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Patricia sí había dormido bien. Pero la perseguía esa conciencia estúpida de haber acercado, si no directamente lanzado, a Alfredo a las fieras. Estúpida por innecesaria. Lo había arrojado, punto. ¿Para qué martirizarse si sabía que un solo paso dado por Alfredo repercutiría en millones de euros, dólares, libras y yenes para ellos? Luchaba por dibujarse una excusa, pero siempre que buscas una excusa surte el efecto contrario, te inculpa más. Si tuviera que aceptar que, en efecto, sabía más de lo que había dicho con respecto a la cena de Acción de Gracias, podía escudarse en el hecho de que en una relación como la de ellos unas veces ella era novia y otras productora. Y que esta era una ocasión que la productora no podía aceptar que arruinase la novia.
El dilema estaba en que como novia también requería múltiples disculpas. Más que estrellas en el cielo, como rezaba el slogan de la Metro Goldwyn Mayer y que para Patricia era otra de esas frases hechas con las que salpicaba sus trenes de pensamientos. Más estrellas que en el cielo, se repitió hasta llegar a comprender que, en efecto, solo en el cielo habría escrita, dibujada, una solución para su caos.
Alfredo no salía del shock. No hacía preguntas, temeroso de tener el móvil pinchado. Cada comunicación con él, vía móvil o pantalla de ordenador, terminaba con la misma secuencia: su rostro aterrorizado y cada vez más delgado; una pregunta: «¿Por qué me habéis escogido?», y una especie de manifiesto-súplica: «Yo tenía un talento, ¿en qué me has convertido?» En un millonario, se apresuró a decir Patricia. Mala idea, al parecer Marrero había utilizado la misma expresión. Además ella le daba la razón: no querían ser millonarios, no de esta forma tan insólita y misteriosa. Querían…, querían vivir la vida de una manera distinta. ¿Distinta de quién? De los mediocres, de los que no se arriesgan a ver y a buscar cosas que no conocen. Pero las habían conocido, a veces demasiado desnudas, demasiado expuestas. Patricia quería encender el ordenador y marcar el teléfono de Alfredo y decirlo todo, pero la detuvo la hora. Nueve en punto de su mañana y, aunque las tres de los Estados Unidos era una hora todavía activa para un cocinero, no podía arriesgarse a despertarlo y lanzarse cuatro, cinco verdades a la cara.
Una vez abierto el ordenador, el desayuno a medio morder, una rebanada de pan de espelta encima de otra rebanada de salmón escocés y un tazón de café con leche, Patricia repasa el estado de las cuentas principales. El gran ejercicio: pulsar la diminuta pulga negra en el extremo del ordenador, introducir la contraseña y acceder a la página web de la recuperada empresa puntocom y de nuevo pulsar las siguientes contraseñas asociadas a las canciones que a la vez despejaban el camino para adentrarse en los servidores externos que llegaban por fin al tesoro. La cuenta de Aruba tenía más dinero, la de Jersey y la de Liechtenstein también. Mucho más de lo que había acordado pagar el Cliente. Sucedía desde hacía una semana, ingresaba dinero a ritmo de los años dos mil, tres mil dólares diarios. El total de esas cuentas no podía superar los cien mil, y por eso tenía que trasladar esas mismas pequeñas cantidades a la cuenta de Río de Janeiro, la de la fallecida María Jesús Cobo. Lo hizo, cómo no, fácilmente, como trasladar un documento inútil a lo largo de la pantalla hasta la papelera. El dinero que Alfredo había puesto en China para la sociedad alimentaria productora de langostinos rayados también tenía más dinero que lo alcanzado en la subasta. Alfredo le había contado entre sollozos la subasta. Ella le calmó, era buena idea, Marrero no quería hacerle daño alguno a pesar de sus modales y aspecto.
Revisó entonces la cuenta de Marrero. No lo había hecho desde la noche en que, completamente colocada, consiguió que su hermana Manuela le permitiera acceder a esta empresa cibernética de servidores para facilitar recursos de Internet a países no desarrollados, esa loable, altruista empresa puntocom que escondía su propia red de paraísos fiscales. Abrió la cuenta de Marrero. Era increíble, si el dinero era como reptiles, en la cuenta de Marrero corrían a toda velocidad los últimos dinosaurios escapando del fin. Dinero, muchísimo dinero.
Tragó más café, encendió la televisión y allí estaba, en cualquier idioma conocido, Madoff y la gran estafa. Más de seis mil millones de euros desaparecidos de la faz de la tierra. Incontables personalidades aparecían involucradas en la estafa. Desde Spielberg a una modelo ya retirada, elegantísima pero completamente en la quiebra. «Así me gustaría verme en la quiebra», musitó Patricia. Y como lo dijo, poco a poco fue haciéndose el gran paisaje, o la gran fotografía o la absoluta radiografía delante de ella. ¡Una estafa de seis mil millones de dólares! ¿Cómo puede esconderse y/o evaporarse tanto dinero? El dinero no podía esconderse ni en una casa ni en la cuenta de una esposa o hijo o hermano de Madoff. Ni mucho menos en la de Marrero, pero sí en unas cuentas de personas que jamás saltarían a la primera búsqueda, a la primera sospecha, como podrían serlo perfectamente Alfredo y ella.
O la cuenta secreta de Marrero. Para eso había organizado la cena. Para eso la convenció de que Alfredo la preparara, para que Alfredo firmara documentos ininteligibles y el dinero se escapara de la Justicia hacia allí. Ella y sus recuperados servidores externos desplazarían una última vez el dinero errante.
Esperó un instante mientras cerraba todas las ventanas abiertas en su ahora poderoso ordenador y reinició. Repitió el proceso de contraseñas y compuertas que alcanzaban la fosa de los dinosaurios. Ya había seis mil dólares más en su cuenta de Aruba, y decidió ponerlos en la cuenta a nombre de su abuela Graziella. No mucho, todavía no deseaba tener que rendirle explicaciones a ella precisamente. Volvió a revisar la de Marrero y había otros cientos de miles. Decidió entrar, ahora con la nueva contraseña, y efectuar una transferencia, pequeña, de dos mil dólares, a su cuenta de Aruba. Podía hacerlo, tenía un pequeño poder que permanecía de la sociedad que en su día fue la empresa puntocom. Y entonces se obró el milagro. Los dinosaurios que entraban raudos a la cuenta de Marrero creyeron ver una vía de salvación en la cuenta de Patricia. Y allí que iban, media docena en un principio, cientos al cabo de un rato. Miles al final de la mañana. El dinero necesitaba esconderse antes de la debacle final, de la investigación. Y ya en estampida, si abriera otra cuenta ficticia, en Panamá, en algún rincón de Brasil, allí también irían llegando como una marea que arrastrase casas, un orgasmo que invade la garganta y expulsa el grito final, más que un chorro de dinero, millones de dineros, dólares mezclados con yenes y libras, euros salpicados de monedas con nombres de libertadores latinoamericanos avanzando hacia las compuertas de esa cuenta como emigrantes avanzando en la isla de Ellis o torturados esperando la gasificación. Ejecutó una orden de stop para impedir que en su cuenta de Aruba se alcanzara una cifra superior a trescientos mil dólares.
Patricia vio que le temblaban las manos. Ahora, con lo que sabía, podía abrir cuentas en lugares que no llamaban demasiado la atención. El banco de China de la cuenta de los langostinos podía abrir una cuenta en Singapur a nombre de la empresa 2monstersgether. Y otra en Hong Kong. Y, por qué no, en Macao. Los casinos siempre necesitan un chef. Todos los días debía estar atenta a encontrar un país distinto, bastante discreto, donde abrir una cuenta a nombre de una empresa donde permitir a los dinosaurios viajar. Estaba robando a los grandes estafadores. Estaba convirtiéndose en alguien insuperable. Sintió como si la espelta del pan le atravesara el estómago y arrasara con lo que encontrara en sus paredes. Cuando regresó del baño pesaba de seguro un kilo y medio menos. Se dio cuenta, detenida en la puerta de acceso al salón, de que la casa de los colombianos estaba sucia por todo lo que ella había hecho allí. Si ella y Alfredo eran estafadores de la gran estafa…, tenían que cambiar de casa inmediatamente. Y, a ser posible, a esa casa imposible que solo está en tus sueños. O un poco más cerca, al doblar la esquina en el bellísimo, siempre ajardinado, cinematográfico, Chelsea. En el fondo, tener ese pensamiento tan práctico, de tanta supuesta práctica feminidad, consiguió calmarla. Escondió las cuentas de los servidores externos detrás de las canciones que escogió al azar. «Picture This», de Blondie, una de ellas. «Lisztomania», también; tenía tan bello recuerdo de avanzar dentro del Ovington bailándola. Y otros éxitos bailados en Madame Jo Jos y en el George & Dragon.
Tenía que llamar a Alfredo, daba igual la hora. Tenía que decirle lo que había descubierto. Tenía que decirle en lo que les había convertido.
– Nos entra dinero sin parar.
Lo dijo lo más claramente posible, escuchó cómo él encendía la luz de la mesa de noche y clareaba la garganta.
– No entiendo qué coño quieres decir.
– ¿Qué firmaste en la oficina de Madoff?
– Un contrato de confidencialidad. No puedo hablar sobre la cena, no recuerdo nada.
– ¿Y de verdad no recuerdas nada?
– Nada que pueda decirte por el teléfono, ni a estas horas ni nunca.
– ¿Tampoco por el correo electrónico? -Patricia más bien musitaba, no sabía cómo decirle en algún tipo de clave lo que pasaba por su cabeza.
– Muchísimo menos -siguió carraspeando-. Patricia, no duermo desde hace días. No puedo volver. La prensa está encima todos los días, el Screams tiene que echar gente en la puerta…
– Eso es bueno, es bueno. Inesperado pero bueno -dijo mecánicamente, en cierta manera imaginaba que la gente sentiría el morbo de cenar en el mismo lugar donde lo hizo el mayor ladrón del capitalismo por última vez-. Joanie y Francisco mantienen todo en orden en el Ovington, aunque la gente, claro, también pregunta por ti.
– En eso me has convertido. En el cocinero que preparó la última cena de la bonanza financiera.
– No, Alfredo, no era mi intención. Yo…
Patricia creyó escuchar ruiditos que se acoplaban en la conversación y colgó. Se volvió a llevar las manos al rostro, ¿cómo podía hacerle esto a Alfredo? Sí, era horrible. Pero ¿y si él supiera más de lo que decía por el teléfono y se escudaba en el hecho de que estarían vigilados? No le había dicho lo que quería decirle y, de hacerlo, tendría que explicarle cosas comprometidas, no fáciles en el mundo fácil donde se emperraban en permanecer. Explicarle cómo aprendió a dominar las finanzas por computadora. Explicarle cómo ella y Marrero actuaban. Volvió a marcar, qué absurdo era Alfredo cuando se deprimía, tanto que no tenía la fuerza como para devolverle la llamada. Marcó y prefirió colgar. Tenía razón, lo había convertido en algo, un instrumento. Pero lo amaba, no podía dar más explicaciones, se sentía paralizada como la noche que llamó a Manuela y activó todo este operativo. Estaba convencida de que el momento final, ese en el que pudieran utilizar no todo ese dinero, tan solo una estúpida parte, y vivieran a todo tren, cumpliendo todas sus expectativas, Alfredo no requeriría de más explicaciones. Pero no era verdad, nadie acepta que se le manipule. Y eso es lo que había hecho con el amor de su vida. Pero ¿todo amor no es una concatenación de manipulaciones? Ellos mismos, ahora al teléfono, hablando en un código Morse deformado, ¿no estaban jugando uno con el otro, solazándose en no decirse toda la verdad?
Entró en Cadogan Gardens 12 como si hubiera estado allí en una vida anterior o en todas las vidas anteriores. Emma, la representante de la agencia inmobiliaria, no dejaba de hacer preguntas sobre su vestuario. Patricia iba…, da igual como iba, estaba perfecta, parecía una mujer que había vivido en muchos sitios y ya no era una jovencita.
– Es una casa ideal tanto si no tienen hijos como si los tienen -decía Emma, abriendo las ventanas, que no eran fáciles, como ninguna ventana en Londres, pero tampoco reacias. Patricia sintió ganas de decirle que vivía con otra mujer, que estaban inscritas en el registro de parejas de hecho.
– Mi novio tiene un restaurante muy cerca de aquí.
– Oh, qué maravilla, los italianos tienen la mejor cocina del mundo -dijo Emma.
– Somos españoles -corrigió Patricia.
– Desde luego, adoro la paella y la sangría.
– Pues el mejor aceite de oliva es español, solo que los italianos lo comercializaban desde mucho antes y mucho mejor.
– La comida británica es tan terrible. Qué sería de nosotros si no les tuviéramos a ustedes, los europeos -dijo Emma, ya sin medir nada de lo que contestaba.
Patricia aprovechó el instante sola en el amplio salón de Cadogan Gardens 12. Era la calle donde la Modelo había vaticinado que terminaría viviendo. Era el día perfecto para dejar de vivir prestado.
– Tengo un cliente en la próxima media hora, no, quiero decir, cuarto de hora.
– No hace falta. Lo tomaremos.
– ¿No quiere hablarlo con su… pareja?
– Mi marido está en Nueva York muy ocupado con el restaurante de allá. Me gustaría hablar con el banco lo antes posible. No será una hipoteca, pagaremos el monto del léase en efectivo.
Patricia extrajo una pluma y se dispuso a firmar. Era el contrato de opción. Nunca había firmado nada sin Alfredo al lado, pero había una distancia oceánica. Y tenía, en el pulso, en la cabeza, en la mirada, una determinación que solamente el haberse convertido en cómplice de una estafa histórica podía dar.
La de la inmobiliaria volvió a dejarla sola delante del ventanal. Patricia pensó que miraba un Hindenburg cruzar el cielo de ese pedazo de Londres. Y detrás el ruido de aviones alemanes sobrevolando la capital a punto de soltar sus bombas. Sirenas ululando y personas corriendo de un sitio para otro, mujeres llorando y otras dirigiendo personas, niños que hacían preguntas. «¿Dónde nos llevan, mamá? ¿Cuándo va a terminar esta pesadilla?» Y de nuevo voces femeninas que medio mentían, acallaban dudas, levantaban más sospechas. Y de pronto, la Reina Madre, mucho más joven que el recuerdo que tenía de ella, con una tiara de diamantes, mirándola directamente y llevándose un dedo con esmeraldón a los labios. «No digas nada, Patricia, no levantes la voz ni señales que me has visto aquí. Calla, ahora que ves cosas, no abras la boca. Ni cierres los ojos.»
Entró en el Ovington con esa sensación de rapidez, de que las cosas flotaban. Joanie estaba abriendo truchas para rellenarlas con alcaparras y otros productos muy ingleses; se veían preciosas, abiertas y casi rosadas con el verde de las alcaparras. Francisco se machacaba batiendo huevos para una serie de soufflés tanto salados como dulces y Pu, un nuevo empleado chino o coreano, tallaba vegetales para transformarlos en esculturas comestibles. Había mucha gente, tanto en la sala como en la puerta, y algunos se acercaban a saludarle y a preguntarle por Alfredo y cómo llevaba el estruendo mediático de la «última cena». Patricia sonreía y miraba los móviles de los que le preguntaban, abiertos en páginas de Facebook donde se debatía profusamente el tema del Cliente y también lo que Alfredo habría preparado para la cena.
– Nada de lo que pongan en Facebook puede ser cierto porque solamente los que estuvieron en la cena lo saben -dijo a uno de los caballeros, bastante atractivos y tiburonescos en vestuario y actitud.
– Tú seguro que lo sabes mejor que nadie -respondió uno en castellano. Patricia levantó la mirada de otra blackberry para observarlo. Sabía quién era.
– Borja, amigo de Marrero y de Alfredo, de hace muchos años.
– Sí, ya lo sé -respondió Patricia, dejándose sujetar la mano por el inapropiado caballero-. Sois inseparables tú y…
– Enrique -dijo el otro caballero, al lado de Borja-. Nos conocen como «los chicos maravilla», querida Patricia.
