

– ¿Por qué sabes tanto de tantas cosas diferentes? -preguntó la Modelo.

Habrían estado hablando, no recordaba bien, pero había muchos libros alrededor, abiertos en páginas. El inhalador de la fiesta descansaba casi vacío sobre una de las hojas abiertas.

– Porque quise ser todas esas cosas diferentes -admitió Patricia-. Quise ser arquitecta y música y fotógrafa y dj.

– ¿Y qué eres?

– Socia de mi novio en sus restaurantes. Imagino la decoración, selecciono la vajilla, preparo cada noche en mi iPod la música que sonará en el restaurante.

– ¿Por qué no insistes en ser dj? Ahora están muy de moda los que han vivido más de una década de música -añadió sin malicia ninguna la Modelo. Patricia se rió.

– Me gusta poner canciones de Anna Domino.

– Nunca he oído nada de ella.

– Fue una innovadora de los primeros ochenta. Copiaba mucho a Japan, en realidad todo el mundo copia a Japan y a Bauhaus, hasta en nuestros días.

– ¿Y siempre te escapas de tu novio con esta facilidad?

– Me drogaste.

La Modelo la abrazó y cubrió de largos, enamorados besos. Besos de modelo, al fin y al cabo, que tienen el sonido de la cámara disparando detrás.

– Me habría gustado que tú y yo fuéramos un escándalo. Y hacerme conocida en Londres -se sinceró Patricia en español, sabiendo que, si no hablaba en inglés, la Modelo no podría entenderla-. Pero no puedo hacerme muy conocida, estropearía mis planes. En la vida tienes que escoger entre ser rica o famosa. Rica es siempre mejor que famosa.

– Hablas muy deprisa, lo único que sé decir en español es «un poco de hielo, por favor». En España todas las bebidas están calientes -dijo la Modelo. Patricia se rió.

– Es lo que dicen de aquí -aceptó contestarle en inglés.

– A lo mejor no me entiendes bien porque hablo muy mal -agregó la Modelo-, estuve en un reality el verano pasado, casi iba a ganar pero me echaron la penúltima semana porque al final subtitulaban todas mis apariciones.

– ¿Subtitulaban?

– Sí, yo decía, «Estoy hasta el cono de todos vosotros» y subtitulaban todo menos el insulto. -La Modelo se reía. Volvieron a besarse, a separarse, a bailar un poco lo que salía por el iPod. De pronto empezaba «Here she comes», la versión de George Michael para un disco que no tuvo ninguna repercusión. Patricia se sintió perderse en recuerdos, bailando con Alfredo una nochevieja durante algún año de la década del dos mil, cuando parecían acumular triunfos como zapatos.

– No puedes ser rica y famosa, ni siquiera con un gran talento, ni siquiera con un golpe de suerte. Cuando envejeces, tienes que escoger -retomó Patricia sus reflexiones en español-. Tu droga me hace hablar más que pensar.

– Estás hablando en español, no entiendo nada de lo que dices -corrigió la Modelo.

– De repente tengo tanto que ocultar y explicarme al mismo tiempo -continuó Patricia, sin cambiar de idioma. Le parecía que a la Modelo le sonaría más masculina hablándole en castellano-, llegar a una ciudad nueva y montar el pitote puede ser una buena idea pero -jugaba con los cabellos de la Modelo- puede no ser nada, ni siquiera para llamar la atención de Alfredo.

– Alfredo -reaccionó la Modelo, dispuesta a hundir sus labios de nuevo en la entrepierna de Patricia-. Eso lo he entendido.

Se quedaron quietas. «Hay un tiempo para vestir las mesas mientras la noche parece congelarse, aquí viene, ella…», y la música se apoderaba del resto de la canción.

Patricia abrió los ojos, unas horas más tarde, atacada de jet lag, culpa y la garganta podridamente seca.

– Han cortado el agua, es un horror, porque uno de los vecinos descubrió con su divorcio que nuestras tuberías eran defectuosas desde el noventa y nueve -explicó la Modelo, hablándole muy lentamente-. A veces, casi como un milagro, brota alguna, fría, turbia -continuó la Modelo, agachada delante de los grifos de la bañera estilo Victoriano en la sala de baño más femenina y cursi que Patricia jamás había visto. ¿Cómo había llegado allí?, ¿durmió, lo poco que durmió, dentro de la bañera?

– Me siento sucia -dijo Patricia.

– En tu mente, cariño. Aquí, delante de mí, estás radiante.

Apareció el agua, muy fría y algo turbia, pero le sentó bien a su resaca-jet lag-culpa.

– Quiero confesarte algo -siguió la Modelo-. Me duele mucho que me llamen «la próxima Kate Moss». ¡Somos tantas próximas! -Empezaba a sollozar, la droga iniciaba el bajonazo. Patricia se levantó del pantano frío de la bañera y la cubrió con una toalla y se colocaron entre el bidé y el wáter.

– Me gusta tomarme las cosas con calma -continuó la Modelo-. Pero todo el tiempo es lo contrario, deprisa, deprisa.

Hablaba y lloraba y seguía besándola. Patricia se sintió como un helado manoseado por un perro y luego por su dueña. Hacía buen día, lo podía ver detrás de la claraboya en el baño. Tenía que huir, pero la Modelo la sujetaba más fuerte.

– También me encanta tu bolso. Fue, confieso, lo primero que vi de ti cuando entré en la fiesta.

Patricia dirigió la vista hacia el suelo. Allí, a los pies de la bañera, seguía el bolso. Debió de habérselo quitado, después de toda la noche, solo antes de entrar en el agua. ¡Qué loca!, aun sin ropa lo había llevado, temerosa de perderlo.

– Sé todo sobre los Chanel -continuó la Modelo-, me gusta tanto el color…

– Avena -dijo Patricia.

– ¿También te gusta poner nombres a los colores?

