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Capítulo 11

Hay decisiones de las que uno se arrepiente nada más tomarlas, no me refería a la propuesta de mister White sino a lo de aceptar enchiquerarme en el cubículo bajo la escalera, sentí una claustrofobia agónica, la mecánica de sus pequeñas dimensiones y la moral de sentirme otra vez preso me agobiaba, el haber cedido mi voluntad soberana y quedar en manos de otro, disponible, a resultas de una gestión en la que yo no podía intervenir, un bochorno húmedo me hacía sudar como en un baño turco sin las molestias de los maricones que, según dicen, pululan por esos sitios, mínimo consuelo, me desabroché la camisa y me despojé de las sandalias, las del innombrable, un número mayor del que me correspondía, las cucarachas nada me iban a hacer, las dejé deambular sin retirar los pies, las pisadas en el cuarto de arriba, diferenciaba las rítmicas, dueñas de sí misma en el papel de ama de casa, de Angustias, y las descompensadas de Ángel hijo, su defecto físico acentuado por el continuo cabreo, no sonaron las de Nice, estaría ya en la cama, me imaginé el pánico que generarían las pisadas, escalón a escalón, de los que en su día buscaran al topo refugiado en la zahúrda en que yo me encontraba ahora, diminuto hueco bajo las escaleras, de puerta disimulada con el mismo papel de la pared de la rebotica y el hacinamiento de bártulos medicamentosos, más de uno había salvado allí el pellejo a pesar de sus ideas políticas contrarias a las del farmacéutico, cabía justo una silla para estar cómodamente sentado, ¿cuánto tiempo?, una hora, quizá más, pero imaginarme allí dentro días y días sin ni siquiera poderme poner en pie era una tortura de checa, no sé por qué había aceptado, como siempre por la autoridad moral de don Ángel, «métete ahí, ya me desharé de ellos», una decisión rápida pues estaban encima, casi sin tiempo para instalarme en el refugio carcelario y sonó la campanilla de la farmacia, pasaron directamente a la rebotica y por la rendija del mal ajuste de la portezuela los vi, ojalá no se advirtiera la grieta desde el exterior, sin luz imposible, me tranquilicé, de las dos personas inquisitoriales reconocí a una, la que no hablaba.

– ¿Traen orden de registro?

– Si se opone lo haré constar en el acta como agravante, obstruccionismo a una simple inspección ocular.

– Lo decía por cubrir las formas, pasen.

Las malas decisiones se encadenan como las cerezas y los besos, y es la buena intención lo que las hace irreversibles, me habían correspondido cerca de cien kilos de wolfram, con los gastos, pérdidas y robos del trasiego me quedaban menos, alrededor de cincuenta, una pequeña fortuna, un regalo que nivelaría los compromisos económicos adquiridos por mi familia, de alguna forma tenía que llamarla, lo cargué en un saco de arpillera a modo de alforja sobre el mulo de los Mayorga, sobre el saco el aparejo de verdad y dos fardos de esparto para el disimulo, dudaba si venderlo yo mismo y hacer la entrega en metálico o si no sería más espectacular el hacer la entrega en especie, algo vistoso y puede que más efectivo para él pues tendría mejores contactos, en la duda me llegó el soplo de la redada, los de la Fiscalía estaban peinando la zona, me decidí por la entrega en especie, por la rapidez, de noche la cabalgadura aquella llamaba más la atención que un faro en la costa, una imagen obsesiva, no conocía el mar salvo en película, y en mis sueños de grandeza se incluía invariablemente un verano en La Coruña, descargué el saco bajo el letrero gigante de «BOTICA», al pulsar el timbre me vino a la mente, una vez más, la toquillita azul, una vez más seguía esperando a que se abriera la generosa puerta aunque en esta ocasión el dadivoso sería yo, me ilusionaba la idea. Abrió don Ángel y me hizo pasar con cierta alarma en su voz.

– Pero ¿qué es esto?