Patricia tuvo tiempo para observar bien sus trajes, de un solo botón, uno de rayas diplomáticas azul y el otro de ojo de perdiz, un material que tanto gustaba a su abuela Graziella.
Pero no había nada ni de diplomático ni de perdiz en Borja y Enrique. Todo lo contrario, eran sabuesos que venían en busca de su carne, su información, su atribulada verdad en el momento más inesperado. Un poco más allá vio entrar a Lucía Higgins, cada vez más gruesa y aparatosa, con un inmenso sombrero de terciopelo lila. Y detrás de ella a David y a Pedro Marrero Junior. Una manada. La manada del Ovington en el primer día de su vida de millonaria.
«Me has visto llorar lágrimas de diamante, salen y continúan saliendo como si volaran, cada vez más rápido.» Iba escuchando una nueva canción de Passion Pit, unos jovencitos con voces de niña y sintetizadores a tope. Hacía horas que no estaban en el Ovington. Hacía horas también que se divertían sin atreverse a pensar que no deberían hacerlo tanto. Hacía horas, por cierto, que dejaron Londres atrás y cogieron coches sin frenos y se saltaron varias reglas de circulación y enfilaron hacia el country, ese territorio hiperinglés donde Londres se convierte en un satélite que nadie reconoce. Sentía la humedad en las manos y en la nuca y debajo del cabello. Los perfumes de todos los que la acompañaban allí: la Higgins, los inseparables Borja y Enrique liándose canutos, riéndose los chistes, deshaciéndose las corbatas y sacándose los zapatos para bailar sobre la moqueta, encima de las mesas, subiendo las escaleras hacia las habitaciones superiores con unas rusas que aparecieron de repente.
Era una casa inmensa, que parecía ya decorada para Navidad. Tan a principios de diciembre y el árbol listo para que fuera veinticinco y una gran familia de niños muy rubios y educados bajaran las inmensas escaleras de roble. En cada pared, retratos de antepasados que escalaban o descendían, nunca había sabido bien cómo se mide el abolengo, hasta el año 1300, y sin embargo, por la nitidez del óleo, incluso el olor, parecían antepasados pintados o retocados cada año. Alguien subía la escalera con mucho aspaviento y risa y le decía algo, no necesariamente agradable. Era la Modelo, vaya, también estaba allí, ¿tantas copas habría bebido que no recordaba lo que pasó entre cerrar el Ovington y estar ahora en algún condado a cuarenta kilómetros al sur de Londres, rodeada de cuadros de gente que a lo mejor nunca existió y enmarcados en maderas mucho más nobles y viejas que toda la historia que parecía emanar del conjunto? No encontró respuesta, solo el sonido de la canción de los Passion Pit, esas lágrimas de diamantes desparramándose en unas letras sin sentido.
Lucía Higgins abría una puerta, de algún aseo, o quizás un depósito de cadáveres, y salía de allí acompañada por un negro formidable. Cada pezón parecía un fruto inmenso, un cacao de alguna isla del Pacífico, un grano de café irrepetible, un coral atrapado en rocas submarinas. La cogía por la cintura con unas manazas atemorizantes, la apretaba y ella chorreaba como si fuera un helado derritiéndose en el verano.
Volvía entonces el estribillo y todos lo coreaban hasta ese wow! final que se oía justo antes de que una mandolina electrónica continuara imponiendo su compás y marcando el baile. David se extasiaba: «Qué divinos los Passion Pit», exclamaba, y levantaba sus brazos para terminar colocando las manos ante su cara como una vedette de cine mudo. Patricia estaba de acuerdo, eran divinos, nada más y nada menos, sobre todo porque cantaban como chicas y eran dos suculentos cachorritos cargados de modernidad. «Esa pequeña grieta de amor entre los dos, por donde colarnos.» Patricia sonreía, bajaba los ojos, se acariciaba un palmo de cabello y sonreía al galerista que les había llevado a aquella casa, a su cuñado y su novio y, cómo no, a la Modelo, integrándolos así a todos en la divina danza que protagonizaban. «Que no termine, que uno de nosotros apriete el play otra vez y los Passion Pit griten wow! y de nuevo avancemos hacia el reflejo» -gritaba David. ¿Hacia cuál reflejo?
Nadie pidió que se repitiera la canción, por lo que a esta le siguió «Rapture», de Blondie. David batió algunas palmas y comenzó a explicarle algo sobre el tema: «El auténtico gran clásico de los ochenta. Se adelantó a todo; un rap negro cantado por una diosa rubia». Patricia asintió y decidió ir hacia el cuarto de baño, pero la cocina le quedaba más cerca y prefirió entrar en ella, buscar el fregadero y coger el agua de allí para pasársela por la frente y luego apoyarse contra el refrigerador para ver la fiesta de lejos, sin ella. Allí, con la cabeza ladeada, una mano con la palma hacia arriba, la otra cerca del lazo del pantalón y los pies cruzados, pensó que hacía mucho tiempo que no se divertía tanto, y se sintió emocionada como una niña que sale por vez primera hasta esas horas de la madrugada. Ni siquiera aguantó hasta tan tarde el día de la elección de Obama, al principio del larguísimo noviembre, obstinada en mantenerse despierta delante del televisor que escupía los resultados de los Estados de la Unión donde ganaba o perdía el candidato demócrata. Patricia recordó que, precisamente hacia las tres, ella y Alfredo habían decidido cantar una estrofa del himno americano, cuando en la televisión anunciaron que, tras la victoria de su partido en Oregón, Obama era ya el 44.° Presidente de los Estados Unidos de América. Alfredo siempre estaba allí. Móvil en mano marcó dígitos, pero ninguna respuesta. Dormiría. Volvió a marcar, si lo cogía no le preguntaría sobre el dinero, podría contarle que abrir y cerrar el Ovington sin su presencia había resultado agotador esa noche. Al final se ocuparon catorce mesas, no estaba mal, pero todo se complicó cuando David apareció de repente anunciando, presa de la excitación, que vendría un crítico del Time Out que había conocido en Ibiza. Sin embargo, todo salió maravillosamente bien, incluso fue un éxito la selección de las canciones que había preparado para esa noche en su iPod. Tan bien quedaron que, de hecho, seguían escuchándose ahora en aquella fiesta improvisada en casa de un amigo del galerista. «Rapture» terminaba, le seguía «Chic» y David y su novio animaban el baile. Pero ella comenzó a cansarse de seguir observando.
La casa tenía dos plantas, mucha fotografía, dos Mapplethorpe auténticos, uno era, como no podía ser de otro modo, de una orquídea floreciendo, y el otro retrataba a un negro sin rostro con la polla fuera. Había también un Cartier-Bresson que parecía un Avedon, o quizás había bebido tanto que su cabeza confundía autores. Subió la escalera, la verdad es que estaba buena la cocaína, reflexionó, porque veinte minutos después del último tiro, cuatro canciones bailadas a toda velocidad más tarde, aún sentía su amargor resbalándole por la garganta y la sensación de que sus gestos eran más cinematográficos que de costumbre. Se rió y alcanzó la segunda planta cubierta enteramente, por supuesto, por una moqueta color caramelo, o toffee. Alfredo siempre decía que los americanos lo coloreaban todo de beige. «Un país cubierto de beige.» Los ingleses, en cambio, lo hacían de toffee, que es más espeso, más cercano a un beige primigenio. Se estaba partiendo de la risa, y delante de las puertas de los dormitorios prefirió ahogar su sonido colocándose la mano frente a la boca, tal y como hacían la pareja de orientales que cenaron esa misma noche en el Ovington y que ella había estado observando con tanta atención. Al parecer, habían ganado un concurso de algo y visitaban Londres como parte del premio. Les regaló una botella de champagne inglés y una porción extra de helado sobre el chocolat fondant. Alfredo, perdóname y perdónanos a tu equipo por colarte un fondant en el Ovington, le suplicó en su mente. La puerta de uno de los dormitorios no estaba completamente cerrada y la empujó suavemente; percibió un olor fétido, como de queso abandonado en una nevera durante varios meses. Le afectó, al punto de provocarle casi una arcada. La culpa era de la sensibilidad arbitraria que la cocaína fomenta. De tanto emplear la nariz, es como si se perfeccionara una parte de ella que percibe intensamente olores cargados, y en el mundo contaminado en que se movía todo eran olores cargados. La mostaza sobre la salchicha recién hervida, la col guardada en los recipientes de aluminio, la dulzura del chocolate derretido. Almendras despejadas de su piel. Ese tipo de olores eran particularmente notables bajo el colocón cocaínico. Los fétidos también; corporales; perfumes muy caros y muy baratos. La inmensa democracia sensorial de la cocaína, que sirve también para definir si es de buena calidad: si hueles mucho, sientes mucho, hasta el mareo, es buena mezcla. ¿De qué? De todo con lo que la mezclan en Europa, pero con buen resultado de laboratorio. Vaya, estaba bastante arriba, se hacía preguntas a sí misma y las respondía.
Oyó un ruido, una gotera o tal vez una piedra que tropezaba con la pata de una mesa, el viento de la calle hizo que la puerta de un pequeño balcón se abriera y la fetidez se evaporara lo suficiente para permanecer allí y percibir en la penumbra la cara roja de Lucía Higgins que no dejaba de resoplar, sus tetas sujetas por las manazas del negro que la embestía por detrás. La Higgins escupía y exigía cosas como si estuviera en una película porno: «¡Fóllame el culo, así, fóllame el culo!», pero sin poder evitar dejar de hacer sus típicas preguntas: «¿Puedes hacerlo, puedes meterla más adentro? ¿Lo estás haciendo? ¿Me estás follando viva?» Regresó al pasillo procurando contener la risa y al mismo tiempo la arcada. El iPod escupía ahora «Irreplaceable», de Beyoncé. Por favor, ¿podía ser la peor canción en el peor momento? Esa Beyoncé Disney diciéndole a un viejo amor que «vaya a la izquierda, a la izquierda, todo lo que posees en la caja a la izquierda». Intentó seguir su propia coreografía en el pasillo de la segunda planta, la Higgins aún preguntando al otro lado del dintel si el negro sentía cómo deglutían sus labios el poderoso miembro y añadiendo adjetivos gordos, gruesos, grandes, a la misma pregunta. El paso de un coche iluminaba las ramas del árbol y su reflejo destacaba el voluminoso cuerpo de la Higgins exactamente sobre las veinte uñas, como le decía al negro. No a cuatro patas, que era poco, sino sobre veinte uñas, para demostrarle así, siempre, más. Jadeaba, la cabeza parecía un pelele que colgaba de sus hombros, los labios más abultados de lo normal, que ya era mucho, los ojos saltándole, el negro bufando y embistiéndola al punto del agotamiento. Eran dos cuerpos profusamente depilados y resultó curioso para Patricia alcanzar a ver ese detalle. Higgins tendría más de cincuenta años, pero tampoco mucho más, el negro quizá poco menos de treinta, y le resultó más comprensible que, por su edad, él se hubiera aplicado tanto en eliminar todo vello de su cuerpo. ¿Cuándo empezó toda esta obsesión por la depilación? Patricia se rió de las divagaciones de su propio cerebro. Hacerse esa pregunta delante de aquel par de cuerpos que se daban placer gracias a obscenidades y posturas bestiales. Pero, de verdad, ¿cuándo empezó esa obsesión por ofrecer la piel como una lona sin errores? Un poquito antes del año 2000, se atrevió a responderse. Otra luz de coche que pasó iluminando las ramas y el reflejo de aquella desorbitada escena sexual en la habitación. «¿Quieres pegarme, verdad que quieres pegarme?», exigía en forma de pregunta la Higgins y Patricia, apoyada en el quicio de la puerta, seguía barruntando y mezclando ideas sobre la depilación. Fue definitivamente en las películas porno de principios de este nuevo siglo cuando empezaron a verse esas vaginas sin nada de vello, lisas, extrañas, sobrecogedor indicio de que las fronteras entre la pederastia y el sexo de la clase media se volvían borrosas, resolvió. La depilación, en efecto, es buena prueba de ello, continuó con su argumento. Aniña y al mismo tiempo ofrece una sensación de salubridad. Cuesta mucho adquirir ese nivel de limpieza física a pesar del dolor, tanto en el brutal sistema de la cera como en el seco y maltratador de la depilación láser, es caro, seguía meditando mientras la Higgins aullaba y exigía más golpes, embestidas y meadas. Cuando los hombres descubrieron la depilación, también gracias al porno, fue el final de los testículos barbados. A Patricia le divertían, pero más de una vez pilló a Alfredo pasándose su epilady mientras estaba sentado en el wáter y no pudo evitar sentir una cierta vergüenza ajena. Era agradable acariciarlos y también mordisquearlos y chuparlos así, aunque esa ausencia de barbas eliminaba para siempre el gesto cómplice de sacarse después pelitos de la lengua. Y después, una vez conquistados los testículos, vino el turno del escroto y el interior del culo. Alfredo jamás llegó a tanto, y en una ocasión le explicó a ella, solamente a ella, que no necesitaba ese proceso porque, así como no tenía vello en las fosas nasales, la naturaleza le había dispensado de la grotesca existencia de aquellos también entre sus nalgas. Pero no importaba; con o sin él, el auge de la depilación había logrado un lucrativo e importante negocio gracias a esa parte íntima de la anatomía masculina, y a tal efecto recordó una peluquería en la frontera del Gayxample en Barcelona donde ofrecían «láser para la oscuridad», y cómo veía entrar en él a ese primer jefe que tuvo en Barcelona y que salía del local, horas después, casi sin poder caminar y con el rostro reflejando aún las señales del grito permanente. «No confíes mucho en el láser, porque el vello vuelve a crecer si eres muy moreno», le había advertido alguien, seguramente David, tan enterado, pero a Higgins aquello le daba igual, reconoció Patricia, porque ahora bajaba los decibelios de su grito ya que, al fin, el orgasmo había alcanzado su esplendor. Comprendió entonces que no podía seguir allí, observando a hurtadillas cómo se movía, como un tiburón despedazado y despedazador, rodeada de orines, semen, salivazos, llantos vertidos por las bofetadas recibidas y, por supuesto, nada de vello en el cuerpo del negro, tanto en el de la Higgins. ¿Será que existe una correlación entre corromperse, volverse esclavo de tus adicciones, tus caprichos, tu forma de ganar poder y dinero, y esa manía por eliminar el vello de tu cuerpo? Pensó Patricia, todavía espiando.
– ¿Hay alguien ahí? -dijo entonces la Higgins, resbalando sobre la pista de excreciones que le impedían incorporarse. El negro, mientras, apretó sus dedos contra la base de sus testículos calvos y derramó un chorro directo a los ojos de la Higgins. Patricia quiso aplaudir, apretarse alguna parte de su cuerpo ella también y exigirle a su veloz cerebro que concluyera la dispersión sobre la corrupción y la depilación. Pero era cierto, cuanto más profundo se adentraba uno en los meandros de la ambición, más limpia se necesitaba la apariencia exterior, más desprovista de miserias y errores debería estar la piel que cubría nuestra monstruosidad.
– Patricia. -Ahora era David quien se le acercaba; se acababa de meter otra raya y tenía los ojos vidriosos, sostenía un gin tonic en una mano y la botellita de poppers en la otra, la estaba abriendo e iba a pasársela por la nariz. El hijo de Marrero subía detrás, sonriendo siempre con ese gesto idiota.
