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ALFREDO

CAPÍTULO 9

BOROUGH MARKET

Era la última tarde de octubre de 2008, tenían cita en Borough Market para establecer contacto con los proveedores. Alfredo esperaba. Patricia siempre se retarda, él siempre espera. El taxi llevaba ya tres libras, camino de cuatro. Patricia apareció vestida con una chaqueta de múltiples tejidos, no un patchwork pero algo muy parecido, pantalones cortos de un tono gris metalizado y sandalias con muchas tiras en el empeine y tacones altos, casi con los mismos colores del patchwork. Incongruente, más que llamativo, en Patricia siempre había algo que no iba. ¿Shorts y abrigo?, ¿sandalias en otoño? Esa nueva manía de ir con el pelo despeinado. Chocante como era el aspecto, Alfredo callaba. Porque su sugerencia sería hacerla más clásica y Patricia no podía ser jamás clásica. El estilo de su novia era algo que la precedía. Patricia hace lo que le da la gana. Un día parece la chica pija criada en la calle Cavallers de Barcelona y en menos de un segundo puede ser una indie desempleada de algún garito de Lavapiés.

La quiso antes de conocerla, la amó apenas sintió su olor cerca, la amará siempre porque nunca será capaz de enamorarse así otra vez.

Alfredo le sonrió porque siempre lo hacía cuando la veía y, de inmediato, recordó, como llevaba casi un mes recordando, lo que había sido esperarla toda la noche mientras ella se restregaba con una modelo que esa mañana, otra vez, aparecía en las portadas de los tabloides tras una trifulca contra otra imitadora de Kate Moss. Pero ¿no era que tenía un mecanismo para perdonarla? Fallaba, cada día sentía que el mecanismo de perdón fallaba un poco, bastante más.

Pasar página, antes que nada. Se fortaleció al pensar en el Ovington, el nombre del proyecto, del local. Para eso iban al Borough, el primer paso importante: crear los vínculos y cenar las negociaciones con los proveedores. Ovington era su sueño, el lugar que resumiría todo lo que había aprendido en los últimos siete años: comida muy buena, de base tradicional pero presentada con la elegancia de un banquete en una nave espacial. Lujo, sincretismo, guiños a la tradición, limpieza y efecto. ¿Se entendía? Si no, le daba igual. Él no era un cocinero, como el Innombrable o los hermanos Casas, de experimentos y pirotecnia. Él no era un cocinero con vocación artística ni necesidad de summa cum laude. Él era un cocinero aburrido porque ya no creía que había solo talento en la cocina. Había descubierto demasiado pronto, demasiado fácil, que era una industria fabricada para devorar el dinero de los que quieren tener algo que contar.

Llegaron al Ovington y batallaron para que el taxista accediera a esperarles. Necesidad imperiosa en Londres: hacerse con una compañía de vehículos para no depender jamás de los «black cabs».

– Son pesadísimos, pero ya está resuelto -dijo Patricia esperando que le abriera la puerta del futuro restaurante. Alfredo sabía cómo había conseguido que el taxista esperara. Le habría mostrado algo, un poquito de teta, de pierna, la nuca, el olor del perfume en su pelo. Tenía que asumirlo, Patricia aplicaba puterío en el momento en que necesitaba algo.

– Patricia, ¿no vas a decir nada de las neveras?

Iban de suelo a techo y el acero las convertía en perfectos espejos de todo lo que sucediera en el restaurante. Patricia pasó delante de ellas medio sonriendo, el colorido de sus prendas transformando el frío acero en un papagayo desplegando sus alas. Bella, inesperada, ¿cómo iba a ser solo para él un animal tan enigmático y hermoso? Pero es que era suyo, ella lo había decidido, ser de él. A pesar de sus escapadas, cada vez más excéntricas e inesperadas. La única manera de seguir con ella, lo que Alfredo más deseaba del mundo, era precisamente perdonarla. Él se volvía cada vez más… ¿pasivo? No lo sabía, no lo discutía. Se convencía de que algún día sus perdones le fortalecerían.

Alfredo resopló. No podía evitar ese gesto, expulsar el aire como si quisiera expulsarlo todo y terminar allí mismo su existencia. Estaba cansado de no poder decir lo que pensaba. Le daba miedo mezclarlo todo y al final no concretar. Estaba empezando a sentirse puta más que cocinero. O, fraseando un poco mejor, estaba empezando a sentirse un cocinero puta, siempre complaciendo, siempre quedando bien. Con los socios, con los clientes. Con Patricia. Eso era una puta, ¿no?, alguien que ofrece un servicio y cobra, y si lo mejora cobra un poco más. Si tiene éxito, abre sucursales o se especializa en ofrecer eso que sabe que funciona. La cocina era un burdel para Alfredo, y él la madame. No era necesario inventar más platos sino mantener los que funcionaban, quizá matizándolos para el público londinense. Nada más. Siempre todo tan fácil, el único esfuerzo de su cocina era encontrar proveedores de buenos alimentos a precios más o menos justos. Ya se sabía que sus comidas eran caras, podía permitirse una horquilla bastante amplia de proveedores. Había conseguido que su irónica forma de adaptar sabores anglosajones al humor y colorido del Mediterráneo, y luego el Caribe, fuera una fórmula que anhelaban sus clientes. Demasiado fácil para sus treinta y siete años. Había tocado techo muy pronto, no podía cambiar todo de golpe porque dejaría de ser Alfredo, la bella promesa, la exitosa realidad, el gorrito bello que jamás perdía clientes. -Fantásticas las neveras. El espejo que ve sin que nadie lo sepa -dijo Patricia de vuelta al taxi, sacudiendo el polvo de la obra en sus pies. Patricia, otra vez, ¿no sería ella la responsable de esa sensación de éxito conseguido y paralizante? No, era un problema suyo. Alcanzaba techos demasiado pronto porque no tenía paciencia. Nunca supo esperar. Siempre quiso triunfos antes de los treinta.

Borough Market era como cualquier otro mercado, solo que más organizado o de apariencia más organizada. La carne dividida por animales. Vaca y ternera, cerdo y cordero. Luego por corte o zona u órgano. Religión, en el caso del cordero. Después por región, vacas escocesas, irlandesas, del sur o del suroeste de Inglaterra. También por vendedor. Mathias Anwerson era el mejor vendedor de cortes a la uruguaya de carnes del sur de Inglaterra, y con él Patricia se esmeró para conseguir un buen precio redondo para ser proveedor del Ovington. Alfredo lo conocía a través de referencias de los hermanos Casas, que gustaban mucho de la carne inglesa con corte de la pampa. Tonterías de su oficio. O, mejor pensado, cosas que en su oficio se hicieron posibles gracias al dinero de los últimos años.

El dinero de los últimos años, a lo mejor era haber visto tanto moverse no solo entre sus manos sino entre las mesas de sus restaurantes lo que le hacía sentir puta. Era un cocinero de gente con dinero fácil, o rápido, o de fácil movilidad. En eso se había convertido. O había sido siempre su destino.

– Alfredo -decía Patricia, hablándole para que no se enfrascara en pensamientos oscuros-, tenemos que establecer la leche.

«Establecer» era la palabra de Patricia para adjudicar un proveedor. Establecer era un verbo para explicarla completamente. Patricia establecía, disponía, planteaba, abarcaba, completaba. Él solo cocinaba. Y pensaba, lo peor. Y terminaba por preocuparse.

– Los más ingleses posibles -dijo, aparentando interés y foco en lo que estaban haciendo.

Patricia dio con los exactos. Guillaume and Sons, que también distribuían vegetales, hortalizas y una amplia selección de patatas y quesos orgánicos, semi orgánicos, de facturación casera y con técnicas del siglo XVII. Un poco lejos el XVII, bromeó Alfredo. «Es nuestro número de la suerte», zanjó Patricia.

Suerte. Siempre la habían tenido. Era de lo que más tenían y parecían exudarla mientras paseaban por el mercado y observaban que les reconocían. Vendedores que iban pasándose la voz. «Suerte con el restaurante, seguro que aportáis aire fresco a Londres», les decían, pronunciando fresco con acento italiano. Siempre les sucedía esta atmósfera de optimismo y admiración en los mercados. Pagaban bien, por adelantado, seis meses de proveeduría y con Patricia mostrando algo de piel y excelente manicura para firmar los pedidos. ¡Por eso los shorts y las sandalias! «Suerte» les decían en la delicada tienda de setas. «Suerte» en la de vegetales babies que Patricia siempre empleaba para decoración. «Suerte», terminaban por decirse ellos mismos.

Siguiente parada: los vinos. Merchants UK-New York. Era una empresa participada por Marrero, voilà, el nombre ya estaba ahí otra vez. Trabajaban con ellos también en Nueva York, cuando necesitaban vinos australianos, surafricanos, neozelandeses, que tienen la habilidad de parecer baratos y poder crecer en precio a medida que gustan en tu local. Patricia le dejó solo. Los vinos eran su absoluto territorio. Más todavía para Ovington, donde quería construir la carta de vinos que marcara tendencia. Sobre todo en la estructura. Una carta de vinos que no te hiciera sentir estúpido, sin saber por dónde empezar, sino que, al contrario, fuera llevándote por la selección de forma amena, casi como si fuera un tour en un museo. Merchants había hecho los deberes. Curiosamente Lucía Higgins se encontraba allí. Alfredo silbó a Patricia, no quería quedarse solo con ella.

– Alfredo y Patricia son las personas más necesarias para Londres en este momento -empezó la Higgins, siempre hablando en titulares y voz muy alta-. ¿No es así, Alfredos-Patricias? -preguntó.

– Estás en todas partes -dijo Patricia sonriéndole.

– Todos compramos nuestros vinos en Merchants, Patricia, ya lo sabes. Pero me encanta la coincidencia porque tengo que viajar a Arizona, una cosa ridícula de Marrero, claro, para unos empresarios de Valencia que imagino conoceréis. No tiene importancia, salvo que espero que por nada del mundo me impida estar aquí para vuestro opening.

– Todavía estamos de obras -dijo Alfredo.

– Pero si ya estáis haciendo los pedidos -respondió Higgins.

– No será hasta principios de noviembre -aclaró Patricia, y Alfredo sintió la molestia en su breve respuesta. Era raro el encuentro, seguro que la Higgins estaba allí por otra cosa. Espiarlos, explicarle a Marrero todo lo que hacían en Londres.

– Oh, por dios, estoy segura de que nadie hará que me mueva de Londres en todo ese mes -dijo Higgins, marchándose con besos al aire y varias botellas de un chardonnay surafricano que Marrero había impuesto en todos los restaurantes de Nueva York.

Patricia y Alfredo respiraron hondo. Merchant hijo, bastante pelirrojo y atractivo, vestido como si fuera a servir high tea en un palacio real, salió al encuentro. Alfredo no encajó bien que viera a Patricia como una posibilidad. Decidió fastidiarle de la única manera que un hombre puede torpedear el atractivo de otro caballero: explicando exhaustivamente su idea de una carta de vinos, «que sea rápida de leer, placentera sin ser impositiva en su exquisita información. Y bien dispuesta». Así era la carta que había diseñado para el Ovington. Dividida en «Mezclas», es decir, vinos con más de una cepa, seis ofertas para blancos, seis ofertas para tintos. «Antiguos», todos esos vinos caros a los que no les molesta el paso del tiempo. También seis y seis para cada color. «Clásicos», los antiguos pero un poco más accesibles, todos los sancerre, chardonnay, pinot grigio y afines. También seis y seis. Rarezas o «Joyas», como prefería Patricia, a quien la mayoría de las veces no le molestaba quedar cursi, para los premier cru de grandes nombres.

Al regresar a la casa prestada, en el taxi de cuarenta libras, Patricia se recostó en su hombro. Ella le besó el cuello y él pasó la mano por su espalda, alcanzando los pezones, Patricia se movió y él siguió jugando con el cierre de su sujetador. También quería preguntarle sobre el encuentro con la Higgins, pero prefirió obviarlo. Londres era grande, sí, para los que no pertenecen a un grupo. Patricia se separó, le hartaba que Alfredo le desabrochara los sujetadores. Volvió a abrocharlo y a quedarse en el extremo del asiento. Harían el amor luego, apenas entraran a la casa, recorriendo con sus narices los rastros de los quesos, las hortalizas, las distintas vacas inglesas que había dejado en el mercado. Patricia se sentaría encima de él, luego se dejaría penetrar por el ano, de nuevo por delante, otra vez chupándose cada uno, besándose y cada uno olvidando lo que recorría sus mentes. Alfredo no quería que viera nunca más a la Modelo, pero no podía evitarlo. La Modelo traería gente conocida al Ovington, para eso la había seducido. Empezó a llamarla puta mientras ella le masturbaba y besaba y volvía a succionar: la puta de mi novia y Patricia paraba. Perdóname, decía Alfredo, perdóname, no pares. Y Patricia volvía a deslizarse, manos, lengua, tetas, pezones, piernas, brazos, pelo, y seguía besándosela, y él hurgándola, queriéndola, penetrándola, odiándola y agradeciéndole esta suerte, más suerte hasta sentir los dos que él iba a eyacular y Patricia apartarse, introducir sus dedos para no perder su propio orgasmo mientras se colocaba debajo de Alfredo para que la bañara.

Se quedaban quietos, el iPod poco a poco cobrando vida. «Space boy, hello, ¿te gustan los hombres o las mujeres? Es confuso estos días. Te cubriré, te protegeré, hello, hello», cantaba Bowie. Patricia lo susurraba, desplazando el líquido por la superficie de sus tetas y abrazándose a Alfredo. «Hello, hello», seguía Bowie, en el tema que los Pet Shop Boys le resucitaran. «Es confuso estos días.» Alfredo contuvo el aluvión de lágrimas que le asaltaban. Por miedo, por confusión, por pensar que nunca iba a poder dejar de amar a Patricia fuera Londres o Nueva York, modelos pasajeras o Marrero siempre persiguiéndoles. Nunca. «Hello, hello», se desvanecía la canción.

Resolvieron el alquiler del futuro Ovington por doce meses, dos de prueba más o menos baratos, una ganga absoluta. Contaban con alrededor de novecientos mil euros en unos fondos de inversión y, a medida que los titulares en los días post colapso financiero se hacían más y más alarmantes, Alfredo asumió que guardar el dinero en el banco era una bomba de relojería. Si fueran coleccionistas invertirían en un Bacon o un Freud, pero siendo lo que eran, una pareja vinculada a un restaurante, el dinero estaría más seguro invertido, no todo, nunca todo, en el nuevo proyecto. Caray, era verdad que era más rico que cualquiera de los que habían salido del taller de los Casas, pero es porque había sabido entender un poquito de finanzas y otro poquito de sonrisa y mimo. En la cocina de un restaurante se preparan muchos pasteles. Patricia ya le había dicho: «No podemos venir a Turks and Caicos cada cinco semanas, cariño.» Iban a tomar un poco de sol, asesorar a los socios de unos restaurantes argentinos y a guardar el dinero sobrante. Y, en efecto, no siempre era Turks and Caicos. Las últimas veces había sido Aruba. Y en esas oportunidades Patricia iba sola. Bueno, sin él, acompañada por alguien del equipo de Marrero. Sí, en una cocina se cocina algo más que pasteles.

Octubre se apagaba con frío, noticias espantosas sobre la debacle, precios de casas millonadas cayendo y Ovington avanzando parsimoniosamente hacia su inauguración. La casa prestada de los amigos colombianos cada vez más recorrida y mancillada por los arrebatos y festividades sexuales de Alfredo y Patricia. No habían dejado rincón sin probar. Patricia seguía frecuentando a la Modelo, conociendo a gente que traer a la inauguración, galeristas, anticuarios, taxidermistas, la hija de un hermano de Benazir Bhutto, dos escritores de moda que querían hacer un libro sobre cocineros asesinos, una sobrina de Joan Collins. Gente que traía otra gente y hacía a Patricia verse iluminada por dentro, desmelenada y emperifollada, asistiendo a todo lo que sucediera en una ciudad que parecía romperse en pedazos y sujetarse a cada fiesta.

– A veces pienso que cuando vimos a la gente saltando al vacío en las Torres Gemelas, asistíamos a un embrujo. Un hechizo fatal -le decía Patricia en la fiesta en homenaje a una estrella de cine retirada.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Alfredo.

– ¿Sabes de qué imágenes te hablo?

No, no entendía qué estaba sucediendo.

– Cuando el avión partió la primera torre, la gente que estaba en los pisos superiores decidió lanzarse al vacío. Sabían que morirían, fueron seres humanos arrojándose a la muerte. Más que suicidas, eran animales desesperados asumiendo el precipicio.

– ¿Por qué recuerdas eso ahora?

– Porque lo vi tantas veces ese día…, no podía dejar de buscar esa imagen, canal tras canal, para cerciorarme de que de verdad había pasado, que de verdad lo había visto.

– Las prohibieron, Patricia. Hiciste bien en verlas porque nunca más lo harás. Están censuradas de por vida.

– Porque eran tan violentas. Tan decisivas, Alfredo. -Le sujetaba fuertemente. Alfredo sintió que necesitaba decirle algo detrás de esas palabras y el recuerdo de esas imágenes.

– Yo creo que nací de otra manera o me transformé en algo cuando vi esas imágenes. He tardado un poco en comprenderlo. Creo que ver a esa gente saltar hacia su muerte me hizo un poco más inmune. A todo, a que me diera igual si infligía dolor o aportaba cariño.

– Ya te he perdonado por la Modelo, Patricia.

– Es más que eso, Alfredo. -Se retiró el pelo de la cara, estaba más pálida, lloraba un poco, se abrazaba a él-. Siento que puedo hacer lo que me dé la gana, para bien o para mal. Y no tengo miedo. Porque sé que nada importa, que todo se olvida más rápido que nunca.

CAPÍTULO 10

SI MIRAS ATRÁS, ESTARÁN MILLI VANILLI

Pero no todo se olvida, quiso decirle Alfredo.

A nadie que conocía le gustaba que fuera bello. Su madre, para empezar, había desarrollado una extraña locura que consistía básicamente en atacarle, golpearle sin razón alguna de una manera que muchas veces lo dejaba en el hospital o con moratones que había que disimular en el colegio. Los profesores pensaban que era el padre el autor de los hematomas, y muchas veces el hombre los asumió para no desvelar el terrible conflicto familiar que ocultaban las paredes de su casa, a riesgo de que la situación lo llevara a problemas penales. Otras veces era Alfredo quien se adjudicaba los cardenales y las heridas y los justificaba aludiendo a la dureza de sus andanzas deportivas o a la peligrosa afición, decía, de escalar paredes y saltar entre tejados próximos. Llegó al extremo de reconocer que las contusiones se las hacía a sí mismo al golpearse con las puertas por no aceptar ni confesar que solo él sabía lo que significaba quedarse a solas con su madre y esperar que cualquier cosa, un cigarrillo cuyo humo se atragantaba en su tráquea haciéndola toser, el pitido del calentador de agua, la leche olvidada por un segundo hasta derramarse sobre los hornillos, y, sobre todo, el aspecto impecable, atlético y arrebatadoramente hermoso de su propio hijo, la sumían en una desesperada ofensiva de cólera, gritos y puñetazos, de manos frenéticas que le sujetaban la cabeza y la aplastaban una, dos, tres veces contra el suelo de la cocina.

