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Capítulo 9

– Sábado, sabadillo, lo que mande el calzoncillo.

Me acostumbré a marcar las mugas semanales con el recurrente medio refrán medio apotegma con el que Jovino apuntalaba su filosofía vitalista, me dejé llevar por su viento huracanado, era tan cómodo, no nos había ido del todo mal en varias calicatas de tamaño medio, mi botín se aproximaba a los cien kilos, una fortuna de la que traduje parte a metálico, en lo de Perrachica sobraban los traductores de wolfram a pesetas aunque puede que no de los mejores literariamente hablando, cambié lo justo para sobrevivir, el resto era un regalo muy especial que quería hacer a los míos, a los que nunca había podido obsequiar con un detalle, éste era de categoría, puede que a través de su agradecimiento quisiera entregarme el trofeo al buen chico que me suponía, buen chico porque buen hijo, imposible, Jovino tradujo todo lo suyo de inmediato y como de costumbre al mejor precio que se podía obtener en la fonda, se convirtió en un hombre casi rico.

– Esto no es nada, ya verás cuando demos con el filón bueno, para mí que está en el valle por donde la neurastenia de doña Oda y sus cofres, es una pista.

– Está como una regadera, ni caso.

A Jovino el dinero le quemaba en los bolsillos.

– Vamos a Ponferrada, chaval, a fundirlo en El Dólar, en una juerga por todo lo alto.

– Antes quiero ir a Cacabelos, a ver La corona de hierro.

– ¿Y eso qué es?

– Una película.

– ¿En serio que quieres ir al cine?

Me lo preguntó con los ojos como platos, el cine no se incluía en las juergas de ningún minero que se preciara, a mí la película me importaba un comino, pero insistí.

– Es buenísima, una obra de arte.

– Encima, no te digo. Si quieres vamos a la sesión de las siete, que la noche hay que amortizarla en El Dólar, ¿te hace?

Sonó una música característica, NO-DO, el mundo entero al alcance de todos los españoles.

– Menudo pestiño.

– Calla, no me dejas ver.

Trataba de adaptarme a la oscuridad de la sala, más que a la pantalla miraba a los espectadores escudriñando metódico fila tras fila intentando localizar la para mí inconfundible silueta de Olvido, habíamos quedado allí y ése era todo mi interés por el film, no daba con ella y un imprevisto atenazó mi ánimo, a lo peor no era tolerada para menores de dieciocho y no la habían dejado pasar, imposible, en el Litan no se andaban con tantos remilgos, la chiquillería gritaba de entusiasmo con el batir de las espadas, sería otro el motivo y más grave, me pareció larguísima la espera hasta el descanso, la chica de la película era guapísima, Louisa Ferida, todas las chicas de cine eran de una belleza irreal, jamás te las encontrabas así de guapas por la calle, ahora bien, puesto a elegir entre todas yo votaría por Olvido para Miss Mundo, la realidad me la estaba poniendo igual de inalcanzable, me fijé en la tal Ferida y la vi convertida en Clara Petacci colgada por los pies en una plaza pública, la gente gritaba a su alrededor enfurecida, se encendieron las luces y acabó la truculencia.

– Vamos a echar un pito fuera.

Estábamos en el descanso.

– Tengo que verla.

– Ausencio, no te hagas ilusiones, las mujeres son como las gallinas, les echas maíz y pican en la mierda.

– Si te refieres a Olvido te parto la cara.

– Me refiero a las mujeres en general.

Paseamos por el bar, por la carretera, las golondrinas aleteaban locas en un cielo transparente, nada, ni rastro de quien me interesaba, Olvido no aparecía por parte alguna, tiré el pitillo a medio consumir, un lujo, y regresé a la sala bastante deprimido, por mí los malos podían colgar de la patas a la Louisa Ferida y hacerle lo que quisieran, me la tiraría tres veces sin descabalgarla del cipote, otra visión fantástica, se me aceleró el pulso en la forma habitual, estaba en la segunda fila, tan adelante no la había visto, la saludé a punto de apagarse las luces, Okal, Ulloa Óptico, Garaje Iván, al lado de Niceta y Gelón, el muy estúpido babeó algo.

– Hombre, qué casualidad.

