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Los días se volvían semanas, las semanas jamás alcanzaban a serlo, regresaban a ser días. Las noches comenzaban en el día y las bandadas de patos de St. James's Park iniciaban su vuelo para regresar a las lagunas. Y Alfredo clavaba los cuchillos contra la madera en la isla de su reino, como si en verdad estuviera ensayando para atravesar el corazón de Patricia con ellos. Disparaba una escopeta imaginaria en momentos que parecía que nadie le viese y bramaba frases que no terminaban: «Todo empezó cuando Elvis se dio cuenta de que su esposa se lo montaba con su amigo y entrenador de kárate»; «Todo empezó cuando ella dijo que estábamos en el avión equivocado»; «Todo empezó cuando esa puta modelo se encaprichó con la puta de mi novia». No eran del todo inteligibles las frases, pero Patricia creía entenderlas, moviéndose como hormigas diligentes en los labios entrecerrados de Alfredo. Pero pasaban, así como no alcanzaban a terminarse, se disipaban y de pronto él y ella estaban abrazados delante de los clientes, compartiendo un gin tonic, abriendo una botella de champagne, también disfrutando de alguna raya que Alfredo aspiraba vehemente. A Patricia no le gustaba que Alfredo lo hiciera, la cocaína había sido siempre cosa de ella, era un egoísmo arbitrario, irritante, pero no le gustaba que él la imitara.
Por enrarecido que fuera el ambiente, las buenas críticas al restaurante comenzaron a publicarse con igual frecuencia que las hordas de adictos a la celebridad.
«Un talento que desea crecer y recuperar en la cocina la cesación del oficio artístico antes que la genialidad televisada», había escrito el Guardian. Y el Times: «Raventós es la última revelación de la Armada Española que se solaza en conquistar Londres. Guapo, divertido, fielmente acompañado de la no menos atractiva Patricia, Ovington es buena comida y buen humor en momentos de desesperación». Había más, The Independent: «Ovington es Raventós ravishing», un juego de palabras con el apellido de Alfredo y el adjetivo que mejor les identificaba a la pareja en Londres: los ravishing Patricia y Alfredo. Deslumbrantes, fulgurantes, radiantes. Por dentro iba la procesión. El Daily Mail también se hacía pipí con Alfredo. «Gracias a dios, Londres es una capital culinaria para tener entre nosotros una estrella joven y brillante como Alfredo Raventós.» Patricia recortó esa nota y se la envió a su hermana Manuela. «Me equivoqué, me has dejado muerta, hermana. Tenías razón en mudarte a Londres. Salir en el Daily Mail es el no va más», respondió a Manuela.
Reseñas, colas en la puerta, celebridades creando polémica al entrar directamente, saltándose la cola y sentándose en la mesa más cerca de la cocina. Jude Law fue el único que hizo salir a Alfredo de su encorvado mutismo. Entró con una americana sobre el pecho desnudo y saludado por prácticamente todo el restaurante. Besó la mano de Patricia cuando les presentaron y ella, divertida, le hizo una pequeña reverencia. Fue a saludar a Alfredo para celebrar el sándwich de bacon escocés y láminas de textura de bloody mary. «¡La mejor receta inglesa para la resaca!», dijo, y Alfredo sonrió y le hizo dos más pequeños para llevar en una bolsita. De repente, fue al baño y Alfredo decidió seguirle. Emergieron del aseo con los brazos sobre los hombros y riendo. Patricia rió también, creyendo que el encuentro con el hombre más sexy de Gran Bretaña tranquilizaría a Alfredo. Y tuvo en parte razón. Alfredo diría que mearon uno al lado del otro «Y nos chequeamos, claro. Él está bastante bien, gorda pero no tanto como la mía», le dijo, y estalló en una carcajada. Los días siguientes comenzó a vestirse como el actor: chaquetas grises, cortas y ceñidas, con el pecho desnudo dentro del Ovington, con una camisa muy blanca para acudir a eventos, con cuello cisne, también gris, blanco o de un lila muy suave, a instancias de Patricia. Pero a pesar de esos oasis de entretenimiento la rabia seguía apilándose. Los cuchillos golpeando la madera con golpes secos, duros, amenazadores.
El Ovington estaba a tope, habían dispuesto dos mesas en la acera, una vez conseguida la licencia para hacerlo. Sin hacer nada de calor, tampoco hacía frío. David y Pedro gritaban: ¡PAAATRIIICIIIAAA! Vestidos con poquísima ropa, como si estuvieran en Ibiza.
Ambos acudían cada fin de semana a Londres a probarse los chaqués para su boda, que habían encargado en un sastre de la ciudad. En un principio David quería que su hermano fuera el testigo y Alfredo rehusó probarse ningún traje. David sugirió que se ocuparía del gasto. Eso puso las cosas peor. Patricia consiguió convencer a ambos hermanos de que podía usar el frac con el que Alfredo acudía a las fiestas a la manera de Oscar Wilde. La Higgins, que aprovechaba las visitas de los novios para mantener su guardia en el Ovington, creyó ponerle un lazo al dilema.
– Aunque un frac no es un chaqué, porque el primero es para la noche y el segundo para el día, la belleza de Alfredo podía permitirse vestir el frac como gesto de excentricidad artística en la boda de su hermano.
Alfredo soltó una carcajada grosera en la cara de Higgins y todos sintieron que alguna cosa podría torcerse.
– Que sea una boda gay en Valencia no significa que tengamos que ir disfrazados -dijo al terminar de reírse. Higgins terminó de cagarla insistiendo en que el padre de Pedro, para evitar pronunciar el nombre de Marrero, estaba muy ilusionado con la posibilidad de que Alfredo se encargara del catering. Nunca una pausa fue más larga en el Ovington, y Alfredo no mejoró nada la situación al levantarse de la mesa sin decir palabra.
Los novios y la Higgins no se dieron por vencidos, continuaron hablando hasta la saciedad de aquella boda, la boda, la boda, la boda. Pedro quería un chaleco de algún color pastel, mientras que David lo prefería blanco. David quería llevar tirantes con la bandera británica, Pedro prefería que lo hiciera pero con los colores de la bandera española. David quería llevar sombrero de copa alta, Pedro de copa media alta. David quería llevar bastón de empuñadura de plata y dejaba caer bastante claramente que deseaba que fuera un regalo de su suegro. Pedro prefería que su padre les regalara un piso señorial en la ciudad y la membresía de un club importante. David quería casarse con guantes blancos, Pedro consideraba que era una horterada.
Y Alfredo, tras escucharles un fin de semana entero, estalló.
– No contéis conmigo para la boda, por dios -exclamó-. El dinero que le pediría a tu padre, Pedro, sería… vulgar. Por cantidad. Algo que ni siquiera él podría soportar.
– Si lo caliente está muy caliente y lo frío muy frío, papá es capaz de darte lo que le pidas.
– Seiscientas libras el plato -soltó Alfredo. Volvieron a callarse. Pedro tomó su blackberry y tecleó un mensaje; una vez escrito, dejó reposar el dispositivo sobre la mesa. En menos de un minuto el aparato saltó. Pedro lo tomó y abrió la respuesta escrita. Sonrió y dejó pasar el móvil entre los presentes. Alfredo fue el último en ver el SÍ escrito en mayúsculas.
– Eso es todo lo que os interesa, un espectáculo.
– Pensamos casarnos de esta manera una sola vez en la vida, Alfredo -dijo David.
– ¿Qué necesidad tienes de este narcisismo, David? Has sido maricón y jamás te dijimos nada en casa. Pero te casas con este cabeza de chorlito por sus pectorales y un poco de su polla y el dinero de su padre. El dinero más sucio de toda Europa.
Patricia se levantó ipso facto, como si al hacerlo Alfredo fuera a contener sus palabras.
La avalancha se precipitó cuando Pedro expuso que ni siquiera su padre emplearía un tono tan violento y homofóbico.
– Veis homofobia por todas partes y así excusáis vuestros propios errores. No puedes casarte con una cena de seiscientas libras el plato. No puedes permitirte semejante despilfarro, David. ¿Cómo piensas explicárselo a nuestro padre?
– De la misma manera en que tú le restriegas tu éxito todos los días enviándole carpetas y carpetas con los recortes de tus críticas -devolvió David.
– Está orgulloso de lo que he conseguido.
– ¿Crees que incluso de haber formado parte de la estafa piramidal de tu último cliente? -soltó David.
– Se acabó, David. Nunca sabes cuándo parar -intervino Patricia.
– ¿Yo no sé cuándo parar? Seiscientas libras el plato son cacahuetes para el hombre que escabulló miles de millones de dólares de jubilados y señoras ilusas -prosiguió David, y Alfredo se arrojó directamente sobre su hermano mientras Pedro, Patricia y hasta la Higgins forcejeaban por separarlos.
Sin darse cuenta, lo juraría toda la vida, Alfredo empujó a Patricia fuera de todos ellos. Borja, entrando al Ovington en el peor momento posible, sujetó a Patricia en sus brazos.
Alfredo supo al verlo que se había acostado con Patricia.
La perfecta reaparición. El libro que se había inventado para esconder su verdadero deseo, estar cerca de ella. Poder sujetarla como hacía en ese instante, entre sus brazos de tiarrón que parecen inermes y flácidos hasta que al fin capturan la presa. Patricia se desató, pero era tarde, haberlo hecho solo subrayaba más que habían estado juntos.
Borja exclamó su frase consagratoria:
– Todos los hermanos se pelean en las bodas, y aunque esta sea gay no va a ser menos -dijo.
Alfredo dejó con suma tranquilidad la servilleta que había estado apretando en sus dedos todo ese rato. Alejándose, tomó algo de la encimera y siguió hacia el fondo. Se le hacían eternos los escasos metros de un pasillo empeñado en estirarse y estirarse. Estaba diciendo cosas sin sentido ninguno, palabras detrás de otras, nombres, veneno, piernas rotas, asco, laputademinoviaseacuestaconquienquiera, laputademinoviaseacuestaconquienquiera, laputademinoviaseacuestaconquienquiera, laputademinoviaseacuestaconquienquiera, laputademinovia, laputademinovia, laputademinovia, laputademinovia.
– Cállate, Alfredo. -Era Patricia en la puerta del despacho entrando con gesto de enfrentarlo. Alfredo sabía que no era esa la razón de estar ahí. Como todo en los últimos días, lo había calculado. Levantar la liebre con la boda del hermano, citar a Borja, hacerle hablar, llevarle hasta el despacho.
– Mírame, Alfredo, te estoy hablando. -Pero Alfredo no la miraba, veía por encima de ella. Detrás de él la estantería estaba repleta de los platos valencianos.
Alfredo soltó lo que tenía en la mano, un trozo de carne despedazado. La empujó dentro mientras Joanie y Francisco entraban en la sala para servir los segundos. Alfredo cerró con doble vuelta de llave la puerta.
– Dame una razón para no creer que ese tipo, Borja, y tú no habéis estado juntos.
– No tengo ninguna. Era necesario para tener más información -soltó ella.
– ¿Te folló?
– No me gustó.
Alfredo sintió que esta vez no podría controlarse. Que la mataría y luego se mataría a sí mismo, con los cuchillos, en el medio del torso un poco hacia arriba, como se cortaban los patos para extraer las pechugas y mantener el trocito de pata. Iba a destrozarla, a romperle la nariz, a patearla hasta que escupiera la última gota de sangre, y entonces vio los platos detrás de ella. Las falleras perfectamente alineadas, una detrás de la otra, el negro de sus faldas y peinetas sobresaliendo en el canto de cada plato creando una nube negra encima de Patricia. Ella balbuceó un detente y Alfredo la apartó con tal fuerza que la hizo tambalear y probablemente romperse algo. Se abalanzó contra el mueble que albergaba los horribles platos, una vez, otra vez, hasta cinco veces, el ruido de los platos cayendo y ahogando el de la puerta que Joanie y Francisco intentaban abrir. Patricia se había roto un brazo, un hueso tonto al caer mal y se dolía, pero Alfredo continuaba destruyendo platos, golpeando el mueble hasta reducirlo a maderas rotas. Joanie y Francisco derrumbaron la puerta y detrás de ellos, Borja, David y Pedro junto a una buena parte del restaurante. Patricia deseaba hacer un gesto a David para que alejara a Borja, pero Alfredo lo habría detectado. David lo comprendió todo al ver a Patricia dolida, mirándole aterrorizada. Consiguió escabullir a Borja de allí antes de que Alfredo se girara. El resto de presentes, como eran ingleses o habían aprendido a parecerlo, entendieron más rápido que otros humanos que lo peor había pasado y no tenía ningún sentido seguir allí observándolo.
Guiada por esa inesperada normalidad, Patricia recogía algunas piezas rotas de la destrozada vajilla con la mano del brazo bueno y las colocaba en montañitas como podía mientras en el iPod sonaba Elvis y era, cómo no iba a serlo, «Suspicious Minds». «Estamos atrapados en una trampa, no podemos volver atrás…» Alfredo, con un hilo de voz, terminaba de cantar «porque te amo tanto, amor mío».
Patricia volvió a cerrar, en la medida que pudo, la puerta desencajada.
Y fue allí cuando vio el trozo de papel, sobresaliendo de uno de los platos rotos.
¿Cómo sobrevivieron a esa horrible escena en el Ovington?
Alfredo insistió en que Patricia pusiera una denuncia por agresión. Ella se resistió, pero algo le hizo pensar que a la larga sería una buena idea. Fueron juntos a la comisaría de Sloane Avenue. Detallaron la escena: «Celos desbordados y violentos», recordó él haber dicho. «Soy culpable», dijo de pronto Patricia. «Somos dos monstruos juntos», terminó la declaración y emergieron de la comisaría sin mayores cargos. Avanzaron en silencio por las calles medio mojadas, los taxis negros y de pronto un Rolls-Royce, un Lamborghini y un Carrera desfilando ante sus ojos de lágrimas agolpadas. Él dijo perdón y hubo un silencio, y ella decidió pasar su brazo bueno por su cintura y abrir con su otra mano, aunque le dolieran los huesos rotos, sus labios tan cerrados. Poco a poco la lengua de ella consiguió derribar esos dientes apretados que todavía trituraban la frase sin espacios.
– No soy puta, Alfredo. Soy solo tu novia -dijo ella.
El día, otra vez el día, otra vez la ventana abierta en Cadogan Gardens, la vecina entrando con el perrito en el jardín vecinal abrigada como si fuera a cruzar Siberia.
– Dicen que va a nevar a mediodía -musitó Alfredo.
Patricia no le escuchaba, estaba abstraída en el vestidor, armando prendas y combinaciones. Alfredo respiró hondo, sucedido lo peor volvían a repetir hábitos. Un beso, se había vendido por un beso, un día más, una vida más. Porque no podía vivir sin ella. Porque no podían estar con nadie más, porque el amor lo había querido así, pese al dolor, la incertidumbre, la traición. Cada vez que lo pensaba, que veía el rostro de ese tío desperezándose en la silla de la mesa doce en el Ovington, sentía el descontrol dominándole. Y al mismo tiempo, muy hondo dentro de sí, le empezaba a dar igual.
Patricia estaba en la puerta, vestida con un abrigo verde esmeralda y botas-piernas o piernas-botas de exagerado morado. Tenía el brazo en cabestrillo y con el otro sujetaba un bolso caramelo.
– ¿No debería ser al revés la combinación? -se atrevió a preguntar.
– No tengo ropa más abrigada -fulminó ella-. Nunca es de buena educación comentar el atuendo de tu novia. El doctor quiere ver bien la fractura. No tardo nada. Después iré al banco.
– Puedo ir yo.
– No, es cerca del médico.
Alfredo se quedó mirándola. Ella también y le envió un beso. Alfredo la tomó por el brazo bueno suavemente antes de salir.
– Haré la boda de mi hermano. Y montaremos ese club donde quieres hacerlo, en Brydges Street. Ya he visto el sitio, tiene tres plantas. Es perfecto.
– Gracias -dijo ella.
– Pero quiero que pongas el dinero donde yo te pida.
– Ok. Ok, es tu dinero.
– Puede quedarse aquí, en Londres. ¿En el banco donde vas ahora?
– Muy bien, así será.
– ¿Te imaginas que ponga veneno en la comida de Marrero? -dijo, forzando una risotada. Patricia prefirió sonreírle.
– Tu hermano será mucho más rico que tú, el verdadero braguetazo de la familia -respondió Patricia, alejándose hacia el ascensor.
Patricia se dirigió al banco de Jermyn Street esquina con Lower Regent. Podía adivinar que nevaría, algo fácil, sobre todo calculando el nivel de frío que le cruzaba la cara, a ella y a todos los transeúntes. Pero era más que una nevada, algo inaudito para la ciudad. Nieve abalanzándose por las entradas de la ciudad, nieve derramándose en todas las grandes esquinas de la urbe, como esta en la que ahora se movía, Coventry, prolongación de su adorada Regent para bajar hacia Jermyn y al fondo, ya en Pall Mall Street, podía ver las estatuas de los héroes de guerra coronándose de blanco.
Por supuesto que sentía frío, más aún con el cabello tan corto y el abrigo tan pegado al cuerpo. Cierto que las botas parecían llegarle a la ingle, pero no era suficiente, las mallas de cashmere violeta no abrigaban tanto. Le pasó por la mente morir a las puertas del banco, como una versión moderna de la vendedora de cerillas. Se le cortaba la respiración, la temperatura bajaba velozmente y ella luchaba por alcanzar el recinto. Sintió los copos de nieve entrando en su garganta. Dentro del banco todos la miraron, también lo esperaba, vestida como estaba para atender un desfile de modas antes que gestionar un futuro financiero.
– La nevada colapsará la ciudad en minutos -oyó decir. Había soñado en alguna parte que conseguiría coronar sus triunfos bajo una nevada épica. Miraba a los presentes como si actuaran en una película suya. Entraría una señora de cuarenta y muchos con falda apolillada. En efecto, entró. Ya faltaría poco para que entrara, desde las puertas del interior, el joven negro con el que había abierto esa cuenta el noviembre pasado.
– Señorita Uscátegui, ¿cuándo ha llegado a Londres? -le preguntó, llamándola por el nombre con el que había abierto la cuenta, el apellido de su abuela materna, solo que pronunciando una «s» donde había una «z». Mintió, por supuesto, de nuevo al responder la pregunta. Acababa de llegar y necesitaba depositar un documento importante en su caja de valores. El negro recogió su pasaporte, no español sino de un país sudamericano, con el que también había abierto esa cuenta, y empezó a anotar datos en la página de control. De vez en cuando la miraba. «En Londres hacen falta más chicas bonitas como usted, señorita Husgategui», cómo luchaba por pronunciar el caballero, y Patricia le devolvía su perfecta sonrisa de niña blanca educada y complacida de gustar a un negro. Siempre le tocan personas negras en actos definitivos, pensó. Como la funcionaría de correos en el aeropuerto de Nueva York. Como este joven serio, confiado, sereno, que la llevaba por otro pasillo hacia una puerta blindada que se abría con un rápido número y la permitía entrar en una bóveda repleta de casillas sin más adorno que una pequeña plaquita en la que sobresalían seis dígitos. Patricia introdujo su código y la puertecilla se abrió sola. Dentro estaba la caja de aluminio que el negro cogió con guantes grises y llevó hacia una estrecha y alta mesa al fondo de la bóveda. «Estaré afuera esperando para llevarla dentro como de costumbre, señorita Jauscategui», dijo.
Dentro había un par de pestañas postizas que habían pertenecido a su madre. Una sortija de diamantes, un peine de carey y varias pulseritas de ese material, y también dos tortuguitas pequeñas. Todas ellas pertenencias de su familia materna. Y la libreta moleskine de cuero muy añejo que alguna vez fuera de su padre. La cogió, pasó rápidamente las páginas donde su padre había dibujado falos y vaginas de distintos tamaños y posturas, pasó también las hojas donde se anotaban nombres y frases que cambiaban de caligrafía; unas eran de su padre, otras de ella misma. Pasó también la foto de Alfredo y ella en el jardín de los hermanos Casas, y también la hoja con la primera factura del hotel The Mark de Nueva York. Encontró una hoja limpia, no nueva porque el cuaderno no lo era, y allí colocó el papel que escondían los platos de falleras rotas. Era pequeño, cuadrado porque los platos lo eran, y estaba plastificado como un carnet de conducir. Se podía leer. Era una factura de un restaurante en Albuquerque, Nuevo México, por un monto de tres mil dólares. Un festín. Vinos caros, platos, más vinos, más carnes, langostas, todo detallado. La clarísima firma de Marrero en el borde inferior derecho. La fecha era de principios de 2008. Alcanzó a ver una frase corta escrita al otro lado de la hoja. «A Borja le gustan mucho los Grammy en Valencia.» Sintió un respingo. Quizá debería quemar ese papel y arrojar las cenizas al Támesis, pero estaba convencida de que así como había estado oculto en la porcelana de esos grotescos platos, su destino siguiente debería ser su caja de seguridad bajo un nombre que no era por el que la conocían ni Alfredo, ni Marrero, mucho menos Borja. Cogió su móvil, se cercioró de seguir sola en el recinto, tomó el encuadre correctamente, podía leerse bastante claro la fecha, la frase, el importe y el nombre del restaurante. Realizó la foto y la guardó en su móvil.
– Siempre es un placer verla, señorita Gategui. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? -preguntó el negro al verla salir.
– Recibiré un ingreso importante para el alquiler de un local muy cerca de aquí.
– ¿Con terrazas para el poquito de verano? -añadió el negro aplicando su previsible humor inglés. Una última persona logró entrar y parte de la nevada con ella-. No sé si lograremos salir de aquí esta mañana, señorita Zatigui -continuó el joven, Patricia no iba a perder tiempo aclarando de nuevo el impronunciable nombre de su abuela. Le molestó, eso sí, que no pudiera utilizar su alemanísimo, hiper anglosajón Van der Garde delante del descendiente de kenianos.
– El dinero llegará el lunes, con o sin nevada -agregó Patricia-. Viaja en ordenador. -Rio, y el negro profirió una risa más sonora.
– Me gustaría comprar unos guantes de hombre para un chaqué -dijo ella.
– Burlington Arcade, señorita Gui. Y si me permite una opinión, adquiéralos en tono yema.
Patricia sonrió espléndida. A los negros siempre les atraen colores incomprensibles para los blancos.
– Porque siempre hay que tener un tono de color en un morning suit, señorita I. Pero ¿no preferiría hacerlo otro día? -terminó el negro antes de dejarla en la calle, ya bloqueada por policías cubiertos como si estuvieran adentrándose en un iceberg-. Creo que no debería permitirle salir siquiera a la calle, señorita…
– Uz-cá-te-gui -pronunció muy claramente Patricia, quedando oculta por una cortina de nieve.
La gente caminaba a duras penas, el móvil sonaba, era Alfredo, preocupado, podría terminar muerta allí, reina de las nieves fatalmente humana. Ni siquiera podía leerse el cartel de Lillywhites, qué maravillosa es la vida que podía dejarla enterrada bajo nieve en la parte más turística de la ciudad, junto a centenares de italianos y, claro, españoles gritando auxilio. Borja vivía cerca, eso también lo había presentido. Ahora que el papel que tanto necesitaba y por el que tanto se dejó follar estaba a más que buen recaudo, sus pasos sobre la nieve iban quedando atrás a medida que regresaba a él.
Escuchó sus propias pisadas atropelladas por la escalera; estaba morada, lo podía ver en los larguísimos espejos del hall. Había ese olor de perfume de centro comercial en el inmueble. Estando tan en el centro, ¿por qué se empeñaba en ofrecer esa sensación de lujo cuando todo en la calle despedía contaminación? Él la refugió en su abrazo. La nieve la mantendría allí a lo mejor dos días, si de verdad continuaba cayendo con esa fuerza. Por el vidrio de la puerta veían a la gente convertida en puntitos moviéndose a cámara lenta. Ella sintió que debía desmayarse, que lo haría para seguir la letra pequeña de su guión. Los brazos de Borja eran fuertes y así la subió por las escaleras hasta el piso cubierto de madera en la última planta.
¿Cómo explicarle a Alfredo que estaba en la peor casa posible? Borja acercaba tazas con distintos caldos, té de canela y miel, artificial pero efectivo; leche caliente y entera, un poco exagerado, a lo mejor podría pedirle que le hiciera un Cola Cao y lo haría; una sopa, de lata, por supuesto, de tomate y alguna hierba borrada de la etiqueta. El móvil empeñado en sonar y sonar y Borja observándola con esos ojos de gato culpable.
– Alfredo, estoy bien, en casa de Eleonora Arrieta -dijo mientras indicaba a Borja que se alejara, no podía hablarle a Alfredo con él delante.
– Es cerca del banco, ¿no? -preguntó Alfredo-. Eres una loca, Patricia, sabías que iba a nevar de esta manera y te has ido de casa. ¿Sabes que puede estar nevando hasta mañana y que no podrás regresar?
– El metro está al lado.
– Van a cortar casi todos los servicios. Es insano lo que has hecho. Estás golpeada, con un brazo roto, mal vestida…
– No estoy mal vestida, las botas abrigan muchísimo.
– Patricia, ¿hasta dónde vas a llegar en esta locura? No abriremos Ovington esta noche, no podemos jugar con la meteorología. No quiero que duermas en otro sitio que no sea en tu casa.
– Tendré que quedarme aquí, Alfredo.
– Iré a buscarte.
– No salgas de casa. Ya es suficiente con que yo esté fuera.
Cuando colgó el teléfono le dolía el brazo, hubiera deseado arrancarse el cabestrillo. Borja regresó de la habitación completamente desnudo y empezaron a amarse sobre el mismo sofá, las ventanas cubiertas de nieve y la luz fluorescente de la nevada protegiendo más que exponiendo su adulterio. Ella podía decirle que sentía vértigo, y él preguntarle por las cartas sin responder. Aunque la nevada colapsara la ciudad y les permitiera estar tiempo juntos, se besaban y penetraban como si quisieran acabar de inmediato. Como si desearan no hacerse preguntas, no pedir explicaciones.
Terminaron antes que la nevada. La ciudad había dejado de existir. Era un cuadrado blanco detrás de la ventana. Patricia era más bella desnuda que vestida, siempre afortunada por algo inaudito en su armoniosa figura. El cabestrillo le impedía adoptar otra postura que no fuera sentada cruzada de brazos o rendida mirando el apabullante blanco que les rodeaba.
– Es bello donde estamos. No lo que hemos hecho -confesó Patricia.
– ¿Me estás despachando?
– No. No tenía previsto encontrarte. A menos que me siguieras, como hiciste la noche del Wolseley.
– No va a ser tan fácil librarse de mí, Patricia. Te has llevado cosas de mi casa. Sabes muy bien de lo que estoy hablando. No cosas materiales, sino algo dentro de mí. Usándome.
– Es lo que me has pedido siempre.
– No me hables como si fuera Alfredo. Yo hice cosas por ti. Te devolví las ganas de estar con alguien, de imaginarte algo distinto que en principio te molestaba.
– Me repugnaba.
– Y bien que te entregaste a eso que te asqueaba.
Patricia no quiso agregar nada más. No estaba de acuerdo, no se había llevado nada. Si acaso destruido un trozo de su alma y algo, a lo más un rasguño, de la suya. Nada más.
– Nunca había hecho con nadie lo que hice contigo. Esa fiereza, esa monstruosidad. Jamás he follado de esa forma con nadie.
– Siento si te he roto algo -dijo ella, evitando la sonrisa porque era ella la que llevaba un cabestrillo. Habló a continuación como si recitara un dictado-: Si quieres el papel que estaba en los platos, lo dejé en la comisaría como motivo desencadenante de la pelea.
Borja abrió mucho sus ojos de estúpido.
– Es mentira -dijo él.
– Compruébalo por ti mismo, la comisaría está cerca de Sloane. Aunque no formalizamos la denuncia se nos abrió un expediente informativo. Estas sociedades son muy cuidadosas con la violencia de género. Dejamos allí ese retazo de papel y algunos de los restos de la vajilla como único material malherido de la circunstancia.
– David me explicó que no tuvo más remedio que chillar como una marica violada para que Alfredo terminara…
– No necesito que me des los detalles, Borja. Si quieres recuperar ese papel, ya sabes dónde está.
– ¿Tú has visto lo que era? -preguntó, y Patricia parpadeó asombrada de su candidez.
– Estaba más ocupada en protegerme y en poner mi brazo en su sitio, Borja.
Borja se cubrió la cara con sus grandes manazas. Patricia observó el reloj titilante en la nevera de la cocina, al fondo. Tanta madera y tanta ventana y al final el salón y la cocina están integrados, el típico apartamento de soltero inversor en la ciudad de los negocios. Por más que pudiera amar a Borja, por su viril estupidez, por el grosor de sus dedos, las dimensiones de su miembro, por ser parte de «la Manada», por más que todo eso se juntara y la descentrara, quería a este hombre porque era un juguete.
– Sabes que nos veremos en la boda de los gays -dijo él. Patricia asintió. El reloj de la cocina daba una hora que no se adjudicaba a la luz que la nieve desplegaba. Volvieron a hacer el amor, volvieron a sorber sopas de vegetales artificiales y volvieron a guardar silencio mientras la madrugada les envolvía, él se quedaba dormido y ella miraba la noche brillante de la ciudad cubierta de nieve. Alfredo siguió llamando al móvil hasta las tres de la madrugada y luego otra vez a las siete, cuando aún medio dormida Patricia aceptó el cuerpo de Borja cubriéndola y su miembro adentrándose en todo lo que no se cansaba de recorrer. Se encendió la radio, Borja era ese tipo de hombre que se despierta con la radio-despertador y escucharon el parte meteorológico y las largas explicaciones de qué rutas estaban abiertas en la ciudad súbitamente aislada del mundo. Borja recorrió su cabello corto con esas manazas y ella estuvo a punto de decirle algo sobre aquel tiempo juntos. Él la miró cautivado, llorando, y también deseando decir algo que prefirió callar.