Una vez, ya entrado en la adolescencia, Alfredo respondió, estrangulándola prácticamente con sus manos, cubiertas de venas que desconocía que latieran bajo su piel y sin dejar de contemplarla con todo el odio posible mientras los ojos de ella iban haciéndose más y más blancos. Entonces aflojó la presión de sus dedos y la dejó tirada en el suelo de aquella cocina infernal bajo el peso del silencio y el calor. De repente, ella pareció reaccionar. El aire salió de su boca y luego la tos y el llanto y el sonido de sus manos aporreando las baldosas, y poco a poco la violencia inexplicable sacudiéndola y levantándola. Pero Alfredo ya cerraba la puerta de la casa y estaba fuera, ante el hueco de la escalera, alisándose el pelo debajo de la lámpara de bajísima potencia, mirando el resultado en la superficie de falso dorado del embellecedor del pasamanos. Asumió aquel término y lo recordó siempre. Embellecedor. Era la primera vez que comprendía que su propia belleza sería lo que lograría sacarle de allí. Descendió aparentemente despreocupado por la escalera y saludó con su innata cortesía a la vecina de abajo, Teresa. Aparentaba la edad de su madre, pero era sin duda más gorda, fumadora y dicharachera. «Te comía, hijo, tan educado y salado siempre. Qué suerte tienen tus padres», le dijo, y él sonrió como si no hubiera pasado nada o, más bien, como si acabara de asesinar a su madre por loca y a su padre por idiota e inexistente. Eso también lo descubrió ese día: podía aparentar, igual que un criminal, igual que un enfermo que oculta el dolor creyendo que esquiva a la muerte.

La madre fue internada en un centro de acogida municipal. Diagnosticaron un desorden psicótico. Alfredo la vio por última vez mezclando números con palabras y golpeando la mesa sobre la que hablaban antes de que unos empleados la retiraran.

Su padre también era cocinero, como después decidió ser el mismo Alfredo. Iba al carísimo Colegio Alemán, al norte de la ciudad, porque su padre cocinaba allí y, sin mayores explicaciones, a él siempre le adjudicaban un crédito extra por quedarse a limpiar la inmensa cocina de acero inoxidable junto a su padre cada tarde. Los dos sabían, sin decírselo, que prolongaban esa limpieza todo lo posible para evitar regresar a casa y enfrentarse a la madre. El padre decidió enseñarle trucos para rendir la sopa, los purés o rellenar las salchichas que se habían vuelto célebres en el colegio, hasta tal punto que muchos progenitores dejaban secretas y extensas propinas al padre de Alfredo para que este las envolviera en bolsas de papel y se las diera en la puerta trasera. Alfredo hijo entendió que la cocina era un universo de reglas secretas, de medidas que bien aprendidas le hacían más llevadera la física y las matemáticas. Solo que mientras más veía el trabajo de su padre, más mediocre le resultaba lo acomodaticio que era este ante su propio talento. «Cocinar es de pobres, comer es de ricos», le decía cansinamente. Alfredo le propuso encontrar un local, incluso en el mismo barrio del colegio, donde vender sus salchichas y algún que otro plato típicamente alemán: strudels, pasteles de carne, sopas muy cargadas… Lo dibujó, incluso construyó una maqueta y le llevó de la mano al sitio donde podían abrirlo. Convencido, el padre reunió el dinero y le presentó a una robusta socia, la señora Sonia, que sería luego descubierta como la verdadera mujer en su vida y madre de David, el hermanastro de Alfredo. Se llevaban seis años y David no había heredado la belleza de los Alfredos, padre e hijo, pero tenía un amaneramiento tan exagerado y audaz que Alfredo sintió un inusitado afán de protección hacia él.

Para sus amigos del colegio privado que lo becaba por ser hijo del cocinero y excelente deportista, su vida era genial. La salchichería servía cada tarde como lugar de reunión. Alfredo padre les permitía ver en la televisión los partidos del Barça que no se jugaban en el Camp Nou; los que sí se jugaban se compartían en asientos inmejorables gracias a las salchichas. En esa salchichería asistieron maravillados a la prosperidad del negocio paralela a la transformación de la ciudad que se acicalaba a la espera de los Juegos Olímpicos y el posterior crecimiento inmobiliario. En la trastienda podían escuchar a Los Sencillos mientras las niñas, Clara, Eliza con zeta, Greta y Úrsula le dejaban ver a Alfredo sus tetas sin sostenes si él les hacía su ya famosa imitación de los éxitos de Take That y Sergio Dalma.

Un día, el propio Sergio Dalma vino a la salchichería y Alfredo hijo le atendió cantando por lo bajini su gran hit, «Bailar pegados», cada vez que le entregaba un nuevo paquete de frankfurts. Le sorprendió la diferencia de altura entre ellos y, más aún, lo mucho que cambiaban las personas famosas en la realidad. Se lo hizo ver a Úrsula, que ya le mostraba más cosas que las tetas, y ella le dio una bofetada, juguetona pero bofetada al fin, que no resultó un juego para quien las había recibido de todo tipo de su propia madre. Eso marcó el final de Úrsula, sus tetas y mamadas deliciosas y el principio de un nuevo terror: no repetir la violencia de su madre en otras personas, bien fuera recibiéndola o ejecutándola. La obsesión lo llevó a aislarse momentáneamente de cualquier encuentro con el sexo opuesto y de frecuentar a los amigos. Solo podía estar cerca de su hermano y dejarse llevar por las obsesiones de este: ver «Sensación de vivir» y percatarse de que David estaba más enganchado a los chicos protagonistas que a Brenda o a la hija del productor de la serie, con las tetas tan blancas y duras pero la cara de chuparla mejor que Úrsula. Y, junto a aquel descubrimiento, llegaron también las canciones de Alejandro Sanz que David tarareaba continuamente, «Pisando fuerte, pisando fuerte» y una veneración cada vez más compulsiva hacia Winona Ryder, a quien el hermano imitaba tan exhaustivamente que hasta llegó a vestirse igual que ella en el momento en que cumplió dieciocho años, justo más o menos por el tiempo en que Alfredo conoció a Patricia.

Patricia. Patricia. Patricia. Eso fue lo primero que le encantó: el nombre. Y la aparición, tan exacta, tan medida, recién cumplidos los veintidós, a primera hora de la tarde de un 14 de junio de 1997. No fue en la salchichería sino en el taller culinario que los hermanos Casas empezaban a desarrollar en un anexo de la factoría de Mariscal. Iba a ser un experimento revolucionario, medio hippie y ya con aire retro, en el cual tres cocineros nacidos en Barcelona iban a convivir aprendiendo y disfrutando con el placer de cocinar. Les habían seleccionado en una especie de concurso que en un principio iba a ser televisado, pero no interesó a los ejecutivos de la televisión autonómica. Los Casas eran hermanos. Alfredo era, como siempre, él solo acompañado de su belleza. La comuna creativa, que así se llamaría el experimento, aparecía mucho en la prensa de la ciudad y los Casas ya eran requeridos por sus «experiencias líquidas», como llamaban a su pericia con los cócteles. En el verano, Mariscal les cedía un poco del jardín y los Casas y Alfredo ponían discos viejos de Benny Moré y se vestían con esmóquines blancos y hacían que bailaban mambos y chachachás. La afluencia de chicas era absoluta y únicamente agobiante para David, que veía cómo su también idolatrado y bellísimo medio hermano tenía que dividirse en atenciones. Los Casas tenían la virilidad dividida. Miguel, el que nació primero, no creía en el único amor sino en el polvoleo continuo, con la desgracia de que las mujeres que le hacían sentirse un Don Juan más de una vez resaltaban por su vulgaridad y chocaban con el ambiente sofisticado, semi nostálgico y creativo de la comuna. Fernando, el otro hermano, era un poco más alto e imitaba a Alfredo en todo: la manera de vestir, de peinarse, practicaba los mismos deportes, exhibía máxima educación, gustaba de aproximarse a la chica como siguiendo un manual antiguo y cursi de buenos modales. «Todas las chicas han visto de niñas películas de princesas», decía Alfredo, y Fernando solía repetir esa frase cada vez que llegaban las mujeres a las fiestas antes de San Juan.

Y así escuchó la primera vez hablar de Patricia. «Van der Garde, que es de puta madre como apellido, aunque sea inventado, que no lo es ni por asomo», había dicho David, que pese a su amaneramiento era aficionado a salpicar sus frases con groserías macarras. «Es cojonuda, con un aspecto de independencia total. Trabaja para ese mega gay de las relaciones públicas que lleva todas las fiestas, Lucas Torralba, pero puedes notar que lo hace para moverse y conocer más gente. Le encanta la arquitectura y creo que ha sido medio novia de Gaztaez, el arquitecto fantasma de los Coll, ya sabes. Sí, todo el mundo cree que es gay pero siempre está con las chicas más interesantes del momento. Y así es Patricia. La chica más interesante del momento.»

Ella retrocedió cuando ya estaba prácticamente dentro del jardín del taller. Llevaba un traje corto demasiado limpio para esa fiesta. Intentaba caminar con sus tacones sobre la gravilla de la entrada, las piernas sin medias, ligeramente bronceadas, fuertes, largas, con los músculos de años de ballet marcándose debajo de la piel. Alfredo dejó escapar el aire contenido y vio el lila del traje igual de fluorescente y al mismo tiempo marchito, como cuando las flores empiezan a morir en los jarrones. El pelo rubio le brillaba como si fuera miel debajo de un foco muy potente. Le gustó que las cejas fueran más marrones que negras, porque eso le hizo constatar que sí era rubia natural, y que tuviera las pestañas muy largas. Aún no sabía nada de rímel ni de alargadores, pero Alfredo sintió que eran naturalmente largas, y tupidas, y que el mismo sol que bañaba sus cabellos conseguía colarse entre ellas y crear un dibujo, un estampado, alrededor de sus ojos. También le gustó la nariz, tan recta, con las fosas muy abiertas, como si no escondiera nada, y debajo esos labios pequeños y carnosos y la barbilla firme con un mentón en el que se acomodarían a la perfección sus dedos cuando tuviera que reñirla o sujetarla allí simplemente por placer. Las sandalias de tacón, igual de lilas que el traje, se incrustaban en la gravilla y Patricia reía nerviosa, preocupada de no caerse y estropear su aparición. Alfredo fue hacia ella y la sujetó cogiéndola de la mano. Sintió su aroma, que era potente, un perfume de mamá, como ironizaba el hermanastro David acerca de los perfumes muy densos. Una chica tan bella, tan especial, solo podía usar un perfume así, tan intenso, para distraer la atención llamando todavía más la atención. Le gustó esa aritmética. De repente fue como si la comprendiera. Patricia apretó sus dedos en los suyos y con la mano libre agitó la melena para que el perfume calara todavía más. Alfredo sintió su respiración pausada, profunda, una bestia en reposo, y notó cómo ambos retardaban el momento de hacer coincidir sus miradas.

– Es una gravilla muy traicionera, en realidad son miles de cantos machacados por distintas máquinas, no hay mucha paridad -dijo él con ese tono didáctico que funcionaba bien con chicas elegantes y súper urbanas.

– ¡Estoy tan mal vestida! Tengo una boda a media tarde, pero no podía faltarle a Fernando -habló, al fin, y Alfredo sintió un respingo al escuchar, por primera vez, esa voz ronca, medio rota, que parecía regresar de una resaca tremenda, con mucho ron y cigarrillos. Eran tan dispares, la apariencia y la voz, como si ocultara una mujer dentro de otra mujer.

Ella seguía sujetándose a su mano y juntos habían conseguido alcanzar la escalera, por eso se soltó entonces y con la misma mano alejó varias piedrecillas de debajo de sus talones, se acomodó la falda (Alfredo notó que era de calidad, seguro que de un buen diseñador) y volvió a agitarse el pelo emanando más perfume nocturno, pesado, equivocado pero inmediatamente apropiado. Fue la primera vez que se miraron.

– Patricia van der Garde, tú debes de ser Alfredo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Coges la mano igual que David -dijo, y se rió de su propia pisada en falso-. Fernando siempre dice que tú eres el guapo y ellos los cocineros.

– Pensaba que ellos eran los enanitos y yo Blancanieves -le corrigió.

Patricia se rió, la nariz le crecía un pelín cuando reía, tenía los dientes frontales separados, no un boquete pero sí un espacio suficiente para crearle un error, un defecto que hacía más atractivo y perfecto su rostro. Los ojos le brillaban más cuando reía, como si estuvieran revelando todos los pensamientos inteligentes que la sonrisa no alcanzaba a transmitir. Entonces apareció Fernando, el delantal manchado de aceite y sangre de los pollos, sacudiéndose las manos sobre las manchas para luego abrazarla y besarla y desbaratar toda la magia tan solo porque Patricia no era un clic, mucho menos un «cotilleo», sino una novia, su novia, la novia de Fernando.

Su hermano no le había contado esa parte de Patricia, la maravillosa Patricia, la inconfundible Patricia: era la novia de su socio.

Alfredo se pasó toda la fiesta observándola, siguiéndola, involucrándose en las explicaciones cada vez más aburridas de los hermanos sobre sus cócteles y la comida líquida. Patricia le permitía estar cerca cuando no estaba envuelta por los brazos ridículos y sin músculos de Fernando, que la besaba y veneraba como si Torrebruno, el presentador diminuto de su infancia, estuviera al lado de Claudia Schiffer. Había muchas más chicas en la fiesta, de hecho Gloria García se había traído a todas sus amigas de la facultad y todo el mundo sabía que las componentes de pandilla de Gloria eran las tías más buenas, divertidas y locas de Barcelona. Estaban todas allí, en fila, esperando que Alfredo les dijera algo o decidiera irse con cualquiera de ellas o todas a la vez hacia la parte de atrás de la cocina para fumarse un canuto, meterse una raya, subirles las faldas, espolvorearlas de harina y todo cuanto generalmente hacían durante esas fiestas. Pero Alfredo no se movía, ponía esa cara de chico incómodo que generaba aquellos comentarios maledicentes que, cuando actuaba de un modo inesperado, le envolvían: «Es gay, aunque digan que es el hermano, que es un crío, el gay es él porque es demasiado guapo.» De vez en cuando Patricia parecía comprobar que seguía cerca, agitaba la melena y esta despedía un olor que era como el cebo que impedía que él se fuera lejos de su campo de visión. La boda, ¿no había dicho que tenía una boda a media tarde? Ya casi eran las seis y media. ¿No iba a la iglesia, acaso era de ese tipo de invitadas a una boda que esquivan la iglesia? Y, por cierto, ¿una boda en plena verbena de San Juan?

Entonces tuvo la idea.

Se dirigió hacia Fernando y consiguió separarlo de Patricia y llevarlo hasta un rincón. Por sus gestos evasivos podría creerse en un principio que el plan no estaba funcionándole a Alfredo tal y como esperaba, hasta que de repente Fernando claudicó, se encogió de hombros, medio rió y le tendió la palma de la mano para estrechársela, como quien cierra un trato. Alfredo se volvió todo agitación, llegó a un extremo del taller, consiguió unas cajas e instó a Miguel, el otro hermano Casas, a que le ayudara a reunirías en el medio del taller creando un improvisado escenario, una tarima peligrosa, porque las cajas tenían sus años y algunas no estaban del todo completas. Acercó las cajas lo más que pudo a los altavoces, al tiempo que el resto de la fiesta empezaba a agruparse ante lo que suponían un espectáculo.

Se escuchó un sonido cruel y desaforado, el acoplamiento de unos micros que Miguel y Alfredo instalaban sobre las cajas. Alfredo tomó uno para arreglar el sonido.

– Probando… Probando… Esto no es más que un concierto improvisado, bueno, una manera de mostrarles lo que hacemos en este taller cuando no tenemos más ideas para los cócteles o hemos consumido demasiados -dijo, buscando terminar la frase mirando a Patricia.

Ella le escuchaba, por supuesto, escudada detrás de las amigas de Gloria García, un poco demasiado a la izquierda.

Empezaron a escucharse los acordes de «Girl you know it's true», y Alfredo y Fernando, sus distintas estaturas, su falta de melenas rastas, sus tonos de piel completamente pálidos, no impidieron que su reinterpretación de Milli Vanilli se convirtiera en memorable.

Alfredo había dicho en una ocasión que consideraba injusto lo sucedido al dúo: haberles retirado el Grammy como artista revelación una vez que se descubriera que los que cantaban no eran ellos, sino dos señores mayores y anónimos. «Girl you know it's true» empezaba con ese golpe de pianos y los Milli Vanilli siguiendo una especie de rap «me estoy enamorando chica, chica, sabes que es verdad, uh, uh, uh, te quiero», cantaba el más guapo, y Alfredo lo hacía a la perfección mientras Fernando disfrutaba haciendo de coro. Imitaban la coreografía de los Milli Vanilli colocándose en el centro del peligroso escenario de cajas de madera y levantando los brazos en dirección contraria a las caderas. Alfredo se reía, no podía evitarlo, era el súmmum de su plan, afectarse tanto que se volvía adorable, libre, el mundo entero convertido en una sucesión de risas y Patricia, sin dejar de mirarle, dejándose seducir por su locura, su delirante y divertida manera de decirle que la quería.

Fernando se metía en el papel siguiendo la coreografía absurda de los falsos cantantes y, bajo los gritos de admiración, las cajas de madera que amenazaban con ceder a sus pesos, el estribillo de la canción y el pianito que les marcaba los compases y el momento adecuado para girar las caderas y estirar los brazos como hélices, Alfredo reconoció que su estrategia era brillante: nunca nadie más le bailaría algo así a Patricia van der Garde y muy difícilmente, en los años que podrían durar como amantes, novios, cómplices, volverían a escuchar esta canción en ninguna parte porque era una canción maldita, marcada, erradicada de las listas de éxitos por ser un fraude.

El público jaleaba, incluyendo a Patricia de pie. Alfredo se deshizo del abrazo de Casas y bajó de la tarima hacia ella.

– ¿No vas a hacer más Milli Vanilli? -preguntó Patricia.

– Solo tienen ese éxito -respondió él.