Ni caso, de un pescozón me desembaracé del crío que ocupaba la butaca junto a Olvido y me senté allí, a su lado, más en la gloria que si lo hiciera a la derecha del Padre, la respiraba, sentía la fragancia de su piel, la oscuridad se convirtió en un maravilloso cómplice, se entrelazaron nuestros dedos, entre sombras me vi reflejado en la doble laguna negra de sus pupilas y borracho de ilusión me arrojé de cabeza a ellas dispuesto a ahogarme, la pantalla y el resto del mundo dejó de existir, charlamos sin parar ajenos al continuo chist de los vecinos, bastante teníamos con contener el beso de final feliz con el que nos hubiera gustado premiar el encuentro, su contacto provocó una fuerte reacción en mis genitales, algo a obviar, nuestro amor era arcangélico, ni caso cuando Jovino me sacudió un codazo en la escena cumbre.

– Mira, listo, lo mismito que el cofre de oro, así daremos con el filón de la peña.

La corona de hierro emerge de la tierra en donde estaba enterrada para recompensar el esfuerzo de los buenos, ni caso, Louisa Ferida está buenísima pero me importa un comino, teníamos tantas cosas que decirnos, siempre la misma, y tan poco tiempo, el fin nos electrocutó con la fuerza de un rayo, angustiados hasta la próxima cita que probablemente y por desgracia sería tan poco clandestina como la recién extinguida, a Gelón le faltaría tiempo para ir con el soplo a su padre, que le dieran por donde amargan los pepinos, «nadie conseguirá separarnos», me juró una vez más, adiós, hasta siempre.

– ¿Y ahora qué?, ¿a Ponferrada?

– Tú ya te has ido por delante, chaval.

Jovino me señaló la bragueta muerto de risa, pero el que por poco se muere de vergüenza fui yo, una mancha característica maculaba mi pantalón nuevo de franela en salva sea la parte, me había corrido en sueños, sin darme cuenta; con agua de seltz, en el ambigú del mismo cine, reparé la avería.

– No se te ocurra hacer un chiste en el que entre Olvido o te rajo.

– Para mí demasiado flaca, tranquilo que no te la nombro.

– Mejor así.

– Y ahora de putas, listo, con una puta todo es más fácil.

Jovino tenía el cuerpo de jota y yo me dispuse a seguirle por pura inercia. Gelón diría de mí, era un buen chico que no supo mantenerse alejado de quien no le convenía, apreciación superficial, la complejidad de mi circunstancia era un bosque de árboles tan frondosos que me impedían cualquier perspectiva, y ya se sabe, en un bosque la línea más larga entre dos puntos es la recta, el amigo Menéndez era el atajo por el que discurrían mis pasos hacia Olvido, lejos, todavía muy lejos, le acompañé dispuesto a lo que fuera, pero sin entusiasmo, el barrio de las putas me pareció horrible, por lo que empezaba a llamarse La Puebla, los alrededores de la estación, edificios con la carbonilla del ferrocarril minero luciendo sus fachadas, patéticas lonjas con un farolillo rojo y la correspondiente cola de hombres, casas de la Sagrario, la Rosamari y la Blanquita, no quise entrar, Jovino pasó a tomar una copa y yo le esperé merodeando por los andenes, saboreando la eterna melancolía de un tren en la noche, admiré el nuevo modelo de locomotora Santa Fe, de fabricación íntegramente nacional, construida en La Maquinista Terrestre y Marítima, hacía un único recorrido de mercancías Venta de Baños-León-Ponferrada, no estaba mal, un orgullo de patria chica, me identificaba más con la potencia de sus hierros, quizá fuera mejor decir me consolaba, que con los rostros desencajados por el deseo a la puerta por donde reapareció Jovino, en aquel ambiente mi virginidad estaba a salvo, pagando y contra reloj me resultaba inimaginable el correrme, ni pensar en Olvido entre aquella chusma, no me la nombres o te rajo.

– ¿Qué te parece?

– De pena, me dan ganas de vomitar.

– Fino, que eres un fino, pero tienes razón. Quería que lo vieras para saborear mejor el contraste, ahora verás teta fina.