Entendí su pregunta, delicadeza y sorpresa le había desviado el para quién.

– Para usted. Bueno, la mitad para Vitorina y la otra mitad para usted.

– No digas tonterías, Ausencio, la mitad de Vitorina me parece correcta, pero la otra es tuya, tú la has encontrado y te pertenece.

– Me gustaría compensarle de alguna forma.

– No me debes nada.

– Estoy nervioso y no me expreso bien, no quiero pagarle ninguna deuda, quiero hacerle un regalo, nunca he podido regalarle nada.

– Es mucho dinero lo que hay ahí.

– Nunca es demasiado.

Lo estaba haciendo fatal, terminaría ofendiéndole, si lo tomaba por un préstamo vergonzante o un favor estaba perdido, los favores no se perdonan jamás, por suerte y desgracia nos interrumpió Gelón.

– Vienen hacia aquí.

No hizo falta que explicitara el carácter de la inminente visita.

– A ver, echa las piedras en ese bocoy, hijo.

– ¿Y yo? ¿Qué hago?

– Métete ahí, ya me desharé de ellos.

Me escondí en el refugio bajo la escalera, contra su puerta apoyaron el bocoy flanqueado por dos grandes envases de cartón, los del bicarbonato y el ácido salicílico, al salicílico, de chavales, le llamábamos el polvo pica-pica, lo espolvoreábamos en clase y todos a estornudar y rascar, me acordaba muy bien de su empleo, un gramo por cada kilo de tomate en conserva, lo tenía justo bajo la rendija y sólo me faltaba eso, el estornudar, procuré contener la respiración, cualquier movimiento en falso podía delatarme, reconocí al número de la Benemérita, Jacinto, buena persona a pesar del tricornio, el otro ni de vista, sería el inspector de tasas o como se llamara, traía cara de pocos amigos, fue una mala decisión la de no escapar por el patio trasero y peor la de hablarle a don Ángel de compensaciones, dinero de por medio, a él que lo había perdido todo por no mancharse con las finanzas, no quería entender de cuestiones económicas, que el capital le produjera intereses lo consideraba algo sórdido, él era un señor, y más sórdido aún si tenía que especular en bolsa, jamás hablaba de negocios y así le había ido, algunos le consideraban un inepto, pero a mí me caía bien precisamente por su generosa ineptitud, cuando llegaban los colonos a rendirle cuentas, en un cestillo el tímido soborno de la fruta y en la boca la verdad a medias del mal año, se repetía la misma conversación del mal año anterior.

– No puedo pagarle, don Ángel, no saqué ni para el pan de los niños.

– No te preocupes, lo importante es la salud de los tuyos, a ver si con la próxima cosecha tenemos más suerte.

Consideraba una grosería hablar de dinero, consideración que no se hacían los banqueros cuando le acosaban con la hipoteca de turno.

– Es que ha vencido el plazo, don Ángel.

– Mala suerte, a ver si con la próxima cosecha…

– Lo siento, pero el banco no puede esperar, si hiciera así con todos los plazos quebraría.

– Por mí que no quiebre, haga usted lo que sea su obligación.

Así le volatilizaron las fincas y le embargaron los negocios, si no llega a ser por la farmacia terminaría pidiendo limosna.

– Pasen, y si puedo ayudarlos en algo me lo dicen.

Los recibió solícito y atento según su costumbre, a Jacinto se le veía nervioso, le agradecía los favores, normalizó la regla de su mujer, a los hijos les había quitado la fiebre recurrente y a él le eliminó la solitaria cuando nadie, ni el médico, ni Enedina, ni la Virgen de Dragonte, se la había podido quitar de las tripas, pero el deber es el deber y allí estaba dando escolta al otro con cara de circunstancias.

– Si me permite…

El inspector o lo que fuera no aguardó el permiso, con ademán brusco y una varilla de alambre, atravesó la caja de bicarbonato y cuantas se le antojaron.

– ¿Satisfecho?