– Los colores no se ponen. Ya existen con esos nombres. Puedes añadir otro nombre, otro adjetivo, pero el nombre y el color tienen que corresponder.

– ¿Cuál es la diferencia entre la avena y el trigo?

– La avena tiene menos color -dijo Patricia. Era un nuevo día, y así lo iniciaba ella, hablando de nombres de colores en un baño lésbicamente cursi, completamente colocadas.

– Puedo decirte su número de fabricación: Boat, tres, dos, cinco, siete, seis, cinco -agregó la Modelo.

Patricia decidió ver en la etiqueta. Bingo, las cifras coincidían completamente.

– Seguir las numeraciones de los bolsos Chanel en los ochenta me ayudó a ganar un concurso de aritmética en el colegio -esgrimió la Modelo, devolviéndole ímpetu a sus dedos y deslizando la lengua sobre la piel desnuda.

¿Ese iba a ser su Londres? ¿Cunnilingus y más cunnilingus por parte de su novio y de una desconocida muy conocida? La Modelo lo hacía muy bien y Patricia podía, mientras la lengua avanzaba en su superficie e interior, dejarse llevar por sus propias fascinaciones. Londres, los manifestantes, la cuenta en Aruba. Marrero, allí saltaba, molestándola. Iba a ser todo más complicado ahora sin Lehman Brothers y sin Bear Stearns. «Recuerda que toda mujer tiene un secreto», decía la voz de ese nombre, Marrero. No, no, no si el mundo colapsaba, todo tipo de verdades saltarían desde cloacas taponadas.

– Te olvidas de mí -susurraba la Modelo.

Patricia apretaba sus muslos contra su cabeza y sentía su melena. Era más suave que la de Alfredo. ¿Cuándo iba a salir de ahí, regresar a la conferencia, si es que todavía duraba la conferencia? O a la casa. ¿A qué casa?

Sintió un verdadero terremoto en su interior. Se corría pero el orgasmo le abría un abismo delante y una pregunta suspendida: ¿era esto el colapso: pensar, vivir, deambular?

Hacía frío. ¿Quién le había dicho que en todas las casas inglesas siempre hacía frío? Tuvo la visión de alguien muy familiar, ella misma o su hermana, tiritando en una cama muy grande con dos, tres mantas muy gruesas. Sentirlo le devolvió cierta sobriedad. Estaba en un lugar grande, la Modelo era rica o vivía como si lo fuera, una diferencia que Alfredo siempre subrayaba: «En esta vida todo, absolutamente todo, se puede aparentar.» Alfredo estaría con la princesa. O no, tal vez esperándola en la casa donde se hospedaban. Ella, ella, Patricia, ¿por qué siempre hacía eso?: llegar a un sitio y dinamitarlo todo. «Porque todo se reconstruye siempre a través de las ruinas», se había respondido a sí misma más de una vez.

– Es guapo tu novio, ¿por qué le dejaste con tanta facilidad? -preguntó otra vez la Modelo, acariciándola, rodeándola con sus brazos súper femeninos. Cuando se está con alguien del mismo sexo se descubren demasiadas sensibilidades. Ella abrazaba a Alfredo como la Modelo la abrazaba a ella.

– Te habrán dicho infinidad de veces que la chica con la que te acabas de acostar no es homosexual.

– Es que yo tampoco soy homosexual -dijo la Modelo-. Soy modelo, y guapa, y me apetece de vez en cuando capturar una presa apetitosa.

Patricia se rió, se sentía halagada y súbitamente cómoda, medio resacosa y desnuda al lado de otra mujer delgada, elegante pero sin ropa, fumando algo parecido a un porro, refugiadas de lo que no sabían, entre un bidet y el váter.

– Creo que tengo la garganta seca de culpabilidad -reveló.

– No seas tan católica y española, la garganta se seca por los cambios de temperatura -zanjó la Modelo incorporándose-. Son casi las nueve y tengo un casting para una buena campaña en hora y media. ¿Quieres que te deje de camino?

– ¿Dónde estamos, aparte de próximas al bidet? -dijo Patricia.

– Cerca de los canales de Regent. Deberías mudarte a esta zona, es mucho más tranquila y discreta para estos tiempos que ahora empiezan. No es mía, sino de la actriz, seguro que ella también durmió en la casa de otros.

– Aún no tenemos casa -dijo Patricia, sintiéndose tonta. Al parecer nadie duerme en su casa en Londres-, estamos en la de unos amigos.

Las dos se partieron de risa.

– Habíamos concertado una cita para ver dos esta misma mañana -terminó Patricia, volviéndose a reír.

– Terminaréis en Cadogan Gardens. Todos los recién llegados escogen Chelsea -vaticinó la Modelo.

La Modelo comenzó a probarse varios trajes que sacaba de una habitación contigua que, supuso Patricia, hacía de enorme vestidor. No se había duchado.

– ¿No te duchas? -le preguntó sin más.

– Nunca antes de un casting. Esos cerdos de las agencias quieren que huelas mal para ver cuán bajo puedes llegar con tus manías -afirmó, escogiendo finalmente un traje camisero de un azul casi morado que coordinó con un sombrero de ala muy ancha más o menos del mismo color y un cinturón de piel metalizada y muy negro que ceñía al límite su cintura. ¿Tendrían todas la misma talla en Londres?

– Tengo que llevar los tacones más altos que encuentre en este armario, me encanta perder el equilibrio después de haber estado con una tía buena y nueva, como tú -dijo.

Patricia creyó que la Modelo hablaba y se comportaba como ella misma. O, se corrigió, como le gustaría comportarse a ella cuando se estableciera en Londres.

– Me gusta cómo te arreglas -comentó Patricia.

– Por todo el dinero del mundo, te suplico que no me compares con «ella», por favor.