– Patricia -oyó decir otra vez a David, y ahora Pedrito completamente desnudo y girándose para desvestir también al hermano de Alfredo. Estaban en otra habitación al lado de la Higgins. Patricia pensó brevemente que David carecía de la belleza de Alfredo y que seguramente, de tenerla, la habría disfrutado más. En su defecto, había desarrollado ese cuerpo extraño de los gays, tanto músculo, pectorales medio inflados, pezones muy erguidos, una cintura constreñida. La piel parecía tensa, mientras que en Alfredo todo parecía mejor dispuesto, no había grasa y punto, los músculos se alargaban, estaban y no llamaban la atención. En David todo era más hosco. No le gustaba verlo así, pero tampoco podía evitar continuar sumando sus errores. La depilación, que era completa, radical, aportaba más extrañeza y perfil salvaje a su cuerpo. El hijo de Marrero también había erradicado el vello de cualquier parte de su cuerpo, incluyendo el culo que abría con sus palmas para que David introdujera su lengua sin dejar de mirar hacia Patricia, tan absorta en analizar sus físicos que no sentía nada, ni excitación ni repulsión por su inclusión en el acto sexual. Eran rojos, sus pieles, el iris de sus miradas, el centro de sus esfínteres, un tono rojo inducido por el láser de la depilación. ¿Podría preguntarles si habían acudido a ese lugar del Gayxample? El hijo de Marrero se tumbó sobre su espalda, las piernas en el aire, y David listo para penetrarlo. Volvió a escuchar a David, llamándola antes de iniciar la embestida. Vio el resto de la droga iluminada por un poco de noche, la aspiró y salió; bajó a la planta principal, realmente se sentía diferente al descender por unas escaleras de roble macizo, volvió a encontrarse con esos antepasados recién pintados y con el aire de Navidad permanente y escuchó villancicos salir del iPod. Avanzó salones hasta la cocina, qué raro, antes no había notado tanta distancia, abrió la nevera y tomó un buen vaso de agua fría, una de las locuras que la caracterizaban porque, como todo el mundo sabe, el frío no es buena idea para las encías después de un tiro. Buscó con la mirada a las personas que aún permanecían en el salón principal, vio al galerista introduciendo su cabeza entre las piernas de una joven poeta y a la Modelo, sola, engullida por un sofá, acariciándose el pelo y balbuceando con los ojos cerrados. Cogió su iPod y salió a la calle.
Hubiera querido caminar hacia atrás como los cangrejos, retroceder hasta 1998, vendiendo pisos por cualquier esquina de Barcelona, vestida con un sastre beige de apariencia Armani, el pelo recogido en un moño porque estaba sucio, las uñas de color transparente y unos zapatos con buena plataforma, carísimos, de Prada (o era Miu Miu) de color melocotón, en los que había invertido la primera tarjeta dorada que le ofrecía la empresa inmobiliaria. Horacio, su jefe de entonces, la pinchaba, el cerebro y el culo, exigiéndole vender más, proponer más cosas para la web. La web, la web, era la palabra que más veces escuchaba. «La gente va a comprar casas de ensueño por la puta web», le decía, y ella se ponía a dibujar cuadrados que se sobreponían a otros cuadrados, ventanas de información para incorporar a la dichosa web. Había que lanzarla con una fiesta por todo lo alto, y ahí se le encendió la lucecita a Patricia. Alfredo, lo tenía que hacer Alfredo, el catering, el servicio, el buffet, lo que fuera.
Alfredo no fue tan receptivo. Le pareció despreciable. No era un cocinero de caterings. Pero ella insistió ofreciéndole cada vez más dinero o, en su defecto, pronunciando la frase que resultaba mágica en aquellos años: «El dinero es lo de menos.» Y Alfredo, bien que lo sabía, comenzó a pedirle que aceptara que la llevara con su coche por sus sitios de Barcelona con «I don't need this pressure on» de Spandau Ballet sonando en el compact disc del auto. Spandau Ballet, su hermana Manuela los había seguido por una gira europea, enamorada del rubio del saxofón y del cantante moreno. Después, con el tiempo, ese sonido extraño, medio funky medio jazzístico que había conquistado a la clase media y que empezó recibiendo el adjetivo de culto, terminó convertido en sinónimo de vulgaridad. Alfredo se sabía bien la canción. Fueron hasta la casa del padre de Alfredo, una vivienda pegada a una pared, abarrotada de libros y dos diplomas de la Generalitat por la calidad del servicio y el empeño en los fogones. La habitación de Alfredo, muy estrecha, espartana: una cama, una silla y varios libros sobre ella. Un armario con perchas vacías, dos camisas blancas, dos pantalones, uno caqui y otro azul marino. Una americana azul marino y otra negra. Enfrente, la habitación del padre y la madre de David, igual de austera. Al fondo un cúmulo de olores, lavanda y vetiver, y «Left to my own devices» de Pet Shop Boys sonando sin parar. La habitación de David, el hermano menor, era similar a una especie de armario por lo reducido de su tamaño, pero se veía a punto de desbordarse por la cantidad de ropa, discos, libros y revistas que se apilaban alrededor de una cama que parecía vertical.
Hicieron el amor, comieron un cordero riquísimo y fresas con nata que, según ella misma confesó, perdían a Patricia, y volvieron a hacer el amor en la habitación estrecha, y ella quiso explicarle quiénes eran sus padres y sobre todo quién era su abuela y por qué su hermana y ella la llamaban «El secreto».
Pero no lo hizo. Y Alfredo sí terminó haciendo, en cambio, el catering para la fiesta de la inmobiliaria e incluso tragó con que David asistiera y eligiera algo de música, como el «Left to my own devices» que resultó un éxito y que Patricia, vestida con un palabra de honor con mucha pedrería en torno al busto y en la cola de la falda, coreó imitando los gestos de los Pet Shop Boys.
Deberían haber permanecido así. Esa pareja, ese sueño cumplido, ese único éxito. Pero todo el mundo se empeñó en esos años en exigirse más, en superar un chiste con otro, una hazaña con otra, un sueño conquistado con otro.
Durante todo el año 2000, Alfredo y Patricia fueron los reyes de todos los caterings de Barcelona. Inauguraciones de tiendas de muebles italianos o de joyerías madrileñas con vips casi siempre importados de Madrid y cada vez con temas más complicados: maharajás indios, Memorias de África, tés ingleses, María Antonieta antes de ser decapitada o Napoleón conquistando Egipto, presupuestos precedidos de la frase «No importa el dinero» y empresas, muchas empresas de todo tipo: inmobiliarias, parkings que alcanzaban los veinte años, discotecas que celebraban mil y un actos, hoteles que abrían sus terrazas de verano. La comida viajaba de un continente a otro para ellos: dátiles con chocolate, chocolates con patatas, patatas con espumas de trufa, trufas con caviar y erizos, erizos con arenques nórdicos y arenques nórdicos con muslos de pato sobre cáscaras de naranjas mexicanas y fajitas aztecas con relleno de ternera gallega finamente picada. Variedad, sorpresa, cantidad, presentadas en decoraciones cada vez más voladas de David y Patricia, siempre acompañadas de una selección musical que no pudo ser más feliz cuando el iPod apareció al fin en 2005. Pero antes, y Patricia avanzaba forzosamente hacia ese antes en sus recuerdos, Alfredo y ella tenían a Barcelona convertida en una inmensa sala de fiestas a la que ellos podían satisfacer cualquier capricho.
Entonces vino el hartazgo y la frase de Alfredo, una noche en medio de una fiesta donde rifaban coches con relojes de último diseño a juego para vestir a los afortunados. «Estoy harto de las mismas caras», diría Alfredo mientras recibía la milésima felicitación por sus platos y lo que los barceloneses llamaban el «todo» que era la decoración, la música, Patricia y él: Harto de ver la misma gente y los mismos vips importados de Madrid. «Es que en Barcelona tenemos vips que no conoce nadie», aseguraban las empresas de relaciones públicas que les contrataban. David siempre era novio de uno de sus empleados, por lo general el más delgado y el que más fotos se empeñaba en hacerse con las celebridades televisivas from Madrid. Era esa gente, esa repetición, lo que le asfixiaba, y Patricia lo entendió de inmediato. En la empresa inmobiliaria de Horacio estaban comprando inmuebles en Nueva York. «El dólar está tan barato que es un crimen no hacerlo: hay que invertir en ese mercado cuanto antes.» Paco Rabanne había dicho que nadie debería tomar aviones ni trenes ni ningún tipo de medio de transporte, pero Alfredo y Patricia pensaron que lo mejor sería lo contrario. Celebrar el cambio de milenio en un avión. Aún no conocían a nadie con uno privado. No importaba, todo cambiaría en ese cambio de milenio.
Más que cambio, estalló. A lo mejor la profecía de Rabanne fue acertada, solo que el tipo de Apocalipsis que se esperaba era más convencional. Y este, en cambio, terminó por ser lento, diferente en el sentido de que en vez de destruir de raíz, con sacudidas, maremotos, fue sucediendo poco a poco y en varios niveles. Hubo tres movimientos brutales: las Torres Gemelas en septiembre de 2001 seguidas por la invasión a Irak en 2003 y terminando con el tsunami en Tailandia en 2004. Irak fue moralmente catastrófica para todos, incluidos Alfredo y Patricia, porque mientras Alfredo se manifestaba contra la guerra junto a todo tipo de personas y asociaciones en un Nueva York insolidario, ella ocupaba ese tiempo en reunirse con españoles que sí apoyaban la invasión y que requerían sus servicios para organizar los almuerzos y cenas de empresas privadas y públicas deseosas de sorprender a sus clientes en Manhattan. Alfredo lo pasó mal, odiaba cumplir con esos compromisos, pero pagaban bien, y podían utilizarse en sus curriculums para ahorrar el dinero suficiente para inaugurar su futuro local. La guerra, que iba a ser una cosa de tres días según muchos de los clientes españoles en los restaurantes donde trabajaba Alfredo, fue de bastantes más. Seguían engrosando curriculums y ahorrando dinero (menos Miu Miu, menos Prada, más originalidad en experimentos vintage que, mira tú por dónde, le habían dado el look que ahora llevaba en Londres) y Screams se inauguró finalmente en 2005.
Claro que fue un éxito. Aun más, el principio de un camino de mucho éxito. Alfredo era el capitán de ese éxito, mientras ella aceptaba ser la sombra, no la mujer en la sombra sino decididamente la sombra. Pudo ser una buena arquitecta, una buena columnista de temas varios en cualquier publicación mensual femenina, traductora de embajadores nigerianos en Barcelona, esposa de un millonario, relaciones públicas de una súper empresa audiovisual o puta de futbolistas más jóvenes que ella.
Era lo que era para Alfredo. La socia, la cómplice, la novia. A fin de cuentas, una mujer normal en un mundo dominado por hombres. Su hermana se lo había dicho: «Cuando nos damos cuenta de que no vamos a conseguir lo que querernos, nos ponemos a parir hijos.» Volvió a pararse en seco. ¿Había alguna parada de taxis en esa noche oscura del campo inglés? ¿Por qué siempre que sales de Londres todo es páramo y oscuridad? ¿Por qué la vida tiene tantos clichés que uno termina por volverse uno? La española rubia, de tetas grandes, dientes inmaculados y ojos saltones, colocada hasta la médula, perdida, desorientada en un páramo británico sin nombres ni señales. Marrero. Marrero, el nombre resonándole en la nuca. La primera vez, el salón de unos ricos venezolanos donde servirían un almuerzo siguiendo las directrices de un libro de cocina que Alfredo había comprado en una subasta latinoamericana en Sotheby's. Todos los platos tenían aceitunas, alcaparras, maíz y aguacate en forma de guisos, revueltos, más guisos con cerdo o gallina. Poquísimos pescados. Patricia bromeó con hacer algo completamente negro, similar al petróleo, y de hecho apareció una sopa de judías negras que Alfredo luego incorporó a sus exitosos menús del Screams. Era una casa en Park Avenue, un piso tercero, típico del subdesarrollo: buena dirección, altura equivocada. Era una cena, no un almuerzo, recordaba mejor, para celebrar al hijo de un ex presidente, y había varios cuñados y suegros de ministros del Gobierno español. Patricia necesitaba consultar algo con la dueña de la casa, había un celíaco entre los asistentes y lo dijeron a última hora, como cualquier cosa: «Ah, por cierto, el sobrino de la señora X es celíaco.» Por eso estaba en el salón principal, con la anfitriona exhibiéndola en plan qué empleada más bella tengo, qué bien se viste y qué baratos y eficientes son aquí en Manhattan. Para evitar escucharla, Patricia concentró su mirada en un estrecho sofá dorado tapizado en un arabesco también dorado con ramas de laurel muy verdes sobreimpresas. No era eso lo que llamaba su atención, sino la colección de bolsos Louis Vuitton dispersados encima. Eran el mismo modelo en los tres o cuatro colores disponibles. Cambió la vista hacia el grupo de damas presentes, señoras regordetas, muy maquilladas y fumando (la única casa en Manhattan que permitiría tal cosa), gesticulando mientras sorbían el vino y apuraban el tabaco. Reconoció a dos alcaldesas de perenne reelección y alguna ex compañera de Manuela de la universidad que se había mudado a Mallorca. Mezclaban cosas de Zara con firmas de lujo y hablaban de rebajas en todas partes. «El dólar está tirado, es un gran momento para todo aquí, hija.»
Y vino Marrero por detrás, con deseo de asustarla, solo que Patricia lo percibió, no por el olor (que era como un after shave con pretensiones de colonia), ni tampoco por el murmullo de sus pasos, sino porque sintió gusto al mismo tiempo que le indicaba su nombre: Marrero.
Pasó un taxi. El único en una larga caminata. El conductor la miró y Patricia sospechó que se le notaba el colocón. Unos metros más allá el hombre detuvo el coche. Patricia no aceleró, siguió su paso hasta abrir la puerta y subir.
Tocaba recordar la primera vez que se acostó con Marrero. Cerrando mucho los ojos, cuando consiguió llevarla al orgasmo y ella comprendió que tenía que pedirle algo a cambio. Él le propuso más: dinero para convertir a Alfredo en la estrella emergente de los cocineros españoles. Patricia aceptó otro encuentro en el Mark; siempre le gustaron las sábanas de ese hotel, era carísimo, los gin tonics sabían como si mojaras la cara bajo un manantial en Biarritz y, puesta a ser puta, Patricia sabía mejor que nadie que un hombre se enajena cuando eres puta en sábanas de hilo. Fue tantas veces al Mark en 2006, que cuando Alfredo le pedía acompañarle allí a algún evento ella se indisponía. Ese era un secreto gordo, duro, desesperante de ser descubierto. No sabría qué vestido llevar si eso ocurriera. Pero no era el más gordo. En uno de los encuentros, Marrero le enseñó la página en una revista femenina americana con la foto de Alfredo y detrás el cartel de una organización benéfica española con sede en Mallorca. Hicieron como seis cenas de gala y benéficas para esa fundación. Marrero ufanándose por conseguir nombres cada vez más rimbombantes.
No bastaba Julio Iglesias, tenía que ser Plácido Domingo. Y tampoco era suficiente Domingo, tenía que ser Penélope, y cuando esta declinó, Marrero quiso al resto de las actrices españolas de Hollywood. No podían por compromisos. Marrero entonces exigió la que más daño pudiera hacerles en Hollywood. Invitaron a Sharon Stone, si no recordaba mal, el taxi daba muchas vueltas, a lo mejor el taxista la sumergía en Hampstead Heath y la violaba sin saber que ella terminaría violándolo a él. No, no fue Sharon Stone sino una cantante, regordeta, de mal humor, abriendo su cartera para contar el dinero contante que le había dado el propio Marrero. Y siempre esas señoras españolas con pelos súper cardados y los bolsos de Vuitton, cambiando de modelos pero repitiéndose en cantidad. Las cenas se repitieron, el sexo salvajote, molesto, rudo de Marrero, también.
