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Capítulo 10

El equivalente a no pensar en nada era el hacerlo de continuo en cosas secundarias, un buen método para asegurar el equilibrio de su doble personalidad, dándole a la manivela del coche mister White pensó en los sapos, los oía croar en la charca próxima, los lugareños odiaban a los sapos por su leyenda del esputo venenoso sin saber el beneficio que reportaban a la huerta, patatas y hortalizas se salvaban de caracoles e insectos por ser el menú de los batracios, aquélla era una buena tierra mal aprovechada, aplicando un mínimo de ciencia agrícola se podían doblar las cosechas, la granja era una buena coartada, puso en marcha el motor del Humber, colocó en la malla la tartera que le había preparado Carmen, filete empanado y huevos duros, se calzó los guantes de conducir y se tanteó el abultado bolsillo de la chaqueta sobre el corazón, su única arma de combate, como mínimo cien mil pesetas en metálico, automática y de repetición, con ella se obviaban todos los obstáculos, antes de arrancar se despidió del pointer.

– Cuídame la casa, Boom, volveré tarde.

Durante el viaje le falló el mecanismo de defensa mental, Maude por un paisaje que suponía parecido al que atravesaba por la abundancia de árboles, murallas, ríos caudalosos y puentes romanos, si sobrevivía a la mentira tendría que visitar Chester aunque no fuera más que en calidad de turista, ¿sobreviviría alguien en Hamburgo?, mejor concentrarse en el hecho de conducir, de Corullón hacia arriba los baches podían sepultar a un carro de bueyes, el Humber era casi un último modelo, un Super Snipe de cuatro cilindros con frenos hidráulicos, bastante trabajo le costó localizar un auto inglés como para permitirse el lujo de cargarse un amortiguador, sin recambios cualquier avería podía dejarlo fuera de combate, la aproximación a Cadafresnas la hizo a diez por hora, aparcó a la entrada de la aldea, a la vera del camino, en un tramo propicio de la cuneta.

– ¿La fonda de los Perrachica?

– Allí, no tiene pérdida.

La luna abrillantaba los techos de pizarra, no había otra luz, casas sin ventanas, ventanas sin cristales, cristales sin vida, un rumor inconfundible, no había pérdida. Llamó y cuando le abrieron recibió en pleno rostro una vaharada de calor humano.

– ¡Esa puerta!

– Déjala abierta un rato, huele a compañerismo que jode.

– Prisca, una de jamón, pero no abras mucho la boca.

– Sólo pido lo justo.

– Lo justo para arruinarnos.

Entre el humo del tabaco y los vapores del alcohol, primaba la comida, comer más que una necesidad era un triunfo, algo a exhibir por los buscadores afortunados, la tartera de Carmen era el símbolo de la obsesión alimentaria, por corto que fuera el viaje había que hacerlo prevenido, con un por si acaso, nunca se sabe, la Pesquisa, nunca se lo llames, anuló sus protestas de no merece la pena, vuelvo hoy mismo, pidió un vaso de clarete y repasó las tertulias en busca de su hombre, llegaban a sus oídos retazos de charlas cruzadas a voz en grito.

– Sacó de un tiro más de una tonelada, como hay Dios…

– Se agacha la fulana, oye, que me enseña toda la canal…

– Le van a juzgar al Varis en León, al de la fonda no, coño, al sacristán, y se lo cargan, ya verás, menudo informe ha mandado don Recesvinto…

– Me escarralló el dedo gordo, se le fue la maza…

– ¡Celia! Marchando otra de coñac.