Patricia sintió cómo todo empezaba a dar vueltas a su alrededor, sus ideas, sus manos, la laca que oía expulsar del aerosol de la Modelo. Tenía que levantarse, decidió, y vestirse con la única ropa de que disponía, la misma de la noche anterior. ¿Volvería a acostarse con esta modelo? ¿Se lo contaría a Alfredo? ¿Se podía iniciar una aventura en Londres de manera más enloquecida?

– Es que me irrita que en cada entrevista me comparen con la Modelo británica por excelencia… -seguía confesando la Modelo mientras terminaba de arreglarse, o desarreglarse con estudiado esmero, el pelo. Hablaba otra vez de ser «la próxima Kate Moss»-. A lo mejor te aburro con mi conversación -comentó, al ver que Patricia seguía respondiéndole únicamente con su silencio.

Salieron a la calle. Había paparazzi, pero no les hicieron caso. Estaban apostados ante una de las casas del otro lado de la acera en la que vivía un futbolista cuya primera novia le estaba acusando de algo, le explicó la Modelo en su lenguaje de letras engullidas.

– Son cada vez más cerdos. Se trata de los mismos que estaban anoche aquí y les pagan igual si toman una foto mía o del pobre Jake. Es jugador de rugby, no de fútbol, es una molesta diferencia: el fútbol es más poderoso; en el rugby incluso hay jugadores que se declaran gays, así de poco existen para el público. El coche atravesará la City y me dejará en Shoreditch, ya sabes, el nuevo barrio it de la ciudad. Todos estos fotógrafos tienen sus estudios allí.

– Es un día muy bello -alcanzó a comentar Patricia.

– Sí, desde que el mundo decidió acabarse, siempre hay sol en Londres -corroboró la Modelo.

Patricia aspiró su propio olor a adulterio, a experiencia homosexual inducida por abuso de drogas y alcohol. Todo el coche olía a laca, le recordaba a un esmalte de uñas que su mamá usaba en los primeros años de la llegada a Barcelona. Los recuerdos escogen insólitos momentos. Su madre no existía, era un capítulo liquidado. No iba a perder tiempo en imaginársela ni asociar recuerdos de Barcelona. El este de Londres empezaba a desfilar ante sus ojos colocados. Gente todavía más colocada, saliendo de lugares con música atronadora, hablando y agitando las manos, cervezas en la mano. Gays de todo tipo, jovencísimos, con pelucas afro, máscaras anti gas o enormes bucles pelirrojos. En otra esquina, una fila entera de veinteañeros pakistaníes, sin mujeres, acercándose peligrosamente a los maricas como si fueran a escenificar un West Side Story. La Modelo seguía absorta en la pantalla sin fondo del móvil. El coche avanzaba y no sucedía el crash entre los pakistaníes y los gays. Se abrían tiendas y bancos y empezaban a surgir hombres con trajes. Una mujer aferrada a una caja de cartón gritaba obscenidades contra el sistema y pasaban por delante de ella varones con pantalones pitillo de distintos colores, camisetas rasgadas y bufandas perfectamente balanceadas sobre los hombros desnudos. Una fila de menores entraba en su colegio vigilados por policías, los madrugadores mercados de comestibles cerrando al mismo tiempo que empezaban a circular los banqueros sin futuro. El olor de la carne, el queso, las especias, los podía identificar tanto, llevaba más de diez años acompañando a Alfredo a escoger proveedores. Se rió, la Modelo también, y ambas regresaron de inmediato a sus contemplaciones. Se había reído porque la carne, los huevos, los lácteos olían igual en Nueva York y en Londres. Lo único que cambiaba era la sensación de agitación, más lenta en Manhattan, sí, aunque se pensara lo contrario, más agitada en el este de Londres por los autobuses de dos pisos, por la diferencia de la gente moviéndose, por el colocón de la Modelo y ella, por la entrega que empezaba a sentir hacia ese escenario, Shoreditch, donde los edificios de cristal verde y acero se mezclaban con la piedra romántica, agrietada, oscura de los inmuebles de más de trescientos años. Decidió encender su iPod, conectarlo al dispositivo del vehículo. Aparecieron Pet Shop Boys con su último disco, «No tienes que ser tan grande para ser una superestrella, no tienes que vivir una vida de subidas y bajadas para triunfar, no tienes que ser bello, pero ayuda». Rieron, porque las dos eran bellas y sabían que eso sí ayudaba.

– ¿Quién fue el que dijo que las cosas más terribles suceden en los días más hermosos? -comentó la Modelo, con el tono ligeramente afectado, como si quisiera convencerla de que la cita era de su propia cosecha.

Patricia no respondió. A cada columna que sobrepasaban, a cada puerta, a cada frenazo del coche en los semáforos en rojo y cada nueva arrancada, la City se le mostraba como una madre que ha llorado durante toda la noche al sentirse de repente vieja, cansada, con sus hijos abandonándola a su aburrimiento. No se movía nada, solo el automóvil con ellas dentro, asfixiadas de laca, resaca y un maquillaje que se descomponía. Ningún ruido, ni siquiera el teléfono de la Modelo cuya pantalla oscura ahora reflejaba los opulentos edificios al pasar. Empezó a ver todo ese paisaje como si de las magníficas ruinas de una nueva Roma se tratara, supervivientes de incendios pero incómodas estatuas de un silencio, una niebla sin niebla que iba atrapándolas en su clarísima oscuridad.

La Modelo volvió a hablar:

– ¿Puedes imaginarlo? Dentro de esos bancos, ahora que se acabaron los años felices, debe de haber dinero que necesite… hibernar.

– ¿Hibernar?

– Sí. Esconderse. Hasta el próximo periodo en que vuelva a tener valor y todos creamos que se puede ser rico sin esfuerzo.