La fama catapultó a Alfredo a cenas que cada mes marcaban una época y encumbraban un plato. El Club House de salmón, langosta y vieiras tigre fue en la boda de dos familias judías que habían adquirido casi billón y medio de dólares en la compraventa de una empresa de plásticos absorbentes y materiales para la fabricación de pantallas líquidas. Cuando llegabas a la fiesta, cada invitado era multiproyectado en las eficaces pantallas que diluían su rostro en el decorado. La sopa de judías negras y la ternera cubierta de cerezas, en la noche Black and White homenaje a la orquesta nacional de un país del Este. La paella, tan amarilla y roja como la bandera española, para celebrar un triunfo de Nadal en el US Open, ya en el Screams, con la seguridad por la presencia de la Familia Real colapsando la puerta. Y la última cena en Manhattan, Marrero en la puerta esperando la llegada de Madonna y Kylie Minogue mientras iban desfilando todas las rubias, naturales y teñidas, del pop latino, y dentro, lo que se había denominado zona vip (el término que Patricia y Alfredo detestaban), iba llenándose tanto que los supuestos verdaderos vip comían los platos de minihamburguesas de buey de Ávila en la propia calle. Elton John vino con su esposo, lo recordaba Patricia, porque Lucía Higgins no paró hasta conseguir un autógrafo en su servilleta manchada de carmín. Y el esposo se acercó a Patricia para felicitarla por su traje, la cena y, sobre todo, Alfredo.
¿Ese fue el éxito? Se preguntó en voz alta en el interior del taxi que la devolvía a casa. El conductor creyó que le hablaba y Patricia le sonrió moviendo su mano a un lado. ¿Eso fue el dinero? ¿Ver a vips trasnochados comiendo en la calle? ¿Dejarse follar por Marrero para hacer de su amor una cotización? ¿Aprender a que le gustase un hombre detestable? Era un arte y que además exigía hacerlo todo con los ojos bien abiertos, son las putas esclavizadas las que los cierran. Su esclavitud era otra: recordar. Saber. Constatar. Tenerlos abiertos le había permitido organizar el colocón que la llevó hasta el country. Tener en su retina a la Higgins humillándose, rodeada de meados y semen. Tenerlos abiertos le permitió acercar a Alfredo y a Marrero y hacer que viajaran juntos.
Vio aproximarse las grúas silentes de las excavadoras en Tottenham Court para transformar Londres de cara a su cita olímpica de 2012. Obreros trabajando veinticuatro horas. Todo había pasado tan rápido. Esta vez las imágenes iban a acelerarse en su marcha hacia atrás. Vería a Alfredo besarla en la habitación desnuda de muebles en Gramercy Park, el primer apartamento que tuvieron en Manhattan. Y también lo vería besarla mientras ella le pedía a Fernando Casas que se fuera de su vida, en los últimos años de los noventa, en Barcelona, rodeados de sol y buganvillas que caían. Y también vería a Marrero cerrando la puerta de las suites de muebles negros y dorados, explicándole meticulosos planes financieros que ella debía convertir en recetas que Alfredo debería aprobar y presupuestos inflados hasta lo indecible para permitir al dinero sucio de Marrero blanquearse mientras ella sabía que cada salpicadura agrandaría el misterio del secreto.
El taxi había llegado hasta su casa.
Alfredo apareció borroso en la pantalla del ordenador. David luchaba por concentrarse. Patricia estaba recostada contra la pared, sujetándose los brazos como si acabara de inyectarse heroína.
– No veo bien a Patricia -dijo Alfredo desde Nueva York, recibiendo también de manera borrosa a su hermano David. Patricia se aproximó a la pantalla y Alfredo estiró su mano para tocarla. O estaban todos muy cerca de la pantalla o realmente la cámara funcionaba fatal.
– ¿Estás bien? -preguntó Patricia-. Aléjate de la pantalla, por favor, te vemos como un píxel desorientado.
Los tres rieron. Alfredo se levantó de su lado, separó el ordenador, arregló mejor la silla, se fue hacia una esquina, Patricia comprendió de inmediato que se comunicaba desde la oficina trasera del Screams. Había otro píxel detrás de Alfredo, un televisor emitiendo noticias. Poco a poco el píxel dejó de agitarse y se adivinaban imágenes de un reportaje en la televisión. Alfredo aparecía subiendo el volumen y David repetía el mismo gesto en su ordenador. «Dentro de poco conectaremos con Screams, el conocido restaurante mexicano de lujo en el Midtown de Manhattan, donde Bernie Madoff celebró su última fiesta antes de entregarse al FBI acusado de la mayor estafa en la historia de Estados Unidos.»
– Oh, my god!-gritó David-. ¡Vas a salir en la CNN!
Alfredo seguía convertido en una imagen de plasma que hablaba con destellos de colores en la pantalla.
– Es grabado, y los cabrones se empeñan en llamarlo de comida mexicana. Fue mexicana la «última cena» esa -exclamaba Alfredo, Patricia sonreía queda, le gustaba cuando perdía los nervios de esa manera-. Ya ves cómo mienten, lo venden como una conexión directa y lo grabaron ayer por la tarde. Se les adelantó todo el mundo. Nunca he dado más entrevistas en mi vida.
– O sea, que ya das entrevistas. ¿No has ido preso? -preguntó Patricia, necesitaba saberlo.
– No puedo abandonar la isla al menos en una semana hasta que la policía y el FBI me hayan hecho las preguntas pertinentes.
– ¡Pero, joder, eres una celebridad, hermano! -exclamó David.
– Muy a mi pesar -respondió Alfredo.
– Oh, come on!-continuó David-. Ninguna celebridad consiguió serlo deseándolo, si no todos seríamos celebridades. Es la celebridad la que te escoge a ti. Y mira en tu caso cómo ha venido, ¡acompañado de un hecho histórico!
– Es una estafa, David, por favor…
– Pero ¿no te das cuenta de la repercusión? Aquí lo ponen en todas las noticias. E igual en España, en la cadena que quieras. Dicen que la conexión del dinero y las inversiones vinculadas es absolutamente global. En este momento todo el mundo sabe qué es Screams y quién es Alfredo Raventós.
– El tonto de Alfredo Raventós -corrigió Alfredo.
Patricia apartó suavemente a David de su primer plano.
– Todas las mesas del Ovington están reservadas esta noche, mi amor -le informó Patricia, la voz temblándole, iba a llorar delante de Alfredo, cada vez más borroso.
– Quiero estar contigo. Quiero que paremos este carro. Que pensemos si realmente esto era lo que imaginábamos. Llevo tres días sin dormir, atrapado en esta parte de nuestro pasado. Pensando en cómo éramos, Patricia, en cómo nos reíamos de los hermanos Casas haciendo esas ruedas de prensa sin saber nada de inglés; en las esposas de los embajadores españoles ofreciendo paella quemada y jamón de grandes almacenes. Eso era nuestra vida, cambiar todo eso, aportar calidad, elegancia, un estilo de vida. Y no conseguimos nada de eso, solo que el estilo de vida fuera cada vez más vulgar, más grueso, gente que antes nos daría miedo ahora convertidos en compañeros de viaje…
– Hermano, no te rompas, estamos todos intentando recomponer las piezas del rompecabezas -continuó David melodramático.
Alfredo pulsó el off en su ordenador.
Patricia no iba a llorar. Mucho menos drogarse otra vez. No era su rutina. Se podía meter de todo, no dormir, intentar controlar su mandíbula para que no la revelara de más, pero una vez iniciado un nuevo día no tomaba nada. Sus hábitos con la droga eran muy estrictos. Nunca dos gramos, por ejemplo. Nunca dejar de tomar agua, nunca asistir a un draculazo porque sí. El draculazo, un término que le oyó a David por primera vez, era ese momento en que la fiesta atraviesa el umbral de las seis de la mañana y el día se apodera de la locura y más que zombie pareces un desagradecido, un desheredado, un inmoral, deambulando casi sin fuerzas entre las personas que se despiertan y avanzan hacia sus trabajos.
– Vamos al museo. Hay una exposición extraordinaria sobre Turner y Rothko, belleza. -Era David en la puerta de la habitación sin terminar de amueblar. De pronto, cual estadística en la vida de toda mujer contemporánea, aparece un gay salvador. Odiaba esa idea, casi tanto como formar parte de cualquier estadística. Y que el gay salvador fuera cuñado mucho más. David estaría igual de traspuesto que ella, después de todo se había quedado más tiempo inhalando, follando, esnifando.
– No te atribules más por mi hermano -dijo, empleando esas palabras tan de David, negándole el nombre a Alfredo-, forma parte del shock, te fotografían continuamente y crees que no terminará nunca. Y en efecto, termina. Ninguna noticia, ni un desastre natural ni una estafa histórica, permanece en la prensa más de una semana.
– Esta sí lo hará -susurró Patricia, iba a llorar, e iba a llorar en el hombro de su cuñado gay salvador.
– ¿Y por qué? La única que ha conseguido más de una semana fue Kate Moss con sus rayas de cocaína, pero porque fue capaz de emparejar una rehabilitación con contratos millonarios de todas las casas de moda consumibles.
– David, es mi culpa.
– ¿Que Alfredo esté en la prensa? -se rió estrambóticamente, la achuchó, le acarició el pelo y se quedó jugando con la etiqueta de su jersey Marc Jacobs.
– ¿Crees realmente que sea tan buen diseñador? -insistió cuando notó que Patricia se percataba de su curiosidad-. Una vez le conocí, y me hubiera ido a la cama con él si no me hubiera entrado el miedo ese…
– ¿Tú? ¿Miedo a qué?
– A quedar en ridículo. A decirle te quiero o algo así más porque es el puto mejor diseñador del momento que por lo verdaderamente bien que me lo pasara.
– Alfredo está donde está por mi culpa, David.
– No es así, Patricia. Ni te tortures ni te des aire. Lo que ha pasado ha sido bendito. Todo el mundo quiere saber qué comió el mayor hijo de puta de la historia. Y Alfredo se lo guisó, se lo sirvió, permitió que hicieran fotos con todos ellos para sus facebooks y sus blackberrys. Es más, deberías coger una de esas fotos, ampliarla y ponerla esta noche en la puerta del Ovington.
David extendió sus brazos como si quisiera entregarse al primer atardecer de Turner con que abría la exposición en la Tate Britain. Patricia terminó de ajustar el cinturón de su casaca de cuero vino tinto deseando que, al apretar aún más su cintura, expulsara todo el malestar combinado de la culpa y resaca. Siempre le gustó Turner, siempre le gustó el edificio de la Tate Britain, con su enorme pasillo de suelo verde. Siempre le dio miedo Rothko, tan silenciosamente atormentado y capaz de generar esos lienzos casi budistas. Nunca le gustó ser la mujer en peligro acompañada de un gay en una mañana de principios de invierno.
– Lo miras y comprendes casi todo el talento de este siglo. Quiero decir, aquí están las notas trémulas y peligrosas del mejor Shostakóvich, que tan resultonamente ha copiado Herrmann para las películas de Hitchcock.
– Creía que fue Kubrick el que imitó la luz de los cuadros de Turner para su filme Barry Lyndon.
– Mi amor, no solo él. Todo el mundo. Todo el mundo le debe algo a Turner. Oh, creo que voy a ahogar un grito. -Se llevó la mano a la boca y convulsionó todo su cuerpo; las señoras con abrigos mucho más viejos que ellas les miraban. Patricia no pudo evitar una risa, craso error delante de un gay salvador, le dará alas a mayores contorsiones.
– ¡Qué suerte tienen los ingleses de ser los primeros salvajes que descubrieron la inteligencia! -vociferó David, arrodillándose delante del Rothko número 69 al lado de otro de los atardeceres de Turner, doscientos años de diferencia entre un cuadro y otro, un pintor y otro-. Tienen todos estos tesoros guardaditos aquí en sus Tates y cuando te los muestran es para convencerte de que todo genio sabe quién será su heredero.
– Lady Gaga y Madonna -dejó escapar Patricia.
– Sacrílega -gritó David, abrazándola. Era turno de irse a comer.
– Antes voy a mostrarte algo -concluyó Patricia.
Navegaban el mejor trozo de Támesis. David no dejaba de abrazarla, llamándola «Mi Patricia, my beautiful, dearest Patricia» pronunciando su nombre en inglés, acentuando la «c» y evaporando las «as» e «is». ¡Paaaaaatriiiiiiiicia! Y de repente, Londres era una sucesión de edificios y monumentos desdibujándose en las aguas del Támesis y ellos dos, abrazados y compartiendo los auriculares del iPod. «Mira Westminster, David.» Y David se quedaba extasiado delante del Parlamento de mil ventanas, esa piedra de ese color miel imperecedero. «Mira el nácar en el fondo del Big Ben», aseguraba Patricia. En el otro lado del río aparecía la noria del cambio del siglo y Paaaaatriiiiicia y David corrían de un lado a otro del barco, para alcanzar a ver también el edificio del Savoy, monumental, rodeado de árboles y los andamios de su renovación. David gritaba, bailaba, la besaba y levantaba en alto. Eran mucho más felices que el día nublado que los acompañaba o que el semblante de Patricia cuando en medio de la algarabía recordaba a Alfredo llorando delante de la pantalla de su ordenador. Londres continuaba ofreciéndole sus maravillas, las estatuas negras en los pilares del puente de Vauxhall y David agitando sus brazos y cerrando los ojos, las mismas pestañas que Alfredo, negras, largas y espesas aplastándose contra la piel. «Londres, te amo, Londres tómame, Londres, devórame», gritaba a todo pulmón y Paaaaaatriiiiicia se refugiaba en el cuello de su abrigo. Hacía frío, qué más daba, siempre hace frío en esta ciudad. Siempre es maravilloso recorrerla a través de su elemento más definitivo, ese río meandroso, trepidante, en absoluta y permanente movilización.
– Creo que nunca podrás amar a mi hermano de la misma manera que él te venera -dijo David, fuera de todo contexto, al terminar de sorber una espesísima sopa de pescado.
Patricia no disimuló el respingo que la recorrió. Nunca, nunca es buena idea salir con el hermano gay de tu novio si las cosas están en crisis.
– No me mires mal. Yo tampoco sé lo que es amar. Salgo con el hijo de Marrero porque se deja follar, porque está bueno, porque no habla, qué sé yo. No creo que sea amor. Es una especie de handicap que tenemos los que escogemos ser protagonistas de una vida con estilo de videoclip.
– Yo no vivo así -refunfuñó Patricia.
– Cariño, porque no puedes verte desde fuera. Alfredo y tú sois como un anuncio.
En el restaurante ponían «Fly, Robin, Fly», el súper éxito disco gay con todos esos violines electrónicos y el golpecito de esa percusión que obligaba a David a mover sus hombros cada segundo impar. Hay algo en la mente de los muy gays que les hace escoger lo más inesperado en el momento más incómodo del cual no puedes escapar.
– Es ridículo pensar que porque seamos privilegiados no vayamos a querernos.
– No es lo que estoy diciéndote, querida Patricia. Sino que tú, tú estrictamente, lo tienes muy difícil para querer a alguien de la manera en que van a quererte a ti.
– ¿Puedo sentirme incómoda en esta conversación? -Patricia quería zanjarla cuanto antes.
– Puedes, estamos en un colocón, llevamos viviendo este colocón varios años ya, y ahora todo parece indicar que llega a su fin, y al final, en todas las obras maestras hay una última conversación donde se dice la verdad que antes no te has atrevido a pronunciar.
– Alfredo es el único amor de mi vida.
– Pero no es tu vida. En cambio tú sí lo eres para él. Siempre me acuerdo la primera vez que me dijo que te había conocido. Me abrazó, me besó, se puso a llorar y me decía «estoy enamorado, hermano, estoy enamorado».
– Es una cursilada, David, sabes que lo estás interpretando.
– Alfredo es mi medio hermano, ya lo sabes. Su madre le pegaba, era tan terrible e injusto. En realidad el que tenía las papeletas para ser maltratado era yo y, sin embargo, en mi casa, donde nuestro padre era feliz y culpable al mismo tiempo, nunca hubo ese tipo de irracionalidad.
– Su madre es esquizofrénica, David.
– ¿Y no lo somos todos, Patricia?
– No.
– Nunca estés tan segura. De qué otra manera puedes explicarte que amando como amas a mi hermano no puedas resistirte a…
– No es buena idea que sigamos hablando de esta manera.
– Algún día teníamos que hacerlo, Patricia.