– Para mí que los del Gas han encontrado la vena madre…

Todos los clientes son hombres con la fiebre del hallazgo definitivo brillándoles en las pupilas, se rumorea la existencia de un filón profundo y caudaloso, hasta ahora no es más que un rumor, Eloy Pousada dirige el negocio desde la barra del bar, antes cocina económica, Prisca, su mujer, y Odita, su hermana, hacen de camareras con el refuerzo de Celia, la de Veariz, no se equivocó al considerarla favorable, mira orgulloso el bamboleo de sus glúteos entre las mesas, un trasatlántico de lujo marchando entre la amenaza de tanto iceberg con más seguridad que el titanio, la metáfora marinera es de Ausencio, está sentado con Jovino y otros más alrededor de la abuela en una mesa camilla, la centenaria doña Oda cuenta a quien quiera oírlo el misterio de los cofres enterrados en la peña, la sordera la defiende de las interrupciones, sobre el mantel de hule han extendido un mapa de la zona, el del Instituto Geológico con un sello de la Jefatura de Minas, dedos nerviosos tratan de localizar la leyenda por entre las curvas de nivel.

– Son tres los cofres enterrados, el del centro con oro, el de la derecha con carbón del infierno, no, con azufre, a eso huele el diablo, y el que lo abra se pierde, el de la izquierda está vacío y es el más peligroso, el que lo abra dejará su alma en prenda…

Eloy se enorgullece de cómo le ruedan las cosas, en especial tras el fichaje de Celia, no le costó convencerla, así estaremos juntos día y noche, mujer, recalcó lo de noche con una entonación sugestiva, tu esposa se pondrá como un basilisco, rebatió el argumento la de Veariz con aire despreocupado, no, qué va, está en la gloria con tantas compras.

– La necesitamos para el servicio.

– Está bien, tráela, pero lo que más necesitamos es adecentar el establecimiento.

– Compra lo que quieras.

Con lo que de veras disfrutó Prisca fue comprando muebles en almacenes Bodelón, de Ponferrada, una tienda en la que jamás había soñado poder entrar.

– Una radio, la mejor que haiga.

– Una Invicta.

He aquí los nuevos Invicta que usted esperaba. Sonido en relieve. Cada modelo es un triunfo de la moderna técnica electrónica. Véalos, óigalos, sométalos a cuantas pruebas desee. ¿Pero tendrá esta palurda luz eléctrica allá arriba?, el señor Bodelón se mordió la lengua y evitó la pregunta que podía cortarle la corriente de ventas.

– Y un buen pingajo para el techo, el más grande, ése.

– Le alabo el gusto, señora, la mejor lámpara de que disponemos, una araña de cristal y bronce preciosa.

Ahora las enormes lágrimas de cuarzo tallado reflejaban la débil luz de los carburos, la falta de electricidad no era un inconveniente para el placer estético, lucía bien en la fonda, lo mismo que la muda Invicta. Otros objetos se habían inutilizado por imprevistos, como la luna entera, de cuerpo presente, del armario, al bajarlo de la camioneta, la ternera se abalanzó al encuentro de la intrusa que veía al otro lado del azogue, la gente de la montaña está curtida en reveses y Prisca no se dejó desalentar por tan nimio destrozo.

– Si pudiera recordar dónde están los cofres, abuela.

– Tenéis que subirme en procesión a la peña por el caborco del Infierno y os lo digo.

Laurentino Mayorga, el del herrero, es uno de los contertulios, aficionado a la radiestesia, se entusiasma y hace girar su alianza sobre el mapa geológico, por el borde de la fosa tectónica del Seo, rocas paleozoicas, pizarras y cuarcitas silúricas.

– La sangre llama a la sangre, donde se detenga la bola de oro, allí está.

– Vete al pedo, iluso.

Mister White terminó el segundo clarete, había localizado a su hombre, discreto le tocó en la espalda.

– ¿Señor Expósito?

– Déjelo en Ausencio.

– Soy Guillermo White, puede que ya me conozca, todo el mundo me conoce por aquí.

– Sí, el Inglés.

– Quisiera proponerle un negocio.

– Lo siento, tengo unos kilos pero están comprometidos, pregunte a otro.

– Es usted un hombre expeditivo, de decisiones rápidas, y eso me gusta.

– ¿Cómo sabe lo que yo soy?

– Por su forma de hablar y por un amigo común, Juan, el Socialista, trabajó con usted en Rubielos de la Mora.