– ¿Y en este barril qué hay?

– Hombre, un buen vinillo blanco de mi última cosecha, si les hace un vaso…

– Destápelo.

– El caso es que aún le faltan días y podría picarse.

– Un vaso no le matará la madre.

El muy canalla destapó él mismo el bocoy y sonrió.

– ¿Qué me dice ahora?

Me estremecí, pero don Ángel no perdió la calma y me sorprendió con su respuesta, tanto que estuve a punto de aplaudirle.

– Que si quiere un vaso puede tomarlo, no está a punto, pero verá qué buen paladar tiene.

– Usted, eche un vistazo y opine.

Jacinto empalideció a la vista del mineral.

– Vino, lo que se dice vino, no lo hay, don Ángel, parece wolfram.

– Es cuestión de opiniones, a mí me parece un blanco de primera.

El inspector perdió su sonrisa.

– Muy gracioso, pero dése por decomisado, es tarde y no tengo tiempo para bromas. Se lo precinto. Mañana pasarán a recogerlo y ya hablaremos. Ah, y que no se le ocurra a nadie tocar el precinto.

– Caballero, le está usted dando demasiada importancia a unos cántaros de vino.

– Váyase al diablo, el juez es un buen catador, explíqueselo a él.

– Por supuesto, no faltaría más. A su disposición.

Salí del chiquero y respiré hondo, estornudé por culpa del pica-pica, don Ángel se había sentado en la camilla y me pareció verle cansado, abatido por su encontronazo con la ley, mi sentimiento de culpabilidad se acentuó al máximo.

– Por la multa no se preocupe, ya me encargaré yo.

– No me preocupa la multa, me preocupas tú.

– ¿Yo?

– Has vuelto a salir con Olvido, os vieron en el cine.

Me dejó de piedra, lo que menos esperaba, y también lo que menos deseaba en aquellas circunstancias, era hablar de Olvido con mi padrino, sabía que íbamos a chocar, era nuestro único punto de fricción.

– No salimos, charlamos, ¿qué hay de malo en ello?

– Te dije que no la vieras, no comprendes la situación, a su madre la abandonó el sinvergüenza de su marido y al ser dos mujeres solas su honorabilidad es demasiado frágil, el otro sinvergüenza de Vega, su primo, el médico, entra allí como Pedro por su casa y la gente hace comentarios…

– No hicimos nada malo.

– Faltaría más. Te prohíbo que salgas con ella.

– ¿Por qué?

No quería entenderle, si se estaba refiriendo como me temía a mi doble Expósito era el fin de nuestra amistad, mejor no entrar en el tema, abusaba de su abatimiento, deberíamos preocuparnos del problema inmediato, el bocoy sellado por un papel con el escudo de la Fiscalía y la firma del sonrisas.

– Es demasiado niña, no tiene edad para andar tonteando por ahí, no le conviene.

Me ceñí al problema.

– ¿Qué va a pasar con el wolfram?

– Prométeme que no la verás más.

Abusaba, por eso le mentí por primera vez en la vida.

– Está bien, se lo prometo.

– No te creo.

– Le doy mi palabra, se lo juro.

Me sentí terriblemente incómodo, los dos lo estábamos.

– A tu edad el amor es un espejismo, un invento.

¿Cómo explicarle que no necesitaba inventarme ningún amor, que tampoco era un invento la necesidad de amarla porque nos amábamos sin necesidad de inventar excusa alguna? Lo nuestro era tan natural como el aire, estás en él y lo respiras, si te lo quitan te mueres. Debería comprenderlo.

– Tiene mi palabra.

– Confío en ella, José. Ahora, si quieres, puedes echarte en la cama plegable, no conviene que salgas, estarán vigilando, yo me voy a quedar de guardia para que nadie toque el precinto.

– No tengo sueño, ¿va a pasar la noche en vela?

– Sí, supongo que sí.

– Le acompaño.