CAPÍTULO 6

UNA LLAMADA A MANUELA

Tenía esa cifra rondándole la cabeza. Boat, tres, dos, cinco, siete, seis, cinco. El código de su bolso Chanel adivinado por la Modelo. Nadie la recibió al entrar en la casa prestada. Se asombró de la cantidad de luz, lo sereno de sus movimientos pese a la resaca. Tenía que llegar hasta su ordenador, ya pensaría cómo solucionar todo lo que tuviera que explicar a Alfredo. Allí estaba, negro, compacto, el ruidito de sus teclas al pulsar su nombre y abrir la lista de canciones del iPod, le parecía el mejor de los calmantes o reponedores anti resaca. Escribió las cifras, tres, dos, cinco, siete, seis, cinco, precedidas de la palabra boat. Simple, una fácil contraseña.

¿Por qué ahora? Porque pensaba en frío cuando estaba colocada. La Modelo le había ofrecido una clave. El dinero de esos bancos que cerraban se evaporaba. Pero no todo. Siempre hay un dinero que se guarda, que hiberna, sí, hasta que la estabilidad regresa o los crímenes prescriben. Poco a poco fue sintiendo cómo su cabeza corría y sus extremidades, en cambio, se paralizaban. No podía escribir, ni levantarse, ni acercarse a la puerta o alejarse del ordenador. Pero no podía olvidar la unión de Popea con el combinado de números del bolso Chanel. Ni tampoco repetirlo muchas veces, porque, efectivamente, cuando quieres atajar una mínima lógica en cualquier subidón, la mente puede evaporar cualquier detalle.

Recuperó el movimiento y el aliento, estaba mareada pero nada se movía en la casa prestada. Hacía sol, radiante, y recordó que Alfredo le había advertido que en Londres no funcionaban ninguno de los clichés con los que llegan los foráneos. No llueve tanto, no se hace de noche tan pronto, y si alcanzaban a vivir hasta marzo comprobarían cómo las tardes se prolongan con sol hasta casi las siete. Que los ingleses no eran estirados, sino dispuestos a saber de todo, conocer y probar sin necesidad de verse obligados a darte su veredicto de inmediato, sino a lo mejor veinte años después.

Se llevó las manos a la cabeza. Se colaban en sus pensamientos los números del bolso Chanel. Estaban allí, seguían siendo los mismos. Boat, tres, dos, cinco, siete, seis, cinco. Y de pronto vio la palabra «fácil» escrita en algún sitio. El titular de un periódico, que descubrió, perfectamente doblado en una mesilla de la entrada. Era El País del día, de ese día en que estaba allí, atrapada en el vaivén de su colocón. Y leyó, «No será fácil.» ¿El qué? ¿La recuperación económica mundial? ¿Explicarle a Alfredo lo que hizo? ¿Adaptarse a Londres?

Fácil, fácil, fácil. De nuevo el subidón parecía empujarla o navegaría hacia otra ola de extensa espuma. Fácil, su vida había sido fácil, en apariencia, pero por dentro los arreglos, los secretos unidos en filas muy juntas y alineadas pero atemorizantes. Esos nombres, Graziella, Marrero, su hermana Manuela. Fácil, volvió a leer. Claro, ahora les acusarían de ser los últimos ciudadanos en el mundo que se aprovecharon del último tirón económico. Mientras hubo dinero, la gente convirtió los restaurantes y a sus intérpretes en templos y sacerdotes de un estilo de vida fácil, feliz, divertido, que empezaba a caer a un pozo sin fondo. Fácil, ella y Alfredo, los rostros de una vida fácil donde nunca había lágrimas ni penurias para llegar a fin de mes. Donde un plato podía inflarse de dinero más que de aire un soufflé.

Volvieron los números. Popea, Chanel, dos, tres. No podía permitir que su vida dejara de ser fácil. Tenía que actuar. Poner a funcionar su plan maestro. Miró la hora. Diez de la mañana. Manuela estaría durmiendo en el otro lado del Atlántico.

– Manuela -se escuchó a sí misma, el teléfono más frío de lo normal, o serían sus manos que perdían voluntad.

– Patricia, son las cuatro de la mañana. -Escuchó a su hermana incorporarse y avanzar sin colgar el teléfono hasta un baño en su casa en Nueva York, a miles de kilómetros.

– Me gustaría -empezó Patricia sintiendo el sabor de la droga en su lengua y aliento-. Me gustaría…

– Estás colocada. Otra vez, ¿nunca vas a crecer? -dijo la hermana, seca, todo lo áspera que puede resultar una persona despertada a la fuerza. Patricia, siempre atrapada en sus pensamientos, concluyó que traducía literalmente una frase muy americana. «Nunca vas a crecer» en realidad significa «Nunca madurarás».

– Necesito que me dejes acceder a tus cuentas de la empresa puntocom.

Hubo un silencio, largo, muy largo, Patricia tuvo tiempo a recuperar cierta movilidad en sus extremidades y sentir el avance del bajón.

– Te odio, Patricia.

– Son también mis cuentas -se apresuró a decir-. Solo que al ser socias en esa aventura necesito tu autorización. Es fácil, únicamente tienes que enviarme un e-mail, si quieres un sms.

– Estás drogada, estás hasta el culo y me despiertas y me jodes no solo el día sino la vida entera, hija de puta.

– Tenemos la misma madre -atajó rapidísima Patricia.

– Hija de puta igual, Patricia. No entiendo cómo puedes ser tan cruel, tan despiadada, sin que te pase absolutamente nada.

– Necesito acceso a esa cuenta.

– No es una cuenta -seguía gritando Manuela, despertaría a toda su casa, los hijos, el marido, el perro, todos hacinados en esos setenta metros cuadrados híper preciados de las afueras de Manhattan-. No sigas llamándolo cuenta. Es una sociedad, en mala hora te hice socia. Siempre tienes la facilidad de convencer a los demás de que te hagan socia.