– No conozco a ningún socialista -procuró que no le temblara la voz-, le han tomado el pelo.

– ¿Podemos hablar confidencialmente?

– Sí, claro.

– Hay muchas personas alrededor nuestro.

– Con tanto ruido no se aclara nadie, descuide.

– Se fía demasiado.

– No me fío ni de mi padre.

– No me extraña, conozco su biografía. Oh, disculpe, lo he dicho sin intención, no lo tome como una insolencia.

– Como un piropo, vaya.

– Puede fiarse de mí, hablé con su padrino y a él le encantaría que llegáramos a un acuerdo.

– ¿En qué?

– Está aquí para hacer fortuna, como todos, y yo puedo garantizársela. No es judío pero sabe muy bien que el negocio no está en la extracción del mineral, sino en su compra-venta, quiero comprar todo lo que salga de la peña y necesito un ayudante expeditivo, el que acepte se hará rico.

– ¿Con un sueldo?

– Un salario más que digno, aquí se está para hacer fortuna, o sea, para comprarse después un terreno, ¿conoce mi finca?

– Sí, la que está por Carracedo, cerca del monasterio.

– Exacto. Ésa sería la prima final, yo no me voy a quedar a vivir aquí eternamente y se la dejaré a quien me ayude.

Eternamente, los compases de In a Monastery Garden sonaban ridículos en aquel clima, pensó en su última voluntad, enterrado bajo los pavíos, pensó en Maude, mejor no pensar en nada.

– ¿Por escrito?

– ¿De qué valen los documentos escritos en los tiempos que corren? Usted, por ejemplo, tiene una ficha en Gobernación, ¿sabe lo que pone?, en paradero desconocido, eso no vale nada, valen los hechos, que alguien la pierda en la montaña de expedientes o que alguien la encuentre sobre la mesa del comisario con una dirección conocida.

– Si quiere asustarme -procuró contener la indignación y el miedo- pierde el tiempo.

– Si se asustara fácilmente no me interesaría su ayuda.

– No hay quien controle toda la peña.

– Intentémoslo y rápido. Esto se acaba.

– ¿La guerra?

– Puede que también la guerra, pero me refiero al desmadre. La Compañía Minera de Montañas del Sur ha denunciado tantas pertenencias como para cubrir toda la sierra Bimbreira, hasta han pensado en el nombre de la futura mina y todo, Mina Currito.

– Una gilipollez de nombre.

– Sí, no es muy propio, pero están capacitados para dar con el filón básico. Hay que estimular al personal para que lo localice antes de que se establezca la compañía.

– ¿Existe?

– Seguro, lo que ustedes están arañando ahora son sus excrecencias. Bueno, ¿acepta mi propuesta?

– Tengo que pensarlo.

– El nueve es feria en Cacabelos, allí le espero para concretar nuestros planes.

– ¿Y si no acepto?

– Por favor, Expósito, seamos serios.