No había nadie en la cocina del taller. Patricia se quedó muy cerca de la puerta; tenía esa manera de recostarse en las esquinas, como si fuera una niña recién abusada o recién llegada de asesinar a su abusador. Buena y mala al mismo tiempo, víctima y victimario.

– ¿Sabes que llevo más de cuatro meses saliendo con Fernando? -preguntó ella un instante antes de que Alfredo apretara el botón del mezclador de cócteles y su ruido les hiciera reír.

El comenzó a hacer muecas mientras hablaba, como si le estuviera diciendo un secreto, algo increíblemente importante: MEDAABSOLUTAMENTEIGUALCONQUIENTEACUESTESPORQUELOQUEQUIEROESBESARTETODALANOCHEYQUEDARMEAVIVIRCONTIGOENCUALQUIERAQUESEALAPARTEDELMUNDO. Patricia abría mucho los ojos y deseaba sonreír y lo que hacía era acercarse más y más hacia el aparato que trituraba hielos y ramas verdes hasta convertirlos en una especie de vómito helado. Fueron juntos a apagarlo y terminaron besándose con una rabia que no les asustó. Alfredo recordó las películas de Godzilla que había visto de adolescente en un viaje de colegio a Egipto en el cual, en vez de ir a admirar las pirámides, él y sus amigos se quedaban en el hotel embelesados con esas películas japonesas donde dinosaurios extraterrestres pisaban edificios y coches en las avenidas niponas. Patricia le decía algo, «No creas que estoy de verdad enamorada de Fernando. No lo sé. Me parece que voy a pasarme toda la vida intentando comprender qué es el amor para mí», y él continuaba besándola, recordando esas dentelladas de los monstruos gigantes enfrentados ante rascacielos derrumbados y autopistas partidas en dos.

Habían pasado once años, quizá doce años, y ahora retiraba sus manos delante de sus ojos para que Patricia admirara al fin el Ovington.

CAPÍTULO 11

NOCHE DE ESTRENO

Las paredes principales del Ovington eran gigantescos ventanales. La del fondo, donde estaba la cocina, y la de al lado, de ladrillo blanco a la vista. Las mesas variaban de tamaño, algunas como amebas justo enfrente del vidrio que separaba la cocina de la sala, y las más convencionales próximas a la puerta tanto en la pared de ladrillo blanco como en el ventanal que daba a la calle paralela. El tamaño no importaba, una mesa de dos podría ser de cuatro, una de seis agrupar ocho. Adaptación, era el concepto principal del restaurante: adaptarse a los tiempos que corrían.

La cocina era un laboratorio. Un magnífico fregadero con forma de abrevadero hacia la izquierda. Las inmensas neveras de aluminio al fondo, como una pared. En el centro dos islas para preparar las comidas y a través de un estrecho pasillo, la zona de congelados, que Patricia abrió para ver si habían llegado las latas de crema doble batida de Suiza, que le chiflaban tanto que Alfredo siempre la reñía por tener una lata abierta para rebañar con sus dedos. Sí, allí estaba. Alfredo la seguía, silente, esperando su reacción, observando cómo Patricia de inmediato se ponía a ordenar latas y tuppers en el inmenso congelador. Añojo del Borough, nunca carne de ternera porque casi siempre lleva tantas hormonas como la del pollo, uno de esos datos bajo los cuales se sustenta toda una filosofía ante la cocina. Black savage cod, bacalao negro salvaje, también recién cortado y ya perfectamente dispuesto en el tupper con las hojas de laurel entre filete y filete y una débil capa de papel film transparente. Guarnición uno, una especie de minestrone que Alfredo inventó mientras esperaba que Patricia regresara de sus infidelidades o noches de estreno. Cada trozo de la verdura debidamente adobada y suavizada por las lágrimas vertidas, lágrimas de rabia, de celos, de impotencia por continuar al lado de esta mujer que cada día, cada minuto hace exactamente lo que le da la gana.

– Me gusta tu reino -dictaminó Patricia, secándose las manos heladas en una toalla que aún tenía la etiqueta del precio, lo quitó, abrió el contenedor de basuras, todo cubículos y tubos de distintos colores. Odiaba el reciclaje, aunque jamás lo reconociera públicamente, era una de las cosas del siglo XXI que jamás llegaría a entender.

– Dilo otra vez -imploró Alfredo.

– Me gusta tu nuevo reino. -Alfredo la giró para que contemplaran las puertas de los refrigeradores. Se miró a sí misma, con Alfredo detrás, en la amplia superficie metálica. Eran perfectas planchas de aluminio que iban de la pared al suelo, tan lisas, tan mates, que servían de espejo para reflejar el interior del restaurante.

– Puedes ver toda la sala, la puerta, la calle, quién entra, quién va -contestó Alfredo.

– Ya nosotros mismos, Alfredo -dijo Patricia.

La llegada de unos paquetes rompió la imagen.

– Son los platos que envían los de Valencia -resolvió Patricia, su voz adquiriendo ese acento austríaco que empleaba cuando algo serio pasaba y no le gustaba.

– ¿Qué tipo de platos? -preguntó Alfredo, cuando en verdad lo que deseaba era besarla, revolverle más aún la perfectamente despeinada melena.

– ¿Vas a decirme que no lo recuerdas, Alfredo? Un veinticinco por ciento de lo invertido en esto es dinero de esos amigos de tu hermano. Vienen de un restaurante que apoyaron durante la Copa América de Vela… Al menos eso indica el remitente.

– Dios mío… No creo que estén limpios, de ninguna de las maneras. Tienes que pensar en algo para usarlos esta noche.

– No soy la chef sino más bien la productora.

– Han enviado otros -dijo, señalando a otra caja que los obreros, rumanos o seguramente búlgaros, acercaban a la puerta-. Con dibujos de falleras. ¿Te vestirías tú de fallera?

– Esto es serio, Alfredo. Tienes socios valencianos, te han enviado platos de sus empresas con falleras en el fondo y vienen esta noche. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes?

– Bueno, hemos tenido socios de todo tipo, Patricia. Al menos estos están relacionados con la restauración. Pondremos los de falleras, no sé, de bajoplatos, o si son más pequeños para servir las ensaladas, que tienen ese «momento» huerta.

– Yo no hablo de «momentos», Alfredo. Yo estoy aquí para ayudarte con las decisiones.

Alfredo decidió ir hacia las cajas. Le molestaba ese momento en que Patricia se ponía austríaca. Su padre era austríaco, su madre no tanto, había nacido en Viena pero seguramente porque sus padres habían llegado allí no sabía de dónde. Averiguar más de los Van der Garde era tarea imposible.

Daba miedo ese tono fuerte, marcando todas las consonantes, que adquiría su voz cuando ordenaba. Los socios valencianos, maldita la hora. Pero ¿quién no los tenía en la segunda mitad del 2000? Mientras Barcelona se emperraba en elegir políticos nacionalistas, la derecha española inyectaba de dinero la otra ciudad mediterránea y ese chorro de dinero bien puede ir a parar a los proyectos de un cocinero joven con propósitos. ¿Cómo se guisaba todo esto? Recordando a los curas, se decía Alfredo. Un cocinero se parece mucho a un cura: siempre guarda un secreto.

– No me gusta cuando estás tan callado -interrumpió la voz de Patricia.

– Ni a mí cuando te pones austríaca -contestó él, desembalando uno de los platos cuadrados. Completamente cuadrados.

Alfredo vio claramente en su mente aquel restaurante en Manhattan, al lado del que llevaba Plácido Domingo, con aquellos platos cuadrados que quedaban manchados por las salsas que no podían resbalar bien por sus superficies. Un crítico había escrito: «Los platos cuadrados convierten estos manjares españoles en cuadros de Georgia O'Keefe desdibujados por la lluvia en el desierto.» -Son horribles -remarcó Patricia.

– Y aunque no te guste lo de «momentos», exclaman «Momento dos mil siete».

Tenían una escritura detrás: «La tradición valenciana al servicio de la modernidad, Copa América de Vela 2007, Valencia en el Mundo.» -Un postre -el hablar de Patricia crecía en consonantes y se hacía más crispado, rápido y atonal-, tendrías que inventarte un postre, tienen la dimensión perfecta para un trozo de pudding y un helado, o una mousse…

– Odio la mousse, odio el postre y odio los postres de última hora. Íbamos a servir un alaska en vasitos de degustación.

– Pues ahora será sobre estas reinas falleras, Alfredo.

– Patricia, ¿por qué tiene que ser así?

– Porque han puesto hasta el dinero de los manteles, Alfredo. ¿Tú crees que cualquier persona instala un restaurante en pleno Londres en menos de un mes?

Respiraron hondo, al unísono. Algo de lo que habían dicho les dejaba sin respiración. Solo les aliviaba no haber mencionado a Marrero, una vez más detrás de cualquier movimiento opaco.

– Nunca me gustó la idea de estos socios.

– Sin ellos no estaríamos aquí y punto, Alfredo.

– Tampoco me gusta cuando te pones austríaca. Nunca me gustó la Patricia sargento.

Patricia comenzó a sacar los platos y colocarlos en la encimera. Volvió a respirar hondo y Alfredo la rodeó. Se besaron, se abrazaron y miraron el restaurante vacío, la cocina, las ventanas y la calle llena de gente bien vestida con caras tristes.

Nueva York quedaba definitivamente atrás minutos antes de inaugurar Ovington. Allí llegaron a tener hasta veinte personas trabajando en la cocina. Aquí eran solo cuatro. Vuelta a las raíces. Cuando empezaron en esto, diez, doce años atrás, ser cocinero era lo más chic del mundo. El principio del boom. Curioso, pensaba Alfredo frente a su reino, como había dicho Patricia, curioso cómo cada década tiene un oficio que parece el no va más. En los ochenta, todo el mundo fue diseñador, de ropa, de interiores, gráfico, de gafas, de posturas para hacer vogueing en las fiestas. En los noventa, algunos de los que fueron diseñadores en la década anterior se volvieron cineastas. Todo el mundo hizo una película o un cortometraje sobre algún país con hambre, alguna guerra en los Balcanes, o películas publicitarias que eran como se empezó a llamar a los repetitivos anuncios en esa década. Y en los 2000, él y los hermanos Casas hicieron apetecible ser cocinero.

En la sala Patricia revisaba las mesas y que los manteles que las cubrían cayeran bien, que no faltara ningún cubierto, que cada servilleta estuviera bien doblada y cada plato a una distancia cómoda del siguiente.

La puerta se abrió a las ocho en punto, los dos al unísono recibieron una fila muy ordenada, muy británica, de invitados.

Alfredo se encontró en la cocina con Lucía Higgins. Totalmente disfrazada de señora británica que conserva un palco en la ópera.

– Sabes que soy una de tus acérrimas, bello Alfredo. Qué maravilla de sitio, qué estupenda decoración…

– Viniendo de ti, Lucía, que has decorado las mejores embajadas españolas…

– Oh, pero sin ningún talento, Alfredo. Con muy buenos presupuestos, sin duda, pero es ahora cuando todos tenemos que demostrar si de verdad tenemos talento, ¿no te parece?

– Hay que saber aprovechar los momentos que nos exigen soluciones -observó él.

– No me hables como un político, que conozco muchos, Alfredo -contestó Lucía.

Tenía la voz más ronca, cincuenta camino a sesenta supervisados magistralmente, ni una arruga fuera de lugar. Higgins, Higgins la Pepito Grillo, la sombra perseguidora. Alfredo no la quería tan cerca allí en la cocina, no le gustaba que la gente le espiara ni mucho menos hacer presentaciones. Pero en esto Higgins no necesitaba segundos, lo hacía divinamente ella misma. Famosa por ser cercana a los famosos, Lucía Higgins comenzó su carrera social en una fiesta en el Instituto Hispano de Nueva York a la que acudió invitada por una biblia del corazón y con el encargo de cubrir la fiesta aprovechando que en breve tiempo sería la cónsul. Eran los últimos ochenta, muchas cosas se explican con decir esa frase. Delante de un número indeterminado de millonarios y pseudo millonarios latinoamericanos exclamó: «¡En esta fiesta no hay nadie!», lo que pasó a convertirse en la frase con la cual era señalada en cualquier celebración en la que estuviera. Patricia la imitaba muy bien: «¡En esta fiesta no hay nadie!» -Patricia, por cierto -decía ahora Lucía-, está divina, como siempre, claro. Pero ¿qué es toda esta chorrada de haber dejado Nueva York porque estaba lleno de españoles si esta noche, de los sesenta que estamos aquí, cincuenta lo somos?

– Los españoles hemos recuperado nuestro espíritu conquistador -dijo alguien que parecía el embajador. Patricia intentaba acercarse a Higgins para que no siguiera importunando a Alfredo.

– No hemos parado de viajar en los últimos veinte años -dijo un caballero corpulento, voz grave, Patricia no alcanzaba a verlo bien. Estaba bastante ocupada en que Alfredo pudiera cocinar tranquilamente-. Tanto viajar y tan poco construir en el propio país -continuaba el caballero corpulento, quizá gordo-. Si pusiéramos todo el dinero que nos hemos gastado en viajes en una cuenta de ahorro, sorteábamos la crisis -concluyó.

Higgins se plantó frente a Patricia.

– Vamos a disfrutar mucho las dos, los tres, de este portentoso éxito. Yo nunca me equivoco, Patricia y este restaurante tiene el éxito escrito en cada rincón.

Patricia agradeció como pudo el cumplido.

– ¿Sabes qué pienso? Gente como tú y Alfredo, Patricia, gente como vosotros, habéis nacido en el siglo equivocado. Vosotros erais para nacer en el Renacimiento, no en esta debacle sin soluciones. No hay sensibilidad. No hay nada, vivimos en la nada. -Por fin se alejaba, como si acabara de cantar el aria de La Reina de la Noche en La flauta mágica y necesitara cambiarse de traje para otra función. Patricia mantuvo su sonrisa de anfitriona hasta verla acomodarse en su mesa, donde todos se levantaron para recibirla. Eran los amigos valencianos de David. Caballeros jóvenes pero vestidos como señores de algún país sin nombre, gemelos que estrujaban los puños de sus camisas, corbatas que les dejaban sin aire. Rayas diplomáticas muy marcadas. Zapatos italianos muy brillantes. Eran los que habían enviado los platos. Y la Higgins allí, en medio de todo, como el lazo gigante en la caja ídem del regalo más equivocado.

La Modelo no había venido sola, en realidad su caravana de colgados aseguraría que la inauguración tendría cierta presencia en las crónicas sociales de los días siguientes. Estaba también la actriz que la acompañara a la fiesta del rascacielos, muy nerviosa, agitada, hablando de un papel que acababan de ofrecerle para empezar a ensayar en enero. Y, asimismo, un fotógrafo vestido con un esmoquin muy entallado. La Modelo le hablaba haciendo poses que él desdeñaba, no tendría más de veinticinco años y Alfredo, ahora otra vez desde la cocina, pensaba que seguramente jamás habría visto Blow Up, o que de haberlo hecho desdeñaría el filme diciendo que «había envejecido mal». Odiaba esa expresión. Para él un plato jamás envejece, simplemente desaparece. La comida puede pudrirse o caducar, pero decir algo así de una película le parecía tan mezquino…

Patricia tomó el iPod y lo llevó hasta la sala. «Lisztomania», de Phoenix, y Alfredo se recordó con Patricia en una fiesta a principios de la pasada primavera, bailando y cantándola. Se puso a hacerlo allí mismo. «Oh, tu feliz fin de semana que termina, un amor tan solo para los caballeros, los ricos, privilegiados caballeros, Lisztomania, arrepentirse de verte crecer, no fácil de ofender.» Le encantaban esos franceses, esas letras tan locas y ese sonido rockero y noventero. Alzó la vista hacia la sala, le estaban contemplando y le afloró esa vena suya exhibicionista. Ya empezaban a circular los platos del menú de inauguración, era el momento de crear esa locura necesaria en todo estreno. Desbocar la fiesta. Remarcó los pasos, actuó un poco para interpretar las palabras. «De la misa a las masas, como un paseo, sin corazón que dejar», iba siguiendo el crescendo de la canción, la percusión ascendiendo por todo el vidrio del local. Comenzaban a aplaudir y algunas mesas a seguir el ritmo del baile feliz, aparentemente feliz de Alfredo. La sala era, sí, un anuncio, pero no de un producto determinado sino de una ciudad que deseaba pasárselo bien. Cierto que a lo mejor por última vez, pero ya llevaban varias últimas veces. Alfredo terminaba el paseo y volvía a protegerse detrás de los vidrios. «Lisztomania, arrepentirte de verte crecer…», empezarían los violines eléctricos y Alfredo se desmelenaría, el pelo sobre los ojos, viendo a Patricia en la sala, entre las mesas, un poco madame, un poco asustada. Era su momento, solo le miraban a él, haciéndose el loco, el loquito genial detrás del vidrio.

Aunque aún estuvieran con los primeros, Joanie y Francisco preparaban los platos para el postre. Joanie y Francisco, ella surafricana y no negra, como Charlize Theron pero menos guapa, para no eclipsar a Patricia. Y Francisco, bajito, simpático, a lo mejor valenciano aunque se empeñaba en hablar con un acento francés en inglés. Iban colocando los platos cuadrados de las falleras en fila. Eran iguales, no había marca ni numeración especial. Todo el tiempo, desde el momento que los desempacaron hasta ahora, Alfredo había estado pensando en esos platos. Ocultaban algo. A lo mejor, siempre a lo mejor, Marrero les estaba gastando una broma a través de esos socios valencianos. La gente disfruta perversamente de enredar la felicidad de una pareja. Tenía que decírselo a Patricia: es mentira, se burlan de nosotros. Pero la fallera desde el fondo del plato parecía guiñarle un ojo. No, Alfredo, no es tal broma. Volvió a mirar a la sala, le hacían señas, de verdad, desde el otro lado del vidrio. El pescado era un hito, hasta los pocos ingleses presentes, en la mesa de la Higgins, lo comentaban. Un triunfo seguido de otro triunfo: la carne se deshacía prácticamente con verla.

Reconoció a dos invitados que buscaban espacio en las mesas. Uno era el hijo de una princesa real de un país europeo que ha cambiado de nombre y se dedicaba desde hace años al negocio de las joyas. Sexualidad indeterminada, fortuna poca pero una buena agenda de publicistas que conseguían que su rostro siempre apareciera en las listas importantes. Los mejor vestidos, los más influyentes, los más prometedores. Alfredo le saludó desde su sitio. Otro era un viejo noble, de título indeterminado, incluso podría ser de Jerez. Terminaron por sentarse a la mesa de la Modelo sin que, al parecer, les importara demasiado ser los más ancianos del grupo. Les recibieron con frialdad pero pronto se dejaron seducir por sus historias de Studio 54. Patricia se acercó solícita con una fuente grande donde había colocado con maestría una pequeña muestra de cada plato del menú. Patricia tenía siempre algo diferente para los de sangre azul.