Sacó un Ideales, empaquetado provisional, y lió a mano un pitillo, uno de sus ejercicios de meditación favoritos, y me lo pasó, lió otra picadura para sí y con la primera vaharada inició uno de sus discursos didácticos como si nada de particular hubiera ocurrido.

– El precio de este mineral es una fábula de Samaniego, y es que quieren cargarse a los alemanes que son los únicos que saben sacarle el jugo, claro, los aliados tienen el dinero pero no la técnica, apenas si lo aprovechan para los filamentos de lámparas de incandescencia, sí, esa espiralita que se ve cuando se rompe una bombilla, los alemanes no lo utilizan sólo para el acero de sus cañones, los suyos sí son cañones, perfectos, lo utilizan también en herramientas especiales para tornear, fresar, roscar, máquinas que sustituyen al hombre, que le ahorran un trabajo bestial, y sin embargo los enanos también arremeten contra el maquinismo, los comunistas son unos enanos, no aceptan la lección de la historia, la de que el progreso siempre lo ha realizado un individuo privilegiado o una minoría selecta, confunden la velocidad con el tocino, los obreros tendrán problemas económicos y por supuesto hay que ayudarlos, a los pobres, pero de eso a que sean el motor de la historia, el factor de progreso, hay una diferencia, la masa siempre es despreciable, incluso si existiera una masa de reyes o de sabios, por ser masa, sería despreciable, lo dice muy bien Ortega en La rebelión de las masas, un libro que debes leer, te lo voy a dejar.

– No tengo estudios para leer un libro de filosofía, padrino.

– Disculpas, la cultura se hace leyendo libros uno solo, ¿o te crees que aprendí algo en la Universidad? Además, Ortega no es un filósofo, es un vulgarizador de las teorías alemanas.

– Por mucho que vulgarice no lo entenderé.

– Eres un buen español, antes morir que perder la vida, que leer un libro, nuestra ley de bronce.

– Tampoco es eso, padrino.

– Lo es, pero hay excepciones, mira por dónde fue un español quien descubrió el wolframio, sí, no pongas esa cara, el gran Fausto Elhuyar, en el Real Seminario Patriótico de Vergara, una institución modelo creada por la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País, en el siglo dieciocho, el bueno, el del despotismo ilustrado o el poder para los que saben, la única vía de progreso, justo lo contrario a lo de estimular el instinto de la masas con frentes populares y demás chapuzas, el único siglo en que intentamos hacer un trabajo riguroso, mira que le habían dado vueltas otros sabios extranjeros al wolfram, el sueco Scheele por ejemplo, pero fue nuestro gran Elhuyar el que logró aislarlo, y los ingleses que tanto nos quieren, para arrebatarnos esa gloria científica, en vez de wolframio se empeñan en llamarlo tungsteno, que se lo roban ahora a Portugal como si fuera una colonia, así tratan a sus amigos, y el Inglés ahora también quiere influir por aquí como si esto fuera Portugal, que en todo caso será Galicia, pero bueno, ése es otro problema, los aliados nos quieren tanto que ahora hay gente cambiándose la chaqueta hasta en el gobierno, estamos ciegos, pero que se jodan, se llama wolframio y la gloria de descubrir un nuevo cuerpo simple en el sistema periódico es nuestra. Y por más pasta que tengan, quienes lo saben utilizar son los alemanes.

– No me caen bien los alemanes.

– Claro, no lees libros. Pero ten cuidado, todas las generalizaciones son falsas, incluso las mías, don Guillermo, el Inglés, a pesar de ser inglés, es una buena persona, ¿te ha hablado?

– Sí, por eso les ofrecí el wolfram a usted y Vitorina, yo ya tengo empleo y no lo necesito.

– De eso ya hablaremos.

– Siento mucho haberle metido en este follón.

– Es el wolfram el que nos está enfollonando a todos, pero no te preocupes, de algo servirá mi paso por el Ayuntamiento.