– Lo que pasó ayer… pasó…
– Ése es tu lema en la vida y está muy bien. Pero sabes que pueden quedar recuerdos. No temas por mí, parezco un cotilla pero no lo soy. Y el hijo de Marrero, pobre, tiene el cerebro tan frito por todo lo que nos metemos que no creo que se acuerde de que estuvimos a punto de montárnoslo juntos.
– David, regreso a casa, sola.
– No, por favor. ¿No entiendes lo importante que es que hablemos?
– Soy la novia de tu hermano, es el único amor de mi vida, a mi manera, a nuestra manera, pero no hay nada más de qué hablar.
– Estás atrapada en una cárcel de amor, Patricia, y vas a salir de ella haciendo tanto daño…
– Te prefiero cuando te extasías delante de los Turner y los Rothko, David -contestó ella, recogiendo su bolso y extrayendo las libras para pagar su parte. Miró hacia el restaurante, otro gastro-pub de los miles que poblaban su Londres post debacle financiera. Alfredo despreciaba este tipo de locales. «Es tan fácil cocinar comida casera en porciones pequeñas», había sentenciado Alfredo en una entrevista que generó controversia. Un recién llegado como él no podía señalar con el dedo lo que le molestaba. Patricia terminó de poner la cuenta exacta en la bandejita, David la miraba alelado. Y Patricia apartaba sus ojos pensando que tendría que soportar verlo de nuevo, junto a la Higgins, el negro y la Modelo y todo el equipo en el Ovington esa noche. No podía escapar, se fijó en el vidrio esmerilado de los ventanales del gastro-pub y ciertamente le parecieron como decorados de un videoclip.
– Los que sois bellos creéis en serio que todo se adapta a vuestro criterio -decía David-. Seguramente porque no dejáis de observar a los que no somos bellos haciendo lo imposible por parecerlo. Tú y mi hermano estáis seguros que todo se os perdona. Pero no es así, Patricia. La gente no olvida, la gente acumula fracciones de información y odio y esperan el momento preciso, en el que estés fuera de guardia, como ahora en esta conversación, para arrojártelo como ácido contra tu bella cara. Todos esperamos de los bellos que se corrompan. Y tú y mi hermano lleváis mucho tiempo jugando con todo tipo de fuegos. Sé muy bien lo que estáis haciendo en Nueva York, y aquí en el restaurante de Londres, y lo de los platos valencianos y el interés por ver a la pobre Higgins clamando por más polla negra en su culo. Queréis ver cómo nos embarramos para que vosotros podáis salir más limpios que nadie. Pero tú sabes, y lo sabes bien, que las leyes del juego cambiaron de repente. Que nadie volverá nunca, nunca más a ser inocente mientras dure esta crisis. Y va a durar, como también sabes, mucho tiempo. Tanto como me gusta a mí estirar tu nombre sobre el Támesis: Paaaaaaaaaatriiiiiiiiicia.
No pudo terminarlo, el sonoro golpe del carterazo de Patricia lo dejó con la boca abierta y la sensación de que un diente había saltado a la mesa de enfrente.
Regresó al barco, no al de la Tate porque entre los nervios, el dolor en la mano por el golpe a David y la sensación de que todo lo que había tomado la madrugada anterior iba subiéndole por todos los sitios, la hizo decidir ir Támesis arriba. Hasta Greenwich, si fuera necesario. Era invierno, el frío del río terminaría por subirle al cerebro todo lo que acumulaba de toxinas en el cuerpo. Le saltaban las lágrimas, de rabia, de reconocer que David le había dicho las cosas claramente. Pero le saltaban también por el frío. Descarado, se oyó decir a sí misma, era una muletilla tan propia de su hermana Manuela. Descarado esto, descarado todo lo que hacía, descarado David por hablarle tan puñeteramente claro. Descarada la belleza de la ciudad entregándose a las sombras del invierno apenas pasadas las tres de la tarde. La magnífica quietud de los edificios a orillas del río. El desorden arquitectónico de los mismos, que es justamente lo que diferencia la ribera del Sena de la del Támesis. Pensar eso hizo sonreír a Patricia; siempre había defendido la decisión de mudarse a Londres porque como ciudad era menos escenográfica que París y por ende más viva. La sonrisa se disipó rápidamente porque recordaba las palabras de David. Ella era la traición, ella era la futura culpable del descalabro de la felicidad de Alfredo, el único hombre, hasta ahora, que había bebido los vientos por ella. Odiaba esas frases hechas españolas: «beber los vientos», ¿por qué bailar el agua y no la sopa?, ¿por qué marear a la pobre perdiz? Las lágrimas seguían saliendo, cada vez menos por el frío, cada vez más por haberse enfrentado a la verdad sin ningún tipo de defensa.
Un milagro permitió que su típica manera de pensar y anudar datos inconexos entre sí disipara los nubarrones de su propia culpa. Milagro porque no podía esperar de sus empobrecidas neuronas un destello de brillantez. Milagro porque imaginaba que ya no surgiría nada que la permitiera apartar las palabras de David. Milagro porque nada, ni una hoja de periódico flotando en las aguas del Támesis, ni el peinado de la otra pasajera congelada en la proa del barco, ni la visión de los feos edificios circa 1990 que van acompañando el trayecto hacia Greenwich podían asociarse a la insólita aparición de Lady Diana Spencer en su cabeza, entre la cortina salada de sus lágrimas, atravesando la pantalla afilada del frío en su cara.
Miró su reloj, estaba ligeramente empañado por la inclemencia climatológica que soportaba, pero podía ver que eran las 15:45 y que el último rayo de luz solar se alejaba para siempre por el oeste. Estaba claro que la Diana que empezaba a materializarse sobre las aguas era la Diana de 1997, es decir, esa mujer perseguida, de pelo corto perfectamente peinado hacia atrás, con fijación ultra potente, a prueba de cualquier brisa y súbito cambio de clima londinense. Patricia pensó en persignarse, que seguramente es lo que su educación católica le obligaría a hacer delante de un espíritu. Pero prefirió no ofender a lo que entendía se trataba de un espíritu protestante. Se enjugó los ojos, de nuevo cuajados de las lágrimas del frío, y creyó que no seguiría allí, esa Princesa de Gales prácticamente esquiando sobre las heladas aguas del Támesis. Pero seguía allí, no necesariamente mirándola, mucho menos sonriéndole, pero presente, acompañándola en su viaje hacia el este de la ciudad.
La otra pasajera abandonaba la proa y se adentraba en el interior del barco. Patricia mezclaba el frío verdadero con el otro frío del miedo que comenzaba a sentir. No era solo que viera un fantasma, sino que fuera precisamente Lady Di. Seguía allí, suspendida, sin dirigirle la mirada porque miraba hacia el frente, la piel tan blanca, el perfil tan elegante, el pelo incapaz de alterarse ante el agua que debería salpicarle.
La figura se giró. Lentamente, como un muñeco en un reloj de cuco, movió sin perder gracia alguna el cuello para permitirle a su mirada enfrentarse a la de Patricia.
Patricia no pudo pestañear, como si las lágrimas le hubieran congelado los párpados. Aterrada por dentro, incapaz de expresarlo por fuera, vio cómo la aparición la enfrentaba sin que el resto de su cuerpo cambiara de dirección. La cara estaba girada hacia ella, pero los hombros, el torso, las piernas continuaban suspendidos sobre el agua en dirección este.
Y así se desvaneció.
Patricia se hundió en el húmedo asiento de madera, se estremeció, se convirtió en un flan de escalofríos y consiguió acercarse al pomo de la puerta, temblando absolutamente, hasta que la otra pasajera terminó de abrir la puerta por ella, preguntarle si estaba bien y todas esas cosas hasta que ella consiguió verse, demacrada, aterrada para el resto de sus días, una vez más en el reflejo de cristales que no le pertenecían.
Una vez en Greenwich emprendió camino, sola y tiritando, con más autocontrol, hacia una peluquería que conocía en esas inmediaciones. La propietaria era una ex modelo amiga de la Modelo. Estaría abierta, nunca cerraba los fines de semana porque organizaba charlas, conferencias de otras ex modelos sobre el amargo don de la belleza. A medida que caminaba por la peculiar ciudad dentro de la ciudad, sus parques, su sempiterna atmósfera universitaria, recuperó el aliento y el calor corporal. Y de repente entendió por qué se le había aparecido Lady Diana sobre las aguas del Támesis.
Ella y Lady Di tenían algo en común: siempre habían conocido el privilegio, desde el primer día de nacidas. Lo diferente fue que Diana entendió que tenía una conexión especial con la gente que jamás había disfrutado de tantos privilegios como ella. Eso la transformó en Lady Di, eso hizo que el Príncipe se empequeñeciera a su lado y, a partir de allí, todos los demás miembros de su familia política, incluyendo la Reina.
Patricia podía ser una estrella, pero le daba miedo el nivel de sacrificio, esa verdad de que para conseguir lo que quieres siempre debes hacer daño. Pero ¿no acababa de hacerlo con Alfredo? Más que daño había trastornado sus reglas del juego, manipulándolo. Pero en cada pareja eso siempre sucede, le pareció escucharse decir. Es eso justamente lo que convierte a unos simples enamorados en dos monstruos juntos.
La muerte de Diana marcaba el principio del fin de la prosperidad.
El 31 de agosto de 1997, el mundo la lloró. Y, de repente, sin estar aparentemente asociado, Londres empezó a poblarse de nuevos ricos como no pasaba desde finales de los setenta. Esta vez rusos, pero también árabes, judíos, latinoamericanos. El mundo entero giró otra vez hacia Londres y hacia su nueva cultura pop, fascinada por tener un ilustre fantasma entre ellos. Cómo era aquella canción de Suede: «Quiero acostarme con tu mejor amiga y que sea la chica de mis sueños.» Hacer lo imposible, transgredir y conseguir un triunfo al hacerlo. Lo malo se trastocaba en bueno. Las trampas en virtudes. La globalización en una manera de hacerte rico individualmente. Ser rico dejaba de ser un pecado. Era una necesidad, un peldaño que se podía dejar atrás para devenir en mega rico, ultra rico, estratosféricamente rico.
Entonces comprendió que la muerte de Diana Spencer sí había tenido un sentido. Alertar de que el único fin a la ambición insaciable es estrellarse. No hay otro. Tendrían que cambiar todas las religiones del planeta al unísono para encontrar uno distinto. Aun así, el espíritu de Diana se le había aparecido sobre las aguas para indicarle algo más: Diana murió para marcar la diferencia, el límite entre la última vez que el mundo entero iba a ser millonario y el lento proceso interior que convirtiera toda esa bonanza en las ruinas de nuestra decadencia. Su muerte es el principio de este fin. Solo que nadie supo ver las señales, empeñadas en aparecer bañadas en esplendor, engalanadas con glamour, ahítas de poder.
Fue hasta el asiento con la mano firme sobre su bolso. Recordó a su abuela Graziella haciendo el mismo gesto en su peluquería habitual. La amiga de la Modelo sujetaba una humeante taza de té, sorprendida de verla allí.
– Quiero el pelo corto. Exactamente como lo llevaba Diana el verano que murió.
Cuando entró en el Ovington su iPod sonaba con la selección del día anterior. Llegaba tarde, Joanie y Francisco comenzaron a aplaudirla tras el cristal de la cocina y a hacerle señales sobre su nuevo peinado. Decidió que no se iba a mirar en ningún otro reflejo prestado y por eso, por evitar superficies, alzó la cabeza y descubrió la mesa del fondo ocupada por la Higgins, el negro, la Modelo, David sin su novio y otra vez los «chicos maravilla», Borja y Enrique. Vaya, los había bautizado como «la Manada», sería más fácil, sencillo, describirlos con ese sustantivo y listo. Qué mal le sentaban las drogas a Higgins, en vez de adelgazarla la hinchaban. Y los «maravilla» realmente se vestían como futbolistas sin esposas. Ningún sentido de la combinación.
– Pero cómo manejas el tiempo de bien, querida Patricia. Nos quedamos a cuadros cuando desapareciste del country y aquí estás con ese hiper moderno corte de pelo.
¿Higgins llevaba un pañuelo o más bien era una peluca con pañuelo incorporado?
– David no sabe cómo pedirte perdón, hija. ¿Crees que podréis solucionarlo? En el interés de todos, claro -emplazó Higgins. David, como si no estuviera presente, agachó la cabeza y procuró hacerse invisible hasta que amainara el temporal.
– ¿Recuerdas a Borja y a Enrique, querida? Se quedaron desolados porque desapareciste del country como un ciervo espantado.
Patricia alargó su mano para saludarles, otra vez. Borja tendría en torno a los treinta y cuatro años, alto, con pelo y flequillo castaño claro, buena nariz, bonita boca, buenos dientes, habría estudiado en El Pilar de Madrid o en el Colegio Alemán de Barcelona. Madrid más bien, porque llevaba el cinturón y los zapatos del mismo tono, ese color teja tan absurdo y que tanto gusta a los españoles porque les recuerda el albero de las plazas de toros. Un hombre que combina el cinturón con los zapatos no debería sentarse en el Ovington, pensó, pero las reglas de un restaurante se escriben todos los días. Enrique era mayor, claramente había superado los cuarenta, lucía alianza y manicura a punto de caducar, bonitos calcetines gris oscuro, zapatos marrones, traje azul. Estaba hablando con una de las inglesas de la mesa, una chica con aspecto de ex modelo. Enrique seguramente llevaba más años viviendo en Londres y había adquirido el chic del expatriado, que suaviza los errores del origen y fomenta las cualidades de lo adoptado.
– Patricia es la tapa del frasco en Londres en este momento -sentenció la Higgins.
– Lo es donde quiera que vaya. Lo que pasa es que nunca se acuerda de nosotros. Alfredo y yo fuimos juntos al Colegio Alemán. A él le gustaba llamarme Mr. Gratis, porque siempre me las arreglo para que casi todo sea así -dijo Borja. Patricia no quería mirarle, le molestaba su acento pijo mezclado con cierto deje anglófilo, como si debajo de todas esas argucias hubiera un tono de hablar violentamente proletario. Pero le gustaba el olor de su colonia, un perfecto vetiver, áspero, seco, directo.
– Borja ha dicho que casi todo gratis. Esta vez va a pagarme esta magnífica cena -intervino Enrique. No tenía perfume pero sí mucho pelo.
– Alfredo y yo volvimos a vernos en una presentación de cócteles en Alicante hace un montón de tiempo -informó Borja, sonriéndole sin sonreírle del todo-. Esta tampoco es mi primera vez en el Ovington, vine a la inauguración, pero no pude hacer nada para que Alfredo o tú quisierais verme.
Patricia se sentó cerca de Enrique. Siempre hay que estar más cerca del caballero mayor. ¡Ya estaba con ellos otra vez y David le sonreía con los ojos y hacía señas de aprobación al pelo! Patricia decidió al fin regalarle su mirada a Mr. Gratis. Gran error, porque en el iPod sonó de pronto «Soldados del amor», la canción de Marta Sánchez que marcó el principio de los noventa en España. Podría pensarse terriblemente incongruente en el Ovington, pero poco a poco creó una suerte de techo protector para el encuentro entre ella, la pelicorta estafadora y Mr. Gratis. «Fuerte, fuerte, todo el mundo, somos soldados del amor, soldados sin amor.» Borja la miró con otra sonrisa. Eran iguales, sus ojos jugaban a esconder secretos y mantenerse alertas.
– Llevamos trabajando en Londres desde hace unos siete años. Vendíamos casas a los rusos y si les apetecía incorporábamos una mansión en Mallorca o Marbella o Elche, hasta Almería, todo lo que tenga playa y calor español lo compran los rusos, ya sabes -continuó Enrique.
– Ahora, con la tormenta, iréis más hacia el este -respondió Patricia sin pensarlo mucho. El traje de Borja tenía las solapas muy anchas, era todo él mucho más ancho que Alfredo, no gordo sino más amplio, ese tipo de bróker que come carne todo el día.