En la mesa de al lado, seguía Alfredo supervisando, se agrupaban otros invitados ingleses: un conocido representante de músicos de programas de talento de televisión que era el marido, o recién ex, de la galerista. Pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo mensajes en su móvil en los que, por lo que reía Alfredo en sus labios, solía repetir mucho la frase «Simon va a llamarme en cualquier momento», para la risa del resto de acompañantes. Patricia cambió algo en el iPod, le tomó el brazo, saldrían bailando cuando desfilaran los platos-fallera.

«Va a un lado, la llaman de otro lado, bomba latina, onda chamana», decía la canción de Chico y Chica. Bombas latinas, eso eran ellos dos. Bombas latinas, podían estar también debajo de los platos. Aparecieron por fin las alaskas encima de las falleras en los platos cuadrados. Higgins levantó su cuchara en aprobación y la Modelo jugaba a sorberlas desde el plato con su diminuta boca de inglesa excitada. Alfredo quería ver el fondo de los platos, una fallera con una señal, soy yo, aquí dentro hay un papel que implicará a todos. Pero lo único que percibió, por encima de la música, fueron aplausos. Se levantaban sus invitados de las mesas, venían a besarle y a abrazarle. Patricia quedaba obstruida por todos ellos, no Lucía Higgins, que ya estaba a su lado hablándole de cosas que no podía escuchar y presentándole a una mujer delgada por un lado, exuberante por otro, que un fotógrafo con una cámara muy grande y peligrosa se empeñaba en inmortalizar. Era la ex esposa de un torero, alcanzó a comprender de entre la verborrea de la Higgins. Y también consiguió escuchar cómo una de las amigas de la Modelo se preguntaba «Pero… ¿los toreros pueden divorciarse?», mientras saludaba a la extensa mesa de la Modelo y Andrea, la galerista, exponía su teoría de que «Si hay tanta violencia de género en España es porque es lícito matar animales delante de la gente».

Alfredo no podía seguir todas las conversaciones. Las cosas sucedían de una manera rápida, más rápida que en Manhattan, seguramente porque los ingleses tienen todas esas reglas para el consumo de alcohol (cerrar la barra a las doce, evacuar el sitio completamente antes de la una…) que les obligan a excitarse súbitamente para cumplir con ellas. «Estoy fascinada por la sofisticación que has alcanzado», le decía alguien cuyo rostro no podía retener. Sonaba Talking Heads y él miraba hacia los platos de falleras, la alaska se desparramaba sin remedio. ¿Por qué nadie le comentaba nada acerca de esos platos tan estrafalarios?

La voz de David Byrne hacía que el momento tuviera algo de mágica coreografía, lo que hizo que el hombre muy delgado con garitas muy pequeñas, que Patricia y Alfredo creían que era el crítico culinario del Evening-Standard no llegara a aplaudir pero sí a mover un poco su caderita para seguir los compases de «Once in a lifetime»: «Una vez en la vida, habrá agua en la luna y en el fondo de los océanos, iremos hacía el azul infinito, dejando los días pasar, una vez en la vida. Y usted se preguntará a sí mismo: ¿tengo razón o estoy equivocado?» La Modelo bailaba sobre su mesa moviendo sus brazos como si fuera un ave desaparecida y Alfredo, atendiendo a la conversación de una señora muy mayor con un sombrero de plumas moradas, la instó a que imitara a la novia de su novia. La Modelo se creía en una estepa del África Jupiteriano, la señora más bien en una Kenya de mercadillo. El resto rebañaba la alaska derretida y la Higgins sostenía los platos como si supiera lo que contenían. Alfredo quería llegar de nuevo a ella, hacerle confesar. Patricia también la observaba.

Sintieron la palmadita familiar, justo al final de sus nucas.

– Perdona que me haya inmiscuido en tu sanctasanctórum -oyeron a sus espaldas.

Joanie estaba ocupada preparando más alaskas. Francisco vigilaba las hornillas iniciando su apagar, la sala delante de ellos comenzaba a convertirse en un baile de mesas, invitados saltando de una a otra para saludarse.

– Entiendo que no me reconozcas, Alfredo. Cada viaje a Panamá me deja más cambiado. -La cara podía cambiar, pero la voz era la misma. Patricia y Alfredo se vieron asustados, amén de desdibujados en las puertas del refrigerador.

– ¿Quieres un gin tonic, Marrero? -preguntó Patricia.

CAPÍTULO 12

UNA CARA NUEVA; MISMA VOZ

– Todavía puedes llamarme señor Moura, querida Patricia -respondió el caballero y apartó sus manos de sus nucas.

Ese era el hombre, Marrero, todavía vestido con la guayabera que habría llevado en Panamá, donde habría estado recuperándose de una enésima operación de estética. Alfredo sintió la repulsión que describía la familiaridad ante el hombre. Siempre era la misma, como cuando te acercan un bicho temible que, sin embargo, es comestible.

– Es cierto que la última vez que nos vimos no me había visto obligado a cambiar de nombre. Pero os envié un cable, no recuerdo ahora desde dónde. Da igual, allí os explicaba que me llamaría señor Moura. Tengo mucho que contaros. Todo está patas arriba. Menos lo que hemos trabajado juntos, no os preocupéis.

– ¿Te has operado otra vez con el doctor Piñón? -preguntó Patricia con absoluta naturalidad.

Marrero asintió.

– ¿Puedes recordarme cuánto tiempo llevas siendo Gerardo Moura? -continuó Alfredo.

– Menos de dos años. No es culpa mía. -Abrió las manos, y bramó como un malo de película-. Mis socios siempre se meten en líos y en España a lo mejor sea más fácil que en otros países desaparecer un tiempo, cambiar de nombre, operarte un poco el mentón y los ojos y convertirte en otra persona expatriada.

– Es lo que hizo uno de los asesinos de los marqueses de Urquijo -dijo Alfredo.

– Bueno, pero la cirugía era muy mala en esa época. Ya sabes que cambia mucho, como la tecnología móvil.

– ¿Entonces debemos llamarte señor Moura o puedes ser Marrero al menos para nosotros? -indagó Patricia.

– Lo que tú quieras, querida Patricia -respondió él. Patricia sonrió sin mirarle. A Alfredo no le gustó nada esa última parte del diálogo.

Debían demasiado a un hombre aficionado a aparecer y desaparecer. Patricia había dicho que le conocieron antes de que cayeran las Torres Gemelas. Alfredo creía que un poco antes. Hombre, mucho antes, en efecto, cuando Barcelona parecía llenarse de restaurantes de autor, que no de diseño. Y allí estaban ellos, los hermanos Casas y él y todos los que bautizaba con sobrenombres, intentando hacerse tan ricos y célebres como el Innombrable. Y Marrero, siempre llegando en un avión privado, bien de Mallorca o de Nueva York, les movía a todos como piezas en el tablero de ajedrez. Tenía una compañía de vuelos privados y facilitaba paquetes de viajes a empresarios catalanes que siempre tenían poco tiempo. «¿Todavía viajas en business?», era su grito de guerra. Parecía sentir especial afinidad por Alfredo. Sí, fue él quien lo introdujo en sus vidas. Marrero conocía tanta gente, tantos nombres propios.

Marrero era necesario y repulsivo. Y la combinación de ambas cosas provocaba demasiado miedo para atreverse a entrar en ello. Lo de los aviones creció. Un día les dijo: «Chicos, esa mudanza que vais a hacer a Nueva York, dejadme echaros una mano, llevemos todo lo necesario en mi avión con vosotros dentro», y ellos aceptaron, de esa manera en que aceptaban regalos que no hacían falta. Esa especie de resignación que no podían explicar bien. Venga, sí, es un viaje, lo pasaremos bomba, siempre estuvieron rodeados de esa frase con Marrero y esos años felices del principio del siglo XXI: «Lo pasaremos bomba.» Y caían bombas, edificios que se derrumbaban y ellos seguían pasándoselo bomba. Marrero se instaló también en Manhattan. «A estos gringos les encanta lo europeo y prefieren comprarme y alquilarme los aviones antes que a unos árabes o a unos sudacas.» Empezaron todos esos cambios de caras y nombres y socios que o estaban metidos en el petróleo ecuatoriano o vendían obras no del todo certificadas de Botero y de Warhol o hablaban en mallorquín cerrado en el restaurante neoyorquino. Alfredo, como muchos otros cocineros de su generación y éxito, acataba una ley no escrita de no preguntar ni sobre acentos ni sobre orígenes de fortunas. Ni a socios ni, mucho menos, a comensales.

Pero con Marrero era distinto, porque empezó a saber mucho de él. Según le revelaron, su primera esposa le reportó una segunda residencia en Puigcerdà, en Girona, para esquiar y recibir amigos en invierno, subir a la montaña y jugar con los hijos a ver los animales en su hábitat en el verano. Se divorció de esa primera esposa, tonteó con media ciudad disponible y estuvo a punto de casarse con una bella heredera que murió en un accidente de moto. Aún juntos, Pedro Marrero se había enamorado de una hija de Francesc Raventós, para nada relacionado con Alfredo sino con los de verdadero dinero. El amor llevó al matrimonio. La nueva esposa, Amelia, creía recordar que se llamaba, trabajaba para una empresa de finanzas muy poderosa en Manhattan, y de este modo, gracias a ella, Marrero logró conocer al señor Madoff, el reputado pero casi invisible señor de las finanzas. El nombre que cambiaba de dirección cualquier conversación en Manhattan y la orientaba hacia su Torre Pintalabios, en la Tercera Avenida y la 54, el centro del mundo de los inversores privilegiados que seleccionaba y donde transformaba sus miles de millones en otros miles de millones. Marrero le vendió un avión y luego otro y todo el tiempo se jactaba de tenerlo en el móvil para lo que fuera. Además descubrió la simpatía que el caballero judío sentía por España y en especial por Mallorca. «Una isla siempre llama a otra isla», era la frase de Marrero. Y la amistad llevó a los negocios conjuntos, con Marrero adquiriendo terrenos, inversiones y nuevos clientes para las expansivas manos, ojos y garganta del caballero judío. En un momento dado, la relación con el judío estorbó la paz del matrimonio. Y la heredera con talento financiero falleció también en un accidente de moto.

Y ahora otra cara, mismo nombre falso, en el espejo del Ovington.

– Arreglo finanzas a personas muy importantes o que han robado cantidades muy importantes -hablaba Marrero-. Siempre se destapa, ya sabes, se descubre quién ha robado y cuánto ha robado y los periódicos dicen que unos más que otros y que ellos saben más que los de la competencia, los partidos se ponen nerviosos, todo el mundo cree que perderá las elecciones y las encuestas en cambio les aseguran que no existe ningún cambio electoral a tenor de los escándalos descubiertos. Pero yo no me puedo fiar de nadie. Cuando veo que mi sombra en la calle rebasa el sombrero, huyo. En realidad voy siempre a Panamá, el doctor Piñón me muestra una nueva cara e intentamos colocarla lo mejor posible.

– ¿Cuando la sombra te rebasa el sombrero? -preguntó Alfredo, como si hubiera seguido toda la conversación.

– Un dicho como cualquier otro. Los pillos estamos llenos de frases hechas, querido Alfredo. A veces incluso nos las inventamos y, como con todo lo demás, convencemos al resto de que son de toda la vida.

– Hemos recibido los platos -comentó Patricia, el tono de siempre, como si lo que dijera no tuviera ninguna importancia.

– Espero, Alfredo, que no ocasionen muchos disgustos en la decoración -dijo Marrero evitando mover algún músculo de la cara. Tantas operaciones a veces confundían a los nervios y, cuando quería abrir un ojo, levantaba un labio o gesticulaba una mano en dirección equivocada.

– ¿Ocultan algo? -preguntó Alfredo, empleando el mismo tono de máxima despreocupación de su novia.

– ¡Vaya, qué idea más loca, Alfredo! Un mapa del tesoro. -Quería reír pero se generaba un tic en sus ojos que se abrían y cerraban como si acabara de ver un espanto-. Solo uno de ellos. El problema es que no sabemos cuál. Es broma, claro -concluyó, dejando en Alfredo y Patricia la certeza de que los platos eran un lío bastante gordo.

– Pensaba que los habían enviado los amigos de mi hermano -musitó Alfredo.

– Por favor, disfrutadlos. Estoy seguro de que le pondrán un toque, no sé, de kitsch fallero, a este restaurante en el frío Londres -concluyó Marrero intentando sonreír, ojos y manos sin cerrarse ni abrirse.

En la mesa de la Modelo seguían agrupándose personalidades cansadas ya del baile.

– Es increíble cómo siempre somos los mismos -sentenció Marrero- y aun así no siempre recuerdas los nombres. A lo mejor todos cambiamos más veces de identidad que yo mismo. -Se rió-. Vosotros no, vosotros permanecéis siempre iguales. Como los vampiros europeos que acuden a Boston a buscar sangre nueva.

Patricia rió el pésimo comentario. Alfredo, no muy convencido, terminó por dejar escapar dos estúpidos je, je.

– Por cierto, Alfredo, hablando de vampiros, David, tu hermano, estuvo en Panamá.

– Me ha escrito algo, creo, le gustaron mucho las playas.

– Una a una se las enseñó mi hijo. Son novios desde entonces.

El hombre crujió sus dedos, horror, y mostró una sonrisa de asesino en su cara. A lo mejor quería ser de ingenuo, pero con ese rostro sin voluntad nunca se sabía qué podía resultar.

– Pedrito, mi hijo, es el novio de tu hermano David -repitió Marrero.

– Ya -reconoció Alfredo arrepintiéndose de inmediato de continuar así de lacónicamente la conversación. En realidad, en la cruda realidad, no conocía demasiado a Pedrito. Solo lo había visto con David una tarde en Nueva York, los dos se cogían de la mano en su restaurante y se alimentaban el uno al otro ante toda la sala llena de señoras que venían de una inauguración en el Metropolitan-. Todavía no les he visto, Patricia y yo les esperábamos hoy.

– Perdieron la conexión en Ibiza. Ojalá lleguen mañana. Les he invitado una noche en el Park Lane. Los maricones en Ibiza pierden el culo y la cabeza -dijo con ese tono de mafioso alicantino. Patricia sintió que casi se cortaba una uña, pero era falsa alarma.

– Ahora vamos a ser familia, chicos -continuó Marrero intentado sonreír de medio lado como hacía antes del cambio de rostro. Los labios se negaron a abrirse y los ojos, por un momento, se balancearon como un cuadro mal colgado.

Patricia tomó uno de los platos de fallera con el postre encima y lo acercó a Marrero.

– Qué guapa eres, Patricia -dijo entonces, elevando el tono de voz-. Qué bien sabes que nunca me quedo a los postres.

Probó un poco, pero más bien parecía querer cerciorarse de que el plato era de los suyos y, seguramente, buscar alguna numeración, algún detalle en la fallera que le indicara que era ese plato especial del cual no se atrevían a preguntar nada.

– Está excelente. De todas las comidas de cocineros españoles la tuya es la más viajada, Alfredo -admiró, siempre luchando porque su voz y costumbres se hicieran con la nueva cara. La ecuación le hacía hablar muy rápido, algo que ya hacía antes, pero ahora casi desbocado-. Lo tienes todo, tío. Tienes la mujer más deliciosa del planeta, un talento increíble y una estrella también. Y además la pinta, la tuya. Vaya planta, joder, ya ves que no me duelen prendas en admirarte. A lo mejor por eso mi hijo es maricón, porque sé reconocer a un tío guapo, nunca tuve apuros para ello.

Alfredo retiró el plato, quería ver la fallera. Tenía un traje lleno de dorados y cobres, mucho pendiente, un moño tan alto, la mantilla le recordó a cabellos de ángel teñidos con tinta de chipirones.

Marrero seguía allí, con la cara de Gerardo Moura ajustándose continuamente.

– Bueno, creo que he dicho todo lo que tenía que decir. Es probable que recupere mi identidad como Marrero, cuando pase un poco esta nube de bancos desorientados. Así por lo menos he cumplido nuestra tradición de que siempre me veríais con mis caras nuevas, ¿lo recordáis, no?

– Desde el año 2000, Marrero -confirmó Patricia.

– Erais tan niños, me recordabais a Penélope Cruz y a Tom Cruise en esa película malísima. ¿Cómo se llamaba? Era la adaptación de un clásico incomprensible de Amenábar…

– Vanilla Sky -dijo Alfredo.

– La he vuelto a ver, por cierto, y fíjate por dónde, es mucho mejor película hoy día que entonces. Hasta el acento de Penélope es mucho menos de lo que pensábamos.

– Será porque todos tenemos un acento en estas ciudades, Marrero -atajó Patricia.

– Probable, probable… -repitió Marrero, que siempre alargaba las palabras para sentirse más mafioso-. Eso erais vosotros cuando os conocí, dos bellezas con los ojos tan grandes, el estómago tan caliente y hambriento al mismo tiempo. Y os trajeron a esa absurda oficina de inversiones y me explicasteis el sueño de ese restaurante y… voilà, en meses. Siempre habéis tenido mucha suerte con los estrenos, en meses os convertisteis en la referencia latina de Manhattan.

– Pagamos todas nuestras deudas también, Marrero -afinó Alfredo.

– Todas… menos una. La de la amistad eterna que somos nosotros tres. Y ahora, además… familia, Alfredo. Familia moderna. Tú y yo, no sé cómo se llama eso, consuegros o algo así.

Abrazó a Alfredo con genuino afecto. Patricia recibió el beso casi mordisco de los labios incontrolables de Gerardo Moura.

– Una última cosa. Hacedme caso. En serio. En tiempos difíciles, aunque no siempre tenga la misma cara, ¡hacedme caso!

La figura de Marrero se alejaba en las aguas del reflejo de las neveras.

– Es un éxito -dijo él.

– Innegable -afirmó ella.

Al día siguiente solo había una reserva para cenar a las nueve y media.

CAPÍTULO 13

LA PAJARITA Y EL FRÍO

– Llama a Lucía Higgins. -Patricia quería sugerir, pero su tono ordenaba-. Siempre tiene gente que necesita comer gratis.

– No vamos a dar comidas gratis, Patricia. O, en todo caso, ¿por qué no telefoneas a tu Modelo?

– Ya lo he hecho. Están comprometidos. Van a la inauguración de un gastro-pub.

– Genial -bramó Alfredo, más para sí mismo que otra cosa-. ¡Aquí estamos al fin, en nuestra soñada ciudad, rodeados de auténticos vampiros de las inauguraciones de restaurantes!

Lucía Higgins se mostró encantadora al otro lado del hilo.