Luego, cuando recorrió la ciudad en el autobús con ruedas antinieve, rodeada de gente que como ella no había dormido en su casa, sintió que Borja la seguía andando a grandes pasos sobre la espesa nieve. Era verdad, iba siguiéndola, esos ojos tristes, destrozados, diciéndole todo el tiempo que no le olvidara, que la quería, que sabía que no debía, que los dos se habían encontrado para usarse pero que, al igual que el tiempo, el amor los transformó en algo cautivo, una luz sin sentido.
Tras la nieve Londres fue una ciudad efervescente porque sus habitantes, fueran ingleses o no, estaban enloquecidos con el descubrimiento de que la capital volvía a demostrar al mundo su autosuficiencia. Cinco días estuvieron cerrados los aeropuertos de la ciudad, los mismos que las estaciones de tren. Millones de turistas gastaron más dinero en permanecer, otros regresaron a sus países prácticamente a pie. Patricia y Alfredo disfrutaron de una ciudad feliz en su aislamiento. Las vendedoras del mercado de Spitalfields no dejaban de celebrarlo en su inglés atropellado.
– Tenemos carne hasta abril si esto continúa así. Y queso hasta noviembre -bromeaban, era exagerado pero celebraba ese espíritu inglés de que es siempre el resto del mundo quien los necesita.
El Ovington fue una sola fiesta esos días. Los millonarios rusos se empeñaron en guardar sus reservas de vodka en el restaurante, algunas de sus bodegas se habían inundado por mala impermeabilidad descubierta por la nevada. Las borracheras eran fielmente pagadas, miles de libras cada noche, y Patricia brindaba con gritos de Tovarich Carajevich mientras les hablaba de su proyecto de un club privado con la comida de Alfredo y el savoir faire del Ovington. Todos querían firmar y Patricia bromeaba, un tanto bebida, con llamarlo Anastasia, en respuesta al célebre Anabella's de Berkeley Square, que durante décadas había sido el club de referencia en Londres. Anastasia, Anastasia, Anastasia clamaban los rusos, y Patricia ponía algo parecido a una polca en el iPod y bailaban todos sobre las mesas.
En esa tesitura, Lucía Higgins pidió una entrevista a solas con Patricia. Cuando le fue concedida, Patricia escogió un spa de Mayfair donde acudía a realizar sus tratamientos faciales de mujer exitosa en medio de la peor depresión mundial. Higgins parecía nerviosa y apagada. Desempleada.
– Marrero me ha pedido que te exija el papel de la vajilla.
– No es un papel, Lucía.
– Está dispuesto a pagar todo lo que pidas.
– No puedo sacarlo de la comisaría hasta dentro de unos meses. Por ley indica que fue la causa de la reyerta con Alfredo y no un caso de abuso conyugal.
– Te vieron entrar en el banco de Jermyn con Regent el día de la nevada -lanzó Higgins, envejeciendo a medida que expulsaba las palabras.
– ¿Y también avanzar en la nieve hasta casa de Borja? -expuso valiente Patricia.
Higgins sorbió su insípido té de spa de señoras ricas y calló.
– Tengo en mi ordenador esas fotos que siempre temiste que te habían hecho con tu novio negro en aquella casa de campo, Higgins -acotó Patricia con absoluta naturalidad.
– ¡Tú misma dijiste que no existían! -mascó entre dientes, enfurecida, dispuesta a abofetear y gritar para llamar a la policía al mismo tiempo.
– Te enviaré un e-mail con ellas -sugirió Patricia sintiendo que, más que malvada, era una mujer con una precisa capacidad de movimientos. Cuando Higgins consiguiera levantarse de las comodísimas y mullidas butacas de la recepción del spa, Patricia ya estaría sentada en el asiento del taxi.
– Espero verte en la boda, me han dicho que serás la madrina -consiguió escupirle antes de alcanzar la puerta.
La nieve nivelaba todo, los pobres y ricos eran iguales, los judíos y árabes, los maricas y los ambiguos, todos esperando que cediera, que se abrieran aeropuertos, que la ciudad dejara de ser una inmensa lechería y carnicería para volver a ser la de siempre, activa, aglutinadora, sus aeropuertos acercándote cualquier orilla del mundo. El 4 de febrero, vaya, por fin un día cuatro, Patricia y Alfredo llegarían a Valencia. Dos días exactos para la boda. Marrero invitaba a todo, incluyendo su avión privado. Viajaron en silencio en el taxi. Las maletas eran de Goyard, con el célebre tapizado de la firma y las iniciales de sus nombres en gigantes letras de colores. Azul y rojo para la A. R. y rosa y amarillo para la P. V. G. Iban delante de ellos, en posición contraria, como si fueran vigilantes. Patricia estaba vestida como una Barbie de antes de que existiera la Barbie, pensó Alfredo. Vestido de tweed negro y gris, sin medias, y los zapatos cerrados al frente de interminable tacón y plataforma, sin suela roja, o sea, que serían unos Saint Laurent, seguramente todo de segunda mano de esas tiendas escondidas por todo Londres que Patricia se negaba a revelar. Eran sus hallazgos, y realmente parecía el cruce perfecto entre Grace Kelly y Evita Perón, lo más chic de cada una. Un anillo que parecía un mini sombrero de vedette de revista en su mano izquierda, la que sujetaba el cierre del bolso.
De nuevo el aeropuerto civil al norte de Heathrow. De nuevo ese largo trayecto de calles con ferreterías, restaurantes indios, chinos, judíos, hamburgueserías y estudiantes negras y obesas, rubias y medio desnudas, altos caballeros, desvalidos y pálidos, combinando cuadros en los pantalones y rayas en las camisas y americanas. Alfredo vio a un hombre sin un brazo, con un abrigo de mohair verde campiña y zapatos de tacón rojos. Sí, zapatos de mujer, con tacón, y manco. No pudo evitar señalárselo a Patricia, que pareció salir de un pensamiento muy terrible para dirigir su mirada a lo que señalaba el dedo de Alfredo.
Alfredo indicó los zapatos de tacón rojo que se veían perfectamente debajo del pantalón sin color y pierna corta. Patricia se asombró, era «tremendamente insólito». ¿Cómo podía mantener el equilibrio un hombre así?
– Excentricidad británica -dijo Alfredo, y por fin la sonrisa se abrió entre los dos.
De nuevo el avión de Marrero. Pero la decoración había cambiado. Todo era azul bebé, azul cielo. Parecía una habitación infantil. La moqueta tenía un estampado de logos. Alfredo pensó que extrañaba el wengué. Este viaje, Alfredo prefirió no descalzarse.
Patricia entró la primera. Alfredo iba a decir algo sobre el cambio, pero el tercer pasajero ya se adelantaba a besar a su novia:
– ¿Te acuerdas de mí, Patricia? Soy Enrique, el amigo de… la Higgins y el señor Marrero, estuve en el Ovington con…
– Me acuerdo perfectamente -dijo Patricia, y Alfredo ya estaba detrás, con su mano sobre el hombro de ella y esta sujetándola con la mano del anillo Folies Bergère.
– ¡Caramba, de verdad que juntos sois la pera! -exclamó Enrique mostrando esos dientes que parecían llevar manicura-. Me lo había advertido Borja…
Patricia musitó un delicado «Gracias» y entregó a Alfredo la hermética cartera, avanzando muy despacito hacia el asiento que sin dudar eligió. Alfredo vio cómo se arrellanaba en la butaca, como un gato que se mueve despacio en mullidas superficies.
Alfredo y el camarero se reconocieron del viaje anterior. Alfredo aceptó la copa del champagne de nuevo rico y Patricia ordenó un vaso de agua y se unieron al brindis de Enrique y su pulida sonrisa.
– Tenemos que aceptar la modernidad, chicos. Imaginad que a mis cuarenta y tres años me dijeran que existirían otro tipo de matrimonios. Yo en los ochenta tuve muchos amigos gays, incluso me gustaba que me tocaran en el gimnasio y me reía. ¿A quién de nosotros, guapos, no nos ha pasado? -dijo Enrique sujetando la cabeza de un carabinero que los infalibles Bellos habían reconocido del criadero de Siam.
– Alfredo nunca fue al gimnasio. Practicaba los deportes de su barrio, un partido de la liguilla del barrio, correr en la montaña… Nadar también se le da muy bien -informó más que decir, Patricia.
– En la piscina municipal, al lado del Náutico de la Barceloneta -remató Alfredo, inevitablemente tomando la mano de su novia. Enrique calló y miró su blackberry sin mensajes entrantes. Sin ningún aspaviento habían noqueado al interlocutor y ganado el primer round.
– Me gusta mucho que Pedrito haya sentado la cabeza, chicos. Le he tenido siempre un gran cariño. Igual que su padre, que sinceramente se lo tiene. Cuando supo lo de su sexualidad, a la primera persona que llamó fue a mí. «Oye, que pasa esto», y le escuché decirlo de varias maneras, tú sabes, palabras malsonantes y todo eso, pero siempre diciéndome «le quiero, es mi único hijo, coño, que haga lo que quiera», y yo le dije «Marrero, este país es la hostia, coño, la gente está encantada con los… como tu hijo, en este momento, en la tele, en los libros, en la radio». Y coño, sinceramente, cuando hicieron lo de la ley esta, mi esposa me dijo que era el acabose y el anticristo, pero yo llamé a Marrero y el cabrón me dijo, «ya sé por qué me llamas, hijo-puta». Y yo le respondí, «tenemos ley, Marrero, si no se casa Pedrito me divorcio y nos casamos nosotros».
Alfredo y Patricia no destrozaron el carabinero con sus dedos. En América la gente se horrorizaba cuando lo hacían, así que aprendieron a levantar la costra con la hoja superior del cuchillo. Era ridículo, sin duda, pero de alguna manera tenían que seguir marcando la diferencia con Enrique, que fiel a su carácter de troglodita con corbata se empecinaba en convertir el viaje en un tormento.
– David llama a Pedro «mi cachorrito salvaje» -dijo Alfredo en un momento de silencio, y Patricia dejó escapar una carcajada que cayó simpática a Enrique, imitándola de inmediato.
– Marrero ha invitado a todo quisque al evento -se abalanzó Enrique, que de verdad hablaba de más, no podía evitarlo-, o sea, que la lista tira para atrás pero de la impresión salvaje, en serio: el President, todos los del ayuntamiento, media lista del Náutico y también del Palau de les Arts, porque Marrero les ha dado mucha, muchísima pasta. Bueno, yo le he echado una manita, sugiriéndole este sí, este no -dijo, mostrando su móvil-. Aquí está toda la lista, y las confirmaciones. Antes de volar llegaron las de los mierdas de Alicante, que nos están fastidiando todo lo de los Grammy.
– ¿Es cierto que haréis los Grammy en Valencia? -preguntó con exacto tono Alfredo.
– Joder, Alfredo, para la fiesta de prevenía del proyecto tendrías que hacernos algo, tío, no hay nada que impresione más a los gringos que nuestra comida. Bueno, y los horarios, claro. Pero tú cómo te comes que un lío de la hostia como esto de los Grammy, que todo quisque en el planeta, en el planeta, va a saber dónde queda Valencia por estos premios, que son lo más gordo y además latinos, coño, y vienen los de Alicante y dicen que no lo ven para poner dinero…
– Bueno, podría crearse una plataforma privada o algo mixto -continuó Alfredo.
– Los que tienen plata son ellos, Alfredo. Que esto es provincias, coño, aunque lo llamen autonomía. De verdad, como dice Marrero, tanta democracia nos ha llenado de palabras que no sabemos utilizar. -Los miró-. La boda, por ejemplo, en realidad sabéis que no la paga Marrero, ¿no? Joder, como no hay novia, resultó que Pedrito tuvo que poner toda la dote de un golpe. Entonces, su padre lo pensó: una cosa así, un evento informativo, el primer hijo gay de un ricachón de derechas que se casa, hay que hacerlo bien, por todo lo alto. Han invitado famosos, incluso gays famosos. Y joder, es que Marrero es la hostia, le dijo al mismísimo President: esto es noticia, esto sale en los telediarios y esto es promoción para la ciudad. -Volvió a mostrarles el móvil-. Aquí está todo. Los permisos para cerrar las calles alrededor de la casa porque, al no haber iglesia, Marrero quiere que los novios salgan a pasear por la urbanización en una calesa. Cono, el maricón de tu hermano la quería en rosa, al final creo que han optado por un amarillito más cuento de hadas. A ver si se les ocurre ir vestidos de falleras.
– Mi hermano es muy respetuoso con las tradiciones -dijo Alfredo.
– Es una manera de hablar, coño, que para mí y para todos esta boda es como una guinda. -Se rio de su propia ocurrencia-. Para la ciudad y nosotros, los del entorno del gobierno, que, joder, vosotros los de la izquierda siempre nos pintáis como unos carcas hipotecados al Opus y tal, y de repente, coño, la ocasión para demostrar que somos más enrollados de lo que la gente piensa. Es que la izquierda, joder, cómo dominan en los medios, vaya…
Alfredo y Patricia se concentraron en sus platos.
– Joder, no os he ofendido, ¿no? Hablo demasiado, siempre hablé demasiado -dijo Enrique.
– No estamos interesados en saber cómo se ha planificado la boda. La comida es nuestro compromiso, y punto -dijo Alfredo.
– Y será la hostia, la rehostia. Me encanta decir hostia, no hay otra palabra así en el mundo. Y brindo, ole, porque vamos a disfrutar de la comida del maestro Raventós en el evento de su hermano.
– Matrimonio. Se le puede llamar matrimonio -dijo Alfredo mirándole. Estaba claro que Enrique sabía cuándo callarse: no había comentado nada del precio acordado por cada comensal en la fiesta.
– No le digas tal cosa a mi mujer, Alfredo. Las del Opus tienen esas cosas, cuando se empecinan en una cosa es como es y punto. Marrero mismo la ha llamado para que venga y ella que no y que no y que no, pero Marrero ha mandado un cheque bien gordo a una organización de caridad de mi esposa y vendrá, pero a la cena. Comprenderás, es una fan total de tu trabajo, Alfredo.
Alfredo asintió y sonrió media sonrisa exacta, antes de limpiarse los dedos limpios en el bol con limón.
– Realmente son magníficos estos carabineros -dijo Patricia.
– Son los vuestros, ¿no? -atizó Enrique-. Los de Siam y esas cosas. De verdad, sinceramente, le decía a Marrero en Londres en una mariscada, porque sabéis que a Marrero y a mí nos pirran las mariscadas. Siempre estamos, cualquiera que sea la ciudad, mariscada aquí, mariscada allá. La otra noche en Ginebra…
– Magníficas almejas -interrumpió Alfredo.
– La hostia, tío -exclamó Enrique, entrando cada vez más en calor-. Ves, es lo que le decía a mi esposa cuando hablaba de que viajaríamos juntos, porque a ella no le gusta que venga en este avión. No comparte que Marrero sea tan…, tan…
– Hospitalario -sugirió Patricia.
Enrique dio una palmada.
– Sois la hostia, de verdad, sinceramente… ¿Dónde estaba? Cono, sí, lo de Siam. Le dije a Marrero que para qué irse tan lejos cuando los de aquí, de Palamós y todo eso, coño, los ponen en todos los restaurantes del mundo.
– Los de Siam tienen esa característica atigrada que no está mal.
– Pero carajo, donde se ponga algo español…
– Que se quite todo lo demás -dijo Patricia levantando su vaso de vino sin tocar.
Rieron de buena gana. Segundo y tercer round de nuevo ganados por la pareja P. V. G. y A. R.
El mayordomo apareció con el milhojas de frambuesas pequeñitas, el postre favorito de Patricia. Quedaba igual de rico en Nueva York, París, Londres que en una montaña sobre el mar en Vigo o en Edimburgo. El mundo, que es vulgar, se había entregado al fondant de Paquito el repostero, todo ese chocolate desparramándose sobre los platos como si fuera la metáfora del tiempo que ahora era pasado, del derroche, el dispendio, el gastar con el mismo caudal de ese chocolate derretido. En cambio el milhojas era más contenido, más exacto, como el tiempo presente, que te dejaba desnudo en la primera oración. La crema no podía excederse porque impediría que el hojaldre crujiera al contacto con el cubierto y, si alguna fruta se desparramaba, siempre podía recuperarse arrastrándola con el cuchillo. Ese era el tiempo que vivían ahora: postres discretos para modales habilidosos. Alfredo encajó como pudo que sus platos también se sirvieran en el avión de Marrero y le ofreció un cóctel a Enrique.
– Joder, tío, fueron tus inicios, todos esos sitios míticos de Barcelona, el Henry's, el Speakeasy y el Dry Martini en Aribau…
– Pequeñito y empresa familiar, sus dueños eran muy amigos de mi padre -comentó Alfredo, acercando el manhattan que había preparado en un instante. Enrique lo sorbió.
– Inglaterra te está enseñando mucho de sus medidas, tío. Este es el cóctel más light que he bebido nunca.
– Acabamos de comer, no podemos aterrizar pedos, como dirías tú -sentenció Alfredo.
– Es que lo digo una y otra vez, sois perfectos, coño. ¿No os hartáis de tanta perfección? No, claro, seguro que no, es lo que queremos todos, ¿no? Ir la hostia a todos sitios, impecables, perfumados, que la gente se vuelva y diga, coño, el tío es de puta madre, con su pinta y tal. -Iba hablando peor a medida que sorbía el cóctel. Alfredo no desdibujaba su sonrisa en todo el tiempo, y Enrique intentaba seguir el ritmo de otro sonido electrónico que expulsaba el iPod y Patricia se le acercaba para convertir el pasillo del avión privado en una cómoda, divina, discoteca aérea. Enrique le sonreía y conseguía mover un brazo más o menos a tono con el latido de la música. Se mareaba, regresó a su silla y bobamente sonriendo sorbió otro poco del cóctel.
– Coño, sube de la hostia, ¿no le habrás echado nada raro, tío? -preguntó a Alfredo.
– Los licores en este avión engañan bastante -respondió Alfredo.
– Coño, tío, no me hagas nada raro, ¿no? Que yo no soy Borja, ¡hostia! Por favor…
– Ve al baño, a lo mejor te hace falta, ya sabes cómo es beber estando aquí arriba -sugirió Patricia, realmente obsequiosa. Necesitaban quedarse a solas.
– Habla demasiado -dijo Patricia.
– Quiero que le hagas daño a Borja -dijo Alfredo.
Patricia no movió un pelo. Le pareció increíble escuchar a Alfredo hablar de esa manera, pero casi de la misma forma entendió que ese era el principio de una nueva etapa en su relación. Alfredo decidía abandonar para siempre su carácter de persona que intentaba entender a los demás, o de persona empecinada en ser siempre el último inocente.
– Tú sabes cómo, Patricia. Quiero que lo hagas y entonces entenderé lo que me has hecho a mí -concluyó Alfredo.
Enrique volvió muy deteriorado del lavabo. Se sujetaba en las esquinas de las butacas. Patricia encendió de nuevo el iPod. Sonaba Lily Allen, Patricia estaba colgada de ella. Enrique miraba a Patricia con ganas de saltarle encima y follarla crudamente, pero el alcohol le sujetaba al asiento mejor que el cinturón de seguridad. La voz de Lily Allen, en esa canción en particular, era garita y cebra, un mamífero llamativo lleno de ganas de posesión y deslizantes curvas, y Patricia interpretaba explícitamente cada palabra, cada acorde y cada quiebro de la voz de la Allen y su delicado y rebelde acento de londinense post años noventa. Enrique intentaba soltarse el cinturón y Patricia, divina, casi volando sobre sus gestos y puntillas, venía a ayudarle, acercándose y separándose al ritmo de la canción, desistiendo en el último momento de desabrocharle del todo el cinturón. Porque la canción se lo impedía, porque la felina coreografía lo impedía. Enrique se daba cuenta de que no podría detenerles. Alfredo sostenía la sonrisa y la mirada recorriendo el fardo en que se convertía el hombre de Marrero. Saboreando el baile de su novia, el inquebrantable erotismo de su oferta y negación, una detrás de la otra y él allí, apuestamente observando, esperando el momento de unirse y masticar como una patita de pollo de menú de carretera al pobre Enrique.
Alfredo se unió al fin al baile de su novia completamente afeminado, imitando exageradamente los gestos, deslizando la sonrisa Alfredo a medida que Enrique se adentraba en el estupor e intentaba decirles algo. Alfredo quebraba la cintura y sujetaba la de Patricia, se besaban y separaban siguiendo la letra y la voz del nuevo ídolo. El ritmo de la canción era un remedo de alguna canción de aires bohemios de los años veinte, pero con una letra sobre las vicisitudes de una chica enamorada de un hombre casado. «My hero in disguise», decía la Allen, y Alfredo y Patricia seguían riéndose, y en la sonrisa diciéndose que pensaban lo mismo: ¿Cómo se traduce in disguise al castellano? ¿Un héroe disfrazado? ¿Un héroe camuflado? ¿Un héroe como ellos mismos que oculta su monstruosidad y la convierte en un instante como este, en un avión privado, disfrutando de un iPod de puta madre, como diría la víctima rendida al estupefaciente en el asiento?
Subieron aún más la música y echaron la cortina que les separaba de la tripulación. El mayordomo pensaría que lo lógico estaría sucediendo, sus tres pasajeros borrachos entregándose a las fantasías de los que vuelan en privado.
En realidad, Patricia ponía un dedo en el cuello del dormidísimo Enrique y daba su copa a Alfredo, que la vaciaba en el pequeño fregadero del mueble-bar. La blackberry continuaba encerrada en el puño del dormido. Patricia miró la ventanilla, entraban en España. El dormido Enrique cayó en un sueño más profundo y abrió su puño. Patricia tomó tranquilamente su dispositivo. Pulsó el sobrecito de mensajes. Allí estaba, perfectamente escrito: «Gerardo Moura», el nombre de la última personalidad de Marrero. Pulsó otra vez. Se abrieron infinidad de mensajes. «Estoy con los Profesionales en tu avión», decía uno. «Patricia es puta porque él claramente es maricón», leía en otro, y Patricia lo sustituyó rápidamente por el siguiente para que Alfredo no lo viera.
– No puedes enviarte un mensaje porque lo sabrá. Ni borrar nada, porque seguro que los tienen intervenidos -dijo Alfredo.
– Haremos una llamada perdida a ese crítico de cocina amigo tuyo en El País.
– Estás loca, ¿para qué? Es un buen hombre, siempre nos da cinco estrellas.
– Hará circular este mensaje de los Grammy Latinos. «Los Grammy Latinos tienen que ser en Valencia y necesitamos convencer a cabrones del ayuntamiento e hijos de puta de la Generalitat. Los maricones americanos no tienen paciencia y pueden ponerlos donde mejor les unten» -leyó Patricia.
– A lo mejor tiene otro con los ganadores de este año ya seleccionados -dijo Alfredo.
– Lo enviaré por bluetooth. Pobre bluetooth, se quedó antiguo cuando todavía era moderno -sentenció Patricia.
Extrajo su móvil del bolso. Lo colocó justo enfrente del de Enrique. Alfredo pensó en el Mago Merlín de sus aventuras favoritas de niño. Y se imaginó a Patricia como una Morgana insaciable pero eficaz. Y a él mismo…
– Ya está -dijo Patricia ofreciéndole el aparato-. Reenvíatelo. Y el tuyo envíaselo al crítico de cocina de El País. Escribe en el texto que es un asunto gordo y que tenemos algo más que enviaremos esta tarde por correo ordinario.
– Enviado -dijo Alfredo. De inmediato borró el mensaje del listado de enviados-. ¡Qué fácil es, Patricia! Ser uno de ellos, un pillo… Comprendo que estés enganchada.
Patricia hizo lo mismo en el suyo, eliminar incómodas huellas, aunque la frase de Alfredo lacerara bastante. Observó bien el móvil de Enrique, vio que el dibujito de bluetooth activado era más visible de lo que esperaba. Lo desactivó. Y entonces buscó el número de Borja en la agenda del teléfono. Había varios, pero solo uno decía «Borja Gratis»; vaya, el sobrenombre de Alfredo había calado hondo.
– ¿Qué vas a hacer? -Alfredo parecía retroceder en su deseo, pero ya era muy tarde, Patricia había tomado una decisión.
– «Tienen la factura, la han encontrado. Es solo una cena, tío, no pueden demostrar nada porque hayamos cenado en Albuquerque, ¿no? Joder, demasiados vinos. ¡Ellos han hecho una foto!» ¿Te parece bien? -preguntó Patricia antes de escribir nada.
– No, no pongas eso, es demasiado evidente, querían saber quiénes son «ellos» -esgrimió Alfredo-. Además puedes equivocarte de Borja.
– Solo él es Mr. Gratis.
Alfredo iba a tomar una servilleta, pero prefirió coger los propios dedos del dormido Enrique con la servilleta.
– Díctame tú la frase, quiero que sea algo tuyo, no mío -ordenó, mientras apretaba los dedos del dormido en el teclado.
– Hay que adjuntar la foto primero.
– Pero cómo va saberlo si no la ha recibido.
– La ha recibido, yo me encargué de enviarla antes.
– ¿Desde qué móvil?, no te he visto hablar con ninguno.
– Antes -dijo Patricia con severidad y cara austríaca.
– ¿El día de la nevada? -preguntó Alfredo adoptando la misma severidad y rostro.
– Tomé una foto de la factura antes de depositarla en el banco. Les he dicho a ellos, a Higgins y compañía, que la habíamos dejado como prueba de que no éramos violencia conyugal en la comisaría de Sloane Square. Ahora buscamos la foto que Borja debió de enviarle después de que yo se la enviara desde el móvil de Eleonora Arrieta.
– Ella no los conoce -dijo Alfredo.
– Alfredo, si me pides explicaciones quiero dártelas todas.
– ¿Borja estará implicado?
Patricia asintió. La foto que esperaban se materializó en la pantalla del móvil. Los dedos de Enrique continuaban inertes. Alfredo los tomó y pulsó el símbolo de pegar. El mensaje tenía ahora la foto adjuntada.
«Vaya fiestón. Me gusta el vino, más si lo pagan estos provincianos. Tendrán sus Grammy. Nosotros los contratos», dictó Patricia, Alfredo escribió con los dedos del dormido. La frase, más o menos parecida, Patricia recordaba haberla visto en el móvil de Borja mientras él dormía la noche de la nevada.
– ¿Estás segura de lo que haces? -Alfredo no podía dejar de asombrarse ante el arrojo de Patricia.
– Tienen los móviles intervenidos, les investigan por lo de los Grammy. Aun así, ellos se jactan de poder decir y escribirse lo que quieran, Alfredo. Nosotros solo estamos agregando un poquitín más de fuego a la mascletá. Tú lo has dicho, se hace cada vez más sencillo.
Alfredo tomó el móvil y también los dedos de Enrique.
«Es una pena que hable demasiado, Borja», les hizo escribir. Patricia, siempre con servilleta, tomó otros dedos de Enrique, de la mano izquierda, y pulsó «Envío». Dejó caer la mano y, como última jugada, colocó el móvil como si se lo hubiera tragado el asiento contiguo. Cuando Enrique lograra despertar, deseando sobriedad, no lo vería a primera vista.
El avión comenzaba a descender y veían al fondo los arrozales en el Delta del Ebro bañados por esa luz naranja de España. El Mediterráneo muy azul y poco a poco las casas pintadas de colores de los barrios cercanos a la costa. Apagaron el iPod y recibieron al mayordomo con una sonrisa cansada y un gesto de resacón precoz en sus rostros, que a su vez les respondió con otro gesto de desprecio por viajar con pasajeros como ellos en un avión sobresaturado de azul.
– ¿Puedes prometerme algo, Alfredo? -dijo Patricia, de nuevo instalados en el coche con chófer que los llevaría hacia el hotel.
– ¿Puedes tú? -respondió él.
– Nunca más hablaremos de mis errores.
– ¿A cambio de amor eterno? -preguntó él.
Patricia le miró, radiante, excitada, se adentraban en la jugada maestra juntos.
– A cambio de amor eterno.
Marrero apareció en el luminoso salón de su casa en las afueras de la ciudad vestido de color naranja. Una camisa blanca, de cuellos altos y almidonados, con un jersey de cashmere en el naranja característico de una firma francesa. El pantalón era de un tono acaramelado, bien sujeto alrededor de la voluminosa barriga por un cinturón igual que el jersey con la prominente «H» brillante y dorada. Los zapatos eran de ante, casi naranja, por supuesto, y sin calcetines. Patricia revisó la fecha en su reloj, 4 de febrero, y claro, Valencia era así, podías estar a pleno mediodía como si estuvieras en la República Dominicana a dieciséis grados sin aire acondicionado. Y naranja, como las paredes de Madame Jo Jos.
– Mis amigos, «los Infalibles», en Valencia -sentenciaba Marrero-. ¿Habéis visto cómo mandé cambiaros el día, hartos de tanta lluvia en ese Londres de mierda? Aquí está todo el sol de España.
– Ya lo dice Julio Iglesias: «Cada mañana en Europa, un europeo recuerda que en España siempre hace sol.» -Alfredo aprendía deprisa. Patricia se quedó mirando la nuca de Marrero, que preparaba unos camparis con zumo de naranja, bebida de verano perfecta para Valencia en finales de invierno. Le pareció, de entrada, que la nuca era más fina, como de un hombre más joven, y que había más pelo en la cabeza. No podía dejar de mirar fascinada a esa cabeza que conocía desde muchos ángulos y deformaciones. Las orejas se habían hecho más grandes, alargadas, como de gnomo. Oirían incluso lo que no se dice.
Marrero los condujo a través de dos, tres inmensos salones. Todos tenían música ambiental y flores blancas muy pequeñitas, Patricia las reconoció de tela, su abuela hacía lo mismo cuando recibía visitas y no era día de cambio de flores. ¿Sería una cuestión de mala suerte aterrizar en la casa de la persona que más desprecias y necesitas en el día en que no se cambian las flores? Había cuadros de impresionismo catalán junto con Tàpies y Chillidas que Marrero compraba a pares, supuestamente siguiendo un criterio cronológico. Patricia pensó que cierto tipo de pintores contemporáneos tienen esa habilidad para la obra prolífica que se magnifica cuando se hacen importantes y entonces cada cuadro es una forma sencilla, aunque afanosa, de abultar cuentas corrientes. Alfredo observaba cada paso que daba ella, como si quisiera que en cualquier momento repitieran el bailecito de Lily Allen.