Di una cabezada, me dormía con el mismo sueño intempestivo de los viajes en tercera, cuando no sabes muy bien dónde estás ni con quién hablas en el desvelo de una estación fantasmagórica, una barba blanca, liaba en su vigilia un pitillo tras otro y seguía la conversación sin descomponer la mueca, ahora amable, de su anciano rostro, capaz del gesto magnífico era la miseria cotidiana lo que le derrotaba. Hablamos de las minas.

– Aquí la fiebre minera oculta el secreto a voces del metal básico que mueve al mundo, el oro.

– Ya, pero desde los romanos ni olerlo.

– Aún hay gentes que se ganan la vida lavando las arenas del Sil.

– Que pierden el tiempo querrá decir, padrino.

– Lo que quiero decir ya te lo diré.

– Cuando guste…

Me dormía irremisiblemente, me sobrepuse para no caer sobre la camilla y dejarle con la palabra en la boca.

– ¿Conoces las Médulas de Carucedo?

– Sí, claro.

– Qué vas a conocerlas, de vista, de alguna excursión, cuando vuelvas por allí fíjate en lo que te digo, los picachos de tierra roja, desérticos, son ruinas de la naturaleza provocadas por el hombre, por los romanos, o mejor dicho por sus esclavos, ¿por qué crees que son rojas?, por la sangre de los esclavos que allí murieron, se habla de sesenta mil esclavos, ¿te imaginas lo que es eso?, una ciudad entera trabajando en busca de oro, según Plinio el Viejo, en su Naturales Hispaniae que no te voy a dejar porque no lo tengo, no te asustes, se lavaron trescientos millones de toneladas de tierra berciana, salían unos cinco gramos de oro por tonelada, lo cual hace unas veinte mil libras al año, el mayor tesoro del imperio, perforaban la montaña hasta dejarla como un gruyère y después inyectaban agua a presión, la traían desde kilómetros de distancia, toda una doble labor de ingeniería, la minera y la hidráulica, eran los alemanes de su tiempo, inyectaban el agua y el monte se venía abajo, el «ruina montium» que describió Plinio, ¿te imaginas el estruendo?, ¿los que morirían enterrados?, y después a lavar las arenas, no las del río, las del monte, algo inimaginable, y lo que tampoco se puede uno imaginar con un mínimo sentido común es que lavaran todos los montes del Bierzo, algo dejarían, digo yo, hay otras médulas ocultas, el oro es el nervio secreto del Bierzo.

– Si existieran ya las habría descubierto alguien.

– Si estuvieran ocultas sí, pero nadie ve lo que tiene delante de los ojos.

– Yo tengo un poder especial en mi vista.

– ¿El de la Bruxa?

– Sí.

– No digas estupideces, Ausencio. No me defraudes más y recuerda tu promesa.

– ¿Qué promesa?

– Te diré el secreto, que no es secreto, si dejas en paz a Olvidín.

Debería haberme dormido.

– ¿Por qué no se lo dice a Gelón? Es su hijo, a él le pertenecen sus secretos.

– Según el despotismo ilustrado hay que decírselo a quien valga. Por desgracia él no vale y lo echaría a perder.

Me dejé llevar para no seguir por un camino tan vidrioso y no recuerdo lo que soñé, lo que sí me pareció un sueño fue la explicación que me dio Nice bien entrada la mañana, cuando me despertó con el lujo de un desayuno de chocolate con churros, «hay que celebrarlo», me dijo. Todo un número de circo la cara que pusieron los inspectores cuando desprecintaron el bocoy para confiscar el wolfram, ¿quieren un vaso?, lo que contenía era vino blanco, no muy bueno, tampoco del año, pero vino blanco de las Chas, ¿cómo lo hizo?, no dio ninguna explicación de viejo alquimista o de habilidoso falsificador, tan sólo un breve comentario a sus atónitos hijos antes de salir a su paseo mañanero.

– No podía permitir que el apellido Sernández quedara en evidencia, si yo digo que es vino, es vino.