– Creo que puedo reactivarla -dijo Patricia aparentando seriedad.

– Borracha, drogada, tienes una idea, claro, ojalá yo pudiera hacer lo mismo.

– Es muy fácil -soltó Patricia.

– Era una sociedad acabada, Patricia. Hasta que ahora, borracha, has decidido activarla. ¿Para qué?

– Hay que moverlo todo y este es el momento justo.

– ¿Vas a lavar dinero? ¿Lo sabe Alfredo?

Patricia calló. Se arrepintió y habló.

– Era una buena idea la que tuviste para esa empresa, solo que el tiempo fue equivocado. Recuerda todos los premios que recibiste por crear una empresa de informadores de Internet para países en vías de desarrollo.

– El altruismo y la tecnología no son una buena idea -dijo Manuela-, pero qué coño hacemos hablando de esto a esta hora de mi madrugada, Patricia. Me haces sentir… casi tan drogada como tú.

– Necesito recuperar esa empresa. Es el momento, Manuela. Es el momento de ser altruistas…

– Pero ¿has dejado la restauración?

Patricia calló, sentía que se serenaba naturalmente, que la droga se alejaba de su cuerpo como un fantasma que te invade y luego decide dejarte en la normalidad.

– El código es tu nombre y el mío juntos -dijo al fin Manuela.

Patricia escribió rápidamente sobre el ordenador.

Whatever que sea lo que vayas a hacer con esa empresa, no me lo digas. Para mí hoy deberías estar muerta, Patricia -pronunció Manuela antes de colgar el teléfono.

No, pensó Patricia, delante de la luz fría del ordenador con la página de la fallida empresa, su contrato, sus términos, delante de ella. Y, lo más importante, los dos servidores remotos asociados a la empresa. No, Manuela querida, dijo en voz alta ante el ordenador, no moriría esa mañana de resaca en Londres.

CAPÍTULO 7

FÁCIL

Se despertó con más luz sobre la cara. En Londres no dejaba de hacer buen tiempo. En la vida vas acostumbrándote a lugares comunes. Hace mal tiempo todo el año en Londres y no es verdad, lo que hace es tiempo. En un mismo día vas del seco al mojado, del calor al frío, de los ingleses a los árabes y de los españoles a los italianos. De pedir prestado a ser propietaria. De la sobriedad al vino, del éxtasis al dolor. Cambios, cambios y velocidad, eso era Londres. «Le ha quitado el cetro a Nueva York como ciudad glamour, por eso os habéis mudado aquí», le dijo alguien. ¿Quién, Marrero? No, imposible, no hablaba así. Había sido el Innombrable, sí, en un minuto perdido del acto en la Gherkin. ¿Qué más daba? Lo que tenía que hacer era ducharse, arreglarse y, sobre todo, regresar al ordenador, comprobar que la página de su cuenta puntocom seguía allí. Seguía. Y de inmediato ponerse a trabajar, revisar bien en qué estado se encontraban los servidores remotos. El suyo estaba limpio, el de Marrero mostraba movimientos. La idea de Patricia, animada por las palabras de la Modelo, era encontrar una especie de agujero negro en el espacio cibernético a través del cual esconder cosas. Dinero, principalmente, dinero que de un momento a otro necesitara esconderse. En el principio de la debacle financiera, muchas empresas acostumbradas a inflar precios, una práctica harto común en la última década, necesitaban desviar sus verdaderos ahorros más allá de los paraísos fiscales. Estaba pensando muy rápido, aunque el colocón se hubiera enfriado. No necesitaba explicarle nada a nadie. Otras cosas, su escapada con la Modelo, por ejemplo, sí requerían de un razonamiento, sobre todo delante de Alfredo, aún dormido en la habitación, imaginaba. Esta explicación financiera se la hacía a sí misma porque tenía que ponerla en práctica contrarreloj. La droga, la marcha delante del Gherkin, la visión de la City devenida en una Roma devastada, todo eso le hacía pensar aceleradamente. El dinero de los ordenadores, que es ese dinero en el que ahora creemos, esos millones de dígitos moviéndose de esquina a esquina de las bolsas mundiales, mucho de ese dinero no es que tenga orígenes oscuros, es que puede ser ficción, no existir realmente, pero aun así venir a significar ese valor que salta en la pantalla del ordenador. Los verdaderos pillos de este nuevo tiempo serían los que supieran atajar el escape de ese dinero hacia sitios aún más inaccesibles, más opacos. Por eso estaban allí, las dos cuentas encriptadas en el servidor externo a la puntocom que tuviera con su hermana, abiertas, muy abiertas, ante sus ojos.

Ok, se dijo, empecemos. Su cuenta externa, aquella que respondía a su nombre, ahora pasaría a llamarse Popea, Popea-Chanel en homenaje al descubrimiento de esa noche con la Modelo. La empresa puntocom tenía una cuenta madre, por llamarla de alguna manera, a nombre de una maestra retirada de Río de Janeiro, María Jesús Cobo. La maestra había dirigido una campaña para distribuir ordenadores usados en las favelas de la ciudad. Su cuenta, sin saberlo la maestra, servía de tapadera a dos servidores externos, los verdaderos instrumentos de la empresa puntocom.

El primer servidor externo, el de Patricia, tardó en responder. Cuando lo hizo, revisó las cuentas vinculadas a la empresa puntocom. Añadió la que tenía en Aruba. Respondió a todas las preguntas de seguridad. La empresa puntocom revivida tenía ahora una cuenta en Aruba a nombre de Patricia Van der Garde. El sobre que envió desde Nueva York, con su foto de hacía unos años, su firma y su autorización, llegaría pronto. En la empresa puntocom había otras cuentas, una en Liechtenstein, a nombre de su abuela Graziella. Un total de veintitrés mil dólares en esa cuenta.