– Sabes que lo que más me gusta de ti, Alfredito del alma, es que no se te caen los anillos. Siempre me recuerdo la primera vez que me llamaste, en Nueva York no conocías a nadie y yo fui a tu primer restaurante.

– Bar de tapas, como todos los que empezamos -susurró Alfredo mientras observaba en el reflejo de las neveras el restaurante vacío.

– Te recuerdo tan serio, y tan joven, y tan tozudo aquella primera vez, Alfredo -seguía recreándose Lucía-. Yo, que por aquel entonces ya te llamaba Alfredito querido, te decía: Alfredito querido, la palabra clave es jamones, porque tú conquistarás a estos neoyorquinos de mierda con nuestro jamón ibérico. ¿Lo has olvidado?

No, por supuesto que no lo había olvidado. Alfredo comenzaba a asumir que también recordaría esta nueva llamada a Lucía Higgins durante toda su vida como un punto de no retorno: la primera vez que vio ante sí el fantasma del fracaso. Comprendió que aquella vez en Nueva York, cuando se vio obligado a darle la razón a Lucía y aceptar que vender jamones sería su salvación como empresario y cocinero, esa capitulación implicaba mucho más: sería la primera concesión en la dura batalla del talento contra el destino. Un cocinero siempre encuentra soluciones, era su credo, pero cada solución lo aleja más del impulso primigenio de serlo.

– Te digo una cosa -seguía perorando Lucía-, me encantaría volver a convocar al príncipe Linley y a los yugoslavos, ¿no te parece? Quedaron fascinados, sobre todo con la música, son como eternos adolescentes: todo lo que tenga esa decadencia de los ochenta les vuelve locos.

Cuando las cosas se ponían tensas, y Dios sabe que en un restaurante la tensión es primordial, Alfredo y Patricia se refugiaban, como si con ello pretendieran detener el tiempo y los problemas, en el despacho. El del Ovington tenía las dimensiones de un refugio, un homenaje no declarado al Club de los Siete Secretos de la señorita Enid Blyton, con el sofá Chesterfield americano que Patricia había recuperado en una calle de Filadelfia y que les servía de amuleto, la estantería con libros que parecían seguir un orden y no tenían ninguno, la cama de una vieja litera desmembrada, por si algo les obligaba a pernoctar, y el escritorio de un familiar de Patricia que también viajaba con ellos de restaurante en problema y de problema en aventura.

– Hace años jamás habríamos recurrido a Lucía Higgins -reconoció Patricia sentada ante el escritorio, donde manejaba el ratón de su ordenador para arrastrar canciones y crear la lista de esa noche para su iPod.

– Hace dos años teníamos otro concepto del tiempo -contestó Alfredo al tiempo que buscaba una pajarita en el cajón del escritorio-. Tanto dinero pasando por nuestros dedos, tanta gente, tantas comidas. Tanto éxito. Era imposible que pudiéramos suponer que un día la locomotora decidiera pararse en medio de la nada.

Calló y se quedó esperando una respuesta de su novia, lo que había dicho tenía mucha importancia. Patricia no dijo nada, su única respuesta fueron los ruiditos del teclado del ordenador. Alfredo miró por encima de la cabellera de su novia.

– ¿Qué canción es Popea-Chanel?

Patricia desvió la mirada de la pantalla.

– Alfredo, no es tan grave. Higgins traerá gente. Sobreviviremos.

Él no respondió, prefirió parecer absorto colocando la pajarita sobre su muslo derecho y empezar a atarla.

– Alfredo -insistió Patricia-, hay muchas cosas que organizar. La cena de esta noche, tus asistentes que te esperan… Y la fiesta de Nueva York. Hoy han vuelto a llamar, siento no habértelo dicho antes pero insisten en que te quieren allí, al mando. Ofrecen sesenta y cinco mil dólares solo por tu firma. Gastos aparte, carta blanca. Están dispuestos a ingresarlos en nuestra cuenta en cuanto aceptes… Podrías viajar mañana, o el mismo jueves, yo permaneceré aquí, con Francisco y Joanie al cargo de todo. Alfredo, no te niegues… -Hablaba rápidamente, sin respirar casi, no quería que él se obsesionara con la rutina de la pajarita-. Vendrá gente y más gente aquí si la fiesta en Nueva York llama la atención.

La pajarita ya estaba enlazándose sola y la desbarataría. Cuando Alfredo se ponía a hacer el lazo de la pajarita su cerebro entraba en zona de peligro, o de ensimismamiento, o directamente se arrojaba a un precipicio del que ni siquiera ella podría alcanzar a recuperarle. Siempre comenzaban así las crisis: buscaba la pajarita en el fondo del cajón, se sentaba con las piernas muy abiertas y esperaba un instante, a veces largo, otras más impulsivo, para empezar a estirar el retal de tela con sus dos extremos, luego volvía a esperar hasta decidirse a hacer el primer nudo y pasar los cabos más delgados para disponerse a crear un lazo. Tomaba un extremo de la corbata y lo llevaba hacia la izquierda para hacer la pajarita inferior. Siempre sobre el muslo y siempre controlando los dedos, pasaba por debajo del nudo y del primer lazo el resto de tela y volvía a tirar hacia la izquierda. El nudo muy estrecho para hacer el lacito más notorio. El lacito, coño, significaba una trampa, una redención, ahorcarse. Por eso lo hacía, era el reflejo más perfecto que podía encontrar para gritar sin gritar que estaba mal. Esta vez le acompañaba ese nombre, descubierto al azar, Popea-Chanel, una vuelta a la pajarita. Popea-Chanel, otra vuelta…

– Alfredo, por favor… -continuó Patricia, pero no le prestaría atención. Repetiría el proceso, siempre en silencio, sin responder a sus súplicas, haciéndolo y deshaciéndolo. Popea-Chanel era un plan. Escondido en los laberintos entre el ordenador y el iPod. ¿Dónde, y sobre todo cuándo, se hizo Patricia tan experta en ordenadores? Fingía arrastrar canciones, a lo mejor lo que movía era… Patricia estaba de rodillas suplicando que parara. Hacía y deshacía el lacito por quinta vez. Sexta vez, esa invitación a preparar una cena en Nueva York. La peor de las trampas, lo podía oler. Era reducirlo a ser el chico bonito cocinero de los ricos. Séptimo lacito deshecho. ¿Quién le había convertido en eso? ¿Él mismo o Patricia?

Lucía Higgins llegó a las ocho en punto. Para Lucía Higgins, cenar a las nueve era igual que cenar a las siete porque en realidad no comía, siempre pedía algo que tuviera un poco de arroz y pescado, luego un helado y durante todo el tiempo champagne, que era lo que de hecho la alimentaba y la volvía absolutamente incómoda. Y es que aunque a veces ella mantuviera una lucha interna con sus apetencias, para quienes la rodeaban, especialmente para los camareros y restauradores, esa batalla se saldaba invariablemente con las mismas implacables exigencias: que la botella estuviera cerca y, si fuera necesario, siempre pudiera ser reemplazada por otra. Y otra, y otra, dependiendo del colocón que cogiera. Y si el camarero era guapo y oscuro podía fijarse una propina que ayudara todo lo demás…

Esta noche su mesa, la misma de la noche anterior, estaba compuesta por ocho comensales de lo más variado. Por supuesto, había hecho bien su trabajo. Otros invitados, directos e indirectos, habían acudido, pidiendo el menú fijo y garantizándole a Higgins que tres de las seis botellas de champagne serían cortesía de la casa.

Recuperado del incidente pajarita, Alfredo y Joanie revisaron el menú de ese segundo día. Con pocas mesas ocupadas en un principio, necesitaban preparar algo que fuera más rápido. Alfredo ordenó una entrada y tres posibles segundos. La entrada, como todas las entradas en la vida, presentaba el primer dilema: repetir cangrejo, como la noche inaugural, poner anchoas o introducir boquerones, algo que a los ingleses siempre les recuerda sus veranos en la costa española. Al diablo con sus recuerdos, boquerones laminados muy finitos, en figuras desiguales, como si la mano de un niño hubiera ido abriendo la carne y desmenuzándola, y un buen chorro de vinagre y lima para que sientan esa sensación que proporciona la lima en los países fríos, como si te cortara los dientes y sanara las encías rotas. Además, pensó, habría muchas encías rotas. Las malas noticias siempre castigan los dientes, las encías y las paredes de la boca, la lengua de todos se muerde a sí misma en las noches preocupadas.

El segundo sería el milhojas de bogavante, Joanie tenía un sistema de cocción que conseguía domesticarlo al punto de poder colocarlo en lajas, una encima de otra, laminadas por un delicado parmentier que quedaba tan crujiente que parecía hojaldre más que patatas bien cocinadas. En caso de que el bogavante resultara demasiado femenino, había otra opción compuesta por una buena hamburguesa de presa ibérica, a pesar de que Alfredo la encontrara tan repetida en los restaurantes como la fondue de chocolate que hizo rico a su amigo Paquito Petazetas. Y si ninguna de estas dos cosas les convencían, disponía finalmente de una pintada ya vestida para la proximidad del Día de Acción de Gracias, es decir, rellenada con una mezcla de piña, flan de castaña y pasas curtidas en ron nicaragüense. Menú resuelto, suspiró. ¿Crisis superada?

Para sorpresa de todos, Lucía Higgins pidió la pintada y su gesto fue copiado por todos sus acompañantes. Hicieron todo el ruido posible mientras comían y descorchaban sin cesar botellas de champagne y de Contino del 97. Se tomaron cuatro de las treinta botellas con que contaba Alfredo que, desde la cocina, intentaba no observarles ni mucho menos extasiarse con el reflejo de ellos en las puertas de la nevera.

A algunos los trajes les quedaban, más que pequeños, apretados. A otros les colgaban. Todos lucían esos relojes de esferas grandes, redondas o cuadradas, de oro blanco, viejo o rosa. Ladrones, los ladrones siempre van bien vestidos, porque no es ropa suya, la compran con el dinero de otros que depositan o extraen de bancos privados. Siempre llevan todo el muestrario de relojes, porque son y serán robados.

Alfredo quería concentrarse. Pese a sus esfuerzos, no tuvo éxito en sus propósitos, le distraía el griterío que Higgins y sus compinches organizaban, su forma de hablar con las copas en la mano, dibujando grandes hélices en el aire y señalándolo todo con el dedo, cualquier cosa o persona, hasta a ellos mismos. Higgins parecía interesada en el más mínimo detalle o gesto y sin ningún pudor ponía el bolso sobre la mesa para abrirlo ante todos y sacar el peine y peinarse, el carmín y maquillarse, el espejo de la polvera y mirarse sin ningún espanto ante lo que el reflejo le devolvía. También ponía los puños en la mesa y a veces hasta la golpeaba con los nudillos, por lo que, más que una señora de su edad, parecía un capo mafioso con faldas y pelo teñido.

Uno de sus amigotes abrió mucho la boca, quizá para bostezar o tal vez para señalar algo dentro de ella y, desde su puesto en la cocina, Alfredo alcanzó a ver los empastes de una operación dental macabra. Sintió una punzada de aprensión y asco en el estómago que no llegó a más porque de pronto todos se levantaron: entraba Pedro Marrero, esta vez con la operación más encajada, parecía incluso él mismo. Alfredo continuó rígido. Marrero no solo tenía mejor aspecto, iba mejor vestido, aunque la tela tendía a brillar un poquito más de lo normal. Patricia, que estaba en la sala atendiendo nuevos comensales, giró sobre sí misma y, casi como una autómata, fue hacia él, que la tomó de las manos y la besó en la frente como si fuera una hija o una santa. Lucía Higgins agitaba sus brazos y decía una de sus típicas tonterías: «Cada vez más guapa, más joven, más delgada y más exitosa. Hija, Patricia, nos dan ganas de matarte», pudo leer Alfredo en sus labios mientras rellenaba la última pintada. Leer los labios, lo había aprendido a hacer casi al mismo tiempo que se convertía en una joven promesa culinaria, no por diversión ni por afán de convertirse en espía sino por pura necesidad, porque es la única forma en que un chef puede enterarse, sin salir de la cocina, a través del cristal o la puerta oscilante que le separa de sus clientes, de qué aceptación reciben sus platos.

Ahora la Higgins, agotada su típica perorata que jamás decía nada en realidad, cogió una rebanada del pan de espelta que compraban en una panadería en el mercado de Smithfields y rebañó la salsa de la pintada, la metió en su boca y algo sucedió en la mesa que agitó tanto la conversación que la obligó a hablar de nuevo con el pan moviéndose entre sus dientotes de mafiosa amateur. Alfredo creyó leer algo así como «ESTODELACRISISLORESOLVERÍAMUCHOMEJORQUIENHAYAVIVIDOUNACRISISCOÑOYSEACABÓ», que mereció la aprobación, y hasta tímidos aplausos aprobatorios de algunos de los comensales. Patricia fue a la mesa con dos bandejas cargadas de gin tonic. Los españoles siempre terminan sus cenas en el extranjero con un gin tonic, pensó Alfredo, que supervisaba cómo Joanie aplicaba una nube de nata bretona sobre el delgadísimo incrustado de ruibarbo. Entonces desanudó su mandil: era el momento de salir a la arena y saludar a los clientes.

Contó a casi cincuenta comensales mientras agradecía de mesa en mesa su presencia. Ciertamente un resultado tranquilizador a tenor de cómo había empezado la velada. Dejó para el final a Blancanieves Higgins y sus Siete Truhanes.

– Hijo, Alfredo, estoy convencida de que este restaurante te consagrará. Aunque hay que llenarlo de más ingleses, ¿conoces a ese gastroenterista…? -Y lanzó una carcajada que agitó varios trozos de pan en su garganta, tosió, ahuecó su melena con sus manos y sonrió mostrando todos sus dientes cubiertos por otros de porcelana-. Me refiero a un gastroespecialista del Times. Seguro que sí, es muuuuy, muuuuy amigo mío -anunció bien en alto para que todos la oyeran.

– Creo que es política del periódico que nadie esté al tanto de sus identidades -puntualizó Alfredo, deseoso de ponerla en su sitio al menos en una ocasión-. De todos modos, tampoco somos un gastro-pub, aunque nos encantaría. Pero nuestro permiso es más amplio y nos convierte en restaurante-bar.

– Hijo, todos esos años en el extranjero te han vuelto de un comedido en tus explicaciones… ¡Por supuesto que tú no puedes saber quiénes son ellos, pero yo sí! Viene a casa mucho y solo come salchichas, dice que pierde el paladar por las exquisiteces locas que creáis en vuestros fogones -explicó subiendo mucho la voz y abriendo la boca llena de pan y porcelana-. Voy a llamarle esta misma noche porque esto hay que llenarlo de ingleses, si no, no te tomarán en serio. -La pilló desprevenida un ataque de tos y expulsó ruidosamente una bola de miga después de darse ella misma con esfuerzo varios golpes en la espalda. Tapó la boca chorreante de saliva con su servilleta y respiró hondo, Alfredo le acercó una copa de agua, la sorbió mirándole a los ojos con indisimulado desprecio, respiró hondo una segunda vez y reanudó su discurso-: Patricia y tú tenéis que bajar al mundo de los mortales, Alfredo. Las cosas se consiguen siempre con un poquito de humildad -recalcó.

– No me cabe la menor duda, Lucía -le respondió este ofreciéndole una servilleta nueva de una mesa vecina. Aprovechó la respuesta para al fin sonreírle a Marrero.

– Lucía y yo hemos hecho una apuesta sobre vosotros -le dijo Marrero, con tono retador-, sobre si vas a repetir esta maravillosa pintada en tu cena de Acción de Gracias en Nueva York. Seguro que si lo haces, Bernie te pone un piso.

Alfredo buscó a Patricia. No quería continuar solo con Pedro y Higgins hablando precisamente de esa cena de Acción de Gracias.

– Hijo, Alfredo -intervino Lucía-, ya se ve que eres una celebridad entre los del verdadero poder. Y que conste que Pedro me habla maravillas de ese hombre, judío, claro, ¿quién no lo es en Nueva York? ¿Por qué les gusta tanto la comida mexicana a los judíos millonarios?

Alfredo imaginó que Marrero se incomodaría con la manera tan antisemita de Lucía al hacer la pregunta.

– Cariño, porque tiene sabores que les hacen olvidar sus estados de culpabilidad.

Todos rieron la salida de Alfredo, menos Alfredo.

– No es fácil ser millonario, no es fácil ser judío, no es fácil ser las dos cosas al mismo tiempo -advirtió Marrero, súbitamente con aire de rabino-. Toda religión está basada en sacrificar y ser millonario, en exagerar el sacrificio para que la gente no te odie tanto como para desear tu muerte cada segundo que pasan delante de ti. Ser hijo de un millonario inteligente y controlador es horrible. Así era el hijo mayor de Bernie, por cierto. Triste, apagado, eclipsado más bien por la figura paterna. Me costó hacerlo mío -advirtió Marrero siguiendo el relato-. Cubriéndole de halagos, aprovechando la debilidad de alguien que nadie quiere porque solo tienen energías para querer al padre. Por eso quiero que este Acción de Gracias sea especial para él. Porque quiere hacerlo especial a su vez para su padre.

Los comensales que le rodeaban sentían ganas de aplaudirle. Marrero tenía el don de los comunicadores, envuelven, excitan, consiguen fácilmente al aplauso. Alfredo solo pensaba en salir de allí cuanto antes.

– El Día de Acción de Gracias es la fiesta religiosa más importante de los Estados Unidos -continuó Marrero al callar los aplausos- y es religiosa precisamente porque no es religiosa. Se supone que los primeros colonos, irlandeses reunidos en un barco llamado Pilgrim, en su mayoría católicos perseguidos por los protestantes, escogieron el último jueves de cada noviembre para agradecer con una cena el haber arribado a aquel país que les había acogido y ofrecido un nueva vida, un nuevo mundo de desconocidas riquezas -avanzó Marrero ahora ya definitivamente historiador-, y el extraño pájaro incapaz de volar y fuente de extraños sonidos que encontraron en estas tierras, bautizado como «pavo», se convirtió en el ingrediente esencial de esa fiesta.

– Pues el Thanksgiving está poniéndose muy de moda aquí en Inglaterra también. Aunque no tengamos nada que agradecer -soltó la Higgins y hubo una carcajada general.

– Esta vez Bernie tendrá a un cocinero español sirviéndolo -atizó Marrero mirando directamente a Alfredo.

– No tenía ni idea… -mintió una vez más Alfredo, que estaba pensando en excusarse para refugiarse en Patricia, cono, qué inoportuna, empeñada en alejarse y dejarle con estos bichos y su conversación.

Marrero, como si pudiera leer en su mente sus intenciones, lo sujetó con la mano del reloj. Eran las 00:45, pudo ver Alfredo, y deberían cerrar no más tarde de la 01:30.