– El este de Europa es el futuro, Patricia -pronunció Borja sin recolocarse en el sillón. Y sin dejar de mirarla-. La burbuja inmobiliaria no es que vaya a estallar, es que ha reventado salpicando de mierda todo lo que conocemos. Miami es ahora solo edificios vacíos. Los Angeles está a tope de hipotecas que pierden y pierden valor y que nadie puede completar. Madrid, asfixiado. En Londres están regalando pisos en Sloane Square…
– Por favor, Enrique, no sigas, ¿no ves que tenemos un poco de resaca? -intervino Higgins-. ¿O no es así, mis queridos?
– El que habla es Borja, cariño. Yo, Enrique, en general me limito a firmar -matizó Enrique partiéndose de risa.
Borja se arrellanó en la mesa y estiró bajo ella sus piernas de ex jugador de rugby. Patricia observó cómo David vigilaba su observar. Borja era ese ejemplar de varón que podían rifarse en las noches en que fueron niños y amigos antes de conocer a Alfredo. Peludo, patoso, masculino, lo único que podía explicar su presencia en el Ovington era el apodo con que le bautizara Alfredo: Mr. Gratis.
– La alcaldesa de Mogyoród, en Hungría, es muy amiga mía. -Borja proseguía con su perorata-. Todas esas búlgaras que estuvieron limpiando casas y escaleras en Madrid y en Valencia han ahorrado sus euros y están ahora comprando pisos en su país. Necesitan que se los construyamos. Enrique y yo estamos comprando terrenos en las afueras de Budapest…
– Perdona que interrumpa, pero toda Budapest es «unas afueras de Budapest» -intervino David, generando una carcajada del grupo.
Patricia no dejaba de mirar a Borja, que se movía como un perezoso descoordinado. Son animales que, aunque todo lo hagan a cámara lenta, poseen un infalible sentido del espacio. Suspendidos en las ramas de los árboles de caucho ejecutan sus movimientos con una coreografía espectacular. Borja, en cambio, intentaba llevarse las manos a la nuca y terminaba dejándolas caer en el espaldar como un peso muerto: deseaba abrir la boca y bostezar y terminaba tosiendo o maldisimulando un eructo. Era peor que torpe o vulgar. Era imposible.
– ¿Te molesta si me desabrocho un poco el cinturón? Creo que la comida de Alfredo me provoca gases -añadió.
Patricia sintió ganas de abandonar la mesa.
– Te queda bien el pelo corto -continuó Borja.
– Sí, estoy segura de que Alfredo lo celebrará mucho.
– Qué raro, pensaba que era a los gays a quienes les gustaba el pelo corto en las tías.
– ¿Desde cuándo conoces a Lucía? -cambió de tema.
– No la conozco, creo que es amiga de unos amigos de Enrique.
– Venga, Borja, no seas desagradable. Ella y yo fuimos al colegio juntos, igual que Alfredo y tú, hombre -recuperó Enrique su atención.
– Y tú no creas que no oigo lo que preguntas sobre mí, Patricia -afirmó Lucía.
– Lo importante aquí es que todos somos muy amigos de Marrero -indicó Borja sonriéndole ampliamente-. Hacemos negocios juntos. Él nos habla muy bien de ti, del Ovington, y de Alfredo…
Patricia se levantó de la mesa y avanzó hacia el despacho detrás de la cocina. Tenía sudores fríos, le dolían las rodillas y se veía reflejada en las puertas de los frigoríficos como un payaso anémico. David apareció a su lado.
– Son inofensivos, Patricia.
– Ni tú ni Higgins podéis volver al Ovington, David. No quiero tener nada que ver con esa gentuza.
– Demasiado tarde, Patricia, y tú lo sabes. Respira hondo, déjalo pasar. Perdóname también por lo de esta tarde.
– Lo había olvidado.
– Vaya, ahí va la ofensa.
– Escuché tus palabras, pero no significa que las vaya a recordar toda mi vida -dijo mirándole profundamente, el asunto estaba sellado. Luego, prosiguió-. No me gusta que esta gente venga aquí sin que al menos lo sepa Alfredo.
– Vendrán y se irán, como todos nosotros en tu vida, Patricia. Pero si la operación Thanksgiving de Alfredo y Marrero ha resultado tan exitosa, como lo demuestran todas las portadas y noticias que generan, no esperarás que ellos, Borja, Enrique, la Higgins y Pedrito y yo no aparezcamos por aquí.
– Husmeando -exclamó Patricia, y de inmediato se arrepintió de decirlo-. Sí, la Manada.
Patricia no movió ni un músculo. En el iPod sonaba Lily Allen, «Yo sé, ella sabe, falso o cierto. No estoy diciendo que sea tu culpa, eres tan naíf, eres una sonriente encantadora». Perfecta coincidencia. Todo el mundo estaba enterado de lo que pasaba en sus vidas. Entonces, ¿por qué no entraba Scotland Yard y la detenía de una vez? Empezó a verlo más claro. No, no iban a alcanzarla. Antes conseguiría ella utilizar a uno de ellos para acabar con todos. Con Marrero, sobre todo, apartarlo del botín, acallarlo para siempre y que Alfredo jamás supiera qué hicieron en el Mark. Era un plan difícil, pero empezaba a verlo claro en los gestos descoordinados de Mr. Gratis, en la risa cuajada de restos de ensalada de la Higgins, en los ojitos saltones de Pedrito Marrero que le recordaba a uno de esos roedores de tamaño gigante que nadan en las aguas del Orinoco. En el iPod sonaban Las Supremes, vaya, ni se acordaba de que las tuviera. «Stop! In the Name of Love», sí, se recordó con catorce años y junto a su hermana Manuela divirtiendo a la abuela Graziella en su única visita a Barcelona, imitándolas. «Detente, en el nombre del amor, antes que rompas mi corazón.» Hizo el bailecito y David, cómo no, se le unió, agitando la cadera de lado a lado y estirando el brazo en plan defensa.
– Imagínate que su hijo y yo de verdad nos casemos en Valencia. Lógicamente tú y Alfredo haréis el catering. -La voz de David consiguió imponerse a la hiper femenina dicción de Diana Ross.
– ¿De qué estás hablando? -dijo Patricia.
– De nuestra boda, Patricia querida. Pedrito Marrero y yo vamos a casarnos en Valencia para cerrar un montón de bocas y epatar al máximo a los carcas de la ciudad.
– ¿Es una buena idea casarse para epatar a los valencianos? -preguntó Patricia.
– Es mi única posibilidad de ser tan famoso como mi hermano -respondió David-. Habrá gente dándose de hostias por hacerlo, cariño, el catering y lo que sea. Todos estamos dispuestos a cualquier cosa en este momento…
Patricia hacía que no lo oía. Entró al despacho, no estuvo sola mucho rato.
– Cuidado con las canciones, si se repite otra de Las Supremes en nada estaremos bailando todos otro éxito de Marta Sánchez. -Era Borja, su perfume deslizándose sobre sus palabras. Patricia recorrió con sus finas manos su pelo recién cortado. El gesto era simpático, como si todavía no se acostumbrara a su nuevo peinado.
Borja recordaba esos días de lluvia a principios de agosto, aparecen justo cuando el bronceado empieza a adquirir un tono parejo y estropean la cotidianidad del desnudo, la aplicación del protector y el nadar en el mar temiendo por las medusas.
Hablaba mucho de libros sobre cocineros, mala táctica porque hacía aún más presente a Alfredo. Soñaba, dijo en un momento dado, en hacer algo así con un talento novel o, bueno, ya puestos, con el propio Alfredo. Enrique comentó algo como que mejor sería no dar tanto la tabarra a la novia del «biografiado». Y todo el tiempo Patricia miraba las manos de Borja, dedos gruesos, boca amplia, ojos cercanos, ojijunto, como los actores de las películas de Sandra Bullock, como decía Alfredo cuando un caballero le provocaba celos y el adjetivo servía para desmoronarlo ante Patricia. Un hombre con los ojos muy cercanos, no bizco, sino con esos ojitos pequeños y la frente pronunciada, siempre había sido el punto y aparte para Patricia. Siempre hasta Borja.
Borja destilaba manutención. Por lo de Mr. Gratis, sí. Tenía esa suerte de que a nadie le preocupara pagarle la cuenta. No había sido así con ella, por ejemplo, siendo mucho más atractiva, hábil, dispuesta a mover cosas para conseguir estar en el centro. En Borja era normal. Jamás le vio sacar la billetera, seguramente ni siquiera llevaba. Móvil, sí, y hablaba continuamente por él. Gestionando ese supuesto dinero de los ex barrenderos rumanos reconvertidos en nuevos millonarios de la burbuja inmobiliaria del este de Europa.
– No me quitas el ojo, Patricia -dijo de repente, mientras aparcaba el coche, un Bentley, de Marrero.
– Pienso que puedes serme útil -respondió la aludida.
– ¿Para mitigar la ausencia de Alfredo? Tengo alguna experiencia como acompañante.
– Es un error de todas las mujeres pensar que pueden divertirse con un hombre.
– No soy nunca tan tajante. Nunca nadie me habló tan frontalmente -respondió él dejándola en la puerta de Cadogan Gardens.
Una mañana más el pan de espelta y la revisión de Popea-Chanel. El dinero continuaba ingresando. Iba repartiendo sumas que no llamaran la atención en sus otras cuentas. Si pudiera desembarazarse de una buena cantidad, unos cuantos buenos millones de una buena vez, estaría más tranquila. Pero ¿cómo hacerlo sin levantar sospechas? Borja sería perfecto para eso. Por eso había aparecido en su vida. David la llamaba al móvil, no respondería. El iPod parecía volcarse contra ella y ahora escuchaba «Losing my mind» de Pet Shop Boys, por favor, nunca existió canción más marica en la historia. Cuando fue joven e inseparable de David lo bailaban para excitar a Alfredo, agitando la caderitas igual que con Las Supremes. «El pensamiento que tengo de ti se mantiene, no va ni a la izquierda ni a la derecha, apago las luces y pienso en ti. Me has dicho que me amas, ¿lo hiciste por educación o estoy perdiendo la cabeza?»
Sonaba el teléfono, la melodía indicaba que era Alfredo. No habría dormido y convenía explicarle todo esto, en la dosis exacta de verdad, antes de que saliera a la calle, gastara dinero o quedara con Borja para follar sin remordimientos y sonsacarle la manera de acabar con todos.
– He tenido un sueño terrible -empezó Alfredo, la garganta pastosa-. Te acostabas con mi hermano y lo hacías delante del Cliente y él decidía delatarte a la policía.
– Alfredo, hay una manera de tomarse todo esto con un poquito más de… liviandad -dijo ella, y se arrepintió.
– Ayer vino esa periodista cuarentona de la televisión catalana -dijo él. Siempre me ha tenido ganas. Y aunque hubiera tenido que follármela tapándome la boca… no conseguí hacerlo porque soy un imbécil.
– Alfredo, por favor.
– No soy tú, eso es todo -dijo él.
– Regresa -soltó Patricia, sabía que no lo deseaba pero no podía soportar un descenso a los infiernos a través del teléfono móvil.
– El escándalo no hace más que crecer. Necesitan que esté aquí.
– ¿Te han retirado el pasaporte?
– No. Llaman o aparecen por el restaurante cuando quieren. Has dispuesto muy bien tus tentáculos para estrujarme bien aquí dentro, Patricia, mientras, puedes continuar haciendo lo que te dé la gana en Londres.
– Lo que me da la gana es alquilar un sitio más grande y hacer nuestro propio Madame Jo Jos, eso lo sabes.
– No sé qué te detiene…
– No lo quiero hacer solo a mi nombre.
– No necesitas ni siquiera que te lo autorice.
– Tengo que doblar varias esquinas para que el plano quede recto.
– Patricia, no somos tan importantes para hablar en clave.
La comunicación se rompió. Y Patricia prefirió no reintentarlo.
A principios del siglo XX, Wolseley fue una de las más importantes aseguradoras del mundo, y el edificio así lo manifestaba. En lo que ahora era uno de los restaurantes más eficientes y famosos de Londres, hubo antaño un expositor de coches, personas de todas partes del imperio británico acudían a sus puertas para ver los Rolls más imponentes, y hasta los años setenta toda la gama de Land Rovers, Bentleys y Aston Martins, las marcas señeras de la industria automovilística británica. Convertido en restaurante, la decoración había respetado los elementos de hierro ennegrecido de aquella época. La impresión era grandiosa, espaciosa, imperial. Varios comensales se acercaban a saludar a Patricia, era la primera vez que salía a otro sitio aparte del Ovington con su nuevo corte de pelo, con Alfredo atrapado en Manhattan y todo el affaire de «la última cena». Y con Borja, al lado, vestido como Mr. Gratis, las solapas anchas, el nudo de la corbata como una burbuja inmobiliaria a punto de estallar, el reloj regalado de estratosférica esfera, ordenando docenas de ostras que chupaba bajo el peor de los sonidos.
– No te preocupes, la gente no me mira -dijo-. Vienen a saludarte a ti, pensarán que estás con un inversionista.
Patricia volvió a pasarse los dedos sobre la melena inexistente.
– Todas las tías con las que he estado siempre me dicen que soy una especie en extinción. El último hombre sin rasgos de metrosexualidad.
– Todas llegan a ti hartas de estar con gays todo el día -dijo Patricia.
Él aspiró la ostra mirándole a los ojos.
– Exageras lo cerdo que eres… -continuó Patricia.
– Como tú lo guapa.
– Eso no nos hará estar juntos.
– ¿Y qué lo va a hacer?
– Que Marrero así lo quiere, ¿no? Y por una vez no voy a hacerle caso. Un restaurante tan impresionante como este -intentó cambiar la conversación, mirando en rededor-, ¿cuántas marrerorías habrá costado?
– Ninguna, es de una cadena.
– Las grandes transnacionales también hacen trampas.
– Pero la fachada es siempre impecable. ¿Es verdad que quieres hacer un nuevo Ovington? -dijo, apartando el plato de ostras.
Patricia vio entrar a Elton John con su marido. El marido la saludó afectuosamente, un poco reina Isabel. Patricia se señaló el pelo respondiendo el saludo. Borja eructó y tomó un largo trago de vino.
– Conoces a todo el mundo, tía.
– ¿Por qué habría de deshacerme del Ovington?
– Porque caerá en picado. Dos mil nueve es el verdadero año de la crisis, estamos tan solo a unos días, es como una bomba de relojería.
– No voy a tener problemas de dinero.
– Nunca deberías decir una frase así. Ni con un completo extraño, ni con un admirador -dijo él, advirtiendo con sus dedos con olor a ostras-. Si no tendrás problemas de dinero los tendrás de pereza. La pereza de ir a trabajar a un sitio al que no irá nadie, no porque no tenga calidad, sino porque la gente no podrá permitírselo.
– ¿De verdad te crees todo lo que me estás diciendo? -Patricia no contuvo el acento austríaco. Borja no tenía aspecto de saber detectar un acento.
– No me gusta responder con preguntas, pero es inevitable: ¿por qué tienes que enlodarte con Marrero? -dijo él.
– Siempre ha defendido el talento de Alfredo. Y nada más. No es fácil abrirse paso en ciudades como Nueva York y Londres. Solo Alfredo lo ha conseguido.
– Gracias a Marrero y a sus amistades. ¿Sabes que Marrero puede cagarla en cualquier momento?
No, no lo sabía, no se imaginaba que Borja fuera a tener el detalle de confiárselo.
– Como a todos, le pudo la política. Comprar políticos, claro. Ponerse a recrearles sus ideas grandilocuentes. Unos locos de Valencia están con esa idea de traerse los Grammy Latinos a Valencia.
– ¿Qué son los Grammy Latinos? -indagó Patricia.
– Un show perfecto para sacar pasta del Gobierno y llevarla hacia un sitio más comfy -dijo Borja, mezclando idiomas.
– ¿Quieren que Alfredo haga algo…?