Ahora tocaba entrar en el otro servidor externo, el de Marrero, empleando el código, le molestaba recordarlo. Le molestaba todo lo que tuviera el nombre de Marrero y sabía que cada vez que lo empleaba generaba una fuerte energía que permitía que él mismo, el propio Marrero, se materializara allí donde estuvieran. Aparecería en Londres, seguro, en breve, pero necesitaba revisar esa cuenta una vez más. Después de todo, la habían abierto juntos en 2001, cuando acababan de llegar a Nueva York y Marrero estaba en todas partes de sus vidas.

La cuenta de Marrero tenía la misma cantidad de dinero, veintitrés mil dólares. En el servidor, Marrero tenía muchas cuentas a nombre de muchas empresas. En esta situación él pensaría igual que ella: encontrar un sitio prácticamente invisible donde esconder el dinero en el momento en que hiciera falta. A Patricia le llamó la atención una cuenta a nombre de una empresa exportadora/importadora de langostinos en Siam. Patricia, le dolió reconocerlo, sabía el código clave de esa cuenta, el porqué no podía asumirlo ahora. TheMark2806.

Empezó a teclear. Modificaría el código de acceso a la empresa. Sabía hacer estas cosas, lo aprendió rápido en la inmobiliaria donde había trabajado como interiorista, en Barcelona, antes de conocer a Alfredo. Era fácil. El código ya no sería más TheMark2806 sino Ovington2008. Cerró el servidor externo. Siguió tecleando de nuevo en la página con los datos de la empresa puntocom, autorizando una nueva empresa colaboradora mediante una carta de compromiso destinada a «afiliarse a cualquier acto de solidaridad que se presente en el tiempo turbulento que ahora nos toca vivir». Esa nueva empresa colaboradora se llamaría 2monstersgether, con sede en un banco familiar muy pequeño en Edimburgo.

Miró la casa prestada, siempre empezaban sus cosas desde casas prestadas. Unos amigos colombianos se la habían dejado para que iniciaran su vida, su «cambio» en Londres. «No hace falta que pongan fecha de salida -les había dicho Andrés, el dueño-. Así nos la cuidan. Quizá pasemos una semana para Ascot, si los amigos deciden llevar los caballos», les había dicho. Eso era lo que otorgaba llevar una vida fácil: todo es fluido, cómodo, accesible. Para estar dentro de esa vida había que hacer click en un determinado grupo de gente y ese click era el talento de Alfredo como cocinero. Y su éxito. Y su fama. Tres veces click.

Pero ahora todo eso iba a cambiar. Por primera vez, Patricia iba a ser propietaria. De cosas robadas, de dinero sucio, de esquemas ajenos, pero propietaria.

Alfredo apareció detrás de la puerta, la había estado observando, esperando que finalizara la operación.

– ¿Qué tal te ha ido con tu primera víctima? ¿Se ha quedado ya enamorada de ti?

– No es una víctima.

– Es tan solo un símbolo, claro, ya lo había imaginado. Un gesto de bienvenida, para hacerte a la ciudad, para practicar más el inglés…

Chaparrón Alfredo, pensó Patricia. Redujo su eslabón financiero a un pequeño punto negro en el ordenador, guardó la contraseña creada como Popea-Chanel, el número del bolso que la Modelo le recitó debidamente encriptado como contraseña de la contraseña, y miró a Alfredo, desnudo, recién duchado, no lo había oído, mojando la madera oscura del piso prestado. Fue hacia él, sabía que olía mal, a la ginebra que había devorado, a la culpa que empezaba a revolotear alrededor.

– No te acerques, porque de verdad te golpearía -advirtió él-. ¿Quieres probarme, ver hasta dónde puedes ser capaz de hacerme llegar?

– Necesito experimentar para ser Patricia…

– Necesitas hacerme daño, Patricia, para sentir que me quieres. Ha sido así siempre. Eres incapaz de entender que amar puede ser mucho más sencillo.

– No quiero aburrirme. No quiero aburrirte a ti tampoco.

– ¿Y es lo más divertido del mundo que vivamos sin saber en qué momento y por qué razón tú vas a desaparecer hoy con una modelo, mañana con otro cocinero, un día de estos con mi propio hermano y sus novios que no paran de hablar y mover las manos?

– No soy una puta.

– No, eres un monstruo.

– Dos monstruos juntos -alcanzó a decir ella.

Se quedaron quietos, en silencio, los ruidos de la calle avanzando en el interior.

– Porque aquí comienza el derrumbe, hasta aquí nos alcanza el colapso. Es todo lo contrario a lo que piensas, Patricia. Si el mundo se jode, nosotros seremos lo primero en estropearse.

– ¿Por qué?

– Porque no hemos conocido otra cosa que tener suerte. Por eso, por lo que tú llamas privilegio, estar siempre en el sitio correcto, la gente adecuada, el momento justo. Esa mierda se acabó. Anoche lo vimos, antes de que te fueras a drogarte y a follar con una desconocida.

– No fue en ese orden -mantuvo Patricia el tono superior y efectivo.

– Le habrás pedido que te introdujera la mano entera -soltó Alfredo, incapaz de reconocerse. Patricia contuvo el silencio como acero partiendo el lomo de un tiburón. Lo había conseguido, violentar a Alfredo.

– Un día entenderás por qué lo hice, es lo único que puedo explicar -culminó Patricia.