David y Pedro se entretenían besándose y revisando un número del Vanity Fair español, ambos en camiseta, Pedrito con mejor musculatura que David, que ya estaba rojo, como sus pantalones de estilo Boston-encuentra-Marbella disfrutando un verano precoz. Un camarero a quien Pedrito dio un golpecito en la pierna apareció con champagne y zumo de naranja, igual que hacen en la aerolínea española antes de despegar. Se besaron, David con cierta complicidad rara dedicada a Patricia. Ella aspiró su perfume, que era igual, cómplice y raro. De ácido dulce.
– Venga, muchachones, explicadle al hermanísimo cómo queréis la fiesta.
– Boda, papá -recordó Pedrito.
– Llena de famosos -dijo David mirando a su hermano.
– Tenemos que invitar al Vanity Fair. Seguro que les encantará, un tema como el nuestro, una familia súper de derechas de Valencia que acepta una boda como la nuestra y es más, la convierte en el evento social de la década en la ciudad -dijo con una velocidad inaudita Pedrito, el que nunca hablaba-. En serio, cono, desde ayer solo tengo una palabra en la cabeza: Vanity Fair, Vanity Fair y Vanity Fair.
– Son dos palabras -corrigió Patricia.
– Y famosos -agregó Alfredo.
– Quiero a todo el mundo. Los políticos los pone papá, y esos vendrán todos, pero son aburridísimos. Famosos de la tele. Me encantarían todos los presentadores guapos, los gays y los que no. David dijo que Boris Izaguirre quiere venir.
– Pide seis mil euros -informó Marrero.
– Dáselos, papá -sentenció David en vez de Pedro.
Los chicos se fueron, cogiéndose cada uno por los glúteos y dando saltitos.
– Tu hermano David se ha operado el culo con el doctor Piñón en Costa Rica -dijo Marrero.
– Pensaba que era en Panamá -corrigió Patricia.
– No. Le descubrieron recetando no sé qué droga prohibida en Estados Unidos y ha cambiado de frontera centroamericana -contestó él, colocando una hebra de cabello hacia atrás para enseñar sus nuevas orejas agigantadas.
– Van a pasar muchas cosas este fin de semana -prosiguió Marrero-, una de ellas muy feliz, no tanto como la boda, claro. Sino que aprovecharé para anunciar que, a partir de ahora, con todos mis hijos casados, renunciaré a todas las personas que he sido y regresaré a ser Pedro Marrero, el pobre alicantino que vino a esta ciudad con una mano delante…
– Y dos detrás -dijo de pronto Alfredo.
Marrero rio.
– Me parece que Enrique no pudo explicaros bien todo lo de los Grammy…, ¿no? Dice que empezasteis a bailar y por un momento pensó que los dos ibais a zampároslo sin miramientos.
– No me salen los camparis como a ti, Marrero…
– Ya. Bueno, me da igual si ahora os gusta hacer tríos, como la gente que va a la tele y lo cuenta. Vaya si ha cambiado este país, desde luego. Pero a lo que iba, vamos a traer los Grammy Latinos a esta mierda de ciudad.
Parecía que las orejas se movían solas; así como en otras operaciones los ojos y los labios iban a su propio ritmo, las inmensas orejas tenían ahora una musicalidad y la palabra Grammy ciertamente las excitaba.
– Oye, un poquito de emoción… -les instó Marrero.
– A lo mejor somos un poco más de los MTV -se justificó Alfredo.
– Pues hazte de los Grammy, tío, que es la onda y mira que te quiero contratar para todos los caterings que nos pidan.
– Perfecta razón para engordar facturas -dijo Patricia.
– Lo hemos hecho otras veces, ¿o no? -zanjó Marrero-. Por favor, ¿todavía estáis en ese dilema de si hacemos lo correcto o no? El dinero se acabó, en menos de dos años no habrá un puto ayuntamiento de este país contratando nada. Estos Grammy son la oportunidad para salir por la puerta grande. Y tapar nuestros agujeros…
– No tenemos deudas -dijo Alfredo.
Patricia carraspeó un poco más. El buen clima siempre le afectaba la garganta. Le molestaba seguir viendo y sabiendo de antemano todo lo que les sucedería. Y comprobar que Alfredo no terminaba de comprender la medida, la hondura de eso en lo que estaban metidos. Era clarísimo para ella, Marrero quería comprar, sobornar a cualquier precio, todavía a más gente, ahora un ayuntamiento, mañana, si no lo había hecho ayer, un gobierno para que, si saltaba el escándalo, el ruido de uno permitiera tapar el grito de otros.
Marrero había mandado construir una carpa para la boda de su hijo gay. Naranja, por supuesto, lo que en realidad ofrecía una luz muy bonita, cálida, como la llamó David cogido de la cintura de su futuro marido mientras una decena de operarios disponían las mesas cuadradas (siempre todo era cuadrado con Marrero) y dejaban sobre cada una de ellas los manteles y los altísimos protectores de cristal tallado dentro de los cuales irían las velas con distintos olores de la tierra valenciana: naranja, jazmín, limón, un deje de arcilla y mar. Pedro los había diseñado y una amiga los había fabricado con vistas a comercializarlos después de que la boda se convirtiese en el comentario del todo Valencia. Quería llamarlos «Protectores del amor encendido».
Alfredo no tenía claro si hacía ensalada de langosta o repetía el milhojas de bogavante que tanto gustó a Marrero aquella noche en el Ovington. Le repateaba la idea de repetir ese menú, fue la noche en que el padre del novio le enseñó su precio a Alfredo, el precio con el que le estaba comprando, el precio con el que para siempre le apartaba de ser el cocinero creativo y entregado a la defensa de su arte, su talento, para convertirse en uno más de una extensísima red de ventas y alquileres de almas, recuerdos y deseos. Y negocios.
Pero era un buen menú para una boda, gay o lo que fuera. Langosta o bogavante, crustáceos glamour, podría llamarlos. Y pato. Y chocolate. ¿Cómo iba a servir lechuga en pleno febrero, por más Valencia que fuera, por más gay y delirante que fuera la fiesta? No se puede abrir un menú con una ensalada en pleno febrero. Será el milhojas de bogavante, la última concesión al monstruo de Marrero.
Pero qué hacer con las langostas, allí vivas, moviendo las tenazas con tanta fuerza como para romper las gomas que las sujetaban. Un tartar sería un espectáculo, pero no podía triturarlas como la carne; el milhojas en realidad era una variante de esta posibilidad. Servirlas en rodajas creando una fuente interminable, la fuente de langostas que todo el mundo comente cuando la boda sea pretérito. No habría tantas, aunque pudiera pedirlas. ¡Un bisque de langostas frescas! Que abra el espectáculo, los camareros entrando en fila, levantando las tapas de las cazuelas y el vapor del caldo desplegando su olor y sabor. Atinadísimo. ¿Que siguiera después más bogavante? Hombre, era una boda gay, en Valencia, en la casa de Marrero, qué más daba la redundancia si todo era exageración. Solo faltaba un guiño a los Grammy Latinos, una condición no tan disimulada de Marrero. En el fondant de chocolate, al esparcirse sobre el plato, recorrería un dibujo hecho con azúcar granulada que leería Grammy en el plato. No, algo mejor, la tarta en sí que fuera en forma de Grammy. Una vez vio uno en casa de un músico español donde servía una cena. Un gramófono varias veces repetido, que serían los pisos de la tarta. Ocho Grammy, como los que ganó Alicia Keys, por ejemplo.
Patricia convenció a Marrero de que eran mejor mesas redondas a escasas horas de la boda. Y las sillas con espaldares redondos «como la mítica silla Dior», había exigido. Las cuadradas se reutilizarían en las terrazas donde se ubicarían los distintos bares, uno de ellos destinado a preparar los cócteles favoritos de Alfredo con él presente. Marrero recibió la noticia del cambio de mesas con un resoplido, varios gritos de «maricones de mierda, por qué no van y se casan en un bar de ambiente y dejáis de darme a mí por culo que no me ha gustado nunca», pero terminó reconociendo que el efecto final era, en sus palabras, «de una preciosura acojonante, coño, ninguna novia tendría una carpa igual en Valencia ni en otro rincón de España». Patricia fingió sentirse incómoda en recibir el título de decoradora, pero había realizado un escenario inolvidable. El tono de mantilla dorada que desprendía la inmensa araña en el centro hacía juego con el naranja de la carpa y era como un Sorolla en tercera dimensión. El titilar de las velas desprendiendo olores y reflejando sus llamas en los cristales de los protectores que los cubrían; el brillo de la cubertería por estrenar (una parte de ella destinada a ser el regalo de algún socio de Marrero a los novios); la impolutez de la vajilla, los bajoplatos de oro viejo, las servilletas blancas almidonadas hasta donde era posible y anudadas con una cinta de tela dorada para las señoras, naranja como el jersey de Marrero para los caballeros. En los centros de mesa figuritas de porcelana, otro guiño a la idiosincrasia valenciana. Y los faldones de los manteles reproduciendo imágenes de los viajes de los novios en un alarde de tecnología.
La luz era tan naranja que las cicatrices de las múltiples operaciones de Marrero se notaban como fideos que bailan en el agua hirviendo.
– Sería realmente una muestra de valor y amistad que el impresentable del President viniera a la puta boda gay de mi hijo y el maricón de tu hermano -comenzó-. Todo el mundo termina traicionándote, Alfredo y Patricia, no lo olvidéis nunca. Mírame la cara, sé que ves unas cicatrices espantosas, y capas de maquillaje, al final voy a terminar siendo más maricón que mi hijo. Miradme, miradme bien, yo solo he ayudado. Es verdad que no nací millonario, igual que tú, Alfredo. Pero en este mundo de machos, tú y yo, sobre todo yo, tuvimos que pelear cada céntimo y acumularlos para comprar a otros y ver crecer nuestras vidas. Eso es lo único que he hecho, usar el dinero para ayudar a otros. Ayudar a ser un tiburón de las finanzas a unos cuantos en esta parte del mundo -se atragantó, lloró al toser, continuó-. Demasiado mar, demasiada comida, demasiada vergüenza por estar debajo de los catalanes y su imperialismo y este Levante malencarado y chapucero.
– Nunca imaginé que te oiría hablar así, Marrero -interrumpió Patricia.
– Dicen que los padres se ponen sensibleros en las bodas de sus hijas. No voy a ser menos. Intento explicarme y reconozco que este tramo final me supera. Me veo en el espejo, para afeitarme y no cortarme, y me pregunto qué coño hago aquí si puedo ser tantas personas en al menos tres esquinas del planeta. A lo mejor porque quiero hacer algo bueno. -Los miró, Patricia intentaba no mover un músculo y Alfredo solo podía mirarlo con desprecio.
– Tu perfecta ingeniería financiera, Patricia, tiene un problema. Si yo caigo, el estrépito será ruidoso, más que una falla. Pasarán muchos años, muchos, antes de que puedas acceder a esas cuentas sin que te impliques y termines acompañándome a la cárcel.
– No irás a la cárcel -dijo Patricia.
– Patricia, no sigas haciéndole el juego, basta ya -intervino Alfredo.
– Déjala, Alfredo. Su plan es perfecto. Patricia es brillante, al tenernos en la cárcel no te molestaremos ni perseguiremos, ni mucho menos te partiremos en dos una noche cualquiera que Alfredo no esté en Londres. Pero costará mucho el demostrar que hicimos algo malo. Comprar y sobornar durante muchos años tiene esa recompensa, querida, por eso lo hacemos. Es la más segura de las inversiones. Al principio todo el mundo, sobre todo el público, cargará y cargará contra nosotros. Pero luego se cansarán. Una noticia jamás dura más de una semana.
– Imaginaba que tú preferirías ser esa excepción -matizó Patricia.
Una camarera interrumpió para informar de que los fotógrafos necesitaban ocupar sus puestos en la puerta para la llegada de invitados. Uno de ellos ya estaba allí. Marrero fingió sobriedad para asumir su rol de anfitrión en la boda. Colocó su brazo para que Patricia le rodease. Esperó con ese rostro pétreo de cicatrices traicioneras, asumiendo cualquier tiempo que Patricia necesitara para rodearle. O, dado que era la boda gay de su hijo, lo hiciese Alfredo.
Patricia se acomodó a su lado.
– Sabes que no sé tanto para robar -afirmó.
– Si llevas todo el dinero a cuentas vírgenes, el empleado más estúpido tendrá que reportarlo -le dijo Marrero como si quisiera ayudarla. Patricia miraba al fotógrafo ajustando su objetivo.
– Tienes que mover el dinero de una cuenta a otra, todos los días hasta que mueras. Lo sabes, ¿no? -siguió Marrero. Patricia no dijo nada.
– No te quedes siempre en el mismo continente. China está muy bien, es casi tan corrupta como nosotros. Pero tienes que moverte. Península Arábiga, fábricas de pilas para móviles… Cuando te canses del norte, vete al sur. Cuando te canses del sur, de vuelta al norte. Y evita Grecia y Argentina. Recuerda, cada cuenta es una empresa. Repítelo: cada cuenta es una empresa.
Patricia decidió mirarle a los ojos.
– Pensaré en ti mientras me pudra en la cárcel -concluyó Marrero.
– No irás a la cárcel -repitió Alfredo, tan seria su voz, tan determinada su mirada que Marrero perdió el ritmo de sus pasos-. Irás a un sitio mucho peor -sentenció, inmediatamente después del flash.
Entraban invitados, ninguno parecía ser el President.
– Sé que aún no estamos todos -empezó a hablar Marrero desde un peldaño de la interminable escalera-, y que los novios, porque así les vamos a llamar toda la noche, los novios, uno de ellos mi hijo predilecto, están allí arriba esperando para hacer su entrada triunfal. Yo no me eduqué para entender cosas como esta. A mí me enseñaron a cazar, otear y disparar. Montar a caballo y saber distinguir cuál de las mujeres era la mejor para ser la madre de tus hijos y cuál… para otros menesteres. Pero Dios me ha dado un hijo diferente. Y ahora los socialistas me dejan tener otro… ¡político!
Las risotadas de los presentes se mezclaban con comentarios altisonantes. Marrero hizo subir a Patricia el escalón. Ella aceptó, sin dejar de mirar a Alfredo.
– A mí me habría encantado que mi nuera fuera esta belleza de mujer. Por dentro y por fuera. Una mujer de su época, amante y trabajadora…
Patricia sonrió y meció su pelo corto como si aun fuera melena.
– Pero por las cosas de esta puta modernidad mi nuera auténtica es un caballero, todavía más bello que esta preciosidad -señalaba a Alfredo y las señoras del Palau le lanzaban miraditas cariñosas y Alfredo pudo ver entrar a Borja, a Enrique, a la Higgins y al negro.
– El bellísimo Alfredo, coño, el que todos creíamos que el maricón era él y no su hermano que será mi nuero -culminó Marrero agitando mucho los brazos y recibiendo una ovación que mezclaba a la perfección el espíritu de la boda: estupefacción, repulsión y ganas de circo.
Alfredo recordó la primera ocasión que sintió fascinación por una escalera. Tendría catorce años y en el Méliès de la calle Villarroel, en Barcelona, proyectaban Encadenados. Hitchcock en estado puro. Ingrid Bergman es obligada a casarse con un ex nazi refugiado en Río de Janeiro y quien le dirige a hacerlo es su verdadero enamorado, Cary Grant. El nazi vive junto a su madre, más temible que él, en un palacio en las afueras de la ciudad tropical. Grant convence a Bergman para que su marido ofrezca una fiesta para presentarla en sociedad. Grant acudirá para investigar y recoger pruebas que demuestren las actividades ilícitas del nazi en la ciudad que le acoge. Y allí sucede el célebre plano en contrapicado de Hitchcock, como un águila que desciende desde lo alto de la escalera de la mansión, rozando sus curvas, deslizándose en la suavidad de su mármol negro como una serpiente que se enrosca alrededor del cuello de sus víctimas. El plano se desliza por esa escalera hasta alcanzar a Bergman, como Alfredo en la boda de su hermano, al pie de la escalera y escondiendo en sus manos la llave de acceso a la bodega donde el nazi esconde todos sus secretos. Es una película de 1946 y la perfección cinematográfica es inmortal. La tensión en la escalera, el secreto en las manos, la puerta abriéndose para recibir invitados y cerrándose para avivar la expectación hasta que al fin entra Grant, el héroe oscuro, el hombre que activará todos los peligros. La escalera, otra vez, la escalera es la única que sabe todas las claves, que soporta la pisada de todos los implicados y permanece intacta entre las ruinas que bailan en su memoria para devolverle la escena completa y percatarse de que su vida ha terminado por parecerse a esa escena.
– Alfredo -sintió la voz ronca y rota. Y el olor a Agua Brava de su infancia y los primeros días de julio camino de Llavaneras. Era su padre, Alfredo Raventós, el mejor fabricante de salchichas de la alta Barcelona.
– Te ves asustado, hijo -continuó el padre viendo pasar las bandejas con espigadas copas de champagne.
– ¿Te imaginabas que David fuera a casarse de esta manera?
– No. Pero no podía faltarle. Realmente se está llenando de gente rarísima. ¿Quiénes son esos vestidos con fracs blancos como si fueran una orquesta de algún musical?
– Los testigos de David y Pedro.
– Pero la ceremonia es solo civil.
– Sí, pero David y Pedro van a entrar con los acordes de «El amor de mi vida», de Julio Iglesias.
– Dios mío -musitó el padre. Los testigos que había señalado se cogían por las cinturas, parecían un conjunto, un boyband latino avanzando en los treintaytantos. Pelos engominados, algunos con pendientes, otros vistiendo la chaqueta del frac pero vaqueros blancos ultra ceñidos y hermoso paquete y culos caribeños. Generaban ruido, movían las manos, se empezaban a besar entre ellos y corrían como locos en grupo cada vez que entraba una de sus estrellas, fuera el gay de la tele, la alcaldesa de la ciudad, el director de la televisión autonómica, el pequeño y vociferante relaciones públicas del Náutico y el Palau de les Arts, la soprano finlandesa contratada para cantar L'elisir d'amore, la cantante pop que les dedicaría un mini concierto a los novios después de los postres y el mito erótico de las películas del destape acompañada de su nuevo novio polaco, ex stripteaser. Estaban también los hermanos Casas, mister Petazetas (Alfredo decidió que el pastel tendría forma de Grammy, pero en su interior tendría chocolat fondant con Petazetas) y el sommelier del restaurante del Innombrable, que se había ofrecido a corregir la lista de vinos de Marrero para la boda. Todos decían que el President se presentaría de manera imprevista, fuera de todo protocolo, pasada la cena, previendo evitar la ceremonia que su partido no aprobaba de ninguna manera por haberse apropiado de la palabra «matrimonio» cuando oficializaba una relación donde no existían madres. Todos iban reuniéndose en el bajo de la escalera, rodeados de los Tàpies más grandes que puedan existir y una marina, más bien un naufragio, de Sorolla. Hablaban, reían, esperaban que alguien les sorprendiera todavía más al abrirse la puerta. Una Preysler, por ejemplo, una Penélope, un Bardem, Kim Basinger o Kylie Minogue.
– ¿Crees que para esto cambiamos el país? -le preguntó su padre a Alfredo.
Alfredo quiso levantar sus hombros y dar por respondida la pregunta, pero no pudo. Aprovechó para verlo, más pequeño que él, igual de delgado y conservados algunos de sus músculos, el maxilar, los hombros, las manos fuertes, los ojos penetrantes y las piernas duras, un aire de dignidad propia del pobre en la casa del millonario.
– A lo mejor es mi culpa que David quiera casarse de esta manera, creyendo que al fin me supera en algo -dijo Alfredo.
– Él no necesita compararse contigo. Nadie necesita compararse con nadie, es siempre un error -afirmó el padre.
– España como país se vio obligada a hacerlo con el resto de Europa en los últimos años para crecer, papá. No queríamos ser Portugal, ni Grecia. Queríamos ser más Alemania que Alemania.
– Y nos hemos convertido en esto. Por compararnos. Ya ves, me estás dando la razón -continuó el padre.
– Yo en cambio quisiera ser como tú -dijo Alfredo, evitando las lágrimas que le afloraban. De verdad lo sentía; estaba tan lejos de su padre, siempre lo había estado, pero todo el tiempo hizo lo que él hacía: cocinar, encontrar una rutina cómoda y placentera, levantarse, preparar las comidas, sentarse a ver el deleite en otros, crear algo sencillo para cenar, volver a admirar el goce en los demás, limpiar, cerrar, irse con Patricia caminando a casa, comentando tonterías de los clientes, amarse, dormir, vuelta a empezar.
– No, Alfredo, tú lo que quieres es esto. Gente, trajes, la novia más bella y excitante del mundo. Peligros y venenos, y cenas y brindis. Como tu madre.
– Ella se volvió loca -dijo Alfredo con una voz extraña, adolorida, seca.
– Porque se dio cuenta de que no iba a conseguirlo -se desahogó el padre-. Por eso te golpeaba, Alfredo. Porque sabía que tú sí ibas a hacerlo. No hablemos de mis esposas. Ninguna está entre nosotros para defenderse. Ni ellas ni yo supimos ser mejores padres.
Alfredo sintió la rabia crecerle, las ganas de agredir al padre con aquella fuerza incontrolable de su madre en Barcelona. Igual que Marrero mostrándole su precio, su padre le decía que no estaba solo rodeado de personas corrompidas, sino que era ya uno de ellos.
La fiesta empezaba a crecer como el ansiado evento social, la boda «distinta» que terminaría por celebrar un estilo de vida, siempre dispuesto a más, ganar más, mostrar más, vivir más. La escalera se hacía más grande, más larga, más infinita. Marrero parecía un remedo de Mr. Memory, el mago que oculta secretos de contraespionaje en Los 39 escalones de Hitchcock. Si Mr. Memory era un sofisticado inglés de frac, Marrero confundía el chaqué y el frac en su atuendo. No quería ir todo de negro, «coño, porque si es una boda diferente para qué me voy a disfrazar como si casara a una hija cuando lo que caso es a mi hijo maricón», pero tampoco quería renunciar a ponerse un chaleco con colores, «por la misma razón, si voy a casar a mi hijo maricón, quiero llevar una mariconada y quiero que sea naranja como el resto de las cosas. Era el color de la suerte de Frank Sinatra, coño. Y los Grammy Latinos en Valencia también serán naranjas, porque las naranjas y Valencia son la misma cosa y así se lo hemos vendido a esos maricones de Las Vegas y de los putos Grammy Latinos». El frac era negro y bastante pingüino, excesivas hombreras, teniendo en cuenta que Marrero era un hombre corpulento. Pantalón gris pizarra y zapatos de charol (un error garrafal a la hora de vestir un chaqué, pero de rigor cuando se trata de un frac). El «mariconeo» resplandecía al llegar al chaleco, de piqué blanco, abultando la corpulencia, con un ribete naranja en las solapas, en las tapas de los bolsillos y en el forro de los botones. En el bolsillo superior del chaqué un pañuelo naranja fue al principio un detallito de color; a medida que se sucedían los saludos y se acercaba el momento de la boda el pañuelo brotaba como una llama que le recordó a Alfredo el símbolo de la Shell.
Una melodía barroca, en vez de Julio Iglesias, anunciaba la llegada de los novios ante sus invitados. Entendió qué música era, se la había mostrado Patricia en el avión que les trajo a Londres: La coronación de Popea. Miró hacia ella, hacia Patricia, al otro lado de la escalera, al lado de Marrero, como si fuera la nueva madre joven del novio. Lo sabía, iba a pasar, en la noche de las verdades esa sería la oportunidad en que les vería juntos, igual que pasó con Borja en el Ovington, y lo entendiera todo y no podría hacer nada.
Los novios aparecieron ante el ensordecedor aplauso y gritos de vivan los novios, viva la libertad y viva Valencia divina.
La jueza (iba a casarlos la alcaldesa, que a última hora «recordó» un bautizo familiar coincidente, en horas, no en estilo, con la boda gay) hizo una larga reflexión sobre dos robles en un inmenso parque, metáforas de David y Pedro, disfrutando del mismo sol y las mismas inclemencias del tiempo. Alfredo miró hacia Patricia, ahora al lado de una mujer robusta, de mayor edad, el pelo muy negro. Manuela, su hermana. La Familia Addams se ampliaba considerablemente. La jueza estaba leyendo un poema de Khalil Gibran sobre otros árboles metafóricos, Alfredo se estremeció, desconfiaba absolutamente de los lectores de Khalil Gibran, así como citar ideas de Deepak Chopra. David introdujo el anillo de diamantes muy brillantes en el dedo de Pedro y este repitió el gesto sonriendo con sus dientes más brillantes que los diamantes. El aplauso fue atronador, con silbidos, patadas contra el suelo y cañonazos expulsados por criados vestidos con uniformes naranjas en el jardín. El presentador venezolano fue invitado a subir a un atril para anunciar el regalo de la falla de la cual Marrero era Presidente. Luego entraron las veinticuatro falleras que acompañarían a la fallera de honor el próximo 17 de febrero, inaugurando la temporada de fiestas. Izaguirre anunciaba las falleras una a una, con sus larguísimos nombres. Desfilaron envueltas en trajes de colores apabullantes, intrincadas flores, zarzas, enredaderas de jarrón chino bordados en las sedas que apretaban sus cuerpos. Se colocaron alrededor de los novios, siempre rodeados de esos gritos de libertad y visca Valencia. Alfredo tenía que volver a la cocina, pero no podía separarse de esa imagen, las veinticuatro mujeres cubiertas de vibrantes bordados, los peinados de laberíntica creación, alrededor de David y Pedro.
Patricia esperaba en la cocina, junto a Manuela, probando los langostinos tigre que colocaban en las bandejas del aperitivo.
– Parece mentira que estemos así, juntas.
– ¿Has hecho todo esto con la cuenta de la empresa puntocom?
– Un poco sí, otro poco no -prefirió responder Patricia.
– ¿Vas a venderla, a hacer una red social? -insistió Manuela-. Qué putada no haberlo pensado hace diez años. ¿Te imaginas que hubiéramos inventado Facebook?
– Al final otros se adelantaron con mi reconocedor de canciones en lugares públicos -confesó Patricia.
– Entonces, ¿eso tampoco es la fuente de ingresos?
– La gente todavía quiere pagar precios altos por una comida de Alfredo -dijo Patricia.
– Pero eso no es lo que quería él.
– Manuela, no nos trates como sociatas, que tampoco lo somos. Recibimos a todo el mundo en nuestros restaurantes.
– Ya lo puedo ver, sí.
Estallaron en una carcajada, Patricia la aprovechó para abrazarse a su hermana. Siempre que lo hacía tenía la sensación de que sería por última vez. Se separaron, aliviadas, y ella fue hacia su bolso. Manuela abrió de inmediato el sobre que le entregaba Patricia.
– Son títulos de una empresa que necesito que dirijas. No tienes que hacer mucho, solo aceptar lo que viene escrito. Puedes mirar sus acciones crecer desde el ordenador de tu casa.
– ¿Un fondo de inversiones para ayudas en países en vías de desarrollo? ¿Vas a insistir con lo mismo?
– Esta vez es mucho más fácil, Manuela. Esta vez el altruismo y la tecnología tienen un sentido.
Alfredo entró en la cocina, era momento de iniciar el baile de la cena.
Alfredo la vio mayor, veía a todo el mundo mayor en la boda de su hermano.
– Patricia me cuenta que la cena será como una coreografía -continuó Manuela-. Estás guapísimo, perdona que te lo diga delante de mi hermana, pero no puedo evitarlo.
– Gracias, Manuela. Yo también te veo muy bien.
– Avejentada. Los niños, que ustedes no tienen, son así de devoradores.
– Si tuviéramos niños no podríamos ser Alfredo y Patricia -dijo Patricia supervisando las bandejas antes de entregarlas a los camareros. Manuela iba a tomar otro langostino y Alfredo le dio un toque en la mano y retiró la bandeja.
– Las madres no deben comer marisco rojo. Incrementa su libido y puede traer problemas -le dijo. Manuela se atragantó con un resto de cáscara en su boca y se vio obligada a introducirse los dedos para extraerlo. Alfredo y Patricia se pusieron muy juntos delante de ella. Cuando alguien menos bello, aunque sea familia, se ve obligado a afearse todavía más, los bellos gustan de contemplarlo juntos. Como vampiros que ven sangre gotear, buitres que esperan a la oveja desnucarse u ovejas que ven la hierba crecer.
– Le he dicho a Patricia que me equivoqué de plano acerca de Londres. Es un éxito y estoy segura de que no parará de crecer.
Gracias, dijeron los dos. El resto de cáscara se empeñaba en pegarse al paladar, Manuela tuvo que toser dos veces, Patricia le acercó un vaso de agua y Alfredo sujetó una copa de champagne para luego.
– Me ponéis nerviosa, coño, tanta perfección en torno a mí -dijo Manuela, entrecortada.
– Le he explicado que visitaré a la abuela en Edimburgo y que me quedaré unos días para arreglar con ella algunos problemas que tiene en sus cuentas -dijo Patricia con precisión, como si informara a Alfredo de que había puesto a Manuela al corriente de sus actividades. No de todas ellas, pero ciertamente de las que había considerado necesarias.
– Ah -dijo Alfredo, muy británico. Manuela tosió y al fin expulso la cáscara, esta cayó al suelo y Alfredo la apartó con el zapato.