Alguien bautizó a Ponferrada con el subtítulo de «la ciudad del dólar», no se sabe bien si por la facilidad con la que corría el dinero o por contar con el magnífico establecimiento denominado así, El Dólar, en cualquier caso por El Dólar fluía el dinero en abundancia, negocios de sexo y wolfram, su «reservado el derecho de admisión» se refería sin duda a las pesetas, entramos y, en efecto, el sitio me deslumbró, menudo contraste, nada de colas, eran las chicas las que aguardaban consumiendo copas eternas en un decorado de lujo.

– ¿Qué van a tomar los señores?

Maldito si parecíamos señores, pero el barman dominaba el arte del disimulo, virtud de reyes y camareros.

– Un clarete.

– No digas chorradas, dos Bergidum Guerra.

– No me gusta el anís.

Jovino se empeñó en instruirme.

– Pero hace elegante, listo. Aquí sólo se beben licores fuertes, aquí todo es a lo grande y a lo fuerte.

– Yo sólo soy un flojo con mal genio.

– Y lo más fuerte está en la puerta del fondo, ¿te gusta el juego?, allí está la partida del Arias, tres meses seguidos jugando al giley.

– Imposible.

– Como lo oyes, de ahí sólo se levanta uno para mear o porque se arruinó.

– Sería curioso…

– No te metas nunca en el juego, los cartones arruinan a los estúpidos, pero sobre todo a los curiosos.

– Prefiero las chavalas, no te preocupes.

– Pues elígela hermosa, listo, en la fiesta de la carne, cuanta más carne más fiesta.

Eso de que las mujeres te mirasen directamente a los ojos y sonrieran descaradas fue toda una novedad, no sabía a cuál mirar para no comprometerme, para no ponerme colorado, sería horrendo, me fijé en la copa de anís como si allí se decidiera mi porvenir, oye, que le miré a la rubia solriza, falda tubo rasgada y me sacó la lengua, se relamió los labios, menos mal que sonó la música y pude desembarazarme con cierta dignidad de sus insinuaciones, sobre un escenario que me había pasado inadvertido apareció la reina del bataclán, el acabóse, la Faraona, una vocalista con las notas altas turbias de alcohol y el timbre un tanto opaco de insomnio, pero maldito si necesitaba cantar para tener éxito, me miraba a los ojos, a mí, si no estábamos quinientos tíos en El Dólar no había un alma, y me miraba a mí, con esos ojos de sombras azules, una figura espléndida embutida en una faja de raso negro como un maillot de baño, sus muslos imprimían un inquietante vaivén a un liguero rosa imposible de olvidar, en su honor se habían ejecutado millones de pajas a lo largo y ancho del Bierzo, me dedicó la canción sin quitarme los ojos de encima.

Una me dijo que sí,

o tra me dijo que no.

La del sí, quería ella;

l a del no, quería yo.

Puede que fuera su problema, el mío desde luego no era ése, puede que mi romanticismo me sobrevalorara, ¿me comía con los ojos o es que simplemente miraba hacia la barra repleta de público masculino?, no se podía concentrar en un neófito nada menos que Carmiña Cela Trincado, la Faraona por ferrolana, del Ferrol del Caudillo, y por dueña del Dólar, si no era la dueña sí la que daba la cara y algo más ante las autoridades, una noche con la Faraona era el máximo título que un minero podía exhibir en el valle, costaba tanto como uno universitario y proporcionaba más prestigio, el aura definitiva del éxito en el negocio del wolfram, me resistía a pensar en Olvido y la muy zorra adivinó mi forcejeo, le sonreí y me respondió con otra sonrisa, amor, siguió cantando, amor es un algo sin nombre, que obsesiona a un hombre por una mujer.

– Está más buena que la Ferida.

La ovación arrolló su trémula voz como una tormenta del Cantábrico la balsa de un náufrago, mi inverosímil querencia marinera, aplaudí con ganas y coreé el brindis del energúmeno.

– ¡Por la Faraona!

Apuré mi Bergidum de un trago, tosí para neutralizar la corriente de lava que destrozaba mi garganta y por eso se me escapó parte del brindis en alemán.

– …Deutschland über alles! Heil Hitler!

– ¡Por Hitler!