– Él quiere que lo hagas tú, solo tú -murmuraba junto a su oído Marrero, desagradablemente cerca de él, haciendo gala de una igualmente desagradable complicidad a todas luces fuera de lugar-. Se le ha metido entre ceja y ceja por más que le hayamos dicho que ya no estás en Norteamérica. Me pide que te lo diga y te comunique que, si quieres, está dispuesto a visitarte estas Navidades para echarte un cable con el esquema de tus negocios de aquí y la planificación financiera de esta nueva aventura.

– Acabamos de abrir -intentó excusarse débilmente Alfredo-, cómo voy a irme a organizar la cena…

– Pongo mi avión a tu disposición. Y a la de Patricia, claro, aunque no sé si preferirás que ella permanezca aquí, al tanto del negocio.

– No sé, tengo que pensármelo… -alcanzó a balbucear Alfredo, ¿para qué montaban todo ese teatro si ya sabían todos que no podía rehusar? Que viajaría a Nueva York, que serviría la cena.

– Alfredo, escúchame, en serio: es una ocasión maravillosa. Él quiere que la cena de este año sea especial y tú eres especial para él. Tengo en esta tarjeta escrito el presupuesto de que dispone.

Alfredo vio la tarjeta materializarse en la mano de Pedro. No quería cogerla, Patricia había hablado de sesenta y cinco mil dólares ya ingresados en cuenta. ¿Había más? ¡Demonios, Patricia, dónde coño estabas!

Vio la cifra.

De pronto percibió el perfume de Patricia, estaba allí, por fin, y saludaba con dos besos a Pedro, se había cambiado, por eso había tardado en llegar, llevaba puesto su abrigo y sobre la mesa de Higgins había dejado su pañuelo, su sombrero y su bolso azul marino rígido y de asas. Parecía una reproducción de la reina Isabel.

– Hija, Patricia, qué delgada estás siempre -machacó Higgins-. Nunca he entendido si es buena publicidad para tu marido que estés tan chupadita.

Patricia la besó en ambas mejillas colocando sus manos sobre los codos de Lucía. Estaba utilizando el saludo que Patricia llamaba en la intimidad «de embajadoras que reprimen sus deseos de abofetearse».

– Me encanta tu perfume -le estaba diciendo ahora-. ¿Sigue siendo…? -Patricia no sabía el nombre y no era verdad que le encantaba, estaba jugando con la Higgins.

– También me encanta el tuyo, Patricia. Nunca recuerdo cómo se llama…

– Era el favorito de mi abuela -murmuró, y extendió su mano hacia Pedro-. ¿Has cenado bien? -le preguntó, y luego le recriminó en tono irónico-. ¿Hoy debo llamarte Marrero o Moura? Cualquiera que sea lleváis acaparando demasiado tiempo a Alfredo. -Y se abrazó a él para dar por concluido el encuentro.

Alfredo se despertó de golpe en la mullida cama de la habitación principal en el piso de los colombianos. Llevaban tanto tiempo ahí que no dormían en el de invitados. Pudo ver que una lucecita se alejaba en el cielo. Un avión, en menos de un minuto otro pasaría. Lo había aprendido de Patricia, que mirando el cielo de Londres siempre contaba hasta seis aviones en un periodo de seis minutos para añadir luego que esa era la demostración de que se hallaban en una gran capital: su incesante tráfico aéreo.

Inquieto, se revolvió entre las sábanas. Había estado soñando que Lucía Higgins le perseguía a la salida del Ovington a lo largo de una ciudad que parecía oscurecerse a medida que ella crecía más y más, sus tetas moviéndose como pesados ladrillos, sus piernas como torres de chocolate, sus zapatos abriéndose por los lados a causa del traqueteo de sus planos, muy planos y anchos pies de mujer gorda. Le decía algo, le enseñaba algo y de repente, al pasar por delante de una iglesia de ladrillo muy rojo, el golpe, el ruido sordo, seco, duro y las piernas confundiéndose con los brazos, la bolsa de piel que fuera su cuello desinflándose, los brazos cruzándose en el aire como si fueran boomerangs que regresaran y el collar de perlas deshaciéndose y rodando, cada perla en su orden riguroso, hacia el desagüe de la alcantarilla. Ay, un débil ay, aaaaaaay y un silencio y la oscuridad en la calle poco a poco cediendo espacio a la luz y al despertar.

Patricia le preguntaba si estaba bien.

– Estaba matando a Lucía Higgins en un sueño.

– ¿La envenenabas en el restaurante? -preguntó.

Alfredo rió y se refugió en su cuerpo. Sudaba, Patricia siempre sudaba por la noche.

– Tienes miedo de ir, ¿no?

– Siempre preguntas si tengo miedo por algo, Patricia.

– Te asusta volver tan pronto, no llevamos ni tres meses aquí…

– … Y ya tenemos a Lucía Higgins en nuestras vidas.

– Es buena idea que vayas. Esa gente siempre se ha portado bien con nosotros.

– Son ladrones, Patricia.

– No, Alfredo, son inversores.

– ¿Y qué significa que alguien se porte bien con nosotros, Patricia?

No quería ver el reloj, serían las cuatro, las cinco, las madrugadas pasaban lentas en el Reino Unido, en cualquier estación. Patricia no respondía. Él decidió levantarse e ir al salón. El frío era un invitado, lo veía moverse detrás de él intentando adquirir su silueta. Los ingleses creen mucho en el frío y lo tratan como si fuera alguien, les gusta estar con él. Los cristales, por más que llevaran doble protección, siempre le dejaban colarse. En Inglaterra las comunidades de vecinos o los responsables de los barrios no siempre autorizaban instalaciones modernizadas y este era, por desgracia, el caso: las ventanas del salón no podían cambiarse sin que el ayuntamiento diera su permiso. Durante la noche parecían traslúcidas, por el día iban empañándose debido a la respiración de sus ocupantes aunque no estuvieran dentro de ella. Humo posado en los cristales que los hacía más verdosos o más grisáceos según fuera moviéndose el débil sol del primer invierno. Entendió por qué los colombianos se mostraban tan despreocupados con su propiedad inglesa.

Decidió permanecer allí, acompañado del frío y de unos cuadros inmensos de junglas colombianas y el Botero con la figura gordísima de una mujer acariciando un gato igual. Siempre tan dispar, cuando vives prestado los cuadros no combinan con tu pensamiento, mucho menos con el clima. El frío, los cuadros, el azul hielo de las paredes y el marrón color bosque de la mesa del comedor hicieron que le entraran ganas de preparar una tarta de manzana. Mala señal, se dijo, tan mala como comenzar a anudarse la pajarita. Estaba en crisis, constató, le sobrevolaba esa cifra escrita a toda prisa en la parte de atrás de la tarjeta de Marrero.

Y tuvo la epifanía esa de la que hablaba su padre de que en el momento más inesperado alguien te enseña tu precio.

CAPÍTULO 14

EL VIAJE A LA ISLA PRIMA

Un dígito reptó en la pantalla de un ordenador y corrió, igual que una iguana en el calor, hacia una esquina. Alfredo entró en el avión.

Qué presuntuoso resultaba el mueble-bar de acero inoxidable en el medio de pasillo, qué exagerado el espesor de la moqueta color dulce de leche. Patricia, que tenía mejor ojo que él para combinar cosas, habría aceptado la moqueta, pero tal vez en un tono menos intenso, algo más oscuro. La madera que recubría las paredes era de wengué, ¿de qué otra madera podía recubrirse un avión que solo tenía diez años? Alfredo recordó que su hermano David dividía a los ricos entre los que tenían habitaciones forradas de wengué y los que solo poseían determinados objetos de esa madera oscura, tan africana que fue socia fiel de la estética minimalista de los últimos años noventa. Sí, continuaba mirando la decoración del avión privado y anotaba cómo el wengué parecía cubrirlo todo, los reposabrazos, el espaldar de las butacas súper abatibles capaces de convertirse en camas de dos metros de largo, incluso las tapas de los ceniceros eran de wengué y los enganches de los cinturones de seguridad también. Hasta el mayordomo le servía en una bandeja de la misma madera, por supuesto, un plato de jamón de Huelva y una fuente de impactantes langostinos atigrados, realmente llamativos en sus llameantes corazas amarillas y naranjas.

Había viajado otras veces en avión privado y sabía que cada uno tiene su protocolo. Aparte de las decoraciones, butacas con o sin calefacción, con logos personales, con reposabrazos que se retraían automáticamente, wengué o caoba, se suponía que en un avión privado prevalecía el criterio de que eran embajadas en el aire, es decir, podían hablar mucho de sus dueños pero era preferible que lo hicieran sobre el espíritu que latía detrás de sus empresas. En el que iba a viajar a Manhattan con Marrero no había espíritu. Solo él, Marrero, sentado en el primer asiento a la izquierda del avión, el ordenador abierto sobre sus piernas, los dígitos verdes perdiéndose detrás de una imagen de un patio de naranjas.

– A un presidente de un banco venezolano le ha encantado el mueble-bar al medio -indicó Marrero, siempre ajustándose las rebeldes cirugías de su cara con ambas manos.

Alfredo se quitó calzado y calcetín. Le gustaba viajar privado con los pies descalzos.

– Pies bonitos -dijo Marrero-. Siempre había oído que eras bonito hasta en lo más oculto -sentenció, y Alfredo apretó su cinturón sintiéndose cada vez peor.

Londres se convertía en un campo de golf tan verde como los vestidos de Patricia en aquel lejano verano en que decidieron volverse inseparables. Le faltaba algo. Pronto entendió el qué: no había megafonía. Marrero seguía enviando mensajes por su móvil.

– Nunca serás millonario, Alfredo -sentenció-, porque tienes esa creencia de que la gente decente no debe aspirar a serlo. Yo era muy parecido a ti.

– ¿Y cuándo te hiciste millonario?

– Hace algo más de diez años, los mismos que tú llevas en el mundo de los restaurantes.

– Te equivocas -corrigió Alfredo-. Los mismos que llevamos Patricia y yo juntos -afirmó, y sintió que avivaba en Pedro Marrero algo feroz. Puede que le gustara Patricia, como a todos los hombres. Estaba acostumbrado a ese gesto en los ojos, el estallido que inmediatamente esconde algo, como si una bala cruzara por su mirada. Pero Pedro Marrero era en extremo inteligente, Alfredo estaba seguro de que cambiaría de tema.

– No vas a encontrarte con buenas noticias en Nueva York, Alfredo -le confesó, confirmando que no se había equivocado sobre el giro en el rumbo de su conversación-. Lo que ha estallado en septiembre es realmente una guerra, siempre suceden en septiembre las grandes deflagraciones: 1 de septiembre de 1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial; 11 de septiembre de 2001, el principio de este siglo maldito; septiembre de 2008, final de un sueño que nos hizo ricos a tantos en todos los continentes y nos hizo creer, por ejemplo, que tu trabajo, comer bien y definirlo con adjetivos fundamentalistas, «comida global», «comida para el pensamiento», «comida para la evolución», era realmente algo necesario.

– En todas las épocas la comida ha sido un símbolo de placer. En algunas incluso de sabiduría.

– En esta de la que estamos hablando, Alfredo, fue tan solo un símbolo de poder económico que mostraba a todo el mundo que podías gastar lo que quisieras porque al día siguiente tendrías otro fajo de billetes en tu mano para comprar cualquier cosa que desearas. -Alfredo reprimió un gesto de disgusto que no pasó desapercibido a Marrero-. Tenemos un vuelo largo por delante, solamente estamos tú y yo en este avión donde pueden viajar treinta y seis personas, no tenemos por qué llevarnos bien, al menos no en esta ocasión, pero me han pedido que te dé algunas instrucciones. Son fáciles. La primera es que debes duplicar los gastos de la cena.

– Mi comida no engorda. Ni a personas ni a facturas -zanjó Alfredo sintiéndose Diego de la Vega.

– En este caso sí, porque esa cantidad sobrante será una atención que tu cliente desea tener contigo.

– Es muy difícil esconder el dinero que sobra.

– Esa es la segunda instrucción: cogerás ese dinero y lo sumarás a tus ahorros en Aruba. Quiero decir, en la cuenta de Patricia. Solo unos meses, hasta que vuelva a avisarte. Es posible, muy posible, que Aruba deje de ser una buena idea.

– ¿Significa que estarás encima de nosotros otros tres meses?

– Sé que te molesta, pero yo soy para siempre, Alfredo. Puede que cambie de nombre y de cara, como los dioses de la mitología griega -se rió sinceramente de su ocurrencia-, pero siempre estoy. Igual que una canción, buena o mala, perdurable por su estúpida, sencilla melodía.

– ¿No podías encontrar otro cocinero que le gustara al Cliente?

Marrero estrujó sus dedos, ¿estarían tan cambiados como su cara? Con tanto poder seguro que existiría el cirujano que sustituyese sus huellas dactilares por las de algún muerto ilustre. Tener las huellas de Elvis, por ejemplo, a lo mejor en eso podría emplear el sucio dinero que iba a ganar.

– Para él la cena de mañana es muy importante, y es muy importante también que seas tú quien la elabore. Eres, como él me ha pedido que te diga, «la única persona que me recordará con una sonrisa».

– ¿Va a suicidarse? -soltó Alfredo, que no medía su sinceridad cuando se irritaba.

– Somos vulgares y mezquinos, Alfredo, pero no tanto. Espero que esta sea una de las primeras cosas que aprendas en este viaje: la gente como yo ha cambiado, el lujo nos ha hecho aprender a darnos cuenta de que no pasa nada si robas, malgastas y haces trampa siempre y cuando mantengas tu apariencia de caballero.

Alfredo lo miró sin disimular su incredulidad. ¿Realmente se creía elegante Pedro Marrero, con sus pantalones de color equivocado, sus camisas que sepultaban su cuello detrás de grandes botones, sus relojes de gladiador desempleado? ¿Cómo pudieron dejarse atrapar por una persona así, un loco obsesionado por burlarse de todo y acumular dinero?

El avión parecía ganar velocidad, Marrero seguía hablándole sin que él pudiera entender ninguna palabra. Estaba, sí, detallándole una operación fiscal. De pronto solo podía pensar en esa palabra escrita en el ordenador de Patricia. Esa canción que se empeñaba en arrastrar para su iPod. Popea-Chanel. Popea-Chanel y poco a poco fue encajando sus letras en la boca de Marrero, parecía como si eso fuera lo que quisiera decirle. Popea-Chanel.

– …Porque el éxito solo trae complicaciones, porque una vez que lo tienes no es que quieras el último bocado, es que tienes que repetir todos los días la misma tarta y comértela de nuevo hasta el último bocado -estaba diciendo en realidad Marrero-. Y no engordar, vomitarla, contemplarla alejarse en el agua del water y repetir todo al día siguiente.

– Me has echado algo en la bebida -matizó Alfredo. Se sentía mareado.

– Dudo mucho que tus labios puedan expresar lo que dicen tus ojos, Alfredo. No soy un modelo de elegancia, es verdad, pero no me pagan por serlo. Mi auténtica elegancia está en esconder muy bien el delito bajo una apariencia legal.

– ¿Qué puede haber visto mi hermano en tu hijo? -soltó Alfredo sin poder reprimirse, hablando sin pensar o pensando sin hablar, muy mala señal.

– Una buena pregunta, me la hago continuamente. Acompañada de por qué tengo un hijo maricón. La respuesta para ambas es: una absurda rebelión. Todo hijo odia al padre. Y a la madre, y a sí mismo. El mío debe de verme como me ves tú: un despropósito, un criminal. Y seguramente lo soy, pero con serias posibilidades de cambiar las cosas. No digo la Historia, pero sí al menos nuestra forma de vida. Por ejemplo, si fuera presidente, plantearía esta crisis como una guerra. No algo pasajero, solucionable, sino como una deflagración, larga, ¡muy larga!

Alfredo deseó que el avión descendiera, estallara o su voz tuviera la autoridad suficiente como para ordenar devolverle a Londres. Le vino a la mente que un joven músico español se había emborrachado tanto en un vuelo comercial que la única forma de contenerle fue haciendo regresar el aparato desde el medio del Atlántico a Madrid. Eso le dio la idea de saltar sobre Marrero y asfixiarle. Pero Pedro Marrero era excepcionalmente inteligente, le miraba y se relajaba en su ya de por sí amplia y cómoda butaca de avión privado sin dejar de mantener esos ojos fijos en él, atravesados por una llamarada de corrupción.

– Tu hermano tiene una extraña forma de VIH, imagino que son noticias inesperadas para ti.

– ¡No tienes por qué utilizar a mi hermano! -le gritó.

– Pero la tiene. No creo que esté realmente enamorado del pobre de mi hijo, Alfredo, pero necesita nuestro dinero. La enfermedad va y viene en su organismo tomando en cada viaje mayor fuerza. Al parecer estos chicos de los años dos mil se relajaron mucho con los preservativos y siguieron enculándose sin protección alguna, creo que lo llaman «a pelo». El maricón de mi hijo también está infectado por el maricón de tu hermano, por si te interesa saberlo. Así pues, tenemos a dos maricones que proteger de su propia insensatez.

Alfredo, rápido como un rayo, fue hacia Marrero y le golpeó directo en el pecho. La tripulación se apresuró a sujetarlo. Marrero tosió varias veces, retorciéndose, le había dado duro. Con un gesto ordenó a sus hombres que soltaran a Alfredo.

– No siempre conocemos a nuestras familias -dijo, interrumpiéndose varias veces para respirar a bocanadas algo de aire.

Alfredo tomó la copa de champagne y la llevó consigo de camino a su habitación en el avión privado. Marrero le siguió y le sujetó por un brazo, obligándole a volverse. Cuando lo hizo, le dedicó una sonrisa perversa.

– Tienes que escuchar muy bien lo que voy a decirte: este viaje es el más importante de tu vida, cabrón. Tienes suerte, te han escogido. Iremos a una isla y allí verás dónde va a parar el dinero que de verdad cuenta. Se supone que escogerás los animales que utilizarás en tu menú.

– No compro animales.

– Cállate y escúchame bien, porque tengo que explicártelo y solo puedo hacerlo una vez. Al día siguiente de la cena tienes que ir al edificio del Cliente. Firmarás solo los papeles que te entregue una persona de confianza. Cogerás el dinero de tu paga y lo dividirás en dos partes, una la invertirás en una pequeña empresa familiar de gambas y langostinos tigre en Siam. La otra parte, en la fábrica de jamones en Huelva con la que ya lleváis años trabajando.

– ¿Por qué tengo que firmar papeles?

– Patricia en su momento te lo explicará -dijo Marrero cerrando la puerta.