– Esta fiesta es toda ella el anticristo -dijo Manuela, sin pensarlo, como casi todas las cosas que decía o hacía delante de «Los Infalibles…»
Los camareros empezaban a alinearse con las bandejas, entrarían en la carpa con todos sentados y las tazas de consomé de la vajilla rusa humeantes por el bisque de langosta. Manuela se quedó absorta viendo el proceso, Alfredo y Patricia examinándoles como si fueran un ejército de gusto. Escuchaban cada vez más gente en la carpa, crecía el calor, Anna Domino sonaba por los altavoces «Los escogidos». «El placer de los escogidos reside en algo muy delgado y el lugar de aquellos escogidos está en la seguridad de los demás.» Patricia terminó de pasar revista. La canción alcanzó un clímax y repitió el estribillo, «El placer de los escogidos reside en…», y salieron los camareros en dos columnas, el humo del bisque convirtiendo las bandejas en piras exóticas, el olor del plato deslizándose entre los murmullos y luego aplausos, siempre aplausos, de los invitados. Veinte camareros por cada columna, cuarenta mesas de ocho personas cada una. Habían ensayado el servicio mucho, pero nunca se sabe cuánto es suficiente. Cada camarero serviría cuatro sopas en una mesa y se giraría para servir otras cuatro en la mesa de al lado. Señoras primero, hombres después, claro. Muñecos que repartían felicidad a izquierda y derecha. El movimiento fascinaba, el aplauso continuaba y en menos de diez minutos la carpa era un agitar de humos, cucharas golpeando lozas y señoras sujetando largos pendientes para evitar que entraran en el caldo. Al fondo, las puertas de la cocina todavía abiertas para recibir el repliegue de las columnas de camareros, y Patricia y Alfredo recibían su parte de aplausos perfectamente abrazados.
Las columnas salieron otras seis veces. Una para recoger las sopas y otra para servir el primer entrante, el hojaldre de bogavante que tanto había gustado a Marrero en el Ovington. Otra para servir el pato, otra para recogerlo, y finalmente para introducir la tarta de novios, con el fastuoso Grammy de chocolat fondant con Petazetas. La sala fue un eco, un oh ansioso, extenuado y revigorizado. Viva Valencia se oyó, un rugido, Marrero se llevó una mano al corazón, David y Pedro se fundieron en un beso eterno y el conjunto de testigos vestidos de frac blanco levantó una inmensa foto de David y Pedro en mini bañadores y pareos tomada el verano anterior. Los novios fueron hacia la tarta devorados por los flashes de todo tipo de cámara, digital, predigital, profesional, de cronista o de móvil. Marrero consiguió que el padre de Alfredo y David estuviera a su lado, y lo abrazó, llevándose la atención de los artilugios hacia ellos. Marrero hacía gestos hacia alguien, Alfredo tardó en entender que eran por él. Quería que hablara, ya tenía el micrófono en la mano. Alfredo solo podía mirar hacia los flashes, buscando a Patricia, sintiendo el Agua Brava de su padre muy cerca, recordándole el paseo hasta Llavaneras en el Citroën Tiburón (el Citroën Tiburón, la única cosa bella de su infancia, ¿por qué no la recordaba más veces?). Miró a Manuela, masticando algo, su cara cubierta de las marcas de una vida sin privilegios. Vio a Enrique y a su esposa teñida, asustados pero sonriéndole. Le pareció ver a uno de los chinos que gritaban números, en libras o yenes delante de los peces monstruo de la Isla Prima.
– Alfredo Raventós es el mejor cocinero de su generación. Ha sacado tiempo mientras prepara el que será el mejor libro de cocina europea en el mundo para estar aquí.
Y es el hermano del novio -bramaba Marrero, apretando el micrófono en los dedos de Alfredo.
Pensó, mientras miraba todos los ojos dirigiéndose hacia él, que les diría la verdad. Que empezaría hablándoles de la ausencia de Robin en la nueva vida de Batman. Les relataría el viaje de regreso junto a Marrero hacia Nueva York, cómo le había dicho que David y Pedro eran seropositivos y que todo lo que hacía por ellos partía de una desastrosa compasión. Les diría que estuvieron en la Isla Prima y que ingeniaron un sistema por el cual todo lo que comieran preparado por él se trataba en realidad de una maquinaria para lavar y generar más dinero. Que asistió a la subasta de monstruos marinos y vio reflejados en sus ojos su propio precio como persona. Que sabía, sin poder constatarlo, más allá de la obsesión, de los celos, del miedo mismo, que su amada Patricia se había acostado con Marrero en algún sitio, en algún año, y que desde entonces, más que un cornudo, era el imbécil que deseaba quitarse la venda, darse cuenta de que así como caían economías en el mundo entero, estaba destruyéndose este estilo de vida que vanagloriaban con la boda de su hermano y el hijo del hombre que más detestaba. Quería decirles que la ira contra Patricia le había permitido descubrir un documento que a muchos de los presentes comprometía y que tenerlo les hacía sentirse invisibles. Por eso habían drogado al más tonto de ellos, sí, tu Enrique, ahí en la mesa donde iba a sentarse el President. Y también a Borja, el fardo oloroso de perfume caro y anticuado, riéndole malos chistes y peores cotilleos a la Higgins. Quería decirles que al final nadie ganaba y todos perdían. Él ya no era el talento rompedor, sino el pirata complaciente, uno más de ellos, engañado por su único amor, atrapado por seguir a su lado, corrupto e indefenso a nuevas miserias, una escalera inversa donde él caía y caía sin poder detenerse.
– Soy cocinero por mi padre, que está hoy entre nosotros, que convirtió una salchichería en un lugar donde dos chiquillos de edades distintas se asomaron a Barcelona, a su gente y luego a la idea de que con mucho esfuerzo, muchas ganas de aprender, podíamos cambiar el mundo, a través del sabor, de la curiosidad por mezclarlos y descubrir nuevos o aprehender otros en culturas distintas, países que no pueden jamás compararse entre sí, de la misma manera que un sabor recuerda a otro o incluso a una persona, un olor, un amor, otro sentido. Eso es lo que he querido ofrecerles hoy, sabores que explican a David, mi hermano, y Pedro, su verdadero amor. Que me explican a mí y espero también a todos vosotros.
Devolvió el micrófono a Marrero, que no dudó un instante en abrazarle. Alfredo volvió a albergar aquel momento de sueño en que podía fundirse con los ojos cerrados en el cuerpo de su novia, de Patricia, pero lo que entonces sintió fue que su cuerpo era el de Patricia siendo abrazada por ese cúmulo de piel y órganos viles palpitando debajo de las cicatrices y el olor a mueble viejo pero bien mantenido de Marrero. Lo mismo sentiría Patricia, imaginó. Encerrada en esos brazos olorosos a ungüentos y quirófanos pretéritos, dejándose sujetar para no recordar, para no entregarse más.
Le despertó de esa sensación el sonido de unos globos disparándose. Más arriba del inmenso chandelier, en efecto, dos grandes bolsas hechas con la misma tela de la carpa estallaban sobre los asistentes y descargaban papelillos violeta. Solo que a medida que caían sobre los invitados no eran papelillos sino billetes de quinientos euros. Una lluvia de dinero sobrevolándoles como si fueran mujeres suspendidas en un sueño, una plaga de langostas atacando una tienda de millonarios cazadores, pájaros tropicales recorriendo la llanura al amanecer. Billetes, billetes y el ruido de los presentes recogiéndolos con sus dedos, con sus dientes, con la punta de aquellos tenedores, aplaudiendo otra vez, gritando cosas incomprensibles, apartando las sillas para arrojarse al suelo y recogerlos. «Son de verdad, dios mío, Marrero, te has pasado un huevo», gritaban algunos. La Higgins se los ponía en el escote y reía estruendosamente. El negro los envolvía como si fueran a aspirar una raya, el conjunto de testigos se besaban entre ellos con seis, diez de ellos agarrados en las manos. Marrero sonreía complacido y diciendo cosas en el micrófono.
– Gracias, gracias a todos por apoyarme desinteresadamente en modernizar nuestra Valencia. La boda de mi hijo, las copas de vela y mañana, sí, mañana la confirmación de que los Grammy, mis queridos Grammy Latinos, serán aquí, en nuestra amada capital.
Volvió ese atronador aplauso, los billetes todavía cayendo, algunos quedándose escondidos, refugiados quizás en los pliegues de las esquinas de la carpa naranja. Un pequeño grupito de tres, seis billetes revoloteando como con temor de caer al suelo y prefiriendo disfrutar de un último instante de libertad antes de quedar encerrados en los gruesos dedos de cualquiera de los invitados.
Escucharon otro estallido. Y esta vez era pólvora, los fuegos artificiales.
Dorados, azules y verde esmeralda, según los había pedido Pedrito en honor al manto de la Virgen de los Desamparados, uniendo su día con la efeméride de los contrayentes. Alfredo escuchó una dama de las del Palau fruncir el ceño. «No está bien, no hay derecho de mezclar una cosa con la otra.» Un hombre con sotana apareció entre los novios y les entregó solemnemente un librito, mientras Marrero, al otro extremo de la mesa nupcial, intentaba llegar a tiempo para darle el micrófono al cura y que las palabras que compartía con los novios fueran escuchadas por todos. Era realmente demasiado, pensó Alfredo: los fuegos, los billetes, la coincidencia con la Virgen de los Desamparados, Marrero devenido en presentador histérico. El cura insistió en negarse hasta que Marrero sujetó la nuca del hombre y aproximó sus orejas hacia sus labios.
– Aunque… -empezó Marrero a repetir lo que el cura le decía-, no se trata de interrumpir unos fuegos tan bonitos, roguemos porque la luz que ahora despliegan para nuestro goce y diversión sirva también de guía, aunque sea en el recuerdo, para la felicidad de estos dos buenos católicos que son Pedro y David.
La audiencia, los cuatrocientos invitados, se quedaron como si acabaran de ver pasar un difunto. Un instante, escuchándose solo el crepitar de los fuegos y los bum de sus explosiones. Un instante de quietud, silencio absoluto hasta que Pedrito tomó el micrófono de manos del cura.
– Amén, padre confesor.
Y entonces sí, sobrevino el atronador aplauso que todo pontificaba.
Una orquesta empezaba a marcar los compases de un medley introductorio para la actuación de la estrella pop invitada. Alfredo sintió el brazo de Patricia rodeándole. No oyó lo que le decía, ni leyó sus labios tan cerca. La besó, profundamente, sintiendo el sabor de los primeros besos, el recuerdo de un viaje inesperado a Vigo, introduciéndose en el agua helada mientras ella se aferraba a él y seguían besándose y él miraba hacia las montañas y las Cíes por una vez disipadas de toda niebla, farallones unidos por una kilométrica playa de arena absolutamente blanca.
Abrió los ojos porque Patricia se separaba de él señalándole hacia la mesa de los novios donde se reunían, como si fueran bailarinas de un cabaret, el conjunto de testigos siguiendo una coreografía loca, divertida, y un algo patética al ritmo de la canción. Otra vez Lily Allen con «Fuck you», el tema de moda en las discotecas gays de Londres. «Mira dentro en esa pequeña, muy pequeña, mentecita tuya. Tú has dicho que no es ok ser gay sino más diabólico. Jódete, sí, jódete muy, muy mucho, solo quieres ser como tu padre y lo que buscas es aprobación. Jódete, jódete, muy mucho, porque odiamos lo que haces.» Lo bailaban delante de los novios como si fueran ex bailarinas de un Bolshoi travestí, moviendo las cabecitas como si fueran muñecas a punto de partirse. «No es la fiesta del año, es la fiesta del ano», como empezó a exclamar Borja sin moverse de su habitual espatarrez en su mesa rodeado de todo el elenco valenciano del Ovington. Y Boris Izaguirre llevándose la mano al bolsillo del pantalón donde tendría su paga por su asistencia.
Marrero les miraba rodeado de invitados estrujando billetes de quinientos euros. De pronto todo su semblante cambió, un caballero le enseñaba un documento, y luego una placa de la policía. Lo mismo sucedía en la mesa de Borja y Enrique. Higgins no tuvo tiempo de reaccionar, un corpulento oficial la apartaba de su negro. Otro varón, igualmente corpulento, arrancó la conexión del sistema de sonido…
– Brigada Anticorrupción -vociferó un tercer varón muy trajeado, parecía más bien un escolta de Marrero-. El operativo está a punto de finalizar. Los interrumpiremos un momento y luego podrán continuar la fiesta sin algunos invitados, que nos acompañarán a iniciar las investigaciones.
Marrero intentó zafarse del hombre con la placa y el documento y avanzar hacia la puerta principal, pero entre la escalera y esta se encontraban media docena de oficiales armados.
– ¿Sabes qué tipo de boda estáis infringiendo? -gritó una señora, a su lado una mujer lloraba desconsolada, proclamando su inocencia, hasta que un caballero la hizo callar y aceptar el traslado hacia los automóviles policiales.
– ¿Esto es democracia? Si Marrero es ejemplar, cono, que está casando a un hijo gay. Hay que tener cojones para esto. Y también para lo vuestro -gritaban varios invitados.
– ¿Es que acaso un empresario no puede traer libremente los Grammy Latinos a su ciudad? Si es para el bien de todos los valencianos…
– Miles de empleos -argumentaba una invitada, ofreciendo un trozo de la tarta-Grammy a los oficiales.
Alfredo sintió el brazo de Patricia. Estaba allí, los ojos muy abiertos, las manos muy tranquilas y el cerebro maquinando a toda velocidad. Borja y Enrique les miraron con desprecio, bien sujetos por unos policías que parecían clones. Borja aprovechó para sonreír con todos sus dientes al pasar cerca de Patricia. Y al cerrar la boca para intentar decir algo, desistió, seguramente porque sabía que Alfredo leía los labios. Se abrió la inmensa reja de seguridad de la casa, un fatídico error de los seguratas. Al deslizarse la puerta eléctrica y de hierro, los fotógrafos de la puerta dispararon todos sus flashes sobre el grupo detenido. Marrero intentó zafarse de sus policías para coger el pañuelo naranja y cubrirse la cara, y lo que consiguió fue verse mal sujetado pero con todo el boato de su chaqué-frac expuesto. Borja corrió igual suerte, perseguido por los flashes y fotógrafos, mostrando su hilera de dientes y la palabra que entonces sí dedicó a Patricia congelada en sus dientes. «Úsame» o «te quiero», vendrían muchos días para poder analizarla. Enrique, Higgins y el presidente de la televisión autonómica fueron más rápidos y se lanzaron en plancha al interior de los coches policiales.
Como en todas las fiestas, algunas cosas prolongaban su mecánico quehacer. Los fuegos artificiales continuaban estallando, Pedro y David bailaban abrazados una de las canciones de la cantante pop con voz entrecortada, el conjunto de testigos se pasaban frasquitos repletos de cocaína y hacían chistes con los billetes morados. Y aquellos que aún no se habían desprendido del techo, terminaron por caer, encima de invitados arrodillados implorando una gracia de la Virgen de los Desamparados bien para los ausentes, bien para los presentes.
Alfredo miró hacia las falleras. Continuaban sentadas en perfecta colocación. Miraban sin expresión. El director, coreógrafo o regidor, también había marchado en el grupo de detenidos.
Patricia recordaba.
En la boda, en un momento aparte con su hermana Manuela, había pedido que la dejara hablar con grandma Graziella.
– No quiere saber nada de ti, desde la última vez que la llamaste asesina. -Recordaba a su hermana habiéndole con esa voz que siempre era un recuerdo. En el avión que la transportó de Nueva York a Londres, ya estaba ahí, recordándole cosas estúpidas pero de innegable significado: «No me hables como si fuera un ser inferior, Patricia.» Sí, la consideraba no inferior, un escalón debajo de inferior.
– Siempre utilizas a la gente, Patricia. No cambias, no cejas en ese empeño -le decía en la boda.
– Fue hace más de veinte años, Manuela, cuando grandma me pidió que jamás volviera a verla -recordó Patricia que respondió.
– No, fue hace veinte años -insistió Manuela.
Manuela mantuvo su actitud todo lo que pudo hasta que Patricia le recordó lo poco adecuada que había sido su ausencia en los últimos días de vida de su madre.
– No puedes decir eso -recordaba esa voz metálica.
– Tú no estabas cuando pedía ayuda y más morfina y se olvidaba de quién era yo.
– Porque no quería verte, no quería que estuvieras tú.
– Pues era la que estaba. Tú habías preferido quedarte en tu luna de miel.
– Iba a darle nietos -clamó desesperada Manuela.
– Llama a grandma ahora o te arrepentirás de lo que digas a continuación.
Manuela llamó. Le temblaban las manos y el labio inferior, así la recordaba siempre, así la recordaba ahora dejando Valencia atrás. Asustada, entregada, doblegada por su hermana menor.
Esperaron juntas, recordó Patricia en el coche. El ruido de los platos entrando y saliendo de la cocina, ellas dos allí, fingiendo que miraban la febril actividad. Patricia escuchó el sonido de la voz inmortal de la nonagenaria grandma Graziella. Cogió el móvil de su hermana. Habló. Fin del recuerdo.
En el aeropuerto les esperaba un pequeño caos, reporteros, gente moviéndose a cámara lenta, miradas que parecían señalarles. Ellos iban a lo suyo, protegidos por azafatas de la línea alquilada. Escuchaban murmuraciones. «Es él, el guapísimo chef que estuvo en lo de Nueva York.» «Es él y ella, tienen un restaurante en Londres.» Entraron en el salón vip, completamente naranja y marrón, como el interior de aquel avión que les trajo desde Nueva York a Londres. Los empleados de chaquetas rojas agrupados delante del televisor. Marrero, Higgins, Borja y Enrique desfilando delante de los flashes a la salida de la boda. Y la voz estridente de la narradora de noticias del canal nacional. «Una escandalosa trama corrupta que puede afectar el gobierno autonómico.» Patricia fue hacia el baño, necesitaba verse la cara. Todo seguía igual, la boca carnosa, la piel mórbida, la mirada asombrada, el pelo corto y en su sitio. No esperaba más, hasta que la imagen pidió que se quedara otro segundo. El vestuario, tendría que cambiarlo. No podía seguir siendo tan a la moda. Tenía que aferrarse a un estilo, un estilo concreto definitivo. Era un mensaje. Toda santa tiene un hábito.
Como si nada, estaban en el Ovington, los fieles recibiendo a Alfredo con un aplauso y largos abrazos. A ella parecían recelarla más, como si la hubieran descubierto. Mantuvo inalterable la sonrisa y dejó pasar un tiempo harto prudencial antes de encerrarse en el despacho a bucear en el ordenador. Así había comenzado todo, poniendo las canciones del iPod y en realidad estudiando complicadas plantillas de ingeniería financiera. El olor de Borja la sobresaltó, como si estuviera allí, detrás de ella, en vez de en vinas dependencias policiales en Valencia. Encendió el aparato, agradeció con un suspiro su sonido tranquilizador e introdujo todos los códigos. Fueron aceptados. Tenía el control.
Empezó a agitar cuentas, como preparando un cóctel. O moviendo de arriba abajo un reloj de arena. De Panamá a Hong Kong, de Uruguay a Aruba, de Macao a Trinidad. Ejercicio, la coreografía rutinaria del dinero cruzando fronteras sin protección. «Cuando te canses del sur, vete al norte. Cada cuenta es una empresa. Cada empresa es una cuento», las palabras de Marrero, ¿quería ayudarla o seguir usándola? Alfredo seguía cocinando y atendiendo entrevistas; cada vez menos españoles acudían al restaurante, venían en cambio más indios, que podían mantenerse gracias a la libra devaluada, y brasileños y chinos. Patricia anotaba sus facciones, el nombre y si realmente pudiera los números de sus tarjetas de crédito. Les miraba desde los cristales de la cocina y pensaba que esas facciones, mujeres de largas y perfumadas melenas, configuraban un nuevo orden mundial. Un nuevo ejército de ricos gastadores. Mientras ellos, los europeos, dejaban de salir a cenar y gastar en lujos, venían estos nuevos americanos, amazónicos con sangre germana y los hacedores de robots de plástico, esos chinos de Dior y Prada de tamaño liliputiense, a hacerse con todo. «Cuando te hartes del sur, regresa al norte.» Ve hacia países que jamás imaginaste que te interesarían. Ponlo todo allí, piensa en los alimentos de la Isla Prima: langostinos chinos, osos hormigueros brasileños, larvas de gusanos en Angola, hongos nucleares en Irán, caracoles de mares infestados de piratas. Patricia seguía sintiendo el olor de Borja cada vez que se sentaba delante del ordenador y pulsaba las teclas que organizaban y reestructuraban su infinito imperio financiero. Lo olía, tan fuerte, tan brillante y tan necesario y usado, Borja, el amante invisible, incapaz de hacerle romper su amor por Alfredo y sin embargo siguiéndola bajo la nieve ya derretida.
Los desayunos empezaban siempre igual en Cadogan Gardens. Alfredo desnudo sorbiendo la taza de café cada vez más negro, nada de azúcar, ella volcando el agua caliente sobre los copos de avena que convertían sus tripas en cañerías deseosas de librarse de toda suciedad.
– Dicen que el escándalo afectará al President de la Comunidad -dijo Patricia.
– Tardarán años en establecer todo el mapa de corrupciones. Creen que les servirá de mucho ese trozo de papel de la factura que escondían en los platos.
– Es una prueba definitiva.
– Ninguna prueba lo es, Patricia. Si te requisan tu ordenador, ¿encontrarían algo?
– No -reconoció ella agregando rodajas de kiwi al compuesto de avena cruda bajo agua hirviendo.
– Lo irán retardando hasta que la gente recuerde solo un escándalo más.
Patricia sintió el cruel sabor de su desayuno. Era como una analogía espantosa de su propia vida: había cambiado la juventud y la consecución de sueños por controlar una pirámide de escándalos y subidones económicos de la misma manera que había dejado atrás las noches locas por estos desayunos que limpiaban su interior y dejaban intacta su cabeza entregada a la perversión.
– Lo dices para desmoralizarme, Alfredo. Marrero y ellos estarán en la cárcel mucho tiempo.
– Y tú podrás hacer lo que se te antoje -terminó él la frase.
– Quisiera crear un Ovington más grande. Más ambicioso. Una especie de club para todos los que jamás hemos tenido un club -dio por respuesta.
– ¿Para eso has hecho todo lo que has hecho, Patricia? -respondió él, avanzando hacia el baño y desfilando su preciosa carrocería por los ventanales del piso.
– Necesitamos poner el dinero, una parte de las cuentas que ahora manejamos, en un sitio. Necesitamos gastar, Alfredo, para no levantar sospechas.
– Esa es tu vida de ahora en adelante: escondiendo dinero continuamente. ¿Por qué no me pides que instale un restaurante en esta casa? Es una buena idea, lo dejamos caer a esos rusos y árabes que siempre quieren un poco más en el Ovington. Oye, venga, vayamos a nuestra casa, tenemos de todo. De todo y a lo mejor mi mujer y yo les dejamos jugar con nuestros cuerpos -explotó Alfredo-. Ese puede ser tu club.
Patricia también se desnudó. Alfredo nunca podía evitar excitarse al verla. Ella tampoco. Iban a besarse, a morderse, allí delante de los ventanales, el desayuno resbalando por sus gargantas, las ganas de hacerse daño convirtiéndose en espasmódicas caricias, la penetración en una sucesión de golpes y pequeñas imágenes en la cabeza de los dos. Un tren que avanzaba hacia la oscuridad del túnel y al salir un hombre misterioso mirándoles y sonriéndoles donde antes no había nadie. Antes de que el rostro apareciera, abrían los ojos y gemían y volvían a besarse y cada uno seguía pensando. Patricia en que todo iba a ser siempre así: violencia, amor, recapitulaciones y regaños soltados a la cara sin misericordia, y Alfredo aceptando, aceptando que Patricia ya no era parte de una monstruosidad, le había dejado solo y se había convertido ella en el único verdadero monstruo de los dos.
Marzo, abril y mayo fueron como un animal que se desplaza lentamente sobre la pantalla del ordenador. Las noticias de España se mantenían pegadas en el escándalo de Marrero y sus secuaces. A veces el famoso papel encontrado en los platos del Ovington recuperaba protagonismo y entonces Alfredo y Patricia accedieron a una entrevista con el periódico de mayor tirada y explicaron sin dobleces su relación con el prisionero y reconocieron que el pastel de bodas era un Grammy gigante de chocolat fondant con Petazetas. «Mi rol en la vida es cocinar fantasías. Ahora mismo ofrezco en el Ovington una anchoa rellena de aceitunas, la idea opuesta a la aceituna rellena de anchoas», subrayó Alfredo, su lección bien aprendida: cualquiera que fuera la razón para otorgar una entrevista, debía hablar de él, del Ovington y de alguna receta que llamara la atención. Volver a estar asociados a un escándalo revivió la clientela del local. A la debacle financiera de Londres y Nueva York se sumaba ahora el resquebrajamiento de la social-democracia en España. El 9 de mayo, el Presidente del Gobierno socialista anunció el final de la era del bienestar. En Ovington esa noche llegaban indios, brasileños, chinos, sudafricanos y rusos convocados por una organización, la llamada BRICES, deseosa de captar inversores, y la unión de esos países empezaría a marcar el orden mundial.
En el Ovington, Patricia miraba el nuevo mundo anunciarse, disfrutando de nuevos platos, vinos de siempre, la imperecedera sensación de que el lujo resiste a todo. Cuando salía a dar una vuelta en la pausa entre el horario de comida y la cena veía la ciudad luchando duramente por no parecer deprimida. Miraba a madres de su edad recoger los niños en la escuela con un gesto tenso en sus manos. Observaba universitarias regresar al metro con rostro de no haber conseguido nada un día más. Estudiaba a las dependientas en las tiendas para cerciorarse de que jamás, jamás, se vería como ellas, matando horas sin clientes, mirando hacia la calle también vacía, las que alguna vez compraron prendas que jamás vestirían, pulsando sus móviles negros con las yemas amarillas de sus manos nerviosas.
En esos meses, Patricia se dedicó a peinar Londres en busca de un local que hospedara su proyecto lúdico. Alfredo la acompañaba en bicicleta antes de internarse en Ovington. Stanley Hill entre Holland Park y Notting Hill les fascinaba pero, estrictamente residencial. Hacia Chelsea, Elizabeth Street, saturado. En Mount Street y Berkeley Square, ya estaban todos los clubes privados de la ciudad. Alfredo impuso su criterio: un callejón, un edificio con escalera, entre Soho y la National Portrait, bueno, incluso entre Leicester y Covent Carden. Allí estaba, casi esperándoles, el número 6 de Brydges Street, lleno de habitaciones y con una escalera principal.
Patricia necesitaba cambiar otra vez, adquirir un vestuario que la identificara. Como a una reina el papel moneda, a una actriz un rol, requería un aspecto para esta parte de la aventura. Se detuvo en un escaparate de una tienda de antigüedades sin fecha evidente, en Shoreditch High Street.
Le llamó la atención una imitación de la butaca de cuero marrón de Eames. Y de repente vio el recorte azulón, como si un bote de tinta se empeñara en desdibujarse. Wallis Simpson y el Duque de Windsor, la insólita pareja que cautivó los corazones de la generación de entre los treinta y sesenta del siglo pasado. Él abdicó al trono de Inglaterra para casarse con ella, dos veces divorciada, y americana. No era una mujer cualquiera: nacida en Baltimore, en la parte pobre de una familia que rozó la riqueza, la criaron con prendas heredadas, dicen que atravesó un entrenamiento erótico-festivo en los mejores burdeles de la China colonial y apareció en Londres, igual que Patricia, de la mano de un hombre complaciente para enamorar al príncipe de una generación. Como pareja, los Duques tontearon con Hitler, porque este les había prometido que de expandir su proyecto en Europa les devolvería al trono británico. Su abuela Graziella, claro, siempre se vistió como Wallis Simpson. Parecían la misma, su abuela quizá más exótica. Bastante más, en realidad. Pero eso era lo que tenía que hacer, rectificar la distancia entre ellas, enfrentar miedos sordos, ir hasta Edimburgo, pedirle toda la colección de Dior, Fath, Balenciagas originales y con ellos convertirse en una nueva Wallis rubia, pelo corto para el 2009. Patricia escudriñó la fotografía. Podría entrar en la tienda, adquirirla entera y tener la foto con ella. Lo hizo, entrar al menos, ver que buena parte de esa desordenada colección de muebles podría servirle para algo, decorar al fin ese sitio medio club medio burdel. Se quedaron de piedra cuando pidió un importe «wholesale» por todo el contenido. Tan solo diez mil libras y un poco de cambio que, Patricia sonrió, tenía exacto. Siempre tenía cambio exacto.
25 de junio de 2009: el día de la inauguración del Claws, el ansiado, soñado y rapidísimo en levantarse club de Patricia. Y Alfredo. El día había comenzado con todas las nubes de un día de verano agrupándose juntas en el cielo sobre Cadogan Gardens para ir de un sitio a otro, como si estuvieran aterrorizando bañistas en una playa cercana. Alejándolos hacia la izquierda y luego movilizándolos en dirección contraria, siguiendo un baile sin coreografía con el sol. Alfredo le había servido el desayuno, habían hecho el amor en la cocina, en el baño, en el vestidor y querían tomarse todas las botellas de champagne posible para abrir las puertas del club completamente borrachos. El teléfono no paraba de sonar, incluso follando habían respondido. La lista de invitados crecía sin límite, como si todo el mundo estuviera en la ciudad en lo más crudo de la crisis. Sin casas de verano, sin planes de viajes, sin vacaciones, era el momento perfecto para que el Claws en efecto extendiera sus garras.
Llegaron al club a las tres y cuarto, una hora doble, 15:15, y estaban entrando las flores. Todo tipo de narcisos, rojos y amarillos, para crear una especie de alfombra de bienvenida española en la puerta, hortensias extraordinarias para los baños y rosas Hollywood Pink para todos los muebles importantes: el bar, a ambos extremos, las cuatro mesas redondas de la zona de conversación, las dos columnas que daban acceso al salón de baile y también en el bar al fondo y, por último, en dos inmensos jarrones de cristal ahumado antes de entrar en el despacho de Patricia, todo espejos para ver y ser visto, el escritorio de aluminio y cristal de casi cuatro metros por cuatro metros y el ordenador cubierto de mosaicos como las lámparas disco de los setenta.