CAPÍTULO 8

MADAME JO JOS

Londres tiene una rara costumbre, que es aparentar que todo cierra temprano. En efecto, si empezaban la noche cenando en Mayfair, en los restaurantes a los que los invitaban por Alfredo, como el Scotts (con servicio español y Roger Moore y Mario Testino lanzándose piropos a través de las mesas rodeadas de obras de arte y la barra de pescados y champagne diseñada por Zaha Hadid), a partir de las doce y cuarto se acababa la fiesta. Tenía su punto lo de las restricciones, porque podías llegar borracho como una cuba a las once a tu casa y despertarte a las cinco y media y no tener resaca a las diez. Pero, por lo general, Patricia se quedaba congestionada, con el cuerpo encendido y los locales cerrados. «Para eso, querida, existe Soho», le había dicho la Modelo. Pero Soho le parecía una cosa de adolescentes en su primer viaje a la ciudad, entrando a peep shows, viendo extrañas figuras desnudarse por veinte libras o esas librerías repletas de gays adorando a Madonna y libros de fotografías de Bruce Weber. Eso era Soho para ella. Hasta que descubrió Madame Jo Jos.

En los últimos años cincuenta, algunos de esos locales de sexo patético se hicieron algo más grandes y permitieron espacio para orquestas medianas que se lanzaban a repetir los twist americanos, la evolución del rock en cultura pop que hizo de Londres una capital protagonista y también convirtió la industria discográfica en el súmmum del talento y del dinero. Madame Jo Jos había jugado una parte interesante en ese devenir. Sus paredes de seda artificial naranja y adamascada recogían imágenes mal enmarcadas de esa época. Patricia lo amó de inmediato. Si todo iba a ir mal o muy complicado, siempre quedaría Madame Jo Jos para refugiarse. Con su pista de baile en medialuna, la orquesta situada en un altillo, enfrente del vestíbulo donde se podía hablar, observar a los que bailaban debajo, treintañeros y cincuentones con sus pasitos ochenta, veinteañeros con sus despliegues hip hop, bailarines de los musicales ejecutando las coreografías que jamás bailarían en sus trabajos. Eran de cualquier raza, orientales, suramericanos, brasileños, jamaicanos, españoles de cualquier autonomía estaban allí esperando ser reclutados para un reality show, una compañía de musicales o un acto de variedades con mucha pluma y street dancing.

Alfredo y ella llegaron allí acompañando a la Modelo y su grupo de acólitos, los encargados de conseguirle contratos. Jamás apartaban la mirada de sus blackberrys por las que desfilaban e-mails con imágenes de próximas, irremediables nuevas Kate Moss, para angustia de la Modelo. Lógicamente, se habían vuelto una camarilla: Patricia, la Modelo, los acólitos y Alfredo cariacontecido. Por eso en Madame Jo Jos, como en el cabaret de la película, los problemas quedaban afuera. Allí dentro bailar, bailar. Un funk que recogía trazos del sonido Philadelphia y la New Wave, por ejemplo. Vieron en esas primeras noches a verdaderos expertos del Technotronic 2007, que consistía en mover cada trozo del cuerpo en una suerte de sincopado electrónico aparentemente sin alma pero luego cautivador. Patricia enseñó a Alfredo a batir las piernas como si fueran flanes que se incorporan para avanzar malamente. A dejar caer los brazos a los lados como si perdieran la voluntad. A adelantar la cadera y lanzarla de nuevo hacia atrás. La Modelo y alguno de los jamaicanos que observaban sus progresos le enseñaron a dar saltos de carnero en el pavimento no uniforme del Madame Jo Jos. Y la propia Modelo la instruyó sobre cómo sostenerse en la punta de sus zapatillas de baloncestista con plataforma de colores y girar como si fuera una bailarina.

Cada noche de esos primeros días de Londres, con o sin peleas, olvidando la escapada con la Modelo, Alfredo le susurraba a Patricia el nombre, «Madame Jo Jos», y Patricia se relamía sabiendo que a la una y media, de miércoles a jueves, estarían allí, en la puerta, en la esquina de Wardour Street con Frith, esperando bajo lluvia, nieve o viento. Toda herida, cicatrizada.

Hubo noches que Patricia pensó que formaba parte de una generación repentina, los desclasados de Madame Jo Jos. La Modelo y esos bailarines que siempre sonreían se contorsionaban e improvisaban rutinas apoyándose unos a otros. Patricia empezaba a imaginar que Alfredo aceptaría la presencia de la Modelo y su clan como instrumentos necesarios para moverse en Londres. «Nunca sé si haces amigos o robots que te guíen en las ciudades», le había dicho una vez su hermana Manuela. Siempre pensando, siempre maquinando, Patricia hacía un gesto con las manos para alejar ese recuerdo. Estaba en Madame Jo Jos, su mundo, su enclave especial, con Alfredo, víctimas o amigos y con todos los jóvenes efervescentes esperando que la hecatombe financiera no fuera eterna y no perdieran su juventud luchando igual que sus padres, viendo cómo las oportunidades comenzaban a deshacerse. Todos parecían disfrutar de los planes para el restaurante, serían más que comensales, una especie de carne humana atractiva para más visitantes, mejores clientes.

Fue conociendo más gente y mejor a la ciudad. El extraño frío embriagador de Soho, siempre confundiéndote con las calles, entrando por Frith cuando en realidad querías ir a Greek o avanzando en Fitzrovia sin darte cuenta de que dejabas Soho atrás y penetrabas en otro barrio, otra gente, otros hombres menos llamativos en su vestuario pero igualmente atractivos por su austeridad. Descubrió los diners escondidos entre Fulham y King's Road, al otro lado del mismo oeste, alimentando las gargantas borrachas de los garitos de Soho, un bocadillo, una hamburguesa para regresar a Frith o a Greek o a Wardour y seguir bebiendo.

Descubrió los magnolios sin flores en las calles de Chelsea y los que parecen eternamente floridos en Hampstead. Hizo el amor con Alfredo, muy tarde, en la madrugada, debajo de uno de los túneles de Regent's Park y decidió visitar las residencias de Maida Vale, suerte de mejorado Beverly Hills inglés, junto a Alfredo, imaginándose dentro de ellas y saboreando el espantoso café de los locales alrededor de los canales.