Alfredo sintió que el wengué despedía un olor adormecedor. Antes de que ese olor le venciera tuvo tiempo para verse reducido a un títere, y después solo veía escrito en las paredes Popea-Chanel, Popea-Chanel, comprendiendo que en ese nombre atisbado en la pantalla del ordenador de Patricia estaban escondidas todas las claves de ese extraño viaje. Abrió la puerta y volvió al pasillo. Marrero y el mayordomo le miraban extrañados.

– El wengué es la madera favorita de los decoradores inexpertos -dijo. Empezó a reírse-. Y de los restaurantes gays de Madrid -concluyó.

CAPÍTULO 15

LA SUBASTA

Albergó un instante de sueño y pronto volvió a abrir los ojos. Era increíble la quietud, como si los aviones privados volaran por distintos corredores aéreos ausentes de turbulencias y los motores del aparato discurrieran sobre el cielo completamente silenciados. Alfredo sintió sed y se incorporó para ir hacia el ostentoso mueble-bar del centro del pasillo. Qué mullida la alfombra, pensó de nuevo al caminar sobre ella, y sin ningún tipo de distintivo. Patricia habría adorado ese detalle. La recordó. Quería tenerla allí y follarla las horas restantes de vuelo, contra el mueble-bar, sobre él, en las butacas, al fondo del pasillo en la suite principal y luego en cualquiera de las más pequeñas para invitados, y besarla, recorrerla, untarla, montarla, acariciarla, mojarla, bebería y seguir así, una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que no podía ser porque estaba dentro de un avión que, realmente, le alejaba de ella. O, peor aún, la dejaba en Londres, sola y creando nuevas articulaciones de la red que le había arrojado encima.

Bebió el champagne, demasiado fuerte, Dom Pérignon, el champagne de los aviones privados recién adquiridos. Alfredo no era un hombre de champagne, siempre terminaba por atosigar su paladar, por generar un pedo extraño, dicho llanamente. Si tuviera que escoger una marca preferiría Bollinger a cualquier otra. Le recordaba a las primeras Nocheviejas en Nueva York después del 11 de septiembre, a él y Patricia repartiéndose las atenciones de potenciales clientes deseosos de acostarse con ellos.

Apareció el mayordomo con una nueva copa de Dom Pérignon. Nada había pasado para él. Alfredo observó el carrito de comidas que empujaba. Era su menú: la ensalada César Alfredo por la cual al final sería recordado, la lechuga con esa fresquísima apariencia crujiente, el parmesano tan finamente esparcido cerca de las puntas de cada hoja, el alioli reminiscente del vitello tonnato que tanto le gustaba a Patricia y el pan, casi galleta, sobrevolando el remolino de anchoas y alcaparras. ¿Habrían conseguido su punto de mostaza? Sí, comprobó al morder una de las lechugas. Al lado, el solomillo cubierto por una costra de extraordinario color caramelo que al abrirse con el cuchillo mostraba la carne deliciosamente rosada. Como Patricia por dentro, reconoció. Ella habría vendido a Marrero este menú a bordo. El mayordomo sin nombre ni nacionalidad específica colocó en la fuente las dos botellas de Sancerre y Burdeos, y Alfredo se esforzó por leer las etiquetas aunque, de pronto, le dio igual y optó por ir de nuevo al mueble-bar para ponerle hielo al vino blanco. Hielo en el blanco, horror, se burló de sí mismo y al cabo se justificó con un encogimiento de hombros: ¿no era acaso igual de horrible todo lo que suponía este viaje con Marrero?

Bebió el vino y apretó entre los dientes uno de sus cubitos de hielo. Horas de placidez incierta, de placidez absurda, de placidez corrupta ante él. Todo en silencio, ni siquiera los ronquidos de Marrero, encerrado en la otra habitación del avión privado, existían. Guau, pensó, y a lo mejor verbalizó, los ricos siempre tienen ese detalle que te alucina: un viaje hacia la corrupción en el más insonorizado de los silencios.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció Marrero ridículamente vestido como para un safari. Alfredo intentó cubrirse con las sábanas monogramadas.

– Estamos en la Isla Prima. Vamos de subasta, Alfredo -anunció, deteniéndose al observar la evidente erección de este. Después de unos segundos recreándose en ella, parpadeó y le dedicó una mirada directa, taladradora, antes de salir para esperar a que se vistiera.

Por alguna razón, Alfredo pensó que debería llevar chubasquero y gorra. Una isla privada no tiene por qué ser tropical, se dijo, y se maldijo por no haber sido tan bueno en geografía como su hermano David, que sabía de memoria los nombres de todos los ríos y cualquier accidente geográfico. Afuera hacía frío pese a que el cielo estaba del todo despejado. Los hombres que conducían el jeep negro cubierto y los otros dos que iban detrás, en el descapotable que les seguía, eran rubios y parecían hablar holandés entre ellos. Podrían estar en Islandia si no fuera porque realmente no hacía un frío polar. ¿Vivirían allí o también viajaban en las galeras del avión privado?, se preguntó Alfredo mirando atrás y apreciando que el aeropuerto que dejaban a sus espaldas no parecía tal sino una autopista vacía, rodeada por aquellas montañas pequeñas que ahora cruzaban, que se abrían después en un túnel muy iluminado que atravesaron a toda velocidad para finalmente llegar a una bóveda de piedra muy negra, volcánica, llena de brillitos, como diamantes fosforescentes que terminaba en el centro de una plaza donde ya se había hecho de día y el mar a lo lejos se veía, como los ojos de Patricia, verde antes que azul, pensó en un arranque de cursilería. Observó que la plaza estaba rodeada por señoriales edificios, la mayoría de ellos eran entidades bancarias pintadas de un color marfil muy de urbanización rica en películas de bajo presupuesto y regentadas por personas de tez morena que se esforzaban por atender con excesiva amabilidad, casi diría que servilismo, a los clientes que no dejaban de entrar, todos señores gordos con cara de Winston Churchill.

– ¿Me echaste drogas en el Sancerre, Marrero? -preguntó Alfredo.

– Por supuesto que no. Esta es la isla del Cliente, Alfredo, y estamos más cerca de las Islas Vírgenes de lo que imaginas -explicó mientras se bajaba del jeep con esa facilidad típica de los malos en las películas de James Bond-. Creo que se la conoce, más que por su verdadero nombre, por el de Isla Prima, y es que en realidad supone una suculenta prima estar aquí e invertir en cosas poco comunes para personas fuera de lo común -rió su propia gracia con carcajadas.

Marrero, con esa horrible seguridad en sí mismo, se dirigió a uno de los edificios de la plaza y abrió una pequeña puerta lila en medio de una pared amarilla sobre la cual no figuraba ningún distintivo. Dentro era como la caja fuerte de un banco del tamaño de la catedral de San Pedro. Una inmensa escalera, exacta a la de Grand Central Station en Nueva York, les obligaba a descender. Ok, un poco más pequeño todo, tanto el tamaño con respecto a San Pedro y la escalera en cuanto a Grand Central, pero igual de asombroso con respecto a la dimensión de la puerta y del sitio insólito, sin nombre, a lo mejor fuera del alcance de los radares. ¿Dónde estaban? ¿Qué coño era esa Isla Prima?

– Actúa con naturalidad, como hacen los héroes en las películas. No hagas preguntas innecesarias -advirtió Marrero, que sacudía sus dedos gruesos saludando a uno de los señores-. El cliente es la hostia, tiene su propio banco, su propio paraíso fiscal.

Una vez abajo se encontraron rodeados de ventanales del tamaño de un edificio pequeño. Eran acuarios, no, era el propio mar delante de sus ojos, ofreciendo el lento ballet de sus habitantes. Langostas azules, malvas, de rayas atigradas como las que supuestamente debía adquirir en Siam, bogavantes atomatados y cangrejos enormes de colores que derivaban del azul noche hacia el naranja atardecer. También había peces manta de plácido navegar, atunes vigorosos con los ojos enrojecidos del mismo tono de su carne, peces espada y peces martillo que batían sus extremos al encontrarse con la mirada inanimada de Alfredo.

– ¿Esto es un banco?

– Es dinero, Alfredo, para que lo entiendas de una buena vez. El dinero real, ese que se ha vuelto dígito en los monitores, va a desaparecer muy pronto y se esconderá tras cosas que ahora te parecen extraordinarias, como este acuario que es en realidad un mercado.

Volvieron a subir por otra escalera. Esta vez se abrían puertas más grandes que las del principio y delante aparecía un auténtico mercado, quizá demasiado decorado, un cierto dibujo en los estands que le recordaba algo, pero no quería volverse más loco asociando cosas.

– ¿Cómo voy a saber que todo es real? -preguntó.

– No puedes hacer preguntas, Alfredo. Es la Isla Prima. Solo unos pocos alcanzan a ver todo esto. Estás aquí para invertir. El dinero está en estos animales. Y tú, en esta fresca mañana en medio del Atlántico, debes escoger cuáles de estas piezas conformarán tu ágape. Y lo demás, lo demás son palabras en un ordenador que alguien escribe por ti. Explotación animal para investigación cancerígena. Por ejemplo. Y el dinero que esto cuesta y provoca queda así inscrito en un registro que a su vez se guarda en otro y así hasta que te aburres de buscar el verdadero significado, procedencia y destino final de todo esto que hacemos aquí.

– ¿Cómo vais a meter estos animales en Estados Unidos?

– Como llevan haciéndolo nuestras abuelas toda la vida: camuflados en el equipaje. Recuérdalo bien, no me gusta repetir las cosas: Todo lo que compres se te pagará con creces.

– Todo lo que compre aquí.

– Exacto. Estos animales son los más caros del mundo. Son especies raras, muy raras, que han sido «cazadas» en varias partes de la Tierra. Gallinas de Nueva Guinea, media docena de ellas juntas valen, por ejemplo, trescientos mil dólares. Igual que los pavos de una granja de Kentucky, también están aquí. Y luego los pescados de la subasta. Auténticos monstruos del fondo del mar, de muchos mares.

– No lo creo.

– Tienes que creerlo, es lo que tiene el dinero. Puede que una silla te parezca que puedes comprarla por diez euros y en un lugar como este te pidan diez mil. Lo crees y pagas. Cada vez que pagas, compras, más dinero en circulación. Mientras más dinero en circulación más burbuja, más sensación de bienestar. Funciona así y no lo he inventado yo.

– Mientras más animales me lleve, más dinero estaré poniendo en la cuenta de Aruba.

– Un diez por ciento por el valor declarado de cada animal. Y no olvides, tienes que escoger lo que emplearás en la cena.

Alfredo miró el campo por el que se desplazaban. Una fauna extraordinaria, vacas que parecían pastar en Escocia, ovejas que se arrinconaban disgregadas en una ladera que podría estar en Nueva Zelanda, inmensas guacamayas revoloteando alrededor de pollos de imperiosos plumajes, perros altísimos, caballos de crines hiperrelucientes.

– Si algo pasara en el imperio financiero del Cliente, nadie se imaginará que en esta isla está buena parte del dinero.

– Pero ¡si son solo animales! -exclamó Alfredo.

– No, Alfredo, te obstinas en no entenderlo. Son dinero que corre libre por unos prados artificiales y reales al mismo tiempo.

– Había pensado en platos más mexicanos, más pavo en vez de pollo por tratarse del Día de Acción de Gracias. No se me había ocurrido cocinar pescados ni crustáceos.

– Pues medítalo ahora y prepárate para ello. Hay también un huerto al final del recinto, para que selecciones todo lo que necesites. Y un corral, porque si has decidido que tenemos que llevar aves, lo haremos. Pero pon el dinero en los peces.

– ¿Por qué me han escogido, Pedro? -dijo entonces Alfredo.

– Por nada y por todo, pero sobre todo por la salud de tu hermano y la de mi hijo. Necesitamos el dinero, los dos.

– Es una mierda de excusa.

– Aprende a utilizar las palabras correctamente, Alfredo. Solo por llegar a esta isla ya eres un elegido y, como tal, has de seguir eligiendo. Tu deber ahora es ayudar, ayudar a muchos haciendo que sientan un instante de felicidad gracias a un buen plato. Así dejarás en todos nosotros un buen sabor de boca: hoy en la cena del Cliente; mañana, en la vida de tus seres queridos. Siempre el buen sabor, Mr. Sabor de Boca.

Alfredo se quedó allí, demasiado perplejo para hacer nada más. No se trataba de utilizar esos animales en realidad, pero sí de justificar todo el dinero que emplearía en «comprarlos». Pero no compraba, solamente estaba excusando un gasto, una cifra inusitada en elegir esos animales irracionales pero verdaderos.

– Dame tu documento de identidad -prosiguió Marrero-. Lo necesito para inscribirte en la puja.

Alfredo llevó su mano hacia su bolsillo trasero. Siempre llevaba su cartera allí y, en ella, su DNI, del que no se desprendía jamás, al igual que Patricia.

– De paso estableceré tu cuenta personal en la oficina de un banco chino en Siam -añadió alejándose y blandiéndolo en alto como si fuera un pañuelo blanco en una corrida de toros. Allí terminó de entender todo el procedimiento. Estaban blanqueando dinero, mucho dinero, en un lugar que solo conocían los verdaderamente privilegiados.

¿Puede un hombre negarse a formar parte de algo así? ¿Gritar, pedir auxilio, descerrajar una pistola encima de Marrero? No. Tenía que preparar una cena y cobrar sus honorarios por hacerla, por encima del dinero que estaba movilizando, escondiendo, trasladando en esta bizarra pero real operación y situación. Era demasiado y ese demasiado servía para empujarlo hacia delante. Ya imaginaría cómo explicarse en qué se había convertido. Un cocinero, era su frase para todo, es un hombre que siempre tiene soluciones.

Alfredo paseó dos veces por la extensión de aquel mercado oceánico y terrenal como un Noé inesperado y al servicio de un dios menor pero goloso. Por alguna razón le pareció que la cena de Acción de Gracias para la cual había sido contratado escondía una despedida, quizás un suicidio, un acto irreparable de su organizador, ese diosecillo propietario de la isla, a lo mejor del avión, de la habilidad de Marrero para moverlo todo y de él mismo. Y que, de ser así, era la explicación bendita para lo que hacía. Estaba ayudando a que el mundo no terminara de colapsarse. Ese dinero que habitaba en las plumas y carnes de esos animales era como una iglesia del ahorro. Un último escondite alejado de la avaricia, de la manipulación y la especulación. Alejado de los bancos y del pavor de los empobrecidos, la ira de los engañados. Todos aquellos animales se movían a su alrededor en una abigarrada coreografía. Pavos de plumas sedosas, gallinas blancas con su carne fibrosa que le desafiaba a emplear en ellas horas y horas de cocción hasta poder hacer con sus cuerpos esas ensaladas cargadas de mayonesa y patatas que tanto gustan en las cocinas del Caribe. Cerdos con piel hidratadísima, sin pelo alguno, sonrientes como si fueran clientes de una masajista estupenda. Verduras saturadas de color, espinacas de hojas muy largas, lechugas que respiraban agua y que invitaban a ser partidas. Y, lo más hermoso, todo ese mundo marino detrás de los inmensos cristales que le hacían pensar en Patricia y él mirándose en cualquier espejo, las puertas de las neveras en el Ovington, confirmando que la belleza gusta de los monstruos y al revés.

El recinto comenzó a llenarse poco a poco de gente, todos con los relojes gruesos, las camisas hiperplanchadas, los cuellos altos atenazando nucas regordetas. Todos eran monstruosos. Le pareció escuchar una algarabía procedente de un grupo de caballeros orientales y algún que otro musulmán en torno a una sobrecogedora manta-raya que se desesperezaba en uno de los gigantescos tanques. Aplaudían, gesticulaban, se tapaban los ojos y la boca y a ellos se unían mujeres a medio vestir, claramente prostitutas de todos los colores y edades, como si fueran una seña de globalización, escasamente cubiertas por mini prendas de diseñadores caros. Patricia nunca se vestiría así. Por mucho que bordeara ese estilo jamás llegaría a ese nivel de subversión consistente en gastar ingentes cantidades de dinero en una simple lycra de color chillón. Ellas se asustaban, se estremecían y se refugiaban alrededor de los flácidos brazos o sobre los abultados estómagos de los caballeros. Alfredo pensó en El jardín de las delicias, el cuadro de El Bosco que, junto a su padre, contempló en una visita a El Prado. Recordó la laguna que ocupaba el centro de la pintura, una especie de piscina salpicada por níveas jovencitas, rosadas y desnudas mientras a su alrededor desfilan o cabalgan guerreros con sus armas y escudos. La escena nunca podría ser semejante porque lo que estaba viendo ahora era torpe, grosero, vulgar. El triunfo de la vulgaridad, podría titularse este espectáculo. La manta-raya iba adecuándose a su nuevo hábitat y aleteaba y buscaba la comprensión de su nuevo territorio. Repentinamente, el animal decidió rebelarse y mover las aletas como si quisiera generar un remolino, una sacudida y súbitamente el agua pareció ir a quebrar el cristal y las putas y los hombres de negocios gritaron y jalearon todavía más. Un hombre maduro y señorial, vestido con el uniforme de una conocida casa de subastas, dio entonces inicio a la puja por el gigante acuático. Comenzaron a escucharse cifras cantadas en yenes, en dólares, en euros y en monedas latinoamericanas. Alfredo buscó a Marrero y lo encontró armado con dos teléfonos y vociferando, gritando cifras en las mismas monedas. De pronto la manta-raya se movía como King Kong llegando a Manhattan. ¿Cuánto podía pagarse por esa monstruosidad?, ¿qué uso iba a dársele?, ¿cuándo terminaría toda esa locura? Las cifras crecían y el animal se batía con mayor rabia todavía. Abrió la boca, enorme, engullidora, oscura como el reflejo de un espejo ante la laguna Estigia, y las prostitutas se echaron a llorar y comenzaron a correr para apartarse del cristal. Pero los hombres las obligaban a acercarse otra vez, aplastándolas contra los cristales.

– Es nuestra, hemos pujado más que ningún otro. Cuando lleguemos a Nueva York seremos reyes, Alfredo. Sesenta y cinco mil dólares por hacer una cena de Acción de Gracias. Convertidos en esta breve escala en al menos trescientos cincuenta mil. Mañana, serán más de seiscientos mil. Y pasado mañana tendrás que seguir nuevas instrucciones.

Cerca de él, una de las prostitutas, que ya comenzaba a recuperarse del susto, le guiñó un ojo.

– Nuevas instrucciones, Alfredo -recuperaba la voz de Marrero-. Pero acátalas, puede que sean las últimas -susurró.