Joanie y un par de becarios, en realidad groupies de lo culinario dispuestos a trabajar con sueldos de becario, llegaron a las diecisiete horas y se encerraron con Alfredo en la reducida cocina. Claws no iba a servir comidas, aunque los predilectos de Patricia y Alfredo podían contar con tres de los mejores platos del Ovington precocinados y conservados en la nevera. Milhojas de bogavante. Langostinos de Siam. Queso manchego cortado muy finito, con la archi reconocida lechuga Alfredo y una cucharada de ensaladilla. Chupe peruano a la manera del Ovington, es decir, sin lactosa y con la patata irlandesa que lo hacía un tanto más mazacote, y gallina de granja del sur de Inglaterra. Flan de manzana y chocolate para los extraños borrachos que comieran dulce. Joanie y los groupies regresarían al Ovington, pero estaba previsto que volvieran a hacer un turno extra porque el Claws, lógicamente, se activaría en lo que cerrara el restaurante.
A las diecinueve horas llegó la orquesta. Alfredo había decidido que quería una orquesta que supiera tocar jazz al principio, con una pareja masculina-femenina de cantantes para ejecutar canciones crooner entre las once y las doce y media; después la misma orquesta sabría transformarse en ejecutores de ska, reggae, soft hip hop y cualquier mezcla sacada del karaoke que los miembros y presentes desearan. A la una y media habría una transición instrumental para que antes de las dos de la madrugada el disc jockey invitado hiciera lo que su talento le indicara.
Los invitados empezaron a llegar a las once de la noche, una hora mágica en Londres porque es cuando todo empieza a cerrar y solamente los miembros de clubes consiguen estirar su diversión todo lo que quieren. Patricia determinó que la canción de bienvenida fuera de Beyoncé en castellano, «ya me curé de dolor, ya te saqué de mi corazón, tú eras mi luz, pero hay amores que matan, ya no soy aquella que fue infeliz, qué sabes tú de mí, no me hagas reír, creía que eras imprescindible, voy a sustituirte». El efecto fue formidable, todo el mundo reconocía el hit de 2007 y más aún con Patricia enfundada en un manto azul cielo de lentejuelas. A medida que la canción se desarrollaba y los invitados se agolpaban para besarla, iba quitándoselo y debajo estaba vestida como una Beyoncé rubia, mitad maestra sádica, corsé de piel negra, mitad cheerleader treintañera, mallas de lycra lila. Detrás de ella, al principio de la escalera que conducía a los salones llenos de flores rosas, estaba Alfredo en primer lugar, y en cada escalón las doce camareras vestidas y peinadas como la reina Patricia, agitando sus manos y caderas como bailarinas de «Vogue», mientras Patricia acompañaba hacia su obra maestra lo mejor de ese Londres en llamas.
A las 23:55 la noticia recorrió la marea de besos como si fuera el fantasma del comunismo. Patricia acababa de meterse una raya y de besar a Alfredo delante de catorce cámaras de distintos periódicos. Vio por el rabillo del ojo a gente llorando, determinadas a golpear a quien fuera para alcanzarla y decírselo. Vio cómo su móvil sonaba, agolpándose números de distintos países. El de su hermana y de pronto, cuando la orquesta estaba cambiando de tono y arrancando los acordes de Billie Jean, vio el nombre en la pantalla del teléfono. Grandma Graziella.
– ¿En qué horrible jaleo te encuentras? -dijo esa voz grave y pastosa, acento caliente, sonido de palmeras que no dejan de crecer y ramas viejas.
– Inauguro mi sueño, grandma Graziella.
– Ha muerto Michael Jackson, hija mía, vaya día nefasto para inaugurar cualquier sueño. Cualquiera diría que lo has hecho adrede -sentenció la voz que regresaba del más profundo secreto.
Una muerte trae otra esperanza de vida. Un amor jamás es completo, una canción recupera memorias perdidas, un cocinero es una persona que siempre tiene soluciones y una estafadora jamás es lo suficientemente bella ni bien vestida para defender su propensión al crimen. Esa era Patricia pensando mientras el tren se alejaba de King's Cross St. Pancras.
Era buena señal que estuviera mezclando ideas una vez más y que lo hiciera de nuevo durante un viaje. El viaje para enfrentarse al secreto, para recuperar veinte años que no pasaron en vano. ¿O sí? Una llamada precisa, en un momento insuperable, y una orden. «Es tiempo de que regreses a verme, Patricia querida», exigió la voz añeja, grave, casi aromática a café y a ron. Sí, grandma Graziella, respondió con las melodías de Michael Jackson colándose en la conversación. Y sintió ese alivio de paso lento y profundo. Había deseado esa llamada desde el principio, desde el mismo momento que le diera la espalda a esa mujer terrible, culpable, que cada día de ausencia le recordaba lo que iba a ser ella misma. «No creo en el perdón, pero sí en el diálogo», le había dicho. «El tren parte de King Cross todos los días a las diez de la mañana», culminó la conversación. Y al colgarle, el Claws era un hervidero de gente diciéndose que siempre recordarían la inauguración porque sería la respuesta a la pregunta decisiva de una generación: ¿Dónde estabas el día que murió Michael Jackson? Inaugurando el Claws, pero también preparando mentalmente un viaje que aunque parecía de ida, en realidad era de regreso.
Patricia pensaba recostada contra la ventana del tren en marcha.
Miraba hacia el paisaje enmarañado. Gente vestida no solo en todo tipo de colores sino mezclando curiosas décadas. Los años treinta, los años de la primera depresión económica mundial, aparecían sin editar en prendas salvajes, azarosamente escogidas, mujeres de veinte años vestidas como su abuela, azul marino y un destello de amarillo canario, de pronto un traje rojo con un delgadísimo cinturón plateado. Cuellos de triángulos cayendo desnivelados, fedoras, esos sombreros que ocultaban media cara y zapatos con exagerados lazos, o enseñando una uña esmaltadísima. Bolsos pequeños e incómodos. Sí, Patricia tenía que adoptar esa tendencia que veía surgir en las calles que se volvían nudos, edificios marrones perdiendo color, tiendas de taxidermia atendidas por caballeros jóvenes con sombreros altos, sus cigüeñas y leonas disecadas asomando por las ventanas y la promesa de un dedo inmarchitable de Pancho Villa anunciándose en un cartel que el tren convertía en señal de lo que se alejaba. Iba haciéndose cada vez más claro, esa tendencia sería la estética que marcaría esta etapa de su vida y la de todo el mundo. A medida que se afianzaba la imposibilidad de superar la crisis, las reminiscencias de la anterior gran depresión irían colándose en nuestras vidas que nunca más volverían a ser modernas porque eran demasiado pobres.
Pensaba, pensaba, igual que el traqueteo del tren que ya no existía porque la alta velocidad había sustituido ese ruido. Pensaba y veía pasar las chimeneas de las fábricas en las riberas del interminable Támesis, veía la ciudad asociarse a cementerios, ciclistas que seguían la velocidad del tren, otros trenes y sus andenes cubiertos de personas sin risa, rascándose los cuellos, protegiéndose las bocas con mascarillas, besando niños que preguntan cosas y se sostienen de la mano de madres que piensan, como ella, en encontrar una explicación a todos sus actos.
– Robé -se escuchó decir a sí misma en voz alta sin nadie que la escuchara, viajaba sola en un coche-cama suite adornado por unos narcisos de plástico. Sí, robó y construyó una extraordinaria ingeniería financiera, o simplemente fue un pelín más lista que otros listos. Robó, se repitió, ¿robó porque no podía soportar sacrificar todo lo que había aprendido en los años de la riqueza? ¿O robó porque necesitaba prolongar esa sensación de riqueza no tanto para sí misma sino para los demás, para el mundo, para la historia? Para que no desapareciera. Por eso creó el Claws, para que fuera más un sitio, un templo que velara toda la época de la que era protagonista.
No, robó porque quería, porque estaba decidido muchos años atrás para mí, porque lo hizo mi abuela y ahora viajaba hacia ella para decírselo, confesarlo y continuar robando.
Miraba los narcisos sintéticos y pensaba que eran también como ella, doble, triplemente culpable. Por su mal gusto sin castigo. Impunes, como ella, viajera envuelta en medias verdades y paisajes urbanos que desaparecen rápidamente antes de que la naturaleza lo invada todo.
Destino Edinburgh, que los ingleses pronuncian Edinbra, generando un estúpido juego de palabras con sujetador, que se dice bra en inglés, y el nombre de la ciudad escocesa. Destino Graziella, su anciana pero muy activa abuela materna, Graziella Uzcátegui, personaje mítico de la sociedad caraqueña reencarnada en malévola sublime en una novela exitosa, Villa de amantes, o algo así. Para Patricia, una presencia constante y un secreto de complicada oscuridad. Cuando menos lo pensaba, estaba allí, arrojando luz sobre todo lo que deseaba ocultar: erguida, reina indígena, el pelo tan negro siempre sujeto en un moño perfecto, las manos delgadas y las uñas tan largas y rojas, el fuerte acento latinoamericano colándose en el perfecto alemán aprendido en un exilio cuajado de riquezas. Institutriz y demonio al mismo tiempo. Patricia cerraba los ojos y seguía allí, recordándole entre otras cosas que no era del todo europea.
La madre de Patricia era la hija de Ana Irene, una de las dos hijas adoptadas de Graziella Uzcátegui. Las tres escaparon de Venezuela al derrocarse una dictadura de la que nunca se hablaba ni podía preguntarse mucho en Viena. Llegaron allí porque el marido de Graziella, un elegante y sanguinario ex policía secreto, tenía muchos contactos que facilitaron la entrada de la familia y sus ingentes objetos de arte también esquivando cualquier pregunta incómoda. Elisa, la madre de Patricia, conoció en un internado suizo a la hermana del padre de Patricia, Philippe van der Garde, un apellido seguramente creado y que las amistades del policía secreto venezolano consiguieron oficializar. Mitad suizo mitad italiano, murió en un extraño accidente de tráfico en el cantón austríaco. Patricia creció aceptando que jamás haría preguntas incómodas sobre su padre. Elisa creyó enamorarse de un empresario catalán, Oriol, con el cual nunca se casó pero por el que aceptó trasladarse a Barcelona, donde Patricia floreció siempre asumiendo que muchas preguntas se quedan sin respuesta.
Lógicamente, en todo ese borroso panorama familiar, la abuela Graziella (el bisabuela sonaba terriblemente complicado) se erigió como bastión de coherencia. Era, más que una dama, un enigma y una extraordinaria presencia, rodeada a veces de abusivas consideraciones sobre su verdadera edad y los oscuros orígenes de su fortuna. Patricia aprendió pronto a llamarla grandma Graziella, y a dibujar a su lado u observar la larga construcción del personaje para cada acto público o no. Grandma lo toleraba porque le fascinaba tener una nieta (también ella había apartado toda referencia a su condición de bisabuela) tan rubia y alemana, aunque en realidad fuera austriaca. Patricia anotaba en silencio la extraña tensión entre su madre y grandma Graziella y, entrando en su adolescencia, escuchó a su madre hablar sobre el espantoso hábito de Graziella por la cocaína. «Fue la culpa de todo», decía su madre. ¿Cocaína, en Caracas, en los años cincuenta? ¡Tendría que ser maravillosa!, no podía evitar pensar Patricia. Secretamente, saberlo hizo crecer a grandma Graziella ante los ojos de Patricia. Ahora, en el tren que la transportaba hacia ella otra vez, la hacía demasiado espejo, como si en efecto Patricia no pudiera evitar un destino ya escrito para ella: el de ser igual que su bisabuela.
Sin embargo, cuando la adolescencia terminó, viajar a Edimburgo cada verano se le hacía insoportable. Ya salía con el hermano Casas, ya conocía a David y a veces hubiera deseado intentar llevarle a la imponente casa de grandma, pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue averiguar más sobre ellos, grandma Graziella y Pedro Suárez. Y lo que averiguó la disgustó.
Habían pasado muchos años. No quería recordar más. Si lo hiciera, detendría el tren.
Quería hacer este viaje en tren, de alguna manera emocionarse al pasar por los puentes elevados de York y ver el prado inglés repetirse sin quiebro alguno. Y una vez superados Cardiff y esas ciudades grises y llenas de hombres pelirrojos, observar el Mar del Norte hacerse azul como la foto de Wallis y los trajes que acapararía en casa de su abuela. Nunca le había prometido que le cedería vestidos, mucho menos joyas, pero Patricia había conjurado un plan en el cual podía empezar por pedírselos, para su nueva vida. Y luego atreverse a exigir un poco más.
Se entretenía en ver los precipicios que anuncian la romántica belleza de Escocia: verdes praderas que terminan abruptas ante el mar. El azul profundo del mismo dominado por el viento arisco. Las ovejas sujetas como muebles de un barco en hundimiento. Las vacas mirándole desde ojos sin fondo. Su cabeza rememorando cada momento de tensión con su tiránica abuela, Graziella, cada vez más cerca, dejando atrás casi veinte años desde la última vez que estuvieron juntas.
No tenía que ser muy larga la visita. La voz clara pero sin poder ocultar la edad de la abuela le había confirmado que la recibirían para comer y, si quería, pasar el fin de semana, por supuesto, cargado de actividades de Graziella. Era cierto que en Edimburgo llovía y había saturación de estudiantes y muchos españoles tomando cerveza y comiendo pasteles de carne, pero los pudientes como la abuela Graziella repartían su tiempo entre salones y más salones recolectando dinero para los jardines de este museo o las paredes de aquel otro. Madame Uzcátegui era religiosamente requerida para todo magno evento de la ciudad, sus joyas y vestidos siempre comentados, seguramente no entenderían muy bien lo que decía en un inglés que mezclaba palabras en escocés y alemán y siempre con ese acento latinoamericano incapaz de desvanecerse. Quizá formaba parte de la excentricidad británica adoptar a esa dama delgada y exquisita con aspecto de Pocahontas doblegando el tiempo.
El tren ofrecía una fascinante llegada a la ciudad, adentrándose entre los cañones que la formaban para estacionar debajo de un enjambre de hierro y cristal, típica ingeniería de las estaciones de la revolución industrial. Y tanta, tanta gente joven besándose, abrazándose, desplegando una calidez chocante con el tenaz mal clima. Patricia recibió una mano enguantada retirando su equipaje. Era Alfonso, el ancianísimo chófer de su abuela, muy recto y reducido al mismo tiempo. Detrás de él un escocés pelirrojo le sonreía. Sí, le recordó a Borja, pero entendió que en cuanto a hombres cerca de su abuela era siempre prudencial mantener distancia.
Patricia observaba la ciudad de nuevo fascinada. Todo suspendido en las colinas, el castillo que siempre le recordaba al de Hamlet, qué brillante Shakespeare, copió cada esquina pero ubicó tanto el edificio como la trama en la vecina Dinamarca para hablarles a los ingleses de lo que pensaba sobre ellos. La gente cruzando los mastodónticos puentes que unen precipicios, con sus agotadoras escalinatas para descender hacia esos valles. Ese verde mirándola desde todas partes, el mar al fondo, con el puerto delante y los edificios de variables arquitecturas. El parlamento diseñado por un valenciano, Miralles, compitiendo con las férreas estructuras de ancianas piedras.
Se miró en el retrovisor como si estuviera disfrazada de señorona. Un armani antiguo que consideró adecuado para el reencuentro con Graziella. Alfonso le piropeó el pelo corto y el pelirrojo, que era quien en realidad conducía, le dijo en un escocés cerradísimo a Alfonso que él siempre decía a las mujeres lo que estas querían oír. Patricia se tapó la risa con la mano enguantada. A lo mejor eran amantes ellos y no el escocés y su abuela. Recordó la última vez que habló con su temido abuelo Pedro, decían que leía la mente, y él le confesó que vivían en esa ciudad tan amurallada y fría porque así podía beber todo el escocés que jamás llegaría a Venezuela.
– ¿Y beben whisky en Venezuela, abuelo Pedro? -recordaba preguntarle.
– Ya ves qué país. Con una temperatura de treinta y cinco grados todo el año, la bebida nacional es el whisky, que se ha hecho para soportar este inmundo clima de lluvia y más frío -le respondía el abuelo. Era magnífico, fuerte, tan bien envejecido como la abuela, oloroso a la misma colonia que Alfredo y Borja juntos. Ahora lo entendía, por eso era capaz de querer a hombres así, atractivos y firmes como los mencionados y voraces y peligrosos como Marrero.
– ¿Sabes que cada año diez productoras cinematográficas le piden a la señora que alquile su casa para las producciones victorianas? -decía Alfonso en su español gallego. Patricia bajó la ventanilla para ver, ahora en presente, el magnífico recuerdo de su infancia, Regent Avenue, number 17, la calle de perfecto empedrado gris, todos los edificios iguales creando una impresionante curva de piedra meticulosamente tallada, ventanas de ocho metros y cristales inmaculados, inaccesibles a la lluvia. El verde intenso de la plaza en el medio, cuajada de robles de troncos tan sólidos como si fueran gigantes en torno a una pira, ofreciendo protección a las ancianas propietarias como su abuela. En el punto meridiano de esa curva de prestigio y poder, el propio Mar del Norte, sus olas haciendo el agua viajar del verde al azul una y otra vez. Alfonso descendió para abrir la puerta. Pisó el suelo del mismo gris que las fachadas, el agua resbalando encima del paraguas tan azul marino como su traje y la chaqueta del uniforme de Alfonso. Miró hacia arriba, hacia el ventanal en el piso principal. Encontró la silueta diminuta, enfundada en un ceñido traje de chaqueta, un inmenso broche en forma de orquídea en la izquierda. Y el elaborado moño alrededor de la cara de estatua sagrada. Los labios dibujando su nombre antes de que las uñas de rojo sangre dejaran caer la cortina.
Entró lentamente en el enorme hall, enteramente recubierto de madera y el sofá, inmortal antes que viejo, cubierto de infinidad de tartanes. Algunos los recordaba perfectamente, cuadrados verdes encima de otros cuadrados de verde más claro y otro idéntico pero en naranjas, y delante la mesa circular caoba que parecía sangrar al instante de ser observada. Al ser el primer mes de primavera, acababan de cubrirla con las orquídeas que caracterizaban a la abuela. Iban del blanco hacia el intenso morado que también caracterizaba la elección. Desplegaban un curioso olor, de montaña y frío, de origen remoto y secretos similares. Patricia sonrió, el espejo detrás de ella la devolvió espléndida, más joven, más rubia, muchísimo más compuesta que la última vez que estuvo en ese mismo espacio, deshecha en lágrimas y gritándole a su abuela que jamás, jamás volverían a verse.
A la imagen del espejo se incorporó un hombre alto, cadavérico, Douglas, el mayordomo de la abuela. Sus ojos se iluminaron al verla. Dijo algo como que no habría podido reconocerla, habiendo pasado más de veinte años. Y que la señora Graziella la esperaba en el invernadero. Patricia le abrazó; o todos los hombres de grandma Graziella llevaban la misma colonia o ella perdía olfato. Le dejó que fuera delante, por el ancho y largo pasillo también cubierto de madera, y los bodegones de animales y plantas de colores similares a los tartanes de la entrada. Crujían las maderas del suelo brillante y llevando falda podía ver sus bragas plegarse al andar y los ojos de Douglas iluminando el siguiente paso. Sonrió, recordó a su madre y a Manuela vistiéndose para un baile de gala en esa casa, una acción benéfica para captar donantes para una de las alas de uno de los museos de la ciudad. Se recordó muy de niña escuchando a su madre hablarle de esos aterradores bodegones que parecían recuperar sus colores al momento que los mirabas, las granadas derramando más pepitas rubíes o las naranjas desgajándose pulposas y soleadas, el cuello de los patos estrangulados aún palpitando. El pasillo se abría en otro cuadrado gigante; a un lado la biblioteca de techos altos y artesonados con la chimenea encendida, los chippendales de nuevo cubiertos de tartanes y pieles de variados marrones. Se detuvo, y Douglas, unos pasos más allá, la esperó. Se giró para mirar el comedor, al otro lado. La mesa de roble, doce sillas tapizadas en negrísimo cuero a cada lado y el cuadro de dos cisnes desplegando sus alas delante de una cabeza de tigre amenazante. Era una visión absoluta, irrepetible. En la pared que no podía ver había un largo Manet. Y en la que sí podía ver, las cabezas de al menos veinte alces y ciervos en distintas y desordenadas alturas. Douglas seguía esperándola; debían atravesar la biblioteca, cada estantería atestada de volúmenes, algunos siguiendo un orden, pertenecientes a una colección, otros colocados como si una noche desesperada alguien los desordenara buscando una botella, drogas o el botón de un pasillo secreto. Enfrente, como si fuera el mejor cuadro de esta impresionante jaula, el gran ventanal, tan alto como toda la estancia, seis, nueve metros de cristal enmarcado por fuertes barras de hierro negro, algunos reverdecidos por las enredaderas mantenidas a raya en sus bordes. Douglas abrió las dos puertas y Patricia las cruzó sintiendo que entraba a un universo raro. El celebrado, premiado jardín de Graziella Uzcátegui en Edimburgo, la ciudad de la lluvia y el viento. Otra explanada de verdes y marrones. Miró los troncos de los robles irguiéndose hacia el cielo de nubes muy rápidas, la gravilla del camino rozando sus tacones como diminutas serpientes deseosas de morderla, orientándola hacia el invernadero: allí esperaban los sofás de hierro blanco y cojines de lana y cashmere, otra mesa de caoba quizá más usada, Douglas acercándose a una estantería de espejos en el interior y vasos de todos los tamaños, sirviéndole un escocés y desde el fondo, precedida por los altísimos tacones para sus innombrables años, Graziella, con otro traje, otro broche, el mismo pelo, la boca cerrada, estirando su mano derecha levemente engarrotada, brillante de diamantes y rubíes.
– El tiempo se niega a pasar por nosotras, querida Patricia -dijo, abriendo la sonrisa y acercando su mejilla de color Orinoco. Patricia se veía tan blanca en su cercanía. Estaba acostumbrada desde niña a no fastidiar la piel de la abuela Graziella, pero esta vez quiso que la sintiera; había vuelto, y era mucho más rica de lo que podía explicar. Y la necesitaba y sabía que la impenetrable abuela india de modales kaiserianos terminaría por agradecerle que la necesitara.
– Me habría gustado que me dieras al menos un poco más de tiempo para arreglarme, grandma Graziella.
– Te veo, Patricia, aún más bella y más blanca, más anglosajona que nunca. Qué equivocada estaba en negarme a que fueras a Barcelona. Pero no perdamos tiempo recordando lo que no podemos cambiar, hija mía. Es desesperante todo lo que tengo que hacer en estos días. Toda la vida igual, cuando eres querida serás siempre requerida, decía el pobre Pedro. Te iré explicando todo. Y tú también me contarás lo tuyo. He visto magníficas reseñas de ese restaurante que lleváis en Londres. Insana ciudad, poblada solo por ladrones de todas las nacionalidades.
Hablaba deprisa y con el mismo acento de la infancia. La edad la había reducido y su empeño en ser cada vez más delgada hacía que sus huesos se escucharan. Los labios aún eran carnosos, sin intervenciones visibles, cubiertos de finas arrugas que el carmín conseguía matizar en vez de afianzar, como ocurría en las mujeres de su edad. Los ojos, más que almendrados, chinos, eran muy abiertos y marrones, la nariz alargada y de orificios grandes, la frente pronunciada, despejada como un cielo tropical en tiempos de sequía, el cuello lleno de músculos prensados que recordaban las raíces de un árbol de caucho. Era una máscara hechicera de alguna isla del Pacífico. Y una enciclopedia andante de la evolución de la cirugía plástica en el final del siglo XX. El pelo era una crin replegada, atrapada en un moño que podía tomarse más de seis horas de reconstrucción diaria.
– Me inspeccionas, querida Patricia, como si necesitaras que otra vez te explicara quién soy.
– Venezolana, viuda dos veces, exiliada… -comenzó a repetir Patricia, como hacía de niña cuando la misma mujer le decía esas palabras.
– Amada y odiada, como tanto has deseado tú y ahora, al fin eres.
En el almuerzo, la abuela fue todo preguntas y sus propias respuestas. Patricia pidió sentarse de cara al Manet y no a las cornamentas de los alces; se quedaría otra noche más seguramente y al siguiente almuerzo podría enfrentarlos. La abuela seguía arreglando el mundo, no siempre cronológicamente, pues iba del momento en que sus vidas se distanciaron, al parecer, en palabras de Graziella, porque Patricia descubrió que el abuelo Pedro había sido un tortuoso y torturado jefe de inteligencia y que muchas de las maravillosas riquezas que decoraban ese impresionante piso en la mejor dirección de Edimburgo se habían comprado o robado con dinero más que corrupto del siglo pasado. La abuela se encargaba de recordarle las palabras que había empleado su nieta veinte años atrás: «Ladrona, llevas la muerte en las manos, en las paredes de esta casa, siempre te perseguirán fantasmas.» Graziella recordaba sin perder la sonrisa, su perfecta dentadura también inmune al paso del tiempo. Patricia la miraba cortar la carne, reuniendo la sangre con la hoja del cuchillo, desgranando el interminable listado de insultos que le profirió. Recordaba la escena en el hall de entrada con su madre empeñada en doblar los tartanes y Manuela ocultándose en el pasillo. «Criminal, te has aprovechado de las miserias», continuaba Graziella sin romper la cadencia de su voz educada, «de las debilidades de otros para construir este castillo. Aquí te morirás, llena de secretos, de muertes sin nombre». Patricia escuchaba sin cortar nada en su plato. Recordaba tan nítidamente todo lo sucedido. Tendría dieciséis años, había leído muchos de los libros de esa biblioteca; odiaba, sin poder explicarlo, la perfección alrededor de esa abuela tan distinta a ella, de otro color, otras facciones y, sin embargo, infinitamente más elegante que todo lo que ella pudiera aspirar a ser. Siguió recordando cada verano anterior a la confrontación, el miedo en el cuerpo en el tren que la hacía recorrer Europa desde Viena hasta la apartada Edimburgo llena de preguntas: ¿Por qué vive tan lejos la abuela india? ¿De dónde viene toda esta riqueza? ¿Por qué es india y nadie dice nada? ¿Quién era mi abuelo Pedro? ¿En qué dictadura se mancharon de sangre? ¿Por qué dicen que nunca fueron culpables? Su madre callaba, su hermana sugería que no se hiciera más preguntas y disfrutara esos meses en el frío Edimburgo aprovechándose de la infinita vida social de la abuela, las maravillas atesoradas en esa enorme casa. Pero Patricia no podía evitarlo. Cada año arreciaban las dudas y el asco, el desprecio, el odio hacia esa mujer de uñas perfectas y diamantes brillantes, enseñándole a poner una mesa, a discernir qué postres se comían con cuchara y cuáles nunca jamás. «Mataban hombres inocentes debajo del garaje de tu casa en Caracas», gritó y repitió desesperada hasta que esas manos cubiertas de diamantes y uñas nacaradas la abofetearon y la voz grave y pastosa ordenó que no volviese jamás.
Douglas recogió los platos y sirvió café para Graziella y otro vaso de whisky para Patricia. «Deberías aprender de mí y tomar café. Este es venezolano, ya sabes, igual que mi acento y mis rasgos, es lo que siempre me hará diferente.» Patricia la cogió de la mano.
– Necesito que me hagas un favor.
– Ni siquiera me has dicho que me perdonas, querida Patricia -sugirió grandma Graziella.
– Estoy aquí. ¿No es suficiente?
– Eres tan alemana, incapaz de prolongar un poquito más el melodrama.
– El melodrama es un invento austríaco, grandma Graziella.
– Que lo hayan inventado no significa que lo sepan explotar. Está bien. Comprendo que me has perdonado y que ahora vuelves a necesitarme. ¿Me permites una pregunta final?
Patricia asintió.
– ¿Has sido muy puta, Patricia?
– ¡Hum! Mucho -respondió la interrogada, primero abriendo los ojos y luego dejando escapar una carcajada.
– Es un castigo en la familia. Debe de ser algo indígena, sin duda. Y también que los hombres de ahora no quieren asumir que les escogemos precisamente para que calmen, instruyan este apetito.
Patricia la observaba sin ocultar su recuperada admiración.
– Sí, Patricia, hay mujeres que nacemos putas y toda esta modernidad o liberación, como quieras llamarlo, no ha hecho más que hacernos unas putas arrepentidas, lo peor que le puede pasar a una puta.
– Abuela, no puedo estar de acuerdo.
– Paso mucho tiempo aquí sola, pensando. Viendo cómo las cosas cambian y mi cabeza sigue igual.
– ¿Sigues consumiendo, grandma Graziella? -preguntó Patricia con toda la inocencia posible.
El silencio no fue opresivo sino curiosamente profesional, como si este reparto, breve y conciso, de verdades, fuera necesario para una negociación más importante.
– La calidad de todo lo bueno que conocí, Patricia, ha disminuido tan brutalmente con el paso del tiempo…
– El pelirrojo es quien la consigue, ¿no? -insistió Patricia. Graziella revisó algo inexistente en sus larguísimas uñas.
– ¿En qué puedo serte de ayuda, querida Patricia? -culminó Graziella.
– Quiero que me hagas heredar buena parte de tu colección en una fundación que estoy a punto de levantar.
Graziella levantó una mano y Douglas reapareció de inmediato, se inclinó hacia ella y Patricia entendió que ordenaba que le sirviera champagne. Douglas desapareció y Graziella alisó sin necesidad alguna su vestido.
– Toda mi vida, Patricia, he aceptado que crean que vivo rodeada de falsificaciones…
– No lo son -interrumpió Patricia querida.
– Siempre he tenido más enemigos que amigos, Patricia. Contigo la excepción, que has pasado por todo, nieta, nieta predilecta, enemiga y ahora de nuevo amiga. Es cierto que debe molestar que todo lo que poseo sea privado. Pero siempre tuve claro que lo que de verdad les molestaba es que lo tuviera una india, como yo.
– Es típico de los latinoamericanos sentirse minusvalorados, grandma Graziella.
– Sé que lo consideras tonto, porque eres rubia y con pasaporte austríaco, pero qué le vamos a hacer, a lo mejor el mundo es injusto y todo depende de la suerte. Suerte, Patricia, es lo único que han tenido países como el mío. Suerte. Tuvimos dinero para comprar lo incomparable.
– En el fondo era mejor que los creyeran falsos -agregó Patricia en lo que su abuela le permitió.