Se divertían, se amaban y se ayudaban a sobrellevar el susto de la inauguración. Y volvían a Madame Jo Jos después de cenar en el Wolseley y ver cómo los cocineros británicos abrían sucursales y sucursales de sus restaurantes emblemáticos. Alfredo sería uno de ellos, el primero español, si todas las cosas salían bien en el Ovington, que así se llamaría el restaurante, inspirado por la calle de forma oval en el barrio de Knightsbridge, Ovington Gardens.

Patricia no sentía miedo ni por la crisis económica ni por sus propias infidelidades. Saldría bien, el restaurante, la ciudad, las nuevas amistades. Lo que de verdad le preocupaba era lo otro. Ver cómo podía encajar las piezas del puzle financiero en que deseaba meterse.

No podía dejar de pensar en ello, ni siquiera observando a las esqueléticas negras que se contorsionaban como siamesas de un circo chino. Alfredo le acercaba otra copa, la besaba, ella lo besaba y le acariciaba el pelo. Londres significaba tantas cosas. El puente sobre el Támesis a la altura de Embankment, las estrellas perdiéndose en el agua oscura, los edificios encendiéndose en las últimas horas de sol, San Pablo, la catedral, dominando el vaivén del agua, la sinuosidad de algunos edificios, la robustez de todos. Ella y Alfredo cruzando el patio de piedra y hormigón, ventanas y ventanas, de Somerset House para desembocar al Támesis y recibir el golpe del frío en la cara. Las puertas secretas de la ciudad interior, Temple, en la frontera entre el este y el oeste, escondiendo bibliotecas masónicas, escaleras de caracol infinitas, maderas ancianísimas, chirriantes y silenciosas según qué pasos se daban en ellas. Londres la amaba, lo sentía, quería que ella también lo hiciera, que se entregara a su extraño clima, sorteara todos los inconvenientes y triunfara como lo que siempre había querido ser: Patricia, anfitriona. Anfitriona de un sitio aún más exclusivo y vivo que Madame Jo Jos.

Y entonces vio claro que a partir de esa frontera sin señales, que empezaba a la izquierda de la última columna del Museo Británico, se abría el este, esperándola con sus fauces de lobo indómito, la mirada taimada de los avestruces antes de perseguir la nada: El este. El este y ellos dos, Patricia y Alfredo, empezaron a hacerse uno solo, primero en taxis de más de treinta libras desde la puerta del piso prestado, luego rebajando esa cifra a las veinticinco y a veces, con mucha astucia, mucho inglés malhablado y aspirado, alcanzando las diecinueve y luego ya directamente a pie, uniendo atajos y risas de enamorados excitados por orientarse en el vientre de la ballena.

El este, el este quería escribirle a Manuela, que no le devolvía ninguna carta ni aceptaba ninguna de sus llamadas. El este, deseaba explicarle a su abuela Graziella, oculta tras los ventanales de su majestuosa casa en Edimburgo. El este, gritarle a cualquier transeúnte. Era todo para Patricia, la sensación de vivir los mejores años de su vida, los mejores segundos, en las fiestas llenas de estudiantes y decrépitos ex vedettes del cabaret en el George & Dragon; los gays de todas partes del mundo arrinconándose en el jardín interior del Jointers, los dealers de drogas sin bibliografía ni origen en el Hotboys y los centenares de hombres y mujeres desafiando cualquier convención de estilo y vestuario desfilando a todas horas por Shoreditch, y Alfredo y ella detrás, riendo los trajes, imitando los andares, emocionados de pensar que en algún momento crecerían y vendrían a sentarse a las sofisticadas mesas de los muchos Ovington que abrirían en Londres.

Y entonces volvía a Madame Jo Jos y se daba cuenta de que no llevaba ni siquiera tres meses en Londres y ya sentía que se había convertido en una esquina más, una sombra sobrevolando el agua oscura del Támesis y recordando cómo en el inicio de Frenesí el maestro Hitchcock recorre todo su esplendor, desde la Torre de Londres hasta el Obelisco a los pies del Savoy y justo entonces el espectador descubre un cuerpo humano flotando en el río. Podía ser ella ahora, tanto la que mirara con el ojo del águila como la que flotara delante del monumento y de pronto despertara y dijera lo conozco todo, lo he visto todo, soy Londres.

– Soy Londres -exclamó Patricia y se hizo un silencio en Madame Jo Jos-. Soy Londres -repitió, y todos empezaron a imitarla Soy Londres, soy Londres recorrió el sitio y el hip hop se detuvo para echar a andar otra vez. Alfredo vino hacia ella y la besó. Seguían gritando la frase. Los acólitos, los galeristas y los bailarines en perenne estado de excitación en la pista. Patricia les miraba, privilegiados con descastados, una nueva generación para el futuro negro que ya era presente. Madame Jo Jos, ese lugar perfecto donde siempre eres joven. Estaban otra vez a salvo. De sus celos, sus heridas, sus mentiras. Y del colapso. Bailando, los bellos, heridos y enamorados monstruos juntos.

– Quiero un día, cuando dejemos atrás el mundo de los restaurantes, un sitio como este -dijo a Alfredo, acercándole el gin tonic en vasos redondeados y cortos.

– Cada cosa a su tiempo, Patricia -advirtió Alfredo mientras ella echaba el pelo hacia atrás y se entregaba a esa danza imposible, negros moviéndose como marionetas y chinos como si fueran acróbatas del hip hop y un chico español sacudiendo los pies como si fuera Fred Astaire con un zumbido flamenco.

– No, Alfredo, cuando hayamos hecho todo lo que tenemos que hacer, crearemos un sitio como este. Nuestro único, propio, Madame Jo Jos.

– Lo llamaremos como tú, Monster Patricia -sentenció Alfredo. Patricia, incapaz de conceder la última palabra, alzó su rostro y levantó las manos como si fueran las garras de un dinosaurio.