Salieron por la misma puerta, el coche les esperaba con el mayordomo vestido de chófer esperándoles con la puerta abierta. Regresaron en silencio, a través del túnel con los diamantes centelleantes en las paredes. Alfredo vio a lo lejos las pequeñas montañas cerca de la autopista donde habían «aparcado el avión». Unos niños sin ropa seguidos por unas mujeres esqueléticas sosteniendo pequeñas muñecas en las manos, salieron al paso. El mayordomo-chófer frenó levemente. Un grupo de militares, tan negros como los niños, efectuaron tiros al aire para que se dispersaran, pero las mujeres y los niños se aferraban a las puertas del coche. Marrero no decía nada. Los tiros parecían entrar en la piel de esas personas y el coche al fin retomaba su velocidad.

– ¿Dónde estamos? ¿Qué coño es esto? -empezó a gritar Alfredo.

– Ya vi esta mañana en el avión que tienes buena tranca, hombre, espero que la de tu hermano sea menos poderosa. Vale que tenga un hijo maricón, pero que me lo desfloren cada vez…, qué fatiga me da solo pensarlo, no me extraña que prefieran morirse lentamente -fue lo único que respondió Marrero.

Alfredo se retorció de asco, de molestia, de impotencia. Vio, por el espejo de atrás, cómo no habían muerto los niños. Se levantaban, a duras penas, y volvían a esconderse en la vegetación.

CAPÍTULO 16

LA TORRE PINTALABIOS

El viaje en coche hasta el centro de Manhattan se realizó en un Lexus nuevo, negro por fuera, dulce de leche por dentro. Una combinación de colores que, por lo visto, fascina a los propietarios de los aviones privados. Marrero continuamente al teléfono y Alfredo deseando olvidar la Isla Prima. El vehículo subió por el peaje de la 42 para ir hacia Lexington y dejarle en la puerta del Screams, donde harían la fiesta.

De niño, Alfredo tuvo un sueño en el que llegaba a una esquina en Nueva York y, al cruzarla, aparecía en Londres. Sueño cumplido, a tenor de lo que vivía y se encontraba haciendo ahora. La puerta del Lexus fue abierta por una mano enguantada en el mismo color caramelo del interior. Abrigo negro, zapatos relucientes, alcanzó a verse el rostro en ellos y sintió el primer golpe del frío neoyorquino, más cortante que el de Londres. Otro coche se les aproximaba y, al llegar a su altura, sus ventanas comenzaron a descender. La señora Madoff. La reconocería en cualquier lugar pese a que ella siempre insistiera en que su cara era tan normal que, si no fuera por la gente que conoce a su marido, Bernie, ella pasaría desapercibida. Breve intercambio de saludos, incluso una pregunta sobre Patricia y si tiene problemas con la manicura, pues conocía a unas coreanas divinas que acudían a cualquier dirección. Alfredo agradeció el gesto, creía que Patricia había comentado algo sobre lo malas que eran las manicuras en Londres.

– ¿Belgravia o Mayfair? -preguntó la señora Madoff, refiriéndose a los dos únicos barrios blancos y finos de la capital.

– Belgravia -respondió él.

– Todos hemos hecho mucho dinero, ¿verdad, Alfredo? Y eso es bueno -sentenció ella-, ha sido la base de nuestro imperio -matizó, mirando al suelo y recogiendo una moneda de cinco céntimos.

Alfredo se asombró, tan millonada como era, casi dueña del mundo, y el azar le seguía regalando monedas. La señora Madoff se la guardó en un bolsillo de su abrigo y se sonrió para sí misma.

– Te hemos pagado bien -continuó ella-, pero supongo que lo mejor habrá sido acompañar a Pedro a la isla, ¿no es cierto? ¿Te gustó lo que viste?

– No, señora. En realidad me dio miedo.

– Esas mujerzuelas, ya lo sé. Es que tú eres siempre muy educado, muy correcto. Y con una novia magnífica. -Siguió mirando el suelo, como si esperara descubrir monedas de mayor valor-. Así éramos mi marido y yo al principio. No tan atractivos como vosotros, claro, pero con una sana ambición.

Se quedó en silencio, no había más monedas, el suelo demasiado limpio pareció entonces asustarla, a lo mejor le devolvía un reflejo de lo que la ambición había hecho con ella. Alfredo quiso, deseó fuertemente decirle que se iba, que regresaba en cualquier vuelo comercial a Londres. Pero calló.

– Es un presagio tan extraño, Alfredo, si me permites que te haga parte de él. Como si esto fuera por última vez -comenzó a confesarle ella a medida que sus ojos se le iban llenando de lágrimas. Alfredo la sujetó por el brazo, quizá con demasiada fuerza, porque la dama se apartó y avanzó hacia el local.

El tono de las paredes del restaurante, de un furioso frambuesa y un restallante verde perico, le cegó. ¿Patricia les había permitido cambiar las paredes del Screams?

– Nos ha quedado como una selva maya -describió la señora Madoff, y el equipo responsable estalló en aplausos que fueron coreados por la tripulación de Marrero, también presentes, porque serían sus pinches y camareros.

Alfredo se encerró en la cocina tan rápido como pudo. Tenía claro el menú y cómo hacerlo. Se encontró allí con Santiago y Carmelo, los dos madrileños que tras su ida a Londres habían encontrado empleo en un restaurante «fusión» en Nolita. Vio cómo unas mujeres negras degollaban dos gallinas en el interior y la señora Madoff, que entraba ahora en las dependencias, se apartaba con asco.

– ¿Gallinas? ¡Pero si es Acción de Gracias! ¿No debería ser un pavo, Alfredo? -le preguntó, de nuevo cerca de él.

– Su marido y sus hijos querían una cena mexicana -contestó.

– Qué mala muerte tienen las aves, ¿verdad? -comentó mientras contemplaba extasiada cómo degollaban a otra gallina-. No será vudú, ¿verdad? -bromeó, y él vio que jugueteaba con la moneda de cinco céntimos oculta en el fondo de su bolsillo.

– No, es para hacer ensalada de gallina. Su marido y su hijo no quieren pollo.

– Porque los hace más femeninos, es cierto. Una cena de Acción de Gracias sin pavo, ¿no será como ir vestida de rojo a una boda?

Alfredo iba a responderle, pero ella ya extendía su mano para despedirse. Y en ella un sobre muy pesado.

– En Nueva York la propina es la única ley no escrita que respetamos -dijo la señora Madoff.

– Permítame preguntarle una cosa: esta cena, exactamente, ¿qué viene a ser?

– Una cena de Acción de Gracias con platos mexicanos.

– ¿Y por qué nos han escogido a mí y a Patricia para realizarla?

– Porque siempre nos gustó este, vuestro restaurante de la calle 49. Y porque los mayores nos volvemos tiernos con los jóvenes que empiezan. En realidad, Thanksgiving ya fue; mi marido y yo lo celebramos con nuestra gente los primeros días de diciembre.

La señora Madoff dejó el sobre en la encimera, al lado de los utensilios para cocinar.

– Dentro hay un extra mío. Aceptadlo, por favor. Toda mi vida quise hacer el bien a las parejas bellas que el destino cruzaba en mi camino.

Cuando la señora Madoff se hubo ido, Alfredo se colocó el delantal y bebió de un trago un café negro espesísimo. Bajó por su garganta como si fuera un brebaje destinado a hacerle miembro de alguna tribu donde se refugiaran los últimos heterosexuales de verdad, como diría su hermano David. Pensó en llamar a Patricia, pero no, aún no eran las doce del mediodía en su huso horario. Estaría durmiendo. O, quién sabe, despierta.

La fiesta se llenó de inversores, agentes y empleados de aquella firma a las siete en punto. Los americanos y su pasión por cenar a esa hora, incluso en día de fiesta. El decorador de los Madoff, un venezolano muy aspaventoso, perfecto para David, se movía entre invitados ajustándose su pajarita color fresa de tamaño XL. Llevaba zapatos rosados de esmoquin y saludaba a todas las mujeres con dos besos. Había dispuesto toda la comida en una especie de escenario giratorio, tan frambuesa como su corbata y las paredes del Screams. Unas gallinas vivas, rosadas como los zapatos, se movían extrañas en lo alto de dos pedestales de azul eléctrico. ¿No tenía Patricia una combinación similar?

Iluminadas como esculturas efímeras, las ensaladas, cada trocito de granada, tomate o pimiento, bordeando y volviéndoles collares alrededor de un cuello interminable. Entre ensalada y ensalada, los cuencos de barro rojizo repletos de guisos, los extraños pollos cocinándose a fuego lentísimo delante de los comensales, los tres tipos de pescado ahogándose poco a poco en leche de coco y el punto justo de cilantro, la carne cada vez más roja, cocinándose al ritmo de «Fumando espero» en la voz de la inmortal Sara Montiel. «Flotando el humo, me suele adormecer. Rendida en la chaise longue, fumar… y amar…» El humo de los tres platos terminaba de ahumar las tortillas adheridas en las paredes del escenario, para que cada comensal las arrancara y rellenara con cualquiera de los sabores a su disposición.

Un pavo gigante, de plástico, movía la cabeza y agitaba las plumas traseras que se convertían, como era inevitable, en la bandera de Estados Unidos. Mientras todos se arremolinaban para untar las tortillas, el decorador abrió la escotilla de una jaula de donde salieron, despacio, como señoras que se adentran en un territorio desconocido, dos iguanas gigantes. Perfectamente adiestradas, fueron cada una, siempre carentes de prisa, a una esquina distinta del escenario. No asustaron a los gallos, no detuvieron el incesante plumeteo del pavo artificial, no sintieron hambre ante el olor de las viandas. Se colocaron bajo la luz que destellaba sus tonos verdes, azules, turquesas, los colores homenaje a la Isla Prima.

Alfredo decidió que no saldría de la cocina. Se sentía mal, había ido al baño varias veces. La música en la sala era terrible. Boleros que no terminaban o no les dejaban empezar. Mariachis sin trompetas, rumbas sin rumberas. Pero al final, harto de sentirse culpable, decidió asomarse a la sala principal.

La gente al principio pareció emocionada de la celebración, pero a medida que esta avanzaba se mostraba cada vez más enrarecida. Los Madoff lloraban en un rincón y hacían larguísimos y crípticos brindis por sus hijos «que jamás nos fallarán. Y por Dios, que pone a cada uno en su sitio». Los comensales no dejaban de halagar la comida, a los anfitriones y de mirarse entre ellos como si algo, sin embargo, no estuviera bien. Los postres se presentarían igual que los salados. Bandejas de arcilla, complicadas elaboraciones geométricas, estallidos de color gastronómico. Alfredo, su estómago sonando como banda mortuoria en Nueva Orleans, intentaba mejorar la disposición cuando sintió el perfume de Marrero cerca y la sonrisa benigna pero agonizante del señor Madoff.

– Mañana va a ser un gran día, querido Alfredo. No esperes a que el edificio abra para ir, preséntate antes. A las ocho en vez de a las nueve. Feliz Día de Acción de Gracias a primeros de diciembre -pronunció en su vacilante castellano, y levantó su mano mientras Marrero lo alejaba como si hubiera bebido demasiado.

Alfredo no durmió, aun estando bajo el confort de las sábanas del hotel Mandarín Oriental. Dos noches consecutivas sin dormir. Hacia las siete se metió en la ducha y estiró el brazo hacia arriba, como el saludo final de Madoff en el restaurante. Como el Hail Hitler! del gran exterminador de judíos de la Historia. Como el último gesto de la vida de Marion Crane, la heroína asesinada en Psicosis, de Hitchcock. Era la escena favorita de su hermano David. «Ese gesto último de vida, como si fuera un baile, el vals sin novio, antes de estrujar la cortina de plástico y romper las anillas que la sujetan a la barra: Arte, emoción.» Y qué diría ahora de él, pensó Alfredo, desnudo, maldormido y autoconvertido en delincuente, exactamente igual que Marion Crane; desnuda belleza, pura y solitaria antes de entrar en la muerte.

A las ocho un guardia jurado le abrió la puerta de la sede del imperio Madoff. A las ocho y un minuto Alfredo dejó atrás el puesto de seguridad y avanzó por un pasillo de granito rosa y pequeños destellos hacia una amplia puerta de cristal donde una mujer de mediana edad, con tacones tan altos como los de Patricia, se estiraba la falda de lana y le tendía su mano ofreciéndole un intraducible apellido judío. Iba a traerle los documentos para formalizar la operación de Mr. Marrero. Alfredo asintió y esperó de pie. Había otra mujer pegada a un ordenador en el que pudo distinguir a los lagartos verdes de los dígitos moviéndose hacia la derecha. La observada debió de sentir su falta de sueño o el terror por haberse vuelto la persona que jamás quiso y se giró. Su mirada devolvió a Alfredo su aspecto: una calavera consumida. La señora de mediana edad regresó indicándole que le acompañara hacia una habitación al fondo. El olor de la calefacción subía por las paredes, acababan de encenderla. El silencio en la tercera avenida era impresionante. Tantas veces pasó delante de ese edificio y jamás imaginó que lo recorrería. Una amiga de Patricia, Victoria, arquitecta, hablaba siempre mal de este edificio, conocido por los neoyorquinos como «El pintalabios» por su forma, en efecto, similar a un rouge que se desenroscara. Era un diseño de Philip Johnson, el célebre arquitecto de las gafas muy redondas, eterno acompañante de Jackie Kennedy, enfant terrible, rodeado de controversias, como la de que pudiera ser un antisemita declarado y proclive a que Estados Unidos formara parte del Eje antes que adalid de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Patricia sabía todo sobre él, como de tantos arquitectos. La señora tardaba en sellar carpetas y aniquilar en una destructora de papeles unos documentos al tiempo que separaba otros. Todos formaban parte de la operación en la que estaba involucrado. Era mucho dinero, más de lo que Marrero había señalado. Pensar en el edificio le calmaba. O, mejor dicho, lo hacía más indolente, anestesiándolo.

– Firme aquí. Y luego aquí. Y, por la cena de ayer, el contrato de confidencialidad.

Letra pequeña, debía leerla. Pidió un café, se lo trajeron en una vajilla muy blanca que de inmediato asoció con la que habían enviado los valencianos el día de la inauguración del Ovington. Tendría que ser la misma. Tomó el café, levantó la taza, algo parecido a una fallera estaba debajo. Lo quitaron de sus manos, no pudo ver más.

Lo leyó, no podía revelar nada de lo que había acordado, visto u oído en los tres días previos a la cena y en los dos días siguientes. Se hicieron las ocho y veinte y diez minutos después apareció más gente en los alrededores de la oficina. De pronto Madoff estaba allí, nervioso más que resacoso, vestido con un polo debajo de la pesada chaqueta de invierno y un gorro de los Mets. Todo el mundo se puso de pie menos Alfredo, que pareció recibir la taladrante mirada del hombre. Le hizo un gesto similar al saludo final de la noche anterior pero que parecía indicarle más bien que por nada del mundo se levantase. Explicó que subiría a la última planta. Que allí estarían sus hijos. Y se encaminó hacia el ascensor. Alfredo terminó de firmar los pesados folios. La señora de mediana edad sudaba frío pero los recogió, los introdujo en un sobre muy acolchado y lo entregó a un caballero negro que salió raudo del edificio. La señora se giró hacia su ordenador y tecleo rápidamente. Alfredo miraba todo lo que realizaba, hacía un calor rarísimo, como si el termostato hubiera reventado y la calefacción decidiera ahogarles.

Se movió levemente y podía ver lo que escribía la señora, sus manos temblando ligeramente y su mirada consultando el reloj encima de la línea de nombres y números en rojo que descifraba los movimientos de bolsas en Japón y Europa. El reloj marcaba 08:58. Alfredo bajó la mirada hacia la pantalla del ordenador. Fue más rápido que los célebres dígitos moviéndose fugaces. Pero no pudo ver nada. La mujer apretó el enter y las palabras titilaron hasta ser tragadas por la oscuridad de la pantalla. De inmediato oyeron las alarmas, la voz altisonante del agente de seguridad diciendo «esto no puede estar sucediendo» y una horda de policías armados hasta los dientes y cubiertos por todo tipo de prendas irrumpieron en el edificio, atiborraron los pasillos y exigieron que los ascensores bajaran y subieran lo más rápido posible. Eran cientos, había camiones negros apostándose sobre las aceras delante de la entrada del edificio y neoyorquinos deteniéndose en el frío glacial en la avenida antes desierta como si una película de catástrofes se hiciera realidad. La señora de mediana edad, ya sin habla, sin color, le indicó que era mejor que se fuera de allí.

Alfredo avanzaba por entre los policías convertidos en militares de una dictadura africana con rascacielos. Le miraban pero no le detenían. Claramente, no venían a por él. Alcanzaba la calle deseando llamar por el móvil a Patricia, daba igual la diferencia horaria. ¿Qué hemos hecho, amor mío?, pensó y luego, cada vez más enfurecido, quería detener a los policías y decirles que buscaran: Isla Prima, subasta de animales raros, Miró el edificio, creyó que el lápiz de labios se enroscaría y el asfalto lo tragaría. Había más curiosos cada vez y una pequeña manifestación de ex trabajadores desplegando una pancarta: «¿Era todo verdad, Bernie?», y tres, cuatro, seis camiones de las televisiones rechinando sus frenos y descargando cámaras y mujeres reporteras alisando faldas y pelos.

Alfredo abrió con sus llaves el Screams y encontró a Carmen, la señora colombiana que limpiaba cada mañana a las nueve y cuarto. Ella le dijo que parecía un fantasma, que si podía llevarse el pavo de mentira para el próximo Día de Acción de Gracias y si habían dejado algún tupperware para sus niños. Alfredo contestó a todo que sí y que Patricia la extrañaba mucho en Londres, y Carmen le preguntó si no volverían nunca más a Manhattan, que la gente era más simpática. Alfredo se deslizó hacia la oficina de detrás de la cocina; estaba vacía, todo su contenido formaba ahora parte del Ovington, pero en el suelo permanecía la vieja televisión Sony de diecinueve pulgadas. La encendió y vio el edificio que acababa de abandonar y la cara y el nombre de Madoff encima de la palabra «Fraude», el más grande en la Historia de América.

Carmen entró en el despacho con una sonrisa radiante.

– Señor Alfredo, le están esperando en la puerta.

Alfredo sintió un frío que le retorcía las manos y le volaba los ojos. Detrás de Carmen se veían destellos. Cuando salió al salón creyó que la falsa selva de la cena de Acción de Gracias se movía bajo una tormenta tropical. Una de las iguanas del decorado se desperezaba, lenta, luego nerviosa, como la manta-raya en el acuario, alerta ante los flashes, el ruido de las cámaras, las voces gritando el nombre del Cliente, una frase organizándose en miles de labios: «Su última cena tuvo lugar en este restaurante…» en muchos idiomas, que iba reconociendo, mandarín, ruso, alemán, francés, griego, algo como portugués, repitiéndose las palabras ante los ojos aterrorizados de Alfredo.