– Absolutamente. Eso fue lo primero que me enseñó tu abuelo: nunca lleves la contraria a nadie en público. Atácalos detrás de las cortinas, destrúyelos lentamente a través de sus propias debilidades y contradicciones.
– Todo el mundo tiene una contradicción -murmuró Patricia.
– Como tú ahora, querida mía. ¿En qué puedo ayudarte para que lleves adelante esa fundación con mis obras?
Patricia vio cómo Douglas y Alfonso entraban para ayudarla a levantarse y dirigirla hacia la biblioteca. Graziella los dispensó y estiró su mano cartierizada hacia Patricia.
Había fuego en todas las chimeneas, la casa olía a canela y madera. Douglas y Alfonso reaparecieron en la biblioteca, cerca de los sofás, y repitieron la ayuda para sentarla, colocando cojines estratégicos para hacerla parecer lista para una entrevista televisiva. Douglas acercó una copa alta y de un cristal de múltiples verdes a cada una, Alfonso derramó el champagne, impecable, brut, apretando músculos desconocidos en su recorrido, y como si aprehendiera la cadencia de esos olores en su entorno, Patricia poco a poco reveló a su mítica abuela todo lo que había hecho antes de volver a Edimburgo.
– Siempre dije que tanto ordenador no podía ser bueno para la humanidad -intentó sintetizar Graziella al final del relato-. Por lo que entiendo, eres inmensamente rica pero no puedes disfrutarlo. Vaya, es una metáfora del tiempo que vivimos, querida mía. Cuando tu abuelo y yo salvamos todo lo que pudimos de Venezuela, nos dimos cuenta de que teníamos mucho más de lo que imaginábamos y que afortunadamente en Europa se morían de hambre y necesitaban unos ricachones suramericanos o de donde fuera. Nadie nos hizo preguntas, abríamos cuentas en todos los bancos y en todos los países. Era increíble tener dinero en liras y en francos y también en libras y francos suizos, y hasta en pesetas. Nadie investigaba, me miraban llegar en Rolls al banco y extender las chequeras con los diamantes y cero preguntas. Zero. Nien.
– Por eso has podido mantener esta impresionante colección, abuela.
– Es auténtica. Los Manet, los Murillos, mis queridos Modiglianis, el pequeño Goya que, entre tú y yo, no me gusta nada, demasiado contra todo y luego enamorando duquesas, el típico izquierdista. Los Picasso que nos obligó a comprar el inútil de Mariano, mi primer hijo, que se queme en el infierno de los suicidas. Y… -detuvo su apresurado hablar, estaba hablando del abuelo de Patricia; la miró como nunca antes lo había hecho- «el Velázquez 101», como lo llamé yo.
– ¿Velázquez 101? -siguió el juego Patricia.
– ¿Sabes que se supone que el maestro no pintó más de cien cuadros? Yo tengo el que demuestra que al menos pintó uno más. Y lo tenemos en esta casa.
Patricia se quedó con la boca abierta delante de su abuela.
Esta se levantó, sola, y sacudió una de las manos enjoyadas ante Douglas y Alfonso, que se retiraron ipso facto. Sosteniéndose en los tacones de sus recién estrenados zapatos fue detrás de una de las pesadas cortinas de verde gris. Pulsó un botón y el mediano Manet encima de la chimenea comenzó a girar. Empezó a surgir otro cuadro, oscuro, más rojizo que oscuro, como si fuera la cabellera de una medusa escocesa. Cuando terminó de girar, delante de ellas había un espectacular óleo, en efecto, de colores vivos, un otoño perenne, que reflejaba a una familia blanca, mediterránea, siempre europea, atendiendo a sus menesteres mientras una visión iluminada aparece en sus vidas.
– Velázquez gustaba mucho de incorporar lo milagroso en lo cotidiano, ya sabes. Hay dos parecidos. Este se cree o bien perdido o definitivamente falso.
– ¿Por qué no lo has enviado a investigar? O, conociéndote, lo tienes investigadísimo y…
– Me gusta tenerlo escondido. -Alargó sus manos para servirse una copa de champagne-. Sé que estará allí hasta que alguien realmente lo necesite.
– ¿De dónde proviene? -preguntó Patricia, y ya estaba arrepentida.
– Unos alemanes que tuvieron que huir de Berlín al final de la guerra y recalaron en el oriente venezolano.
Patricia miraba el cuadro obsesivamente. De ser auténtico, si lo hiciera suyo, si consiguiera que la abuela se lo entregara, tendría el argumento perfecto para construir una fundación alrededor de la obra, para facilitar su presentación en museos, galerías, colecciones y ferias y permitirle a su dinero de la cuenta Popea-Chanel pasar a llamarse Popea-Velázquez, y así toda la fundación albergaría sus cuantiosos dividendos. Todo lo que hubiera en las cuentas, todo lo que ella había distribuido. De norte a sur y al revés. Todo lo que había colocado a nombre de su propia abuela, todo lo que Alfredo y ella habían atesorado en Aruba, todo eso podía reunirse en una fundación para la preservación de este único, inaudito cuadro.
– A lo mejor eran nazis los pobres Uhren, que accedieron a que Pedro les comprara este cuadro. Tenían un hijo que se había metido en líos anti gobierno y no querían que muriera o desapareciera. Pedro sabía cómo arreglar estas cosas.
Patricia sintió un nudo en la garganta; la forma en que su abuela podía contar una historia atroz la debilitaba.
– Los Uhren, pobres, cocinaban realmente tan bien en aquella Caracas. Eran tiempos diferentes, la gente no andaba preguntándose cosas incómodas, si eran de izquierdas o de derechas, si defendían dictaduras o democracias. Al menos no los padres, ¿comprendes? Eso era cosa de los hijos, que ya habíamos perdido todo control sobre ellos. Y como los que escriben la historia son ellos, homosexuales exhibicionistas, nos hacen quedar como bestias feroces, dentellando nuestro descanso. No éramos malos porque sí, teníamos enemigos y debíamos enfrentarnos a ellos. Estábamos todos contra el comunismo, Patricia, y tener ese único enemigo, ya ves, organizaba la vida mucho mejor que ahora, que todo son espejismos -sentenció Graziella.
– Esa fue la última vez que estuvimos juntas, abuela. En 1989, noviembre, cuando la caída del Muro de Berlín.
– Mira lo que nos ha traído. Crisis, creímos que seríamos ricos más de veinte años y ni siquiera. Pero te he perdonado, Patricia. Te perdoné incluso esa misma noche.
Patricia no perdió tiempo, explicó con toda la parsimonia posible su idea alrededor del cuadro, aglutinar una fundación que encerrara todas sus cuentas. Una fundación con múltiples ramificaciones, la preservación del cuadro, la investigación sobre posibles grandes reliquias extraviadas en el mundo, la lucha contra el hambre y mejores vías de educación para los países pobres. Nada de lucha contra el sida ni cosa alguna que pudiera incomodar a Graziella.
– Porque quiero que lleve tu nombre -culminó Patricia-. Y estemos juntas en la junta.
Graziella volvió a llenar su copa de champagne.
– ¿Empleas alguna de mis cuentas para desviar esos fondos?
Patricia afirmó en silencio.
– ¿Alguna de mis cuentas en Europa?
– La que abriste para mi fideicomiso después de tu desaparición. Lo he hecho desde el principio, antes de dejar Nueva York.
– Qué hábil. Así parecerá que he decidido heredarte en vida, ¿no? Lo mismo podemos hacer con el cuadro, claro. Eres magnífica, Patricia. Tu abuelo estaría tan orgulloso de ti, querida mía.
Iban a abrazarse pero prefirieron evitarlo. Fue como si una de repente temiera de la otra.
– Necesitaremos cierto tiempo para ponerlo todo en orden. -Volvió a levantar la mano, esta vez la izquierda y apareció Douglas solo.
– Douglas, ¿de cuándo es mi último testamento?
– La semana pasada, Graziella.
– Incorporaremos un codicilo que lega a Patricia el Velázquez a través de una fundación. Pero claro, Patricia, tienes que quedarte más allá del fin de semana.
Douglas miró a Patricia como si fuera su padre.
– Hace muchos años tuve la idea para esa fundación, pero tu abuela no quiso hacerme caso.
– Hace muchos años, Douglas, no necesitábamos aparentar ser pobres para dejar de serlo -afirmó Graziella.
Douglas se limitó a servirles más champagne antes de volver a desaparecer.
Graziella se acercó todo lo que pudo a Patricia.
– Me gustaría ponerle una condición a lo que me pides, Patricia, pero no encuentro ninguna.
– Te ofrezco mis disculpas por haberte malinterpretado veinte años atrás.
– Hum, quizá con eso sea suficiente. Pedro siempre decía: todos los que nos acusan de corruptos terminarán siéndolo algún día. Y en el fondo, aquí estamos, organizando el futuro en medio de la peor crisis mundial, recurriendo a lo único que siempre sale bien, la trampa, querida Patricia, la ilegal legalidad.
Patricia retrocedió ante las palabras de su abuela. Eran perfectas, no les sobraba ni una coma.
– También quisiera pedirte algunos de tus trajes, grandma Graziella.
– ¿Mis trajes de tantas décadas atrás? Patricia, qué idea más loca. Están aquí, es cierto…
– Muy bien preservados, estoy segura -afirmó Patricia.
– Con tanto dinero podrías hacértelos nuevos.
– No tendrían el mismo efecto.
– Pero ¿crees que puedes cambiarlo todo con un look? -inquirió Graziella con la voz muy seria.
Patricia movió la cabeza afirmativamente. Sintió como si su abuela se convirtiera en una especie de cobra delante de las tumbas de los faraones, alerta, helada, cargada de veneno. Y que ella empezaba también a volverse serpiente, más pequeña pero igual de peligrosa, aprendiendo de la cobra para atacarla. Sin atreverse a levantar la mirada, Patricia concluyó que sentía que podía matarla, a la abuela, a esa imponente, majestuosa figura conservada entre las paredes de madera de esta casa-castillo. Pero al mismo tiempo que elaboró esa idea prefirió borrarla, sospechando que la cobra delante de ella leyera la mente.
Graziella tomó de la mano a Patricia, abandonando el salón, volviendo al hall y subiendo juntas la escalera de madera, adornada por cuadros mezclados, retratos de antepasados inexistentes, ninguno con los rasgos indios de la delgada mujer ascendiendo los escalones. Abstractos y cinéticos, obviamente algunos venezolanos y bodegones más contemporáneos. En una silla o más bien taburete del rellano descansaba un libro abierto. Patricia lo recogió.
– Un hijo de puta homosexual que tiene seducidos a los españoles -dijo Graziella, empeñada en no detenerse. Patricia revisó bien el libro.
– Le conozco, estuvo en la boda del hermano de Alfredo.
– No puedes llamar boda a ese circo, Patricia. Por dios, España se ha vuelto loca en todo el sentido de la palabra.
Patricia devolvió el libro abierto al lugar.
– Diré a Douglas que lo embadurne con esas salchichas polacas que compramos para el desayuno y se lo tire a los perros.
Entraron en la habitación que ocupaba toda la segunda planta. Un vestíbulo con una mesa que parecía la mitad de la que recibía a los invitados en el hall de entrada. Y sobre ella grandes portarretratos de plata brillante pero no nueva. Patricia dejó escapar un ¡guau!, la exclamación quedó suspendida en la estancia ante la profusión de luminarias del siglo XX con los que se había retratado grandma Graziella. Los Duques de Windsor, ambas damas besándose al aire en un baile. Jackie y Onassis en otra fiesta, tomándoles de la mano. Millonadas célebres, presidentes, tenores, estrellas de cine. Parecían todos tener en común que no estaban vivos. La única superviviente de cada foto era ella, la abuela, Graziella. Colgada en la pared tapizada con la seda color menta que cubría toda la habitación, estaba ella, en su juventud, fotografiada por Horst en la entrada de la que fuera su mansión de Caracas. Dos pasillos se ofrecían a izquierda y derecha. El de la izquierda dirigía a un baño de visitas, abierto y encendido, saturado de espejos y flores recién colocadas, las rosas de distintos colores del jardín y frascos de perfumes, una de las obsesiones de la abuela, de distintas épocas y marcas. El de la derecha llevaba a la habitación, con una sala enorme de sofás del mismo esmeralda-menta que las paredes, si acaso los colores de los muebles más desvanecidos por el uso pese a que los cojines estaban tan ahuecados que imploraban no sentarse. Un Renoir, un Modigliani y un Fontana rosado convivían en las paredes. Patricia recordó a un amigo de su juventud que le preguntó si eran reales. Sí, lo son, y el amigo se rio. Era imposible reunir esa calidad de arte en una casa en Edimburgo. Pero el tiempo le dio la razón a Patricia. Muchos de los cuadros de la abuela Graziella adornaban las mejores exposiciones de esos autores en los mejores museos del mundo, siempre bajo la celosa placa de «colección privada. Edimburgo», sin nombre propio. El impresionante escritorio de la abuela, un mamotreto de caoba reluciente, cubierto de libros, agendas, invitaciones y flores. De niña, recordó Patricia, tenía una máquina de escribir. Ahora un Apple de última tecnología. Al fondo, delante de otro ventanal igual al de la biblioteca, la cama en la misma caoba que el escritorio, de cuatro postes y cubierta en la misma seda color menta, perfectamente vestida, con tartanes y almohadas y algún cojín con las típicas inscripciones divertidas. «No soy reina madre, solo reina», leía una. «Deja para hoy lo que no alcanzaste a hacer ayer.» Graziella se quedó detenida en la puerta de enfrente, la que conducía a su vestidor y baño, pero permitió a Patricia que fuera hacia el ventanal. Se podía contemplar el parque de robles detrás de las avenidas de Newtown. Y, como una pulsera de diamantes, el mar esperando la caída del sol.
– Bello, ¿no? -dijo Graziella-. Mucho mejor que la salvaje Caracas, sin duda. Eso tengo que reconocerle a ese escritorucho marica y resentido: solo deshacerte de unos cuantos desgraciados te permite vivir de esta manera.
Patricia sonrió. Y esperó a que su abuela se adentrara primero en el pasillo hacia el vestidor.
Eran cuatro puertas. La primera a la izquierda daba al baño, un camposanto de mármol verde con vetas blancas. Lo recordaba perfectamente, tenía un punto masculino. La bañera en un lado, amplia, y con aspecto de estar infrautilizada, pero rodeada de bustos de diosas griegas y soldados romanos. Enfrente, la amplia ducha protegida por una puerta de pesado cristal ahumado. Entre ambos un sofá, una pequeña mesa bajera repleta de revistas de cotilleos y moda y detrás de esta la pared dividida en estantes para colocar cosmética y farmacopea en orden alfabético. El tocador y lavabo eran una misma cosa, iluminado por distintas lámparas de diferentes décadas y varios juegos de peinado colocados pulcramente. La segunda puerta correspondería a aguas mayores y al bidé. Enfrente, un pequeño camerino, dos butacas mirándose, la ropa de hoy de Graziella organizada pulcramente encima de cada. Todo un nuevo atuendo para el día siguiente en la otra. Un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta. La voz de Graziella la instaba a adentrase en la siguiente puerta y así lo hizo, mientras la anciana encendía uno a uno los faros que iluminaban los encofrados de cristal que preservaban sus vestidos de Fath, Dior y Balenciaga, una colección tan irreal como la de sus obras de arte.
– Me queda tan poco tiempo de vida, Patricia. Hemos enterrado a todos: a tu madre y al inútil de tu padre. Tu hermana es feliz pariendo hijos sin futuro. Has vuelto, has hecho lo que tenías que hacer. Todo lo que quieras de esta casa es ahora tuyo. Te deseo suerte con esa fundación, solo que no la hagas a mi nombre. Hazla en el nombre de tu abuelo. Le gustará saber que, a fin de cuentas, todo lo que hizo, esos difíciles interrogatorios, defender una dictadura como aquella en Venezuela, al final la historia le recordará como el cuidador de un Velázquez olvidado. Y ahora, claro, acabo de pensar en la única condición que te pondré.
– Aceptada de antemano -dijo Patricia.
– Que no tengas hijos. Que con nosotras muera todo lo que aprendimos.
Hace frío en diciembre, como es de esperar, pero unos días radiantes. Desde que Alfredo y Patricia viven en Londres y son millonarios el tiempo no se cansa de sonreírles. Cordelia, madre de la Modelo, ha conseguido una larga lista de expertos y coleccionistas que pueden facilitarle a Patricia una exposición de la colección de Graziella fuera de Edimburgo, incluso llegar hasta la Feria de Maastricht, el súmmum, el no va más de los millonarios de verdad y sus increíbles obras de arte.
– Pero antes quiero que vengas a casa a cenar con un queridísimo amigo, os va a encantar, es el sobrino-nieto de Oskar Schlemmer, uno de los fundadores de la Bauhaus.
Fueron. Alfredo incluso trajo una bandeja de sus langostinos tigre rellenos con trocitos de jamón y huevo cocido, una receta que probarían en la primavera de 2010 y llamarían prawls new decade. La galerista los adoró, es más, los tragaba y en alguna ocasión continuaba hablando con la boca llena de huevo y langostino.
– Christian es tan tímido que no se atreve a deciros nada, pero creo que sois la pareja perfecta para nuestra nueva acción benéfica.
Patricia sonrió a Christian, un caballero evidentemente gay, de unos bien disimulados sesenta años, cincuenta de los mismos vividos escudados en el insólito soniquete de ser el sobrino-nieto del fundador de la Bauhaus. Seguramente existía una sociedad de sobrinos-nietos célebres en Londres. Los sobrinos-nietos de Freud, de Marx, de Einstein y de Greta Garbo (no recordaba si tenía hermanas la mítica actriz sueca), de Pancho Villa, de los Hermanos Marx, de García Lorca, se embalaba Patricia y la sonrisa de su humor afloraba en su rostro al tiempo que Alfredo le daba una patada para que se concentrara en la conversación.
– Hemos hecho campamentos de este tipo en lugares en reclamación como el Sahara, no sé si se dice así, pero es lo mismo, ¿no? -Hablaba la galerista muy deprisa, de nuevo con ese ahogamiento de palabras y letras que enloquece a los muy ingleses-. Pero creemos que este año el gran evento tiene que ser Haití -afirmó.
– ¿Haití? -dijo Patricia-. ¿Hay construcciones de Bauhaus en Haití?
– Oh, no -empezó a hablar por fin Christian-, pero mi tío tenía una gran admiración por esa isla. Decía que tenía la forma de un escarabajo nadando en el mar.
– Oh, sí -continuó Alfredo, tomando la mano de su novia-. Igual que Cuba la de un dinosaurio en la misma agua.
– Sería maravilloso si ustedes prepararan algo como lo que hicisteis en Nueva York el diciembre pasado -dijo al galerista.
– Fue noviembre -corrigió Patricia, y Alfredo soltó su mano y se negó a volver a cogerla el resto de la noche.
– Alfredo -empezó Patricia en la oficina del Ovington-. Alfredo…
– No. No voy a hacer ninguna cena benéfica.
– Pero piensa que de salir bien, que de seguro saldrá, cambiará mucho tu perfil con respecto a esas cenas. Aquí se trata de apoyar una causa que quiere recoger dinero y centrar la mirada del mundo en una zona que nadie ve.
– Es una isla de muertos, Patricia. Es la pobreza extrema. ¿Cómo vamos a presentarnos allí con los langostinos tigre y los jamones y el cuscús de cordero y miel, aterrizando en los aviones privados, llamando la atención delante de gente que bebe agua de la calle?
– Iremos a la parte norte de la isla, más cercana de Santo Domingo.
– No, Patricia.
– Donde van los cruceros de lujo -siguió esta. Tenía razón, a pesar de que Haití es, en efecto, el emblema de la miseria mundial, una parte de la isla siempre está incluida en los cruceros más caros inimaginables. Aguas muy azules, arenas muy blancas, la pobreza, las enfermedades, el horror mantenidos a raya detrás de inmensas rejas eléctricas.
Patricia siguió viendo a Cordelia, la madre de la Modelo, galerista. Y también al sobrino-nieto. Parecían vivir juntos en Marylebone, cerca de Regent's Park y Madame Tussauds. Nunca había entrado al museo de cera y Christian decidió acompañarla.
– ¿Qué quieres ver, la antigüedad, Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, o Angelina Jolie y los Beckham? -preguntó Christian.
– ¿Sarah Bernhardt? -expuso ella con su sonrisa Patricia.
– Oh, dios mío, tendremos que comprar la entrada general y ver a Churchill y al coronel Montgomery -zanjó Christian.
Fue divertido, era prácticamente Nochebuena y no había muchos niños sino japoneses y australianos moviéndose desorientados entre personalidades blancas y occidentales. Patricia se detuvo ante Elvis y pensó en Alfredo. El Alfredo que había conocido en el taller de los Casas, el que la llevó al orgasmo en el avión a Londres. No lo pudo evitar, empezó a llorar, largo, hondo, toda su cara convertida en un desahogo. Se cubrió y alguien apartó las manos de su rostro. Era Borja. Delgado, marcado, pero el fondo de sus ojos igual de enamorado. Christian parecía esconderse detrás de los Rolling Stones para dejarlos solos.
– Somos amigos también de la galerista. Lo sé todo, y necesitaba verte una vez más -empezó Borja.
– ¿Por qué estás libre? -soltó Patricia.
– Porque mi familia ha reunido la fianza.
– ¿Qué quieres de mí?
– Verte. Yo no te quiero matar, Patricia. Ni pedir explicaciones.
– Hubiera preferido que la última vez de verdad fueras tú corriendo detrás de mí en la nieve.
– Ahora está nevando otra vez. Marrero sabe que has conseguido desviar el dinero.
– No podrá hacer nada, no mientras esté asociado a los Grammy Latinos.
– Me ha pedido que te busque para decirte que Higgins irá a un programa de televisión. Sí, lo han pactado, quieren que lo diga todo. Nombres, direcciones, lugares…
– No me asusta.
– No podrás pasarte toda la vida utilizando a personas, Patricia.
– ¿Volverás a España o aprovecharás que estás aquí para irte hacia otra parte? -preguntó ella.
– Me iré al Caribe.
– Christian te ha hecho venir para que me convenzas de lo de Haití -entendió, siempre rápida, Patricia.
– Sí. Si no lo haces no te dará tiempo a evitar que investiguen todo lo de Marrero y estarás desprotegida. Pueden abrir una investigación a tus cuentas.
– No existen esas cuentas -insistió Patricia. ¿Cómo iba a creer que Borja quisiera ayudarla, rodeada de monstruos de cera?
– No soy la policía, Patricia. Soy el prófugo en que me convertiste. No te hablo desde la ley, sino desde el otro lado, del que no quiero que nunca conozcas.
Patricia se dio cuenta de que cerraban, se iban quedando solos, Elvis, Beatles, Tina Turner, Michael Jackson rodeado de flores. Se acercó más a Borja y aceptó el beso que sabía a cárcel y a huida, a Haití y a más barro, más abismo, más peligros abriéndose a su paso.
Tardó en llegar al Ovington, celebraban la Navidad a quinientas libras el menú y había gente esperando en la calle, rusos con la guía Louis Vuitton en las manos. Cuando bajó del taxi sintió que la miraban como si fueran a aplaudirla. Alfredo la recibió con un beso y la mirada escrutadora.
– Mira tu correo. Higgins ha ido a un programa de ex cotillas que se hacen pasar por periodistas serios. Han subido una parte a Youtube.
Patricia saludó al personal, habían crecido para esa noche, Joanie había traído nuevos adeptos a Alfredo y todos miraban estupefactos el desmesurado cerdo que presentarían como en los festines de antes, lacado y decorado con una manzana verde. Le ardía ver a la Higgins. Pulsó el enter y allí estaba, en un programa todo blanco, una especie de decorado trampa, sin puertas, sin público, un confesionario penitencial, Higgins vestida con un traje acartonado, mucho más delgada y nerviosa, intentando demostrar su inocencia. «Creo que hay intereses ocultos empeñados en empañar la ciudad de Valencia.» «Nunca hemos tenido reuniones con nadie de la trama de los Grammy», decía mientras el entrevistador, amanerado y autosuficiente, harto de su entrevistada, se empeñaba en preguntarle quiénes eran los artistas españoles que habían aceptado participar de esos Grammy Latinos. «Por dios, no se participa, uno es convocado a través de nominaciones», insistía Higgins. Y el entrevistador, histérico, arrojando papeles, «Usted está aquí para testimoniar que vio cómo hijos de cantantes célebres de este país habían aceptado estar en ese entramado de actuaciones en Valencia». Y Lucía Higgins se horrorizaba. «No, no, no tiene nada que ver. He ido a la cárcel por una falsa acusación de corrupción pública.» «Pues está en el programa equivocado, la corrupción pública no es un tema que nos interese en la televisión», gritaba el mariquita, y Higgins miraba anonadada a la cámara. Fin del vídeo.
Patricia se rio. Qué disparate, qué maravillosa era la vida que vivía. La única persona que de verdad podía soltar una liebre había menospreciado la capacidad de la televisión de mirar solo hacia donde le interesa mirar. Alfredo la vigilaba desde la cocina, las puertas del refrigerador reflejando el ajetreo del restaurante. Patricia entró en el twitter de Higgins, tenía uno, no muy activo, claro, porque acababa de salir de la cárcel. No podía dejarle allí ningún mensaje, demasiada exposición. Decidió enviarle un correo electrónico.
«Me ha encantado la parte de tu entrevista en Youtube. Has intentado algo muy loable, qué pena de programas en nuestra televisión. A lo mejor podría interesarles llamarte de nuevo si les enseñas estas fotografías.» Quiso pensar un instante antes de adjuntar los documentos. Realmente no sería capaz de tanto, ¿o sí? El adjunto tenía seis fotos de Higgins follando de aquella manera con el negro en la casa de campo. Lo que ella siempre temió era realidad, aquellos fogonazos de luz como faros de coches que pasaban eran flashes de un fotógrafo contratado por Marrero para pillar a Pedrito y a David, a ella y a la Higgins. «Good luck», escribió al final del mensaje, y dio a enviar.
De repente, en vez del último verano, era Haití, pero en avión privado. ¡Habían cambiado el azul! Patricia parecía no darse cuenta pero Alfredo no paraba de observar detalles. Ahora era todo plata, como un recuerdo de la Factory de Andy Warhol.
– Pedrito hijo, tu cuñado, ha dirigido la redecoración -dijo al fin Patricia.
– ¿Desde cuándo es decorador?
– Ha hecho unos arreglos discretos en la celda de su padre -sugirió Patricia-. Allí puso un papel pintado de las vacas de Warhol.
Alfredo viajaba incómodo. El plata es un tono demasiado frío. Te pone nervioso. Vuelve cada superficie en un espejo. Le recordaba los refrigeradores del Ovington. Cuando sintieron el tren de aterrizaje moverse debajo de ellos Patricia consiguió abrir los ojos después de aniquilar pesadísimas legañas. Alfredo la miraba aterrorizado.
– Recuerdo esta pista, es la Isla Prima. Hemos vuelto a la Isla Prima -dijo.
Al salir, asfalto muy negro, como si fueran lombrices avanzando sin rumbo, el verde de los arbustos volviéndose líquido y el cielo un flash sin cámara fotográfica. Unos hombres tan negros como el suelo, delgados, casi sin rostros, venían hacia ellos y hacia el equipaje hablándoles en un francés espeso y dulce a la vez. Eran los receptores de sus falsos programas de ayuda económica, pensó Patricia.
Subieron al jeep y Alfredo se sujetó fuertemente a Patricia. Arboles sin viento, ramas amenazantes y gente emergiendo detrás de ellos, zombis, apenas vestidos, ojos de cuencas blancas, manos estirándose hacia ellos. Una ráfaga de metralleta los disuadía, Alfredo apretó aún más la mano de su novia.
– Estuve aquí. Veía la misma gente, la misma metralleta. Detén el coche.
– No podemos, Alfredo.
– Me has traído aquí, de nuevo, ¿te lo han pedido ellos?
– Alfredo, es un viaje de solidaridad.
– Detén el coche o salto ahora mismo.
Patricia ordenó detener el coche.
No había nada. Ninguna ráfaga, ningún zombi. Solo ellos dos atrapados en sus medias verdades. Alfredo no sabía cómo solucionar la escena. Patricia esperó paciente. Con un gesto, al cabo de un minuto, indicó que reiniciaran la marcha.
Llegaron a un bungalow paradisíaco, en un complejo privado ¿propiedad del Cliente? ¿De Marrero? Al fondo, en el quieto Mar Caribe, tan azul como el cielo del aeropuerto, un crucero de lujo fondeaba. Alfredo seguía mal, receloso, confinado en sus pensamientos. Patricia estaba más delgada, el cuerpo más felino, el diminuto bikini una gominola masticable.
– Es el norte de Haití, Alfredo. ¿Recuerdas cómo nos lo vendía la gente de los Hamptons que siempre descubrían un sitio nuevo en el planeta? «El norte de Haití, nadie se lo espera y es realmente el paraíso.» -Los paraísos siempre están cerca de la muerte -respondió Alfredo.
– De donde más apesta a muerte, creo que es la frase correcta -corrigió Patricia.
Bailaron junto a las parejas del crucero en la piscina de fondo oscuro del bungalow. Todos parecían asustados. Patricia quería hablarles pero las parejas, todas heterosexuales, preferían refugiarse entre ellos. Tenían miedo de estar allí, como había dicho Alfredo, tan cerca de la muerte y disfrutando el paraíso aún vivos. De vez en cuando aparecían los esclavos, sí, camareros en trajes tan almidonados que hacían ruido al moverse. Ruiditos, toda la noche llena de ruiditos que parecían jugar con la música, con sus perfumes, con las canciones que bailaban.
– A que no te atreves a pedir a Barry Manilow -dijo de pronto Alfredo, y Patricia creyó encontrar una tregua en su petición. Fue hacia el dj, un apuesto escandinavo con el mismo rictus de pánico en sus pómulos. Tenía a Manilow, sí, Copacabana, y de inmediato lo pinchó. El efecto fue convulso. Shock al principio y con pasos tímidos, luego osados, el clan de bellas pasajeras blancas se entregó al cancaneo. «Her name was Lola», coreaban todos. Ciertas malas canciones jamás perecen, ni siquiera en paraísos de gente asustada.