Sin añadir una palabra más, el Inglés dio media vuelta y se marchó, su prepotencia me dejó temblando, sabía demasiado y mis papeles no podrían resistir una investigación mínimamente seria, me entraron unas ganas locas y tuve que ir al excusado a tirar de los pantalones, me iba piernas abajo enfurecido por mi flaqueza, no me había ocurrido nunca eso de cagarme de miedo, me acuclillé sobre la placa turca, siempre he meditado bien haciendo mis necesidades, un placer fisiológico que estimula mi imaginación, si es sobre una taza de porcelana se me pasan las horas sin darme cuenta, de ser verdad no era mala la proposición, me distraje con las pintadas obscenas de las paredes, «viva el coño de las mujeres de la guardia civil», era la más rebelde, volví a indignarme cuando Olvido se me enredó en los pensamientos, en un sitio así me pareció de muy mala educación pensar en ella, soñé despierto que estábamos en la finca del camino de Carracedo, los dos juntos, solos, en nuestro hogar, cuidábamos de las gallinas, regábamos la huerta y enlazados por el talle contemplábamos la puesta de sol, un destino feliz que contrastaba con el que se produciría de cumplirse la amenaza de mister White y con el sórdido lugar en donde se desflecaban mis opciones, la margarita de acepto, no acepto y la de huyo, no huyo, pero ¿adónde huir?, en cualquier otro sitio era cuestión de tiempo el que se me plantease el mismo dilema, y no quería alejarme de Olvido, no podía dejarla en manos del primer señorito de Villafranca que heredara a un tío de América, estaba convencido de que el dinero era el único obstáculo que ponía don Ángel a nuestras apenas existentes relaciones, tú vienes de buenos pañales, chaval, si tuviera una finca de mi propiedad cambiaría el panorama, en eso tenía razón don Guillermo, la propiedad de la tierra era el objetivo final del wolfram, a Jovino no le dejaría en la estacada, contaba con Carín y la cuadrilla de Quilós, seguiríamos en contacto, se me iba pasando el miedo, pero no quería precipitarme y decidí consultar con la almohada, para mí el sistema más eficaz de echar a cara o cruz, si sale cara gano yo, si sale cruz pierdes tú, decíamos de críos, un truco que sólo me funcionaba en sueños, me fui a la cama sin despedirme de nadie.

– Mañana hay que madrugar.

– ¿Para qué? Por mucho que madrugues te levantas en ayunas.

– Así te luce el pelo, manguelo.

Los contertulios de Perrachica se fueron retirando a la palloza contigua que hacía las veces de dormitorio colectivo, las colchonetas, rellenas con hojas de maíz, sonaban como maracas con las vueltas de los insomnes, pero los cuerpos estaban demasiado fatigados, no los afectaba el ruido, la humedad, ni siquiera la insistencia de las pulgas, alguien roncaba en una esquina, en la opuesta un hincha repasaba las paredes del cenobio, equipos de fútbol publicados en Marca, diario gráfico de los deportes, la Cultural Leonesa, el Cristo Olímpico y a página doble el Atlético de Bilbao.

– ¿Quién ganará la Liga?

Antes de retirarse, Jovino se interesó por la amputación de Ricardo García Gallardo.

– ¿Qué tal va eso?

– Mejor, pero no me atrevo a quitarme el calcetín, no vaya a sangrar de nuevo.

Un caso más que de mala suerte de inexperiencia, con un tercio de cartucho en la mano, lo justo para meter el detonador, y le explotó por confiarse, por encender la mecha antes de tiempo, no fue en una voladura de rocas sino en el río, en Villadepalos, por pescar truchas con tan expeditivo sistema, junto a lo de Mayorga el viejo, el herrero, el que le atendió, si vas al médico la liamos todos, que de dónde sacaste la dinamita, que si tal y cual y buena se arma, trae acá, por encima de la muñeca le colgaban flecos de carne y tendones chorreando sangre, eres un estúpido, le increpó Ausencio, pero ayudó en la cura, no en vano eran hermanos de leche, Mayorga, con unas tijeras, le aseó el muñón, taponó el chorro con una caja entera de gasas y sujetó el aposito con un calcetín de color rojo, Ricardo blasfemó como un valiente y tuvo el gesto olímpico de despreciar el único resto de su izquierda, el pulgar que alguien localizó en una mata de ortigas a más de treinta metros, lo tiró al Sil.

– Para lo que me va a servir.

Jovino le dio unas palmadas de consuelo en el hombro.

– Bah, no te preocupes, dentro de un mes ni te acuerdas, como si hubieras nacido manco. Buenas noches.

– Buenas las tuyas, carota.

Las noches de Jovino eran el rumor picante de la fonda de los Pousada, no dormía en la palloza y las malas lenguas rumoreaban que se acostaba con la Prisca, las mismas lenguas viperinas también decían que Eloy se acostaba con Celia, y las más sabias juraban por los clavos de Cristo que los cuatro hacían cama redonda en la única cama con jergón que había en la casa.