– Puede ser al final una buena idea, mira. Marrero les ha ayudado con otras ideas de glamour, típico Marrero. Que si alguien le dice que el organizador de la Copa América de Vela comía en vuestro Screams, allí estaba Marrero día y noche hasta que el hombre accede a llevar la Copa a Valencia, y a continuación Marrero mueve todas las piezas para construir dársenas…
– Estuvimos en la inauguración de esa Copa de Vela. La firma italiana nos encargó el catering para sus eventos. Cerramos el mercado antiguo y nos obligaron a construir tres carpas vips: para el ayuntamiento, para los amigos de Marrero y para los de la firma. Al final había más vips que otra cosa, y la gente se asfixiaba en las carpas y afuera en el mercado podías llevarte el marisco con las manos, y también magníficos patés y confits.
– Todo ese mundo de carpas vips le reportó millones a Marrero y la amistad con estos políticos que quieren traerse los Grammy Latinos a España -agregó Borja.
Patricia se sintió mareada. Una cosa era llevar adelante su día a día dentro de la estafa a la mayor estafa. Otra, más tediosa, más aburrida, menos volátil y excitante, era escuchar estos manejos de ambiciones políticas vinculadas a los Grammy Latinos. ¿Quién los ganó el año pasado? Música latina, no tenía mucha en su iPod. Marta Sánchez era una debilidad que además podía argumentar muy bien. Así como asumir que te tiene que gustar Oasis más que Blur porque fuiste niñata en los noventa. Punto. Qué duro imaginar que tuviera que poner a Bisbal o a Shakira en el Ovington para celebrar los Grammy Latinos.
– No entiendo este interés por los Grammy Latinos. De toda la vida si quieres triunfar en la cultura anglosajona tus veleidades latinas las tienes que esconder. Ya es suficiente con los rasgos -dijo ella.
– ¡Por fin dices algo cierto! ¿Tienes raíces latinas?
– Una abuela sudamericana -consintió Patricia. Por fin entendía por qué era Mr. Gratis: sabía sacarte información sin aparente coste. A nadie jamás le habría dicho con esa facilidad uno de sus secretos mejor guardados.
– ¿Te molesta tenerla?
– Su dinero siempre ha sido inmensamente útil -seguía diciendo verdades. Ojalá pasara algún vip de súper renombre para callarse. Terminaría por decirle qué era Chanel-Popea antes de que terminaran la comida.
– Te angustia que no sea un dinero del todo bien habido -insistió Borja.
– Estuvo casada con un jefe de inteligencia de una dictadura suramericana. -Era increíble, se escuchaba a sí misma y sentía que no podía parar de decirle sus peores verdades.
– Hoy por hoy, ese dinero casi te hace aristócrata. Al menos siempre puedes aducir que tus abuelos lo ganaron luchando por una ideología, un deseo de cambio para un país. Ahora robamos dinero que ni siquiera es físico -dijo él. Acababan de servirle el steak tartar más grande del restaurante. Patricia entendió que lo frecuentaba. El marido de Elton John le envió un guiño semi aprobatorio de Borja.
– Le encantas a los gays, ¿no? -dijo Borja.
– Como tú y como Alfredo -sonrió ella, robando con su tenedor un buen trozo del tartar.
– Volviendo a Marrero y sus Grammy Latinos, han empezado los problemas. Hay gente molesta por el dinero que ya se han gastado por este lleva y trae de los Grammy Latinos. Si no lo consigue, Marrero va estar bastante investigado.
Aterrizaba otro plato con langostas. Al ser Mr. Gratis tenía que aprovechar bien las comidas. Ella no había pedido, no le parecía bien que la vieran comiendo platos que no pertenecían a Alfredo. Ostras, tartar, langostas…, o se caía allí delante de ella por un infarto o bajaba al lavabo y despachaba las rayas necesarias para eliminar crustáceos y terneras.
– ¿Y a ti, qué te ha dicho Marrero? -preguntó esta vez Patricia.
– Que no podemos bajar la guardia contigo.
– No me voy a acostar contigo para que lo olvides -afirmó Patricia.
– ¿Estás segura?
Mr. Gratis pagó. Patricia asumió que en realidad lo haría una de las cuentas o tarjetas de Marrero. Recuperaron abrigos y Patricia disfrutó todo el besamanos de los empleados, obsequiosos porque, después de todo, ella acababa de levantar un negocio en plena debacle financiera. Aunque renegara de esos besuqueos, se sintió admirada.
Borja iluminaba el salón de su apartamento. Maderas nuevas, ¡pobre Amazonas!, cubriendo las paredes. Una biblioteca, igualmente nueva, con libros, todos ediciones lujosas de moda, interiores, decoración de yates y colecciones de coches. Borja reapareció de una cocina novísima, destellante, con la botella de champagne, Dom, ya sin el Pérignon, que lo hacía muy largo.
Borja sirvió las copas relamiéndose y despojándose de los zapatos y extrayendo el frasquito color caramelo de la cocaína, un golpecito leve al apoyarlo en la mesa de vidrio con dos leones dorados sosteniéndola. Esa decoración que tienen las fotos de los pisos de lujo en las oficinas de ventas.
Borja se había quitado la ropa; era, en efecto, un Saturno devorador, como el cuadro de Goya. Patricia aceptó el champagne, el beso y la cucharita cargada de coca. En esa casa, lo sabía igual que le dolía el cuerpo por lo que hacía, había una señal para conseguir que el plan maestro fuera todavía más maestro.
Borja no le hacía el amor, la hurgaba, la agredía, con su mirada, con la lengua, con sus dedos, el miembro, la cucharita repleta de polvo blanco y ella pedía lo que siempre pedía: dejar de pensar y sin embargo seguir pensando. Él le decía cosas: «Sabía que eras así, me gusta estar con mujeres que me exigen, que me obliguen a hacerles daño, castígame, castígame todo lo que quieras luego, destrúyeme. Úsame.» Y lo repetía varias veces, el órgano convertido en algo muy grueso, fosforescente. «Úsame. Úsame. Úsame.»
Consiguió levantarse hacia la nevera. Todos los muebles, y electrodomésticos, de la cocina carecían de asas. Pulsó, pulsó, pulsó y de repente se abrió una luz potentísima.
Trascendida por ese faro del interior del frigorífico era una virgen moderna. Todo lo que había hecho, traiciones, amor y más traiciones, eran escalones de martirio para alcanzar una santidad. Santa Patricia de los corruptos. Santa Patricia de sí misma, la mujer atrapada en ansiedades y amor, en dígitos que trepan y ocultan precipicios. Santa Patricia de los infiernos por descubrir.
Cerró la puerta de la nevera, la luz se sostuvo brillantes segundos acariciando su rostro y devolviéndole la lozanía que la coca y la borrachera ensuciaran. La luz quería señalarle más cosas, allí, revoloteando sobre un montoncito de papeles al lado de tazas de café usadas. Una montañita de post-its casi sin pegamento. Separó uno y otro mientras la luz iniciaba su declive. Buscó con mayor rapidez hasta que vio la letra de Marrero, podría reconocerla aunque se hubiera metido siete gramos. «¡¡¡Recupera los platos cuadrados del Ovington!!!»
En Cadogan Gardens Alfredo se movía como si siempre hubiera estado allí. Dejando su maleta al lado del armario en la habitación, desnudándose por el pasillo, haciéndole el amor en varios rincones, besándola y repitiendo palabras que no terminaban, esa nueva pregunta «¿Qué estamos haciendo?». Ni un solo comentario, hasta ahora, sobre los muebles. El chester de perfecto verde botella y exactísimo envejecimiento. Las sillas Reina María del comedor, la interminable mesa de madera carcomida y enrojecida. Las dos fotografías de LaChapelle en la cocina y el abstracto brasileño en el salón delante del inmenso ventanal. Nada de eso miraba Alfredo, para hacerle sentir que consideraba que todo seguía siendo prestado, aunque tuviera el nombre de los dos.
Patricia escribía cosas en su ordenador, como siempre. Alfredo estaba duchándose cuando lo vio claro. El iPod de Patricia. Allí donde había visto escrito Popea-Chanel la primera vez. Allí estaba todo, era un plan perfecto y él un elemento más. Quiso salir de la ducha y resbaló. Se aferró al toallero y pensó mejor sus acciones. No iba a denunciarla, no iba a castigarla. Era preferible seguir ejecutando órdenes. Después de todo, cualquier gran cocinero se encuentra al servicio de alguien, por más veces que aparezca en la tele, por mayores estrellas que obtenga y vea comer sus platos. Siempre hay alguien con el suficiente dinero para comprar tus servicios y hacerte cocinar lo que quiere. Por qué no aceptar que él y Patricia habían encontrado una buena fórmula. Él cocinaba, ella producía, en apariencia eso eran. Debajo, cualquiera que fuera el pantano que ocultaban, él no tenía que preocuparse, Patricia, por el momento, lo vigilaba y drenaba mucho mejor.
Decidió afeitarse, mirarse un largo rato al espejo. Había adelgazado, todo se le marcaba bajo la piel, todo menos los sesenta y cinco mil dólares de su trabajo y cualquiera que fuera la cantidad que había abonado por la fauna deforme y sin nombre de la Isla Prima. Patricia lo envolvió en un abrazo. Olían a algo nuevo y viejo. Un secreto, una mentira.
– He conocido a Mr. Gratis -dijo Patricia.
– Es verdad. Me lo ha dicho. Quiere escribir un libro sobre el Ovington.
Patricia se giró hacia su novio. Si desconfiaba de todo, por qué no reaccionaba ante su mención del verdadero rival.
– ¡No me había dicho nada de eso!
– Tiene el editor, según él. Me imagino que se habrá follado a tu amiga modelo…
– Sí. -Patricia pensó que debería llamar a la Modelo para que la asistiera en la mentira-. Hay algo en los platos de Marrero, Alfredo.
– ¿Cocaína? ¿Es que no vamos a parar de hacer disparates?
– Algo más comprometedor. Una nota, una factura…
– ¿Dentro de un plato? Patricia, ¿te has vuelto loca? ¿Vas a echar una hoja de papel al barro y luego convertirla en plato? ¿Estás oyendo lo que tú misma dices? Te has drogado mucho en mi ausencia.
– No. He visto otras cosas.
Alfredo se incorporó para vestirse e ir al Ovington esa noche. Patricia fue hacia su vestidor y empezó a maquillarse allí. ¿Cómo pudieron introducir un documento en un plato sin que se disolviera en el horno a altísima temperatura? La vajilla tendría, fácilmente, más de trescientas piezas. Algunas expuestas, las que se emplearon la noche de la inauguración, y otras aún en cajas. ¿Sería de locos ponerse a buscar pieza a pieza.
Ovington era como una estación de tren de famosos. Gwyneth Paltrow hablaba en castellano con un periodista español que venía a cubrir el llamado «fenómeno culinario de la crisis». Patricia les saludaba guiñando un ojo. Si Alfredo levantase la cabeza de sus muslos de pato sobre hinojos y remolachas leería en los labios de la actriz americana que «la comida es muy importante, habla más de nosotros que lo que vestimos. España ha entendido eso como nadie y por eso hay talentos tan dispares como el Innombrable y Alfredo». En otra mesa hablaban del Innombrable dos cocineros, uno belga y el otro mexicano. Patricia nunca podía recordar el nombre del primero, confuso como también era su comida. Decían, y esto lo oyó la propia Patricia al pasar, que «el Innombrable acaricia la idea de cerrar su súper negocio y así hacerlo todavía más legendario». Y que al mismo tiempo, otro cocinero español había lanzado una campaña difamatoria contra los ingredientes que empleaba el Innombrable en su búsqueda por lo más nuevo.
Gwyneth vino a abrazarla y comentar el hallazgo de su blusa. Patricia le dio el nombre de la boutique, detrás del monumento de Marylebone, al lado de una tienda de uniformes. Compartir un secreto con Gwyneth contaba como milagro moderno. Igual que acostarse con alguien cercano a Marrero, igual que entender que la red que tejía para quedarse con todo el dinero la obligaba a soltar más y más hilo para que ningún fleco deshiciera el tramado. Pregunta va, pregunta viene. ¿Cómo se consigue introducir un papel dentro de un plato de porcelana? Gwyneth, ¿alguna vez te has hecho esa pregunta?
Miró el calendario, un diciembre que no terminaba jamás. ¿Desaparecería su manto de santa si no encontraba el papel dentro de los platos? Cerró los ojos y escuchó a la Higgins, le decía que Borja había tenido que marcharse a Madrid y luego a Valencia para las fiestas. Que le había dejado una nota, Patricia sintió el sobre deslizándose entre sus dedos. Agradeció de alguna manera a la Higgins y desapareció en el baño. No iba a meterse nada, le dolía la nariz, le dolían todos sus orificios desde aquella madrugada con Borja.
Tenía buena letra, mucho más precisa que cualquiera de sus movimientos exceptuando la penetración.
«Te dije que me usaras y no me daría igual si no me haces caso. Prefiero dejar el camino libre, pero amenazo con volver. Tengo una idea para un libro, servirá de coartada…» Patricia dejó de leer. Rompió muchas veces el estúpido sobre, lo tiró al agua y apretó la cisterna. Salió muy mareada. Joanie la tomó del brazo, Alfredo se alteró muchísimo, pensaba que se había pasado con la coca; iba a decirle cuatro cosas cuando la vio desmayarse y caer suavemente al suelo del baño.
Despertó rodeada de los mimos de Alfredo. Bajada de tensión, muchos nervios acumulados. Lo entendía, era todo por él, por lo que habían pasado juntos. Le había preparado la sopa de pollo que le gustaba, con los trocitos de pan fresco convirtiéndose en grumos y el leve sabor de los espárragos triturados. Te quiero, dijo ella, escuchándose más débil de lo que esperaba. Paremos todo esto, respondió él. No, no podemos, concluyó ella sorbiendo la ancha cuchara repleta de sopa. Alfredo aprovechó, muy lentamente, para describirle todo lo que sentía:
– Yo solo quería cocinar y tener un nombre, Patricia. A lo mejor la ecuación no era así. Bastaba solo con cocinar, porque nombre ya tengo, Alfredo Raventós, el hijo de un vendedor de salchichas en una hamburguesería de barrio alto. No te echo la culpa de que me hayas convertido en un arribista, porque no es así. Ha sido el tiempo que vivimos, esta puta cultura de la celebridad, de que todos podemos serlo por la más mínima y absurda de las razones. Pero no es de mi agrado ser célebre porque le serví la última cena al más grande estafador de la Historia. Me siento estúpido, como si hubiera ganado una lotería. Tú misma lo dices siempre, ganar la lotería trae mala suerte.
Los primeros días de enero fueron oscuros de principio a fin. El único destello de color fue la proclamación de Obama como 44.° Presidente de Estados Unidos de América. En el Ovington se reunieron los miembros de la Manada habituales y algunas de las celebridades británicas felices de celebrar algo diferente con los siempre diferentes españoles. Borja dejó escapar que la gente se aferraba a los Obama creyendo que por ser negros iban a blanquear el negro panorama. Patricia vio cómo los ingleses le reían la ocurrencia. No hay nada que divierta más a los supuestamente educados que un fácil juego de palabras.
– Para ti es fácil analizarlo todo un poco más, como has intentado tantas cosas, sabes de muchas cosas -le dijo Borja, creyendo que nadie les miraba.
– Te acercas demasiado.
– Porque quiero que sepan que estoy loco por ti.
– Quieres que te ayude a conseguir algo, eso es todo.
– ¿Crees que ya formas parte de ellos? -empezó a decirle, señalando el grupo de dueños de galerías, directores de cine, estilistas de publicaciones, una directora de una revista de moda imitando a Anna Wintour, la Editora en mayúsculas de esa industria.
– No, jamás me creeré uno de ellos. No lo puedo evitar, educación austriaca. ¡Pragmatismo visceral!
– Pero lo quieres y lo tienes -insistió él, subiendo la voz.
– Todo lo que quieras, Borja, lo tienes que desear mucho para saber perderlo -sentenció, regresando hacia donde estaba Alfredo.