Al día siguiente el crucero marchó Santo Domingo y a la normalidad. Christian y Cordelia aparecieron en la piscina de fondo negro.
– Es realmente una maravilla, solo que cómo les explicas a tus amigos que es Haití -dijo Cordelia.
– Feliz año nuevo, casi lo habíamos olvidado -dijo Christian, vestido con un remedo de los diseños Bauhaus de su tío-abuelo.
Pasaron el día mirando el mar aparentar tranquilidad. Patricia se cambió de bikini dos veces, Alfredo se quedó desnudo otro par, parecían los únicos habitantes en esa parte de la isla. Los negros llevaban y traían platos. Alfredo se interesó por la manera en que cortaban las frutas, siempre papayas y otras similares, de interiores verdes y naranjas. Podrían hacer un chutney estupendo mezclándolas. Ordenó varias bolsas, que recogería cuando regresaran de Haití.
– Haití. Esto también es Haití. Solo que norte. Ricos -dijo el negro.
– Sí -asintió Alfredo, maravillado ante la fortaleza dental de su interlocutor-. Iremos a Puerto Príncipe, una semana, luego regresamos aquí de camino a casa.
– Casa. ¿Europa? -preguntó el negro.
Alfredo prefirió sonreír antes que responder. Se había acostumbrado en nada a ser servido por las mismas personas que antes había temido. «Temido» quizá no era la palabra. Que antes le habían asombrado o provocado el último resquicio de respeto que su mente podía aceptar. Tenía tanta razón Patricia: te acostumbras a vencer cosas, el miedo, la aprensión, la alucinación y también te acostumbras a entender que puedes vivir una vida regalada, fácil, en el mismo territorio donde todo es dificultad.
Cordelia se quedó dormida ante el sol naranja y de un furibundo magenta al final de la tarde. Patricia charlaba y ofrecía ideas para la construcción de una escuela para niños haitianos siguiendo los cánones de la escuela Bauhaus. «Era el sueño de mi tío, acercar la arquitectura a los sitios donde solo pueden permitirse esos edificios las clases privilegiadas», manifestó Christian. «Mi tío siempre decía que el verdadero privilegio es la naturaleza.» Patricia miró hacia el horizonte despejado, la noche avanzando sobre el Caribe y la cintura de Alfredo acercándose, para refugiar su cabeza y sus miedos en esa piel. Todo empezó a ponerse lejos, como si el mar retrocediera y lo tragara el cielo sin azul, como si los árboles desaparecieran detrás de una rampa en un escenario, como si Christian y la galerista se fueran igual que habían venido, sin ruidos ni presentaciones. Y quedaron solos ellos dos, los monstruos del mundo fácil, los amores acostumbrados a recostarse uno sobre el otro. Patricia tomó su iPod y buscó «Space Boy». «Hello, space boy, ¿te gustan los chicos o las niñas? Es difícil estos días. Adiós, adiós…»
Llegaron a Puerto Príncipe a las dos de la tarde del 12 de enero. Entre todas las cosas que sintió, esas horas eternas de asfalto lombriz y gente avanzando sin rumbo, tenía el olor de Alfredo dormido, la ventana del coche abierta y el salitre mezclado con las pocas ramas verdes que parecían unir el aroma del limón con el de la ruda. Y recordar un jardín que había olvidado por completo, el de la casa de su madre en Caracas y ella y Manuela, muy niñas, asustadas de la gente cacareando alrededor de ellas. «Qué bonitas, qué europeas, ¡qué primer mundo!», les decían, y ellas veían esos adultos, ese maquillaje que no resbalaba, las joyas y dientes que brillaban igual y el olor del helado de vainilla que llamaban mantecado y la brisa del limón colándose en los salones junto a la ruda, siempre más áspero, recordando el orín de un gato.
Abrieron las maletas en la habitación de muebles blancos y art déco en el Grand Hotel Suisse, sobre una de las poquísimas colinas de Puerto Príncipe. Las ventanas estaban cerradas con un candado. «Por el olor», había advertido el camarero, que tenía el pelo teñido de un amarillo chocante. Se veía un trozo de mar y otras casas con céspedes que parecían pintados y piscinas de fondo muy azul. Si te movías un pelín fuera del cuadro de la ventana alcanzabas a ver el desastre, las antenas parabólicas inclinadas a favor del viento, las casas que no eran sino tres paredes, el agua sucia derramándose por las laderas cubiertas de basura, la gente subiendo y bajando como papeles abandonados. Alfredo se echó sobre la cama, seguía mirándola agotado y lejos. Patricia esperó los ronquidos y abrió su ordenador. Vigiló las cuentas, alguien había entrado en las de Marrero.
Sintió frío, luego fuego en el cuerpo y el chorretón recorriéndole la espalda. Cerró el ordenador, pero no lo apagó. Lo introdujo en la caja fuerte.
Salió al pasillo, bajó al vestíbulo, hacía tanto calor, creyó que podía desnudarse y empaparse de su propio sudor. Borja se lo había dicho en el Museo de Cera: también iría al Caribe. Se notaba sin aire, por el calor. Nervioso.
– Van a liberar a Marrero. Los jueces no encuentran relación entre la factura, las escuchas y los sobornos a los consejeros. Nadie puede entender lo que pone en la famosa factura.
– Era de esperar.
– Dará una rueda de prensa, creo que terminará por anunciar que desea formar parte de las listas del President para las nuevas elecciones.
– Las ganarán -sentenció Patricia.
– No te va a recibir con una sonrisa, Patricia.
– Necesito que aceleremos la fundación, Borja. -Se rió, podría llamarla así, «Fundación Borja».
– Tú sabes hacerlo mejor que nadie.
– Cuando lo haya hecho dejo todo esto. Se acabó, ya no siento nada. Solo creo que guardo algo de amor hacia Alfredo, pero no me atrevo a vivirlo para no desperdiciarlo. Para no convertirlo en explicación, en realidad.
– Ojalá el calor decidiera incendiarme y morir aquí, escuchándote escupir tu amor por él.
Patricia no podía añadir nada más. Borja consiguió levantarse y avanzar hacia los ascensores.
– ¿Dónde estabas? -le preguntó Alfredo cuando regresó.
– Aquí, cerca de ti y asociando olores. -Estaba desnuda, recién duchada y mezclando agua con sudor.
– ¿Por qué seguimos juntos, Patricia?
– Porque tengo miedo, porque te quiero, porque te pido disculpas.
– Porque el amor es una putada -dijo él.
Christian y la galerista merodeaban en la puerta del hotel. Les esperaban en el Consulado Británico a las 14:45, era prácticamente al lado, pero antes debían ir a visitar la iglesia de Notre-Dame de San Claotel donde Christian quería dedicar un mural en homenaje a su tío-abuelo. Miraban las casas con jardín y flores quemadas y gente, personas vestidas con trajes de colores estridentes y de alguna manera detenidas en los setenta, cuando Patricia a lo mejor ni había nacido. Un hombre muy gordo la miraba fijamente sosteniendo un diminuto ventilador a pilas. Sus labios eran tan gordos como él y apenas podían hablar.
Caminaron rodeados de agentes de una seguridad privada pero con ridículo uniforme de alguna serie de televisión americana, sus escudos como alas de mercurios cosidos a los hombros, una musculatura desigual en todos ellos, brazos fuertes pero piernas enclenques. El calor era brutal, seco, sólido, una suerte de piscina de sal en la que jamás te ahogarías. Vieron la iglesia con su cúpula de celestes descascarados y los coches oficiales aparcando, dos, tres de ellos, y señoras con las mismas modas de los setenta pero planchadas, algunas con sombrero. Cordelia iba recitando nombres con el poquísimo aire que le permitía hablar. Damas de organizaciones benéficas de Francia y el Caribe, miembros del Blue Merlin Girls Club. Con la pobreza asediándolas, todas estas señoras formaban parte del golpe final de su plan. Todo el viaje le permitiría crear una gran tapadera. En este sitio rodeado de mar, cubierto de suciedad, oliendo a limoneros que se mezclaban con la ruda. Se sintió desmayar, pero se recuperó ipso facto viendo cómo una bandada de pájaros negros cubría el cielo sin emitir un solo graznido.
– Pasa algo -dijo Christian-, la naturaleza siempre alerta -susurró.
Patricia y Alfredo se acercaron. Los pájaros no terminaban jamás, el cielo era un retrato negro dentro de un marco azul. Los gatos se quedaban quietos en mitad de las calles, las mujeres se espantaban y querían correr, pero el calor casi los convertía en estatuas de sal. Se acababa la brisa, el mar se quedaba sin olas. Patricia vio a Borja entrando a la iglesia, vestido aún con la misma ropa del encuentro en el vestíbulo del hotel. Alfredo también lo vio, y por eso fue hacia la iglesia, luchando contra la inmovilidad del aire, extremándose en conseguir llegar hasta la pequeña escalinata y avanzar hacia la puerta. Alguien le decía a Patricia que no le siguiera, que no podían moverse, pero aunó todas las fuerzas y enfiló hacia la iglesia. Miró hacia Alfredo y Borja y luego hacia los pájaros, sus alas convertidas en un artesonado macizo, oscuro, encima de ella. Tocó la columna de la entrada de la iglesia, ardiendo, como si hubiera estallado una caldera en su interior. Y se sostuvo a la mano de Alfredo, que deseaba decirle algo acerca de Borja, otra vez acerca del amor, que era una putada, que Haití le arrancaba ya todo el aire para ofrecerle una explicación.
Y entonces sucedió el terremoto. Un ruido, un grito más que estrépito, como de calma rota. Y después el rugido de las rocas, de todo lo que estuviera construido derrumbándose y de los pájaros abandonando ese cielo oscuro y agitándose en el resquebrajamiento. Patricia vio que su mano se separaba de la de Alfredo, que la columna se hacía líquida, que Borja se esfumaba detrás de una nube y que personas enteras se arrojaban a ella y cerraba los ojos y sentía polvo entrándole por los párpados cerrados, por las orejas, por la garganta que intentaba cerrar pero que al final deseaba abrir para que la asfixiaran esas arenas, esos polvos, esas muertes. Sintió golpes, de brazos, de manos, de cabezas, de dientes pequeños que no la mordían sino que se encontraban con su cuerpo como si fuera un saco de arena en medio del mar. Sintió el mar callando mientras todo se volvía aullidos y pájaros que caían, consiguió abrir los ojos y observó la inmensa talla de la virgen francesa pasar delante de ella, los brazos abiertos en cruz antes de que la nube, la tierra abriéndose, la tragara.
Esperó a sentir que esperaba, que seguía allí, que encima de ella había una persona muerta, hombre, mujer o niño, que tuvo que moverla a un lado y avanzar, primero sin ver, luego cerciorándose de que no hiciera más daño con sus pisadas. Había olor a fuego, pequeños incendios que iban generando otros pequeños incendios y poco a poco, a medida que la nube se disipaba y el olor de sal y sangre crecía, empezó a recibir el ulular de las primeras sirenas. Estaba rodeada de dos montañas nuevas de destrozo. No estaba Alfredo. Su ropa estaba hecha jirones y delante de ella un hombre calavera la miraba con los ojos cubiertos de sangre y un crucifijo en el cuello moviéndose aún por el terror. El hombre la miraba como para devorarla y Patricia se quedó quieta asumiendo que así sería. El hombre a la vez se desplomó, la mano aferrada al trozo de madera con el Cristo. La caída desató más polvo. Patricia aguardó, los ruidos empezaban a crecer, gente, auxilios, móviles que nadie respondía. Los pájaros caían muertos. Y de repente un claro de luz, un boquete y gente encontrándose brazos, cabezas, maletas abiertas, papeles flotando en el aire que recuperaba fuerza, una mujer desnuda gritando sin cesar el nombre de alguien. Patricia deseó hacer lo mismo, gritar Alfredo, pero no podía abrir la boca, sentía que estaba muerta porque su aliento era sangriento, se había roto los dientes, sí, varios de ellos, apretándolos durante el terremoto o zarandeada de tal forma por él. Se cubrió la boca, y vio la chaqueta de Borja debajo de un brazo de alguien, intentó cogerla cuando sintió que la tocaban por la espalda. Era un guardia, uno de esos de uniforme televisivo diciéndole algo que su cabeza ya no podía percibir.
– Hay que sacarla de aquí, es blanca, es europea, pasaporte austríaco -escuchó. Oía llantos de bebé, quejidos de adultos, olor a mercromina, vio una inmensa mata de aguacate, con estos brotados de golpe, delante de un cielo infinitamente azul. Pidió un espejo, se sentía deforme, necesitaba verse. Cogió la mano de la persona más próxima, una enfermera, una médico, una superviviente.
– No tiene nada, señorita Patricia -le dijeron-. En el terremoto se golpeó varias veces contra la columna donde se sujetó y se rompió un par de dientes -siguieron informándola.
– ¿Cuál es su nombre? -preguntó, sintiendo que el aire se movía diferente en su boca sin dientes.
– Patricia, como usted -le dijo la mujer dejándola sola. Patricia podía incorporarse, debería abandonar ese sitio, volver a los escombros, ayudar, intentar regresar al hotel y a su ordenador; llamar a Manuela. Encontrar a Alfredo.
Se sintió mal de no anteponer a Alfredo a todas las necesidades. Pero, secretamente, creía en que había una especie de orden literario en esa lista y también que mientras menos pensara en Alfredo más probabilidades tendría de encontrarlo con vida.
No se atrevía a decir nada. Era tal el sufrimiento que observaba, las camillas cubiertas de cuerpos apilados, todos sin vida. La gente tan joven y tan muerta. Los familiares cubriéndose la cara y desfilando delante del otro desfile de cadáveres. Las heridas tan descarnadas, los brazos convertidos en raíces de árboles monstruosos. Había estado en el paraíso y en el purgatorio. Podía cambiarse de nombre, asumir una nueva identidad y ser al fin una mujer altruista, alguien que ayuda, una ex esclava de la sociedad fácil, ex santa flotando en el Támesis suplicando a la virgen de la ayuda. Escuchó su nombre, era un hombre quien la llamaba, pero no era Alfredo. Otra vez la mujer haitiana, atribulada, con otro hombre al lado.
– No podemos tenerla más tiempo aquí. La devolveremos al hotel. Las embajadas europeas están evacuando a sus ciudadanos.
– Quisiera quedarme -dijo.
– Es imposible. Estorbaría más que ayudaría -respondió la mujer, marchándose otra vez.
Patricia viajó en silencio a través de la ciudad. No había siquiera ruinas. Ella había visto ruinas la mañana después de la catástrofe financiera, las columnas suspendidas en la nada de la City londinense tras la caída de los mercados. Aquí veía personas sin extremidades, sin ojos, deambulando entre montañas de fuegos sin apagar, esquinas de casas mal colocadas en techos de otras; gente corriendo entre cristales y dedos rotos con neveras sobre la espalda, perros con las caras hacia atrás, niñas desnudas y gritando, coches antiguos con el color arrastrado hacia un extremo. El mar invadiendo lo que antes fueron iglesias y escuelas, pizarrones desencajados, un cartel de una película de Tom Cruise atrapado en la rama de un árbol, policías escrutando el interior de los vehículos en fila en las puertas de la zona residencial de su hotel. Volkswagen viejos con manchas de sangre, arena en los neumáticos, alas de esos pájaros negros pegadas a la misma arena. Y de pronto, avanzando hacia ella, haciendo caso omiso a los oficiales que le impedían el paso, abriendo la puerta de su coche, entrando, abrazándola, Alfredo.
Lo besó y sintió cómo su lengua entendía la ausencia de sus dientes, se recorrieron buscando heridas pero intentando calmarlas. Se mordieron, se limpiaron las lágrimas, frenaron sus gritos, ignoraron los guardias que al final les dejaban pasar y adentrarse en ese espacio donde las casas seguían siendo blancas, las piscinas parecían haber perdido algo de agua y las palmeras se habían cortado en dos sobre los céspedes semi alterados. Seguían besándose mientras la normalidad volvía a ellos, delegados de las embajadas esperaban cautelosos a las puertas del hotel y empezaban a mirarles como milagros andantes, blancos, europeos, jóvenes, hermosos, sobrevivientes de la mayor destrucción.
Patricia se abalanzó sobre la caja de seguridad de la habitación para extraer su portátil. Estaba allí, sano, perfecto. Alfredo la observaba.
– Dicen que Borja pudo salir del templo. Pasarán muchos días antes de que puedan dar datos oficiales pero…
– ¿Qué ha pasado con Christian y Cordelia?
– También desaparecidos -dijo Alfredo.
Patricia comprobó que tenía poca batería. Fue hacia el enchufe y miró hacia Alfredo. No había electricidad, pero tampoco tiempo para activar lo que necesitaba hacer.
Respiraba fuerte, como si recuperara aire y al mismo tiempo ese oxígeno la fortaleciera para explicarse ante Alfredo.
– Tengo dinero para crear una asociación benéfica para ayudar a la reconstrucción -empezó a decir.
– Espera a que estés en Europa, Patricia.
– No, tiene que ser ahora. Mi sistema es fácil, Alfredo. Se trata de mover dinero de un sitio a otro. No puedo explicarlo ahora, no quiero que lo sepas. No es por desconfianza, es para no pringarte. Venía aquí con esa idea en la cabeza. Crear una fundación a través de la de Christian para que algo de ese dinero que conocemos sirva de… ayuda.
Alfredo no dijo nada. Patricia tecleó sus contraseñas. Sonó el aria de Popea-Chanel y también «Picture this». Siguió tecleando, creando una nueva carpeta en sus servidores. Fundación Bauhaus, escribió, fue lo primero que se le vino a la mente. Pondrían cien mil dólares, una aportación de Graziella van der Garde y Two Monsters Together. Sintió un nuevo temblor, a lo mejor en verdad era otro movimiento sísmico pero lo que sentía era por dentro, el darse cuenta de que esa fundación ampararía todos sus movimientos a partir de ahora. Al convertirse en una benefactora de la reconstrucción de un país, el más pobre del mundo, podría movilizar cualquier cantidad de dinero en aras de un fin humanitario. La jugada perfecta. Mejor que el Velázquez 101.
– Fácil -escuchó decir a Alfredo-. Fácil final feliz. Incluso tienes wi-fi. No hay luz, no saben cuántos muertos se contarán, pero hay wi-fi.
– Entonces quedémonos -dijo, el acento austríaco creciendo.
– Nos desalojan, Patricia. Somos prioridad internacional.
– ¿Y no sientes nada por ellos, por los centenares, los miles que vivían aquí, subsistiendo en la nada y ahora convertidos en más nada?
Alfredo calló. Patricia se imaginó desprendiéndose de ropa en el vestíbulo del hotel, pulseras, zapatos, pendientes, collares, reloj, sí, aunque no hubiera traído el bueno, zapatos, maletas, el propio ordenador, darlo todo, subirse a los convoys donde les devolverían a los aeropuertos en el norte o en Santo Domingo, a su avión privado, aunque fuera alquilado… Era demasiado.
Accionó los chips, creó la fundación, dispuso que los primeros cien mil dólares estuvieran en la cuenta que Marrero había abierto en esa isla cuando viajó junto a Alfredo.
– ¿Estás robando dinero? -exclamó Alfredo.
– No, estoy creando esa fundación.
– Patricia, por dios.
– Estoy creando una fundación que recuperará dinero para reconstruir lo que no se puede reconstruir. Sí, y detrás de esa fundación estará todo el dinero que necesitamos limpiar. Ahora lo sabes todo, ahora no queda nada más que ocultar. Ahora sabes que puedo convertir estas muertes en más dinero, más gloria, más tapaderas, más engaño.
Y empezó a llorar, a aullar aferrada al ordenador, pulsando enter una y otra vez.
Fue así, pulsando, que accionó una canción. «Como un lobo, paso a paso, voy detrás de ti», escucharon los dos. Bosé, el movimiento líquido de la canción y el sol oscureciéndose sobre la ciudad devastada. «Voy detrás de ti, paso a paso.» Patricia se hacía tan pequeña, se encogía, no dejaba de temblar y sudar, de pedir perdón, de intentar ofrecer una explicación.
– Ya está bien, Patricia. No podemos cambiar nada. Vendrán a buscarnos, nos sacarán de aquí. Sorteamos todos los peligros, convertimos en oro el lodo de la muerte.
– No es culpa nuestra -dejó escapar.
– No se trata de culpas, Patricia. Todo el tiempo, mientras no te encontraba, sabía que estarías viva, que tendríamos esta discusión y que mañana o pasado, cuando estemos de nuevo en el Ovington o en el Claws, harás que prepare cenas benéficas para este país.
– ¿No pensarías en eso mientras sucedía el terremoto, Alfredo?
– Lo pensaba, Patricia. Es más, no podía dejar de pensar en otra cosa.
– Mientes.
– También es cierto. Miento, pensaba en ti, en que te encontraría, en que no te morirías ni estarías destruida en un hospital sin nombre, sin identificación, como los otros que vi.
Patricia se dio cuenta de que en ningún momento le había preguntado qué le había sucedido.
– No hace falta que me preguntes ahora, Patricia. Eso era lo que me mantuvo vivo, esperando a encontrarte, que tú no te interesarías por mi parte de la historia.
Patricia se quedó vacía. ¿Cómo no se le ocurrió que él también había pasado por el mismo terremoto, que él también tendría algo que contar?
– Pero esto no cambia nada, Patricia. Solo nos hace entendernos un poco más. No conocernos, que eso ya está hecho. Entendernos, aceptarnos. Y que precisamente por entenderte ya tampoco existirán secretos entre nosotros. Y que saberlo tampoco será un alivio.
Volvió la electricidad a la habitación, una ráfaga, como el último temblor de un muerto. Y la televisión se encendió en un canal de noticias. Y allí estaba el terremoto, las mismas imágenes que podían divisar desde la ventana del hotel. Patricia podía haberle dicho «estamos en la noticia» y sería mucho más acertado que «somos noticia». No podía decirle algo así. Era preferible seguir sin palabras. Lo único que realmente quería añadir era que todo amor encerraba una condena, a lo mejor esa era la única que conocería como delincuente.
Llamaron a la puerta. Un botones, su uniforme manchado de arena y sangre y dos mujeres policías, temblorosas, sus rostros espantados. Dijeron que había un coche para llevarlos a través de la única carretera habilitada para sacarlos del país cuanto antes, por el mismo aeropuerto en la zona norte antes de que los norteamericanos acapararan todas las salidas del país. Patricia dio un paso al frente, el ordenador contra el pecho, la gendarme preguntó si no se llevaba su equipaje.
– Lo dejo. Es lo mínimo que puedo hacer -sentenció.
Pasó el invierno, crecieron los magnolios delante de la casa de Bram Stoker, continuó agolpándose la gente en el Ovington y en el Claws. Patricia consiguió que su abuela cediera el Velázquez 101 para una primera gran exhibición en Edimburgo, todavía sin confirmarse si el ministerio español enviaría a alguien, pero varias direcciones de museos interesándose por lo que ya empezaba a llamarse el único descubrimiento bueno del peor año de la crisis.
Todos los días alguien organizaba una cena para recaudar fondos para Haití. Todos los días Alfredo se acercaba a la sede de la embajada del país destruido con un carrito cargado de comida. A veces se quedaba junto a la hija del embajador, atractiva y exótica, escribiendo cartas a distintas organizaciones culinarias del mundo para pedir más alimentos y medicinas. Todos los días Alfredo le entregaba a la hija del embajador el recorte de la caricatura de Forges de un diario español donde escribía «Pero no te olvides de Haití».
Patricia tampoco lo podía olvidar. Sus servidores externos parecían ya las puertas de cualquier embajada por lo limpios que los dejaba el pertenecer a una fundación solidaria dirigida en exclusiva a gestionar fondos de ayuda para la isla.
¿Y Marrero? No se atrevía a entrar en ellos. Todavía no lo dejaban libre, su caso parecía alargarse más de lo que podían hacer los amigos para ayudarle. Los periódicos vendían mucho con cada descubrimiento que hacían, sus operaciones, las posibles vinculaciones con gente famosa, los años de pelotazos inmobiliarios entre Madrid, Barcelona y Nueva York. La amistad con el tenor, incluso ellos mismos aparecían en los titulares. Pero Alfredo estaba impoluto, porque en el Ovington había una cena para recaudar fondos para Haití cada jueves mientras fuera necesario. Y era necesario, era un mantra. Necesario para los dos, para sentirse útiles, para devolver todo el privilegio que conocían.
Pedrito, el hijo de Marrero, apareció una noche muy borracho, había discutido con David, que les odiaba, que no les perdonaba nada, pero él sí, él quería vender más historias sobre su padre, fotos de las operaciones que tenía, cómo se inventó lo de que él tenía VIH para engañarles. Patricia quería alejarlo, sacarlo a la calle, orientarlo en dirección equivocada y que lo estampara un camión. Se sobresaltó, no era verdad, no estaba pasando, lo imaginaba.
Nunca supieron qué había sido de Borja, Cordelia la galerista madre de la Modelo y Christian; los cuerpos de extranjeros que no habían aparecido tras tres meses del terremoto se daban por perdidos o enterrados en las fosas comunes. En una de las cenas por Haití, Patricia decidió presentar el libro sobre Alfredo que Borja había preparado y colocó dos fotos de Christian y Cordelia encima del primer volumen. Alfredo no estuvo de acuerdo, discutieron delante de la gente asombrada, hasta que Patricia retiró las fotos y las colocó en la puerta.
Fueron al Claws, amanecieron en el Claws, creyeron ver fantasmas en las mañanas de los viernes, Higgins pidiendo limosna, Marrero conduciendo un Bentley nuevo, David gritándoles improperios desde la parte de arriba de un autobús.
Y despertaron en abril con toda la primavera inundando la casa y el jardín en Cadogan. Los magnolios brotados, las camelias tapizando el suelo, el calor obligándoles a besarse y dejar que el sexo limpiara las malas memorias y pesadillas.
Grandma Graziella había sugerido que era preferible aislar aún más esa cuenta y colocarla en un banco de Islandia. Sí, Islandia, el único país quebrado de verdad de la Unión Europea. En Portugal o Grecia el dinero y todo lo demás terminaría por ser absorbido por el otro agujero negro de sus deudas. En un país ya quebrado, con los bancos haciendo enormes esfuerzos por renacer, era el lugar adecuado, adecuadísimo, para establecer una cuenta que ocultaba otra que velaba por la bondad de los extraños hacia Haití. Patricia tomó un vuelo por la tarde; apenas tuvo tiempo de llamar a Alfredo para desearle buenas noches. Al día siguiente, uno de los volcanes de la isla había entrado en erupción. Patricia asumió la reunión con gran jovialidad, incluso llegó a decirles a los banqueros que lamentaría mucho no poder regresar a Londres porque ese sábado Joan Collins, la heroína de «Dinastía», daría una charla sobre su carrera cinematográfica en el British Film Institute. Los banqueros la miraron mal; ¿tenía Joan Collins una carrera cinematográfica?, le preguntaron, y ella sonrió, agradeciendo que no le hubieran preguntado si la actriz seguía viva.
– Están cerrando todos los aeropuertos de Londres -le dijo Alfredo por teléfono.
– Parecemos vivir siempre en noticias similares, ¿no? -comentó Patricia.
– Tendrás que estar ahí más tiempo de lo que planificaste.
– Te escribiré -respondió ella, esperando a que Alfredo cerrara el móvil también y mirando hacia la calle de Reikiavik donde se había detenido a tomar un helado, sí, un helado en pleno frío. La gente andando, como en cualquier otro sitio, más blanca que en otros lugares, más concentrada, quizá con algo de susto aún en el rostro, pero continuando, como ella y Alfredo, continuando.
Alfredo intentaba descifrar lo que había escrito Patricia, siempre con esa pésima, hasta desagradable caligrafía: «Grandma Graziella solo pone una fundición», parecía leer. Fundación. Alfredo dejó la carta encima del escritorio de su novia en el despacho del Ovington. Era uno de los sitios más ordenados del mundo, solo afeado por esa horrorosa letra de persona enferma, mujer desorientada. Sí, Patricia era las tres cosas. La estratega con el escritorio impecable, la enferma y, si no totalmente desorientada, había conseguido que él sí lo estuviera.
En su ausencia, había más Patricia que nunca. Alfredo atendía el restaurante vigilante de que en cualquier mesa se levantara alguien y se identificara como inspector de Hacienda norteamericano, español o inglés. Ansioso por que la Higgins reapareciera con el negro y David y Pedro le informaran de que los tribunales españoles habían liberado a Marrero porque no había indicios de ninguna cosa rara en su más que válido deseo de traer los Grammy Latinos a Valencia. ¿Por qué estaban tan metidos en algo tan complicado? ¿Por qué era imposible detenerlo?
Porque el mundo se había vuelto complicado. Cuando fuimos ricos -se decía a sí mismo-, fuimos invencibles, todo nos estaba permitido. Él y Patricia se habían hecho adultos en esa sociedad, en esa Europa. Nueva York y Madrid parecían una sola. Londres creció hacia todos sus confines, hizo renacer Hong-Kong, la superó con Shanghái, aceptó que Bombay era multinacional, inmensamente pobre y al mismo tiempo inmensamente rica. Era todo tan millonario que se puso de moda un oficio como el suyo, cocinar. Convertir lo olvidable en un pecado mil veces multiplicado y aceptado.
El Innombrable daba una conferencia en Londres esa tarde. Lo había descubierto al azar leyendo The Guardian, el periódico progresista que, sin embargo, seguía muy de cerca las andanzas de los grandes cocineros, seguramente porque no sabía del lodazal en que podían encontrarse al equivocarse de clientes. Decidió acudir. Somerset House es un edificio imponente en el centro de Londres. Se celebra cualquier tipo de evento, respondiendo a la tradición democrática de los ingleses. Es, de hecho, una especie de palacio para que la gente opine, aprenda, deambule o descubra los portentos del Innombrable una tarde de verano.
Cuando llegó al recinto todas las alarmas se activaron. El embajador español fue el primero en reconocerle y ofrecerle profusas disculpas por no haberle invitado.