Para mí que la mayoría de los allí presentes eran germanófilos, no obstante, el perentorio grito provocó un tenso silencio, brevísimo, roto por los abrazos del putiferio siempre al quite, la tensión se fragmentó en múltiples corros, fin del espectáculo, me fijé en ellos porque hacia una próxima mesa libre me llevó Jovino susurrándome al oído, «son los alemanes de Casayo, los de la Cabrera», eran dos compartiendo la juerga alcohólica con otra pareja de españoles, patriotismo, grado intermedio entre la exaltación de la amistad y la autoconmiseración, los primeros alemanes que veía en carne y hueso, los anteriores los había oído volar con sus Messerschmitt 109 sobre mi cabeza en el frente del norte, no eran santo de mi devoción por más que al haber tenido la suerte de no morirme no se generalizó mi odio a su raza entera, era tan sólo un odio muy selectivo al arquetipo, los patriotas se enzarzaron como no era menos de esperar.

– Viva Hitler y viva Alemania.

– Y también viva España.

– Arriba España, querrás decir.

– Pues eso, por Castilla y por León, América descubrió Colón.

– Di arriba España.

– León sin Castilla, qué maravilla.

– Di arriba España, leche.

– Viva el Bierzo libre.

– Di arriba España, déjate dé berzas y liebres.

– Sin faltar, inculto, el Bierzo ya fue libre, una provincia independiente, ¿a que no lo sabías?

– Sí, hombre, cuando las ranas criaban pelo.

– Cuando Cánovas.

– Cuando las Cortes de Cádiz, ¿qué te apuestas?

– La ronda.

– Que lo diga Schneuber que lo sabe todo. A ver. Tú, cabeza cuadrada, ¿cuándo fue el Bierzo provincia, cuando lo de Cádiz o lo de Cánovas?

Me dejó de piedra el que se lo preguntara al alemán, no sé por qué les seguía tan atentamente la estropajosa conversación, con dos anises yo también estaba cocido, el tal Schneuber era el arquetipo germánico que solía aparecer en las portadas del Signal, no podía admitir el gratuito axioma de su superioridad, los casco a los dos, sin duda estaba algo trompa, mi natural es más pacífico, si se atreve a opinar le casco.

– Cuando las Cortes de Cádiz.

Me levanté furioso.

– Me cago en tu sombra, desgracias, ¿qué sabes tú de eso?

Pesaría el doble que yo pero le iba a sacudir en un muy noble combate aéreo, sin sus Heinkel, Messerschmitt, Stukas o lo que fueran, se quedan en nada, una mano poderosa me hizo aterrizar de golpe sobre la silla.

– Vamos, Ausencio, atiende como es debido a la señorita.

Desapareció el alemán, la Faraona se había sentado con nosotros, su belleza me deslumbró, me hizo entornar los párpados, pero estaba lanzado, así es que vencí mi timidez y pisé a fondo el acelerador, ahora o nunca, de forma autónoma mi mano se apoyó en su muslo y ascendió por la hendida falda hasta el límite rosa del liguero, me sonrió displicente y acogedora a la vez.

– Hasta ahí llegó la mano del duque en la primavera de mil novecientos.

– No sé qué comes para estar tan buena, Faraona, me tienes que desvirgar esta noche.

Revelé la confidencia sin darme cuenta, sin pensar en Olvido, y enmascarando el rubor con la euforia alcohólica.

– Ya no existen virgos, cariño, lo tuyo es un mal de amores, celos si no me equivoco.

– Te equivocas, pero no importa. Tengo dinero.

Saqué una muestra de wolfram, un trozo de azabache pulido sin mácula de cuarzo alguno y golpeé con él sobre el velador de mármol, tintinearon las copas y los ojos aritméticos de la Faraona.

– ¿Cuánto más tienes?

– Toneladas.

Jovino se enfureció.

– Trae acá, imbécil. Esta noche Carmiña es para mí.

– Déjalo en la mesa, encanto, vale por todas las consumiciones a que me invitéis.

– Champán, lo que quieras. ¿Vendrás conmigo?

– ¿Y qué hacemos con el chico?

Me volvió a sonreír con el gesto melódico que obsesiona a un hombre por una mujer, se inclinó sobre mí, un beso en la mejilla, hipnotizado sentí su mano acariciándome los testículos, explotaron como globos acariciados por un erizo y me corrí con una eyaculación torrencial que me dejó clavado en el sitio, otra vez no, por favor, traté de disimular la catástrofe con una servilleta, la mataría por descubrirme, lo dijo como quien comenta una gracia de un sobrinito en la fiesta de cumpleaños.