Dos días después de la proclamación, la Modelo había resbalado en su bañera con el secador en la mano. El enjambre de periodistas en la puerta de su casa se abrió como el Mar Rojo en Los Diez Mandamientos cuando Patricia, vestida con un sastre híper masculino, auténtico Saint Laurent, descendió del taxi seguida por Alfredo. Sin darse cuenta de si hacían bien o mal, se detuvieron ante los fotógrafos, más porque creaban una muralla delante de la puerta del domicilio que por desear posar. Patricia pensó que algo le quitaba energía. Y no era el luto. Quizá la desidia de Alfredo comenzaba a transmitirse. Habían pasado menos de diez días de su regreso de Nueva York y todavía no había dicho nada profundo, sentido, acerca de Cadogan Gardens. Seguramente le asqueaba pensar que lo habían pagado más con el dinero del Cliente o de la Isla Prima que con el éxito del Ovington, pero daba igual. Tenían un piso propio, decorado idóneamente en tiempo record. Los fotografiaban, los reconocían, Ovington no tenía una mesa libre hasta pasado el día de los enamorados.
Entraron a ese salón al que no había vuelto desde la noche en el Gherkin. Su primera noche en Londres, no habían pasado seis meses y lo que fuera escenario de amor y madrugones de falsos paraísos era un salón sin muebles, con la Modelo, judía, depositada en una caja de madera a ras de suelo. Una mujer muy delgada, el pelo largo y canoso, limpio pero sin ningún tipo de peinado, murmuraba palabras al lado. Patricia reconoció en la madre rasgos de la hija muerta.
– Me había hablado tanto de ti -dijo Cordelia-. Sabía que íbamos a conocernos y de inmediato sentiría un gran afecto -añadió en castellano.
Patricia se irguió. Había visto ese rostro en otra parte además de en la cara de la Modelo.
– Soy consultora de galerías, bueno, tuve una galería muy buena hasta hace seis años, cuando la crisis ya se sintió de golpe en nuestro sector. Conozco algo a tu abuela, Graziella van der Garde. Vendíamos cosas muy buenas de su colección.
¡Cómo podía existir esa conexión entre ella y la Modelo y enterarse ahora!
– Mi hija nunca demostró ningún interés en nada de lo que yo hacía -prosiguió Cordelia, siempre en castellano.
– ¿Y cómo está mi abuela? -se le ocurrió preguntar.
– Habla de ti mucho. Lamenta que estéis tan distanciadas. Mi hija y yo apenas nos veíamos estos últimos años, apenas tuvimos tiempo de darnos algún consejo. No debes permitir que te haga el destino lo mismo a ti. -Cordelia hablaba un castellano sin reglas pero muy efectivo.
La entrada de Patricia había generado expectación, a la salida los reporteros y fotógrafos la llamaban «la reina española de la noche del Londres empobrecido». Alfredo se colocaba detrás de ella. Un Rolls azul celeste apenas podía moverse en la estrecha calle. «ELLA», Kate Moss, hacía su aparición, rápida, menuda, los ojos de pantera mirando sin detenerse en nada ni nadie. Fue hacia el cuerpo en el suelo y depositó sus flores. Patricia se compadeció y decidió acercarse. Terminaron por llorar brevemente una sobre el hombro de la otra. «ELLA» alabó el atuendo de Patricia y le comentó que había comprado en una subasta reciente el «mítico», así lo llamó, Saint Laurent que tiene bordado en el frente una silueta femenina en rosa chicle. Patricia estuvo a punto de decirle que su grandma Graziella tenía otro original, pero, como siempre delante de poderosos, decidió callar. «ELLA» estudió profesionalmente a Alfredo, que inclinó su cabeza y extendió su brillante sonrisa. «You two are much too perfect», sentenció. Patricia estuvo a punto de decirle que en el inicio de su relación los veían como a «ELLA» con Johnny Depp, solo que considerablemente más altos. La modelo de modelos preguntó sobre el Ovington, había oído cosas maravillosas de los platos. Conocía al Innombrable, pero no podía recordar nada de lo que había comido en su restaurante. Patricia le instó a venir. En el camino de regreso al restaurante, Alfredo alabó la habilidad en las relaciones públicas de su novia.
– No pierdes tiempo nunca. Ni siquiera en un funeral.
– Son como las bodas de nuestra época.
«ELLA» fue a Ovington. Acompañada de un séquito ruidoso, ambiguo, drogadicto y rehabilitado. Degustaron la carta del restaurante y pidió paella, sangría, croquetas y jamón. Alfredo estuvo a punto de gritar de desesperación, pero recordó una sartén muy vieja que conservaban desde Barcelona y allí preparó todo lo español. Lo sirvió al mismo tiempo, para que tuviera un «mosaico español» frente a sus ojos, Alfredo le habló de los milagros familiares españoles con los alimentos durante la posguerra. «ELLA» le miraba extasiada.
– Adoro comer. Pero adoro comer con un poquito de sabiduría -enfatizó, e introdujo una croqueta ardiente y completa en su diminuta boca.
Enero al fin terminó con los Infalibles Bellos entrando, siempre muy juntos, en la inauguración de la exposición de tallas religiosas del barroco español en la National Gallery. La crisis había conseguido que el Presidente del Gobierno español excusara su ausencia. La Familia Real no había conseguido convencer a ninguno de sus miembros y la embajada se sentía maltratada, por decirlo de alguna manera, con las ausencias, mientras Alfredo y Patricia, ella por supuesto vestida con un Chanel de los años treinta, largo y con cola, descendía la larguísima y encaracolada escalera sujeta a Alfredo. El vestido era real, Lagerfeld había enviado una nota de agradecimiento por haberlo adquirido en la última subasta de Christie's. Patricia lo adornaba con unas perlas muy pequeñas y el pelo ligeramente engominado hacia atrás, una Josephine Baker rubia. Alfredo llevaba un frac. «Créanme, es el traje más fácil de vestir. En menos de cinco minutos estoy preparado para atravesar cualquier situación. Desde un cóctel pasando por cualquier invasión, y todo el tiempo seguro de mí mismo.» Patricia sabía que el perfecto traje, hecho a la medida, había costado exactamente cuatro mil cien libras, una cifra escandalosa, dolorosa de reconocer en un momento como ese. Pero el efecto, esa bajada con todas las miradas en ellos, mejor que cualquier cabeza de Estado, celebridad o miembro de familia real, bien valía el precio. Patricia alcanzó el inicio de la exposición y se dirigió rauda al Zurbarán colgado al fondo: Un santo con los ojos casi tan profundos como los de Alfredo. La tela de su túnica tan viva como su piel y mirada; el color, un oliva que se hacía marrón al acercarse. Suspendido en un fondo oscuro, a veces negro, quizás verde. Estuvo un largo rato detenida frente a él, se sentía observada, comentada. Sabía que su atuendo combinaba a la perfección con el cuadro. Y también con el blanco marmóreo de las pieles de los jesucristos agonizantes, en las tallas, el rojo de la sangre brotando de los mismos, torturados y sublimes. «Cómo conseguían esos colores tan reales, la palidez de la muerte, el rojo de la sangre, el negro de los cabellos», escuchaba comentar a los presentes. Delante de cada talla, en las tarjetas negras características del museo, se podía leer el autor, el año, siempre ese 1600 español tan rico y retorcido, y los materiales: madera, yeso, pigmentos, cabello humano. Se sintió protegida por las magníficas tallas, era la única viva. La santa moderna, con el pelo real, corto y rubio, el cuerpo fibroso y caliente, la sangre muy roja, el pensamiento muy claro.
«Tan gore, tan español, tan nosotros», escuchaba de la voz gruesa y tumbapuertas de la Higgins, apartando personas para alcanzarles de nuevo, llamarlos «las nuevas tallas del imperio español en Londres» y conseguir separarlos.
– Marrero quiere que convenzas a Alfredo de hacer el catering de la boda de David y Pedro en Valencia.
– Alfredo jamás irá a Valencia.
– Es la boda de su hermano.
– Es la boda del hijo de Marrero.
Higgins abrió su inmenso bolso. Patricia pensaba de inmediato que Higgins era irrecuperablemente tonta. No se va a una inauguración con un bolso de trabajo. Aunque la moda se empeñe en hacerte creer que necesitas un bolso grande para todo el día, una mujer encuentra horas en el día para pasar por casa y cambiarse de todo, en especial de bolso. Higgins le acercaba un sobre.
– Como la vez anterior, Borja me ha pedido que te lo entregue.
– No creo que sea buena idea que lo lea, Lucía.
– Ha enviado otros tres, Patricia. No ha parado de llamarme para saber si te había visto.
Patricia prefirió alejarse; rodeada de todas estas tallas de personajes de la Biblia se sentía vigilada, señalada por sus modernos pecados. La Higgins remarcó su pisada con los altísimos tacones, haciendo que algunos se volvieran a verlas. Se detuvieron delante del increíble cuadro de Alonso Cano donde una virgen aprieta uno de sus senos y derrama leche sobre un santo arrodillado.
– Tú tienes un secreto mío y yo tengo un secreto tuyo -desveló la Higgins.
– Creo que estás equivocada, Lucía.
– David me ha dicho que tienes fotos mías con el negro en la country house.
Patricia tuvo ganas de reírse. Solo a la Higgins se le ocurría construir una frase así. La carta de Borja era un pretexto.
– No acostumbro a llevar cámaras ni móviles en ninguna fiesta.
– No quisiera tener que temerte, Patricia.
– Nunca hay nada que temer, Lucía. Al final todos somos inocentes.
Borja reapareció en el Ovington. No venía solo, sino otra vez con la idea, la excusa.
– Un libro sobre este restaurante.
– Es demasiado pronto -lanzó Patricia, el tono metálico de su negativa cuidando no parecer en exceso nervioso. Alfredo se preocupaba más por decidir qué queso cheddar emplearía para su crema de espárragos.
– Es el sitio del momento -decía Borja, de nuevo con la Manada reunida: Enrique sin la esposa y la Higgins con el negro, intentando aparentar oficialidad. Unos señores de aspecto alemán serían los editores, con dos chicas muy jóvenes traduciendo todo lo que Borja dijera bien en inglés o en español. David y Pedro, cada vez más bomboncitos, con ropa hiper ceñida, como si fueran un cruce de los enanitos de Willy Wonka con los de El Mago de Oz.
»Aquí se reúnen todos los que son alguien en Londres en este preciso momento histórico -continuó Borja-. La idea es una súper edición de lujo en alguna casa de prestigio, tipo Phaidon o Taschen, y no con una editorial cutre barcelonesa. Algo grande -bajó un poco su tono de voz, se agitó algo el flequillo (¿había tenido flequillo antes?) y miró hacia Alfredo, que no le veía-, como se merece Alfredo.
– El Innombrable acaba de sacar un libro con Phaidon. Todas sus recetas dibujadas por artistas vivos o muertos, todos sobresalientes -murmuró Alfredo.
– El criterio es que, pase lo que pase, en estos tiempos difíciles la gastronomía siempre nos salvará y siempre salvará a España -continuó Borja.
– Porque en todos los rincones de España hay comida y sol -dijo Patricia con un tono burlón.
– Muy demagógico -culminó Alfredo, escogiendo un cheddar con leves trazos de pimentón-. Pero no estoy interesado.
– Vendré con los editores a cenar.
– Necesitaréis reserva -dijo Alfredo, despachando a toda la Manada. Higgins iba a decir algo pero Alfredo ya se alejaba para regresar a la cocina.
Varias noches después, Patricia pidió a Alfredo quedarse sola en el restaurante. Él debería trabajar en el libro, propuso ella. Los editores le habían dado un adelanto. Cuando estuvo completamente sola, desembaló los platos, eran realmente incomprensibles, más allá de feos. Buscó una firma, la tenían, Palencia Lobo, el supuesto artista que había grabado las falleras en las superficies cuadradas. Vajillas del Levante, el fabricante. Patricia buscó en Google y vio las instalaciones de la fábrica, no muy grandes, y un artículo, muy reciente, que anunciaba el cierre de la misma dejando en el paro a varias familias. Miró la biblioteca de estantes de aluminio que habían mantenido desde los primeros días de Nueva York. Podría colocar allí la vajilla. ¿Por qué exponerla de esa manera? Para que pareciera parte de ellos, no algo deliberadamente escondido, pensó, mientras iba colocando platos llanos, hondos, de postre, bandejas y cafeteras en las baldas. Sintió algo, una persona vigilándola. Borja, quizá, dispuesto a romper cada plato para encontrar la factura, pero no había nadie. Miró la vajilla perfectamente expuesta. Quería empujar toda la estantería, pero no tenía fuerzas suficientes.
David pidió que Patricia le acompañara a Selfridges a buscar un jersey de rebajas. Sonaba tan torpe la excusa… David pretendió arreglarlo todo hablando de un nuevo instrumento de cosmética masculina para él y Pedrito, una suerte de rodillo, de un azul muy intenso, con ruedas en el frente para pasar por el contorno de la cara. Le dijo que Pedro y él habían firmado el libro de familia como casados. Patricia miró hacia el aparato, que desprendía un líquido. Levantó los ojos y vio a Borja subir las escaleras mecánicas del almacén.
– Queremos que Alfredo haga el catering, por supuesto.
– Tú eres su hermano, jamás te dirá que no.
– Tiene que ser en Valencia. En casa del padre de Pedrito -dijo David.
Patricia fue hacia Borja. Siempre quiso encontrarse con alguien que le significaba algo en un almacén como Selfridges.
Patricia lo tomó de la mano y se perdieron de la vista de David. Subieron otro piso, esperaron a que el baño de caballeros quedara más o menos vacío. Borja la recorría con la barbilla, ella se aseguraba de que el miembro creciera exageradamente. Entraron en el baño y un señor mayor se ajustaba el chaleco de un traje detenido en los años ochenta. Rieron, el hombre la miró reprobatorio y les dejó solos. Borja estaba desnudo en el excusado. Ella se subió a él, dirigió el pene hacia su interior y empezó a cabalgarlo tapándole la boca, él le mordía la mano, los nudillos, los dedos, y ella apretaba más el miembro. Él empezó a flaquear y ella contuvo mejor el equilibrio, apretando el glande con sus músculos hasta que él empezó a decir su nombre y la retahíla de palabras: «NOMEHAGASESTO,NOMEDEJESASÍ,NOHAGASQUEESTESEAELÚLTIMOPOLVO, PATRICIATEQUIERO».
– El sol durará hoy más que otros días -le recibió Alfredo en el salón. Era todo ventanales delante del parque que iba de Cadogan Lane hasta Pont Street, podían ver las canchas de tenis, con gente jugando aunque estuvieran en enero. Los ingleses son así con el frío, es una cultura como la de los españoles, que están siempre venerando el sol o los brasileños la música. Los magnolios estaban floreciendo, vaya, y los rodeaban cámaras de televisión de la cadena pública. Los ingleses convierten en noticia el florecer de un magnolio y su significado: la primavera será rutilante. Y en este 2009, empobrecida. Patricia vio su ordenador encendido y la palabra Popea-Chanel. Alfredo pulsaba el enter una y otra vez.
– David dijo que tú y Mr. Gratis os desvanecisteis en Selfridges.
– También me dijo que quiere que hagas el catering de su boda.
– Ya están casados.
– Ya ves, ellos sí, nosotros no.
– ¿También te has acostado con Mr. Gratis?
– No. Es más importante tu libro.
– He tardado tanto en entender todo lo que tienes en este ordenador. Pero ya no puedo avanzar más. Aunque asuma que nunca me dirás toda la verdad, dime al menos si Popea-Chanel es todo por lo que me has vendido.
– Piensa que yo también me he vendido.
– Con más ganas que yo.
– Igual de enamorada.
Se quedaron en silencio y vieron una bandada de patos, los que a veces dejaban escapar de St. James's Park, pasar delante del ventanal, volando un rato en libertad antes de regresar a la cárcel sin rejas de su laguna en los jardines del Palacio de Buckingham.