– Imperdonable, imperdonable, uno de nuestros más célebres niños prodigio en el panorama gastronómico de la ciudad. Imperdonable, siéntese en primera fila, por favor, se lo suplico -desgranaba el diplomático. Alfredo se vio avanzando en el salón repleto de gente, de columnas y de largas mesas con manteles no muy blancos donde o bien se exponían fotos de los platos del Innombrable o estaban aquellos artilugios que le habían ganado su inmensa y poderosa celebridad. Un grupo de fotógrafos cortó su paso al asiento y Alfredo lamentó la ausencia de Patricia. Con ella al lado la foto es siempre mejor.
El discurso del Innombrable fue idéntico al vertido en lo alto de la Torre Gherkin, hacía ya casi dos años. «Celebramos una fiesta en el momento equivocado, o el momento equivocado se emperra en arruinarnos el instante en que al fin nuestra vida es una fiesta -repetía el Innombrable, y Alfredo hubiera querido subtitular que el célebre cocinero quizá repetía discursos porque él mismo ya ni se entendía-. «¿Qué más puedo decirles? Que si hoy es el fin del mundo, Londres sea entonces, al fin, la fiesta. La última fiesta. Pero la vida es una fiesta y fiesta es comer. Aun en las peores etapas de la humanidad, un plato de comida ha significado paz, esperanza, confianza en la vida.»
Tras la ovación, Alfredo se percató de media docena de hombres vestidos como el Innombrable e intentando imitarle en gestualidad y tartamudez. Él habría sido uno de ellos, si no fuera por la idea de los hermanos Casas y porque Patricia apareciera en el taller aquella tarde de junio. Alguien le empujó por detrás con supuesta camaradería y apartó también el recuerdo. Era Miguel Casas y, detrás, Fernando.
– Todo el mundo nos habla del puto Claws, tío. ¿Cómo es que no nos has dejado invitación? -El Innombrable había decidido abandonar su cohorte de seis aduladores y venía hacia ellos. En lo que estuvieron juntos, Alfredo supo colocarse en el mejor sitio de la foto, al lado del Innombrable, y mantener la más simpática y vacía conversación con él mientras duraran los flashes.
Por supuesto que fueron al Claws. Patricia, alertada por una rápida y entrecortada llamada de Alfredo, había ordenado que en vez del chupe y el club sándwich dispusieran pastel de carne y entrañas, que divertía mucho al Innombrable, y conejo en mostaza para los hermanos Casas. La eterna fila de ansiosos por formar parte de la sofisticación con garras les recibió reconociendo sobre todo a Alfredo y al Innombrable.
– Joder, tío, quién nos iba a decir esto en la Barcelona de los noventa -alcanzaron a decir con incredulidad y envidia española los hermanos.
Dentro todo fueron ooohs, aaahs y joder y hostias. Los hermanos Casas detectaron dos o tres actrices de Hollywood y el Innombrable se encontró con un célebre enemigo de los ochenta. Alfredo no podía desvelar nombres porque era una de las reglas no escritas del Claws, no se decían nombres salvo los que se emplearan en la conversación. En un mundo donde todos se conocían no era necesario destruir el raro juego de si se hablaría con quien creías que conocías o si en realidad lo hacías con un suplantador.
La orquesta tenía una invitada especial esa noche, había acudido en principio como cliente pero estaba como una cuba y no podía resistirse a la cruel interpretación de representarse a sí misma en el club que se había estrenado la noche en que el rey del pop había muerto. Aunque la orquesta la acompañaba perfectamente en sus propias canciones, no siempre le alcanzaba la voz y se olvidaba de sus propias letras, lo que la cantante de la orquesta suplía deliciosamente. Al público, ese Claws a reventar, le daba absolutamente igual, estaban viviendo un típico, emocionante momento Claws.
Alfredo llevó al Innombrable al despacho de la reina Patricia. La música les envolvía, habían bebido demasiado y Alfredo apenas podía entender lo que intentaba decirle el maestro.
– Sé lo que has hecho. Sé dónde has estado. Pero no te arrepientas -creyó Alfredo que le decía, pero los movimientos de sus labios deletreaban otras palabras-. Estamos en el momento equivocado. No podemos aspirar a más importancia, Alfredo. Comer siempre ha sido una cosa de ricos. Cocinamos para ellos, como hicimos ante los reyes de Francia, y dejamos de existir una vez les guillotinaron. Cerraré mi restaurante, no puedo permitir que se convierta en un símbolo del lujo en esta crisis -era lo que pensaba que decían sus labios. Y él intentaba abrazarle, decirle algo pero las palabras no le salían. Seguramente Patricia había ordenado colocar algo especial en los pasteles de carne y entrañas, se miraban y se abrazaban y casi besaban como si estuvieran mucho más colocados de lo que podían recordar.
Alfredo imaginó que empezaba a preparar platos anti cocina, como si fuera una prolongación de sus brotes psicóticos cuando anudaba y anudaba la corbata de lacito, como alguna vez se le escapó a Patricia llamarla, seguramente es como se refiere a las pajaritas en Sudamérica. Sí, preparar un menú de errores. Como pudo fue relatándoselos al Innombrable mientras la orquesta dejaba de tocar y aparecía el disc jockey, recibido como si fuera un césar triunfador.
– Arenques con hinojos pasados por néctar de albaricoques y servidos sobre una tortilla mexicana de maíz. Higadillos apenas cocinados envueltos en espuma de cerveza y buñuelos de bacalao. Un soufflé líquido. -Bueno, eso de hecho ya lo había creado en forma de combinado en sus inicios-. Chocolate imposiblemente amargo.
El Innombrable ya no estaba, en su lugar le miraban los ojos muy grandes de Fernando Casas.
– Nunca te perdonaré que me hayas arrebatado la única cosa que me hacía feliz, hijo de puta -le decía.
Le escuchaba perfectamente. Solo que le veía recuperando juventud, adelgazando repentinamente, mejorando la flacidez de esa cara que en efecto parecía haberse poblado de algo no cumplido, un deseo arrebatado.
– Patricia era la única alegría de mi vida. -Seguía hablándole y él entendiéndolo perfectamente. Quería responderle pero no podía, Fernando se hacía súper joven, parecía como si en cualquier momento empezaran a imitar los Milli Vanilli.
– Podías tirarte a quien quisieras y me hiciste daño, el peor daño posible.
Seguía sin poder responderle hasta que Brígida, la valkiria medio alemana y medio latina que Patricia había entrenado para ser maestra de ceremonias en su ausencia, se materializó con absoluta profesionalidad. Alfredo recuperó el habla y en el poco alemán que había aprendido con Patricia ordenó a Brígida que llevara a sus invitados, en especial Fernando, hacia la habitación de arriba. Brígida respondió con un rápido movimiento de su fuerte cuello y supo enderezar la inicial rebeldía de Fernando, que continuaba reclamando una alegría deshecha.
Alfredo reunió al Innombrable y a sus seis imitadores y al hermano de Fernando, que intentaba decirle algo y de nuevo tampoco podía entenderle. Subió con ellos la escalera de caracol hacia el cuarto de arriba. La mesa larga contra la pared de ladrillo con el corazón roto pintado como graffiti, los muebles de escay azul marino y las luces muy bajas. Brígida había acomodado a Fernando al lado de una rubia pechugona y cariñosa, y parecía sacar mujeres con poca ropa y mucho perfume de entre las paredes. Una morena tan solo vestida con su permanente afro, que se movía como un faisán suspendido, acercaba una bandeja donde había rayas de cocaína del tamaño de pequeñas colinitas y chupitos de tequila o vodka diferenciadas por una rodajita casi imperceptible de lima fluorescente. El Innombrable desdeñó la droga pero dejó que sus imitadores hicieran al fin lo que quisieran. Fernando lloraba, amargamente, mirándole e intentando mover sus labios pero rápidamente recordando que Alfredo los leía.
Durante la mañana abrió la puerta del Claws y la ciudad era fría, limpia, la cercanía de Charing Cross poblándose de mujeres jóvenes y uniformadas con sus faldas de variados grises y bolsos enormes, sosteniendo altos envases de cartón con falso café dentro. Alfredo no podía entender si le habían drogado o si su encuentro con aquellas personas que le impulsaron a ser cocinero había terminado por ser una naturaleza muerta desdibujada. Jamás bebía de más en el Claws, solo Patricia tenía la habilidad para resolver un cruel resacón.
Él prefería subirse al metro de la línea Picadilly en dirección este. Cualquiera que haya sido la noche, estar allí, sentado o de pie, al lado de la gente real que nunca sería, que nunca alcanzaría a ser, le mareaba, le asustaba, y le tranquilizaba. La línea cruza todo el oeste sumergida bajo los imponentes monumentos de la ciudad imperial. Cuando empieza a acercarse al este, proletario, duro, de casas repetidas y jardines cubiertos por muebles rotos y desechos de una vida rutinaria, emerge para enseñar un día sin nubes o un cielo cubierto con cuervos y patos devorándose en el aire. Debajo, aplastados por el cilindro del tren, las personas tienen rostros como el de Fernando reconociéndole que Patricia fue su única alegría. Tienen rostro de trabajar en las cosas que Alfredo jamás conoció, atendiendo turistas en tiendas caras, deseando escribir un artículo que cambie el mundo, asistiendo a un diseñador enloquecido, esperando una llamada al móvil que anuncie un premio o la muerte de alguien a quien sustituir. El tren se mueve con la misma musicalidad, seca, cortante, y las estaciones se parecen todas a refugios de una guerra que no se atreve a estallar. De pronto la oscuridad le devuelve su reflejo en el cristal y es él, el bello Alfredo, salvado de toda esa mediocridad por una mujer con un plan perfectamente llevado a cabo. Continúan las estaciones y suben rusos que parecen hablar polaco, italianos que se apoyan en mujeres indias, enanos que siguen un gigante, gays que gritan nombres de estrellas pop en sus móviles, mujeres solas que se suenan la nariz o restriegan ketchup en sus patatas fritas. Nadie es bello, solamente él, dejándose llevar, como siempre, una vez más.
Joanie le llamó, había una persona muy alta y de aspecto demacrado en la puerta del Ovington. El inspector de finanzas internacionales de Scotland Yard, respondiendo a una descripción propia de la mejor agencia de talentos, era alto, delgado y medio musculado, más cerca de los cuarenta que de los treinta, pelo desordenado y color piel de cebolla, impermeable en la mano aunque hubiera sol en la calle. Alfredo comprendió que prefería indicar su cargo antes que su nombre para evitar cualquier interpretación a su presencia. Significaba problemas y prefería anunciarlos a la primera. Los dos tenían la misma altura y en cierta manera un aire de reflejo. Por eso se ofrecieron al mismo tiempo la mano.
– Stuart Ogilvy, Mister Raventós. Para nada relacionado con los Ogilvy del dinero verdadero -agregó.
– Yo tampoco estoy emparentado con los ricos Raventós -alegó Alfredo.
– Ovington es la única historia de éxito en el Londres de la depresión, Mister Raventós -comenzó a decir Ogilvy, y Joanie y el resto del equipo comprendieron que era mejor dejar a Alfredo a solas-. Ya sabe que los agentes de finanzas internacionales tenemos un amplio presupuesto para asistir a estos locales. Conseguimos camuflarnos mejor que los críticos gastronómicos -continuaba hablando sin soltar el impermeable.
Alfredo deseó que Patricia estuviera allí. Tan solo con aparecer, su pelo corto, sus ojos verdes y los dientes tan blancos, se habrían resuelto mejor las tensiones. Ogilvy no dejaba de sonreír como si esperara un almuerzo gratis. «No hay nada en la vida como un almuerzo gratis», decía la madre de Alfredo ya vencida por su locura cuando le permitían ir a la tienda de salchichas de su ex marido. Ogilvy continuaba allí, lanzando exquisitas perlas sobre el restaurante, claramente pidiendo ese privilegio.
– Un restaurante en Londres es una fórmula archiconocida para blanquear dinero, uno que de pronto adquiere este nivel de éxito se hace también más evidente.
Alfredo miraba por encima de su hombro para ver la correcta evolución del restaurante. Todas las mesas llenas, asiáticos, judíos, una pareja de editoras de moda francesas, un armador griego destapando botellas de vino de borgoña junto a otro español.
– Tenemos una oficina de abogados en Grosvenor Crescent -dijo Alfredo.
– Excelente ubicación, Mister Raventós -respondió Ogilvy, el atildado inspector fiscal-. Cuentas impecables, admito. Incluso habéis pedido el permiso para aceptar trabajos en Norteamérica, que no todos los residentes conocen -continuó. Alfredo evitó poner cara de escucharle hablar en chino. Patricia sabía demasiado, ¿un permiso para residentes que ingresaran dinero desde el extranjero?-. Londres, ya sabe, es una ciudad con dinero proveniente de cualquier rincón del mundo. Necesitamos leyes más que nada para saber cuántas personas que mueven tanto dinero y tantas monedas viven en nuestra ciudad.
– Lo comprendo. En este negocio digamos que yo llevo esta parte del entramado y mi novia y socia, Patricia van der Garde, se encarga del resto. Fue idea de ella contratar a los abogados de Grosvenor Crescent -respondió Alfredo.
– Seguramente ella olvidó que necesitábamos una entrevista rutinaria -acotó el inspector. Sí, lo había olvidado, o a lo mejor lo había escrito en esa aterradora misiva de atroz caligrafía-. No son preguntas muy complicadas -dijo Ogilvy, decidiendo colocar su impermeable al fin en el espaldar de la silla de Patricia. Liberado de su peso, su cuerpo se relajó-. De todos sus platos, por cierto, mi favorito es el milhojas de bogavante.
Alfredo detectó ese tono metálico, ligeramente crispado de los gays que tantas veces escuchó en su propio hermano. Como si quisieran refrenar cualquier vestigio de amaneramiento delante de un hombre que, como él, les perturbaba. Fue entonces cuando entendió que, en la ausencia de Patricia, él tendría que hacer de Patricia.
Joanie y uno de los becarios improvisaron una mesa en el despacho, delante del destartalado sofá del Screams. Alfredo seleccionó un Rioja que gustaba mucho a su padre. Conde de los Andes de 2001. Nunca hay que fiarse de las apariencias, no solo porque el inspector pareciera atemorizado, sino porque también podía ser un experto en vinos, más aún si trabajaba en una brigada especializada en perseguir a ladrones de guante blanco. El milhojas de bogavante estaba estupendo, Alfredo también se había servido una ración, en plan tapa, y había ordenado a Joanie elaborar ese sándwich Club con perdiz estofada, lechugas de Madagascar y una ratatouille de berenjenas israelíes que venían de la misma subasta de la Isla Prima sobre el famoso pan de espelta ligeramente tostado. Combinados con el deje metálico del vino, el inspector preferiría que Alfredo lo abrazase y le dejara dormir una siesta antes que sostener el interrogatorio. Para mantener cierta tensión viril entre ellos, Alfredo tropezó intencionadamente con el ordenador de su novia y activó las diapositivas de las fiestas en el Ovington que Patricia había organizado. Ninguna imagen era escandalosa, todas perfectamente publicables de caras famosas y también impresentables como las de la Higgins y Marrero. Por suerte, en casi todas estaba Patricia, mirando hacia la cámara, apoderándose de la pantalla, ofreciéndole una sensación de compañía y vigilancia.
– ¿Por qué escogieron abrir un restaurante en Londres? -empezaba Ogilvy, llevándose la servilleta a la boca, reprimiendo el deseo de acicalarse las comisuras.
– Es una de las plazas más competitivas en mi profesión, Stuart -respondió Alfredo, relajándose en el sofá, acaparando más espacio con sus extremidades largas, silenciosamente socavando el respeto que infería el inspector de finanzas internacionales.
Vio la vieja litera abandonada, cubierta de periódicos viejos.
– ¿Por qué no París? -continuó.
– Porque no hablamos francés -respondió con una sonrisa tan extensa y al tiempo cercana que difícilmente Ogilvy podría resistirse a besarle.
– No debió de ser fácil encontrarse en el medio de tanta atención después de servir la última cena a una persona como el señor Madoff. -Se mantuvo firme el inspector, aunque titubeara en alguna palabra. Alfredo se había colocado las manos sobre las rodillas, exhibiendo sus antebrazos cubiertos de venas casi musculosas. La mención del nombre del Cliente le hizo esconder las uñas. Nunca se referían a él por su nombre y de pronto tenía delante de él el recuerdo de los flashes del Screams y la voz de Marrero reduciéndole a una persona anexada a un precio.
– No, no fue fácil -concedió.
– ¿Extraña sus inicios, cuando concebía esos divertidos combinados, mezclando licores con ingredientes de sitios distintos del mundo? Recuerdo un Rhum Bay suyo con cachaça brasileira y hierbabuena siciliana.
Alfredo sufrió por no perder el control de la situación. Ogilvy era temible, se había dado cuenta de que Alfredo pretendía marearle dejándole relamerse en su presencia, pero el tipo le había acuartelado sabiendo más de lo que esperaba. Claro que recordaba ese cóctel, fue uno de su favoritos, una especie de mojito con caipirinha, que es a su vez una suerte de mojito pero brasileiro. Por eso mezclaba cachaça con ron jamaicano, una bomba precisa, y le agregaba esa hierbabuena tan áspera pero aromática. David lo adoraba y lo bebía hasta que perdía la cabeza y decía estupideces como que Alfredo no le dejaba amarle.
– Me encantaría ofrecerle uno ahora mismo, pero imagino que debe volver a trabajar.
– No. Inspectores como yo no tenemos horario, señor Raventós.
– ¿Le molesta algo de música? -preguntó de pronto Alfredo. Ogilvy dio por respuesta una negación de su cabeza. Alfredo regresó al ordenador de Patricia y allí estaban ella y la Modelo, vaya, mirando hacia la cámara como si aceptaran que las violara. Pulsó el iTunes imaginando que saltaría el aria de Popea, pero en su lugar surgió «Fascination», de La Roux. Alfredo se rió de buena gana, desahogándose, era una de las canciones más bailadas en la boda de su hermano. «Viejas fascinaciones, nuevas sensaciones, todas vienen a mi cabeza», cantaba la joven. Alfredo salió hacia la cocina, Joanie se estaba colocando su chaqueta para disfrutar del receso entre la comida y la cena. Quedaban dos personas alabando una botella de vino. Alfredo aceptó el beso de despedida de Joanie y fue hacia el bar de la cocina. No había cachaça, habría que suplirla de inmediato. Un poco de vodka francés, sí, era tan perfumado que el inspector lo disfrutaría. Empezó a triturar el hielo en la pequeña batidora americana y a buscar en los tuppers las hojas de hierbabuena siciliana, Joanie y compañía siempre organizaban todo tan bien. Mientras buscaba pensó que al volver con las bebidas el inspector se habría quitado todas las corazas y la consiguiente ropa y le esperaría con algo más que los brazos abiertos. No, se dijo, no podía ser. Solo Patricia, la puta de su novia, ella sí sabría qué hacer en un momento así. Él no, incapaz, absolutamente imposible. Nunca había necesitado de algo así para salir de un problema. Una vez David le contó que se acostó con uno de los hermanos Casas, sin precisar cuál, ofreciéndole tanta cocaína que al final se dejó… No quería recordar. No quería seguir más adelante, si mezclaba la vodka con el excelente ron hondureño que guardaba en su bar ya no podría echarse atrás. Los licores se unían en el vaso y ganaba el ron. Colocó el hielo molido con una cuchara de hueso de vaca argentina, esparció las hojas con sus dedos y probó un sorbo. -¿Mezcla perfecta, Alfredo? -decía Ogilvy. Alfredo no se atrevió a mirar. Estaría desnudo y apoyado sobre el marco de la puerta. Imposible, todavía había gente en el restaurante, se reflejaría todo en las neveras, les verían los transeúntes a través de los ventanales. Se armó de valor y lo enfrentó, con los dos vasos entre sus manos. Le pareció el trayecto más largo de su vida, el que le permitía entender a Patricia, entender el alcance de dónde se habían metido, en lo que se habían transformado. Si el inspector quería algo de él, Alfredo también deseaba que se alejara todo lo posible del Ovington y de cualquier pequeño resquicio donde pudiera desmadejarse la red de Patricia. O, si lo dejaba hacer y compartir esas bebidas, que no fuera absolutamente nada más. Por qué no asumir que el tinglado de Patricia tenía un solo error, pensó: él. Sí, él, su novio que jamás alcanzaba a depositar los dos cócteles en el despacho; él, Alfredo Raventós, henchido de valor patrio y dispuesto a decir todo lo que sabía. Confesarlo como hubiera querido hacer en la boda de su hermano. Confesar, confesar, confesar. Y al fin estaba al lado del inspector, vestido, sí, sí, sí, vestido y sin ninguna sonrisa al apretar su vaso con unos dedos como los de cualquier otro hombre.
– Debe de estar pensando cosas terribles, ha tardado como si estuviera cruzando la intersección de Embankment y Charing Cross -le dijo. Alfredo se mosqueó. Era un comentario harto obvio, todo el mundo conoce lo larga que es, en efecto, la unión de ambas estaciones al borde del Támesis, pero Charing Cross era como un segundo hogar en esos días para Patricia, empeñada en visitar a su abuela en tren.
El inspector regresó al sofá, se tumbó sobre su propio impermeable, abrió las piernas y bebió un larguísimo primer trago.
– Es exacto al que atesoraba todos estos años. Usted dejó de hacer cócteles en el año 2000 -le recordó, con esa precisión de inspector. Alfredo no paraba de imaginárselo quitándose la ropa, acercándose arrodillado hacia él e implorándole que le dejara hacer solo un momento, solo un momento, como había oído a su hermano relatar que sucedían estas cosas.
– Solo un momento -dijo en efecto el inspector, y Alfredo sintió una repulsión recorrerle el estómago, se oyeron sus tripas, tragó pesadamente y la nuez se le pronunció más.
– Solo un momento -repitió el inspector y Alfredo tomó velozmente casi la mitad de su copa-. Solo un momento, sí, para atesorar el recuerdo de este combinado, y unirlo al de ese verano en Barcelona cuando usted trabajaba en aquel jardín y probé aquel maravilloso cocktail.
Alfredo estuvo a punto de decir que no podía, que era superior a sus fuerzas, que jamás conseguiría ir un paso más allá.
– Podemos mejorar el recuerdo… -comenzó a decir como si fuera otra persona- con un poco de queso.
– ¡Queso! -exclamó Ogilvy. Alfredo sintió sudor frío en sus sienes, estaba metiendo la pata, el queso tiene connotaciones eróticas complicadas en la cultura anglosajona.
Puede significar ganas, ganas reprimidas durante largo tiempo-. Soy alérgico al queso, mister Raventós.
Alfredo recuperó de un golpe su confianza. De pronto era una persona capaz de algo peor que entregarse contra su voluntad. Era un cocinero capaz de engendrar un alimento donde camuflar un ingrediente venenoso. Se reanimó, se incorporó y sintió cómo en sus movimientos se desplazaba una renovada capacidad de seducción. Mejoró la música, el inspector apuró la bebida y Alfredo, sin preguntarle si quería más, avanzó de nuevo hacia la cocina a servirle otra. Abrió el refrigerador y la puerta le devolvió la instantánea del Ovington ya completamente vacío y la calle poblándose de transeúntes hacia ninguna parte. Hizo un segundo combinado y vio en la primera bandeja de la nevera los quesos, muy cerca entre ellos, como si fueran munición para un ataque. Sonrió y al cerrar la puerta se vio, vestido de blanco, el pelo tan negro, y pensó que cuando al fin pintara canas debería cambiar el color del uniforme. Quizás un azul oscuro, como el interior de una ola. Se rió y Ogilvy se incorporó algo más en el sofá, con la curiosidad propia del inspector.
– Me imaginaba… -dijo Alfredo asumiendo que debía una explicación por su inesperada risa- con canas, y que seguramente ya este tipo de uniforme debería también sufrir una alteración. Quizás hacerlo de un color más oscuro.
– Alfredo Raventós siempre será el mismo en cualquier color -soltó el inspector, acentuando cada palabra de mayor cursilería. Alfredo volvió a abrir la nevera y vio de nuevo los quesos, cada vez más juntos, como si quisieran volverse una masa.
– Ha hecho usted tantas cosas innovadoras en la cocina que cambiar el color del uniforme de los cocineros sería considerado una boutade fantástica -continuó Ogilvy, seguramente más borracho y por ello cada vez más desinhibido y cursi. Alfredo sacó los quesos, ingleses a la izquierda, españoles a la derecha, encima de una tabla de mármol amarillento. La dejó en la encimera, protegida de la vista del inspector por la puerta abierta.
– Aunque no comamos nada necesito dejar la puerta abierta para combinar temperaturas para unas gelatinas -explicó, siempre profesional, Alfredo.
– Qué fascinante compartir estos secretos juntos -relamió con ese acento metálico Ogilvy.
Alfredo regresó hacia el sofá, la puerta del refrigerador convertida en un muro que les reflejaba como un cuadro. En un principio Alfredo temió girarse y enfrentarse al reflejo, mientras el inspector cada vez estaba más acomodado en el sofá y su impermeable más arrugado debajo de su cuerpo. Por eso, Alfredo lo tomó por una de las puntas, el inspector se separó un poco, sonriéndole, sorbiendo más del trago. Alfredo dobló rápidamente la prenda y la dejó sobre la silla del escritorio. Volvió a sentir el control, escuchando débilmente la voz, el aliento de Patricia recordándole que estaba bien, que hacía lo correcto, que debía seguir adelante.
– Se ha abierto del todo la puerta del refrigerador -dijo Ogilvy en castellano, riéndose de su propia destreza en el idioma. Alfredo imitó de inmediato la risa. El reflejo atrapado en la superficie de la puerta le devolvió un ser grotesco, como si fuera un humorista de televisión. Peor, recordándole a la manta-raya exhibiendo toda su dentadura y el interior traslúcido de sus órganos en la gigantesca pecera de la Isla Prima. Ya no era aquel hombre de pelo negro, ojos profundos, mandíbula firme, hablando de cócteles y morenas porteñas que comían sushi de manos de sus enamorados. Ya no era el bello Alfredo imaginándose qué hacer para seducir a Patricia, vestida de boda e inestable sobre la gravilla del estudio de los hermanos Casas. Ya no era él el hombre que vio el precio de su talento en la parte de atrás de una tarjeta de visita. Era un espía sin alma, un narciso sin miedo, un guerrero sin escudo.
El inspector se levantó del sofá y Alfredo lo vio también reflejado en la puerta abierta. Un cuadro moderno, dos personas que necesitan algo. Dos clientes, dos mentiras. Dos monstruos juntos.
– No la cierres -ordenó, y el inspector se acercaba más a él, como si la orden de dejar abierto el frigorífico fuera una clave para iniciar la anhelada acción. Clavaba la mirada, un tren que se adentra en la estación. El cuchillo afincado en la herida. Alfredo seguía todo a través del reflejo. Tenía pelo, el inspector, sí, no aparecía ninguna calva en el cuadro. Buena espalda, buenas piernas, andar masculino. Nunca antes había notado esos valores en un hombre. Ya no pensaba como él, pensaba como Patricia, medía gestos, calculaba pasos, veía omóplatos. Patricia, dibujaron los labios de Alfredo. Patricia le respondió al que veía en la puerta abierta del refrigerador. Patricia volvió a decir sin mover los labios. El inspector estaba cerquísima, esperando el instante en que los brazos de Alfredo le cercaran. Alfredo imaginó productos corrompiéndose en la nevera al permanecer abierta, los quesos despidiendo fetidez, corrupción. ¿Cuánto tiempo más duraría este juego? ¿Veinte minutos, una hora? ¿El tiempo necesario para que el inspector Ogilvy pasara a ser una más de las víctimas de la pareja?
– Esta debe de ser la más extraña de mis visitas de inspección -confesó Ogilvy-. Espero que no sea la última -agregó, cerrando los labios y esperando, sí, definitivamente, la orden final de parte de Alfredo. No hubo ninguna, Alfredo seguía hipnotizado por el cuadro que encerraba la puerta de la nevera y la repentina oscuridad de la pantalla del ordenador. La espalda del inspector y el rostro de Alfredo en la nevera y la espalda de Alfredo y la sumisión de Ogilvy en el negro del ordenador. Cercados, vigilados por aparatos sin voz.
– Hace un poco de calor, ¿no? -dijo Ogilvy, desabotonándose la camisa. Alfredo enseñó sus dientes, otra vez la manta-raya nadando hacia él y estrellándose contra las ventanas del acuario. Alfredo cerró los ojos, los volvió a abrir y el cuadro continuaba igual. Inmóviles los cuerpos sobre la puerta de la nevera abierta. La pared del despacho apoderándose del paso de la luz del blanco al gris, el sofá desarreglado, la litera sumergida por periódicos viejos, el impermeable como una piel desollada en el espaldar de la silla. Los quesos descubiertos por su olor. El inspector, al fin, de rodillas ante Alfredo, que se veía desdibujándose en el reflejo de los refrigeradores. Cerró los ojos y estaba dentro de uno de los funiculares del London Eye, la noria símbolo del Londres del nuevo milenio. Patricia estaba a su lado. Y Marrero, otra vez con una cara que no encajaba. Hablaban de seguir juntos, de continuar en su mafia, circulando sin parar. Alfredo, el Alfredo de la noria, se apartaba e iba hacia el cristal de la cabina. Quería, ese Alfredo, ver Londres como si fuera una última vez. Westminster, el globo terráqueo en el techo del Coliseum, el sombrero del almirante Nelson en Trafalgar, las cúpulas del National Museum, el campanario de Saint Martin, la inmensa bóveda de Saint Paul y el Gherkin, siempre el Gherkin, saludándole desde el otro lado del Támesis. El verde de Saint James y Hyde Park uniéndose y al borde de derramarse sobre la ciudad. Sí, se derramaban. Se derramaban.
Abrió los ojos. El inspector continuaba, arrodillado, moviéndose como un pato que aprende a nadar. El ordenador destelló la imagen final en su carrusel de diapositivas. Patricia, sonriente, la mano meciendo la melena inexistente, guiñándole un ojo.