– Esto es corrida y no las de Arruza, para ser virgo no está nada mal.

Jovino se puso impertinente.

– Faraona, déjate de leches, dime el precio y vámonos a la cama.

– Grosero.

Entonces se armó la marimorena, medio borracho y obsesionado por no quedar otra vez en evidencia, limpiándome con torpe disimulo, no advertí la llegada de Schneuber en plan quijote.

– Es usted un grosero, discúlpese con la señorita.

– Te voy a partir la cara, listo.

Sobre mi cabeza discutían los dos energúmenos, me figuré a la bailarina del bíceps de Jovino forcejeando por reventar la manga de la chaqueta, entre su pelambrera negra adiviné el reflejo alumínico de un mechón de canas y me pareció el rayo de la violencia a punto de descargar sobre la rubia cabellera del otro, no menos corpulento, un revuelo de curiosos, el otro rubito trataba de calmar a su compatriota, era muy diferente, menudo, de cara pálida con gafas redondas y sobrio, a nuestro alrededor las mozas de alterne alzaron sus faldas y sirvieron bebidas para evitar lo inevitable, no me enteraba del argumento, la Faraona contándome historias imposibles de descifrar, «los dos borrados de mi carnet de baile, podías haber sido tú, pero no estás en las mejores condiciones, resérvate para tu chavala y no te guardes la piedra, que te he visto», pupilas de mirada nocturna devoradora de hombres, te equivocas, empuñaba el wolfram por ser el arma que tenía más a mano, el alemán no iba a salir íntegro de la refriega, empezaron los golpes y entonces la Faraona cambió de táctica, sabia en estrategias de urgencia, se puso a cantar.

No me llames gallega, que soy berciana,cuatro leguas parriba de Ponferrada.

La ovación sonó seca y corta como un tiro, puede que el halago a la patria chica hubiera tenido éxito en su objetivo de calmar los ánimos, pero lo que sonó entre los aplausos como un tiro fue un disparo auténtico, según los expertos de pistola maricona, un Derringer o similar, creció el tumulto, de la timba de don José Carlos Arias salían los jugadores chorreando un sudor de asombro muy próximo al del miedo.

– ¿Qué ha sido eso?

– ¡Allí!

De la calle entraba don Custodio, propietario de Mantecadas Custodio, S. A., de Astorga, sujetándose en vano la rosa roja del pecho y con un susurro en la boca.

– Por poco me mata…

Cayó cuan largo era.

– Hay que avisar a la ambulancia.

Lo depositaron sobre el mostrador, la rosa crecía inexorable, se hacían cruces sus compañeros de juego, «si no lo veo, no lo creo, será cabrón», se había jugado el sueldo del mes, el saldo de su cuenta corriente, el reloj, la alianza, las dos tabladas de huerta, la viña, la casa y la mujer no porque no se la aceptaron, lo había perdido todo y vieron claro que no sabía perder, este tío se suicida, salió tras él Custodio, el que estaba en racha, en su noche de suerte, para convencerle de que mañana será otro día y para ayudar en un apuro están los amigos, pero don Justo, interventor del Santander, qué van a decir mañana en el banco, se convenció de otra cosa, le disparó a bocajarro al industrial mantequero y se perdió en la noche, «será cabrón, y total para nada, no tiene edad para unirse al Charlot», aquella barahunda no me despejó la cogorza pero sí me aclaró las ideas, mi suerte la tenía que decidir por mí mismo y me aferré a la imagen de Olvido sin ninguna inhibición freudiana o como se llame, me admiró la sangre fría de la Faraona para controlar el caos, subida en una mesa, sin enseñar las ligas y con la voz que pudo haber sido, nos espabiló a todos.

– Caballeros, la policía me da diez minutos para desalojar el local, déjenme sola con mis chicas y aquí no ha pasado nada.

Así acabó la partida de giley más larga de la historia, nos marchamos tan tranquilos, los jugadores dispuestos a batir el récord con la que sin duda iniciarían mañana al mediodía, después de comer.